Crónica de los tres reyes
Prólogo
A la atención de la Guardia del Lobo:
La Crónica de los tres reyes es un antiguo manuscrito gilneano rescatado hace un siglo de una abadía que se desplomó en la Ciudad de Gilneas y sobre la cual años más tarde se edificó una fábrica de textiles. Algunos textos, los de más valor, fueron adquiridos por un librero local para su impresión y su distribución a particulares y a instituciones educativas; este, no obstante, fue comprado por un médico de quien se decía que llevaba a cabo prácticas alquímicas y demoníacas.
Es muy afortunado que dicha persona pertenezca a la organización y nos haya donado el original, de paso explicándonos las idas y venidas de un escrito tan peculiar y admirable. Os envío, de este modo, una transcripción de sus letras adaptando las grafías a nuestro común actual y modernizando el lenguaje lo justo para que se entienda fácilmente.
Atentamente, John Wolfgann.
Capítulo 1: De la Edad de Oro del hombre
Hubo un tiempo en que el hombre fue joven y gozaba del privilegio de una tierra virgen, que le brindaba sus frutos y sus amargores. La mujer lo seguía en esta carrera y juntos no temían al monstruo que se nombraba trol, ni al gnoll remedando una hiena, ni a fiera o alimaña alguna.
Si bien al principio eran los clanes y las familias los que regían la vida del sujeto —y unos primitivos reyes que no alcanzaban a poner orden en sus dominios— ya la industriosa humanidad había hecho progresos y forjaba el acero y componía rústicas armaduras a partir de las pieles del lobo, el oso, el venado y otras bestias que los bosques poblaban y que ella se ocupó de ahuyentar.
Se dice que el hombre cometió un pecado de soberbia al traspasar las tierras de caza de los pálidos hombrecillos que vivían al norte y dejarlos sin presas para que ellos las comiesen y se vistieran. Otros cuentan que fueron los seres a los que llamamos elfos los que sintieron su gobierno amenazado, sus animales en peligro y su reino acorralado por el hacendoso humano. Ni unos ni otros llevan razón, pues en verdad fue el afán de competición el que condujo al elfo a disputar con el humano por probar quién era más fuerte, más ágil y más taimado; y sabed que en esta era primigenia nos superaban con creces en artes y ciencias, pero en tanto que sus hembras apenas se reproducían, las nuestras fornicaban como conejos y daban a luz vástagos en camadas de seis o siete, si hemos de creernos lo que se cuenta en las viejas leyendas.
Empero con todo, lo que más tarde se conoció como la Cacería Salvaje tiene unos orígenes más humildes: la riña que dio principio al mito de estos jinetes no se debe al deporte venatorio ni a la guerra entre los reinos de hombres y elfos, sino a algo mucho más sencillo y bajo.
Capítulo 2: De los tres reyes y su homicida cacería
Ya hacía siglos que los elfos y los humanos eran vecinos y resulta natural de gentes curiosas intercambiar saberes y compartir experiencias, e incluso adoptar las lenguas de sus más cercanos allegados a fin de facilitarse la existencia y de enriquecerse con la cultura y el comercio extranjero.
Los elfos nos miraban con superioridad, pero ¿quién diría que nuestras especies no estaban destinadas a tratarse con cortesía y a comprenderse, cuando tan parecidos somos? En el semblante, sus rasgos son más finos que los nuestros y los hombres, menos barbados; las mujeres semejan sensuales púberes, ya frisen los trescientos o cuatrocientos años. Unas orejotas largas afean su rostro, pero no es crimen que no pueda disculparse, como sin duda ellos pensarán de nuestras más pequeñas y redondas orejas. Y ya en las complexiones, las suyas flacas, las nuestras fornidas, todo está sujeto a grado y hay hombres que como elfos lucen y elfos que poseen mayor robustez. En los ojos también hay distinción: brillan los suyos del color del cielo, en tanto los nuestros permanecen opacos; pero esta es una cosa de la que los poetas pueden aprovecharse para conseguir el beneficio de alguna dama élfica, que tan reputadas son en el lecho pese a su nula fertilidad.
Y con esta digresión el lector avispado ya intuirá de dónde parte la así llamada Cacería Salvaje: de los amores de una elfa y un humano. Del humano, el nombre se ha perdido; pero de la elfa no es poco lo que este modesto escritor ha llegado a conocer, consultando a renombrados eruditos de la elfidad que se han mostrado reticentes, y más a menudo a charlatanes y rufianes —que también los hay entre los elfos— de cuyas historias hubo que cribar mucha sandez y tontería. Así he llegado a conocer el nombre de esta mujer y su linaje: Leda Caminante del Sol, de la prosapia del fundador de la élfica nación, Dath'Remar; hechicera de dotes asombrosas y de aún más pasmante belleza. De ella se dice que hizo a su discípulo de magia, un hombre, su amante, y que este la abandonó, dejándola despechada y cultivando en su pecho las semillas de un infernal odio.
A los otros dos se refieren por Caeras Caminante del Sol, cazador maldito al que se le acusa de arrojar los canes del infierno contra aquellos que participaron de su asesinato, y Dumhar Caminante del Sol, un bravo guerrero y mago que quería exterminar a la humanidad para así ampliar la gloria y el territorio de los elfos. De entre estos tres, Dumhar era el líder, pero sus partidarios obedecían a todos por igual y rara vez entre sí discrepaban: tras verse ofendida la dignidad de Leda, sus otros dos primos se sirvieron de la coyuntura para lanzar su macabra cacería por las humanas tierras y así comenzó el mito que ha sido tan equivocadamente aludido como la Cacería Salvaje.
Capítulo 3: De la auténtica Cacería Salvaje
Muchos son los relatos de las matanzas cometidas por la Cacería Salvaje: se dice entre el vulgo que cogían a quienes pillaban por los caminos y los mataban, pero se les atribuye una sobrehumana naturaleza, de ánimas que vagan rencorosas por el mundo, y eso no es cierto; esa es la mentira que los elfos han propagado para que se olviden los nombres de estos tres desquiciados miembros de su realeza, y que les viene al pelo a los campesinos para explicar las tropelías de los bandidos que aun en estos días de claridad de pensamiento y juicio todavía acechan en las carreteras.
Todo me hace sospechar que estos sedicentes reyezuelos elegían como objetivo pequeñas aldeas y las atacaban letalmente, diezmando a la población antes de que sus caras ver pudieran. A las patrullas contra ellos mandadas las despistaban en el bosque con sus cuernos de caza, las dividían y las aniquilaban a espada, flecha y conjuro, según conviniera. Y existe el rumor de que extendían extrañas pestes allá por donde iban, que hacían sangrar a los hombres y los debilitaban en combate.
¿Cómo, entonces, un ejército tan infame, en una época tan delicada, pudo caer, desaparecer y ser preterido de todos? Porque los elfos, temerosos de que se resintieran sus relaciones y de que pronto se tomasen represalias contra ellos, dada la mayor natalidad y el creciente número de los humanos, enviaron sicarios por orden de su rey para ejecutarlos. Y debieron de tener éxito, pues pronto sus crímenes pasaron a la historia y poco después al olvido, aderezados de mitología y superstición sin sentido. De sus cadáveres se deshicieron, si lo que he oído es cierto, en el Bosque de Argénteos, donde realizaron su última batida; y los enterraron en una común fosa, sin consagrar sus almas y sin reconocerles con homenajes ni caros sepulcros el prestigio que, por su sangre real, merecían.
Capítulo 4: De posteriores supercherías
Con muchas variaciones, todos los niños han escuchado hablar de jinetes que recorren Lordaeron con perros de caza o lobos que aúllan. Usan los padres de estos cuentos para espantarlos y para evitar que se les fuguen por las noches para robar o copular.
Otros, prudentes de la ira divina, juzgan que este espectral desfile es un castigo contra nosotros impuesto por habernos alejado de las leyes de la Iglesia de la Luz y de sus buenos mandamientos. Y aun otros, más insensatos aún, piensan que es un presagio de alguna calamidad que pronto azotará el norte e infligirá una herida de muerte al género humano. No son más que necios: sus fantasmas no deambulan por la tierra y la Luz no consentirá que los hijos de los hombres sufran tan grave daño, tan ultrajante destino. No hay que hacer caso, por consiguiente, a tales predicadores agoreros y antes sí conmiserarse de ellos y de su extrema y trastornada piedad.
Con esto concluyo la Crónica de los tres reyes, un nombre más propio y acertado para esta narración que el de la Cacería Salvaje, del que tanto gustan los bardos y los hombres de a pie. Espero, lector, que algo en claro hayas sacado de esto y que a desmontar te ayude las falsedades y las supersticiones que no cumple que se continúen propalando en este país bendecido por la Luz.
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