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#Debajo de la pileta
adribosch-fan · 1 year
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Cómo organizar debajo del fregadero de la cocina
Estos consejos de almacenamiento te ayudarán a controlar este espacio complicado. Por María Corneta Entre el triturador de basura, la plomería y la falta de luz, el área debajo del fregadero de la cocina presenta más de un obstáculo cuando se trata de almacenamiento. Los elementos que necesita regularmente a menudo se acumulan en el frente, creando un desorden desordenado, mientras que el resto…
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sietemapas · 1 year
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Deriva/ Moni
En esa deriva ondulada, 
mis versiones:
la del flequillo que jugaba a ser sirena,
la que subía al trampolín 
con la idea de un clavado 
y se tiraba palito,
la de gorra de goma y antiparras,
la del pelo suelto 
como un abanico debajo del agua.
Juego a avanzar sin moverme
hasta que empiezo a perder fuerza y giro.
Me escurro y pataleo,
entierro una mano 
y la otra y respiro 
y avanzo.
Nado. Sin esfuerzo, distraída. 
Pienso,
fluyo en el agua y en mi conciencia.
Nunca se agotan: 
los pensamientos ni las piletas. 
La pelopincho, la de mis primos. La del clú 
(la b final siempre ausente).
Las piletas de las vacaciones, 
las de venecitas, las pintadas, las de riñón.
El caleidoscopio de formas 
que el sol dibuja en el fondo.
La boya con olor a cloro. 
Monedas. Pequeños tesoros 
hundidos y encontrados.
El aire, 
la apnea.
El agua que discurre en la piel, 
que se guarda en la malla.
Las gotas en equilibrio entre las pestañas,
el pinchazo en el oído 
si nado muy al fondo
y me acuesto 
y peleo 
por mantenerme ahí,
inerte, soltando burbujas
que se escapan y suben
como perlas transparentes.
El agua: 
donde no tengo edad.
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margiralt · 2 months
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EL FETICHE DE SU OLOR.
Se fue de a poco. Como lo hacen los sentimientos cuando no se los prohíbe. Diego sabía que estaba atado al palo del barco para no escuchar su sed. Eso lo había llevado a abrir las puertas de lugares recónditos de su propia historia. El día que la vio por última vez, sintió la misma soledad que cada vez que compartió con ella tantas cosas. Buscaba la soledad y ella era la persona ideal para llenarla. Seductora, abierta a sus deseos, y con un monólogo constante que la hacía parecer un canilla a la que le faltaba un cuerito. Esos grifos que gotean sin parar, casi con desgano pero persistentes. Con esa complacencia falsa, que luego mostrará la hilacha.
Le vio el borde de sus pies de barro debajo de ese bello porte de princesa. Estaba enamorado de ella. La deseaba. Pero Diego era un hombre con experiencia en salir de pasadizos oscuros. De hecho los había transitado toda su vida. Un intelectual al que le había atraído siempre lo desconocido. O mejor dicho, un putañero al que le venía bien cualquier tía que lo follara bien. Pero con el tope de pequeño burgués para salir de tales situaciones sin quedar pegado en la pringosa sensación de una ausencia inexistente.
Le aburrían las convenciones. Aborrecía las relaciones convenientes con convenientes lameculos y sus tan previsibles precios. Todo tenía precio. Un mundo tan burdo lo asqueaba. Lo peor de todo era que había creído que había excepciones. Y no era así. Noelia simplemente era rara. Estaba lo suficientemente loca como para seducirlo y engancharlo en la trama fatal de su familia. Detrás de todo intelectual hay un sufriente que combate con sus fantasmas cada tanto. Ella era joven, y le daba un poco de eso que se le estaba escabullendo día a día. Juventud. El aroma de su ropa le dio nauseas, y cuando la abrazó por última vez, ese aroma fue sin duda lo que lo alejó de poseerla. De llegar a cumplir con el deseo de volver al meollo de eso que parecía su deseo. ¡Era tan bella con su patética manera de no concretar nada en su vida!. Siempre le habían atraído los perdedores. Esos que daban para más sin llegar nunca a lograrlo. O eso pensaba Diego por una cuestión de mera proyección personal. El era así. Su inhibición añeja lo hacía detenerse en el momento previo al podio. Lo único que le gustaba sacar era la sortija. Luego se dedicó sistemáticamente a destruir lo que construía. . Después de todo, él sabía muy bien que no se trataba de logros ni de triunfos. Era un avezado looser que había sufrido por ello y gozado las rispideces de pérdidas como las del contacto con sus hijas. Todo por esa relación con Noelia. No era por eso. Pero fue el detonante. El día que ella se fue era temprano. Diego no preguntó nada. Ni a dónde iba ni porqué a esas horas. Ella tenía los pantalones puestos en la cama. Algo de eso le sonó a candado y cinturón de castidad. Sintió sueño y fastidio. Ganas de que se fuese. No la acompañó a la puerta. La dejó ir. En vano intentó la sencilla solución de encontrar ese poco de placer que se le había acumulado en sus testículos. No logró sostener las ganas de perder algo más. Ni un polvo valía ella hoy. Luego le mandó un mensaje para ver si había llegado bien. Luego las fotos y ella con dos hombres en una pileta en ese domingo de calor, o quizás el viernes de los enamorados. No lo sabía. Disfrutando cosas que él jamás disfrutaría. Porque siempre había sido un torturado. Pero convencido de ello. Nada fácil fue dejarla. Pero juntamente con ella dejó de beber cada noche y así no habilitarse a buscarla con excusas que se deshacían con las hilachas de sus mentiras. Mentiras que había disfrutado como miel. Abejas trabajadoras que hacen una tarea para endulzar el goce de sufrir. Los días de sobriedad fueron cayendo uno tras otro. Sin doler. Con un cierto escepticismo. Miraba como de sencillo era dejar lo que lastimaba. Había simplemente que renunciar a lo burdo, a lo que no le gustaba.
Noelia era el nombre de su pecado. Su falta de coraje para callar ante lo que tenía aroma a podrido, a vacío. Decirle no a ella, era tan fácil y tan difícil a la vez...
La atracción por los abismos lo había llevado a peligros de muerte. Pero, ateo como era, había buscado en los picos más altos algo de santidad. Subir montañas le mostró que el mero acto de intentarlo era una forma de sanación sin dios. Penitente desde joven, desde siempre,
retomó sus caminatas. Volvió a sus lecturas de burgués intelectual o intelectual burgués. Finalmente daba lo mismo. Era él y su propia forma de verse ante el espejo. Una vez más había escapado de la puerta giratoria de un amor sin más asidero que la locura de su hermana muerta.
La vida, con todos sus horrores, seguía ofreciendo para él misterios que quería conocer. O en todo caso, simplemente transitar el otro lado de la cornisa, sin estar siempre a punto de caer.
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damarka · 2 months
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Los sueños
La distancia, la ausencia y el amor hacen que quiera crear nuevas situaciones para tomarlas como recuerdos vividos y no perderles en el olvido
A él lo ví leyendo un libro en su balcón, sonriendo y mirándome de re ojo, cómo quien no quiere pero lo hace igual
A mí hermana, la ví pequeña, nadando en una pileta, sonriendo y jugando como solíamos hacerlo cuando estábamos más juntas
Con mi otra hermana nos ví jugando, conversando con intimidad y confidencialidad, ella me contaba que lo había visto porque tenían amigos en común y que estaba muy bien sin mí
Y luego, nos ví jugar a las tres en una pileta, jugar a nadar, jugar a aguantar el aire debajo de la pileta, jugar a que Matu vaya entre mis brazos a los de Kata.
Me encantaría recuperarnos a todos, tocarnos entre todos, jugar entre todos, reír entre todos, crear nuevos recuerdos de verdad, que en el futuro podamos compartir en una mesa y reírnos
Me encantaría no tener que soñarles
Seli 13 - Viento Entonado Blanco (kin 122) - Luna 8 - anillo Mago Entonado Blanco
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diariopersonal2024 · 6 months
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17/10/2023
No voy a conocer Perón Perón
Es impresionante la cantidad de cosas que me he perdido en la vida por ser una idiota que se siente gorda. Cumpleaños, casamientos, viajes, incluso amistades. Hoy inaugura Perón Perón, el día de la lealtad, y yo solo me quiero esconder debajo de la cama y no salir hasta tener el pelo de otro color. *Manifestando volver a ser castaña*
No sé si comprar un tono sobre tono y probar yo en casa (puede salir tremendamente mal) o ir a consultar a otra peluquería y desembolsar, de nuevo, mucha mucha plata. Igual puede salir tremendamente mal.
Hoy me levanté decidida a que las cosas cambien. Empecé al dieta militar para bajar rápido de peso estos próximos tres días, y además me voy a volver a inscribir en la pileta para ir por la mañana. Caminar, meditar y leer. Tuve un impulso de sacar turno con una psiquiatra que me recomendó Hernán, pero creo que puedo revisar varios aspectos de mi vida antes de tirarme de cabeza a las pastillas o a la terapia.
A la tarde pedí un turno de asesoramiento con una peluquería nueva que está en la del viso. Además fui a hacer compras y pase por el Perón Peron. Una fila eterna y choripanes. Eso me ayudó a desmitificar un poco el fomo.
Ojalá mañana me despierte más flaca. Estoy tomando antibióticos y eso hace que retenga agua, pero tengo fe que mañana va a ser mejor. Voy a volver a pesarme. Eso me ayudaba.
También saqué turno con la ginecóloga y con una médica clínica a ver si el dolor de pecho es ansiedad o algo físico. Ojalá no los cancele como hago siempre...
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essmealvarez · 1 year
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Sin voz.
Era un sueño recurrente.
Sandra estaba parada frente al espejo. Sus ojos, grandes y llenos de pestañas, miraban fijamente su reflejo. Se veía asustada, como si acabara de ver un muerto, como solía decir su nana.
Y en parte era cierto. Era ella.
Cerró los ojos, y comenzó.
Estaba parada frente a la puerta y tiró de ella. La manija estaba fría. Sandra fue consciente de esto mientras la tomaba con la mano derecha. Al momento de abrir, el aíre gélido se le metió por las anchas fosas nasales, grandes y redondas, su mejor cualidad física para aguantar más tiempo debajo del agua que el resto de sus amigos.
La tradición familiar lo dictaba: Para cada noche en donde la temperatura no deja de caer, el pan dulce y el chocolate caliente son siempre los mejores acompañantes.
Por eso se dirigía a la tienda. El chocolate se había terminado.
Atravesó el amplio patio de su casa. 
Del lado izquierdo se encontraba la cocina; un espacio grande y mal iluminado, que consistía en una casucha de madera y piso de tierra, diseñado para poder cocinar, a su vez en estufa, a su vez con solo leña, dependiendo del guiso, la ocasión y el invitado. 
En medio del patio se encontraba la pileta con agua y el lavadero. En noches como las de marzo, podías lavar los trastes y maravillarte con los misterios resplandecientes del universo. Una vez por ejemplo, Sandra recuerda haber presenciado el paso de un cometa. No estaba sola, Rosita también lo vio. Alcanzaron solo a decirse “Buenas noches”, cuando las dos corrieron a su casa, una curiosa, la otra asustada. Y del evento jamás se habló.
Entonces llegó al pasillo previo al acceso principal. En la casa de al lado vivía una familia compuesta por la abuela, una señora de unos 300 años, con muy mal humor; su hija, una mujer tan triste, que terminó por convertirse en una persona gris. Y el yerno, un hombre alto y sin ninguna chispa de carisma. Más que familia, parecían estar atrapados en el mismo lugar. 
Sandra y su hermana llegaron a verlos un par de ocasiones, principalmente cuando alguien cazaba una falsa coralillo, el matrimonio acudía a casa del cazados con quien negociaban el mejor precio a pagar por la presa. Era común caminar entonces por aquel pasillo, y encontrar restos de carne de serpiente y pedazos de piel secándose en la cerca divisoria. 
Una virgen del otro lado, la observó detenidamente. Sandra corrió.
La sensación de que los ojos de la virgen la seguían, la aterraba. Nunca entendió por qué, si se suponía que aquellas figura representaban el amor de dios por sus hijas obedientes, su mirada le ponía la piel de gallina y le erizaba los pelos de la nunca. Nada le daba más miedo que los santos.
Quizá no era enojo. Quizá era una advertencia.
“¡Niña no vayas ahí!” Pero Sandra no entendió.
Todo afuera era normal. Los mismos perros de siempre estaban echados en los mismos arbustos de siempre. La vecina de la cena sacaba su mesita de servicio, y el señor del bolillo pasaba pregonando su producto. 
Sí, todo parecía normal. Sin embargo, había algo raro en el ambiente. Un aroma, una sensación. ¿Podría ser lluvia? “Tal vez. La temporada está cerca”; quizá la quema en los campos, “Eso explicaría por qué hemos andado tan felices todos”. “Si fuese un temblor, los perros ya estarían ladrando.” 
Sandra pensaba en todo esto mientras intentaba encontrar alguna pista en el aíre. No estaba segura, pero la idea de que algo importante estaba a punto de suceder, se sentía más real. Para entonces ya había dejado de correr y ahora caminaba lenta y decididamente hacia su destino fatal. 
Para cuando llegó a la tienda, era demasiado tarde. 
Aún no está segura de cómo lucía, pero de reojo alcanzó a ver cómo un grupo de señores se detenían a comprar cerveza afuera de la tienda.
Entonces lo entendió todo. 
Era el mismo aroma, la misma sensación.
El diálogo y la vestimenta eran distintos. También algunos personajes. 
Pero el miedo, el miedo era el mismo.
Sandra salió de la tienda y caminó tan rápido como pudo. En solo minutos, la calle que hacía una rato se encontraba en movimiento, ahora se encontraba en completa penumbra, sólo una tímida luz la seguía, intentando alumbrar los pasos de aquella niña. 
Entonces pasó.
Sandra quiso echar a correr, pero algo se lo impidió.
No algo, alguien.
Un hombre detrás la sostenía fuertemente contra su pecho. Sus manos grandes y sus brazos toscos le impedían respirar.
Sandra quiso gritar, por dios que lo intentó.
Gritó tan fuerte como pudo, como sus pequeños y poco entrenados pulmones, le permitieron.
Gritó con todas sus fuerzas. Verdad de dios que nadie, nunca jamás, había gritado así.
Pero de nada servía. 
Porque en sus gritos no había sonido. Porque de sus labios no se emitía nota alguna de ninguna voz.
Ella luchaba por zafarse. Si lograba correr, seguro que alguien la ayudaría.
Pero aquel hombre era fuerte.¿Trabaja en la construcción? ¿Era cargador en las casas madereras?  En cualquier caso, librarse de el era imposible.
Sandra gritó y gritó, pero ningún sonido se escuchó.
Sandrá peleó y peleó, pero nunca pudo escapar.
Y entonces despertó.
Sudaba y sus manos empujaban con fuerza el par de sábanas que segundos antes la aprisionaba fuertemente contra su captor, como si estas pesaran toneladas cada una.
Otra vez el mismo sueño. O mejor dicho, la misma pesadilla.
Sandra recordaba haber soñado lo mismos al menos 3 veces a la semana, desde que tenía 6 años. Tuvieron que pasar muchos años y muchas historias para que al fin pudiera entender el por qué.
No importaba lo que hiciera, Sandra siempre tenía el mismo sueño, el mismo miedo.
Una niña de 8 años salía a la tienda. 
Un hombre la observa a lo lejos, mientras camina hacia ella. 
La niña no lo sabe, pero aquella tarde, ese hombre decidió su destino.
El hombre sabe que nadie va a ayudarla, y si lo hicieran, después encontraría cualquier otra víctima fácil de cazar.
Pobre de la niña. Su hermanita jamás tendrá quien la defienda. Nunca podrá ser su alcahueta, ni su mejor amiga.
Y sus papás, qué decir. Su corazón estará roto por siempre. 
Buscarán y buscarán y buscarán. Van a gritar, van a llorar. La tragedia va a romperlos y su familia jamás será la misma.
Y aquella niña se quedará sin voz. Ese hombre se la va a quitar.
No va a poder correr. No va a poder gritar. No va a poder escapar.
La pesadilla es real. Y no deja de repetirse.
El miedo es real. Y no deja de sentirse.
Tal como se sintió entonces.
Tal como se siente ahora.
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ochoislas · 1 year
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Al caer la tarde una única estrella, que brillaba como una farola de gas sobre el estribo de la montaña, le sobresaltó. Nunca antes había visto una estrella de ese tamaño y tan cerca. Traspasado por su luz, sintió frío, y volvió por la carretera de guijas blancas como un zorro que huye. La calma era tal que ni una sola hoja seca se movió.
Entró como una flecha en los baños y se metió en las caldas. Sólo cuando se puso la toalla húmeda y caliente en la cara, se desprendió la fría estrella de su mejilla.
—Se está viniendo el frío. ¿Va a quedarse usted para Año Nuevo?
Cuando miró alrededor vio que quien le hablaba era el recovero; lo reconoció del albergue.
—No, estoy pensando cruzar la sierra hacia el sur.
—El sur es precioso. Estuvimos en Yama-minami hasta hace tres o cuatro años. Cuando entra el invierno, siempre me entran ganas de ir al sur.
El recovero no hacía por mirarlo mientas le hablaba, así que se pudo fijar con calma en sus extrañas maniobras. De rodillas en el baño y con las manos en alto estaba lavándole los pechos a su mujer, sentada en el borde de la pileta. La joven sacaba los pechos como ofreciéndoselos a su marido, sin apartar la vista de la cabeza de él. En su estrecho torso los pequeños senos abultaban poco más que blancas tacitas de sake. Eran un signo de su infantil pureza. Debido a su mala salud, siempre conservaría el cuerpo de una niña. Aquel cuerpo tierno como el tallo de una planta volvía aún más parejo a una flor el rostro que sustentaba.
—¿Sería la primera vez que fuera al sur de la sierra?
—No, ya estuve hace como seis años.
—Ah, ¿sí? —sosteniendo a su mujer tras los hombros con un brazo, enjuagó la espuma de su pecho.
—Había un viejo con perlesía en la venta del paso. No sé si seguirá allí. —«Ya metí la pata», pensó. La mujer del recovero también parecía tullida de piernas y brazos.
—¿Un viejo en la venta, dice? No sé quién podría ser…
El recovero se volvió a mirarlo. La mujer dijo indiferente: «¿El viejo aquél? Murió hará tres o cuatro años».
—No me diga… —por primera vez miró de frente al rostro de la mujer. Al punto desvió la vista y se cubrió la cara con la toalla.
«Es aquella chica.» Quería esconderse tras las nubes de vapor vespertino que se levantaban del baño. Su desnudez le avergonzó. Era la misma muchacha que había seducido en Yama-minami durante su gira hacía seis años. Desde entonces su conciencia le atormentaba; aunque había seguido soñando con ella en la distancia. Con todo, encontrársela en el baño de un balneario era una coincidencia demasiado cruel. Se quitó el trapo de la cara, porque se estaba ahogando.
El recovero, olvidado ya de un perfecto extraño, salió del baño y se colocó detrás de su mujer. «Venga, métete en el agua por lo menos una vez.» La muchacha separó un poco sus finos y picudos codos y el hombre, sosteniéndola por debajo de los brazos, la levantó con facilidad. Ella recogió brazos y piernas, como un gato listo. Las ondas que levantó al entrar lamieron suavemente la barbilla del hombre. El recovero saltó tras ella y empezó a salpicarse agua afanosamente sobre la calva cabeza.
El hombre observó a hurtadillas cómo la muchacha fruncía el ceño y apretaba los ojos, quizá porque el vapor caliente la estaba penetrando. Su abundante cabellera —que le había sorprendido ya cuando era una niña— se descolocó y cayó como un ornamento pesado, perdiendo la forma.
La pileta era lo bastante grande como para nadar dentro, y ella no parecía haber reparado en quién estaba sentado en un rincón, con el agua hasta la barbilla. Como rezándole, el hombre suplicó su perdón. Que ella hubiera quedado tullida podía ser también consecuencia de su pecado. Su cuerpo, como un blanco quebranto, le estaba diciendo a la cara que había sufrido por su causa.
El extraordinario cariño del recovero por su joven esposa lisiada era la comidilla del balneario. Todo el mundo consideraba la estampa de este cuarentón llevando a su mujer a cuestas hasta el baño cada día como un poema inspirado por su frágil salud. Aunque casi siempre el hombre la llevaba a los baños del pueblo y no venía hasta el balneario, de modo que no era extraño que hasta entonces no hubiera sabido que su mujer era aquella chica.
Como si el recovero se hubiera olvidado de la presencia del hombre, salió del baño antes que su mujer y extendió su ropa en los escalones de la pileta. Cuando lo había dispuesto todo, desde la camisa interior a la capa, levantó a su mujer fuera del agua. Sostenida por detrás, de nuevo encogió los miembros como una gata despierta. Sus redondas rótulas relucían como ópalos. Sentándola sobre sus vestimentas y alzándole la barbilla con un dedo, le secó la garganta y le alisó el cabello. Luego, como si arrebullara los pistilos desnudos entre pétalos, la envolvió en sus vestidos.
Cuando hubo anudado su faja, la cargó delicadamente a la espalda y emprendió el camino hacia el albergue por el cauce seco del torrente. El ramblazo estaba inundado de tenue luz de luna. Las piernas de ella —temblorosas y blancas— se veían más pequeñas que los brazos del marido, que las abrazaban torpemente.
Mientras miraba la figura del recovero que se alejaba, mansas lágrimas cayeron de sus ojos en el agua del baño. Sin querer, con humildad, murmuro: «Hay Dios en el cielo».
Comprendió que erraba cuando pensó que la había hecho desgraciada. Se dio cuenta de que no había entendido su verdadera situación. Comprendió que los seres humanos no pueden hacerse desgraciados unos a otros. Comprendió también que era un error haber solicitado su perdón. Comprendió la arrogancia de quien se ha beneficiado perjudicando a otro y pretende el perdón de la persona abatida por el daño. Comprendió en fin que un ser humano no puede perjudicar a otro.
—Dios, tú ganas.
Escuchó el blando murmullo del arroyo; sentía como si aquel sonido lo arrastrara consigo, lejos.
Kawabata Yasunari
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franleotta · 1 year
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ruido de fondo
Estoy preocupado. No entiendo bien qué me sucede... Estoy más disociado de lo que quiero admitir. He hecho todos los esfuerzos posibles para mantenerme presente estos últimos 3 días pero una parte de mí, detrás de tantas risas y sonrisas, no podía dejar de sentir incomodidad. Profunda y confusa incomodidad. 
Con Pez tuvimos momentos divertídisimos de película en la terraza de su edificio. Nos metimos a la pileta, desnudes, a las 4 de la mañana después de una fiesta y nos besamos sobre el borde como adolescentes desesperados de carne y calor. Eso somos: pubertos que se tocan por debajo de la malla a pleno rayo del sol con un técnico de mameluco arreglando una antena a metros de altura en el edificio de al lado y un hombre musculoso pegándose chapuzones en la pileta del edificio de enfrente. Pez estampa su preciosa boca rosada sobre la mía y siento el paredón sobre mi espalda, fingimos estar abrazándonos a plena luz del día. Pez se sienta sobre mí, empapado, desnudo, es de madrugada, no hay luces ni espectadores esta vez, entonces se acuesta a lamerme. Estás loco si pensás que me iba a quedar con las ganas, me dice y sonríe, como un niño victorioso con sus travesuras, y yo ahogo cada gemido bajo la punta de su lengua.
Pero noto que no estoy despierto de la misma forma que él. Hay un ruido de fondo, una interferencia similar al constante barullo de los autos pasando por una avenida a cualquier hora del día. Quiero estar 100% conectado en un viaje semi-etérico con su energía, pero me doy cuenta que no puedo de la forma en que me gustaría. No es que estoy ausente con él, lo sé porque siento cada fibra de su piel cortar la mía como un cuchillo recién afilado. 
Es mi energía la que está ruidosa.
Porque no estoy tan conectado conmigo mismo, primero.
Sé que lo amo por las cosquillas que siento en el corazón cuando mi nariz se acaricia con la suya. Pero me siento como si estuviera desenchufado de la máquina de mis sentimientos.
Viernes, sábado y domingo: me los paso absolutamente disociado. De inicio a fin. Me despierto todos los días con resaca de porro. Pienso en el examen del martes. Veo TikToks durante horas. Hago unos fideos con una salsa dulce de puré de tomate, cebolla y zanahoria bien sabrosa y calorífica. Veo capítulos enteros de The L World Generación Q. Pienso en el examen del martes. Como porquerías. Charlo con Wicca un rato pero no tengo ganas de conversar, me malhumoro cuando me hace preguntas. Me hago la paja una y otra vez y observo lo distintos que son mis fluidos a 17 días de estar en T. Pienso en Pez, recuerdo lo que me susurró ayer, ebrio, encima mío, con la cara ida: “Estoy muy enamorado de vos”. Recuerdo la suavidad carrasposa de su voz. “Sos el chico más precioso de todos”, me había susurrado durante la fiesta. Me da vergüenza la forma en que me deja sin palabras (¡a mí! Cómo osa...). A veces pienso que siempre tengo que tener algo para decir o para rematar. Siempre quiero tener la última palabra. Pienso en el examen del martes. Me doy asco, pero no puedo levantarme de la cama. Hace calor y tenemos todas las ventanas de la casa abiertas. Corre el viento. Me encanta mi cuerpo, me siento sexi en mi piel últimamente, eso hace que me caliente más. Es un ciclo que nunca termina. Se pasan las horas y ya es de noche. No toqué un solo pdf para el parcial del martes. Quiero irme a dormir así que me tomo el antidepresivo porque sé que a las 2 horas ya me da un sueño atroz. Me despido temprano de Pez. No puedo dejar de ver TikToks. Voy a la cocina, fumo unas secas de porro más, aunque no quiero. Las últimas 20 secas que dí en las últimas 24 horas en realidad no las quería. Algo en mí está convencido de que la realidad es mucho mejor cuando fumo. Me da culpa escribir este texto porque siento que en mi verdad se esconde una persona horrible, autodestructiva, irritable y repulsiva. Vuelvo a mi pieza, agarro la computadora y hago la búsqueda que estoy queriendo hacer hace días:
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No puedo pagar ni un solo día de una casa rodante, pero fantaseo con poder alquilar una por 3 días e irnos a cualquier lado con río o mar con Pez. Finalmente, admito no llegar a fin de mes a pesar de contar con mi sueldo entero más los dólares que me transfiere mi Madre cada fin de mes. Abro la Pizarra Blanca y empiezo a vomitar todo lo que me atormenta el cerebro estos días. Mis comportamientos, mis obscenidades, mi estado real y no el que invento para que otres crean que tengo todo bajo control. Porque es eso, lo que muestro, al fin y al cabo: una constante máscara de ilusión en la que parezco ser estable, perseverante, serio e inteligente. Con mi falta de concentración, pérdida de memoria y continua disociación, estoy bien lejos de ser eso. No puedo ser lo que estaba siendo hace unos meses atrás porque no soy la misma persona; me suceden cosas nuevas que, claramente, no sé cómo procesarlas o transitarlas de la manera más sana posible.
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porsimeencuentras · 2 years
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sábado 23 de julio
Si algo caracteriza a mi vida es que nunca pero nunca hay tranquilidad. Una vez mi terapeuta dijo que mis padres no sabían estar bien y por eso necesitan aferrarse a problemas, el don de buscarlos, CREARLOS…y yo que ya demasiado guerras tengo con mi mente, la paz (y en todos sus sentidos) es lo más deseo para mi…Pero cuando tienes una relación tan de dependencia emocional (y económica) como la tengo con mi familia, ellos siempre saben como arrastrarme a sus infiernos.
Desde que mi papa no es el que mantiene las finanzas familiares, y por lo tanto nuestras vidas, la batuta la tomó mi hermana, y se encontró con oro…porque no debe haber un ser más manipulable que mi mama. Creo que si su hija menor(por cierto yo soy la mayor) le dice : tírate de un puente. Mi madre va y lo hace. Entiendo que todo esto, no es solamente por la falta de decisiones que ella carece , sino porque más vale que no le lleve la contra a Lucia porque sin Lucia mama no tiene con qué sobrevivir. Antes mi padre era quien proveía ayuda económica a mi progenitora, pero desde que viven en países diferentes, separados y peleados , se terminó todo. Y para males…ella no consigue cobrar una jubilación por temas de fechas y entradas al país. Por estar tanto tiempo fuera de Argentina, perdió todo derecho para ser jubilada. Por lo tanto es mi hermana hoy su sustento. y Lulu que adora manejar personas, está en su mejor momento.
Lucia es única, todo lo contrario a mi, yo la admiro, desde sus treinta es una gran empresaria y desde entonces ella se mantiene económicamente sola, todo lo contrario a mi, que si no fuera por mi padre seguramente estaría debajo de un puente, es que no puedo ser tan inútil para todo. Ni para anoréxica sirvo si en un santiamén te aumento de peso. Como sea, desde hace meses todas las decisiones sobre las propiedades de mi madre(son dos) que si se alquila, que si se vende , depende del humor de mi hermana. Y según sus cambios repentinos de planes, yo voy sorteando esa mala suerte. 
Admito que tengo un cariño especial por donde vivo, es una casa grande, tres habitaciones, una cocina, una sala de estar, una antesala, una inmensa terraza y lo mejor, en una zona muy céntrica de mi ciudad.  Vivo acá desde mis 15 años, y aunque he pasado situaciones horribles entre estas paredes, nada opaca mi casi capricho por estas instalaciones. 
Incluso viví sola muchos años, no es tan fácil como mi mama que a nada tiene cariño en cuanto a lo que es un ¨hogar”, y bueno… Lucia es la reina del hielo. 
Está en venta esta casa desde hace meses, convengamos que como en todos lados esta muy difícil todo y de casualidad en este año solo han visto este establecimiento cinco familias. A la vez mi mama tiene otra propiedad en otro pueblo, a una hora de donde vivimos. Esa era la casa de mi papá, y estamos hablando de un caserón, es preciosa, con un jardín hermoso, pileta ,quincho y en una zona “paqueta”, pero para mi siempre será la casa de él. Además queda lejos de todo, y no la quiero. Porque si bien en papeles está a nombre de mi madre, la casa la hizo mi padre desde cero. Y para completar mi repulsión evidente a ese lugar ,siento que en sí en esas paredes hay una energía negativa que rechazó. 
Todos los fines de semanas vamos con Leo , Leo ama estar ahí, yo…si voy con él es solo para darme un respiro familiar.
Si la casa donde vivo es difícil su venta, la otra propiedad ante su magnitud menos aún…
Y ya hoy me desayune que la carente de vida social de mi hermana aconsejo a mi madre ponerla en alquiler e irnos a vivir en la casa del pueblo. Endulzándola de lo que ganaría de alquiler podría vivir tranquilamente en dinero. 
Poner la casa en alquiler también implica una inversión, y también tener que disponer de otro margen económico  para vivir en el pueblo.
Y si, me super estresa , me puse de mal humor, envidiando enormemente a mi padre, que hizo su vida alejándose de nosotras, un trío de mujeres donde cada una es una bomba atómica. Pensar que a principios de año Lucia tenía ganas de vivir con nosotras. Las TRES BAJO EL MISMO TECHO, cual pelicula de terror, apenas puedo con mi madre, con mi hermana , me veo suicidándome cada día.
Definitivamente, si me releo siento que tengo un odio especial a mi familia. Los amo pero sacan mi peor versión.
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aguscocodrilo · 2 years
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Para Juan
- Yo, yo te amo.
- Yo también te amo.
Se dijeron debajo de un pequeño refugio, bajo el calor de las colchas, protegidos del crudo frío de una noche de invierno.
Esa misma noche nevó en toda la ciudad. Techos, autos, postes de luz y patios enteros cubiertos por un manto blanco jamás visto en ese mediterrano poblado como era aquel.
El viento, en jirones, traía esa nevada desde las montañas que rodeaban esa metrópolis hasta las avenidas desoladas de la noche.
Cientos o casi miles de plantas achicharradas por el frío en un instante. Nadie, absolutamente nadie se esperaba que cayera nieve. El frío que hacia era el de un invierno habitual en ese territorio y cada vez era más corto por el calentamiento global que nos soplaba la nuca, en una carrera lenta pero que sabíamos que íbamos a perder.
Begonias, calas, violetas de los alpes muertas de tristeza en todos los patios de alrededor.
Todas las plantas, todas, murieron. Todas menos las de esa casa donde se profesaban esas palabras de amor.
Sin saberlo, los amantes emitieron un hechizo de abrigo en todo ese hogar.
Desde debajo de las sábanas, enredados en un abrazo desnudo, el calor que emitían sus cuerpos transpirados por la cercanía de sus pieles, se encapsuló en una burbuja que se elevo hasta lo alto del techo.
Allí arriba, se expandió protegiendo la casa y los encerró en un invernadero invisible de amorosa protección.
El calor era tal que floreció en el transcurso de media hora una orquídea que rodeaba el tronco de un antiguo árbol. Sus flores amarillas brillaban majestuosas bajo la luz de la lámpara del jardín.
Peperomias, calateas y demás plantas abrieron plenas todas sus hojas y las movieron al son de una danza de un calor cuasi primaveral.
El gato negro que protegía el hogar, se bañó en las aguas verdes de la pileta en desuso por el invierno del calor que hacía.
Los pájaros de todos los árboles alrededor se cantaban que había un hogar que los protegería del frío y volaron en bandadas hasta el jardin, teniendo algunos caídos en la travesía, yaciendo muertos de frío.
A las 10 de la mañana los amantes se despertaron por la caótica orquesta de pájaros y gatos que lograron escabullirse al jardín durante la noche.
Ambos, desnudos, se acercaron a la ventana y contemplaron con asombro el jardín de ese hogar poblado por un jungla urbana y una selva de diversas plantas florecidas, pintando el paisaje de todos los colores habidos y por haber.
A lo lejos, vieron como la nieve que intentaba escabullirse dentro de su jardín, caía derrotada al acercarse, derritiendose y rodeando la cúpula en la que estaba protegida dicha casa.
Una vez pasado el asombro de esa maravilla que estaban viviendo, los amantes bajaron a la cocina. Desayunaron y limpiaron la casa escuchando baladas de los años 50, con la naturalidad del conocimiento en que sólo el amor puede lograr tales maravillas.
Mientras que, a lo lejos, en una colina donde se deposita un antiguo y enorme instrumento para contemplar la noche estrellada, se rige otra cúpula de amoroso abrigo, que cuida los pastizales de la nieve y que alguna vez fueron testigos de ese romance.
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cactividades · 3 years
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fun meme pt. uno.
          envía una locación para un starter basado en alguno de los escenarios.
zone résidentielle.
mi personaje acompaña al tuyo a su mansión.
mi personaje le pide ayuda al tuyo al perder la llave para ingresar a la mansión.
mi personaje atrapa al tuyo colándose por la ventana de una mansión.
tu personaje toca a la puerta de la mansión del mío para pedir el baño.
tu personaje toca a la puerta de la mansión del mío para pedir que se baje la música.
centre ville ( downtown ).
mi personaje le pide al tuyo que le ayude a escoger un outfit de una tienda. 
mi personaje ofrece comprarle algo al tuyo. 
nuestros personajes se pelean por un artículo en una tienda. 
mi personaje engaña al tuyo para convencerle de comprarle algo. 
tu personaje se encuentra comprando algo y el mío decide pagarlo por su cuenta. 
avenue principale.
mi personaje le pide al tuyo que le compre el almuerzo. 
nuestros personajes deciden salir a cenar. 
tu personaje le pide al mío que le compre el almuerzo. 
nuestros personajes deciden pasar a recoger comida para almorzar en otra parte. 
tu personaje ocupa el lugar vacío frente al mío cuando le ve almorzando/cenando en soledad. 
espaces naturels.
mi personaje invita al tuyo a ir a andar en bicicleta por el bosque.
mi personaje le pide ayuda al tuyo tras doblarse un tobillo caminando por el bosque.
mi personaje decide hacerse un chapuzón en la laguna y se encuentra con el tuyo en el agua.
mi personaje decide jugarle una broma al tuyo y se le lanza desde una rama cuando pasa por debajo la misma.
mi personaje ofrece un poco de agua al tuyo al encontrárselo recuperando el aire contra un árbol.
douze apotres.
nuestros personajes son enviados a hablar con el director/a
nuestros personajes se encuentran frente a mur des yeux y recuerdan su primera entrevista en st. mary magdalene.
nuestros personajes asisten a douze apotres a por información sobre unas materias/horarios.
nuestros personajes van de noche a douze apotres a robar unos archivos.
nuestros personajes van a realizar una queja administrativa.
st. abel of reims.
tu personaje encuentra al mío saliendo de su clase extracurricular (mandarín, ruso, alemán, español, ciencias, astronomía).
nuestros personajes se encuentran haciendo un experimento en el laboratorio.
tu personaje encuentra al mío dormido junto al ventanal en la biblioteca.
nuestros personajes dan un recorrido por el invernadero.
nuestros personajes intentan encontrar la habitación secreta de la estatua que se encuentra al fondo en el primer piso.
st. beatrix d’este.
tu personaje encuentra al mío saliendo de su clase extracurricular (teatro musical, danza contemporánea, baile de salón).
nuestros personajes deciden disfrazarse con toda la ropa del vestuario.
tu personaje encuentra al mío ensayando en el cuarto piso, completamente solo.
tu personaje se ve envuelto en una pelea con las cortinas del segundo piso y mi personaje decide ayudarle.
mi personaje se ve envuelto en una pelea con las cortinas del segundo piso y tu personaje decide ayudarle.
st. clare of assissi.
tu personaje encuentra al mío saliendo de su clase extracurricular (orquesta universitaria, radio universitaria, coro universitario).
mi personaje le ofrece un recorrido por toda la facultad al tuyo.
mi personaje está tocando un instrumento/cantando cuando tu personaje le interrumpe por accidente.
mi personaje está solo en la sala de los mares y el tuyo decide acompañarle.
nuestros personajes se retan para entrar al depósito de partituras.
st. hyacint.
tu personaje encuentra al mío saliendo de su clase extracurricular (árabe, japonés, portugués, lengua de señas francesa).
nuestros personajes comparten una charla animada junto a la fuente.
mi personaje le pide al tuyo que le tome una foto en la escalera de mármol.
tu personaje tiró los libros de una de las columnas y mi personaje decide ayudarle.
mi personaje tiró los libros de una de las columnas y tú personaje decide ayudarle.
st. ignatius of laconi.
mi personaje invita al tuyo a una visita guiada por salles d’ art.
mi personaje invita al tuyo a conocer el pequeño escondite ubicado en deferrière la bibliothèque.
mi personaje le pide al tuyo que le acompañe a référentiel de portaits a por algunos materiales de arte.
 mi personaje reta al tuyo a recorrer la chambre des frayeurs por la noche para darle un buen susto.
mi personaje invita al tuyo a una de sus clases de arte para que sea su modelo por un día.
st. marguerite d'youville.
nuestros personajes van a tomarse fotos en los escalones de échelle de triomphe.
nuestros personajes deciden almorzar en la pequeña terraza de les mille piliers.
nuestros personajes se frenan a contemplar imágenes de mur historique.
nuestros personajes deciden saltarse una clase y se esconden entre las estatuas de la promenade.
mi personaje invita al tuyo para que actúe de su cliente en un falso juicio.
st. philip of agira.
nuestros personajes tienen un encuentro secreto en el recoveco de l’horloge sonne.
nuestros personajes observan la ciudad universitaria desde les fenêtres.
nuestros personajes por poco terminan destruyendo la estatua côtes cassées.
nuestros personajes asisten a su clase del club de ajedrez en entrée principale.
mi personaje le pide ayuda al tuyo en uno de sus proyectos universitarios.
st. wolfeius.
mi personaje invita al tuyo a relajarse un rato en tables de repos.
mi personaje y el tuyo regresan al sótano a través de la entrada le trou dans le mur para limpiarlo luego de la fiesta. 
mi personaje necesita que el tuyo pretenda ser un paciente para una de sus clases de medicina.
nuestros personajes se embarcan en una aventura nocturna a la morgue.
mi personaje salva al tuyo cuando esta a punto de caerse en escalier en pierre.
biblioteca municipal.
tu personaje encuentra al mío saliendo de su clase extracurricular (periódico universitario, consejo estudiantil, debate, escritura, solidario, ecológico, trabajo voluntario, diseño gráfico y diseño web, podcast universitario, ).
nuestros personajes comparten mesa para estudiar.
nuestros personajes se esconden en una de las salas privadas del subsuelo.
nuestros personajes iban distraídos y se chocan en la escalera de caracol.
mi personaje es incapaz de alcanzar un libro y el tuyo le ayuda a obtenerlo.
capilla st. thomas.
nuestros personajes se cuelan a una boda que se está realizando.
mi personaje encuentra al tuyo haciendo sus oraciones.
nuestros personajes deciden escaparse de la misa del domingo.
tu personaje encuentra al mío haciendo sus oraciones.
nuestros personajes se retan para entrar a la capilla a media noche.
dix vierges.
nuestros personajes deciden ir a ver la exposición actual del último piso. 
nuestros personajes asisten al museo histórico para una tarea. 
mi personaje ocupa asiento al lado del tuyo mientras observa los clásicos del tercer piso. 
tu personaje tropieza y casi impacta contra una estatua pero el mío lo previene. 
mi personaje tropieza y casi impacta contra una estatua pero el tuyo lo previene. 
jardín d’eden.
tu personaje encuentra al mío saliendo de su clase extracurricular (jardinería/pintura)
nuestros personajes se encuentran por casualidad en le premier dôme. 
nuestros personajes aprovechan el buen clima para ir a tomar algo al pequeño café al paso tras la femme aux roses. 
nuestros personajes deciden tomarse un descanso de tanto estudio y van a tomar sol a los grandes parques junto a le dôme au centre.
nuestros personajes están dando un paseo por el jardin d’eden cuando se topan con la estatua anges s’embrassant.
plaza de la catedral.
tu personaje encuentra al mío saliendo de su clase extracurricular (jardinería, golf).
nuestros personajes se pierden en los laberintos.
nuestros personajes deciden cenar en la torre de uno de los laberintos. 
mi personaje se encuentra al tuyo en la plaza a durante la noche. 
nuestros personajes se encuentran en los laberintos para merendar.
estación jean pierre.
nuestros personajes coinciden en el tren rumbo a marsella. 
nuestros personajes van de compras a las tiendas de la estación. 
nuestros personajes son enviados a recibir un par de turistas. 
mi personaje le pide al tuyo que le recoja en la estación al volver de su fin de semana fuera. 
tu personaje le pide al mío que le recoja en la estación al volver de su fin de semana fuera. 
solarium st. quintian.
tu personaje encuentra al mío saliendo de su clase extracurricular (animación, gimnasia, natación, baloncesto, esgrima, taekwondo, natación sincronizada).
nuestros personajes deciden ir a la pileta durante la noche. 
nuestros personajes se meten a observar una pelea de esgrima.
mi personaje invita al tuyo a jugar un partido cuando la cancha de básquet se encuentra desocupada.
nuestros personajes deciden asistir a una clase de yoga juntos.
teatro st. emmelia.
nuestros personajes irrumpen en el teatro por la noche. 
nuestros personajes deciden esconderse un día entero entre las gradas del teatro. 
mi personaje intenta convence al tuyo de bailar en el escenario cuando nadie los ve. 
nuestros personajes proyectan una película contra el telón del escenario. 
nuestros personajes deciden practicar sus actos en el escenario (club de teatro/orquesta).
centre sportif.
tu personaje encuentra al mío saliendo de su clase extracurricular (soccer, atletismo, ciclismo, voleibol, tenis, equitación, arco y flecha, marcha universitaria, patinaje sobre hielo, bádminton).
mi personaje se encuentra al tuyo en establo de caballos del campo de equitación. 
nuestros personajes juegan un partido amistoso de tenis. 
mi personaje y el tuyo deciden ir a patinar por la noche. 
mi personaje casi lastima al tuyo al estar jugando con un arco y flechas.
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burakrevista · 3 years
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El barranco. Leonardo Pirolo
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Es sábado y papá duerme la siesta. Tomo un jugo de esos hechos con polvo en un vaso de plástico azul. La pileta está llena y el sol clavado ahí, encima del quincho. Transpiro. Una gota me cae desde la pera y se me desliza por el pecho y el ombligo hasta aterrizar en el traje de baño. Hay chicharras, no sé bien dónde. Las escucho ahí, entre los arbustos.
—¡Agustín!
Me doy vuelta, miro alrededor. Camino por el pasto, miro al cielo.
—¡Agustín!
Viene del lado de la calle. Me calzo las ojotas y atravieso la casa en tres pasos. Salgo a la calle. Ahí está Nico arriba de su playera bordó. Tiene una musculosa blanca y las zapatillas puestas.
—¿El barranco? —pregunto.
—¡El barranco!
Y corro. Corro rápido porque no quiero que papá se despierte, se avive y se levante, a paso de orangután, y me grite “vení para acá”; pero no lo hace, no se despierta, ni siquiera se percata de que cierro la puerta y agarro mi bicicleta que quedó en la vereda, apoyada contra el auto.
Sólo es ir hasta la esquina, donde la bocacalle se choca con las vías del Belgrano Norte y se termina. Hay árboles, trastos viejos, el alambrado de la vía y la casilla de seguridad donde siempre está la luz prendida, aunque rara vez veo al tipo de negro y con gorra. “Está dando la vuelta a la manzana, está vigilando otras casas”, dice siempre papá, pero yo sé que no, que lo rajaron la última vez que hicimos lo del barranco.
—Dale, que te gano —grita Nico.
Siempre me gana y por eso pedaleo más rápido. Siento el calor en mis piernas, arriba de las rodillas, y los empeines que casi flotan por encima del pedal.
—¡Te gané! —respira, transpira—. Te gané de vuelta —dice cuando llegamos a la esquina.
Es ahí donde se forma el barranco: un montículo de tierra, una imperfección de la calle o de la geografía de más o menos tres metros de altura, a unos cuarenta y cinco grados. Subimos arrastrando las bicis y agachados, porque el piso está lleno de piedras y pozos y ratas. Llegamos a la cima; acomodo la bici. Ahora puedo ver las vías elevadas, las paredes desgastadas de las casas que dan al contrafrente y me pregunto qué se siente vivir ahí: la cabeza taladrada por el traqueteo del tren, que encima es a gasoil. También veo una fábrica, un poco más lejos, más para el lado del paso a nivel, y un grafiti enorme de un animal, verde, mitad gusano, mitad caballo, que no sé muy bien qué significa.
—¿Y? —pregunta Nico.
—Ya va —me acomodo; alineo la bici y la ubico paralela a la suya.
Es simple: cuenta regresiva y, a la de tres, bajar por el barranco, agarrar la calle y pedalear con todas las fuerzas hasta mi casa. Hasta ahora Nico me ganó siempre: o sale antes o yo me distraigo, o estoy demasiado preocupado porque salga mi papá y nos rete a los dos. Y ahí sí, chau Play, chau pelota; hasta temo por Simba, el gato.
Pero no sabe, no tiene ni idea, porque para hoy practiqué. De algún modo me las ingenié para venir al menos una vez por día durante la semana. Le decía a papá que iba a dar la vuelta a la manzana, le juraba que no iba a venir acá. El miércoles trastabillé con una piedra, la rueda delantera se patinó y caí de costado antes de cruzar la calle. La sangre me corría desde la rodilla hasta casi el borde de las medias, pero entré rápido a casa y fui directo a bañarme. Mamá no lo podía creer. Después usé pantalón largo el resto de la semana.
Ahora me enfoco en la bajada. En la calle que hay que cruzar, la que bordea a la vía. Desde acá puedo ver mi casa: el jardín delantero y el geranio en el medio de la vereda. Nico está a mi derecha, sólo mira los pedales y aprieta los frenos como si estuviera arriba de una moto. Lo odio. Lo odio y le voy a ganar.
—¿A la de tres? —pregunta.
—A la una… —digo sin contestarle.
Los dos respiramos, miramos la tierra empolvada y caliente.
—A las dos… —sigo.
Esta vez cuento yo, esta vez sé que ni bien diga “tres” voy a tener un pie en el pedal y el otro en la tierra para tomar impulso. Lo voy a decir cuando yo quiera, cuando esté listo.
—Dale…
Lo miro, entrecierro lo ojos y miro al frente, a mi casa, a mi papá que acaba de salir a la vereda y agarra la manguera para regar el pasto. Siento un calor en el cuello, cerca de la nuca. Empiezo a sentir el castigo.
—¡Dale!
—Pará…
—Dale, maricón.
—Está mi papá afuera, nos va a ver.
—Maricón, maricón, maricón.
Aprieto los puños, me muerdo los dientes. Veo a papá dado vuelta. No nos va a ver, no va a pasar nada. Me repito, no va a pasar nada. Tomo aire:
—¡Tres!
Me impulso, pedaleo. Nico hace lo mismo y se manda. Freno. Veo el auto azul, un azul oscuro, de tres puertas. Cierro los ojos y escucho la frenada. Después, el golpe seco, como el de una puerta que se cierra, pero no es una puerta, es Nico volando uno o dos metros y revolcándose en el asfalto. La bici voló también, no tanto. Yo tiro la mía, corro a donde está Nico.
Tiene el cuerpo despatarrado, un brazo estirado y el otro doblado debajo del torso, las piernas en ele; la cabeza es un remolino castaño que duerme de costado, los ojos cerrados, la boca cerrada, y debajo, un charco rojo ensanchándose en el pavimento. El auto azul esquiva a Nico y acelera. Me corro. Acelera más.
—¡Hijo de puta! —grito.
Papá me escucha, me mira, no entiende. El auto colea en la siguiente esquina, dobla y se pierde. Papá se tapa la frente por el sol, parado en línea recta, a casi una cuadra de distancia. Yo agito los brazos.
—¡Papá!
Duda, camina despacio, tantea. Me reconoce y corre. Corre en cuero y en ojotas y veo cómo su cara se desfigura a medida que se acerca. No está enojado, no, pero nunca lo vi así. Está pálido, tiene las cejas arqueadas, la boca a medio abrir. Me mira.
—Papá —digo.
Se queda.
—Papá.
—Corré a casa y llamá al 911 —dice mientras se agacha y se acerca a Nico.
Nico mueve un dedo, el índice. Papá se inclina, de cuclillas, y pone una mano debajo de su cabeza. Con la otra le junta las piernas y, con un solo movimiento, lo alza a la altura de su pecho. Me mira, lo miro.
—¡Andá, carajo! —ahora su cara está roja, sus ojos abiertos y una vena se le infla justo arriba de su nariz.
—Voy —tartamudeo.
Quiero correr, me tiemblan las piernas, los brazos me cuelgan.
—¡Rápido!
Corro a casa, pero me doy vuelta una vez más: veo a Nico, sostenido entre los brazos de papá. Un brazo le cuelga y el otro está escondido entre sus piernas. Su cara desmayada me mira. Con los ojos entrecerrados abre la boca. Leo sus labios: “te gané”. O eso creo.
.
© Leonardo Pirolo
Buenos Aires, 1990
Abogado y escritor. Graduado en Derecho en la Universidad de Buenos Aires. Publicó cuentos y relatos cortos en revistas y foros literarios de Argentina, México, Venezuela y en el Diario La Gazeta de Guatemala. Su microrrelato “Vuelo rasante” fue seleccionado como ganador en el X Concurso de Microrrelatos organizado por María Martín Recio. Su cuento “Hasta la próxima vez” obtuvo la mención especial del Concurso APAIB 2020 y formó parte de los primeros seleccionados en el Premio Itaú Digital 2020. Actualmente se desempeña como abogado en finanzas corporativas y colabora con publicaciones en revistas literarias locales e internacionales.
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margiralt · 1 year
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EL FETICHE DE SU OLOR.
Se fue de a poco. Como lo hacen los sentimientos cuando no se los prohíbe. Diego sabía que estaba atado al palo del barco para no escuchar su sed. Eso lo había llevado a abrir las puertas de lugares recónditos de su propia historia. El día que la vio por última vez, sintió la misma soledad que cada vez que compartió con ella tantas cosas. Buscaba la soledad y ella era la persona ideal para llenarla. Seductora, abierta a sus deseos, y con un monólogo constante que la hacía parecer un canilla a la que le faltaba un cuerito. Esos grifos que gotean sin parar, casi con desgano pero persistentes. Con esa complacencia falsa, que luego mostrará la hilacha.
Le vio el borde de sus pies de barro debajo de ese bello porte de princesa. Estaba enamorado de ella. La deseaba. Pero Diego era un hombre con experiencia en salir de pasadizos oscuros. De hecho los había transitado toda su vida. Un intelectual al que le había atraído siempre lo desconocido. O mejor dicho, un putañero al que le venía bien cualquier tía que lo follara bien. Pero con el tope de pequeño burgués para salir de tales situaciones sin quedar pegado en la pringosa sensación de una ausencia inexistente.
Le aburrían las convenciones. Aborrecía las relaciones convenientes con convenientes lameculos y sus tan previsibles precios. Todo tenía precio. Un mundo tan burdo lo asqueaba. Lo peor de todo era que había creído que había excepciones. Y no era así. Noelia simplemente era rara. Estaba lo suficientemente loca como para seducirlo y engancharlo en la trama fatal de su familia. Detrás de todo intelectual hay un sufriente que combate con sus fantasmas cada tanto. Ella era joven, y le daba un poco de eso que se le estaba escabullendo día a día. Juventud. El aroma de su ropa le dio nauseas, y cuando la abrazó por última vez, ese aroma fue sin duda lo que lo alejó de poseerla. De llegar a cumplir con el deseo de volver al meollo de eso que parecía su deseo. ¡Era tan bella con su patética manera de no concretar nada en su vida!. Siempre le habían atraído los perdedores. Esos que daban para más sin llegar nunca a lograrlo. O eso pensaba Diego por una cuestión de mera proyección personal. El era así. Su inhibición añeja lo hacía detenerse en el momento previo al podio. Lo único que le gustaba sacar era la sortija. Luego se dedicó sistemáticamente a destruir lo que construía. . Después de todo, él sabía muy bien que no se trataba de logros ni de triunfos. Era un avezado looser que había sufrido por ello y gozado las rispideces de pérdidas como las del contacto con sus hijas. Todo por esa relación con Noelia. No era por eso. Pero fue el detonante. El día que ella se fue era temprano. Diego no preguntó nada. Ni a dónde iba ni porqué a esas horas. Ella tenía los pantalones puestos en la cama. Algo de eso le sonó a candado y cinturón de castidad. Sintió sueño y fastidio. Ganas de que se fuese. No la acompañó a la puerta. La dejó ir. En vano intentó la sencilla solución de encontrar ese poco de placer que se le había acumulado en sus testículos. No logró sostener las ganas de perder algo más. Ni un polvo valía ella hoy. Luego le mandó un mensaje para ver si había llegado bien. Luego las fotos y ella con dos hombres en una pileta en ese domingo de calor, o quizás el viernes de los enamorados. No lo sabía. Disfrutando cosas que él jamás disfrutaría. Porque siempre había sido un torturado. Pero convencido de ello. Nada fácil fue dejarla. Pero juntamente con ella dejó de beber cada noche y así no habilitarse a buscarla con excusas que se deshacían con las hilachas de sus mentiras. Mentiras que había disfrutado como miel. Abejas trabajadoras que hacen una tarea para endulzar el goce de sufrir. Los días de sobriedad fueron cayendo uno tras otro. Sin doler. Con un cierto escepticismo. Miraba como de sencillo era dejar lo que lastimaba. Había simplemente que renunciar a lo burdo, a lo que no le gustaba.
Noelia era el nombre de su pecado. Su falta de coraje para callar ante lo que tenía aroma a podrido, a vacío. Decirle no a ella, era tan fácil y tan difícil a la vez...
La atracción por los abismos lo había llevado a peligros de muerte. Pero, ateo como era, había buscado en los picos más altos algo de santidad. Subir montañas le mostró que el mero acto de intentarlo era una forma de sanación sin dios. Penitente desde joven, desde siempre,
retomó sus caminatas. Volvió a sus lecturas de burgués intelectual o intelectual burgués. Finalmente daba lo mismo. Era él y su propia forma de verse ante el espejo. Una vez más había escapado de la puerta giratoria de un amor sin más asidero que la locura de su hermana muerta.
La vida, con todos sus horrores, seguía ofreciendo para él misterios que quería conocer. O en todo caso, simplemente transitar el otro lado de la cornisa, sin estar siempre a punto de caer.
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neptunebox · 3 years
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|| Miércoles 14 de abril, 2021. 23:57hs | “On the move”’ Gym. Brooklyn ||
Con cada brazada se proponía llegar más lejos y más rápido, como si con ello fuera capaz de escapar a sus propios pensamientos y responsabilidades. Notó, nadando ya hacía unos cuántos minutos, que pecó de descuidado: no llevaba puesta la gorra de latex que mantenía su cabello aislado del agua de la pileta. Aunque sí tenía colocadas las antiparras, tan torpemente como el apuro de llegar al agua se lo había permitido. De hecho, un ojo lo tenía inundado por completo. Fue inocente al creer que la práctica hacía el maestro, pues aquella fue la excepción. Se enredó tanto en ese pensamiento, extendiéndolo a las preocupaciones de las últimas semanas, que olvidó respirar entre brazadas y el cuerpo amenazó con hundirse porque sus músculos se rindieron frente a tanto esfuerzo que venía sosteniendo. 
Un mes había transcurrido ya después del robo de Zoran. Un mes donde internamente lo hubo gobernado la ansiedad de rumiar: ¿qué tal si...? ¿Qué tal si no era tan arbitrario? ¿Qué tal si Zoran hubiese estado en el departamento e Isabella, su casera asesinada, no se resistía a que entraran al espacio de la californiana? ¿Qué tal si la vida le arrebataba, por segunda vez, a quien amaba? Frustrado por el tren de sus pensamientos y que la actividad física no los hubiera menguado del todo, Phoenix recuperó el aliento al flotar por la zona de 4 metros de profundidad.
—Quizá… —”la práctica no hace al maestro” completó su cabeza. No tenía pruebas suficientes para reemplazar la paranoia con hechos fehacientes ni tampoco para tomar una frase cliché como una verdad absoluta. Al nivel de las probabilidades, no había pasado nada más como para alimentar sus sospechas. Debía dejarlas ir, por completo. Zoran estaba más relajada e iba recuperando su alegría habitual, no podía quedarse enganchado del terror y lo que pudo haber sido. No era justo ni sano, para ninguno.
Tras deshacerse de las antiparras inundadas al aventarlas fuera de la pileta, Phee se propuso recorrer esos 4 metros y tocar el suelo con las manos, después de dar una profunda bocanada. No llegó a cumplir con su cometido: ni tocar el suelo de la pileta ni relajarse como había querido en un principio. La ansiedad, por algún motivo que ignoró, se transformó en enojo y frustración. Por eso, una vez sobre la superficie, nadó hasta la escalera que lo dejó fuera del agua. Notó cómo la densidad de su cuerpo lo volvió, de pronto, el triple de pesado entre el cansancio y el ejercicio. A fin de cuentas acabó sentado al filo de la pileta, con los pulgares de los pies rozando el agua.
En un ejercicio por dejar de estar tan autoconciente, contempló cómo lucía esa parte del gimnasio desprovista del barullo de gente. El escenario le pareció como la realidad alternativa de Coraline: como había encendido sólo una de las 3 luces, se sintió extraño respecto del entorno. El vacío de personas en la pileta que se disputaban espacio y carreras implícitas no supo catalogarlo si como exquisito o simplemente aburrido. El agua apenas iba aclimatándose a la quietud que jamás había atestiguado; los colores fríos resaltaban con la predominancia del celeste y el gris que lo hicieron sentir un poco… ¿solo? ¿Minúsculo? Es que, ciertamente, el mundo era mucho más grande que sus sentires. A veces sus emociones eran tan intensas, profundas e invasivas, que no había lugar para nada más. 
Dejó caer la espalda contra el suelo al igual que sus párpados, determinado a conseguir su pizca de paz y dejar ya no sólo el miedo de lado sino también la frustración por no lograrlo. Respiró acompasadamente, logrando relajar sus músculos por zonas, tanto que por un momento creyó estar a punto de quedarse dormido. Mas entonces algo sucedió que lo despabiló; un sonido, muy sutil, detrás suyo. Al abrir los ojos, todo se volvió negro de nuevo y el dolor que le hincó en la nariz fue porque alguien, que no pudo ver, le había dado una piña en la cara. Tensionado por el dolor y sin ser tan rápido para reaccionar, a Phoenix lo tomaron por debajo de las axilas y lo arrastraron por el suelo hasta llevarlo 2 metros atrás. Sintió el gusto a sangre recordarle la garganta y en cuanto fue capaz abrió los ojos. Quien tenía en frente era un hombre tapado de pies a cabeza, sólo podía verle los ojos marrones y calcular que al menos le llevaba 2 cabezas y medio cuerpo. Era de esos casos que, por más que estuviera entrenado para defenderse, era algo inútil intentarlo.
—¿Qué...? ¿Qué quie-—se había dispuesto a preguntar Phoenix, muy lejos de poder reaccionar por el dolor de su rostro y confundido por todo lo que surgió. Antes de poder decir algo, volvía a ser atacado. Si había una persona a la que no le faltaban dolores en su haber, era él. Vivenciar un choque automovilístico tan violento como el que se había llevado la vida de Mary, no le había resultado gratis. Pero nada, absolutamente nada, se comparó con el acero filoso que atravesó su abdomen y quedó allí atascado. Gritó, creyendo que con el grito saldría un vómito también porque sintió su cuerpo entero implosionar con una presión que ansió ser liberada. Aquel hombre le tapó la boca para evitar que su quejido se propague mucho más, todo lo que duró. 
—Si no te callas, te daré otra —advirtió el malhechor, lo que obligó a Phoenix a reprimir todo el dolor físico que sentía y que encontró traducción en un llanto de sollozos reprimidos. No le importó verse vulnerable ni aterrado. Ni siquiera intentó defenderse, de hecho sólo levantó las manos como pudo para pedir piedad, apenas pudiendo ver a quien tenía en frente por el mar de lágrimas que era. En su interior, la adrenalina comenzó a atravesarlo a la par que una desesperación latente: no quería que su vida estuviera en riesgo y hacerle pasar a Zoran lo que él había vivido años atrás, con lo que aún cargaba —. ¿Dinero, celular?
Con las manos y mentón temblorosos, Phoenix se las apañó para señalar un punto de las gradas donde usualmente invitados veían las carreras de natación, sentados. Había llegado al gimnasio simplemente con su teléfono y billetera, además de las llaves de su hogar. Así que, como había aparecido, fugazmente el hombre trotó hasta donde se le indicó para tomar las pertenencias del diseñador, a excepción de las llaves. Y corrió a modo de escape, mientras Phee se mantenía aún señalando hacia las gradas, como quien no quiere moverse a pesar de tener el cuerpo entero temblando como una hoja.
Estuvo ahí unos pocos minutos, shockeado entre el dolor y el miedo, escuchando cómo el ladrón abría la caja del gimnasio para llevarse dinero. Todo lo que Phoenix pudo hacer en ese momento fue luchar contra el desmayo, hasta que escuchó la puerta de salida cerrarse con un portazo. Sólo entonces alzó la cabeza, para ver el cuchillo mediano clavado en su abdomen.
—Estarás bien —se dijo como pudo. ¿En algún momento había dejado de llorar? Sentía que la cabeza estaba a punto de explotarle de toda la tensión. Tenía muy en claro que no era lo más inteligente moverse con una herida de arma blanca ni tampoco arrancar el cuchillo, ¿pero cómo saldría de allí sino? 
Sus ojos, frenéticos por hacerse cargo de su propio estado, detectaron el escritorio de la recepción en aquella zona del gimnasio, a unos 5 metros de donde estaba. Así que, arrastrándose de a tramos donde estuvo seguro que la herida había tironeado más, llegó allí. Sintió a tientas los números antes de marcar al 911, apoyando la espalda en la estructura del escritorio. Y reportó lo sucedido, sin llegar despierto a cuando un grupo de paramédicos lo asistió antes de llevarlo al hospital.
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jose-a-perez · 3 years
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Entre hermanos
Muchas veces que la vida le juega a otros malas pasadas y no comprendemos que eso mismo nos puede pasar a nosotros si no tomamos las debidas precauciones o cuidados, hasta hace 5 años mi vida era maravillosa, tengo una linda familia, muy bien acomodada económicamente, una casa hermosa, con gran parque y pileta, mis padres son sanos y por suerte se llevan bien, tengo un hermano cinco años mayor, Jorge, que terminó la facultad, tiene novia, y entró a trabajar con mi padre en su empresa...Yo era, una pendeja creída, terminé el colegio y en vez de empezar la facultad decidí que por un año o dos no iba a estudiar, mido 1,65 m, mi pelo es castaño claro, peso 55 kg y un muy buen cuerpo, los muchachos siempre estaban girando a mí alrededor, yo jugaba con ellos, casi todos los días salía por las noches, nos juntábamos en casas de amigas y amigos, tomábamos y muchas veces bailábamos, los novios me duraban poco, no más de un par de meses, así fue que una de esas noches, al irme de la fiesta estando un poco mareada, me subí a mi auto y emprendí el regreso la casa de mis padres, cuando desperté no estaba en mi dormitorio, mi madre estaba sentada a mi lado llorando, llevaba puesto un camisón...No podía girar la cabeza y mi brazo derecho estaba atado a algo y veía nublado, cuando mi madre notó que había despertado me dijo, “No te preocupes, todo va a salir bien”, Qué pasa, dónde estoy?, estás en el hospital, tuviste un accidente muy serio hace dos días, había tenido un fuerte accidente porque me quedé dormida, por suerte no lastimé a nadie, las consecuencias, en silla de ruedas por el resto de mi vida, mi vida la cambié de dichosa miserable, volví a mi casa 3 meses después del accidente, no volví a salir, a no ser de tener cita médica, amis amigas y amigos que venían a verme los fui alejando...Hoy tengo 25 años, casi tengo el mismo cuerpo, pero parte de él no funciona, aunque la psicóloga me alienta a salir a delante no quiero, no puedo enfrentar la realidad, mi realidad, obviamente nunca más tuve sexo, no tengo fuerzas ni siquiera para masturbarme, eso ya fue para mí, pobres, mis padres y mi hermano no saben qué hacer para ayudarme, hoy es sábado y mis padres salen a cenar y a un concierto, supongo que mi hermano saldrá con su novia, yo me iré a la cama a ver TV, o Netflix, caro, hoy no salgo, quieres que haga un par de pizzas y comemos mirando tele en el living?, por qué no sales?, acaso te pidieron que te quedes a cuidarme?, no, para nada, no tengo ganas, bueno, haz pizzas, o lo que tengas ganas, el bueno de mi hermano amasó las pizzas, sabiendo que me gusta como las hace y habiendo congeladas en el frezzer...De pronto veo que pone la mesa y le pregunto qué pasó que no íbamos a ver la tele, comemos y después miramos el TV, quiero que disfrutes estas pizzas, hace mucho que no te las hago, sacó la primera pizza del horno, la puso en la mesa y trajo dos latas de cerveza de la heladera, recuerda que no puedo tomar alcohol por los medicamentos, dale, una no te va a hacer mal, ya hice pedazos mi vida por tomar, otra no, de repente tomó mi teléfono que estaba sobre la mesa y llamó a alguien, hola soy el hermano de Caro, cómo está?, perdone que lo moleste, pero estamos por cenar con Caro y le quise dar cerveza de tomar y dice que no puede tomar una lata por los medicamentos, Aja, bueno, entonces la de la noche no, listo le digo..., dice el Doc, que hasta tres latas puedes tomar, pero que no tomes la pastilla de la noche, tu estás loco, como lo molestas a esta hora... Dale, agarra y brindemos, brindemos por ti, porque estás viva, y eres la hermana más linda que tengo, viva a medias, y la más linda porque soy la única, cenamos y nos guardamos una lata para después, cuando termina de levantar la mesa en vez de ayudarme a pasar a la silla de ruedas, se sienta nuevamente, bueno flaca, estamos solos, sé que no soy el mejor hermano que hubieses querido tener, pero te quiero mucho, y me preocupa ver como estás, por eso quiero aprovechar que no están los viejos para que hablemos, todo, sin medias tintas y usando las palabras que queramos usar, no tengo nada que hablar, nada que decir, vamos a ver tele...No, no puedo ni acercarme a saber que se siente estar en tu lugar, no lo puedo imaginar, pero te aseguro que lo que tu haces no es vivir, y me molesta que no hagas nada por salir adelante, eres inteligente, estás viva, tienes unos padres que te apoyan como pocos, eres hermosa, tienes todo para salir adelante, no voy a hablar, pues entonces sigo, porque alguien te tiene que decir las cosas, a mi tus modos y desplantes no me afectan, me duele lo que haces con tu vida, pero a los viejos los estás haciendo infelices, y no tienes derecho, ellos no son culpables del accidente, tu sabes que papá se culpa hasta de haberte comprado el auto?, Que estuvieron a punto de separarse porque él siente culpa?, no voy a hablar, sigo, hasta hoy, cinco años después del accidente tus amigas siguen llamando por teléfono para ver cómo estás, quieren venir a verte, pero mamá les agradece y les dice que tu no quieres ver a nadie...Y quien verdaderamente me parte el corazón es un flaco, Tom, no hay semana que no me llame al celular para ver cómo estás, me contó que esa noche él quiso traerte, pero no lo dejaste, que alguna vez habían salido pero tu lo dejaste por otro, el no me lo dijo, pero como hombre te puedo decir, que cinco años después te sique queriendo, que bien, o que mal por él, no le dijiste que soy una bolsa en silla de ruedas, que me tienen que ayudar para todo, que si no me ayudan ni bañarme puedo sola, o es un boludo o un morboso de mierda, que equivocada que estás, tu dices que la vida se acabó?, pues estás equivocada, tienes 25 años y si te lo propones es mucho por vivir, quizás hasta hijos puedas tener, hoy hacen maravillas los médicos para ayudar a las mujeres en tu estado, no digas pendejadas que no entiendes, de la cintura para abajo no siento nada...Así, y como no te orinas encima entonces, tampoco te cagas encima, o me equivoco?, que yo sepa los esfínteres están debajo de la cintura, que chistoso, solo eso me falta, ni lo digas, es la realidad Caro tu realidad acéptala, puedes mejorarla, cambiarla un poco con esfuerzo, A ver tu que la tienes tan clara, la ves tan fácil, tu piensas que puedo estar en la cama con un hombre?, Sin poder mover mis piernas, sería un pedazo de carne inerte, yo justamente, que disfrutaba como loca a los hombres, que les hacía de todo y los volvía locos, estoy seguro que en la cama con ayuda de tu pareja funcionarías como cualquier mujer, con limitaciones, obviamente, pero esas mismas limitaciones harían que tu busques alternativas para gozar y hacer gozar a tu hombre, tu estás loco, dos cervezas te hicieron mal...Fue en ese momento que verdaderamente le dio un ataque de locura, o por lo menos a mí me pareció, se levantó, aprovechando que es mucho más alto que yo y es muy fornido, me levantó de la silla, me carga en sus brazos y empieza subir las escaleras, yo le pido que me deje en la silla de ruedas, cuando veo que vamos para mi cuarto empiezo a pegarle en el pecho y bofetadas en la cara, sin decir una palabra, soportando todos los golpes, me lleva a mi habitación, me deja en mi cama, se sienta al lado mío y sin que me diera tiempo a nada, me beso, hago todo lo posible por empujarlo, le pego en la espalda, en los brazos, pero no deja de besarme, de pronto siento que una de sus manos me aprieta un pecho, más loca me pongo, pero no de excitación, es mi hermano, esa misma mano, baja hasta mi entrepierna, pone la mano sobre mi pubis y empieza a acariciar...Yo intento cerrar las piernas pero no responden, en medio de mi desesperación al verme forzada por mi hermano, casi no me doy cuenta que sus caricias tiene efecto, siento esa electricidad característica, no puede ser, me niego, yo no siento nada O sí?, por un momento dejó de pelear y centro mi atención en mí, él lo nota y sigue acariciando, ahora metiendo su mano por debajo de mi panti, masajea el clítoris y siento que una ola de calor me invade, me estoy excitando por primera vez en cinco años, yo, la paralítica, con suavidad va metiendo un dedo en mi vagina, baja su cabeza y me empieza a besar el clítoris, sus dedos buscan mi punto G, la excitación va en aumento y en pocos minutos llego a un orgasmo que estoy gozando al máximo...Él está a punto de salir de mi pubis cuando escucho mi propia voz decir, “Por favor, no te detengas, te lo pido”, el sigue acariciando y mimando, yo gozando, “Te la quiero chupar”, le digo con la vieja y casi olvidada tonadita de gata en celo de mis viejas épocas, apoyo mi mano en su entre pierna y de a poco su instrumento toma volumen, como él no hace nada, como puedo le desprendo el pantalón y logro sacarlo y tenerlo en mis manos, haciendo fuerzas con mis brazos me muevo, me arrastro hasta lograr meterlo en mi boca, lo chupo con desesperación, angustia, alegría, rabia contenida, estoy gozando, me tengo que esforzar para ponerme mejor y él no me ayuda para nada, me siento inútil, pero quiero seguir, cuando ya estaba bien parada, siento que me agarra de la cintura y en un movimiento que no comprendo, quedo sentada en su pubis, con su pene delante de mi vagina, y las piernas estiradas hacia su cabeza ya que se había acostado, “Me voy a caer”, le grité, tírate hacia adelante y apoya las manos en mi pecho, yo te sostengo la cintura...Hago lo que me dice, y si, puedo mantenerme en equilibrio, como puedo voy acercándome a su pene hasta que queda bajo mi vagina, el me levanta un poco la cola y me la mete en la vagina, claro, cinco años sin uso, y duele un poco, el comienza a moverse y yo a bambolearme hacia adelante, y atrás, estamos un rato hasta que siento que su pene se pone más duro y siento que late, una de sus manos suelta mi cintura y me aprieta un pecho, los dos llegamos juntos al orgasmo, con cuidado me recuesta en la cama, se sube los pantalones y me mira con una ternura infinita, perdoname, sé que fui bastante bruto, pero no podía verte más en ese estado, era la última bala que me quedaba, entiendo, pero ahora déjame sola, sal de mi habitación, cierra la puerta y comienzo a llorar, siento rabia, angustia, felicidad, satisfacción, lo que yo creía que era cosa de un pasado muy lejano, es una realidad, todos mis miedos se empiezan a ir, no podré mover las piernas, pero todavía puedo sentir como mujer, así me quedo dormida...Despierto, pensando que fue todo un sueño pero las manchas de semen en mis sabanas me dicen que no, me pongo algo de ropa, salto a mi silla y bajo por el ascensor que instaló mi padre, los encuentro desayunando a mis padres y a mi hermano, los miro con una sonrisa y les digo, buen día, no pregunten, quiero decirles gracias, quiero decirles perdón, otro día cuando pueda, vamos a hablar, mi madre me mira con los ojos llorosos, mi padre me acaricia la mano y Jorge, se sonríe, Jorge, tienes el teléfono de Tom, que era amigo mío por casualidad, si claro, creo que lo tengo grabado, lo puedes llamar y pasarme sin decir nada?, si, hola Tom, soy Caro, te acuerdas de mí, bueno, te invito a tomar el té, podrás venir?, gracias te espero, mamá me ayudas a bañarme y cambiarme después de comer?, si por supuesto, desde esa tarde en adelante lo que sigue es una historia hermosa de amor y compañerismo, todavía luchan por quedar embarazados...
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«Antártida», Claire Keegan.
Cada vez que la mujer felizmente casada salía, se preguntaba cómo sería dormir con otro hombre. Ese fin de semana estaba decidida a descubrirlo. Era diciembre; sintió que se corría un telón sobre otro año. Quería hacer eso antes de ponerse demasiado vieja. Estaba segura de que se iba a desilusionar.
El viernes a la noche tomó el tren a la ciudad, se sentó a leer en un vagón de primera clase. El libro no llegó a interesarle; ya podía prever el final. Del otro lado de la ventana, las casas iluminadas pasaban veloces en la oscuridad. Había dejado afuera un plato de macarrones y queso para los chicos, había ido a buscar a la tintorería los trajes de su marido. Le había dicho que iba a hacer las compras de Navidad. No había razón para que no confiara en ella.
Cuando llegó a la ciudad, tomó un taxi hasta el hotel. Le dieron un cuarto pequeño y blanco, con vista a Vicar’s Close, una de las calles más antiguas de Inglaterra, una hilera de casas de piedra, con altas chimeneas de granito, donde vivía el clero. Esa noche se sentó en el bar del hotel a beber tequila con lima. Los viejos leían periódicos, no había mucho movimiento, pero no le importó, necesitaba una noche de descanso. Se metió en la cama que pagó y cayó en un sueño sin sueños, y se despertó con el sonido de las campanas que repicaban en la catedral.
El sábado fue hasta el shopping. Las familias habían salido a empujar cochecitos, a través de la muchedumbre matinal, un espeso torrente de personas que circulaba por las puertas automáticas. Compró regalos inusuales para los chicos, cosas que pensó no iban a imaginarse. Al hijo mayor le compró una afeitadora eléctrica —ya era hora—, un atlas para la niña y, para su marido, un costoso reloj de oro con esfera plana y blanca.
A la tarde se vistió, se puso un vestido color ciruela, tacos altos, su lápiz labial más oscuro y volvió al centro. Una canción de fonola, «La balada de Lucy Jordan», la atrajo al pub, una cárcel transformada, con barrotes en las ventanas y un techo bajo brillante. En un rincón, titilaban las máquinas tragamonedas y, en el momento en que se sentó en el taburete junto a la barra, por la canaleta cayó un montón de monedas.
—Hola —le dijo el tipo que estaba sentado al lado de ella—. No te había visto antes.
Tenía tez rojiza, una cadena de oro debajo de la camisa hawaiana de cuello abierto, cabello color barro y su vaso estaba casi vacío.
—¿Qué estás tomando? —preguntó ella.
Resultó ser un verdadero parlanchín. Le contó la historia de su vida, que trabajaba por las noches en un geriátrico. Que vivía solo, era huérfano, que no tenía familiares, salvo un primo lejano al que nunca había conocido. No llevaba anillo en el dedo.
—Soy el hombre más solitario del mundo —dijo—. ¿Qué hay de ti?
—Soy casada —le dijo, antes de saber lo que estaba diciendo.
Él se rio.
—Juguemos al pool.
—No sé jugar.
—No importa —dijo el hombre—. Te enseñaré. Vas a embocar esa negra antes de darte cuenta.
Puso monedas en una ranura y tiró de algo, y un pequeño estruendo de bolas de billar se derramó dentro de un agujero oscuro debajo de la mesa.
—Rayadas y lisas[1] —dijo, poniéndole tiza al taco—. O eres unas o eres otras. Yo empiezo.
Le enseñó a inclinarse y medir la bola, a observar la bola del taco cuando le daba, pero no la dejó ganar ni un juego. Cuando ella fue al baño, estaba borracha. No pudo encontrar la punta del papel higiénico. Apoyó la frente contra el frío del espejo. No recordaba haber estado tan borracha alguna vez. Bebieron sus copas y salieron. El aire le dolía en los pulmones. Las nubes se estrellaban unas contra otras en el cielo. Dejó caer la cabeza hacia atrás para verlas. Deseó que el mundo pudiera volverse de un rojo fantástico y escandaloso para combinar con su humor.
—Caminemos —dijo él—. Te llevaré a dar una vuelta.
Caminó a la par de él, oyendo el crujido de su campera de cuero, mientras él la guiaba por una vereda donde se curvaba el foso que había alrededor de la catedral. Afuera del Palacio del Obispo había un viejo que vendía pan duro para los pájaros. Le compraron y se quedaron junto al borde del agua, alimentando a cinco cisnes cuyas plumas se estaban poniendo blancas. Unos patos marrones cruzaron el agua volando y aterrizaron en el foso con un leve y delicado movimiento. En el momento en que un labrador negro se apareció a los saltos por la vereda, un desorden de palomas levantó vuelo al mismo tiempo, y se posó mágicamente sobre los árboles.
—Me siento como si fuera San Francisco de Asís — dijo ella riéndose.
Empezó a llover; sintió que la lluvia caía sobre su rostro como si fuera pequeñas descargas eléctricas. Volvieron sobre sus pasos hasta el mercado, donde se habían montado puestos protegidos por una lona alquitranada. Vendían de todo: libros hediondos de segunda mano y porcelana, grandes estrellas federales rojas, coronas navideñas, adornos de cobre, pescado fresco que yacía sobre hielo, con ojos muertos.
—Ven a casa —le dijo él—. Te cocinaré.
—¿Me cocinarás?
—¿Comes pescado?
—Como de todo —dijo la mujer y él parecía divertido.
—Conozco a las de tu tipo —dijo el hombre—. Eres salvaje. Eres una de esas mujeres salvajes de clase media.
Escogió una trucha que se veía como si todavía estuviese viva. El pescadero le cortó la cabeza y la envolvió en papel metalizado. A una mujer italiana que atendía el puesto al final de la feria el hombre le compró un frasco de aceitunas negras y un pedazo de queso feta. Compró limas y café de Colombia. Siempre, cuando pasaban delante de los puestos, le preguntaba a ella si quería algo. Era desprendido con el dinero, lo llevaba arrugado en los bolsillos, como si fuera facturas viejas, ni siquiera alisaba los billetes cuando los daba. Camino a la casa de él, se detuvieron en una licorería, compraron dos botellas de Chianti y un número de la lotería, todo lo cual ella insistió en pagar.
—Si ganamos, dividimos —dijo la mujer—. Vamos a las Bahamas.
—Sí, puedes esperar sentada —le dijo el hombre y la vio cruzar la puerta que él le había abierto. Pasearon por calles adoquinadas, dejaron atrás una barbería en la que un hombre, sentado con la cabeza hacia atrás, estaba siendo afeitado. Las calles se hicieron angostas y serpenteantes: ahora estaban fuera de la ciudad.
—¿Vives en los suburbios? —preguntó la mujer.
Él no respondió, siguió caminando. La mujer sintió el olor del pescado. Cuando llegaron a un portón de hierro forjado, él le dijo «dobla a la izquierda». Pasaron debajo de una arcada que daba a un callejón sin salida. Él abrió la puerta de una casa de esa cuadra y la siguió escaleras arriba en dirección al piso más alto.
—Sigue caminando —le decía, cuando ella se detenía en los descansos. Ella se reía nerviosa y subía, volvía a reírse nerviosa y volvía a subir. Arriba de todo se detuvo.
La puerta necesitaba aceite; los goznes chirriaron cuando se abrió. Las paredes del departamento no tenían adornos y estaban amarillentas, los alféizares estaban polvorientos. En la pileta de la cocina había una taza sucia. Un gato persa blanco saltó de un sofá en la sala de estar. Estaba abandonado, como un lugar donde ya no viviera nadie; olor a humedad, ningún signo de teléfono, ninguna foto, adornos, árbol de Navidad. El gomero del living se arrastraba por la alfombra en dirección a un cuadrado de luz que venía de la calle.
Había en el baño una gran bañera de hierro fundido, con patas de acero azul.
—Un baño —dijo ella.
—¿Quieres un baño? —preguntó el hombre—. Pruébala. La llenas y te metes. Vamos, adelante.
La mujer llenó la bañera, mantuvo el agua tan caliente como pudo soportarla. Él entró y se desnudó hasta la cintura, y se afeitó en el lavabo, dándole la espalda. Ella cerró los ojos y lo escuchó batir la espuma de afeitar, golpear la navaja contra el lavabo, afeitarse. Era como si ya lo hubieran hecho antes. Pensó que él era el hombre menos amenazador que hubiese conocido. Se apretó la nariz y se deslizó debajo del agua, oyendo cómo la sangre le bombeaba en la cabeza, el ajetreo y la nube en su cerebro. Cuando emergió, él estaba ahí, entre el vapor, limpiándose rastros de espuma de afeitar del mentón, sonriente.
—¿Te diviertes? —preguntó él.
Cuando él se puso a enjabonar una toalla de mano, ella se incorporó. El agua le caía por los hombros y le chorreaba por las piernas. Él comenzó por los pies y fue subiendo, enjabonándola lenta y enérgicamente. La mujer lucía bien a la luz amarilla de la espuma; levantaba los pies y los brazos y, ante su requerimiento, se daba vuelta como una niña. La hizo meterse nuevamente en el agua y la enjuagó. La envolvió en una toalla.
—Ya sé lo que necesitas —le dijo él—. Necesitas que te cuiden. No hay una sola mujer en el mundo que no necesite que la cuiden. No te muevas —añadió y salió para volver con un peine y comenzar a peinarle los nudos del cabello—. Mírate. Eres una verdadera rubia. Tienes vello rubio, como un durazno. —Y los nudillos de él se deslizaron por su nuca y siguieron por su columna.
Su cama era de bronce con un acolchado blanco de duvet y fundas de almohada negras. Ella le desabrochó el cinturón, se lo sacó de las presillas. La hebilla tintineó cuando tocó el suelo. Lo liberó de los calzoncillos. Desnudo no era bello, aunque había algo voluptuoso en él, algo inquebrantable y recio en su constitución. Tenía la piel caliente.
—Suponte que eres América —le dijo ella—. Yo seré Colón.
Debajo de la ropa de cama, entre la humedad de los muslos del hombre, ella exploró su desnudez. El cuerpo de él era una novedad. Cuando los pies de ella se enredaron en las sábanas, se las sacó de encima. En la cama, ella tenía una fortaleza sorprendente, una urgencia que lo lastimaba. Lo tomó del cabello y le llevó la cabeza hacia atrás, borracha con el olor de un extraño jabón en el cuello de él. El hombre la besó y la besó. No había ningún apuro. Sus palmas eran las manos ásperas de un obrero. Lucharon contra su deseo, combatieron contra lo que al final les iba a ganar.
Después, fumaron; ella no había fumado en años, había dejado después del primer hijo. Se estiraba para buscar el cenicero, cuando, debajo de su radio reloj, vio un cartucho de escopeta.
—¿Qué es eso?
Lo levantó. Era más pesado de lo que parecía.
—Ah, eso. Es algo que me regalaron.
—Qué regalo —dijo la mujer—. Parece que no solo te gustan los tiros del pool.
—Ven acá.
Ella se acurrucó contra él y rápidamente se durmieron, el adorable sueño de niños, y se despertaron en la oscuridad, hambrientos.
Mientras él se hacía cargo de la cena, ella se sentó en el sofá, con el gato en el regazo, y miró un documental sobre la Antártida, millas de nieve, pingüinos que arrastraban las patas con vientos bajo cero, el Capitán Cook navegando en busca del continente perdido. Él se apareció con una servilleta en el hombro y le ofreció una copa de vino helado.
—Tú —le dijo— tienes algo con los exploradores. —Y se inclinó sobre el respaldo del sofá y la besó.
—¿Con qué te ayudo? —preguntó la mujer.
—Con nada —respondió él y volvió a la cocina.
Ella bebió su vino y sintió cómo el frío le bajaba por el estómago. Lo podía oír cortando verduras, el hervor del agua sobre la hornalla. El olor de la cena flotó por los cuartos. Coriandro, jugo de lima, cebollas. Podría seguir borracha; podría vivir así. Él volvió y dispuso los cubiertos en la mesa, encendió una vela verde y gorda, dobló las servilletas de papel. Se veían como pirámides pequeñas y blancas, bajo la vigilancia de la llama. Ella apagó el televisor y acarició al gato. Su pelo blanco cayó en la bata azul oscura, de talla mucho más grande que la suya. Vio el humo del fuego de otro hombre del otro lado de la ventana, pero no pensó en su marido, y su amante tampoco mencionó la vida hogareña de ella ni una vez.
En cambio, con ensalada griega y trucha grillada, por alguna razón la conversación tuvo al infierno como tema.
De niña, le habían dicho que el infierno era diferente para cada persona, la peor de las situaciones posibles que uno imaginara.
—Siempre pensé que el infierno sería un sitio insoportablemente frío, en el cual una estaría medio congelada, pero sin perder la conciencia y sin sentir verdaderamente nada —dijo la mujer—. No habría nada, salvo un sol frío y el diablo, allí, mirándote.
Tembló y se sacudió. Estaba colorada. Llevó la copa a sus labios e inclinó el cuello hacia atrás mientras tragaba. Tenía un cuello hermoso y largo.
—En ese caso —dijo él—, para mí, el infierno estaría desierto; no habría nadie. Ni siquiera el diablo. Siempre quise considerar que el infierno está poblado. Todos mis amigos irán al infierno.
El hombre le echó más pimienta a su plato de ensalada y arrancó un pedazo blanco del centro del pan.
—En la escuela —dijo la mujer, sacándole la piel a su trucha—, la monja nos dijo que el infierno iba a durar toda la eternidad. Y cuando le preguntamos cuánto iba a durar la eternidad, nos contestó: «Piensen en toda la arena del mundo, todas las playas, toda la arena de las canteras, el lecho de los océanos, los desiertos. Ahora imagínense todos esos granos en un reloj de arena, una clepsidra gigante. Si por año cae un grano de arena, la eternidad es el lapso que a toda la arena del mundo le toma atravesar ese vidrio». ¡Qué te parece! Nos aterrorizó. Éramos muy niñas.
—Aún no crees en el infierno —dijo él.
—No. ¿Qué te creíste? Ojalá la hermana Emmanuel pudiera verme ahora, cogiéndome a un completo desconocido. Qué risa —dijo y, sacándole una escama a la trucha, comió un pedazo con las manos.
Él dejó los cubiertos de lado, apoyó las manos sobre sus propios muslos y se la quedó mirando. Estaba satisfecha, jugaba con la comida.
—De modo que piensas que también todos tus amigos irán al infierno —dijo la mujer—. Qué bien.
—Pero no al de tu monja.
—¿Tienes muchos amigos? Supongo que conoces gente del trabajo.
—A algunos —respondió—. ¿Y tú?
—Tengo dos buenos amigos —dijo ella—. Dos personas por quienes moriría.
—Tienes suerte —le dijo el hombre, y se levantó para hacer el café.
Esa noche, él fue voraz, entregándose totalmente a ella. No había nada que no habría hecho.
—Eres un amante generoso —le dijo ella más tarde, pasándole un cigarrillo—. Eres muy generoso y punto.
El gato se trepó a la cama y la sobresaltó. Había algo escalofriante en ese gato.
Las cenizas del cigarrillo cayeron sobre el acolchado, pero estaban demasiado borrachos como para preocuparse. Borrachos y descuidados y en la misma cama la misma noche. En realidad, todo era muy simple. Del departamento de abajo comenzó a subir música navideña. Canto gregoriano, monjes cantando.
—¿A quién tienes de vecino?
—Oh, a una viejita. Sorda como una tapia. Canta, también. Ahí abajo está en su mundo, tiene horarios extraños.
Se dispusieron a dormir; ella, con la cabeza apoyada en el hombro de él. Él le acariciaba el brazo, arrullándola como a un animal. La mujer imitó el ronroneo de un gato, haciendo sonar las erres de la manera en que le habían enseñado en las clases de castellano, mientras el granizo golpeteaba contra los cristales de las ventanas.
—Te voy a extrañar cuando te vayas.
Ella no dijo nada, se quedó ahí mirando cómo cambiaban los números rojos de la radio reloj hasta que se quedó dormida.
El domingo la mujer se despertó temprano. Durante la noche había caído una helada blanca. Se vistió, lo observó dormir, con la cabeza sobre la almohada negra. En el baño, miró dentro del botiquín. Estaba vacío. En el living, leyó los lomos de los libros. Estaban ordenados alfabéticamente. Atravesando el pavimento traicionero, se encaminó al hotel para pagar la cuenta. Se perdió y tuvo que preguntarle cómo seguir a una señora de aspecto preocupado y con un caniche. En el lobby del hotel resplandecía un gran árbol de Navidad. Su valija estaba abierta sobre la cama. La ropa olía a humo de cigarrillo. Se duchó y se cambió. La mucama llamó a las diez, pero ella le indicó que se fuera, le dijo que no la molestara, le dijo que nadie debería trabajar los domingos.
En el lobby, se sentó en la cabina de teléfono y llamó a su casa. Preguntó por los chicos, por el tiempo, le preguntó a su marido cómo había sido su día, le contó los regalos que les había comprado a los chicos. Volvería a los cuartos desordenados y revueltos, a los pisos sucios, a las rodillas lastimadas, a un vestíbulo con bicicletas y skates. Preguntas. Cortó, se dio cuenta de que detrás de ella había una presencia que esperaba.
—Nunca dijiste adiós.
Ella sintió la respiración de él en su cuello.
Ahí estaba, una gorra de lana negra le cubría las orejas, ocultándole la frente.
—Dormías —respondió.
—Te escabulliste —le dijo el hombre—. Eres discreta.
—Yo…
—¿Querías escabullirte para almorzar y emborracharte? —dijo, empujándola dentro de la cabina y besándola, un beso largo y húmedo—. Me desperté a la mañana con tu olor en las sábanas —le dijo—. Fue hermoso.
—Envásalo —respondió ella— y nos haremos ricos.
Almorzaron en un lugar con paredes de dos metros, ventanas en arco y piso de lajas. Su mesa estaba al lado del fuego. Comiendo carne asada con Yorkshire pudding, volvieron a emborracharse, pero no hablaron mucho. Ella bebía Bloody Marys y le decía al mozo que no fuera tímido con la salsa tabasco. Empezaron con cerveza, luego pasaron a los gin tonics, todo lo que pudiese alejar la perspectiva inminente de su separación.
—Por lo general, yo no bebo así —dijo la mujer—. ¿Y tú?
—No —dijo él y le hizo una seña al mozo para que trajera otra ronda.
Se tomaron más tiempo del debido con el postre y los diarios dominicales. Vino la patrona y echó más leña al fuego. En un momento dado, mientras daba vuelta la página del diario, ella levantó la vista. Él le estaba mirando fijo la boca.
—Sonríe —dijo el hombre.
—¿Qué?
—Sonríe.
Sonrió y él se estiró para poner la punta de su dedo índice contra los dientes de ella.
—Listo —le dijo, mostrándole un pedacito de comida —. Ya está.
Cuando pasaron por el mercado, caía una niebla espesa sobre la ciudad, tan espesa que ella apenas podía leer los carteles. Los vendedores domingueros rezagados, salidos para hacer las ventas de Navidad, mostraban sus porcelanas.
—¿Terminaste con las compras de Navidad? —preguntó ella.
—No. ¿Acaso tengo a alguien a quien regalarle algo? Soy huérfano. ¿Recuerdas?
—Lo siento.
—Vamos. Caminemos.
Él la tomó de la mano y la condujo por una calle sucia que daba a un bosque negro, más allá de las casas. Le apretaba la mano; a ella le dolían los dedos.
—Me estás lastimando —le dijo.
Dejó de apretarla, pero no se disculpó. La luz abandonaba el día. El atardecer avanzaba sobre el cielo, sobornando a la luz para que oscureciese. Caminaron un buen rato sin hablar, limitándose a sentir el silencio del domingo, oyendo a los árboles que se tensaban contra el viento helado.
—Me casé una vez, estuve en África de luna de miel —dijo repentinamente el hombre—. No duró. Tenía una casa grande, muebles, de todo. Era una buena mujer; también, una maravillosa jardinera. ¿Viste la planta esa que hay en mi living? Bueno, era suya. Durante años estuve esperando que se muriese, pero la mierda esa sigue creciendo.
Ella recordó la planta que reptaba por el piso, del tamaño de un hombre adulto, con una maceta no más grande que una cacerola, las raíces secas enmarañadas sobre la maceta. Un milagro que todavía estuviera viva.
—Hay cosas sobre las que uno no tiene control —dijo el hombre, rascándose la cabeza—. Me dijo que sin ella no duraría ni un año. Ja, se equivocó —agregó y la miró sonriéndole, una extraña sonrisa de victoria.
Para entonces ya se habían adentrado mucho en el bosque; salvo por el sonido de sus pasos sobre el camino y por la franja de cielo entre los árboles, ella podría no haber estado segura de dónde estaba el sendero. De pronto, él la agarró y la tiró debajo de los árboles, la empujó contra un tronco. Ella no podía ver. Sintió la corteza a través del abrigo, el vientre de él contra el suyo, pudo oler el gin en su aliento.
—No me olvidarás —le dijo él, sacándole el cabello de los ojos—. Dilo. Di que no me olvidarás.
—No te olvidaré.
En la oscuridad, pasó sus dedos por el rostro de ella, como si fuera un ciego tratando de memorizarla.
—Tampoco yo te olvidaré. Algo de ti quedará latiendo acá —dijo el hombre, tomándole la mano y poniéndola dentro de su camisa. Ella sintió latir el corazón del hombre debajo de su piel caliente. Él la besó entonces como si en la boca de ella hubiese algo que quería. Palabras, probablemente. En ese momento repicaron las campanas de la catedral y ella se preguntó qué hora era. Su tren partía a las seis, pero había empacado todo, no había prisa.
—¿Ya dejaste el hotel?
—Sí —se rio ella—. Creen que soy la pasajera más pulcra que jamás tuvieron. Mi equipaje está en el lobby.
—Ven a mi casa. Te llamaré un taxi, voy a despedirte.
Ella no estaba de ánimo para sexo. Mentalmente, ya se había ido, se encontraba con su esposo en la estación. Se sentía limpia, plena y afectuosa; lo único que ahora quería era un buen sueñito en el tren. Pero, finalmente, no pudo pensar en ninguna razón para no ir y, a modo de regalo de despedida, le dijo que sí.
Salieron de la oscuridad del bosque, caminaron por Vicar’s Close y aparecieron debajo del foso, no lejos del hotel. Había gaviotas. Revoloteaban sobre las aves acuáticas, se lanzaban en picada y se apoderaban del pan que un grupo de estadounidenses les arrojaba a los cisnes. Ella recogió la valija y caminó por las calles resbalosas hasta la casa de él. Las habitaciones estaban frías. Los platos sucios del día anterior habían quedado en remojo en la pileta, había un reborde de agua grasienta sobre el aluminio. Un resto de luz se filtraba por el espacio que quedaba entre las cortinas, pero el hombre no encendió la luz.
—Ven —le dijo.
Se sacó la campera y se arrodilló ante ella. Le desabrochó las botas, desatando los cordones lentamente, le sacó las medias, le bajó la bombacha hasta los tobillos. Se incorporó y le abrió cuidadosamente la blusa, contempló los botones, le bajó el cierre de la falda, deslizó el reloj de la mujer hasta tenerlo en la mano. Luego, buscó debajo del cabello de ella y le sacó los aros. Eran aros colgantes, hojas de oro que el marido le había regalado para su cumpleaños. La desnudó; tenía todo el tiempo del mundo. Ella se sentía como una niña a la que van a acostar. No tenía que hacer nada con él, para él. Ningún deber, lo único era estar ahí.
—Acuéstate —le dijo.
Desnuda, se dejó caer sobre el acolchado.
—Podría dormirme —dijo, cerrando los ojos.
—Todavía no —respondió él.
El cuarto estaba frío, pero él transpiraba; ella podía oler su transpiración. Con una mano, le inmovilizó las muñecas por encima de la cabeza y le besó la garganta. Una gota de sudor cayó sobre el cuello de ella. Se abrió un cajón y algo hizo un ruido metálico. Esposas. La mujer se sobresaltó, pero no pensó con la suficiente rapidez como para oponerse.
—Te va a gustar —le dijo él—. Confía en mí.
La esposó a la cabecera de la cama de bronce. Una parte de la mente de ella entró en pánico. Había en él algo premeditado, algo callado y avasallador. Más gotas de sudor cayeron sobre ella. Sintió el gusto picante de la sal en la piel de él. Retrocedía y avanzaba, la hizo pedir más, acabar.
El hombre se levantó. Salió y la dejó allí, esposada a la cabecera. Se encendió la luz de la cocina. Ella olió el café, lo oyó cascar huevos. Volvió con una bandeja y se sentó a su lado.
—Tengo que…
—No te muevas —dijo con tranquilidad. Estaba absolutamente sereno.
—Sacame las…
—Shhhh —dijo—. Come. Come antes de irte. —Y le extendió un pedazo de huevo revuelto pinchado a un tenedor, y ella lo tragó. Tenía gusto a sal y pimienta. Volvió la cabeza. En el reloj se leía 5.32.
—Dios, mira la hora que…
—No blasfemes —le dijo—. Come. Y bebe. Bebe esto. Ya traigo las llaves.
—¿Por qué no…?
—Vamos, bebe. Anda. Bebí contigo, ¿recuerdas? Todavía esposada, bebió el café de la taza que él le acercó a la boca. Fue apenas un minuto. Sintió una sensación cálida y oscura, y luego se durmió.
Cuando despertó, él estaba de pie, en la brutal luz fluorescente, vistiéndose. Seguía esposada a la cama. Trató de hablar, pero estaba amordazada. Uno de sus tobillos también estaba esposado a la pata de la cama con otro par de esposas. Él continuaba vistiéndose, abrochándose la camisa de jean.
—Tengo que ir a trabajar —dijo, atándose los cordones—. No tengo otra.
Salió y volvió con una palangana.
—Por si te hace falta —dijo, dejándola sobre la cama.
La arropó y luego la besó, un beso rápido y normal, y apagó la luz. Se detuvo en el vestíbulo y se volvió hacia ella. Su sombra se irguió amenazante sobre la cama. Ella abrió grandes los ojos, suplicante. Trató de alcanzarlo con los ojos. Él estiró las manos y le mostró las palmas.
—No es lo que crees —le dijo—. No es para nada eso. Te amo. Trata de comprender.
Y entonces se dio media vuelta y se fue. Lo oyó irse, lo oyó en las escaleras, un cierre relámpago que se cerraba. La luz del vestíbulo se apagó, el portazo, lo oyó caminar sobre el pavimento, los pasos menguantes.
Frenética, hizo lo que pudo para sacarse las esposas. Hizo de todo para liberarse. Era una mujer fuerte. Intentó separar la cabecera, pero cuando logró zafar de un codazo la sábana, descubrió que estaba sujeta con pernos al elástico. Durante un buen rato se sacudió en la cama. Quería gritar «¡Fuego!». Eso es lo que la policía les decía a las mujeres que gritaran en una emergencia, pero, con la venda, no podía articular. Se las arregló para apoyar el pie libre en el suelo y para patear sobre la alfombra. Luego se acordó de la abuela sorda del piso de abajo. Pasaron horas antes de que se calmase para pensar y oír. Su respiración se estabilizó. Oyó que en el cuarto de al lado la cortina golpeaba. Él había dejado abierta la ventana. Con la conmoción, el acolchado había caído al piso y ella estaba desnuda. No podía alcanzarlo. Entraba frío, inundando la casa, llenando los cuartos. Tembló. El aire frío baja, pensó. De a poco, los temblores pasaron. Un entumecimiento persistente le fue ganando el cuerpo; se imaginó que la sangre reducía la velocidad en sus venas, que el corazón se le encogía. El gato saltó y aterrizó en la cama, trazando círculos sobre el colchón. Su rabia embotada se transformó en terror. Eso también pasó. Ahora, la cortina de la habitación de al lado golpeaba más rápido: el viento era más fuerte. Pensó en el hombre y no sintió nada. Pensó en su esposo y en sus hijos. Tal vez nunca la encontrarían. Tal vez nunca volvería a verlos. No importaba. Podía ver su propio aliento en la oscuridad, sentir el frío que le atenazaba la cabeza. Empezaba a emerger sobre ella un frío y lento sol que iluminaba el este. ¿Era su imaginación o era la nieve que caía más allá de los vidrios de las ventanas? Contempló el reloj sobre la mesa de luz, los números rojos que cambiaban. El gato la observaba, sus ojos oscuros como semillas de manzana. Pensó en la Antártida, en la nieve y en el hielo y en los cuerpos de los exploradores muertos. Luego pensó en el infierno; después, en la eternidad.
Autor: Claire Keegan
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