Capítulo 58 : Santander en Londres - Muere el Rey Sibarita Playboy Caótico George IV
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Santander está impresionado con los Ingleses, son callados y es necesario ser presentando para intimar con alguien, muy distinto a los Países que ha visitado recientemente. Los Ingleses son muy serios en su Opinión. Nadie pide Limosna como en Bélgica y Francia y mendigar está prohibido bajo Pena y Cárcel.
Según Santander Inglaterra es bellísima, y las Casas y Jardines mas hermoso que en los Países anteriores, aunque Alemania también le merece Calificación muy Alta. El Rey de Inglaterra se está muriendo y va a ascender una Reina ( la Princesa Victoria, pero con una Regencia ), la Gente le dice que esto será bueno para los Negocios, que es lo que mas les interesa. Santander profundamente interesado en Cosas militares, industriales, científicas, museos. Eso se ve en todos los Capítulos anteriores. Y como siempre nunca pierde nada de Opera, Teatro, Espectáculos. El Público le parece distinto a lo que ha visto y le interesa mucho el Comportamiento en los Teatros. Santander nunca deja de ser una Enciclopedia a veces cansona.
Esta es la Reina Victoria que es solo una Princesa pues su Tío el Rey ( degenerado Playboy Sibarita ) George IV se está muriendo cuando Santander llega a Londres en 1830. Esto es de la Película de la Reina Victoria, cuando Victoria visita al Rey Luis Felipe en Francia en 1843.
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Santander sale de Calais, abajo a la Derecha, pasa el Estrecho de Dover, llega a Dover y sigue a Canterbury, Rochester y London ( señalados con Burbuja roja )
1830. Junio 8.
Martes: A la una de la noche desembarqué en el puerto de Dover o Douvres y me alojé en el Hôtel de París. Mi equipaje quedó en una casa que está al entrar en el puerto. A las 8 fui a la aduana, donde registraron el equipaje y me hicieron pagar 3 y medio chelines por un retrato y un mapa. Luego ajusté el pasaje a Londres, por 32 chelines, y tomé un pasaporte provisional, dejando el mío en la oficina para recogerlo en Londres. Todo se hizo rápidamente, en términos que las 10 del día me puse en la diligencia y seguimos. A las doce llegamos a Cantorbery, ciudad regular, a las 3 a Rochester, ciudad más grande, donde comimos, habiendo pasado por... y luego por las ciudades de Gravesende y de Darthorph, habiendo llegado al hotel Sablonier en la plaza Leicester de Londres a las 8.
Como Santander dice que el va de Rochester a London pasando por Gravesend y Darford entonces aquí te muestro el Mapa con las 4 Poblaciones.
Anduvimos por tanto, cerca de 80 millas en 10 horas, habiendo hecho alto media hora en Cantorbery, y media en Rochester, fuera del tiempo que se emplea en cambiar los caballos, operación que se hace volando. El país está perfectamente cultivado de Cantorbery a Londres, tan poblado y tan sembrado de casas de campo que admira y complace verlo. El camino, las diligencias, los caballos, sus arneses, la cultura del campo, las poblaciones, todo me ha parecido mejor que lo que tengo visto. Los pueblos son alegres y aseados, los hoteles muy decentes. Cuatro millas antes de llegar a Londres hay tantas poblaciones que parece una ciudad continuada, y edificios muy bellos rodeados de jardines. La ciudad hasta ahora me ha parecido grandísima, las casas edificadas con bastante simetría, aunque las paredes están negras; las calles muy anchas y enlosadas, los lados sin los caños que París tiene en medio. En las poblaciones hay algunas casas de paja, casi todos los techos son de teja en lugar de pizarras y algunos edificios son de palo, los más de ladrillo o de adobe. Me parecen todas las mujeres muy bonitas.
Richard Westall (1765–1836) Princessa Alexandrina Victoria of Kent (será la Reina Victoria) pintada en 1830 cuando llega Santander a Londres
Muere su Padre, 8 Días antes de morir su Abuelo George III completamente Loco y degenerado por la Enfermedad en 1820 , asciende al Trono su Tío George IV con gran fama de Sibarita Playboy degenerado. Vamos a ver que George y George IV tenían algunas Cualidades. George IV está muriendo cuando llega Santander a Inglaterra.
En 1837 a los 18 anos después de una Regencia que no le gustaba a esta Chica Rebelde, la Princesa se convierte en la Reina Victoria.
Voy a hacer Nuevo Capítulo de la Política, el Arte y la Cultura durante estos Reyes y Regencias. Los Ingleses lo llaman la Edad de la Regencia. El Rey “degenerado” George IV muere mientras Santander está en Inglaterra.
1830. Junio 9.
Miércoles: Escribí a Carlos llamándolo. Olvidé anotar que después de mi salida de París me pidieron el pasaporte en Air, en Saint Omer y en Calais; en Inglaterra, sólo en Douvres para darme otro. En el bureau de las diligencias en Calais, firmé en el registro de pasajeros para justificar que había llegado sin novedad; en la aduana de Douvres firmé también para comprobar que mi equipaje había llegado intacto. En Inglaterra no me han exigido estas formalidades. El vestido generalmente de las mujeres difiere mucho aquí del de Francia; casi todas cargan gorra, en lugar que en Francia sólo la usan las señoras y gente de comodidad. Los trabajadores aquí cargan saco blanco largo en vez del corto azul que usan en Francia (blousse). Los criados y criadas llevan en vez de delantal una especie de medio camisón que cubre desde el pecho hasta abajo y sólo por delante.
De París a Calais nos mortificaron los pobres y los muchachos pidiendo limosna con impertinencia, lo que no ha sucedido de Calais a Londres sino en un solo punto. En París no se pide limosna, quien lo hiciera sería castigado como vagabundo. Vino Carlos Wilthew y hemos buscado un alojamiento particular que consiste en una antecámara, una alcoba y un cuarto para el criado, todo por dos guineas por semana. El paraje es Leicester Square, Leicester Street, número 7. Luego salí con Carlos a dar una vuelta por la ciudad y pasamos por calles excelentes, unas más hermosas que otras, sobre todo las de Regent Street. Vimos por fuera la abadía de Westminster, las oficinas de marina y de guerra, la ópera italiana, el hermoso parque del Regente, el hermosísimo de Hyde Park, donde está una grande estatua de águilas dedicada al lord Wellington del bronce de los cañones tomados en varias batallas.
Entramos en el palacio de St. James a preguntar por la salud del rey; desde la puerta y por todos los corredores y cámaras se encuentran lacayos ricamente vestidos con diversos uniformes; unos a la antigua, otros de etiqueta; los unos con alabardas, otros con bastones, y otros con pedazos de varas en la mano. En la sala había dos grandes señores que mostraban a un innumerable gentío el boletín de los médicos. También pasamos por la casa del parlamento, que está cerca de la abadía de Westminster. Por la noche di con Joaquín Acosta una vuelta por Regent Street; el alumbrado de la ciudad es con gas, muy hermoso. Aquí hay establecida recientemente una gendarmería destinada a velar en la conservación del orden público. Esta noche dormí en mi nuevo alojamiento.
La Princesa Victoria tienen tan solo 11 Anitos cuando Santander llega a Londres. Falta el Reinado de William IV que es un buen Rey y muere dejando el Trono a su Sobrina Victoria en 1837. El la quería mucho. William IV es mas sencillo, amable y trabajador que su Hermano mayor George IV, y mucho mas ahorrativo y responsable.
Nosotros somos Hijos de los Europeos, al menos política y filosóficamente, religiosa y espiritualmente, en Ideas, y también de los Estados Unidos. Convencer de esta Idea es el Propósito de este Libro y mi Héroe Francisco Santander es el Hilo conductor de esta Aventura y Relato larguísimo y voluminoso.
Uno no le puede pegar al Papá y menos a la Mamá porque se le seca la mano y porque es muy feo. Además es un Pecado gravísimo contra el Cuarto Mandamiento. Y no hay nada mas feo que la Ingratitud. Amemos a todos los Europeos y a USA y nos irá bien en el Futuro y no nos vencerá este Excremento del Comunismo en América Tropical.
Voy a hacer Nuevo Capítulo de la Política, el Arte y la Cultura durante estos Reyes y Regencias. Los Ingleses lo llaman la Edad de la Regencia. El Rey “degenerado” George IV muere mientras Santander está en Inglaterra. Este Rey es un Genio del Arte y de la Moda.
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1830. Junio 10.
Jueves: Fui con Acosta donde el señor Bowring y me dio una carta de introducción para Mr. Hume, miembro del parlamento, y dos billetes para entrar en el museo de la sociedad anseática y en el jardín zoológico. El señor de la Costa, vecino de Guayana, me ha visitado. Envié al señor Gorostiza y al señor Tato las cartas que traje para ellos.
Estuve en la casa del parlamento y vi la sala de la abadía de Westminster donde están los tribunales de justicia. Es grandísima y muy elevada. Aquí se reúne la cámara de lores en tribunal. Aquí fueron juzgados el lord Stratford, Carlos I, lord Melville, etc. Luego entramos a la antesala de la cámara de los comunes, donde vimos entrar al speaker (presidente) vestido de ropa talar negra con una gran peluca del tiempo de Luis XIV, precedido de un portero vestido de etiqueta y de otro que lleva al hombro una gran maza bronceada, y otro llevaba la cola del vestido. Para hablar con algún diputado que no se sabe dónde vive se da un papel a uno de los porteros de la cámara. Así lo hice yo para ver a Mr. Hume, quien vino y me hizo varios cumplimientos.
El me presentó a sir James Mackintosh, para quien tenía cartas de introducción. Allí vi a sir Robert Wilson y en la cámara conocí a O'Connell. Entré a la cámara con Mr. Hume y me senté adentro; la sala es pequeña, sin ningún adorno, de figura cuadrilonga y entabladas las paredes como coro de canónigos. Los asientos están paralelos a las paredes, forrados en tafilete y formando anfiteatro. El speaker se sienta en una especie de confesionario separado de la testera de la sala. Los diputados conservan sus sombreros puestos y se acomodan en los asientos como les parece mejor. Para hablar se paran y se quitan el sombrero y dirigen la palabra al speaker . La cámara de los lores está en el mismo edificio.
Por la noche fui al teatro Drury-Lane, donde se representó la ópera El sitio de Belgrado, y Le Brigand; tomé asiento en los primeros palcos, que me costó 10 chelines. El teatro es menos grande que la Academia de París, muy elegante, alumbrado con lámparas de cristal y bujías y en lo más alto con gas. El primer orden de palcos, que se parece a un balcón, está concurrido por señoras vestidas como para baile, es decir, sin gorras. Los palcos están servidos por lacayos con libreas, la música y los actores me han parecido fríos y poco excelentes. Hay un gran salón (Foyer) donde se pasean elegantes y bellas inglesas que se brindan a los hombres; es la feria de las mujeres. El señor Gorostiza me ha visitado hoy. He consultado un médico.
El Retrato mas Cool de la Princesa Victoria antes de ser Reina
1830. Junio 11.
Viernes: Me ha visitado el señor J. J. Tato, oficial de la legación mejicana. Acosta ha estado conmigo. El señor Gorostiza me ha convidado a comer mañana y me he excusado. Fui con Carlos a llevar las cartas de introducción para los señores Hartmann & Cía., Baring et Frères, Jones, Fonseca, Syllem de Grauthof y Sanpeon Botard. Dejé una esquela de visita a los Darthez. De paso vi la casa de despacho del lord mayor de Londres, la iglesia de San Pablo, el banco y la bolsa. El banco es un edificio muy sólido y de buena arquitectura. La bolsa, a la cual entramos, es un claustro bastante grande con hermosas columnas, estatuas de reyes o de hombres notables, y una estatua al medio; es mejor la bolsa o lonja de París. La veleta de la cúpula tiene en la punta una langosta (homard).
Entré a la iglesia de San Pablo, que me ha parecido soberbio edificio. Se tiene por el segundo después de la basílica de San Pedro de Roma. Su figura es una cruz con dos naves por todos lados, tiene 500 pies de largo y 285 de ancho. Su arquitectura es de orden corintio; la fachada del oeste es mirada como la mejor arquitectura en el mundo. No tiene columnas en el interior sino magníficos pilares y varias galerías. La media naranja es famosa. Por todo el edificio se ven los monumentos que el público ha consagrado a los grandes hombres de la Inglaterra de toda profesión. Es notable el de Nelson, vestido con la pelliza que le regaló el gran señor, descansando sobre un ancla; la Inglaterra conduce a dos jóvenes y les muestra con interés la estatua de Nelson; un terrible león guarda el monumento. Al pie de este grupo de estatuas de mármol están los nombres de Copenhague, Nilo, Trafalgar. Este monumento, como todos los demás, es de mármol. Allí están los dedicados al doctor Johnson, filósofo; a Howard, amigo de los enfermos y de los encarcelados; lord Cornwallis, gobernador de Bengala; el general Picton; el general Abercromby, el general Moore y varios otros marinos muertos combatiendo contra los franceses.
La estatua de la reina Ana está en el patio al entrar en la iglesia, porque fue en su reinado que ella se concluyó (en la galería de la media naranja están colgadas varias banderas tomadas en el campo de batalla). Todo este vasto edificio está rodeado de una hermosa reja de hierro. Comí con Carlos en su casa, con su madre y una hermana. De vuelta conocí a Mme. Stuart. Fui al teatro de Covent Garden, donde se representó una pieza de Shakespeare. Me pareció muy hermoso y más grande que el de Drury-Lane, pero no tan elegante. Los usos, orden de palcos, etc., son los mismos. Fui al salón real de feria de mujeres públicas, pero sólo por curiosidad. En el teatro bailó una niñita de ocho años.
Campesina Inglesa al Oleo del Pintor Inglés Charles Sillem Lidderdale (1830 - 1895)
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1830. Junio 12.
Sábado: Fui con Acosta a visitar la abadía de Westminster, uno de los mejores edificios de Londres, donde se coronan los reyes y se entierra a ellos y a los grandes hombres. La arquitectura es gótica, magnífica, y la figura una cruz. Dentro está la capilla llamada de Enrique VII, cuyo sepulcro está allí; en ella se reúnen los caballeros de la Orden del Baño y sus banderas están colgadas a los dos lados. También están los sepulcros de Eduardo el Confesor, de Isabel, con la particularidad de estar enterrada en el mismo lugar que María de Escocia, decapitada por ella, el de Ricardo II, el del duque de Montpensier, emigrado francés, y otros. Por todo el edificio se ven monumentos de mármol más o menos hermosos y las sepulturas de grandes hombres, allí está el del conde de Chester junto al de su primera mujer, y ha quedado vacío el lugar para la segunda, porque ella no quiso que la enterraran a la izquierda; el de Fox, teniendo al pie dos estatuas figurando dos esclavos que lloran su muerte; el del lord Mansfield sentado en su cátedra; el de Pitt, levantado por el parlamento; el de Newton teniendo perpendicular a su cabeza un gran globo celeste; el de una joven particular (Warren) cuya estatua parece de lo mejor; el de un esposo que defiende a su mujer de la saeta que le dirige la muerte.
En un grupo están los monumentos de Milton, Shakespeare, Thomson, Richardson, Addison, Dryden, Gray, etc. En la capilla de Enrique VII hay mosaicos muy antiguos y por consiguiente muy ordinarios. Vimos la capilla donde se coronan los reyes, es una especie de alta tarima del lado izquierdo del altar; en otra capilla están las sillas destinadas a la ceremonia desde tiempo inmemorial, y son de madera muy ordinaria. En otro lugar están los bustos en cera de Guillermo y María, de las reinas Isabel y Ana, del lord Chatham y de Nelson, todos con sus vestidos naturales y muy perfectos. En otra parte están los sepulcros de Fox al frente del de Pitt, ambos muertos en 1806; cerca del de éste, el del lord Castlereagh, muerto en 1822, y a su lado, muy cerca, el de Mr. Canning, muerto en 1827.
Salimos de Westminster, entramos al Alien Office a entregar el pasaporte y tomar el permiso de residir dos meses, todo gratis, como en Francia. De allí fuimos al jardín de St. James (Saint James Park) que es muy extenso y hermoso aunque con la particularidad de estar ordenado sin ninguna simetría. En medio hay un pequeño río que de intento se le ha hecho. Cerca está un monumento que consiste en el gran mortero con que los franceses bombardearon a Cádiz en 1812 y que fue abandonado después de la batalla de Salamanca, ganada por el duque de Wellington; este cañón fue regalado por las cortes de España al príncipe regente y colocado de su orden sobre un monstruo marino que le sirve de montaje. Después fuimos al sitio en que fue decapitado Carlos I en 1745; allí está una estatua de Jacobo II que indica con el dedo el lugar donde lo decapitaron.
Escribí hoy a Pacho a París. Vi el famoso puente de Waterloo, famoso por su longitud, solidez y porque está tan perfectamente plano que parece una tabla.
Por la noche fui con Acosta al teatro de la ópera italiana, King's Theater. Es el más grande y bello que he visto y está bien cuidado. No tiene balcones; los palcos todos están adornados con colgaduras. Del piso a la galería, hay seis órdenes de palcos, el anfiteatro, y la galería es hermosa. Este es el teatro de moda, el más caro y al que asiste toda la gente rica y fashionable. El parterre o patio cuesta media guinea y la luneta una guinea. Se representó la ópera de Rossini La Cenerentola, o Cendrillon; Mme. Malibran hizo el primer papel; Donzelli, Santini y el primer bajo de Europa, Lablache, todos cantores acreditados. Después hubo el baile Flora y Zephyro, en el cual danzó la Taglioni de París. Casi todas las bailarinas son francesas. Observé con pesar que los ingleses ni conocen ni sienten la música; regularmente aplauden y piden repetición de los pasajes estrepitosos y fuertes.
Campesina Inglesa al Oleo del Pintor Inglés Charles Sillem Lidderdale (1830 - 1895)
1830. Junio 13.
Domingo: Empezaré a anotar los usos y costumbres del pueblo inglés, que en todo difiere de los otros de Europa. La nobleza es aquí lo primero en todos respectos, y después las gentes que llaman fashionables. El comercio, es decir los comerciantes y los manufactureros, no tiene en la sociedad grandes consideraciones. La cocina inglesa es simple y sencilla, poca profusión. Hay en esto como en todas las cosas un sistema constante. En las casas no hay concierges como en Francia; aunque las puertas siempre están cerradas, se abren por la portera y se cierran cuando se golpea o se toca una campana; el modo de golpear tiene sus reglas. Los salones tienen poco adorno de espejos, lámparas, relojes, etc., como en Francia. Los hoteles son muy sencillos, aunque algunos muy grandes y todos limpios y aseados. No se acostumbra fijar convites en las paredes: o se ponen en una tabla al pie de la pared, o de alguna reja, o algunos hombres andan por las calles con ellos levantados en una especie de estandarte.
No hay la abundancia de oficios de correos que hay en París, es decir para fuera de la ciudad; en lugar de eso un hombre recorre todo el día una calle con una campana recogiendo las cartas para llevarlas al correo. Hay los coches que llaman ómnibus, pero no toman pasajeros en las calles. Hay pocos cabriolés, bastantes fiacres y en lo general decentes. A todo salón, teatro, reunión, etc., se puede entrar con el paraguas o bastoncito, pero no hay como en Francia quien lo recoja a la puerta y luego cobre dos sueldos al devolverlo. El comercio y los manufactureros viven en uno de los seis cuarteles de la ciudad. Los que se dedican a la marina en otro y la nobleza y gente fashionable en otro, en el de Westminster, que es donde están los teatros, el parlamento, las cortes de justicia, los palacios y jardines principales; el almirantazgo, la tesorería, etc.
Londres se cree que tiene un millón 400 mil almas de población porque el año 1821 tenía un millón 200 mil. Tiene de largo de 8 a 10 millas, de ancho 5 a 7. La atmósfera está siempre oscura a causa del humo que sale de las chimeneas y, como es de carbón de piedra, el horizonte siempre es negro y desagradable; las casas no son grandes y consiste en que aquí no viven en una de ellas tres o cuatro familias como en otras partes de Europa. Todas casi están construidas de ladrillo. Lo mejor es el empedrado de las calles y el alumbrado. Los domingos se cierran todas las tiendas como en Francia, no hay teatros, ni más función que el paseo de Hyde Park o Kensington Gardens.
Todos los negocios se deciden aquí previa una discusión, lo que contribuye a difundir las luces y crear un interés común hacia cualquier especie de materias, asuntos, empresas, etc. He visitado al señor Gorostiza. Por la tarde fuimos Acosta y yo a pasear por Hyde Park que estaba lleno de gente a pie, en coche y a caballo. Todos los domingos es el paseo de moda y parece un paseo de los de semana santa en Long Champs, de París. Este parque o jardín es grandísimo, rodeado de pequeñas pilastras de hierro y, como los demás jardines, tiene vacas, corderos y otros animales para hacerlo más campestre e interesante. Esta mañana pasé por Green Park, que está contiguo al de St. James. Aquí está el nuevo palacio del rey, que está al concluirse. Luego comimos en el hotel de Stratford una comida muy inglesa. He observado que los criados de los hoteles no cargan el delantal que tienen los de Francia. En Alemania y aquí, los criados se visten muy decentemente. Por la noche no salí, pues ya he dicho que los domingos no hay diversiones. El señor Darthez me ha visitado.
La Jarra Rota - Oleo del Pintor Inglés Charles Sillem Lidderdale (1830 - 1895).
1830. Junio 14.
Lunes: Llevé una carta de introducción al lord Lansdowne y fui con Acosta a Terrington Square a buscar un alojamiento. Visité a Tato. En esta ciudad hay más de 70 plazas todas sembradas de árboles y rodeadas de rejas a manera de jardines, lo cual contribuye a hermosear la ciudad. También hay en algunas de las principales calles unas pequeñas plazas redondas que llaman circos, pero sin arboledas. En la de Picadilly vi una casa que tiene la fachada egipcia, es decir el orden de arquitectura, la forma de la puerta y de las ventanas, las esfinges, los jeroglíficos, etc. Parece que es única en su especie. La grave enfermedad del rey causa muchos perjuicios a la industria porque esperando de un día a otro su muerte, por la cual ha de llevarse luto rigoroso por un mes y medio, ni la nobleza ni la gente de moda compra nada para pasar la estación.
Generalmente se cree que el haber una reina será muy favorable a la industria del país. Por la noche estuve con Tato en Drury-Lane y vi la escena graciosa de aplaudir la mitad del teatro a un cantor y la otra silbarlo; pedir una la repetición y oponerse la otra; salir el cantor a repetir y hacer bulla para impedirlo, salir por tres veces cuatro personas a hablar y no poder por la bulla. Esto duró un gran rato y aun continuó al empezar la representación del Brigand. Pero nada hubo de más que palmadas, silbidos, Not!, bravo!, hear!, según el partido que cada uno tomaba.
Chica no tan Campesina como las anteriores - Oleo del Pintor Inglés Charles Sillem Lidderdale (1830 - 1895).
1830. Junio 15.
Martes: Los diarios hablan de que por noticias de La Guaira del 28 de abril se sabe que Bogotá se ha adherido a la independencia de Venezuela, aunque no se explica el modo.
Estuve en Terrington Square N° 51 a buscar un alojamiento donde sólo se hable inglés. Fui con Carlos a la institución británica donde se exponen los magníficos retratos de los soberanos y hombres ilustres de Inglaterra y de Europa, hechos por Lawrence. Allí están los de Metternich, Nesselrode, Hardenburg, Castlereagh, Canning, Blücher, Platoff, Wellington, Lasdowne, Capo d'Istria, Liverpool, la familia real de Inglaterra, etc. Por la noche volví a la cámara de los comunes y entré a ella.
La viuda del general Miranda se ha interesado en que vaya a vivir a su casa, según me ha mandado a decir con Acosta.
Chica llenando el Cántaro - Oleo del Pintor Inglés Charles Sillem Lidderdale (1830 - 1895).
1830. Junio 16.
Miércoles: Estando arreglado otro alojamiento, he tenido que obligarme a pagar una semana el que tengo como si lo habitara, porque es costumbre avisar una semana antes de mudarse y yo no lo sabía. He arreglado con la casa de Hartmann & Cía. de esta ciudad, el transporte de algunos intereses de Colombia a aquí; existe una carta suya del 14 en que me habla del modo de verificarlo, la comisión, costos, etc.; en esta virtud he escrito a Arrubla para que remita a Núñez a Cartagena seis mil pesos, y a éste para que los dirija por el paquete inglés a la dicha casa de Hartmann, Old Broad St. 6 Adams Court. También escribí a Josefita, a Pardo y a mi señora Nicolasa para recoger algunos otros intereses. Este pliego va de aquí a El Havre a la casa de Perquer & Fils, corresponsal de Núñez, con fecha del 17. Hoy he paseado por el pasadizo llamado Burlington Arcade, que no es tan bello como los de París aunque las fachadas son de arquitectura muy buena. He visto un mercado cerca de Covent-Garden. He comido segunda vez en casa de Carlos Wilthew. Recibí de Mr. Hume permiso firmado por el lord Clifton para ir a la cámara de los lores.
La Reina de Corazones en los Salones de Londres en 1830 - Letitia Landon, pintada por William Pickersgill en 1828 - Poetisa escandalosa que muere a los 36 como Marilyn Monroe.
1830. Junio 17.
Jueves: Visité al señor Herrera de Guatemala (Próspero) que me visitó ayer. Fui con Wilthew a ver el magnífico puente suspendido de Hammersmith, que me pareció mejor que el que había visto en París sobre el Sena. Se pagan 4 peniques pasando en berlina, a pie medio penique y en coche de dos caballos, un chelín por ganado, corderos, etc. (Sigue Nota del Editor...)... a dos millas de Londres. De vuelta vimos nuevamente a Hyde Park y a Kensington Garden, donde los árboles son mucho más grandes, En Hyde Park además de vacas y corderos merinos hay muchos venados y gansos. También pasamos por la oficina de la Real Sociedad Humana para salvar los que se están ahogando en un río que corre por el parque; vimos los botes y las redes como atarrayas para el efecto. Estuvimos en Russell Square, que es una de las más bonitas plazas de Londres, y en la nueva plaza de Belgrove, cerca del mismo Hyde Park, donde los edificios se están edificando con mucho gusto y simetría.
Comí con Tato en un hotel inglés; el servicio es excelente, todos los guisados están cubiertos con sus tapas, los criados no tienen delantal. Luego fuimos a la gran ópera italiana, a los Horacios y Curiacios de Cimarosa y el Turco en Italia, de Rossini. Los principales papeles fueron la Malibran, Donzelli, Curioni, Santini, Lablache y Mlle. Blassis (francesa) que canta perfectamente bien. También danzó la Taglioni en el baile de Guillermo Tell. Las señoras pueden sentarse aquí, en Inglaterra, en el patio y luneta. No se hacen hileras para entrar como en Francia. Todo el mundo ha de ir a este teatro de etiqueta aunque ya se permite la... Gorostiza me ha visitado. Compré cigarros habanos a tres peniques cada uno.
Letitia Landon, dibujada por William Pickersgill en 1828 - Poetisa escandalosa que muere a los 36 como Marilyn Monroe.
1830. Junio 18.
Viernes: Hoy me pasé a 51 Terrington Square, donde por vivir y comer pago cinco libras por semana, y lo sufro por ensayar si puedo aprender algo de inglés. Estuve con Acosta en Greenwich (seis millas de Londres), paseé por el magnífico parque y jardín donde está colocado el observatorio sobre una colina. El parque tenía una manada de venados. Allí mismo está un establecimiento del gobierno para enseñar la náutica a 400 jóvenes hijos de marineros... (Sigue Nota del Editor...), 400 los rudimentos primarios, con tal que sean también hijos de marinos. Al lado está otro establecimiento para niñas igualmente hijas de marinos. El lugar es bastante grande. Se encuentra el hermoso y vasto edificio donde se recogen los marinos inválidos y son mantenidos y vestidos del estado que forma la marina, dejando cada mes un montepío. Allí tienen su hospital, médicos, boticas, paseos, etc., de modo que hay ahora cerca de tres mil inválidos tratados mucho mejor que los inválidos de París.
El edificio tiene cuatro cuerpos, y da sobre el Támesis. De Greenwich pasamos a Woolwich, donde están el arsenal y la gran maestranza de artillería. Un oficial nos mostró todo este hermoso establecimiento en virtud de una recomendación que consiguió Acosta. Vimos la fundición donde se taladran los cañones por medio de un molino tirado por caballos, donde se liman y se graban las armas en los cañones de cobre y bronce porque los de hierro se hacen por contrata con Escocia, en razón de que son más baratos. Vimos las salas donde se sierran las maderas, se pulen los palos y se cortan las trozas, todo por sierras movidas por vapor; es increíble la prontitud con que se hace todo esto y con que se forma una vara esférica de un cuadrado. El vapor ahorra los brazos y el tiempo. Para mover las grandes trozas, levantarlas, etc., se usa de máquinas tan sencillas que un solo hombre las maneja. Hay aserraderos de 7 sierras, de 6, 5, 4 y 1. Vimos las salas de los herreros y los almacenes de sillas, atelajes, ruedas, guarderas, etc., para la artillería, las muestras de toda especie de utensilios para su servicio, morteros, carroñadas, cañones, trenes, etc., en número inmenso.
En los patios están colocados millares de cañones de todos calibres y millares de cureñas de hierro. Vimos la sala para confeccionar los proyectiles, para afinar la pólvora, para probarla en una especie de cañoncito que se mueve como un péndulo, las muestras de la pólvora de todas las naciones de Europa, la fábrica de cohetes a la Congreve y mil cosas más, indispensables en un tan vasto caserío y magnífico establecimiento.
El oficial nos dijo que en tiempo de guerra 30 mil jóvenes elaboraban cartuchos. Por ser ya tarde no pudimos ver los relieves de las plazas de guerra inglesas, como Quebec, Gibraltar, etc., y la escuela militar. De regreso a Londres pagué al cochero 4 chelines y, después de haber andado media cuadra para casa, me alcanzó el cochero para devolverme un chelín que le había dado de más... ¡Qué cosa tan rara en un cochero de carruaje público! Por la noche estuve en la tertulia de mi patrona que tiene siete hijas. Acosta y Rengifo y el sobrino de Rocafuerte estuvieron también.
Porträt einer Frau by Eduard Magnus, 1838. No se si es Inglesa o Alemana pero esta Dama es preciosa. Investigo.
1830. Junio 19.
Sábado: Me visitaron don Jerónimo Torres y Southerland segunda vez. Fui con Wilthew a pasear; estuvimos en Kensington Garden, donde está el palacio de la duquesa de Kent, que no tiene apariencia de palacio. Hay grandes arboledas en desorden, estanques y paseos; este jardín tiene menos regularidad que otros; es espacioso, bien cuidado y en vez de soldados a las puertas hay lacayos muy atentos. Después fuimos a Regent's Park, que es otro jardín nuevo, espacioso, lleno de vacadas, paseos para coches y gente a pie y a caballo. Por un lado tiene una famosa reja de hierro y edificios bastante hermosos y de arquitectura regular. Aquí está el establecimiento zoológico formado por una asociación particular (ménagerie); pagando un chelín se ve una porción de animales cuadrúpedos y volátiles de las cinco partes del mundo. Además de las fieras y animales que había visto en París en el jardín de plantas, vi el tapir, especie de puerco grande de crin lisa, el kangaroo de la nueva Holanda o Australasia, animal que tiene las piernas la mitad más grande que los brazos; el perro lobo de Italia, color blanco bastante lanudo; el Nyl-shau de la India, diferentes especies de águilas, un hermoso león africano, hienas, leopardos, panteras, tigres, el cóndor, un gallo negro inglés que imita al pavo real en su armadura y paseo, el buey de Birman de color rucio, corcovado con cara de asno, orejas de puerco y cuernos cortos. Para ser este establecimiento de particulares me ha parecido bastante provisto, bien arreglado y bien colocados los animales para pasar todas las estaciones.
En Portman Square vimos la casa del lord Nelson, el célebre marino inglés. En la estación de invierno la buena sociedad de Londres no tiene espectáculos ni soirées , ni bailes como en París: o se van al campo donde dan convites en sus magníficas quintas o se pasan a viajar en el continente. Es en mayo, junio y julio que la sociedad tiene sus diversiones en la capital: teatros, suntuosos bailes, soirées o partys, comidas, etc. Ya se va desterrando el pugilato para divertir al público. Las carreras a caballo son muy fomentadas o concurridas por los ingleses; las de Ascot son las más nombradas. En las casas hay campanas y aldabón para tocar a la puerta; los criados tocan la campana y los caballeros la aldaba. Por la mañana no se visita a las señoras y aun cuando se vea a la señora, no se ve a las hijas; es poco antes o después de comer que éstas son visibles. La comida ordinaria es pescado, asado, legumbres, poco pan, vino que no sea de Francia (porque es muy caro), queso y rara vez una torta de dulce o budín. Después se sirve té. El almuerzo es café con leche y algunas veces carne fría o alguna ave. Ordinariamente se come a las 6 de la tarde y a veces más tarde. Los convites de etiqueta son a las ocho regularmente. Se usa también poca fruta. El servicio es rumboso, es decir platos con sus cubiertos de plata o plateados, buena loza y buenos cubiertos. Ningún inglés ni inglesa habla a nadie en ninguna parte si antes no le ha sido presentado. Por la noche tertulia en la casa, estudiando inglés.
1830. Junio 20.
Domingo: Visité al señor Gorostiza, a Tato, a Southerland. Fui con Acosta a la capilla del embajador de Baviera donde hay una excelente música y canta la Malibran, pero no pudimos entrar porque estaba repleta de gente. Pasamos a la sociedad cooperativa dirigida por el célebre Owens (escocés) que da lecciones todos los domingos y ha tenido séquito en los Estados Unidos. El objeto de su instituto es mejorar la sociedad introduciendo una especie de comunidad de goces a favor de la anulación de las fortunas, las riquezas y trabajo material e intelectual de los hombres. Por filosófico que sea el proyecto, yo pienso que es irrealizable, principalmente en Estados gobernados monárquicamente. Entre mis papeles conservo un prospecto del diario que ha empezado a redactar en el particular. No salí por la noche.
1830. Junio 21.
Lunes: Hoy he avisado a la casa de Hartmann & Co. que he escrito a Colombia para que le envíen 6 mil pesos por mi cuenta, de los cuales dispondré oportunamente. He escrito a Pachito a París, a Mme. Salazar y al doctor Rojas sobre su viaje a Colombia con ellas. También escribí ayer a Marcelino Núñez, recomendándole a Acosta (Joaquín) y hoy a los Arrublas, Burckle a New York con el mismo objeto. Un hermano del general Illingrowth, intendente de Guayaquil, me visitó; él, Acosta y yo, fuimos a ver los almacenes de Londres y los de Catarina (London Dock, Katherine Dock), donde se depositan los efectos importados y los de exportación. Los primeros son vastas salas, o de madera o de ladrillo, edificadas a la orilla del gran bassin donde anclan los buques de todo porte, tan arrimados a tierra que se puede pasar a bordo sin necesidad de una tabla. Por toda la orilla del bassin hay máquinas muy simples para embarcar y desembarcar los efectos. En las calles que forman dichos almacenes hay fajas de hierro en todas direcciones para facilitar el movimiento de los carros en que se llevan los efectos a los almacenes. Entramos a una de las trece bodegas para almacenar el vino, y fue preciso llevar candiles para entrar por ella porque es muy oscuro, no obstante que en las testeras hay lámparas que reflejan la luz por medio de una plancha de cobre. Nos dijeron que allí había 14 mil pipas y que en las bodegas donde está almacenado el ron no se entra con luz, sino que por medio de reflectorios se introduce la luz en la bodega y de allí con otro reflectorio se conduce a las pipas para reconocer el número o la marca. Hay en estos almacenes subterráneos, bombas para renovar el aire de cuando en cuando. Además de los almacenes llamados de Londres hay los de Katarina, que son nuevos, bastante hermosos y también edificados a la orilla del otro bassin. Además hay almacenes llamados de las Indias Orientales y de las Indias Occidentales; estos últimos son los más vastos.
De allí nos embarcamos en un bote y bajamos el Támesis al punto donde se está haciendo el célebre puente llamado tunnel, que pasa por debajo del río, y que ahora se ha suspendido a dos tercios de su longitud por falta de dinero. El puente tiene la figura de un tonel con arcos de distancia en distancia, donde se colocan lámparas con gas para alumbrarlos porque uno es para ir de una parte a otra, y otro igual para venir, sin que se encuentren los carruajes. Las bóvedas son de piedras muy sólidas que no dejan penetrar el agua; su ancho es de 3 y media varas y está marcado el lugar por donde deben transitar los carruajes, y una especie de acera para la gente de a pie. La altura del pavimento a la bóveda puede ser de 4 varas. La profundidad desde el nivel de flor de agua del río es de 60 pies, porque el río tiene 15 solamente, y lo demás es greda y piedra arenosa. Hay un gran tubo por todo el piso de esta especie de puente que parece destinado a sacarlo cuando se pudiera llenar de agua. La vista de este puente desde un extremo es hermosísima. Se paga un chelín por verlo y entrar.
El puente queda bastante inmediato de los almacenes de Katherine y de London. De allí volvimos a la ciudad y pasamos por la famosa columna de piedra levantada para perpetuar la memoria del terrible incendio de Londres de 1666. Tiene 202 pies de altura, lo que la hace más elevada que la de Trajano de Roma y la de Vendôme de París. El diámetro es de 15 pies. Entregué al señor Macaulay una carta de introducción del señor Grégoire de París. Al regreso a casa encontré una esquela de visita del oficial de la legación colombiana, P. Casas, con el nombre del ministro, doctor Madrid. Pagué visita a don Jerónimo y a Rengifo. Por la noche fui con Carlos y una hermana suya al teatro Hay-Market, donde se representó el Otelo de Shakespeare, cuyo papel hizo Kean, tenido como uno de los primeros trágicos ingleses. El teatro es pequeño pero elegante; está ordenado y alumbrado como los demás grandes teatros. Entrada al parterre, 3 chelines; un asiento de palco, 5 chelines. El actor Kean me gustó bastante, sin embargo de que no entiendo el inglés.
1830. Junio 22.
Martes: Dos médicos han venido hoy a examinar mi enfermedad. Un maestro de inglés ha comenzado a darme lecciones para hablarlo. Por la noche no salí y me aplicaron sanguijuelas.
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Cuadro tercero (II). Los filibusteros y Sancho Jimeno (1697)
[Sexta parte de “Los piratas en Cartagena”, de Soledad Acosta de Samper]
VI
La triste y humillada guarnición se hallaba reunida a la entrada de la fortaleza.
—Bien, —dijo el general arrojando una mirada sobre unos treinta negros y mulatos y algunos veteranos heridos que allí aparecían—; llamad, señor, al resto de vuestra tropa.
—Esto que veis, general, es todo lo que hay; los demás, que no eran muchos, han muerto…
—¿Y con estos pocos hombres, señor castellano, habéis resistido tres días con sus noches a un ejército de diez mil hombres con gruesa artillería y armados lo mejor que se ha visto?… ¡En verdad, —añadió, dando una patada en el suelo—, que este atrevimiento es inaudito!
—No lo considero atrevimiento, barón, —repuso don Sancho con sosiego—; ni creo que era faltar a mi deber como caballero, tratar de defender con un puñado de hombres el castillo que se me había encomendado. ¡Oh, —añadió—, si éstos no fueran tan cobardes, primero hubiéramos visto volverse polvo estos muros que entregamos!… Sin embargo, si consideráis que mi conducta no ha sido como debería ser, aquí estoy en vuestras manos; podéis hacer de mí lo que os plazca.
No respondió cosa alguna el francés, sino que se apartó con su estado mayor a un salón interior, en donde pasó largo rato conferenciando a solas con sus oficiales.
Entre tanto don Sancho se había sentado sobre un cañón en lo alto de un muro, de donde contemplaba con honda pena los preparativos que hacía el enemigo para emprender marcha hacia Cartagena. Una voz desconocida para él le arrancó de su triste meditación.
—Señor Jimeno, —decía en malísimo castellano un coronel francés que acababa de ser nombrado por su jefe comandante del castillo—: vengo a pediros que me entreguéis por inventario los víveres y municiones que debéis de conservar en los almacenes de la fortaleza.
—Yo no tengo nada que entregaros, —repuso el español arrugando el entrecejo.
—¡Cómo!
—Buscad al artillero Francisco Vives, —repuso Jimeno—: él os dará cuenta de todo eso; él tenía las llaves de los almacenes y no yo…
Y diciendo esto volvió la espalda al coronel, y siguió contemplando los movimientos de la escuadra enemiga.
Fuese muy quejoso el coronel a dar cuenta a sus jefes de la manera como le había recibido el español.
—¡La firmeza de carácter de este hombre es asombrosa! —exclamó el barón—; y si así fueran todos los cartageneros, gastaríamos un siglo en rendir la plaza.
—¿Qué pensáis hacer con él? —preguntó el antiguo negrero Ducassé—. Anda sólo por la fortaleza y si no fuera porque yo le he puesto centinelas de vista…
—¡Le insultáis con eso! —exclamó el general—. Ese hombre es un héroe, y exijo que le dejéis en libertad.
—¡En libertad!… Si Jimeno pasa a la ciudad de Cartagena, nos puede hacer muchísimo daño. ¿No sería mejor dejarle en esta fortaleza prisionero?
—Hacedme el favor de suplicarle que pase a hablar conmigo.
Momentos después el castellano de Boca Chica entraba con sombrero en mano en el salón en que le aguardaba el francés. Éste, al verle, se descubrió:
—Os escucho.
—¿Deseáis vuestra libertad?
—Soy vuestro prisionero; ya no puedo tener opinión acerca de mí mismo; pero es muy natural desear la libertad.
—Podéis hacer uso de ella…
—Sois generoso…
—Con una condición, empero…
—¿Cuál?
—Que no iréis a la ciudad de Cartagena. Esta fortaleza, que era el puesto que se os había señalado, ha sucumbido; no tenéis obligación de ir a defender otra.
—Es verdad… pero un súbdito debe morir defendiendo la propiedad de su rey…
—Entonces ¿rehusáis vuestra libertad?
—¿Para qué engañaros?… No puedo hacer uso de ella sino para combatir de nuevo hasta rendir el alma, si es preciso, en la lid.
—¿No tenéis familia?
—Sí; una esposa idolatrada…
—¿Está acaso en Cartagena?
—No; debe hallarse en una estancia que tengo no lejos de aquí.
—Comprendéis, señor don Sancho Jimeno, —dijo el francés—, que yo sería un imbécil si os permitiera salir de aquí para ir a animar a los que quiero combatir…
—Yo tampoco, —dijo el otro gravemente—, obraría de ese modo si estuviese en vuestro lugar.
—Sin embargo… yo no quiero dejaros preso aquí… Me he enamorado de vuestro denuedo y noble ánimo; me interesáis muchísimo y deseo vuestro bien; pero ¿qué hacer en este caso? Ayudadme a favoreceros.
—Os lo agradezco en el alma, barón, pero…
—¡Vamos! Ablandaos un poco; transijamos la dificultad: en lugar de dejaros encerrado en estos calabozos os mando preso cerca de vuestra esposa…
—¡Yo no puedo llevar soldados a mi casa!
—No enviaré sino un centinela, que no os desagradará.
—¿Cuál?
—Vuestro honor. Me bastará vuestra palabra de permanecer preso cerca de vuestra esposa durante mi permanencia en estas costas, y al momento mismo os enviaré allá, y estaré más tranquilo que si os tuviera encerrado en una jaula de hierro.
El español se puso a pasear en silencio de una punta a otra del aposento.
—Acepto, —dijo al fin—, con una condición.
—Veamos cuál es.
—Que escribiréis las bases de nuestro tratado en un papel que firmaremos ambos; no quiero que se sospeche jamás que he obrado con poca lealtad.
Una hora después el castellano de Boca Chica saltaba en un bote, y acompañado por un oficial francés, que llevaba un salvoconducto, y por el religioso de San Juan de Dios, que había suplicado al barón de Pointis que le permitiese seguir al lado de Jimeno, dirigió él mismo la embarcación hacia las vecinas playas de Barú. Cuando de lejos descubrieron la casa de la propiedad de don Sancho, el oficial dijo:
—Mi comisión ha concluido, caballero: el general me encargó que os dejase antes de entrar en vuestra casa.
Saludó cortésmente don Sancho Jimeno, y mientras que el francés volvía a buscar su embarcación, él se dirigía a su casa.
Todo estaba solitario; no se veía un esclavo en las plantaciones de caña; la casa de habitación estaba cerrada, y no había animal doméstico en ninguna parte.
—Sin duda Teresa se ha marchado a Villanueva, como yo le mandé, —dijo don Sancho.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó el desconsolado padre, el cual, después de haber pasado tantos sustos, ansiaba llegar a un lugar seguro en donde poder descansar.
En aquel momento se presentó el mayordomo de la hacienda; confirmó lo que había pensado el español, y les ofreció su casa, que estaba a alguna distancia.
—Yo no puedo quedarme aquí —contestó el castellano de San Fernando—: he sido enviado por el general enemigo, bajo mi palabra, al lugar en que se halle mi mujer; allí debo permanecer hasta que nos veamos libres de los franceses.
—Descansad vuesamerced en mi casa hasta mañana, —dijo el mayordomo.
—No; no puedo hacerlo hasta no llegar a mi destino; dadme un guía, —añadió—, y un caballo ensillado, y ahora mismo seguiré camino. Su paternidad, —añadió dirigiéndose al religioso—, puede quedarse aquí en paz, y así dirá al barón, si me manda llamar, adonde he tenido que irme; pues yo me considero preso aún, aunque no rendido…
—Pero ya llega la noche…
—Por lo mismo, debo emprender viaje inmediatamente, pues no he de descansar hasta llegar a Villanueva.
El religioso le tomó la mano.
—¡Jesús, María! —exclamó—, estáis ardiendo de calentura.
—Hace seis noches que no duermo y otros tantos días que no he podido pasar casi ningún alimento… De ahí proviene la calentura.
—No llegaréis, señor, por caminos extraviados, como vuesa merced ha de llevar, sino hasta mañana; mejor será que descanséis aquí hasta mejoraros.
—Repito que si no me dan lo que pido inmediatamente, me iré a pie y solo…
Hubieron de darle gusto. El mayordomo mismo lo fue a acompañar, y fue bien pensado, porque algunas horas antes de llegar a Villanueva, a pesar de su grande ánimo, las fuerzas desampararon por completo al castellano; perdió el movimiento y la voz, y no llegó al lado de su esposa sino en un estado tal de postración, que por muchos días estuvo entre la vida y la muerte.
VII
El gobernador don Diego de los Ríos, después de la caída de la fortaleza de Boca Chica, creyó conveniente abandonar todas las fortalezas y castillos de la bahía y el de San Felipe y la Popa, lugares que el enemigo fue tomando uno a uno y estableciéndose en ellos, con el objeto de prepararse a un ataque serio dirigido a la ciudad. La heroica defensa del castillo de San Fernando había hecho comprender a los franceses que, no obstante su enorme artillería y el gran número de tropas que llevaban, no era tan fácil, como habían pensado, la rendición de aquella plaza fuerte.
Al fin quedó todo preparado para el ataque definitivo, siendo el día y la hora un secreto hasta para los oficiales de las tropas francesas y los jefes mismos de los filibusteros, de quienes el barón desconfiaba siempre, por su falta de disciplina y espíritu revoltoso.
Don Diego de los Ríos había concentrado sus fuerzas en los lugares más peligrosos, y encargado su custodia a los oficiales de su mayor confianza. Uno de éstos era el capitán don Francisco Santarem —el amo de aquel negro infiel de quien hemos hablado en otro capítulo—. Habíasele encomendado el baluarte llamado de la Media Luna, el cual tenía una brecha por donde debía defenderse contra la tropa que llegara por la vía de tierra. La brecha encomendada a dicho capitán no medía más de tres varas, en donde le habían dado orden de situar dos cañones. Varias veces el gobernador había preguntado a Santarem si ya tenía arreglado el parapeto, a lo cual éste contestaba que inmediatamente se pondría a la obra; pero con varios pretextos se descuidaba, pasaban los días así y él nada hacía.
La noche del 1o de mayo cerró lluviosa y oscurísima; ni una estrella brillaba en el cielo, negro como un manto de terciopelo; recias ráfagas de viento sacudían las banderas y rugían entre los mástiles de los navíos enemigos anclados en la bahía. Los centinelas sobre las murallas no alcanzaban a distinguirse a dos varas de distancia, y el ¡quién vive! era continuo en contorno de la ciudad, enteramente sitiada por los franceses.
Serían las doce de la noche cuando un bote fue arrojado al agua por el lado de Tierra Firme, frente al baluarte de la Media Luna, y con los remos envueltos en lienzos para que no hiciesen ruido; los cuatro hombres que iban en el bote remaron activamente con dirección al barrio de Getsemaní.
Los centinelas que se hallaban en la puerta del puente dieron un estentóreo ¡quién vive! y llamaron al cabo de guardia. En el mismo momento la tenue lluvia que había caído hasta entonces se convirtió en un recio aguacero, y los soldados que se vieron cegados por la lluvia y por el viento, volvieron instintivamente la espalda al temporal.
Cuando pasó la ráfaga y dirigieron las miradas hacia el punto en que habían visto una sombra deslizarse sobre el agua, nada vieron ya… Una pequeñísima luz, como la de un cigarro encendido que fue arrojado al agua, sirvió de guía y señal a los del bote, y éstos, en breves momentos arrimaron al pie del baluarte de la Media Luna; arrojáronles de arriba una escala de cuerdas, de la cual uno de los embarcados se asió y subió ligeramente a lo alto de la brecha, mientras que los otros ataron el bote, y todo volvió a quedar en silencio, salvo el caer de la lluvia, que se deslizaba por encima de las murallas y goteaba dentro de la arrimada embarcación.
No había sobre aquel baluarte sino un solo hombre, envuelto en una capa, y un negro agazapado, que era el que había arrojado las cuerdas.
—¿Quién va? —exclamó el de la capa, en voz baja, bien que el ruido causado por la lluvia impedía que se oyese ningún otro a corta distancia.
—Yo… ¡Ducassé!… ¿Hablo con el capitán Santarem? —contestó en francés y muy paso el recién llegado.
—No os equivocáis. ¡Qué noche tan propicia para nuestro objeto! ¿No es así? —repuso el de la capa en el mismo idioma, y también a media voz.
—¿Nadie nos oye?
—Nadie absolutamente… Yo ofrecí a mis compañeros de guarnición velar aquí con Juan, mientras que ellos aprontaban los cañones para traerlos cuando escampe la lluvia.
—¿Y los haréis traer?
—Según lo que dispongáis… Ya sabéis cuáles son mis condiciones.
—¡Pedís demasiado!
—¡Demasiado, cuando os entrego la llave de la ciudad!
—¡De todos modos hemos de entrar en ella!
—Acordaos de Boca Chica: aquí todos son por el estilo de Sancho Jimeno, y con gusto rendirán la vida por su rey…
—También hay otros como vos: don José Márquez, don Pedro Cañarete y don Juan de Berrío… los cuales son accesibles a rendirse por interés.
Santarem dio un paso atrás y se mordió el labio.
—Transijamos, —repuso el jefe de los filibusteros—: el tiempo urge y tengo que volverme al campamento… La lluvia empieza a ceder, y si aclara nos pueden ver desde los baluartes inmediatos.
—¿Qué me ofrecéis en resumidas cuentas?
—Dinero no…
—¿Dinero no?
—Mercancías.
—¡Bien! Las que yo escoja…
—No tanto así… Pero unos cuatrocientos mil pesos en ropas, cuyo precio fijarán peritos escogidos por mí…
—Y por mí también… y una balandra en que llevarlas fuera de aquí; pues yo tendré que dejar la plaza con vosotros, repuso Santarem.
—Convenido…
—¿Tengo vuestra palabra?
—La tenéis… Os juro por mi honor que si cuando ataquemos la ciudad, este puesto se halla desamparado, tendréis lo que habéis pedido.
—¿Y cómo sabré la hora del ataque?
—Oiréis un tiro primero, y dos más, uno tras otro, en seguida, aquí enfrente, al pie del castillo de San Felipe… Aguardad la señal quizás antes del día de mañana.
Al decir esto, y sin despedirse, se acercó al baluarte, se deslizó por la escala de cuerdas que había quedado pendiente, bajó al bote, y los que lo tripulaban remaron aceleradamente hacia la opuesta orilla, mientras que el negro quitaba las cuerdas y las ocultaba en un hoyo que cubrió con una piedra.
La lluvia había cesado enteramente, cuando la luna asomó sobre el horizonte plateando torres, campanarios y murallas, y haciendo brillar las armas de los centinelas que se paseaban sobre los baluartes. Hacía rato que los soldados que estaban a órdenes de Santarem habían regresado a la muralla, y avisado a éste que todo estaba listo para transportar los cañones a la Media Luna.
—Aguardemos el día, —dijo él.
A pesar de las precauciones que tomaban los franceses para no ser oídos, sentíase por todas partes cierto rumor extraño, que probaba que algo inusitado ocurría en el campamento enemigo.
Santarem se sentó sobre un parapeto y empezó a quejarse, diciendo que estaba muy enfermo, y que si continuaba así tendría que retirarse de las murallas.
De repente se oyó al pie del castillo de San Felipe un tiro seguido de otros dos, y reinó después el silencio.
Inmediatamente arreciole el mal al capitán don Francisco Santarem; pidió que le llevasen una silla para que le transportasen a su casa, que estaba al otro lado de la ciudad, y sin dar órdenes ningunas con respecto a la defensa del baluarte, se hizo llevar en la silla, fingiéndose muy enfermo. Sus soldados, que eran los peores de la plaza (escogidos así exprofeso por el traidor capitán), al verse sin jefe se desbandaron en silencio y esa parte de la muralla quedó abandonada.
VIII
Empezaba apenas a clarear el día 2 de mayo de 1697, cuando todos los ejércitos franceses atacaron la ciudad por tierra y por mar.
Viendo que el baluarte de la Media Luna había sido desamparado por su capitán y abandonado por los que le acompañaban, el jefe de la plaza ordenó a un don Pedro Cañarete que corriese a ocupar ese baluarte con los ochenta hombres que tenía a sus órdenes; pero éste, en lugar de obedecer, se fue a ocultar al otro lado de la ciudad.
Un don Juan de Berrío dejó sólo el baluarte de San Lázaro, cuya defensa le habían encomendado, y aunque otros cartageneros hicieron resistencia, los franceses se apoderaron antes de anochecer de todo el barrio de Getsemaní, y empezaron a arrojar bombas sobre la parte de la ciudad de Cartagena que se sostenía, y en donde se hallaban las casas más ricas e importantes de ella.
La población entera se hallaba sumida en la mayor consternación el día 3 de mayo. Las bombas habían arruinado muchas casas, entrádose hasta el interior de las iglesias y causado graves daños, y al mismo tiempo no faltó quien difundiese por la ciudad la especie de que si no se rendía la plaza, los filibusteros asesinarían a cuantos hallasen vivos en la población, y que no dejarían piedra sobre piedra. A esto se añadía que nadie tenía confianza en la pericia y el valor del gobernador, y todos abrigaban el temor de que muchos oficiales de la guarnición estuviesen vendidos a los enemigos, y aún se susurraban sospechas contra don Diego de los Ríos mismo.
A medio día el gobernador vio asediada su casa por una turba de revoltosos, que pedían a gritos que procediese a capitular. Que no había esperanza ni posibilidad de sostenerse aún, era la convicción de todos. Cartagena era entonces un emporio de riqueza, la riqueza lleva consigo la molicie y el temor de perder la vida; así, pues, pocos eran los que sentían amor a su rey y a su honor, y no les importaba humillarse ante las huestes enemigas, si aquello podía reportarles mayores bienes que si resistiesen con valor al empuje de los contrarios.
Vacilaba el perezoso y débil gobernador ante la imponente voz de los revoltosos, cuando se presentó una diputación enviada por una compañía de valientes que guardaba el baluarte de Santo Domingo, compuesta de comerciantes de Santafé de Bogotá y de Quito que estaban establecidos en Cartagena. Éstos pedían con instancia que no se cejase ante las exigencias de la plebe; aseguraban que con la guarnición que existía en la plaza y los recursos que poseían, podrían defenderse hasta fastidiar al enemigo, que había tenido ya muchas bajas y estaba descontento.
Pero no bien hubo hablado la comisión de los comerciantes de Santo Domingo, cuando se presentó otra respetabilísima: iba de parte de los dos cabildos, que pedían se capitulase inmediatamente, porque no había resistencia posible. Después de esto llegaron varios religiosos, los cuales, en nombre de las comunidades religiosas de la ciudad, suplicaban que no se derramase sangre inútilmente, porque no había esperanza de rechazar al enemigo… Ante estas opiniones, a las que se añadía la suya propia, el gobernador resolvió capitular.
Mandó enarbolar bandera blanca y envió emisarios al general de la armada francesa ofreciendo, bajo condiciones muy honrosas, entregar la plaza. Accedió a todo el barón de Pointis, y el día 4 de mayo por la mañana salió la guarnición de Cartagena (dos mil hombres) con sus armas, los empleados del gobierno civil, con una parte de sus haberes, el Tribunal de la Inquisición y las monjas del Carmen y de Santa Clara, que prefirieron quebrantar su clausura más bien que permanecer en la ciudad en que imperaban los filibusteros, a pesar de que se había estipulado que los vencedores respetarían las iglesias y los conventos.
Tranquilizáronse un tanto los espíritus cuando vieron que Pointis se dirigió a la catedral inmediatamente que entró en la ciudad, y pidió respetuosamente al provisor, que le había salido a recibir, se entonase el Te Deum.
Nombró en seguida gobernador de la ciudad al gobernador de Petit—Goave, Juan Bautista Ducassé, el cual dio amplias licencias de hacer su gusto a los filibusteros. Pero los habitantes, que se veían maltratados, y robados los templos por aquella horda de bandidos, acudieron a quejarse al general de la escuadra francesa, y aunque éste se indignó y quiso arbitrar remedio, Ducassé no pudo o no quiso poner término a aquellos abusos, y cruzáronse entre los jefes palabras muy hirientes.
En resumen los cartageneros no obtuvieron las garantías que se les habían ofrecido, y el susto y la aprehensión reinaron en todos los ánimos, pues no se sabía hasta qué punto llegarían las vejaciones de los filibusteros, quienes recorrían las calles tomando para sí cuanto se les antojaba y aterrando a los pobres vecinos con sus amenazas.
Entre tanto que sucedían estas cosas, el capitán Santarem alojaba en su casa a algunos de los franceses, compraba —ya sabemos a qué precio— un cargamento de mercancías, expropiadas por los enemigos a sus conciudadanos, las cuales embarcaba en una balandra de los filibusteros; y aunque era mal mirado por los cartageneros y despreciado por los franceses mismos, él se manifestaba muy satisfecho con sus mal adquiridas riquezas, de las cuales fue a disfrutar en Francia muy a su sabor, y después se radicó en Portugal, de donde era oriunda su familia.
IX
Veamos ahora qué había sido de nuestro héroe Sancho Jimeno durante todas las semanas en que le hemos perdido de vista.
Cuando se vio curado de la enfermedad que le había acometido después de la rendición de Boca Chica, tuvo la pena de saber que Cartagena se había rendido, no obstante los muchos recursos que poseía. Hallábase, pues, retirado en Villanueva al lado de su esposa, cuando se presentó un negro que le enviaba el mayordomo de la hacienda que tenía en Barú, el cual le dijo que llevaba una carta que había escrito el padre de San Juan de Dios que allí estaba asilado.
—Dame la carta, pues, —dijo Jimeno alargando la mano.
—La carta me la dio el mayordomo…
—¿Y qué la hiciste?
—Hacía una hora que había salido de la hacienda y me preparaba para pasar al estero, frente al pueblo de Pata de Caballo, cuando me cogieron preso unos blancos de Cartagena que están allí escondidos, me quitaron la carta, la leyeron, y me mandaron que siguiera mi camino, que ellos sabrían qué habían de hacer con la carta.
—¡Atrevidos! —exclamó Jimeno—. Pero tú a lo menos debes saber el motivo que tuvo el religioso para escribirme.
—Debió ser para avisar al amo que estaban en la hacienda unos franceses que iban de parte de su general, a ver si su merced estaba todavía en su casa de campo, como él se lo había mandado.
—Vuélvete otra vez, hijo, —repuso Jimeno—, y di a los franceses que si no estoy en Barú, es porque mi mujer se había venido para acá, y que aquí como allá estoy a sus órdenes, como prisionero que soy de su gobernador.
Dos días después de aquél en que estuvo el negro a dar cuenta a su amo de lo que hemos sabido, Jimeno recibió una orden del gobernador Diego de los Ríos, mandándole que aclarase un cargo que tenía contra él el barón de Pointis, el cual le acusaba de traición, porque los soldados franceses que fueron a su hacienda de Barú habían sido llevados presos al gobernador por los aldeanos de Pata de Caballo, y que no habían apresado al oficial que les mandaba, porque éste logró escapárseles y pasar a avisar al barón de la mala partida que les había jugado Sancho Jimeno.
—¡Yo hacer traición! —exclamó el ex-castellano de Boca Chica—. Inmediatamente pasaré a vindicarme.
Mandó llamar al negro que se había dejado quitar la carta, llevó consigo a varios habitantes de Villanueva, como testigos de que no había salido de allí, y que los soldados no fueron llevados presos al gobernador, y se presentó a vindicarse delante de los franceses dueños de Cartagena.
Ya no halló en la ciudad al barón de Pointis: indignado éste con la conducta de Ducassé, o deseoso de hacerse dueño absoluto de los caudales, decían otros, que había tomado de las cajas reales (de ocho a nueve millones de francos), habíase embarcado en sus bajeles, después de transportar a ellos todo el oro, que fue llevado al puerto, cargado en ciento diez mulas.
Pointis recibió muy bien a Jimeno, y le dijo que jamás había dudado de su honorabilidad, y que le relevaba de su palabra, de manera que en adelante ya no debería considerarse como prisionero suyo, ni le exigía ningún rescate.
—Valientes como vos, —dijo—, son rarísimos en el mundo, y el molde en que se fabrican caballeros de vuestro temple, se ha quebrado, y no se encuentra en ninguna parte de la tierra.
Cuando Pointis salió del puerto en dirección a Francia, Sancho regresó a Cartagena, en donde fue muy aplaudida su conducta, y todos deseaban ver la espada que le había dado el general francés cuando no rindió el castillo de Boca Chica.
Era la espada de poquísimo valor; la empuñadura de cobre, y la hoja, no de acero toledano, que eran las más preciadas en aquella época, pero se la envidiaban todos, y algunos hubieran dado por merecerla su peso en oro.
Ducassé, en tanto, con sus filibusteros acababa de recoger las mercancías que más le convenían, las alhajas de las iglesias, entre otras un soberbio y riquísimo sepulcro de plata maciza, que era el orgullo de los cartageneros. Pesaba ocho mil pesos de plata, y pertenecía al convento de San Agustín, de donde una piadosa cofradía, que lo había regalado a la iglesia, lo sacaba el viernes santo en procesión por las calles de la ciudad.
Aquellos piratas desmantelaron los castillos y escogieron los mejores cañones para llevárselos, de manera que embarcaron cerca de cien piezas de artillería que sacaron de la fortaleza. Los cañones que no pudieron o no quisieron llevarse, fueron precipitados al mar; trataron de volar las fortalezas y derribar los muros; y, por último, resolvieron irse, a instancias de Ducassé mismo, que temía que aquellos energúmenos acabasen por volver cenizas la ciudad cuyos edificios él había dado su palabra de respetar.
Los filibusteros estaban disgustados con Pointis porque no había distribuido entre ellos equitativamente el botín sacado de Cartagena. Éstos decían que había sacado veinte millones de francos en monedas, barras y efectos, mientras que el general francés aseguraba que el botín no valía más de nueve a diez millones, sumándolo todo. Ducassé trató de calmarles, ofreciendo poner su queja al rey de Francia, y por último les hizo embarcar y salir definitivamente del puerto.
¡Cuál no sería la alegría de aquella desgraciada ciudad cuando desaparecieron en el horizonte las últimas velas de los bajeles de los filibusteros! El gobernador que, como hemos visto, era lento en sus movimientos, indeciso y enemigo de la actividad, ordenó desde Mahates, en donde estaba desde cuando salió de la ciudad, que Sancho Jimeno permaneciese mandando en la ciudad, como que era la persona más querida en Cartagena y la de su mayor confianza.
Jimeno mandó inmediatamente a llamar a su mujer y con ella entraron muchas familias que habían huido desde el principio del sitio de Boca Chica. Los lamentos, los gemidos, las expresiones de espanto y las escenas de dolor que se representaban por todas las calles a medida que los míseros habitantes encontraban sus casas saqueadas, llenaban de indignación a Sancho Jimeno, el cual aseguraba que si el gobernador le hubiese enviado la guarnición que le pidió, y si después se sostuviera en la plaza, los franceses hubieran partido sin entrar en la ciudad, pues el barón mismo le había dicho que más gente había perdido por causa del clima y de las fiebres, que en los combates que había sostenido; de manera que si atacaron a Boca Chica cerca de diez mil hombres, cinco mil escasos se embarcaron al partir.
Ocupábase Sancho Jimeno en reunir y armar a la dispersa tropa, en tapar las brechas de las murallas, remendar las fortalezas y poner en orden todo, cuando le fueron a avisar que entraban nuevamente por Boca Chica siete bajeles de piratas filibusteros, con banderas negras desplegadas, los cuales, sin duda, tendrían intención de acabar de arruinar la ciudad.
Efectivamente, yendo por la mar, algunos jefes de los filibusteros se habían separado de Ducassé, quien siguió para Santo Domingo, mientras que aquéllos regresaron a Cartagena con las más negras intenciones.
X
La ciudad no estaba en situación de resistir: no había un cañón montado, ni las armas se hallaban en buen estado, y la mayor parte de los vecinos permanecían fuera… Era preciso, pues, manifestarse impávidos y aguardar de pie firme, pero sin tratar de defenderse, a la horda de piratas que se acercaba.
Don Sancho Jimeno aconsejó a las mujeres que saliesen inmediatamente de la plaza, llevándose a sus niños y los pocos haberes que aún conservaban; mandó con ellas muchos de los hombres que de nada le podrían servir, y él permaneció con unos pocos en la casa de la gobernación.
Aunque hizo muchos esfuerzos para que partiera su mujer, ésta se resistió valientemente a sus súplicas y permaneció en su casa.
Empezaba a desaparecer el sol tras el horizonte, cuando un mulatito muy vivo que se hallaba en acecho, entró en el salón en donde don Sancho estaba con unos pocos de sus amigos, y le dijo que acababan de desembarcar los piratas, y que se dirigían hacia aquel lado.
—Iré a encontrarles, —dijo él calándose el sombrero, abrochándose la espada y tomando una pistola—. Quiero manifestarles que no les temo, —añadió.
Miró a sus compañeros como para invitarles a que le acompañasen, pero ninguno le contestó, ni siquiera se movió del sitio en que estaba.
Don Sancho salió, bajó la escalera, y llegaba al portal, cuando se encontró con los filibusteros.
—¿Qué se os ofrece aquí otra vez? —preguntó con sosiego a los jefes.
—¿Quién sois vos para atreveros a preguntárnoslo? —contestaron con insolencia.
—El encargado de la comandancia de la plaza.
—¡Que le encadenen y le metan en las bóvedas! —exclamó el que iba adelante.
—No, no, —repuso otro—. A éste debemos tratarle con consideraciones, ¡es Sancho Jimeno!
¡Es tan cierto que el valor se impone a todos!
Rodeáronle los filibusteros con curiosidad.
—Bien, pues, —repuso el que iba adelante, dirigiéndose a algunos de los que venían atrás—: le llevaréis a su casa en lugar de sumirle en las bóvedas, pero le pondréis guardia y me responderéis de él.
Quisieron algunos atarle.
—¡Atrás! —dijo el español—. ¡Nadie me toque! Aquí están mis armas… Yo iré solo; no me escaparé.
Los bandidos recibieron la pistola y la espada, y le dejaron tomar la cabeza de la escolta, que se dirigió a su casa, en donde la desventurada Teresa le esperaba temblando. La escolta registró todas las habitaciones, y robó cuanto había en ellas; en seguida encerraron a los dos esposos en un cuarto y pusieron un centinela frente a la puerta.
Toda la noche los presos estuvieron oyendo los gritos de espanto, los clamores de los vecinos que pedían auxilio, a quienes saqueaban y maltrataban los piratas.
Don Sancho se paseaba en su aposento, lleno de angustia al verse impotente para hacer cosa alguna en favor de los desgraciados, mientras que Teresa sollozaba en un rincón.
En las puertas de todas las casas había centinelas que no dejaban salir a nadie, en tanto que los bandidos robaban y ponían en tormento a los que no entregaban su dinero, y a los esclavos y sirvientes para que denunciasen a sus amos. Esto se hacía con método y orden, registrando la ciudad manzana por manzana y llevando el botín a una casa cerca del puerto, en donde habían de distribuirlo después. Aquella gente no robaba para sí, sino que todos los bienes eran comunes hasta que llegase la hora de la distribución. Al aclarar el día siguiente se presentó una escolta en la casa de don Sancho Jimeno.
—Venimos a que nos entreguéis cuanto tengáis en oro, plata y alhajas, —dijo el oficial de la escolta.
—¿No ha estado la casa a vuestra disposición?
—No hemos hallado en toda ella nada de valor.
—Pues entonces no conseguiréis más, porque todos los valores que yo poseía estaban aquí.
—¡Mentís! —exclamó el filibustero—. Nos han dicho que sois millonario…
Jimeno no contestó una palabra, y se contentó con sonreír con aire despreciativo.
Eran ellos muy despreciables para que él se resintiese de sus insultos.
—¿No me contestáis? —preguntó el filibustero, tratando de reportarse, pues comprendía que con un hombre como aquél no valían los insultos.
—No, —dijo Jimeno—; no contesto, porque es bien sabido que no tengo más renta que la que me produce mi sueldo de empleado, y la de una pequeña estancia que tengo en Barú.
—Me entregaréis cien mil pesos, o vuestra avaricia os costará la vida. —No poseo cien maravedís… Haced lo que queráis; y puesto que no me puedo defender, me mataréis si se os antoja.
—Iréis entonces con los otros condenados a muerte.
Jimeno se puso el sombrero y se dirigió a la puerta, después de haber arrojado una mirada de despedida a Teresa, que parecía una estatua de mármol: tan pálida y rígida estaba en un rincón del aposento.
—¡Sancho, —exclamó ella—, llevadme también!
Éste miró al oficial como para consultarle.
—¿Es vuestra mujer? —preguntó el bandido.
—Es mi esposa…
—Puede seguir con nosotros.
—Ven, Teresa, —dijo Jimeno, tomándola de la mano—. Mejor estarás a mi lado, indudablemente.
Condujeron a los dos esposos a la catedral, en donde se hallaban reunidos gran número de prisioneros, entre otros el provisor, el guardián de San Francisco y varios dominicanos y muchas señoras y unos pocos vecinos de los más acomodados de Cartagena…
—O entregáis el dinero, —dijo el pirata a Jimeno, o podéis escoger confesor entre todos estos señores—, añadió mostrando a los sacerdotes, —porque vais a morir.
Por toda contestación, don Sancho se arrojó a los pies del provisor y le pidió que le confesara.
Algunos momentos después se puso en pie y dijo tranquilamente:
—Estoy listo.
—¿Y vuestra mujer? —preguntó el filibustero como para probar su fortaleza.
—A ella le dejaréis la vida, puesto que yo voy a morir.
—Teresa no oyó esto, porque conversaba en un rincón de la iglesia con algunas señoras amigas suyas.
—¿No os despedís de ella?
—¡Para qué causarla esa pena! ¡Pobrecilla! Hacedme el favor de ocultarle mi muerte por ahora, —añadió en voz baja.
—Venid, pues, a vuestra casa; quizá allí me diréis en dónde escondiste vuestros tesoros… en cambio de vuestra vida.
Jimeno salió nuevamente del templo con su escolta, sin mirar a Teresa, que aún no había caído en la cuenta de lo que sucedía.
Apenas hubo salido Jimeno, cuando los filibusteros pusieron en la puerta al provisor, a los religiosos y a los vecinos que estaban allí presentes; unos habían entregado cuanto tenían, y los piratas se habían persuadido de que los demás no poseían nada, o no podrían obligarles a hablar, a pesar del tormento que les habían dado.
Quedáronse, pues, solas las mujeres con los filibusteros. Cuando éstas se vieron encerradas en aquel recinto sin ninguno de los protectores, su espanto subió de punto, y abrazándose unas a otras permanecieron largo rato calladas, aguardando su suerte, sin atreverse a respirar siquiera y temblando de miedo.
Los corsarios hablaron breve rato entre sí en francés, lengua que ellas no entendían, y pusiéronse a hacer regueros de pólvora en dos filas, por el centro de la iglesia.
—Señoras, —dijo uno de los filibusteros, fingiendo hablarlas con cortesía—: ¿confesaréis en dónde habéis ocultado vuestro dinero?
Ninguna contestó, porque en realidad aquellas desgraciadas no tenían qué denunciar.
—Si no poseéis nada propio, —repuso el corsario—, a lo menos debéis saber quiénes son los propietarios ricos que hay en esta plaza, y en dónde pueden haber ocultado su dinero.
Las pobres mujeres se miraron unas a otras, y, como si estuviesen animadas de un mismo espíritu, dijeron los nombres de varios vecinos ricos, pero que ellas sabían estaban fuera de la ciudad.
—Está bien, —dijo el que servía de intérprete—. Dignaos situaros una tras otra entre estos regueros de pólvora; mandaremos buscar a los ricos que habéis mencionado, y si éstos no se hallaren en Cartagena, se incendiará la pólvora y pereceréis todas quemadas.
Algunas se pusieron a llorar a gritos; otras empezaron a temblar de susto; unas pocas quisieron hablar, pero los corsarios las mandaron callar; y una joven se espantó tanto que se desmayó, dejándose caer largo a largo entre los regueros de pólvora.
A cada rato entraba alguno de los emisarios que los piratas habían mandado a averiguar por el paradero de los ricos que mencionaron las desventuradas prisioneras, avisando que ya uno, ya otro, había dejado a Cartagena, y no se les encontraba en ninguna parte.
Los crueles bandidos amenazaban entonces a las míseras mujeres con pegar fuego a la pólvora con el botafuego de los artilleros que habían llevado consigo, y a cada momento aquellas malaventuradas pensaban que llegaba el último día de su vida.
Teresa pensaba en su noble y heroico esposo, a quien habían sacado fuera del templo; ella no sabía con qué objeto, porque, como hemos dicho antes, no alcanzó a oír las frases que se cruzaron entre él y sus perseguidores, y no supo que le habían sacado para llevarle al suplicio. Recordaba las horas de su pasada dicha, e invocaba fervorosamente la protección de la Virgen de los Desamparados.
Hincándose levantó las manos al cielo y empezó a pedir misericordia, nombrando uno a uno a todos los santos de su devoción. Las demás mujeres la imitaron, y cada una de ellas se puso a rezar a voz en cuello, con tan sentidas frases, que hubieran ablandado los corazones de las fieras; pero no ablandaron los de aquellos duros piratas, aleccionados en toda suerte de crímenes y enseñados ya a oír lástimas sin compadecerlas jamás.
Pero dejemos, entre tanto, a estas infelices, y sigamos fuera del templo a Sancho Jimeno. Conducido de nuevo a su casa, los que le llevaban le metieron dentro, cerraron la puerta y le notificaron que era llegada su última hora, si no entregaba inmediatamente por lo menos cien mil pesos de lo mucho que tenía allí enterrado.
—¡Matadme de una vez! —exclamó él—, que ya me fastidiáis con tantas idas y venidas; como nada tengo, nada os puedo dar, según tantas veces os lo he advertido… Pero como creo que sois católicos y no herejes, llamadme a un sacerdote para que me ayude a bien morir, que será lo menos que podréis hacer en favor del alma que me vais a arrancar.
Encerráronle entonces los bandidos en un aposento, y no volvieron sino cuando empezaba a oscurecer el día. Con ellos llegaron el provisor, un dominicano y un clérigo llamado don Tomás Beltrán, muy amigo de Sancho.
—Despachaos brevemente, —dijo uno de los bandidos—, que vamos a concluir la comedia: o confesáis en dónde habéis escondido el dinero, u os vendaremos los ojos para acabar de una vez…
Sancho se acercó al provisor, y pidió que le reconciliase y rezara con él algunas oraciones de los agonizantes.
Suplicó entonces el doctor Beltrán que le dejasen salir, que él trataría de recoger alguna suma para rescatar la vida de aquel hombre heroico.
—Está bien, —dijeron los piratas—; pero si dentro de media hora no estáis aquí de vuelta, encontraréis su cadáver…
Sancho Jimeno seguía conversando con el provisor y el padre dominicano, recomendándoles encarecidamente que amparasen a su pobre mujer, que quedaba viuda, siendo tan joven y bella.
—¡Se ha pasado la media hora! —exclamó de repente el jefe de la escolta—: Como no viene vuestro amigo, se hará lo dicho.
El provisor y el dominicano empezaron a suplicar que aguardasen un rato más; decíanles que era una inaudita crueldad despachar para la otra vida a un hombre tan valiente, etc.
Fatigados al fin los bandidos con los ruegos de los sacerdotes, les mandaron que saliesen, y tomando un lienzo vendáronle los ojos al ex-castellano de Boca Chica.
Éste, entre tanto, no había atravesado palabra en voz alta, y decía apenas algunas por lo bajo, invocando la misericordia del cielo para su alma, pero sin manifestar tribulación alguna exterior.
Arrimáronle, después de vendado, contra una puerta y pusieron al frente a cuatro soldados con sus armas.
Estando en esto llegó otro de los piratas a decir que de orden del jefe de todos ellos llevasen al prisionero a la catedral, en donde iban a fusilar a algunos otros, y querían hacerlo al mismo tiempo y a la vista de las mujeres que estaban allí.
Quitáronle la venda a la víctima, y cuando le notificaron que le llevaban a sacrificarle delante de su mujer, por primera vez palideció e inmutóse don Sancho. Él no temblaba por sí mismo, sino que le dolía en el alma pensar cómo sufriría su Teresa con semejante espectáculo.
Pidió entonces como un favor, como la merced más grande que le pudieran conceder, que le matasen allí mismo y al momento, pero que no llevasen la inhumanidad hasta hacer padecer tan horriblemente a una pobre mujer.
Riéronse de él los piratas y le mandaron que saliese del aposento.
—¡Aguardad! ¡Aguardad, por Dios! —gritó en aquel momento la jadeante voz del doctor Beltrán, el cual llegaba corriendo, con un negro cargado con una caja llena de plata labrada, que valía, poco más o menos, unos mil pesos. Era todo lo que tenía el pobre clérigo, y acababa de desenterrarla para ir a rescatar a su amigo.
Cuarta
Aunque los piratas gruñeron y se quejaron del poco valor que tenía aquello, al fin consintieron en soltar al atormentado español y recibieron en cambio la plata labrada.
Corrió don Sancho al momento a buscar a su mujer en la catedral, la cual había sido puesta en libertad con las demás mujeres, cuando creyeron los bandidos que ellas no tenían nada que poderles quitar. Confesaron aquéllos entonces que nunca habían pensado matar a Sancho Jimeno, sino que, suponiéndole realmente muy rico, se habían propuesto obligarle a entregar una crecida suma por su rescate.
Cansados aquellos hombres de robar, reunieron todo en una sola parte, e iban a pegarle fuego a la ciudad, cuando un barco filibustero entró en el puerto y avisó que se dirigía hacia Cartagena una flotilla de ingleses y holandeses reunidos, los cuales indudablemente les quitarían el botín que habían hecho, si no dejaban inmediatamente el puerto. Sin embargo, antes de darse a la vela repartieron el oro, la plata y las piedras preciosas, y tocó a cada uno de los soldados cerca de mil escudos. Reservaron las mercancías y los esclavos negros para hacer una última partición, después de valuarlo todo equitativamente, en la isla de Santo Domingo, en donde no tenían riesgo de encontrar enemigos; y olvidando poner fuego a la ciudad como lo habían ofrecido, se alejaron de las costas de Cartagena, esta vez ya definitivamente.
EPILOGO
Todas las campanas de las iglesias de Cartagena eran echadas a vuelo, y sus habitantes, vestidos de gala, circulaban gozosos por las calles de la ciudad antigua y por el barrio de Getsemaní.
Como Cartagena careciera de obispo desde 1691 (y careció de prelado hasta 1713), el provisor y los altos dignatarios de la Iglesia que había en la ciudad salieron bajo vara de palio hasta el puerto a recibir con toda solemnidad el santo sepulcro de plata que habían robado los piratas años antes, el cual era devuelto por Luis XIV. Cuando hizo las paces con España, después del tratado de Riswick, el rey de Francia, para congraciarse con el monarca español, mandó que se devolviesen a sus dueños el sepulcro y algunas otras joyas robadas a las iglesias durante aquella época.
Entre los más contentos que hubo en Cartagena aquel día de fiesta, señalaban a don Sancho Jimeno y a su esposa, los cuales eran siempre muy felices, y no tuvieron jamás otra pena que la de carecer de sucesión. Dolíale particularmente a Teresa que su marido no dejase hijos que heredasen su valor y su nobleza de carácter, y a él le pesaba que su bella esposa no tuviese hijas que se pareciesen a su madre en prendas físicas y morales.
Digamos de paso —entre tanto que llega la procesión a la catedral, en medio de los vivas del pueblo y del incienso y los cohetes— qué había sucedido a los piratas cuando salieron de Cartagena, después de haberla saqueado. Encontráronse en alta mar con la escuadra, compuesta de naves inglesas y holandesas, de la cual iban huyendo. Estas naciones estaban entonces aliadas a España, y como ya hubiese corrido la noticia por las Antillas de lo que había sucedido en Cartagena, los aliados iban en persecución de los filibusteros; diéronles caza, y lograron apresar a dos de los bajeles, que llevaban una gran parte del botín, y obligaron a otros dos a naufragar en las costas de Jamaica.
Los ingleses enviaron entonces a Cartagena la tripulación de los buques apresados, para que, en calidad de galeotes, ayudasen a reedificar las fortificaciones que habían derribado.
Lo que no dice la historia es si a más de la tripulación devolvieron los ingleses el botín tomado a los filibusteros.
Cuando los jefes de los piratas que se salvaron se reunieron en Santo Domingo con Ducassé, suplicaron a éste que pusiese pleito ante los tribunales franceses contra el barón de Pointis, por no haber repartido equitativamente entre todos lo tomado por él en Cartagena. Después de un largo litigio que costó un dineral, al fin los filibusteros obtuvieron una orden de los tribunales para que se les devolviese un millón y cuatrocientos mil francos. Sin embargo, los gastos del pleito, que duró largos años, y de los agentes pagados en Francia para que se ocupasen en el asunto, absorbieron casi toda aquella suma, y muy pocos de los piratas percibieron algo de ella.
Entre tanto habían enviado de España requisitorias contra el gobernador don Diego de los Ríos, por haber dejado perder a Cartagena, cuando hubiera podido defenderla con buen éxito.
Don Sancho Jimeno envió una relación circunstanciada de todos aquellos acontecimientos, corroborada por muchos testigos que firmaron en el expediente. El gobernador fue llamado a España para ser juzgado; un amigo suyo, don José Márquez, que con otros había salido de Cartagena con la escuadra enemiga, fue encarcelado en Madrid, con otros más, complicados en aquellos asuntos.
Como en España los juicios eran inacabables entonces, y a veces se empezaba a seguir alguna causa a un joven, el cual llegaba a viejo y moría sin que le hubiesen sentenciado, nunca se supo en el Nuevo Reino de Granada en qué paró la causa contra don Diego de los Ríos, y si al fin fue declarado culpado y castigado por su pereza y descuido, o si se le encontró reo de un delito más grave.
Ducassé fue llamado a Francia, en donde continuó sirviendo como jefe de escuadra en la marina real; se halló en las guerras de sucesión de Felipe V, y después de haber tomado parte en el bloqueo de Barcelona murió en 1715.
Pointis regresó a Francia y escribió una relación de lo sucedido en Cartagena. En las guerras de sucesión fue a servir en España bajo Felipe V; tuvo mal éxito en Gibraltar, y murió muy honrado por el rey de aquel país en 1707.
Tan de diverso modo juzga el mundo los hechos de los hombres, que los mismos a quienes unos llaman malandrines y bandidos, otros les consideran como caballeros a carta cabal.
Lo que no hemos podido averiguar es qué hacía la escuadra de don Diego de Zaldívar, conde de Saucedilla, que se dice se hallaba en la feria de Portobelo durante todo aquel tiempo. ¿Cómo no pudo auxiliar a Cartagena —que está a dos o tres días apenas distante de Portobelo—, desde los primeros días de abril hasta los primeros de junio en que partieron definitivamente los filibusteros?
Según el Aviso Histórico de don Dionisio Alcedo y Herrera, quien trató de levantar de la ruina a Cartagena, después de aquellas desventuras, fue el virrey del Perú don Melchor Portocarrero Lasso de la Vega, llamado vulgarmente Brazo de Plata, por tener de ese metal el brazo derecho, que había perdido en una batalla. Éste, apenas supo lo que había sucedido, mandó socorrer la plaza por la vía del istmo y por la de Quito y el Magdalena.
Mandó desde el Perú una guarnición de infantería, víveres y pertrechos, y envió como gobernador de la desmantelada plaza fuerte al maestre de campo don Juan Díaz Pimienta, gentilhombre de nobilísima familia, el cual llegó a Cartagena y al momento se ocupó de fortificarla de nuevo y con más acierto que antes del sitio de los filibusteros. El mismo autor dice que el marqués de Villahermosa reedificó las murallas de la Media Luna; que el brigadier don Antonio Salas aumentó y levantó el lienzo del muro de la playa marítima, y el brigadier don Pedro Fidalgo acabó de fortificar la ciudad con particular esmero.
Esta vez —es decir, en 1697—, fue la última en que los piratas se hicieron dueños de Cartagena. Los sitios que ha sufrido después han sido pocos, y solamente una vez entró el enemigo dentro de sus muros, aunque no puede decirse que la plaza se hubiera rendido, puesto que los patriotas la abandonaron, pero no la entregaron, ¡hoy hace setenta años!
Bogotá, diciembre 5 de 1885.
(Continuará...)
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