Tumgik
littlereddrop · 2 years
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PARAGUAS ROJO
Afuera de un negocio de renta y venta de videojuegos y películas algo viejo, corroído por un musgo que trepaba sus paredes, enredaderas con flores marchitadas por el otoño, y una mancha de pintura seca que se escurrió desde el tejado, había un niño abrazando su mochila de Pokemon. Miraba receloso a su alrededor, en pos de no permitir que algún desconocido se acercara demasiado y le ofreciera un helado, o peor aún, un camión de helados completo. Al menos eso hizo hasta que su mente difusa lo hizo distraerse y enfocar los ojos en una ranita que saltó a lado de sus pies. La temporada de lluvias había arribado a la ciudad, así que no era de extrañarse ver esos pequeños anfibios verdes brincando entre charcos. Algunos tenían un destino cruel, como morir aplastados por los pies indiferentes de los humanos, o la llanta de una motocicleta.
—Si sigues mojándote, te vas a enfermar.
Levantó la vista de sus zapatos encharcados, la rana había salido corriendo, y se encontró con unos grises, más grises que los suyos incluso, mirándolo fijamente. Era un niño que llevaba un saco negro que le llegaba a las rodillas, botas de lluvia con las suelas enlodadas, y un paraguas rojo bien sujeto en su puño izquierdo. Lo siguiente que vio fue la sombra roja de la sombrilla hacerle techo en la cabeza. Entre la transparencia pasaba la tenue luz del día, grisácea, opaca, porque el sol estaba siendo devorado por las nubes torrenciales. Él no lucía como un malvado roba-niños que le ofrecería un helado para poder meterse en sus pantalones, como le advirtió su hermano mayor, así que se permitió bajar la guardia.
Asintió, y susurró un «gracias» que por poco se queda atorado en sus labios, solamente porque no era muy bueno agradeciendo. Y no por razones de malos modales, sino por el sencillo hecho de que rara vez recibía una buena cara y un acto de bondad. Vio una pequeña sonrisa curvear los labios del chiquillo sin nombre, que pronto se sentaría a lado de él sin importarle ensuciar su bonito saco, y pasaría a tener un nombre.
—Me llamo Roy, ¿y tú?—Parecía interesado, aunque percibió cierto nerviosismo en su voz. Como si no estuviera acostumbrado a la cercanía, y aún así hiciera su mejor trabajo para mantenerla. Eso hizo sonreír al otro chico, una pequeña, casi imperceptible sonrisa.
—Soy Nyru—Roy asintió, y jugó con la tela de su saco entre sus manitas. El azabache no quería verse obsesivo, pero era muy observador y podía darse cuenta fácilmente que Roy tenía muchas mañas. Como mover la pierna incesantemente, y balancearse un poco de adelante hacia atrás, como si estuviera impaciente. De pronto parecía tener problemas para seguir remando la conversación, así que decidió ayudarle. No iban a venir por él pronto de todos modos. —¿Vives por aquí, o viniste a comprar un videojuego?
El chico del paraguas rojo movió la cabecita en una animada afirmación.
—Ambas, en realidad. No he ido a mi casa porque me gusta jugar en la lluvia, además no hay nadie esperándome ahí aún, y me aburro estando solo. Aunque a veces me gusta estarlo, así puedo jugar Resident Evil con más calma, sin que me estén pidiendo que limpie los platos o coloque la mesa. Y…—Se detuvo abruptamente. Lo vio apretar los labios, cual chiquillo regañado. —Lo siento, a veces hablo mucho.
Inevitablemente hizo reír al más bajito.
—Lo dices como si fuera algo malo. Me gusta la gente que habla mucho, porque entonces puedo escuchar mucho. Y me gusta escuchar.
Roy dejó de apretar los labios, y observó cómo iban surcando sus comisuras hasta formar una sonrisa. No estaba muy seguro, pero podía jurar que de pronto el ambiente parecía menos gris, incluso si aún llovía sobre ellos.
La siguiente hora fluyó en una conversación que iba como montaña rusa, maquinada por los distintos tópicos que iban surgiendo naturalmente, sin forzarlo. Nyru le contó que estaba ahí porque luego de clases, y sin permiso, fue a rentar The Legend of Zelda: Twilight Princess con sus amigos, que terminaron yéndose antes sin avisarle. Como el camino de vuelta a casa era confuso, pasó por la penosa situación de pedirle prestado el teléfono al dueño del local para llamar a su hermano y pedirle que fuera por él. Roy agregó que debería ser más cuidadoso, y que un amigo que te abandona en un lugar que no conoces no es un amigo. También habló sobre videojuegos, series, películas, música, libros, como un muñequito al que le dieron cuerda. «¿Cuál es tu color favorito? ¿Rojo? ¡El mío también!» al unísono, ¡qué armoniosa conexión! Quien los viera al pasar dudaría un par de veces si les dijeran que no eran dos niños que crecieron juntos, pues se acababan de conocer. Tan animados que casi se podían ver chispas saltando sobre sus cabecitas que iban a mil por hora. Tan alegres que su alegría le sopló las nubes y las hizo dispersarse hasta desaparecer. Seguramente hubieran podido quedarse acampando ahí mismo y contar las estrellas apuntándolas con sus deditos, de no ser porque la figura de un adolescente les hizo sombra al plantarse frente a ellos. Habían llegado por Nyru.
—Espera, te dejaré mi dirección. Puedes visitarme cuando quieras, aunque es un poco lejos. Quizá tu mamá pueda llevarte si lavas los platos y colocas la mesa—Abrió su mochila de Pokemon, y de ahí sacó un bloc lleno de garabatos que le gustaba presumir eran melodías. Con el plumón que llevaba atorado en el espiral escribió la zona, la calle y el número exterior. Luego hurgó en uno de los bolsillos de tela hasta que consiguió una púa de guitarra, su favorita. Sorpresa, también era roja. Se lo alcanzó al chico del paraguas rojo, quien aún lo tenía bien sostenido, aunque ya no llovía.
Pero quizá el destino envidió su amistad, porque apenas el pálido chiquillo se dio la vuelta y corrió animado con su hermano hasta doblar en panadería de la esquina, una ráfaga de viento le arrebató de las manos el papelito y la púa a Roy. El plástico del triángulo ni se inmutó, sin embargo…
—No, no, no.
Se inclinó a levantar el papel. Fue en vano. El charco corrió la tinta hasta hacerla irreconocible, y el peso del agua hizo que se rompiera a la mitad. Suspiró tan fuerte que vació sus pulmones un instante. Finalmente había hecho un amigo con sus mismos gustos y que no pensara que era raro o ruidoso, y se había esfumado en sus manos. Literalmente. Intentó correr tras Nyru, y también fue en vano. No había rastro de su cabecita azabache por ningún lado. Lo único que le quedó fue darse la vuelta, cerrar su paraguas rojo y arrastrar los piecitos con rendición en dirección a su casa. Echó un vistazo al reloj de la iglesia en la avenida principal cuando la cruzó a pasos apurados a lado de un montón de tontos adultos saliendo de sus tontos trabajos. Siete cincuenta y ocho. Y en diez minutos más llegó a su casa.
Semanas, meses, y eventualmente los años pasaron sin que hubiera rastro del niño raro que encontró afuera del local. Aunque fue un momento fugaz, no parecía tener intención de abandonar sus recuerdos pronto, haciéndole más frustrante no tener noción de su paradero.
El destino era muy envidioso, no cabía duda.
(…)
Afuera de la estación de tren que intercalaba dos líneas entre sí, sentado en una banca con un feo graffiti que ponía “GOD IS DED”, error ortográfico que lo hacía querer limpiarlo solamente para volverlo a escribir correctamente, golpeando incesante e impaciente sus botas contra el suelo, estaba un Roy de veintisiete años recién cumplidos. El frío lo tenía restregándose las manos contra los brazos, y todo por haber decidido que una chaqueta arruinaría su lindo outfit. Para el colmo, el cielo le gruñía encima de la cabeza. En cualquier momento iba a caer una tormenta, y no iba a tener techo que lo amparara hasta que algún maldito Uber se dignara a aceptar su viaje. «Lindo regalo de cumpleaños», pensó mientras largaba un suspiro caliente que rompió el frío con su vapor. Cuando alzó la vista al cielo, recibió un escupitajo de su parte. Luego otro, y otro, y otro, hasta que se convirtieron en lluvia. Estuvo a punto de levantarse, lo habría hecho de no ser porque una sombra roja le cubrió la cabeza, haciendo que las gotas se detuvieran sobre él. Era un chico pálido y vestido como recién salido de un funeral, o una reunión de satanismo el que había puesto un llamativo paraguas rojo sobre Roy. Y fue como si una oleada de recuerdos lo sacudiera por los hombros. No podía ser él, ni siquiera recordaba bien su rostro, ni su nombre. Solamente el sonido de éste, que era como el de un gato ronroneando. ¿Ruru? No, ese nombre era demasiado estúpido para ser real.
—Si sigues mojándote, te vas a enfermar.
Su voz era ronca, nada similar a la de un infante. Pero incluso así pudo sentir cierta melancolía llenarle cada fibra del cuerpo. Fue entonces que lo miró a la cara. Ojos felinos, piel blanca, un pequeño lunar en su mejilla, y de pronto una sonrisa de donde se asomaba la rosada encía. Era inconfundible. Estaba seguro que era él.
—Bonita púa tienes ahí, ¿quién te la regaló?—Señaló con la vista el triángulo rojo que colgaba de su cuello, prendido de una cadena de plata. El comentario hizo a Roy tener un escalofrío, pero también sonreír de oreja a oreja. Y el misterioso hombre sintió su pecho volverse tibio cuando vio lo cuadrada, brillante y sincera que era. Su propia mente excavó en sus recuerdos.
—Puedo jurar que fuiste tú, pero deberías refrescarme la memoria—Respondió el más alto, que finalmente se puso de pie frente al pálido. Bingo, seguía siendo más alto.
—Nyru, soy Nyru.
—Roy, soy Roy.
Hablaron al unísono, y también rieron al unísono después. Una notificación interrumpió de pronto; era la tonta aplicación que finalmente había aceptado su viaje. Bastó con deslizar su dedo por la pantalla para cancelarlo, y antes de guardarlo en su pantalón, dio un vistazo a la hora. Siete cincuenta y ocho.
Sonrió. Quizá el destino no era tan envidioso después de todo.
Los años pudieron pasar rápido, pero entre ellos habían quedado cuatro cosas atemporales: un paraguas rojo, una pequeña púa, una larga conversación pendiente, y el tiempo congelado en las siete cincuenta y ocho.
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