Tumgik
lisibeth-things · 5 years
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Junibacken
Es un parque temático en el que se honra la literatura infantil sueca. Básicamente, lo que se celebra allí adentro es la obra de Astrid Lindgren.
Dudamos un montón antes de decidirnos a ir. Pero como este es un viaje literario, reunimos todo nuestro valor y salimos para ahí. Llueve. Y por un momento nos entra la duda, ¿estará abierto? Porque es un parque y, para nosotras, todo parque es al aire libre… Pero este es un parque sin parque.
Tomamos el tren hasta la estación central. Ahí nos subimos a un tranvía que no termina nunca de salir. Cada tanto una voz en sueco comunica alguna cosa y mucha gente se baja del vehículo. El público se renueva, pasan los minutos y otra vez lo mismo. Así, unas cuatro o cinco veces hasta que nos decidimos a cambiar de medio de transporte. Por la lluvia, nos dice alguien en inglés, las vías están anegadas y es peligroso el tránsito del tranvía.
Llegamos finalmente a la isla de Djurgården, en el centro de Estocolmo. El lugar está repleto de museos y la gente que viajaba con nosotros se reparte y se sumerge en malón en esos mundos de intelectualidad e historia.
Nosotras, por el contrario, caminamos despacito, saltando los charcos del suelo, esquivando los patos marrones y los patos blancos. Y llegamos a una estatua en la que Astrid Lindgren está sentada, muy seria, con un libro sobre la falda.
Ya estamos acá, en Junibacken.
Empezamos el recorrido por la tienda librería. En todas las publicaciones sobre este lugar la anuncian como la librería infantil más grande de Estocolmo. Supuestamente, ahí se consigue de todo y en cualquier idioma. Voy vestida de ilusión y llevo la billetera cargadita para arremeter. Pero no me dejan. Para mí, esta librería es un verdadero fiasco. Acá, la literatura en español abarca veinte centímetros de estante, si lo miramos con mucho optimismo. Hay varios ejemplares de un libro de Ulf Nilsson, otro que se llama “El misterio del circo”, de un tal Widmark, y uno, ¡solo uno!, de Tove Jansson. Agarro este último de un manotón (no sea cosa que alguien me lo arrebate) y sigo mirando a ver si encuentro algún compartimento secreto en el que estén escondidos los libros de Astrid en nuestro idioma. Voy para un lado, voy para el otro… Vuelvo al principio… No. ¡No hay ni uno! ¡Grrrrr!
Entonces nos vamos a comer, porque ahí adentro hay un restaurante que ofrece opciones libres de gluten y yo quiero ver qué encuentro. Cuando llegamos al salón comedor, Sofi se pone un poco pálida: ahí hay millones de niños, muchos de ellos bastante desbordados. Hay uno en particular que tiene alrededor de cuatro años y, desde que llegamos hasta el final de nuestro almuerzo, lo vemos embarcado en un grito agudo, único y duradero. No sé cómo hace para que no se le termine el aire.
Comemos en medio de este bullicio infantil infernal y casi huimos —no sé adónde, si está claro que este es un sitio para niños—.
Nos detenemos un instante en una cronología de la autora que está armada en las paredes. Miramos por encima las distintas salas, en las que hay casitas en las que los chicos se meten, hay algunos juegos… Esas cosas. Y así llegamos pronto a lo que tal vez sea la atracción principal de Junibacken: un trencito que recorre diferentes escenas de la literatura lindgreniana. Al subir a tu vagón te preguntan en qué idioma querés el audio, y por eso oímos el relato en español y nos hacemos la ilusión de que es la mismísima Astrid la que nos lo está contando todo. Y podría ser, porque este parque se inauguró en 1996, así que quién te dice.
Apenas termina el recorrido, salimos del parque con ansias de silencio y aire fresco. Tanto no nos gustó este lugar.
Ya casi llegamos al final de esta travesía que duró algo más de tres semanas: todavía caminamos por las calles más antiguas, visitamos algún anticuario en el que hay vinilos, vamos a un shopping, nos compramos un par de valijas para reemplazar el mamut prehistórico que acompañó a Sofi los últimos seis meses.
Mucho se dice a menudo de los países escandinavos. Desde la Argentina vemos estos reinos del norte como paraísos terrenales en los que todo es más que perfecto. La mayoría de esos decires es cierta. Estas ciudades son ordenadas y limpias y funcionales, claro. Pero aquí, en Estocolmo, vivimos tres momentos que nos acercan apenas a nuestra tierra natal. Estos momentos son como un presagio del final de nuestro viaje.
El primero es el del tranvía que no termina de salir. Igualito a lo que sucede a diario por casa.
Luego, una tarde, se nos cruza una rata inmensa por el medio de la calle, tal como pasa en Boulogne.
Y el último día, cuando ya armamos el equipaje, Sofi saca a la calle el viejo mastodonte verde, nuestra querida valija jubilada. Y pensamos que ahí se va a quedar o que alguien va a salir a protestarnos o algo. Pero no. No pasan ni cinco minutos y aparece un señor al que le parece que esa maleta destruída no está tan destruída. Y nos pide permiso para llevársela y se va caminando feliz con el vejestorio enclenque y remendado con cinta adhesiva.
Ahí se queda entonces algo nuestro en este universo al que llaman primer mundo. Esa es, quizás, nuestra impronta. Es una impronta miserable y casera que se queda pegada a la vida de un señor que quién sabe quién será.
Volvemos a casa en un vuelo perfecto. Volvemos juntas, Sofi y yo, con ese montón de sensaciones que no se nos van a desprender tan pronto. La valija verde se quedó en Estocolmo. Con nosotras se vino esta pila de recuerdos para siempre.
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lisibeth-things · 5 years
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Astrid Lindgren, Pippi Longstocking, merchandising, fama y billetes
Astrid Anna Emilia Ericsson (Lindgren, después de casarse) nació en Vimmerby, una pequeña ciudad del sur de Suecia, en 1907. A los diez y nueve años se fue de ahí para no avergonzar a su familia. El suyo era un pueblo chico y ella estaba por convertirse en madre soltera.
Astrid vivió unos cuantos años muy miserables en Estocolmo. Luego se casó con el señor Lindgren y empezó a escribir historias para niños. Una de esas historias es la de Pippi Långstrump o Mediaslargas o Longstocking o Langstrumpf, una niña pelirroja, de abundantes pecas, peinada con dos colitas desparejas, que se pasaba los días de travesura en travesura.
Hoy en día, Pippi está en un millón de vidrieras dentro de Estocolmo y Astrid, en los billetes de 20 coronas.
Y en el mundillo de la literatura infantil de estos tiempos hay dos premios prestigiosísimos que alegrarían por demás la vida de cualquier escritor: el Hans Christian Andersen y el Memorial Astrid Lindgren (que Isol recibió en 2013).
Lindgren no escribió solo cosas para niños, también llenó diez y siete cuadernos con un minucioso diario de la Segunda Guerra Mundial y escribió un cuento/artículo, “Pomperipossa en Monismania”, que es una crítica o un reclamo a un gobierno que trataba de cobrarle un impuesto del 102% sobre sus ganancias. 
Sobre todo en los últimos años, Astrid Lindgren dejó muy claras sus opiniones respecto de lo ecológico, lo femenino, lo económico... No se guardó ni una opinión. Como corresponde, tal vez.
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lisibeth-things · 5 years
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Dalagatan 46
De Copenhague a Estocolmo vamos en tren. Apenas llegamos, compramos unos boletos semanales que nos sirven para todos los transportes de la ciudad. Ya vimos en Dinamarca que no siempre es sencillo comprar pasajes. No en todas partes hay boleterías o expendedoras que puedan operarse con monedas o con billetes.
Con estos pasajes sentimos como si tuviéramos una especie de inmunidad, podemos movernos por la vida sin impedimentos. Y, después de descansar un ratito, nos vamos casi corriendo hasta Dalagatan 46, en Vasastan (un barrio del norte de Estocolmo), justo enfrente del Vasaparken.
A simple vista ahí no hay nada. Es decir, hay un par de bares o restaurantes con mesas en la vereda. Hay un montón de gente y están los mozos, pero...
Finalmente, vemos una pequeña placa de bronce que dice “Astrid Lindgrens Hem. Dalagatan 46”.  Y nada más. No hay ningún timbre, no hay nadie que nos reciba o que nos pueda indicar qué debemos hacer. Entonces, esperamos paradas en la calle hasta que se reúne algo más de una decena de personas.
De pronto abre la puerta una mujer que tiene una hoja en la mano. En un sueco que debe ser pluscuamperfecto dice algo inentendible. Damos nuestros nombres y la mujer nos devuelve la gentileza con una ristra de instrucciones en su idioma.
—We don´t speak Swedish —le respondemos. Y la pobre se pone nerviosa y dice que en la página explican claramente que la visita es en sueco.
Es cierto. En la página dice eso. Pero a mí nunca me importó demasiado lo que me cuentan. Cuando visito casas de escritores me interesa sobre todo sentir en la piel las burbujas de la creatividad. Estas burbujas sobreviven a los autores y te acarician con suavidad si te dejás llevar por el clima del lugar.
—Yes, we know —respondemos a modo de disculpa. Y subimos al departamento, dejamos nuestras cosas en un perchero, nos ponemos las pantuflas sobre los zapatos y caminamos hasta una salita en la que debemos tomar una silla plegable de un rincón y sentarnos. Otra señora empieza a escupir un sinfín de palabras misteriosas. La mayoría de los oyentes sonríe, asiente, escucha.
La mujer que nos recibió abajo la interrumpe. Una es más baja y redondita. La otra, alta y delgada. Las damas conversan un momento, intercambian vocablos guturales y nos miran y nos señalan con gestos de cabeza (a nosotras dos y a otra mujer y a un señor raro que tiene la pierna lastimada). Y nos apartan del grupo, ¡de pronto, somos exiliados lingüísticos! Y la mujer alta y delgada que nos recibió en la planta baja nos regala entonces una visita algo distinta ¡en inglés! Y todavía se disculpa la pobre porque su inglés no es muy bueno. Eso dice ella.
De una manera muy amorosa, nos muestra la casa y nos cuenta cosas sobre Astrid. Nos explica que la autora vivió ahí desde 1941 hasta su muerte, en 2002. Lindgren había sido secretaria y por eso escribía en taquigrafía, muchas veces, tendida en la cama. Tenía un teléfono sobre la mesa de luz porque atendía todas las llamadas, muchas de ellas, de sus lectores. Era muy bondadosa y donaba a diestra y a siniestra. Entonces, también recibía llamadas y cartas de personas que necesitaban algún tipo de ayuda.
El hombre de la pierna lastimada hace el recorrido con una de las sillas plegables en la mano y, de tanto en tanto, se sienta un rato.
Yo llego al comedor y veo sobre una repisa un sacapuntas de mesa. Y me acuerdo del sacapuntas que tuvo mi papá hasta que el vaso de vidrio se quebró. Entonces, me demoro observando el aparatito mientras la guía nos cuenta que la de Astrid Lindgren no es una casa museo. Es una casa que se abre al público, sí, pero que todavía pertenece a la familia. Y, de hecho, los nietos aún la usan para reunirse en ocasiones especiales.
Vemos la cama de la hija de Astrid, para quien la autora escribió la historia de Pippi, una vez que la niña estuvo enferma. Y vemos el escritorio y la máquina de escribir y unos cuantos cuadros con ilustraciones originales y algunos de los premios que recibió Lindgren y un montón de adornitos y chucherías y los libros de las bibliotecas…
Y cuando al final nos sacamos las pantuflas, henchidas nosotras de burbujas de colores, vemos que el hombre raro de la pierna lastimada saca un libro de abajo de la manga y le cuenta a nuestra amorosa guía que él también es escritor. Y ahí se quedan ellos charlando, mientras nosotras salimos reteniendo el aire, para que no se nos escape ni un poco de todo ese aire que respiramos ahí adentro.
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lisibeth-things · 5 years
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Astrid Lindgrens Hem
No sé cómo me enteré de que se podía visitar el departamento en el que vivió Astrid Lindgren. Pero apenas me llegó esa novedad, me puse en campaña para lograrlo. Y puedo decir sin mentir que conocer el hogar de esta autora fue un verdadero ejercicio de la voluntad.
En la ascética página del lugar, casi todo está en sueco. Cuando uno busca los horarios de visita, solo encuentra unos recuadritos con algunas fechas (como elegidas al azar). Y si uno trata de ingresar en esos recuadritos no puede. Entonces, se topa con un texto en sueco: “Besök Astrid Lindgrens Hem på Dalagatan. Nedan ser du ett urval av kommande tillfällen då visningar erbjuds. Klicka här för att se alla visningar". ¿A ustedes les surge un gran signo de interrogación en la boca del estómago? Pues a mí me pasó así.
Pero cliqueo en la frase subrayada porque “visningar” me suena parecido a “visitar”. Y la página me conduce a otra página en sueco en la que veo fechas y precios. ¡Listo!, pienso. Pero no. Todas esas fechas que aparecen en esta nueva página (fechas sueltas que no siguen un patrón habitual como “lunes, martes y jueves” o algo por el estilo) tienen completos los cupos.
Al fin, me decido a escribirles un email preguntando cómo conseguir entradas. Les escribo en un sueco malparido producto de mi relación fortuita con el Google Translator. Y me responden con esa escueta manera escandinava:
Hi Elizabeth,
The tickets for tours in june will be released at the webpage at 9 o´clock in the morning 1 of may.
The tickets usually sell out within an hour.
Good luck, and I hope you will have a nice stay in Sweden.
Best regards
(Hola, Elizabeth: Los tickets para los tours de junio saldrán a la venta en la página web a las 9 de la mañana del primero de mayo. Los tickets se agotan usualmente dentro de la primera hora. Buena suerte y deseo que tenga una linda estadía en Suecia.)
Chan. Estamos a mediados de marzo, así que me pongo un millón de recordatorios.
Pasa un sinfín de cosas hasta que llega el último día de abril. Finalmente, coloco la alarma a eso de las tres de la mañana. Cinco horas menos de las 9 de Estocolmo, me da 4, ya sé. Pero por las dudas.
Minutos antes de las cuatro aparecen como por arte de magia las fechas disponibles y sus horarios. Todo en sueco, claro.
Sobre mi cama descansan la computadora y la agenda. Miro la pantalla, miro la agenda, miro la computadora, miro la agenda. Miro la computadora, miro la agenda. Estoy muy dormida. Y las fechas disponibles no coinciden con mi estadía en Estocolmo. ¿Estoy viendo bien? ¿Es posible? La desilusión le gana al sueño. Vuelvo al jueguito de mirar la computadora y la agenda mil veces más. No me lo puedo perder, no me lo puedo perder, no me lo puedo perder… ¡Si ya pagué el airbnb y solo elegí esta ciudad por la querida Astrid!
Algo ilumina con brillitos una fecha en particular: 10/06/2019. Miro la agenda. Es un día antes de nuestra llegada. Y bueno, pienso. Y compro las entradas por 160 coronas suecas cada una.
El corazón me late tan fuerte que se escucha. Cierro la computadora, cierro la agenda, apago la luz y me tapo hasta arriba con la sábana.
Que sea lo que Dios quiera.
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lisibeth-things · 5 years
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Andersen en Copenhague
Nuestro primer día en Copenhague es, en parte, para Hans Christian Andersen. Y nuestra última jornada, también. De algún modo, el nuestro es un recorrido circular.
Mi primo nos busca a la llegada del Flixbus y nos lleva enseguida a dar una de esas hermosas recorridas que sabe armar con tanto cariño. Lo primero que vemos de esta ciudad —casi— es la estatua de Andersen que está al ladito del ayuntamiento.
Ahí también hay un señor mostrando su redondez con flagrancia y una especie de instalación anti pucho. Pero el viejo escritor se hace el desentendido y mira para otro lado. Hacia Tivoli, dicen que mira. Porque parece que el antiguo parque de diversiones le gustaba mucho al autor.
En 1919, Andersen dejó su Odense natal para probar suerte en el mundo del espectáculo de Copenhague. Quería ser actor y cantante. Pasó un tiempo estudiando y luego buscó trabajo en distintos teatros… sin ninguna suerte. Cuentan que pasó un tiempo viviendo en la calle hasta que comenzó a escribir y a publicar sus textos.
Esta estatua del escritor es obra de Henry Luckow-Nielsen y data de 1961.
Pero la escultura que se lleva todos los honores es la de La Sirenita. Se trata de uno de esos monumentos difíciles de fotografiar: siempre está rodeada de gente que posa.
“Den lille havfrue”* fue esculpida por Edvard Eriksen en 1913 y está ubicada en el paseo de Langelinie, en la bahía del puerto de Copenhague.
Como corresponde a un adecuado orden cronológico, la tumba de Andersen nos queda para el último día.
En Nørrebro se encuentra el Assistens Kirkegård, un cementerio parque en el que también está enterrado el filósofo Kirkegaard. Al igual que algún otro cementerio que hemos visitado, se trata de un precioso lugar, con muchísimo verde, árboles frondosos, plantas con flores.
Y ahí está la lápida, que tiene tallada una frase de Andersen en danés antiguo, que dice algo así: “El espíritu que creó Dios a su imagen (…) no se puede perder. Nuestra vida en la tierra es la semilla de la eternidad. Nuestro cuerpo muere pero nuestra alma, no.”**
Nos quedan dos pendientes para nuestra próxima visita a Copenhague: el museo del autor y el Bakkehusmuseet, una antigua casa que hoy en día es museo. Ahí vivió una pareja que, allá por el 1800/1850, recibía gustosa a diversas personalidades de la cultura de la época. Es una buena oportunidad para contemplar la vida de la Edad de Oro de la ciudad. Allí hay algunos objetos que le pertenecieron a H. C. Andersen, según parece.
*”La sirenita” en danés.
** Agradezco profundamente a mi primo Bernie por los paseos hermosos y por esta traducción.
*** La foto del hombre redondo es de Sofía.
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lisibeth-things · 5 years
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Christiania
No me daba ni un poco de ganas de visitar esta “ciudad libre” que está ubicada en medio de Copenhague, muy cerca de Christianshavn. Pero como no solo de escritores vive el hombre y Sofi tenía tantas ganas de conocer este lugar, ahí fuimos.
Christiania es un gran barrio de 34 hectáreas, en la que viven alrededor de mil personas. En su calle principal (la única que tiene nombre), Pusher Street, se encuentra un mercado curioso. Allí se puede comer en cualquiera de sus restaurantes vegetarianos, hay una feria de artesanías, hay un gran escenario en el que tocan diversos músicos y se pueden comprar drogas blandas.
Este barrio se autodenomina “ciudad libre”, porque tiene sus propias reglas y porque no responde ni al gobierno danés ni a la Unión Europea.
En la zona residencial hay todo tipo de casas, algunas muy originales y coloridas. Hay ateliers de artistas, hay un teatro y alguna guardería.
Christiania nació en 1971, cuando un grupo de padres derribó una valla que cerraba un antiguo cuartel militar abandonado. Estos padres deseaban brindarles a sus hijos un espacio verde donde jugar. Entonces, el movimiento político cultural, provo, vio la oportunidad de ubicar allí una comunidad que viviera según sus ideas sociales.
Ahí vamos, entonces, Sofi, una sobrina y yo a almorzar a Christiania. Y comemos muy rico por bastante poca plata.
En nuestra recorrida nos cruzamos con algunos de sus habitantes, hombres mayores que parecen detenidos en la década de los setenta. Pero esta comunidad es de lo más variada y en ella viven personas de todas las edades, de procedencias múltiples, cada uno con su estilo de vida.
Dicen que hay un cartel en el que, a la salida, se puede leer “You are now entering the EU”, pero no lo vimos, porque entramos y salimos por otro lado.
No me daba ni un poco de ganas de visitar Christiania, pero me resultó un lugar tan interesante, que ya me muero por volver.
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lisibeth-things · 5 years
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Rungstedlund
—¿Pobre?—dijo Babette. Sonrió como para sí—. No, nunca seré pobre. Ya les he dicho que  soy una gran artista. Una gran artista, mesdames, jamás es pobre. Tenemos algo, mesdames, sobre lo que los demás no saben nada.                                                         “El festín de Babette”, Karen Blixen
La casa de Karen Blixen en Copenhague está en mi lista de deseos desde que me enteré de su existencia, hace mil años.
Allá por los ochenta, “La fiesta de Babette” (Babettes gæstebud)), esa hermosa película de Gabriel Axel, se convirtió en una de mis preferidas. Ya había visto, creo, “Out of Africa”, con Meryl Streep y Robert Redford.
Años más tarde, me compré algunos libros de Karen Blixen y leí en la web el cuento “El festín de Babette”, que me pareció tan genial como la película.
La autora nació en 1885. Se llamaba Karen Dinesen. Tomó de su marido el apellido Blixen. Y publicó su obra con distintos seudónimos: Osceola, Isak Dinesen, Pierre Andrézel.
Fue una mujer con mucha personalidad, que tiene, según creo, muchos puntos en común con Victoria Ocampo: las dos son contemporáneas, nacieron en familias aristocráticas, hicieron bastante lo que quisieron, se casaron y se separaron, crearon fundaciones que se hicieron cargo de sus legados. Las casas de ambas se pueden visitar hoy en día.
Rungstedlund es una preciosa propiedad desde la que se puede ver el mar. Tiene un jardín inmenso que, según el mandato de Blixen, es una reserva de pájaros.
Los que llevan adelante el museo lo cuidan muy amorosamente. Al entrar hay que ponerse unas pantuflas sobre los zapatos (esto lo vimos también en la Casa Ancher, en Skagen) para no dañar ni ensuciar los pisos y las alfombras.
Karen Blixen nació y murió en esta casa. Vivió en ella muchos años y acá escribió gran parte de su obra. Como si esto fuera poco, sus restos descansan en el parque.
En el jardín hay una zona en la que se cultivan las plantas que Blixen usaba para hacer los arreglos florales con los que decoraba sus ambientes, porque hay alguien que sigue haciéndolos, tratando de copiar los que se observan en las fotos de la autora.
Llegamos a Rungstedlund con Sofi, con mi querido primo y con unos amigos suyos. Nos dispersamos y cada uno absorbe lo que necesita.
En la cocina hay una pequeña muestra de la película de Babette: maquetas de los platos preparados, utensilios, imágenes del film. Se me viene la historia a la mente como un aluvión y pienso en las dos hermanas, tan religiosas ellas, tan como mi abuela paterna.
Me cuesta un poco imaginar a mi abuela joven y desenfadada, recorriendo Dinamarca en bicicleta. La recuerdo dura y estricta, parada en la cocina de su casa, elaborando sus platos tan poco atractivos como los que le enseñaron a Babette Martine y Philippa.
Al igual que las hijas del deán, mi abuela era religiosa y tocaba himnos en su órgano. Y trataba de imponernos algunas de sus ideas pacatas cada vez que podía. Por ejemplo, no nos dejaba ir a cenar en pantalones. Según ella, las mujeres debían hacerlo con pollera. Cuando era chica, me sorprendían sus imposiciones, pero ahora, cuando la observo en las fotos de su adolescencia, con vestidos largos y algo de fru fru, entiendo que no se podía esperar otra cosa de ella.
Si la casa de Blixen es hermosa, el parque lo es muchísimo más. Es un paraíso de especies vegetales y de aves. Podría uno pasar la vida entera sentado en una de las bancas, oyendo los cantos de los pájaros y oliendo los mil aromas de las plantas.
“Babette dio un paso adelante” dice Karen Blixen en su cuento. “Hubo algo formidable en ese movimiento, como el crecimiento de una ola”. Y yo pienso en la autora mirando el mar y escribiendo estas palabras en su maquinita negra, tal vez, con esos dedos flacos y huesudos.
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lisibeth-things · 5 years
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El que reniega último, reniega mejor
En Odense, uno se tropieza cada dos por tres con algo de Hans Christian Andersen. ¡Hasta los semáforos son andersenianos!
Cuando yo tenía seis años no sabía que uno de mis libros preferidos, “Los zapatitos rojos”, era una adaptación de un cuento de este autor. Pero sí sabía que existía un escritor famoso con este apellido, el mismo que tenía mi abuela paterna, la que recorrió Dinamarca en bicicleta. Así que yo fantaseaba con ser su pariente. Imaginaba que Hans Christian era un tío abuelo lejano y lo contaba a media voz a todo aquel que no pudiera quitarme la ilusión con el plumero de la realidad. (El apellido Andersen está entre los veinte más comunes de Dinamarca.)
H. C. Andersen nació en Odense en 1805. De padre zapatero y madre lavandera, vivió allí una infancia atravesada por las privaciones. Ya de niño se acercó a diversos oficios, hasta que, finalmente, huyó a Copenhague para probar suerte con el canto y con la actuación.
Muchos años después, empezó a escribir y a publicar obras de variada índole. Las más celebradas fueron las historias para niños.
Le encantaba cortar papelitos. Y fue muy desafortunado en asuntos amorosos.
Si bien el autor estaba un poco reñido con su ciudad natal, Odense se empeña en honrarlo de mil maneras. Y es por eso que Andersen se te aparece aquí por todas partes.
Estos días en Odense, Sofi y yo somos como la cerillerita del cuento. De algún modo, vamos encendiendo los fósforos que permiten que se vaya iluminando algo de la vida de este escritor.
Por 110 coronas (aproximadamente 15 euros), se pueden visitar alrededor de quince lugares que algo tuvieron que ver con el autor.
Encendemos la primera cerilla y empezamos nuestro recorrido en el museo propiamente dicho. Es un edificio moderno en el que hay diversos objetos que fueron de Andersen, algunas ilustraciones, distintas representaciones de sus cuentos más famosos.
La Odense de Andersen es mucho más concurrida que la Skagen de los pintores y ya nos encontramos con un par de contingentes de orientales. No nos llevamos muy bien con los contingentes de orientales, debo decir, por más que lo intentemos.
Entramos en el museo y lo recorremos esquivando los grupitos bulliciosos y movedizos, que todo lo mueven, que todo lo tocan. Esperamos pacientemente hasta que se retiran y nos apuramos antes de que lleguen los próximos. Visitar estos museos populares es todo un arte.
— No se toca — le dice Sofi a unas chinas que apoyan sus manos de manera flagrante en un tapiz antiquísimo, para sacarse una foto.
Las chinas la miran con desidia y Sofi les muestra la línea que señala hasta dónde se puede uno acercar. Las mujeres no se corren y no dejan de toquetear el tapiz. Y, cuando terminan de sacarse la foto con todos sus celulares y con todas sus cámaras, se van, revoleando sus melenas y chistando y riendo indignación en sus pasitos cortos.
Se inicia así un duelo entre ellas y nosotras. Y todavía nos quedan catorce lugares para visitar. Entonces, cuando nos las topamos en el segundo punto de interés, en la mínima casa natal del escritor, le explicamos al señor de la entrada, que vamos a salir un momento para dejar que pase la muchedumbre. No sea cosa que no nos permita volver a entrar.
El hombre sonríe comprensivo. Las chinas son muy ruidosas y ocupan demasiado espacio.
Al fin, encendemos un nuevo fósforo y observamos el espacio acotadísimo en el que la madre de H. C. dio a luz. Es una casita pintada con el mismo amarillo de los edificios de Skagen, en una calle antigua con un montón de propiedades pintorescas. Y, justo enfrente, estratégicamente ubicada, hay una hermosa tienda de souvenirs y cositas típicamente danesas, en la que me hubiera comprado el mundo entero. Hay duendes, enanos, calados de cartulina para las ventanas, los típicos corazones trenzados en papel…
Recorremos los otros sitios andersenianos. Es todo muy bonito y uno puede leer en ellos la historia de la ciudad. Uno puede imaginar la infancia del autor, uno puede ver a qué jugaba y sospechar , tal vez, algunas de las semillas de sus cuentos. Pero Andersen no vivió en Odense de adulto. No creó en Odense, así que en ninguno de sus museos se puede aspirar esto tan curioso que abunda en otras casas de escritores. No se sale de allí inflado por el impulso de crear algo.
Titulé este capítulo “El que reniega último, reniega mejor”. En parte, porque pienso que Odense renegó un poco del Andersen niño. No colaboró para que su infancia fuera más feliz, para que él no viviera en la pobreza. Y el Andersen adulto renegó de Odense, adonde no tenía muchas ganas de volver, me parece.
Pero también elegí este título pensando en mi historia personal. En mi infancia, mi papá renegaba de todo lo que pudiera tener aroma danés. Las únicas cosas que le gustaban de los dinamarqueses eran los aebleskiver (unos buñuelos de manzana), los fricadeller (albóndigas de carne), y las papas con salsa marrón.
A pesar de ello, me habrá oído comentar esto del parentesco con H. C. Andersen y habrá sonreído con su manera fría de aquellos tiempos.
Hoy en día, yo honro todo la danés, así como Odense honra al famoso escritor de historias infantiles. Y  disfruto y busco respuestas y significados y sorpresas en este paìs y en este idioma con los que mi papá estaba tan peleado. Yo reniego de su renegar. No podemos esconder lo que somos y por  nuestras venas corre sangre escandinava, sin dudas.
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lisibeth-things · 5 years
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Mi paraíso
La idea de ir a Skagen me cae en la cabeza como un premio de piñata, por pura suerte. Apenas veo fotos del lugar y leo un poco de su historia, me decido: es ahí adonde quiero viajar.
Y ya desde el principio, ni bien llego, me enamoro. En Skagen hay muy poca gente dando vueltas, por lo menos, en esta época del año.
En este lugar es posible ver la unión de dos mares, el del Norte y el Báltico; hay un búnker, un museo de ositos de peluche, una iglesia enterrada en la arena… Pero lo que me determinó a elegirlo como destino fue que aquí se instaló una colonia de pintores, escritores y músicos.
En las décadas de 1880 y 1890, atraídos por la vida tranquila y por el deseo de captar cierta luz, varios pintores se fueron mudando a este pueblo. Marie y Peder Severin Krøyer, Anna y Michael Ancher, Oscar Björck, Christian Krohg y otros artistas vivieron con cierta bohemia en este paraje apartado y dedicaron sus días a pintar escenas de la vida cotidiana.
Nos levantamos más o menos temprano. Deseamos visitar los tres museos que están incluidos en el kombibillet: el museo de arte, la casa de los Ancher y la casa de Holger Drachmann.
Decidimos resolver algunos asuntos técnicos antes del recorrido turístico. Tenemos que cambiar dinero y procurarnos algo para almorzar.
Pasamos por el supermercado y elegimos unas ensaladas. Vamos a comer en la playa. Es un día soleado pero fresco. La luz se pierde a lo lejos y sopla una brisa juguetona. No hay absolutamente nadie por ahí. Nos sentamos en un médano y comemos en silencio. Llega al rato un tractor que trabaja a un costado. Pasa un barco que estará por anclar en el puerto. Tres turistas estadounidenses se meten a los gritos en el agua helada. Nosotras terminamos de comer y nos ponemos a sacar fotos y a juntar piedritas y caracoles.
La vida es perfecta si tenemos una playa y un mar resonando en los oídos, pero no nos vamos a perder las entradas que ya pagué por internet antes de viajar.
El museo de arte no sorprende a Sofía, que carga seis meses de tours artísticos en la espalda. Seguimos con la casa de los Ancher. No necesito decir que amo las casas de la gente talentosa, no importa si se trata de un escritor o si el dueño era artista plástico o arquitecto… ¡Todas encierran algo del alma de la creación!
La casa Ancher me muestra alguna cosa que me conecta con mis antepasados daneses. Al regresar de este viaje, volví a leer las memorias de mi abuela paterna y entonces recordé que a los diez y siete años, ella recorrió parte de Dinamarca en bicicleta. ¡Y llegó hasta Skagen!
El viaje de mi abuela a Dinamarca fue en 1920. Anna y Michael Ancher vivieron en la casa que hoy se puede visitar hasta sus respectivas muertes, en 1935 y 1927. Quién sabe si no se habrán cruzado con mi abuela por ahí. (La Anchers hus se convirtió en museo recién en los sesenta.)
Esta casa tiene algo que me conecta con mis parientes daneses, digo. Tiene algo de la casa de mi abuela o, todavía más, de la chacra de mi bisabuela, en Necochea.
Comienzo a comprender, aquí en Skagen, que las banderitas eternas y los cantos en las fiestas de la colonia danesa en Buenos Aires no son ñoñadas de viejos nostálgicos.
Por todas partes, flamean las banderas rojas y blancas. No solo en sitios públicos, muchas casas tienen sus mástiles. Y adentro, algunos colocan sus pequeñas banderas sobre una repisa, iguales a las que yo veía en Buenos Aires o en Necochea, en las casas de mis parientes.
Además, en los supermercados venden todo tipo de cotillón rojo y blanco, porque para los cumpleaños, la gente de por acá decora su hogar, las tortas, los tragos, todo con banderitas de todas las formas y todos los tamaños.
No me parece que se trate de un orgullo nacionalista. Creo que solo es tradición, pero quién sabe.
En uno de los cuartos de arriba de la casa, se reproduce algo así como una fiesta o una de las reuniones que solían tener los pintores allá lejos. Hay algunas imágenes y todo el tiempo se escucha en el fondo un grupo de personas que canta y se ríe.
Explican en algún cartel, creo, que era bastante típico entre los daneses “inventar” canciones en las reuniones. Y eso también me llevó a mi infancia, a alguno de esos encuentros perdidos a los que mi papá le escapaba, porque se pasó no sé cuánto tiempo reñido con su comunidad de origen.
Lo que yo veía en estas reuniones de daneses, a las que muy ocasionalmente me llevaban, era un montón de señores medio borrachos (o borrachos del todo), cantando con una alegre melancolía y revoleando los vasos. Y así, igualito igualito, me imagino a los pintores de Skagen cuando escucho los sonidos que reproducen los parlantes en este cuarto.
Pasó muy poco tiempo, pero ya estoy planeando mi próximo viaje.  Y Skagen está otra vez en la lista de ciudades por visitar. Es un sitio acotado pero igual me queda muchísimo por descubrir. Y se parece mucho a mi soñado lugar en el mundo.
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lisibeth-things · 5 years
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Frontera
El Flixbus es una opción no tan cara, no tan rápida ni tan puntual para recorrer distancias más o menos largas dentro de Europa.
En un momento de iluminación, decido virar nuestro viaje apenas unos grados. Y suprimo Hamburgo y en lugar de viajar desde el norte de Alemania hasta Skagen, hacemos una parada estratégica en Copenhague para dejar el grueso de nuestro equipaje en la casa de mi primo y, de ese modo, seguir más livianas.
Así que nos tomamos un Flixbus en Lübeck.
Metemos nuestro equipaje donde corresponde y nos sentamos donde debemos. Todo es razonablemente cómodo. Tenemos enchufes para cargar los celulares. El wifi no funciona.
El chofer enciende el motor. Conecta un micrófono y empieza a hablar. No entendemos nada de nada. No sabemos cuándo empiezan o cuándo terminan sus palabras. No habla en español ni en inglés ni en alemán ni en francés. Tal vez habla en danés, pero no estudié lo suficiente como para darme cuenta si es así.
Sospechamos que nos está dando la bienvenida. Y el estado del tiempo. Y alguna información acerca del tránsito en la ruta… Sigue hablando con una voz redondeada y sinuosa. Se regodea en los vocablos, los marea un poco antes de dejarlos escapar. Y sigue y sigue. ¿Tal vez nos esté contado un cuento? ¿O nos estará explicando algo del paisaje? ¿O nos estará diciendo que anoche cenó una Bratwurst con chucrut en un bar de mala muerte y por eso ahora anda con un poco de acidez?*
En el asiento de adelante nuestro viaja un flaco que está hablando por teléfono en otro idioma absolutamente incomprensible que suena a árabe o algo por el estilo.
Con bastante frecuencia saca alguna botella de un bolso de mano, la abre, la bebe. Son cervezas, supongo.
Es un recorrido apacible. Cruzamos la isla de Fehman y el micro se sube a un ferry. En el ferry sí tenemos wifi. Comemos y bebemos y disfrutamos del maravilloso mar. Y llega el momento de volver al bus, que un ratito después pisa tierra danesa, recorre unos metros y se detiene.
El conductor vuelve a enchufar el micrófono y vaya uno a saber qué dice. Se abre la puerta y sube un par de policías. Seguimos sin entender qué está sucediendo, pero vemos que todos les entregan sus pasaportes, así que hacemos lo mismo.
Otro grupo de palabras inexplicables sobrevuela el aire del micro. De a uno se empiezan a levantar. Todos toman todas sus pertenencias y bajan del bus.
Abajo, las puertas de los portaequipajes están abiertas. Hay que sacar las valijas.
—¿Esto es joda? —pregunta Sofi.
No es joda.  Hay unos cuantos policías. Hay perros. Hay un camión con cinta transportadora y escáner. Como el de los aeropuertos, pero portátil.
Hacemos una cola. Metemos todo en la cinta. Sofi debe sacarse los borcegos. Creo que ya se dieron cuenta de que mi corpiño es negro. No nos encuentran nada raro.
Al flaco del teléfono le hacen abrir la valija. Lleva millones de botellas de todos los colores. Todas están llenas.
Unos cuantos policías suben y bajan del micro. Suben, lo recorren y bajan. Suben, revisan y bajan.
Pasa como una hora hasta que nos dejan guardar nuestros equipajes y volver a subir. Los pasajeros exhalan esa suave tensión que se fue inflando todo este rato. Creo que cuando estamos arriba del bus, somos un poco diferentes que antes de bajar. Ahora somos una especie de comunidad.
El chofer empieza a devolver los pasaportes. Dos chicas que están sentadas adelante colaboran. Hay un clima fresco y alegre en el ambiente. Y el flaco de adelante nuestro saca otra botella de su bolso de mano, la abre y la empieza a beber.
* Después de tomarnos un par de Flixbus más, sacamos como conclusión que los choferes de esta empresa son todos locutores amateurs.
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lisibeth-things · 5 years
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Piedras para tropezar con la memoria, en Lübeck
Cuando uno no va con una idea prederminada, el mundo parece caer del cielo, sí.
Así me topo con las Stolpersteine, esas piedras para tropezar.
En los noventa, a Gunter Demnig se le ocurrió homenajear de alguna forma artística a todas las víctimas del nazismo. Primero pensó en un  solo monumento, pero parece que eso le resultó poca cosa. Quería algo que mostrara a los individuos y entonces se le ocurrieron estos hitos.
Las Stolpersteine son piedras, pequeños bloques de hormigón del tamaño de un adoquín, con una chapa de metal en la parte superior. Esa chapa lleva escrito el nombre de la víctima, la fecha de nacimiento, la fecha de deportación y la de muerte. Y se coloca en la vereda de la última vivienda que habitó el judío, el gitano, el testigo de Jehová, el homosexual, el discapacitado o el miembro de la resistencia que perdió la vida por culpa de Hitler.
Este proyecto comenzó en Alemania pero ya se extendió al resto de Europa. Hay alrededor de 75000 Stolpersteine instaladas en distintos países.
Como todo lo que surge en este mundo, el plan de Demnig tiene fanáticos y tiene detractores. Hay muchos que dicen que el hecho de que los recordatorios estén en el suelo no fue una buena idea: las víctimas siguen siendo pisoteadas. Y no todos los dueños actuales de las viviendas de los deportados están felices con tener una Stolperstein delante de su puerta (entre otras cosas, porque los nuevos activistas nazis ya están buscando modos de dañarlas). Y, por último, hay quienes comenzaron a hilar fino y a hacer cuentas y notaron el hecho de que Demnig debe estar haciendo buen dinero si es que cobró cada una de estas 75000 piezas. Y no les parece correcto que un artista saque provecho de un episodio tan oscuro de la historia.
En este asunto, no me interesan demasiado las opiniones de los otros. Dado que hay Stolpersteine también en España y en Austria, yo solo me pregunto sobre cuántas habré caminado sin saber de qué se trataba.
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lisibeth-things · 5 years
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Bad Segeberg
A Alemania llego descalza y sin anteojos prestados. Vengo de visita, no busco nada en particular.
Nos recibe mi prima con todo su cariño y, finalmente, después de tantos años, conozco su hermoso lugar, su casa, su negocio, su ciudad.
La visita me reconcilia con este país, del que me fui hace más de una década con cierto sabor amargo en el corazón. Acá veo el orden germano típico pero sobre todo veo belleza y color y armonía.
Mi última vez en Alemania había sido en invierno. Las noches eran larguísimas, siempre estaba oscuro y frío y gris. Ahora me sorprenden los días eternos, las noches con luz, la temperatura súper agradable y la abundancia de los tonos.
Tal vez sea por el contraste con la permanente lluvia vienesa o quizás sea porque nos sentimos bien mimadas: acá todo nos resulta grato.
Los viajes siempre deberían tener momentos así, más relajados, en los que uno pueda levantar la vista al cielo y esperar con los brazos abiertos hasta ver qué tiene el mundo para ofrecer.
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lisibeth-things · 5 years
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Auf Wiedersehen, Wien.
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lisibeth-things · 5 years
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Dictados de la ventana y derecho a la ventana
Algunas personas dicen que las casas consisten en paredes.
Yo digo que las casas consisten en ventanas.
Cuando se elevan en la calle casas diferentes, unas al lado de las otras,  con todo tipo diferente de ventanas, o razas de ventanas, nadie protesta.
Así puede aparecer una casa de estilo Art Nouveau, al lado de una casa moderna con ventanas cuadradas sin adornos, seguida a su vez de una casa barroca con ventanas barrocas. Pero, si los tres tipos de ventanas de las tres casas pertenecieran a una sola casa, esto se consideraría una violación de la segregación racial de las ventanas. ¿Por qué? Cada ventana individualmente tiene derecho a la vida.
Sin embargo, según el código dominante, si se mezclan las razas de ventanas, se infringe el apartheid de las ventanas. El apartheid contra las ventanas debe terminar.
Porque la repetición de ventanas idénticas una al lado de la otra y una encima de otra como en un sistema de retícula es característico de los campos de concentración.
En la nueva arquitectura de las ciudades satelitales y en los nuevos edificios administrativos, en los bancos, en los hospitales y en las escuelas, la uniformidad de las ventanas es insoportable. Los individuos, que nunca son idénticos, se defienden contra los dictados de esta uniformidad, pasiva o activamente, según su constitución. Así, a través del alcohol y la drogadicción, el éxodo de la ciudad, la manía de la limpieza, la dependencia de la televisión, dolencias físicas inexplicables, alergias, depresiones y hasta el suicidio, o bien, por medio de la agresión, el vandalismo y el crimen.
Una persona que vive en un apartamento alquilado debe tener derecho a asomarse a la ventana y rascar la obra de albañilería que alcance con el brazo y se le debe permitir tomar un cepillo largo y pintar toda la parte exterior que alcance con el brazo. Así toda la gente podrá ver desde lejos que allí vive una persona diferente de la persona uniformada, esclavizada y prisionera que vive al lado.
Hundertwasser
22 de enero de 1990
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lisibeth-things · 5 years
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Hundertwasser
Si hay algo que a mi abuela seguramente no le hubiera gustado, eso es la obra de Hundertwasser.
Cuando yo tenía alrededor de veinte años, andaba por el mundo con unos pantalones rotosos y remendados con parches de colores.
—Sacate esa porrquerría —me decía Omi—. No podés andarr con eso porr la calle. Te van a robarr.
Así que no, no le hubiera gustado este artista polirubro que fue Hundertwasser.
A pesar de eso (o gracias a eso), caminamos en medio de la humedad vienesa todas las cuadras que nos llevan desde la catedral hasta el Kunst Haus Wien.
Ya empezamos a cansarnos y a molestarnos una vez más. ¡Claro! Si el fastidio parece una semilla que brota con el agua de la lluvia. Y ahí distingo, enseguidísima, como un diamante de esperanza, este edificio maravilloso. A Hundertwasser se lo reconoce con un solo vistazo.
Friedensreich Hundertwasser no se llamaba así cuando nació, en 1928. Al principio fue Friedrich Stowasser, pero “Friedensreich” (imperio de paz o rico en paz) es un nombre tanto más acorde con su filosofía de vida. Y “Hundert” significa en alemán lo mismo que “Sto” en checo: cien. Así, su apellido puede traducirse como “cien aguas” o “cientos de aguas”. El señor era, además de todo, un ecologista empecinado.
Como era hijo de madre judía, debió pasar gran parte de su adolescencia escondido en el sótano, cuando los nazis llegaron a Viena.
Hundertwasser fue un artista multifacético y colorido. Su obra arquitectónica tiene ciertos puntos de contacto con la de Antoni Gaudí y con la de Rudolf Steiner. Las tres son orgánicas, las tres reniegan bastante de las líneas rectas.
Nuestro humor va cambiando a medida que vamos recorriendo el museo. El color y la originalidad se nos cuelan por los poros. Hundertwasser no es Klimt y los contingentes turísticos no lo visitan en masa. Aquí se respira una paz reconfortante.
Delante de uno de los cuadros hay un grupo de niños de primaria. Un guía del lugar conduce de manera fabulosa la contemplación de ese cuadro a través de preguntas muy sencillas. Los chicos están inmersos en la tranquilidad de este espacio. Acá todo es armonía.
Omi no hubiera disfrutado con la obra de Hundertwasser, no. Tal vez porque ambos fueron muy diferentes. El artista sí logró transformar la oscuridad de su historia en un mundo descontracturado de puro color.
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lisibeth-things · 5 years
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Mil veces Klimt. 💜
Palacio Belvedere
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lisibeth-things · 5 years
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Eberhardt´s
Una mañana nos levantamos con ganas de ver la Austria más auténtica. Tomamos el 60 hasta Schönbrunn. (No es chiste: ¡de verdad es un 60!) Caminamos tres o cuatro cuadras y llegamos, de casualidad, a un restaurante en la Sechshauser Stra∫e. Está en una esquina. Se llama Eberhardt´s.
Miramos los pizarrones con el menú que están a los costados de la puerta, entramos.
Una luz tenue se enrosca con el humo de los cigarrillos y envuelve a los parroquianos. En una mesa, cuatro señores mayores debaten vaya uno a saber qué. Y al fondo, un hombre con un anillo en su dedo menor, con chalina al cuello y lentes de metal escribe en su cuaderno de poeta maldito o de traficante de drogas.
Todas las mesas son enormes y tienen su mantelito de abuela, su cenicero y su vela encendida. Elegimos un lugar y nos sentamos. Afuera llueve, claro. Adentro se está muy bien.
Se acerca una mujer (llamémosla Elisabeth). Es alta y delgada y viste un pantalón y un chaleco que parecen de pesca. Tendrá unos cincuenta y largos. Nos saluda sonriente y nos entrega dos cartas. Las leemos con dedicación hasta que Elisabeth vuelve, corre una silla y se sienta con nosotras.
–¿Y bien?—nos pregunta en alemán—. ¿Ya se decidieron?
Charlamos con ella como si nos conociéramos de hace rato, casi con murmullos y al fin le pregunto si, por casualidad, no tienen Gulasch con Spätzle.
—¡Pero por supuesto! —exclama feliz—. ¡Y es casero! ¡Lo hacemos nosotras en nuestra cocina!
Yo pido una Wiener Schnitzel para celíacos (que termina siendo un churrasquito pero bueno), elegimos las bebidas y Elisabeth se levanta con tranquilidad.
—Listo, entonces —dice otra vez sonriente. Acomoda la silla en su lugar y se va. Y nosotras nos quedamos mirando pasar el tiempo y nos imaginamos las vidas de los otros. Aquellos señores de  ahí serán de un club de jubilados tal vez, tendrán esposas, hijos, millones de nietos. Y este de acá seguro trafica alguna cosa extraña, vive solo y no tiene amigos.
Elisabeth fuma su cigarrillo sentada en la barra. De tanto en tanto, entran algunas personas que la saludan con un gesto y se sientan enseguida. Cada vez se levanta Elisabeth de su banco, entra en la cocina y sale con algún plato ya preparado y listo. Nosotras nos preguntamos si estas personas comerán siempre lo mismo. ¿O llamarán por teléfono para reservar su porción? ¿O pagarán un menú semanal? Y seguimos imaginando vidas. Estas dos que entraron hace un rato son empleadas del banco. Y los dos que vinieron después son instaladores de cable.
Cuando llegan nuestros platos, ya tenemos resueltas las vidas de todos los comensales. También decidimos que Elisabeth es la dueña del lugar y que heredó este restaurante de sus padres.
Las porciones son enormes y, efectivamente, son platos bien caseros. Son platos prolijos pero no tienen ni una pizca de pretensión artística. Son platos sin disfraz. Son platos para comer con la boca y nada más. Son justo lo que estábamos buscando.
Lo que nos queda del día es largo y es intenso pero no nos apuramos ni un poco. Este presente nos queda cómodo, los asientos son confortables, ahí se está muy bien, a pesar de los humos de cigarrillo que no dejan de bailar con las líneas de la luz de las lámparas encendidas. Además, afuera sigue esa garúa casi transparente.
Elisabeth retira nuestros platos vacíos y nos pregunta si todo estuvo bien. Y vuelve con la cuenta y se sienta otra vez con nosotras y le pagamos y busca el cambio en su riñonera. Y le tratamos de contar alguito sobre Omi y ella nos escucha con cortesía pero con poco interés. Seguramente, apenas salgamos a la calle, se sentarán todos juntos (ella, los del club de jubilados, el dealer) y dedicarán un buen rato a imaginarse nuestras vidas.
(Importante: la foto en blanco y negro me la prestó Sofía Firszt.)
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