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la tristeza vino después
Díganme si no han tenido ganas de llorar, así, de la nada cuando escuchan una hermosa canción o ven alguien bailar o recuerdan algo que ya pasó o ven a un bebé sonreír a su mamá díganme si no les ha pasado que miran al cielo y de repente sienten que los ojos se les hace agua díganme si las veces que les tocó llorar de la risa no tuvieron la sospecha de que en esas lágrimas había algo más como el miedo de que esas risas no vuelvan más A veces voy en el tren, o en el bondi, o caminando por la calle a la sombra de los árboles la mente en blanco, el andar firme, y la melancolía llega por algún lado, furtiva como una sombra, y de pronto en mis ojos hay lágrimas que van a parar a la manga de la camisa porque no sé qué hacer con ellas, gran debilidad Será que pienso en la vida que llevo en la vida que llevan los que quiero en lo perdido, lo ganado y lo prestado me han dicho que es tristeza, que es el espíritu adolorido pero yo creo que hay algo más Quizá sea el lamento de saber que la vida no cabe en la hermosura del mundo que hay tanto bien que pasa desapercibido tanto amor no correspondido y tantos sueños que mueren sin haber nacido Quizá sea la admiración que me causa saber que a pesar de tanta mierda y tanta pena que sobre tanta basura somos capaces de la bondad capaces de crear lo eterno y lo magnífico de pintarle la cara a la nada con una canción con una danza y un buen corazón de arder de sentimiento como un fuego embravecido y en llamas llegar al cielo y ser estrella, ser constelación y guía de los que vendrán después Supongo que no habrán tenido cómo llamar a todo esto no habrán sabido cómo identificarlo así que le llamaron, también, tristeza porque hace que uno llore Pero creo que las lágrimas fueron primero, la tristeza vino después
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sobre la situación de la educación pública universitaria
Originalmente publicado el 27/08/2018
Mi nombre es Alvaro Groppa, soy ingeniero industrial recibido de la UNT, y creo que tenemos que dejar de mentirnos.
Antes de agarrarte la cabeza y empezar a putearme, te pido por favor que primero leas.
Yo también estoy a favor de una universidad pública, laica, gratuita y de calidad, pero la realidad es que eso no es como debería (aunque puedo conceder que es indiscutiblemente laica y pública).
Ingresé a la Facultad de Ciencias Exactas y Tecnología en el año 2011, guiado, igual que muchos otros, por esta noción de que la casa de Juan B. Terán era una institución de sumo prestigio y calidad educativa. Al principio mi entusiasmo por la vida universitaria me mantuvo optimista frente a los primeros choques con la realidad, como los anfiteatros superpoblados, la precariedad de los baños y la falta de insumos en laboratorios, pero estoy bien pasado el punto en que considero que no tiene sentido negar lo evidente.
Estuve en la facultad siete años, seis de los cuales cursé tiempo completo 45 materias, y puedo decir con total franqueza que me sobran los dedos de las manos para enumerar a los docentes que llegué a admirar por la forma en que se tomaban verdaderamente en serio su vocación. En cuanto al resto, si bien no cuestiono su preparación, sí pongo en duda su predisposición a desempeñarse adecuadamente y/o los métodos con los que encaraban cada clase. Durante mi tiempo en la UNT fui testigo de muchas muestras de negligencia e irresponsabilidad por parte de docentes y, lamentablemente, de no pocos atropellos hacia los estudiantes, algunos incluso tales que en cualquier otro ámbito de la vida pública serían intolerables.
¿Banco la lucha docente? Sí, pero la de los docentes que se toman su trabajo en serio, que se preocupan porque uno aprenda y que desean el progreso del alumnado, que creen en la educación pública y se esmeran para que el resto también lo haga. La lucha de aquellos, en cambio, que están ahí porque no saben qué más hacer, porque quieren tener un cargo para cobrar a fin de mes, que están más preocupados con mostrar estatus y poder que impartir conocimiento, ellos no tienen mi más mínimo apoyo, porque son el principal factor de deterioro en la calidad educativa en la UNT. El último ranking de universidades del CSIS no ubica a la UNT entre las mejores 100 de Latinoamérica (solamente hay nueve argentinas), ni entre las mejores 2000 a nivel global. (1).
En las redes sociales se repite una y otra vez con gran alarma que quieren “matar” a las universidades públicas. Si bien confío en que estamos muy lejos de un acontecimiento tan nefasto, decir, por ejemplo, que a la UNT le están por matar sería de algún modo presuponer que se encuentra en buen estado de salud y que van a arrebatárselo de un momento a otro. La realidad en cambio es que la UNT viene agonizando hace años y años, y el desfinanciamiento que ahora sufre no sería en cualquier caso un golpe asesino sino más bien uno de gracia. La UNT jamás recibió tantos fondos en su historia como durante los años de operación de Minera Alumbrera, legalmente obligada a aportar a la universidad; sin embargo eso no evitó que se cayera un anfiteatro en Filosofía y Letras, ni que los alumnos de Química, Bioquímica y Farmacia sigan en la centenaria sede de calle Ayacucho en lugar de mudarse al edificio jamás terminado de la Quinta Agronómica, ni que las obras en la Ciudad Universitaria quedaran inconclusas; no ayudó tampoco a que haya herramientas e insumos en los laboratorios, ni a que se modernicen los talleres de la Facultad de Ciencias Exactas ni a que dejen de circular ratas en los pasillos de las sedes del Parque 9 de Julio ni a que el edificio de la Facultad de Artes deje de caerse a pedazos. En los libros contables de la UNT hay 350 millones de pesos que ninguna autoridad puede decir dónde fueron a parar, y eso que hablamos solo de las regalías mineras. (2).
Yo sí quiero más presupuesto para la educación pública, pero antes quiero que se haga buen uso de la guita que ya hay. Quiero que la UNT sea debidamente auditada. Quiero que estudiantes, docentes y la comunidad en general sepan exactamente a dónde va cada centavo de financiación. Quiero transparencia, porque esto no es gratis (¡basta de decir que es gratis!), esto lo pagamos todos. Quiero que los que no puedan cerrar los balances vayan presos y que lo que falte se recupere. Si no hay transparencia, podemos aumentar el presupuesto un 1000% y no va a ser suficiente.
Y no nos detengamos en el presupuesto, porque tener una educación de calidad no pasa solamente por meter y meter plata. Si queremos educación de calidad empecemos por terminar de una vez con privilegios, por evaluar debidamente el desempeño docente, por cortar con la costumbre de asignar cargos con la punta del dedo, por correr a los estudiantes crónicos que van a figurar en una agrupación política en lugar de meter materias y por echar a burócratas parásitos que están ahí cobrando un sueldo por dilatar trámites inservibles; necesitamos modernizar los planes de estudio e invertir en tecnología; necesitamos que los alumnos que verdaderamente lo necesitan tengan becas completas y que los que tienen un mejor pasar económico abonen una cuota por el monto que les corresponde. SÍ, los que pueden deberían pagarla, ¿saben por qué? Porque del magro 19% de todos los estudiantes universitarios de este país que logra recibirse (la tasa más baja de América Latina) (3), el 71% pertenecen a los dos quintiles de poder socioeconómico más elevados (los dos quintiles más pobres aportan solo el 13% del total de recibidos). (4). Es decir que los impuestos que pagan pequeños empresarios que la reman todos los días están financiando indirectamente la educación de personas que, en su gran mayoría, podrían perfectamente pagar sus estudios superiores por su cuenta. No sé para vos, pero para mí, un sistema que favorece que los que menos tienen financien a los que más tienen no es desde ningún punto de vista inclusivo. Y sé que a lo mejor la universidad pública te da a vos o a alguien que vos conocés una posibilidad de estudiar que de otra forma no existiría, por lo que de todo corazón me alegro mucho, pero es la excepción, no la regla; la abrumadora mayoría de la gente a quienes la universidad pública debería ayudar en su formación no puedan aprovecharla. Así que eso de repetir como loros que la universidad pública es una fuente de movilidad social tiene también que terminar, porque suena hermoso en teoría, pero en la práctica no puede estar más alejado de la realidad.
Y tenemos también que dejar de conformarnos con migas. Siempre que uno se cuestiona sobre el estado de las cosas en la universidad pública, la respuesta es invariablemente: “y bueno, es la universidad pública”; es decir, lo público tiene que ser así, tiene que ser incompleto e ineficiente y no puede ser de otra forma. Nuestra resignación frente a la mediocridad es el mejor cheque en blanco que pueden tener los que están arriba para no mover un dedo hacia mejorar las cosas. Mientras tanto millones de pesos desaparecen, la infraestructura y los planes de estudio siguen siendo octogenarios, los estudiantes de menores recursos siguen desertando por la necesidad de trabajar, sigue habiendo cátedras que no rinden cuenta de nada y los profesionales verdaderamente comprometidos siguen migrando irremediablemente a la enseñanza privada.
El presupuesto es solo la punta del témpano. #SinUniversidadPúblicaNoHayFuturo, es verdad, pero sin ver el panorama amplio y sin dejar de mentirnos con eslóganes vacíos tampoco puede haber universidad pública. Lo que sí puede llegar a existir en cambio es una fachada, una institución que todos nos pondremos de acuerdo en seguir llamando “universidad pública” y que solo servirá a los efectos de inflar de más aire viciado el orgullo nacional, y a muy poco más.
1. Consejo Superior de Investigaciones Científicas, mayor organismo público de investigación de España. Este listado es bastante abarcativo, en otros la UNT ni siquiera figura:http://www.webometrics.info/en/Latin_America 2. “Indagan en la UNT por las regalías mineras”https://www.lagaceta.com.ar/…/indagan-unt-regalias-mineras.… 3. “Solo 2 de cada 10 argentinos logra graduarse de la universidad”https://www.clarin.com/…/tasa-graduados-universitarios-arge… 4. Dra. García de Fanelli, A. “La cuestión de la graduación en las universidades nacionales de la Argentina: Indicadores y políticas públicas a comienzos del siglo XXI”. http://www.scielo.org.ar/scielo.php…
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consejos de una tarde frustrada en el teatro
Originalmente publicado el 25/08/2018
Estoy sentado en ese teatro magnánimo, hermoso, abierto y bien equipado como ninguno al que he ido nunca en mi vida, y no puedo creer lo que estoy escuchando. Los sonidos se suceden con rapidez, son chirridos ácidos, agudos, punzantes que se suceden a toda velocidad, alternándose entre el violín, el piano y el violonchelo, con una ocasional intervención del resto de la orquesta para aumentar el dramatismo de la situación. Supuestamente est un tango, pero más parece una música de persecución, una música que sonaría en el fondo de la película en la que alguna cosa horrenda me persigue por un pasillo a toda velocidad y no hay escapatoria. Me siento incómodo en mi asiento, siento una sensación de alarma en el fondo de mi cabeza. El público está azorado, conteniendo la respiración.
El maestro, un calvo con chiva cruza de Gustavo Cordera y el padre de Luna Lunati, da un último gesto con su batuta, y ZAS! silencio.
La gente se para, aplaude, vitorea; un tipo de la fila de adelante pone sus dos brazos en alto y los mueve arriba y abajo, como adorando un ídolo fenicio.
Solo hay un veredicto sres: lo que acabo de escuchar es una mierda tan soberana que deberían admitirla como miembro pleno en la ONU. ¿Qué poronga acaban de tocar estos tipos?
“Quéh ahgitacióhn, que caohs, es cohmo la ciudahd”, comentan dos en la fila de atrás, esforzándose por poner haches intermedias en toda sílaba en la que quepan, de modo que ningún mortal a su alrededor deje de darse cuenta qué refinadas y distinguidas son, no sea cosa que las confundan con el vulgo que se pasó la adolescencia escuchando Calamaro y Aerosmith. El inadaptado del frente sigue haciendo reverencias, todos aplauden, el Cordera trucho se da vueta y se inclina, otra ronda de aplausos, se va sin decir palabra, silencio. Los músicos de la orquesta quedan sentados mirándose las caras, como vienen haciendo desde que esa cacofonía espantosa arrancó hará cosa de quince minutos, se los puede ver conversando; Cordera trucho vuelve a entrar, aplausos, OTRA vez.
Tengo una pregunta que me hace ping pong en el cerebro hace años y años, y que en estos momentos de espectador frustrado me explota dentro del cráneo como una bolsa de maíces puestas sobre la estufa: por qué carajo se aplaude tanto? Vamos a festejarle todo al cabeza de rodilla este? Entra, aplauso; sale, aplauso. El tipo se vuelve a ir aplauso; vuelve a entrar, aplauso. Dice dos palabras al público, aplauso. Se da vuelta, aplauso. No hace nada, aplauso doble. Con la orquesta lo mismo. Tan grande tienen el ego los músicos? Tanta atención necesitan? Por qué les damos con el gusto? En lo que va del show Samapoli desnutrido se va yendo del y volviendo al escenario tres veces, y en todas lo aplaudieron. Será que yo soy un ignorante absoluto, y en el tiempo que desaparece en realidad está adoptando niños del Chaco, haciendo una operación a corazón abierto, apagando un incendio en un hogar de ancianos? Mala mía, yo lo hacía tirándose besitos al espejo mientras se frota aceite de lino en la cabeza. De todas formas, qué corto hay que tener el pito para estar haciendo que te aplaudan cada cinco minutos.
La promesa de una mejor canción me calma, incluso me inmuniza a la discusióhn instruíhda que ocurre detrás mío. El pelado sale, con otros músicos que lo que tiene de capos también lo tienen de vanidosos. Cumplidas las siguientes 25 rondas de aplausos, el tema larga, y los ojos se me ponen como platos.
ES UNA VERGA
ES PEOR QUE EL ANTERIOR
LA PUTA MADREEEEEEEEEEEEEE
Ahí está, el violonchelo principal, su manojo de canas atado a la nuca, moviendo el arco de su instrumento de tal modo que brotan unas notas que no describen ninguna melodía que transmita goce o placer o emoción alguna, sino más bien una sucesión desagradable versos sosos y aburridos, incoherentes, desconectados. Ahí está la orquesta, a su alrededor, cada miembro buscando qué parte del cuerpo tinquearse, esperando los momentos exactos en los que la partitura dicta que deben reforzar la melodía principal , de modo que la porquería solista se convierta en una megaporquería durante breves segundos antes de que los violines bajen y las manos y las cabezas se relajen. Treinta músicos decorando la escena para que un solo tipo desperdicie su talento en tocar una canción de mierda.
Me propongo seriamente rajar de ahí, gritarle a alguien en la cara, pararme y detener el show y denunciar lo lamentable del espectáculo, pero claramente no tengo los huevos de molestar a los jubilados del final de la fila y me quedo sentado.
Pregunto, ¿cuántos audiencias se habrán clavado de esta forma, escuchando composiciones de mierda de esos juanperez que solo por haber estudiado música en Europa acá les tiran la alfombra roja y los reciben como genios vivientes? Déjense de joder, muchachos, si la partitura es una mierda es una mierda, piensen un poco en los pobres seres que venimos a empaparnos de cultura para cerrar una semana que parecieron dos y tener de qué pavonearse con las amigas de las novias de sus amigos. Pónganla como papel higiénico en el baño, le van a dar un mejor uso.
La tortura se acaba; una marea de 600 hijos de puta aplauden como si acabaran de ver a Queen en Wembley, y yo me siento más solo que Náufrago flotando sin Wilson en medio del mar. ¿Será posible? ¿Soy el único ser que casi se duerme en medio del show? Me rehúso a aplaudir semejante basura. Miro a mi alrededor, y no, todos aplauden, y me imagino que a algunos les sangran las manos de tanto chocarlas.
El Transportadorcito sube de nuevo, su pelada como un espejo hecho de cutis capilar reseco que refleja la luz de los focos del auditorio directo a los ojos, es un brillo tan cegador que no lo puedo ver meneando la batuta en señal de que va a largar la última canción. Qué choto, pienso, otra canción de mierda. Me dispongo a levantarme e irme, y de pronto un son cubano sensual y curvilíneo empieza a sonar; ya no es un despliegue de individualidades mal articuladas, ahora está toda la orquesta metida y colaborando con entusiasmo, sonriente, con un ímpetu y una ansiedad que imprimen de energía el show. La música sube y baja de intensidad por períodos, y las trompetas hacen cochinamente lo suyo, y todo está tan bien que me pregunto por qué carajo no largaron este tipo de música, potente, plena, entretenida, fogosa y apta para bailar hasta desnudarse desde un principio.
El tema termina en un aplauso muy merecido, me sumo, aunque con ciertas reservas. Los músicos que hicieron UN solo tema de los cuatro suben DE NUEVO, porque quieren que los SIGAN APLAUDIENDO, y la gente les da con el gusto. Son músicos muchachos, es hermoso lo que hacen pero tampoco para volverse tarado chocando las manos por ustedes. Imaginate si como sociedad aplaudiésemos de esa manera a médicos, bomberos y maestros.
Me rompiste el corazón, Rodillín, cuatro temas hiciste y solo uno fue decente, los otros tres una cagada. Salgo del teatro, el frío me da de lleno en la dentadura, me dispongo a volver a la casa masticando bronca, y dejo un par de lecciones para la próxima vez que vayan a ver una sinfónica.
Crean en la vocación meritocrática del aplauso. Aplaudir cuando los artistas entran, sí; cuando se van, también; cuando terminan de tocar un temazo, obvio que sí; cuando vuelven a entrar o cuando tocan un tema de mierda NO. Contribuyamos a la calidad del espectáculo haciendo saber nuestra experiencia #MiAplausoMiDecisión
Que un tipo tenga siete post-doctorados de violín en Europa no lo hace buen compositor
El público súpehr cultoh es muy probablemente un manojo de salames que expresan su gusto por algo exclusivamente porque a nadie más le gusta, no sean como ellos
Lávense las manos antes y después de cada comida
Visiten mis otras entradas :^)
Saludos y buenas noches, espero que estén teniendo un mejor viernes que el mío.
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breve lista de cosas en las que creer
Originalmente publicado el 05/08/2018
Creer en la justicia, en la sinceridad y en la honestidad Creer en la redención, en la bondad y en los nuevos comienzos Creer en la superación, en la sorpresa y en que siempre hay un mañana mejor Creer en los secretos que esconden las sonrisas, creer en los encuentros y reencuentros, creer que las heridas pueden curar y que no dura para siempre el dolor Que las lágrimas nunca hacen daño y que no hay mal que que la risa no pueda calmar Creer en los días de sol y los días de lluvia, en las noches de estrellas infinitas y las mañanas de domingo Creer en las tardes de mate y café creer en los asados, la birra y el fernet Creer en las revanchas, en la trascendencia, en el alma y en el sacrificio Creer en el trabajo, la transpiración, el dolor de la superación Creer en los sueños, siempre creer en los sueños creer con mucha fuerza que los sueños pueden ser verdad y que existe algo más de lo que ven los ojos y siente la piel y confabula la mente Creer en el corazón y con el corazón Creer en la amistad, pero no en lo eterno; Creer en el otro, pero no en cualquiera; Creer en el perdón, jamás en el olvido; Creer que la felicidad se construye pero no en que se encuentra; Y creer por supuesto en el amor amor como motor amor como sostén amor como guía y como inconmensurable libertad como una libertad plena y absoluta como una realización del ser del alma y del espíritu Creer en el amor como cimiento de todo lo que vale la pena Como motivación primera y consecuencia última Creer, finalmente, que todo lo que se cree en este mundo determina el mundo que terminamos creando
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un puerto
Originalmente publicado el 05/08/2018
Hay en un mar lejano un lugar de la costa un lugar donde todo está hecho de sal y piedra Rara vez hay días soleados y el puerto solitario, de palotes enmohecidos rememora tiempos muertos y mejores con burdeles y cantinas y bullicio y bambalinas Multitudes de banderas multitudes de canciones reposan todavía en la memoria de un viejo marinero que se sienta sobre el muelle y mira durante horas el oleaje, las gaviotas, los picos pedregosos que emergen cual alfileres de esa gran roca sumergida donde la bahía reposa, más muerta que dormida El tiempo se escurre por sus arrugas de cangrejo y sus ojos de calamar y cuando el viento sopla, él no se da cuenta, los callos de sus manos dibujan maniobras siguiendo los latidos de la marea y hacen nudos con las fibras de aire salado y cierra los ojos como solo lo hacen los que conocen y añoran la inconmensurable, infinita, imbatible, libertad del mar La niebla cae completa los días de mayor soledad y las almas que ahí quedan, ahogan el tiempo en ron y lo único que queda es sal, viento, agua, marea, memorias
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breve crónica de la peste
Originalmente publicado 02/04/2018
I
Eran las dos de la mañana un día de semana, y en el canal de noticias terminaba una entrevista llena de nada para dar lugar a la re-emisión de los títulos de las seis de la tarde.
Me alegré, porque supe que con eso podría finalmente irme a dormir. Sabía, por pura repetición, que más o menos a esa hora, después de dos cervezas y el estómago a medio llenar de insípida comida de cartón congelado, con el silencio de la calle, la tenue luz de la lámpara de pie, con el ronronear de la sala de máquinas dos pisos más abajo y con la fatiga acumulada por otro día inacabable en la oficina podría finalmente apagar la pantalla, acostarme en el cuarto de huéspedes sin deshacer la cama y mirar en paz las manchas de humedad del techo otra media hora antes de conciliar el sueño.
Ese era el más importante de los deprimentes rituales de la vida sin Leonor. La historia de la humanidad está referida al nacimiento de Cristo, y yo creo que la historia de un hombre puede sin problemas referirse a lo que vive con la mujer de su vida. El principio, los altos, los bajos, las nadas, el final. Para mí era claro como el agua. Antes de ella había habido un yo, durante ella otro, y ahora, tres semanas y cinco días después de ella, quedaba otro yo, el que hoy apodo el insomne. Un tipo al que toda la ropa la quedaba grande y que se aferraba a las colchas cinco minutos más todas las mañanas no por pereza sino por pavor a enfrentar otra día más al mundo sabiéndose solo.
Leonor se había ido sin dar explicaciones. Ni cartas, ni mensajes, ni notas pegadas en la heladera, ni domicilio ni teléfono, ni nombre de algún machito con quien ir a matarse a trompadas para salvaguardar el honor. Sólo había dejado su abrigo de piel, muy pesado para cargar, supuse, y un silencio de sepulcro que se adueñó de todo el departamento y parecía perseguirme por todas partes. Salía todas las mañanas, caminando por la Santiago rumbo a la oficina, con la horrible sensación que me seguía hasta el edificio de la empresa y se filtraba por el ascensor y se sentaba a mi lado en el escritorio. Lograba sacudirme la inquietud concentrándome en mi trabajo, en hacer llamadas, aguantarme las puteadas de los proveedores, llenar planillas con desgano y fingir interés por las conversaciones de fútbol de mis compañeros. Pero no podía librarme de la certeza de que cuando volviera a casa el silencio ahí estaría, adherido a las paredes y al techo, pegoteado en la grasa de la pila de platos sucios, mezclado con el polvo que juntaban las sábanas de la cama doble en el cuarto que ya no usaba, disuelto en el aire mismo, esperándome como un huésped indeseado.
Cuando sonaban las seis de la tarde y todos en la oficina se iban a casa a ver a sus familias, yo me sentía escupido de nuevo a una realidad que ya no era la misma. Salía del edificio, me paraba en la vereda y sentía mi brújula interna oscilar indecisa, sin saber qué dirección marcar. Pensaba fugazmente en cómo Leonor salía de trabajar un poco antes, y yo me iba a casa con la discreta alegría de saber que ella me esperaba, que la encontraría ahí absorta en una novela criminal, con un tema de moda sonando bajo en el equipo, que la abrazaría y la besaría y tomaríamos unos mates y conversaríamos un rato antes de que yo me fuera al gimnasio y ella a jugar al tenis o a encontrarse con alguna amiga, y que después compartiríamos la cena y el calor de las sábanas. Una certeza que era una pequeña llama en el corazón.
Ahora en cambio bajaba por la Monteagudo y al llegar a la esquina de la Santiago sentía una urgencia de ir a cualquier otra parte. Volver al departamento era volver al tenebroso silencio, a una cocina sin luz, a una pava fría y una radio muda, a una casa que no era la mía aunque yo viviera ahí después de ctanto y que no abandonaba por estar aferrado a memorias consumadas e irrepetibles. De pensar en ello me invadía una sensación que era cruza entre tristeza y pánico, y entonces giraba sobre mis talones y sin saber bien lo que hacía me aventuraba por el cemento hervido por el sol de mitades de enero y me perdía en medio de ese hormiguero que es San Miguel de Tucumán.
Se me hizo así costumbre salir del trabajo e ir directo a Barrio Norte o a la peatonal de la Muñecas e instalarme en un café a leer cualquier cosa que publicaran los diarios del día. Cuidaba siempre de ubicarme en una mesa que tuviera vista a la calle, si no era en la vereda misma, por si ninguna lectura resultase interesante y tuviera que conformarme con ver pasar a la gente y preguntarme sobre sus vidas, hacer fabulaciones y conjeturas, darles y quitarles cualidades según los caprichos de mis fantasías. De vez en cuando pasaba algún viejo conocido, me saludaba, conversábamos un rato, nada importante, y seguían su camino, y me angustiaba pensando que todos se quedaban poco rato porque tenían cosas que hacer y lugares en los que estar; todos seguían siempre, resueltos y seguro de a dónde iban, mientras yo había quedado atrapado en esa existencia circular que empezaba en el insomnio, seguía en las cuatro paredes blancas de la oficina y pasaba al café de las terrazas y todo de nuevo desde hacía semanas.
Ese día había sido exactamente igual. Los mismos bares, las mismas veredas, las mismas sombras en cada calle, la misma rutina, el mismo silencio. Antes de irme a dormir me asomé al balcón, a tomar una bocanada de aire. Me paré ahí, sumergido en la húmeda oscuridad, mirando sin pestañear la calle Maipú, los arcos del edificio de la sirio-libanesa, las luces amarillentas, la calma. Cerré la puerta del balcón para que el ruido del televisor no se vertiera al exterior, y espiré largo y sostenido. Recordé de pronto lo mucho que me había gustado siempre ver la ciudad dormida. Tenía una belleza extraña, poética. Un lugar donde vive tanta gente, donde tantos seres humanos todos los días corren, gritan, tocan bocina, se atropellan, se insultan, se ignoran, se abrazan y se saludan, de pronto totalmente calmo y apaciguado. Era fascinante.
Me encontraba apoyado sobre la baranda cuando un murmullo me sacó de mis pensamientos. Venía directamente del balcón de arriba. Era una voz de mujer, llena de aflicción. Agucé el oído, y en la quietud de las tres de la mañana de a poco empecé a distinguir algunas palabras: su marido no aparecía por ninguna parte. Por el modo de hablar imaginé que se lo estaría contando a una hermana o una amiga. Él no se iría sin avisar, decía, le debe haber pasado algo. Nadie lo había visto ni tenía noticias de él. La denuncia estaba hecha, y había poco más para hacer. No podía dormir, decía.
El murmullo disminuyó súbitamente, y el ruido de la puerta corrediza del balcón al cerrarse resonó crudamente en la noche.
Dos días nada más. Pobre mujer, pensé, lo que le espera.
Sentí un sabor amargo en la boca. Haber sido parte involuntaria de esta escena había vuelto a abrir algunas cicatrices que, no sabía, había logrado cerrar. Me sentí estafado, frustrado, y de pronto tenía tal bronca contra todo que decidí que lo mejor era ir a fumármela en la cama antes de que en un impulso tirara una maceta por el balcón. Fui a apagar la tele, pero la placa que ponía la re-emisión de las notas de las seis de la tarde me hizo detenerme en seco. Lo leí varias veces antes de bajar el control remoto, que había quedado suspendido en el aire.
El título me impactó tanto que puedo recitarlo de memoria: “Alarmante Aumento en las Denuncias por Desapariciones”. Subí un poco el volumen, y me enteré que las denuncias se habían multiplicado por diez en el último mes, y que ningún especialista podía explicar el fenómeno. Los presentadores hablaban sin mostrar ningún signo de emoción sobre cómo la filtración de este dato había dado nuevo impulso a la búsqueda de unos nenes desaparecidos. Yo en cambio tenía la piel erizada.
Decidí que no necesitaba escuchar más. Apagué la tele y me quedé parado en medio del salón, mirando cómo unas cuantas mariposas grises revoloteaban alrededor de la lámpara de pie.
Me sentía incómodo, como si tuviera un cascarudo apoyado en alguna parte de mi cuerpo. Pensé que el mundo no iba nunca a dejarme tranquilo, que iba siempre a encontrar nuevas formas de recordarme que mi ex novia se había también esfumado de mi departamento como una nube de vapor. Me sentí agobiado. Dejé la lámpara prendida, me dirigí al cuarto y me recosté vestido sobre la cama sin deshacer, dándole vueltas al asunto.
Y de la nada, instantáneamente, llegó el sueño, y fue tan profundo y tan sereno que no escuché la alarma al día siguiente.
II
Desperté cerca del mediodía, envuelto en una maraña viscosa de humedad y rayos solares. Tenía la nuca transpirada, los párpados pesados y las pupilas ardientes. Me sentía desorientado. Quise tragar saliva, pero en mi garganta solo había pegotes resecos, ásperos. Me levanté y me dirigí al baño a paso arrítmico, y entré a la ducha tras desvestirme con dificultad.
Mi cabeza parecía pesar diez kilos de más. Me paré bajo la ducha, dejando que el agua fría operara su magia. Había soñado anoche. De pronto sentí que recordar qué era de una importancia infinita. Por mi memoria recorrían pantallazos fugaces, imágenes borrosas en las que los colores y algunas formas indefinibles se repetían. Una secuencia borrosa se reiniciaba incesantemente. Salí de la ducha, me sequé, y sentado sobre el inodoro me di cuenta que estaba tan cansado como si no hubiera dormido nada. Era imposible ganar en este juego del sueño, pensé.
Llamé al trabajo para avisar que había tenido un inconveniente durante la mañana, que estaría ahí a la tarde. Salí del departamento con rapidez, ahuyentado por el silencio y la sensación de claustrofobia. Me dirigí a un restaurante cercano a hacer tiempo, y mientras caminaba bajo el ardiente sol y las primeras gotas de transpiración se formaban en mi sienes, algo raro flotaba en el aire. Iba tan ensimismado en mis pensamientos, como siempre, que tardé en darme cuenta, y fue más una especie de alerta del instinto que una observación consciente lo que me obligó a detenerme sobre mis pasos y observar qué era lo que pasaba a mi alrededor.
Pocas veces había visto tantos autos abarrotados frente a mi departamento. El ruido de bocinas era insoportable, los ánimos estaban muy caldeados. Dos hombres intercambiaban insultos parados al lado de sus vehículos, separados por una fila de vehículos cuyos conductores soportaban estoicamente el estancamiento del tráfico. Miré más adelante: en la esquina siguiente, Maipú y Santiago, donde se ubica la comisaría, había tal amontonamiento de gente que la calzada estaba reducida, y solo cabía un vehículo a la vez.
Desde esa dirección venía caminando una mujer joven que pasó delante mío. Llevaba una expresión funeraria en su rostro, la que porta una persona que está consumida por una pena que no puede describir. Me inspiró tal compasión que la seguí con la mirada, dando media vuelta sobre mis talones. Mientras la veía alejarse, preguntándome si debía hacer algo, noté que a mi derecha había un hombre mayor apoyado contra una pared, y vi en su cara la misma expresión. Estaba pobremente oculta bajo esa capa de rudeza masculina que a todos nos enseñan de chicos pero que en situaciones límite simplemente no alcanza. Fue tal mi extrañeza que supuse en un primer momento que serían conocidos, él y la mujer joven, y que habrían vivido la misma tragedia.
Avancé hacia la esquina, y en lugar de doblar hacia la izquierda, crucé la calle y me dirigí al tumulto, poseído por la curiosidad, y también por un vago sentimiento de alarma. El abrasador sol de mediodía no había impedido que toda esta gente se mantuviese congregada, los rostros llenos de aflicción, de indignación, de bronca. Permanecí mudo, observando la situación. Las bocinas chillaban, los motores acelerados de los autos que lograban adelantarse al espacio disponible en la calzada rugían detrás de la aglomeración de gente, que se mantenía extrañamente en silencio. Algunos grupos reducidos hablaban entre sí, sus voces ahogadas por la cacofonía del fondo, gesticulaban con las manos de modo exagerado, algunos aguantándose las lágrimas, otros con furia contenida. Estaban esperando una noticia con el corazón en la garganta.
Quise asomarme a preguntar, pero me sentí intimidado. Algo dentro mío se resistía a molestarlos con preguntas. Miré mi reloj; tenía tiempo. La transpiración ya se acumulaba bajo mis brazos, en medio de mis piernas, en el cuello de la camisa, pero me negué a apartarme. Quería esperar y ver qué pasaba.
Un oficial de policía se asomó a la puerta. La visera de su gorra le tapaba la mitad de la cara, pero su figura y su porte sugerían que era muy joven. Todos contuvieron la respiración.
El oficial, visiblemente incómodo, alzó la voz: – Señores, por favor van a tener que esperar. Estamos con… –
Un abucheo, como una explosión largamente contenida, lo interrumpió. Algunos hombres saltaron hacia adelante con vehemencia, comenzaron a gritarle a centímetros de la cara. La congregación se aglutinó en torno al oficial proliferando insultos. Algo salió volando por el aire, y dio de lleno en el marco de la puerta. El agente, desbordado, solo atinaba a sostener sus palmas abiertas delante de su pecho, pidiendo en vano calma a la muchedumbre alterada.
Unas manos se asomaron por detrás de la puerta, y tiraron al joven oficial hacia dentro del edificio. Las puertas se cerraron violentamente en las narices de la masa. La bulla ganó nueva fuerza; en pocos instantes volaban objetos a las ventanas de la comisaría. Los hombres de la primera fila pateaban con ira descontralada la puerta de madera. Hubo de pronto ruido de sirenas, y cuando vi un grupo de uniformados subir desde la esquina siguiente en dirección al tumulto fue que decidí dar un cuarto de giro a mi izquierda y seguir con lo mío. No necesitaba ni quería ver lo que venía a continuación.
Caminé a paso apurado, sin mirar atrás, haciéndome el desentendido. Una hora después estaba en la oficina, y entre planilla y planilla recordaba el acontecimiento con una vaga mezcla de sorpresa e indiferencia. Me gustaría decir que el resto del día seguí la misma rutina de desamor que venía llevando hace semanas, pero eso no sería ser totalmente fiel a la verdad. Porque aunque visité los mismos cafés, leí los mismos diarios, caminé las mismas calles, comí la misma comida y me dormí a la misma hora, había algo a mi alrededor que había cambiado. Una especie de tensión en el aire, una presencia perversa que de algún modo se había liberado con el enfrentamiento de la comisaría. Ahora pasaba que cada persona que mirara detenidamente a la cara tenía algún dejo de esa misma tristeza impronunciable que había visto en los rostros de la mujer joven y el hombre maduro, en la mañana. Era como si una peste silenciosa se hubiera adueñado de todas las calles y locales de la ciudad.
Y todos los días, poco a poco, se hacía más fuerte.
A casi un año de esto pienso que debería haber sido más inteligente, más despierto. Debería haberme dado cuenta antes. Debería haberle dado a las señales la importancia que realmente tenían, y no descartarlas con tanta imprudencia, con tanta soberbia. Debería por un segundo haberme olvidado de mi microcosmos de la auto-compasión y prestarle más atención a lo que se estaba gestando afuera.
Creo con firmeza que el enfrentamiento en la comisaría ese insoportable mediodía de finales de enero del año pasado fue el comienzo del fin, el primer síntoma visible de un monstruoso mal hasta ese entonces invisible. Porque mientras yo vivía mi vida de quimera y el mundo del que me había apartado giraba, indiferente a todo, sobre su eje, algo horrible estaba pasando en todos los continentes y países, en todas las provincias y ciudades, en cada barrio y en cada edificio y en cada casa, rica, pobre, grande o pequeña, sin explicación, sin por qué, sin motivo, sin lógica, sin sentido, y sobre todo, sin dejo de esperanza alguna.
La gente había comenzado, sin más, a desaparecer.
III
No era una enfermedad. La gente no caía con fiebre y vómitos, no transpiraba hielo ni tenía dolores de cabeza, no le salían ronchas en la piel ni les cambiaba el color, tampoco se hinchaban, ni perdían peso, ni pasaban horas en cama en lentas agonías, ni experimentaban dolor ni mostraban síntoma alguno. Simplemente de un día para el siguiente, en el algún momento en el transcurso de la noche, sin advertencia, y sin hacer el más ínfimo sonido, dejaban de estar donde estaban.
Aunque nos referíamos a ella como la peste, la realidad es que no era una enfermedad, y como tal, no tenía cura, no había forma de combatir lo que pasaba. En los meses que siguieron poco a poco todo el mundo empezó a desaparecer, volatilizándose repentinamente en la oscuridad, sin dejar rastro alguno de su existencia. Todas las mañanas la ciudad amanecía con más familias incompletas, más amantes abandonados y más niños huérfanos. Las ausencias se iban acumulando sin remedio, y con cada nuevo espacio vacío en las casas nos acercábamos un paso más hacia una catástrofe que no podíamos remediar, que mirábamos con fatalismo e impotencia y que considerábamos, todavía, ilusamente, lejana.
La irracionalidad de lo que pasaba de a poco fue arrastrando a la sociedad a una vorágine de locura. La rutina de San Miguel de Tucumán fue mutando irreversiblemente de su soso bullicio habitual a un siniestro ritual de rostros desolados y marchas silenciosas, de desesperación muda, de agitación psicológica y de anacrónico fervor espiritual.
El otoño me encontró, a mí y a muchos otros, desviando la mirada ante lo evidente. Todos sabíamos muy bien lo que estaba pasando, pero ante la imposibilidad de actuar decidimos ignorarlo y hacer un inquebrantable pacto de silencio, aunque en las calles no se respirara otra cosa que duelo y tristeza.
Y frente a nosotros estaban los que no podían ignorar nada, los que lloraban y oraban en silencio, los que se preparaban para su momento colgando paños negros en las ventanas de sus casas, congregándose en las plazas a escuchar profetas de última hora, y haciendo largas peregrinaciones en nombre de cuanto santo se les cruzara en el almanaque.
Así es como entramos a vivir en una realidad casi paradójica, en que los bares, los cines y los teatros, todos los días de la semana colmados hasta el último rincón de gente que incineraba sus ahorros a carcajadas, convivían con iglesias abarrotadas de caras largas, de ardientes lágrimas de desconsuelo, de preguntas punzantes al altísimo. Las plazas y las peatonales de a poco empezaron a poblarse de altares improvisados donde cientos de personas iban todos los días a dejar flores, cartas, fotos y otras ofrendas.
La vida que llevaba desde enero había cambiado solo en sus motivos. Ya no era un corazón roto lo que me mandaba a patear calles y frecuentar bares y cafés, sino la fuerza de la costumbre. Aunque ya no tenía insomnio, me ocupaba de mantener el departamento y salía más seguido con gente amiga, no podía superar el silencio de la casa. Desarrollé un cariño extraño por los desconocidos de las mesas contiguas, que me acompañaban aunque no lo supieran, y empecé a llevar la computadora y los libros para que el pasar de las horas se hiciera más ameno.
Un viernes de abril decidí que, por primera vez en meses, saldría con los compañeros de oficina a tomar unas cervezas. Caminamos desde la oficina, esquivando peregrinos y montículos de ofrendas, protegidos por una burbuja de indiferencia que nos valía miradas de desprecio de otros peatones, y fuimos directo a una terraza en plaza Urquiza, desde donde podíamos apreciar el festival de colores que nos ofrecían los árboles de esa fría tarde de otoño. El cielo estaba cubierto en lo alto de nubes grisáceas y uniformes, y entre éstas y la cima del cerro había una franja de cielo despejado donde cabía a la medida el sol descendente de la tarde. Sus rayos caían oblicuamente sobre la ciudad, y teñían de franjas rojo-anaranjadas las nubes vecinas. Un viento soplaba de vez en cuando y traía consigo crujientes hojas otoñales y olor a tierra mojada. Me quedé sumergido en la escena varios minutos, hasta que una compañera me tiró de la manga de la camisa. La miré, y sonrió, sonrojada. Me di cuenta entonces que todo este tiempo yo también había estado sonriendo.
La plaza estaba más concurrida que de costumbre, y los autos circulaban a paso de hombre. Las conversaciones eran más animadas, la música más movida. Un grupo de hombres se destornillaba de risa dos mesas hacia mi izquierda, con el mozo riendo incómodo a su lado. A pesar de que el frío se intensificaba, la plaza bullía de actividad, con corredores y materos, bailarines y payasos, niños y abuelos. La buena vibra podía casi sentirse en la punta de los dedos. En la medida que la cerveza surtía su efecto, poco a poco fui ingresando en la conversación, y me sorprendí al recordar lo simpáticos que podían ser mis compañeros de trabajo fuera de las cuatro paredes blancas del cuarto piso del edificio de la empresa. Me dejé llevar por el ambiente, por el hermoso paisaje, por la ciudad en movimiento danzante, por ese jolgorio en el que todos nos habíamos puesto de acuerdo sin decir una palabra que había que celebrar la vida que teníamos hoy mismo, porque tal vez mañana ya nos habríamos evaporado para siempre.
Hacía rato, mucho rato, que no me había sentido tan contento.
Entonces un murmullo comenzó a sentirse en alguna parte de la plaza, una especie de rumor vago e indistinguible que fue ganando intensidad con cada minuto que pasaba, hasta que quedó claro que se trataba de una letanía. Una procesión venía acercándose por calle 25 de Mayo. El agradable jaleo de los bares se vio invadido por los cánticos de los fieles que, liderados por una figura espigada en sotana blanca, doblaron por Santa Fe, desfilando frente a los que tratábamos de olvidarnos de la peste. Las filas de autos se vieron rodeadas de repente de cientos de personas que llevaban velas y fotografías. Algunas incluso iban vestidas de sotanas negras. El líder de la procesión se ubicó en el centro de la calle, en el medio de dos vehículos cuyos conductores lo miraron sin comprender, luego se paró sobre una tarima que un asistente le facilitó, y erguido sobre la marea de gente y chapa de vehículos que de apoco iban avanzando, hizo una seña con ambas manos.
Las conversaciones de la terraza mutaron en susurros incrédulos y confundidos. Todos los ojos de la plaza se habían vuelto a la procesión. Nadie entendía qué era lo que pasaba.
Un grupo de diez hombres jóvenes de sotana negra salieron disparados en dirección contraria al tráfico, llegaron a la esquina siguiente, calle Muñecas, y se pararon en una hilera, hombro con hombro, bloqueando el acceso a calle Santa Fe. Una marea de bocinas y gritos se sucedió, pero los de negro no se movieron. El tráfico que había quedado atrapado entre los fieles breves minutos abandonó el lugar, y el líder de la procesión tuvo lo que quería: un tramo entero de una de las calles céntricas más concurridas solo para él y sus feligreses.
Lo único que sonaba era la música de los bares y las bocinas indignadas de los conductores de la otra cuadra. Pero a parte de ello nadie, ni en la terraza ni en la plaza ni dentro de los locales, pronunciaba una palabra.
Debía haber unas cuatroscientas personas, como mínimo, todas ellas con caras afligidas. Flanqueaban la columna de fieles varias decenas de hombres jóvenes, todos vestidos con sotanas negras, que exhibían rostros duros y lanzaban miradas desafiantes a todos los espectadores. Sentí de repente un embate de alarma.
El sotana blanca, un hombre cuya larga barba no podía terminar de ocultar lo joven que realmente era, sacó de alguna parte un altavoz. Una ola de suspiros de fastidio sacudió la terraza. En todos lados los clientes chistaron irritados, levantando brazos y manos al aire, golpeando secamente sus vasos contra las mesas.
– Oremos, – comandó el líder a través del altavoz, y un cántico clerical resonó en el aire, interfiriendo con la música pop que emitían los parlantes de los bares, produciendo una espantosa cacofonía.
El canto se detuvo; desde la terraza no podíamos creer lo que estaba pasando. Mirábamos a la procesión incrédulos, estafados. Nos acababan de robar un hermoso momento.
El líder lanzó una plegaria que reverberó en todas las paredes de los edificios circundantes. Otro canto saturó el aire. Los jóvenes de negro se mantenían firmes en sus sitios, sin pronunciar palabra, mirando hacia afuera de las filas, sus caras talladas en piedra.
Algunas conversaciones se reanudaron, y en la plaza algunas personas siguieron con sus actividades. Intentamos hacer lo propio en nuestra mesa, pero no tardé diez segundos en darme cuenta que no era lo mismo. Hace unos instantes celebrábamos la vida, y ahora el recuerdo la peste y la desgracia nos caía sobre la cabeza sin permiso.
De pronto se escuchó un grito desde la terraza. Uno de los hombres de la mesa de la izquierda, los que hacía un rato se ahogaban de la risa, se había parado, el rostro lleno de indignación. Sus amigos no tardaron en seguirlo, y luego la mesa de al lado, y la otra, y la otra, y en pocos instantes toda la terraza abucheaba a los feligreses.
La procesión se mantuvo quieta, sin prestar atención. El aire se había enrarecido, como si se hubiera saturado de electricidad. Los jóvenes de sotana negra dieron un paso al frente, con disciplina cuasi-militar, y los abucheos recrudecieron. Sonó otra letanía, y pude ver que la gente había empezado a retirarse de la plaza con rapidez. Sentí un nudo en la garganta; este episodio no podía terminar sino en inminente violencia.
Y entonces lo vi, con el rabillo del ojo.
Un proyectil salió disparado desde mi izquierda y pasó silbando junto a la oreja del líder justo cuando terminaba el canto clerical. Un gemido de mujer se pudo escuchar antes que el altavoz llamara a oración, y se produjo un tumulto, un rugido, en el seno de las filas de fieles. Antes de que nadie pudiera reaccionar, otro proyectil, esta vez una botella, salió disparado desde la misma dirección. En cámara lenta, vi como la base se estrellaba a toda velocidad contra la ceja derecha de un joven de sotana negra, que cayó inconsciente al piso bajo una lluvia de vidrio picado, la cara repentinamente cubierta en sangre.
El mundo pareció detenerse dos segundos. El golpe del cuerpo al desplomarse contra el suelo sonó como un trueno, por encima de la música y la estupefacción.
Y luego, caos.
Decenas de sotanas negras se abalanzaron a toda velocidad sobre el grupo de hombres, proliferando insultos. Más proyectiles empezaron a volar desde mi derecha, y en el instante siguiente había había otros tantos acólitos franqueando la baranda de madera por todas las secciones de la terraza, como piratas que abordan ferozmente un navío enemigo. Antes de que pudiera terminar de asimilar lo que estaba pasando, de que pudiera pararme de mi silla y correr despavorido, de salir de asombro del botellazo en cámara lenta, uno de los jóvenes había aterrizado de un salto de destreza olímpica justo junto a nuestra mesa. Vi, como un relámpago, un puño frente a mis ojos, y luego escuché un espeluznante grito de mujeres horrorizadas, y lo próximo que supe fue que el golpe me había precipitado al piso como una bolsa de arena. Todo era borroso, y escuchaba los sonidos de la trifulca que acababa de estallar a lo largo de toda la terraza como si vinieran de un lugar muy lejano. Me paré a duras penas, empujado hacia arriba por mi instinto de supervivencia, y entre empujones y cosas que volaban de un lado a otro me apoyé contra una pared, la primera que pude encontrar tentando con la mano izquierda delante de la cabeza, mientras que con la palma de la otra mano me cubría el ojo, hinchado y sanguinolento. Suspiraba agitado, sin darme cuenta que lo más prudente era desaparecer de ahí, rajar, huir y esconderme; sonaban botellas rotas, vasos que estallaban contra las paredes, gritos de mujeres, corridas, muebles que se desplomaban, insultos. Recuperé a duras penas el foco de visión con el ojo que me quedaba, y atiné a ver en todas partes riñas a puño limpio, personas tiradas en el piso, heridos siendo acarreados de los hombros por compañeros, charcos de sangre. Me di vuelta a mi derecha justo para ver a un hombre de camisa romper una silla en la cabeza a un joven de negro, los pedazos de madera elevándose por el aire, el joven gritando, un destello rojo que resplandeció a la extraña luz del atardecer.
El hombre salió disparado por mi lado, madera astillada en mano, dejando atrás al joven que se revolcaba de dolor en el suelo. Atiné a sortearlo, y caminé tambaleándome, con el hombro pegado a la pared, la mano derecha cubriéndome el ojo herido y con la mano izquierda en alto, en una muy mediocre posición de defensa. A pocos metros, en medio de la calle, dos sotanas negras molían a patadas a un bulto que yacía inerte en el piso. Sus rostros estaban saturados de la satisfacción más cruel que se pudiera imaginar, y daban patadas con tanta vehemencia que la sangre salpicaba en todas direcciones con cada golpe. Mis fuerzas me flaquearon, y caí de rodillas al piso, apoyando la mano sobre un pedazo de vidrio roto. Solamente cuando hube terminado de vomitar toda la merienda pude mirarme la mano y constatar que me había hecho un tajo que no paraba de sangrar, desde el centro hasta la primera falange del dedo. Haciendo acopio de las fuerzas que me quedaban, me puse de pie, y no pude creer a mis ojos.
Más allá de la pelea, de la lucha, mientras los sotanas negras terminaban de reducir a los pocos que aún querían dar pelea, en medio de la calle, la misa había continuado. La congregación, aunque enflaquecida, se mantenía de pie en medio de la calle, sus velas y pancartas en lo alto, mirando de reojo el combate. El líder aún hablaba por el altavoz, y los fieles entonaban letanías cuando él se los comandaba. Era como si la pelea, la sangre, los heridos, el hombre hecho puré detrás de donde oraban, nada existiese. Todo era parte del espectáculo. El líder lo sabía, los fieles lo sabían, los pendejos de negro lo sabían.
Me sentí abrumado al punto de las lágrimas, diminuto ante tanta maldad. Cuando me disponía salir a toda velocidad que pudiese de ahí, cuando estaba llegando a la esquina para desaparecer de la plaza, sentí una corrida detrás de mí.
Dos sotanas negras se me cruzaron, sendas sonrisas de placer colgadas de sus rostros. No debían tener más de veinticinco, ninguno de los dos. Uno no paraba de escupir sangre, y vi que le faltaban tres dientes inferiores; el otro lucía un horrible moretón en todo el lado izquierdo del cuello.
Comencé a temblar. No estaba en condiciones de defenderme, yo, que solo veía con un ojo, que nunca en la vida había tenido una pelea en serio con nadie, que no sabía lo que era meter una piña, que no sabía aguantarme un tincazo.
Quise darme media vuelta, pero un tercer sotana negra, igual de pendejo, burlón, sonriente y malherido que los otros dos, se me había parado atrás. Vi un par más acercarse, y comprendí, con el peso del universo en los hombros, que conmigo solo venían a divertirse. El plato principal había sido matarse a trompadas con gente que quería distraerse con una cerveza después del trabajo. El postre era yo.
Uno de los pendejos me tomó por el cuello de la camisa y me metió tal golpe en la boca del estómago que quedé retorciéndome en el piso, sin poder dar media bocanada de aire. Quise levantarme, pero una patada en el femoral izquierdo me mantuvo en mi sitio. Estaba de rodillas en el piso, recuperando el aliento, a mi alrededor solo veía telas negras y escuchaba risas burlonas. Intenté mirar hacia arriba, mirar a la cara a mis captores, pero con otra patada me dieron a entender que no lo tenía permitido.
Los que estaban directamente delante de mí abrieron el círculo. Otro sotana negra, más alto y fornido que los otros, se acercaba a paso lento y firme, musitando algo incomprensible. En sus manos llevaba, portándola como si fuere una ofrenda, una palanca de hierro, cuyo extremo útil parecía brillar. Creí al principio que era una alucinación, un producto del estrés o de los golpes, pero al acercarse más, mientras mis captores vitoreaban y aplaudían, mientras el resto de los sotanas negras custodiaban el perímetro enseñándoles los mentones a los transeúntes incrédulos para que la misa continuara como si nada hubiese ocurrido, me di cuenta que la punta de la palanca brillaba porque ardía. Había sido calentada al rojo vivo.
Un impulso me puso súbitamente de pie, y atiné a dar un par de pasos antes de que una maraña de brazos y golpes me pusiera de nuevo de rodillas. El grandote se puso frente a mí sin parar de murmurar, y tomó la parte inferior de la vara con ambas manos. Entonces los que me tenían empezaron a gritar, azuzándolo con vehemencia, incitándolo que me moliese la cara con el fierro ardiente.
Por un instante el tiempo pareció detenerse. El cielo aún brillaba con el atardecer, y me pregunté cuánto tiempo habría pasado desde que estábamos sentados en paz disfrutando un buen momento. Me sentí apabullado ante lo rápido que las situaciones pueden invertirse, pasar de la dicha al miedo en pocos minutos, sin ningún aviso previo, sin forma de prepararse. Recordé el bulto que aún debía yacer en el piso, a escasos metros de distancia, el hombre convertido en un manojo de carne molida y sangre, y tuve la certeza de que no habría ningún tipo de clemencia.
Vi en cámara lenta cómo el grandote levantó la palanca por encima de su cabeza con ambas manos, fulminándome con la vista, una expresión de absoluto desprecio en su rostro. Y entonces escuché un grito, una corrida, un forcejeo. Las manos que me tenían de pronto me soltaron, y sentí como un remolino sobre mi cabeza. Me tumbé al piso en posición fetal, cubriéndome la nuca con las manos, esperando todavía un golpe mortífero que ya no llegaría; sentí un trastabillar de pies, más gritos, cuerpos tumbándose en el suelo, más golpes. De pronto la voz del profeta, amplificada por el altavoz, se volvió más urgente, más violenta.
Abrí el ojo sano, poniéndome de pie súbitamente. Mientras trataba de vencer el mareo, alguien me tomó del brazo y lo colocó alrededor de su hombro. Me quedé quieto un instante, y me di cuenta que era un policía que no paraba de chasquear sus dedos frente a mi cara, preguntándome si estaba bien.
Giré la cabeza: había uniformados en todas partes. Los sotanas negras habían sido casi por completo reducidos, y el profeta yacía con la cara contra el piso, sin dejar de proliferar maldiciones. Se escucharon las sirenas que se aproximaban desde diferentes puntos, órdenes siendo vociferadas a diestra y siniestra, gente que aplaudía más allá del perímetro, sollozos. Vi con el rabillo del ojo al grandulón siendo arrastrado por cuatro efectivos, y a mis pies el hierro todavía brillando.
El oficial que me tenía me empezó a llevar lejos de la escena. Apenas podía caminar, y los golpes me empezaron a doler en todo el cuerpo. De pronto empezó a caer la noche, y me quedé ahí, en el asiento de la patrulla, pensando que me había esperado que todo se fuese a la mierda, aunque no así, nunca así.
IV
Pasé dos días en el hospital antes que los médicos decidieran darme el alta. Me dijeron que el ojo estaba fuera de peligro y que con cuidados adicionales podría quitarme la venda en unos cuantos días. A pesar de la golpiza, no tenía otras lesiones de gravedad.
Me pusieron en un cuarto compartido en el que no funcionaba la tele ni el aire acondicionado; tuve que conformarme con revistas de chimentos y un ventilador de pie. Mi compañero, un hombre canoso y obeso, se pasaba el día entero sedado y sin recibir visitas, por lo que el contacto humano se reducía a la examinación de los médicos y la apatía de las enfermeras. Las paredes estaban recubiertas de baldosas verde pastel, y todo estaba impregnado de un repulsivo olor a gasas, alcohol en gel y sábanas viejas. Lo único agradable era la amplia ventana del cuarto, que tenía una vista bastante decente a la ciudad y permitía que entrara luz de sol la mayor parte del día.
Dormía poco y mal, incómodo en esa cama que no era mía. De a ratos me despertaba sobresaltado y sin aire; entonces me sentaba un rato en el borde, sumergido en la espesa oscuridad, a recobrar el aliento antes de volver a acostarme. Las horas despiertas las pasé reviviendo lo acontecido una y otra vez en mi cabeza, sin acabar de creer lo que había pasado, pensando que cómo era posible que el mundo permitiera que un hermoso momento con amigos se transformase en un parpadeo en un cruento volar de puños y sillas y gotas de sangre.
El lento pasar de las horas me permitía reflexionar. Pensé en los jóvenes de negro que nos dieron una paliza y en su jefe de frondosa barba, en su saña, su malicia, en la forma en que sonreían al apresarme, en cómo les brillaban los ojos cuando el grandote venía a terminar la faena. Tragué saliva. Esos hombres no eran gente triste ni confundida, sino oportunistas, violentos trepados a la zozobra colectiva para liberar a la bestia interior. Qué basura irremediable, me dije con los dientes apretados, el hecho de que el inadaptado siempre busque razones para amargarle la vida a los que intentábamos ser felices. Me sentí un imbécil por haber pensado en algún momento que podíamos continuar con nuestras vidas como si todo estuviera perfecto. No se puede ser feliz, ni intentar la felicidad, cuando se está rodeado de gente que la ha perdido.
Pensé también en toda la gente, en los incontables rostros cohibidos y tristes, en las pancartas por fulano, mengana y sultano, las imágenes de los santos y las velas que ardían como pequeños faros a la altura del pecho; en los que no habían repartido un solo golpe, los que miraban con recelo a los secuaces del profeta, los que se habían apresurado en irse cuando estalló la trifulca. No eran más que almas en busca de consuelo, seres que habían perdido a otros seres sin una mínima explicación y que, me incliné a creer, habían quedado de algún modo atrapadas en todo el asunto. Sentí una enorme compasión por ellos.
No tardé en enterarme que el profeta de blanco no era más que uno entre decenas que habían ganado notoriedad en las últimas semanas. La fuerza que había ganado la iglesia, y por extensión cualquier institución que vendiera certezas espirituales, era descomunal. La afluencia de miles y miles que buscaban respuesta a la crisis de la peste pronto le dio a los hombres del hábito un protagonismo social propio de otras épocas. Las hordas de familiares tristes se mezclaban con aquéllos que pretendían evitar la tragedia redoblando su devoción a última hora y con los puñados de curiosos que iban a ver de qué se trataba tanto lío.
Pero era tal la manera en que la gente acudía a los templos y a las iglesias que pronto varios curas de poca monta y un número importante de oportunistas con ambiciones personales empezaron a desplazarse hacia las veredas y los barrios con sotanas, altavoces, biblias y todas las respuestas que buscaban las miles de almas que pululaban de lado a lado desorientadas. Algunas calles ya se habían convertido en verdaderos campamentos de refugiados donde flotaba el espeso olor a comida de terminal y donde los venidos de lejos podían alquilar un colchón sobre el pavimento a la espera de su turno de cinco minutos frente al altar. En este desorden general prosperaron radicalmente los falsos profetas, charlatanes con un talento infalible para seducir a los desdichados y disfrazar sus imp��os proyectos particulares como cruzadas de la fe.
Fui testigo de cómo de a poco la civilización empezó a fundirse, cómo gradualmente la tristeza y la desesperación empezaron a hacer mella en los cimientos de nuestra sociedad. No podía hacer otra cosa más que sentarme y esperar el impacto, esperar a que uno de los cimientos fallara y la estructura completa, construida durante siglos y siglos hacia arriba, se nos viniera encima.
La violencia fue intensificándose. Las misas callejeras crecieron en frecuencia, y sus desenlaces se volvieron cada vez más y más violentos. Se reportó el primer saqueo a un supermercado no mucho después. Las horas de oscuridad se volvieron muy peligrosas fuera de las zonas de campamento, en las que la gente empezó a dormir durante el día y mantenerse despierta por las noches, en vigilias que bullían de música, baile y rezos, en un intento desesperado por burlar a la peste. La primera vez que escuché un tiroteo eran las tres de la mañana, y fue tal el susto que me apresuré a cerrar todas las persianas y mantenerme tirado sobre el piso; empezó a haber tantos que aprendí a no prestarles atención.
De a poco surgieron facciones organizadas que prosperaron en el creciente caos, casi todas de tintes religiosos, integradas por jóvenes fanáticos que hallaron el sentido a lo que les quedaba de vida en el sometimiento, la dominación, el pillaje, el vandalismo y la violencia desmesurada. Los enfrentamientos entre estas facciones se hicieron tan frecuentes y tan tremendos que la policía pronto dejó de dar a basto. No había suficientes hombres, balas ni celdas para frenar la creciente furia con que estos grupos asediaban la vía pública. Empezaron a dejar que se partieran las cabezas un buen rato antes de intervenir, pero pronto incluso ni eso era suficiente. Los policías tenían bajas todos los días, mientras que estos grupos se engrosaban con cada nuevo desaparecido. La calle no tardó en pertenecerles.
Y así fue como San Miguel de Tucumán, a unos pocos meses de haber comenzado la peste, se convirtió en vísperas del invierno en una urbe mítica donde por las calles ya no circulaban autos sino peregrinos; donde cada esquina y cada rincón era un pequeño altar con velas, fotos y pañuelos de colores; donde las plazas y las peatonales y los parques se habían vuelto ferias de carpas y tablas con ollas humeantes y cruces de madera; donde el trazado urbano estaba repartido como una torta agusanada entre los Hijos del Profeta, los Mensajeros, los Salvadores, los Luzbuenas y tantos otros nosecuantos que no pensaban dos veces en llenarse mutuamente de plomo si la vida de pronto les parecía lo bastante aburrida; y donde el último vestigio de Estado era la casa de gobierno, erguida como un esqueleto roído y machacado, vacía de funcionarios, ministros y gobernador, llena de una historia y una suntuosidad que acabarían perdiéndose sin remedio y custodiada por un reducido puñado de gendarmes, policías y ciudadanos comunes que, atrincherados en cada balcón y cada abertura, manifestaban enérgicamente su voluntad de defenderla hasta el último aliento de las hordas fanáticas que querían destruirla disparando a mansalva a cualquiera que se acercara a tiro de cañón.
Tantos estadistas y hombres de ciencia, tantos filósofos, tantos griegos pensantes y tantos franceses revolucionarios, tanta cantidad de ahorcados por sus ideales y tanta sangre derramada en el implacable curso de la historia para que algún día tuviéramos una civilización en donde todos pudiéramos ser iguales y triunfar y ser felices para que un evento inexplicable lo volviera todo a foja cero. Se me dibuja media sonrisa al pensar en la cara que pondrían todos estos hombres a quienes les hemos dedicado monumentos y estatuas si se enteraran que lo su auténtico logro no fue cambiar al hombre sino tapar con capas y capas de cortinas todo lo que realmente es.
Solía pensar en la locura como una forma de enfermedad, como una infección de la mente. Ahora en cambio estoy convencido que la locura es parte de cada uno, es una parte inalienable de la persona, tan propia de sí como su identidad y sus pensamientos, y que la vida civilizada no logra sino reducirla a un frágil estado de hibernación. Solo se requieren las condiciones precisas para que el monstruo salga de su letargo a regar el mundo con su infeccioso veneno.
V
Pasé la mayor parte de ese crudo invierno encerrado. En abril casi todos los medios televisivos dejaron de hacer transmisiones en vivo, y poco después se cayeron los principales servidores de red y telefonía. Las pocas radios que todavía sintonizaban pasaban música de sol a sol, sin una sola voz humana. Igualmente no importó, porque la energía se agotó totalmente a fines de ese mismo mes, luego de semanas de agonizar con cortes periódicos de más y más duración. Convencido de que la electricidad era otro lujo que acabábamos de perder para siempre, ese mismo día saqué del freezer dos pedazos de entraña a medio congelar, y las hice sin ningún tipo de prisa con leños en la parrilla del balcón, contemplando la engañosa calma de la ciudad a mis pies. Era un día despejado en que el sol brillaba sin calentar, y yo mantenía las palmas de las manos cerca del fuego, deseando que pudiera hacer lo mismo con los pies y las orejas. Comí el último asado de mi vida solo, mirando hacia el brillante mar de tinglados, contemplando las columnas de humo que se alzaban al cielo desde un punto y el otro, preguntándome a qué siniestro suceso se deberían. Mastiqué cada pedazo con lentitud, gozando despacio cada gota de jugo y cada fibra de carne, sabiendo con abrumadora tristeza que éste era otro lujo que me abandonaba.
Me di cuenta en ese momento que había muchas cosas que había hecho por última vez hacía tiempo, aunque me era imposible precisar hacía cuánto. No podía decir, por mucho que lo intentara, cuál había sido mi último día de oficina, ni en qué fecha había tomado esa última cerveza, ni cuándo había sido la última vez que había visto a mi familia o amigos; supuse que por cómo estaban las cosas, muchos de ellos ya habrían desaparecido. Sabía a la perfección, en cambio, cuántos paquetes de fideo y latas de atún quedaban en la alacena, cuántas eran las cajas de cartuchos de mi rifle de caza en el cajón de la cómoda, cuántas comidas podría preparar con las garrafas de gas que tenía en el balcón, cuántos litros de agua me quedaba en cada uno de los bidones apilados junto a la heladera. Salía de mi departamento solamente cuando la necesidad apremiaba, y casi siempre durante el día, por una puerta trasera oculta de todo y sin nada encima que llamara la atención de los matones que deambulaban a sus anchas, peinando todas las calles en busca de quién asaltar. El truque se volvió nuestra forma de comercio, y era tal el peligro al que uno se exponía estando parado en la calle que todo negocio se hacía en las sombras más oscuras y los rincones más apartados. En todos las cuadras podía encontrarse alguien que tuviera lo que uno buscaba. Muchos eran sobrevivientes aislados como yo, tratando de maximizar cada migaja de pan, y unos cuantos en cambio habían logrado hacer del comercio en tiempos de crisis una muy rentable dedicación a tiempo completo.
Me vi en la necesidad de aprender a tirar. Tuve una vez la mala suerte de encontrarme con dos malandras en una moto cuando ingresaba al edificio. Me detuvieron a punta de pistola, y se llevaron de mis manos un bidón de veinte litros de agua potable y mis zapatos. Mientras se alejaban, el que iba atrás gatilló, y la bala pasó rozándome la cabeza, arrancando la mitad de mi oreja derecha. Luego de curar y vendar lo que quedaba de lóbulo, subí a visitar a uno de mis vecinos que era adepto a la caza. Hacía tiempo que el edificio estaba de más silencioso. Todo ruido que podía asociarse con la presencia de gente había desaparecido junto con los inquilinos. Forcé la puerta y me pasé la próxima hora revolviendo el departamento abandonado. Volví a mi casa con dos carabinas, varias decenas de cajas de municiones y también toda la comida y el agua que mi vecino no había podido disfrutar. No tardé en comprobar que todos los demás departamentos también estaban abandonados y llenos de provisiones intactas. Era la única persona que quedaba en el edificio.
Atravesé un auto en la entrada principal, y regué todas las salientes y medianeras con vidrio molido. Fabriqué trampas para detectar cualquier intruso, e hice en cada escalera y pasillo una barrera invisible de cuchillos de cocina, anzuelos, y químicos de limpieza. En poco tiempo el edificio era una fortaleza a prueba de saqueo, preparada para recibir una ola de atacantes que, al final y contra todo pronóstico, nunca llegó.
Los días se pasaban lentos y silenciosos. Despertaba con el amanecer y me dormía al caer la noche, y en el medio la vigilia se alternaba entra prácticas de tiro en la terraza y lectura durante la tarde. Me hice la costumbre de tomarme un vaso de whisky cuando el cielo se oscurecía y la tristeza parecía una cosa infinita. Me harté de mi propio departamento y empecé a pasar el tiempo en los de mis vecinos, explorando las vidas que habían dejado atrás y que yo jamás me había interesado en conocer. Revisaba sus pertenencias, sus ropas, sus fotos, las cartas que había ocultado astutamente en rincones insólitos, los papeles importantes insertos en sobres de papel cartón. Con eso me alcanzaba para imaginármelos a todos en vida, aparecidos, sólidos como el sillón en el que estaba recostado pensándolos. Comenzaron a aparecérseme como fantasmas, sentados y serenos en las mesas de sus comedores, me miraban agradeciéndome que mi imaginación los hubiera devuelto un instante a sus casas. Les hacía preguntas, ellos contestaban y devolvían con otra pregunta, y charlábamos horas y horas, hasta que el sol se iba y yo me dormía ahí mismo; entonces ellos iban a acostarse a las camas donde habían pasado un tercio de sus vidas corpóreas, a dormir y a soñar que todavía tenían cuerpos y vidas y que podían sentir los rayos del sol o las gotas de lluvia en la cara. Y cada mañana despertaba en un lugar distinto, acompañado de un fantasma distinto que me preguntaba cómo estaba, que qué tal había dormido y en qué como había soñado, y a veces venía otros fantasmas y nos poníamos a hablar todos juntos del edificio y del trabajo, de los amigos y la familia y de la vida y del amor, hablábamos mucho del amor, y ellos me hablaban de sus novios y novias y amantes y yo invariablemente les contaba siempre sobre Leonor, su manía de escuchar la radio y leer en inglés, sobre su sonrisa, sobre el día en que la había conocido, sobre la primera vez que nos habíamos ido de vacaciones juntos, sobre los proyectos que teníamos y las cosas que íbamos a hacer y todo lo que íbamos a lograr, y los fantasmas al verme la cara de desdichado se me acercaban y me abrazaban con sus cuerpos hechos de aire y me daban palabras de aliento, y pronto dejamos de hablar incluso del amor porque nos acostumbramos demasiado a nuestras propias presencias y al final del invierno ya casi no podíamos ni vernos. Se volvieron de a poco así parte del paisaje, deambulaban de acá para allá por todo el edificio, leían, jugaban a las cartas o tomaban mate o veían incluso la televisión, comenzaron a dormirse cada uno en el cuarto en el que los pillase la noche, a veces se acostaban juntos y terminaban haciendo el amor en silencio y yo los espiaba porque me resultaba algo muy extraño y fascinante que dos (o más) fantasmas hicieran cosa semejante.
Y a veces creo cuando recuerdo ese invierno que algunos de todos ellos no fueron fantasmas en absoluto, sino que verdaderamente estaban allí, con carne, hueso y toda su humanidad, aunque no puedo decirlo a ciencia cierta. No puedo decir si de hecho fue así, o si simplemente me gustaría creer que así había sido. A veces tengo ese sueño tan importante y tan esquivo, con su secuencia de imágenes indescifrables, y siento que si pudiera recordar qué es lo que pasa en él podría resolver esta cuestión y muchas otras; pero es en vano, se desvanece tan pronto como abro los ojos.
Un día decidí que no lo soportaba más. Dejé las carabinas en un sitio del sillón, y bajé lento a la calle, a recibir un hermoso sol que ya anunciaba la llegada de la primavera. Había decidido que no podía vivir con tanta soledad, con tanta locura a cuestas, que no podía vivir rodeado de seres imaginarios, y sin prisa me aventuré en las calles de la ciudad a encontrarme con aquello que tenía que pasar a continuación.
En cualquier momento debería ocurrir algo. Me encontraría con algún matón, o algún fanático, o alguna bala perdida. No me importaba. Anhelaba en lo más profundo detectar cualquier signo de humanidad: una voz, una señal, un balazo, lo que fuera, a esta altura del partido saber que había otras personas era más que suficiente. Estaba mortalmente cansado de sentirme solo. Miraba a las ventanas de los edificios en busca de algún par de ojos, de siluetas, de movimiento. Agucé el oído, pero parecía que lo único que quedaba en la ciudad era el ruido de los pájaros, insólito en este ruidoso hormiguero de cemento y motores.
Los ojos se me fueron llenando de lágrimas al adentrarme en el centro y comprobar que seguía sin haber sonido alguno. Me di cuenta que había estado demasiado tiempo aislado de todo, que todo el mundo había ido desapareciendo a lo largo del invierno mientras yo me mantenía atrincherado en mi fortaleza, atrapado en una red de ficciones que yo mismo había tejido con mi cabeza.
Mis pasos hacían eco lúgubremente en las calles olvidadas, desiertas, llenas de polvo y autos desparramados en todas direcciones, con signos de abandono y violencia. Los hierbajos asomaban tímidamente en cada grieta de las veredas, y el único movimiento era el de los papeles de diario y las hojas secas que había dejado el frío, que, arrastradas por el viento, se iban acumulando en distintos rincones. Ingresé a Plaza Independencia y me paré frente a la Casa de Gobierno con los brazos en lo alto, esperando a ser recibido por una salva de plomo, suplicándole al universo que aún hubiera alguien adentro.
Esperé un minuto. Dos. Tres. Diez. Pero nunca pasó. Ahí tampoco había gente. Entonces una ola de desesperación me sacudió todo el cuerpo, y me encontré de rodillas gritando con toda la potencia de mis pulmones hacia la nada, pidiendo auxilio, rogándole a quien quiera que me oyera que por favor, que se lo suplicaba, contestase. Los alaridos terminaron ahogándose en un torrente de lágrimas, y me quedé solo, quién sabe cuánto tiempo sobre el caliente asfalto, llorando a todo pulmón por la tristeza de saberme el último hombre sobre la Tierra.
Las nubes se desplazaban hacia el norte y el sol de a poco se colocaba en la cima de su trayectoria. Me puse de pie, ensopado todavía en mocos y lágrimas, y decidí, con una enorme resignación en el pecho, que no podría vivir así ni un minuto más, ni aunque fuese a desaparecer mañana mismo. Giré sobre mis talones y miré directo hacia la catedral, rodeada de ofrendas, trapos y velas apagadas, que se extendían como lo hace un manto de flores alrededor del tronco de un árbol. Supuse que un salto desde lo alto de la fachada frontal sería suficiente.
Sin terminar de creer lo que estaba por hacer pero comprendiendo que era lo correcto, me puse en marcha, lento, resistiendo fútilmente, a cada paso, lo inevitable. Me sequé los ojos, y antes de cruzar la esquina, me di una última vuelta para observar detenidamente la plaza. No era el lugar que recordaba. Había escombros y restos de fogatas, muebles, carpas derrumbadas por el desuso, luminarias rotas. La Estatua de la Libertad yacía hecha pedazos a los pies de su pedestal. Esta plaza me era un lugar extraño en el que no quería estar, y esta ciudad también. Suspiré, consternado.
Estaba por continuar, cuando la vi. Por su postura supe que me había estado observando durante largo rato.
En uno de los pocos bancos enteros que quedaban, con un libro sobre las rodillas y una mirada suspicaz, se sentaba una mujer joven de cabello ondulado, de un color marrón crema que recordaba al tono que toma la madera de roble cuando le da el sol. Instantes después supe, y ahora me río a carcajadas al pensar en lo perverso que es el sentido del humor que tiene el destino, que su nombre era Soledad.
VI
Llevaba un vestido verde que le descubría los hombros y le llegaba hasta la mitad del muslo. Era menuda, de brazos y piernas delgadas, más bien baja, pálida, con una cara de contornos suaves cubierta de pecas apenas perceptibles y unos ojos color nuez que parecían poder ver a través de las cosas. Quedamos mirándonos unos breves instantes, ella con suspicacia, yo con confusión, hasta que junté el aire para preguntarle si era de verdad o si estaba imaginándomela. Entonces soltó abruptamente una carcajada, y con la cara súbitamente roja me mostró la sonrisa más hermosa que existió jamás de los jamases en este y todos los mundos. Me dijo que ella creía que sí, que era de verdad, hablando como la caricatura de un inspector de alguna mala película mientras se palmaba un cachete con la punta del dedo índice. Entonces yo me reí, y me di cuenta que tampoco podía acordarme cuándo había sido la última vez de eso.
Soledad comenzó a hacerme preguntas, pero por más que lo intentara, yo no podía lograr que la conversación fluyera. Había perdido la capacidad de hablar con otras personas. Tenía miedo de contarle cosas y de mirarla a la cara, y cuando era mi turno de preguntar me quedaba mudo, sin saber qué decir. Me había olvidado lo difícil que era tratar con gente del mundo real. Entonces se levantó del banco, se sacudió el vestido, y sin dejar de inspeccionarme de arriba a abajo, me dijo que la siguiera. La situación me parecía tan insólita que tardé unos segundos en reaccionar mientras ella se alejaba; de un salto me puse a la par, y caminamos los dos en el inquietante silencio de la ciudad en ruinas, sin decir una palabra.
Cruzamos la plaza y salimos por calle Congreso, por lo que había sido el Paseo de la Patria, un agradable trecho peatonal que había servido de homenaje a nuestra historia y ahora estaba completamente irreconocible, arrasado, demolido. Lo único que le quedaba de peatonal era un pequeño sendero que serpenteaba entre escombros y capillitas olvidadas, tan reducido que tuvimos que caminar uno detrás del otro. Entonces, antes de llegar a la esquina, mientras me concentraba en no pisar vidrios rotos, sentí, como caído del mismísimo cielo, un murmullo de gente. Me detuve en seco. Soledad también se detuvo, y sonrió tímidamente al observarme asimilar la posibilidad de que hubiera aún seres humanos sobre la tierra. Mi corazón se aceleró y mi instinto tomó las riendas. Pasé apenas a su lado y apuré la marcha, siguiendo el sendero sin ver dónde pisaba, ciego a todo lo que me rodeaba, como insecto hacia la luz. Salí a la esquina frente al pequeño parque adyacente a la Casa Histórica, y los vi frente a mí, una treintena de personas entre jóvenes, niños y adultos, sentados en los bancos, jugando con una pelota de fútbol, leyendo, tomando mate, conversando, una visión de una época en la que la gente no desaparecía de la noche a la mañana.
Me quedé ahí parado, completamente inadvertido, asimilando lo que me decían mis ojos incrédulos, y entonces el sabroso aroma del caldo de pollo me llegó directo a las narices desde alguna parte del gentío. Soledad se paró al lado mío y me puso la mano en el hombro al verme cómo se enrojecía la vista por esa felicidad inmensa de saber que no estaba solo y que mi historia no tenía que terminar cómo yo había pensado.
Me tomó de la mano y lento, como se hace con los animales asustados para que nos espanten, me llevó hacia el parque a conocerlos a todos.
VII
Lo que siguieron fueron sin duda los días más felices de mi vida.
Aunque siento una ardiente necesidad de describirlos con justicia, me temo que soy incapaz de hacerlo. No sé qué palabras se usan para describir la felicidad, porque a la felicidad nunca le he buscado una explicación. Puedo describir perfectamente lo que es la tristeza, porque me he encontrado a mí mismo tratando siempre de explicarla, de asignarle causas, de diseccionarla, de separarla por sus partes y luego volver a ponerlas de otra forma a ver si el todo que resulta hace más sentido y causa menos dolor. Pero a la felicidad siempre la he absorbido como un todo homogéneo más allá de cualquier cuestionamiento, como un suceso que es mejor disfrutar tal y como llega y sobre el que no amerita pensar demasiado, y es por ello que hoy me faltan las palabras para decir con detalle cuán inmensa y enormemente feliz fui en esa última época del mundo que conocíamos.
El grupo estaba formado por treinta y siete personas, desde niños de diez u once años hasta un puñado de viejitos de ochenta y pico. No supe nunca de dónde venían, ni a qué se habían dedicado antes, ni el más ínfimo detalle de sus vidas pasadas, porque una regla de fuego era que del pasado no se hablaba. Bastaba mirarlos bien parar saber que casi ninguno de ellos estaba emparentado, y que sin embargo todo funcionaba como en una gran familia, solo que esta estaba hecha de padres por elección, de niños huérfanos, hermanos voluntarios y abuelos por oficio; una gran familia que no miraba hacia atrás ni hacia adelante, sino que se apoyaba siempre en el hoy.
Los días transcurrían mansos y apacibles. Los niños correteaban por todas partes simulando ser policías y ladrones, futbolistas, maestros del escondite o grandes superhéroes. Los jóvenes y adultos habían todos encontrado maneras de olvidarse de la peste refugiándose en los deportes improvisados, los libros, las artesanías, la escritura, el dibujo, la escultura, el arte o la simple manía de desarmar y rearmar aparatos electrónicos. La ciudad abandonada era un gran patio de juegos en el que cada uno podía dedicarse a lo que quisiera. La hora de la cena era el momento de encuentro entre todos, y era la única circunstancia en la que podía saberse a ciencia cierta si alguien había desaparecido durante la noche anterior.
La primera vez que presencié tal anuncio fue a los pocos días de llegar. De a poco me estaba familiarizando con el grupo y su filosofía de vida, y aún me sentía del todo integrado. Un hombre corpulento de rostro regordete y bondadoso se puso de pie con expresión solemne y anunció con calma que alguien que yo no había llegado a conocer no había sido visto durante el día, y que “podía presumirse que había partido”. La noche estaba iluminada por el alumbrado público, que de algún modo esta gente se había ingeniado para hacer funcionar, y el silencio subsiguiente pareció de algún modo emerger de las luces mismas de los faroles. Sin darme cuenta, mi mano se cerró sobre la de Soledad, y la palma de su otra mano vino a aterrizar sobre el dorso de la mía para reconfortarla. Esperaba una escena de llantos y preguntas, de negación lastimera y rostros desolados, pero solo hubo un breve silencio, un brindis por el desaparecido, un par de abrazos reconfortantes, y la comida siguió como si nada.
No tenía sentido seguir sufriendo, me dijo Soledad. Ella, como todos los miembros de la familia, de algún modo había llegado a hacer las paces con lo inevitable de la peste, y cada nueva desaparición no era una razón para mortificarse, sino un recordatorio de lo poco que nos quedaba en esta vida y de cuánto había que aprovecharla. Era una lógica tan llena de valentía que me sobrepasaba completamente. “Me gusta pensar,” me dijo en las sombras la primera en que dormimos juntos, “que todos los que ya se han ido están en otra parte, nos están esperando. Y que el día que lleguemos nos van a recibir riéndose de cómo alguna vez tuvimos tanto miedo.” Iba a decirle que era normal que uno se inventara cualquier cuento para dormir tranquilo, pero antes me plantó un beso en los labios y se dio media vuelta, diciendo hasta mañana. Me quedé mudo en la oscuridad.
Me dejé llevar. No mucho después me encontré sentado en un banco junto a la Casa Histórica, escribiendo cosas a las que nunca dediqué tiempo en un cuaderno en blanco sobre mis piernas cruzadas, a la sombra de la frondosidad de un árbol, rodeado de gente que había llegado a querer de un modo muy especial y que seguía con lo suyo como si la vida no se hubiera jamás detenido. El cielo era tan prístino que podían verse bandadas de pájaros a cientos de kilómetros de altura surcarlo de lado a lado. El aire era fresco y puro, sin ese olor a humo de la ciudad, y el sol brillaba sin abrasar, tibiamente, como si supiera que brillaba para los últimos habitantes esta tierra y no quisiera molestarlos. No sabía qué hora era, ni qué día era, ni cuánto tiempo había pasado desde el encierro, ya tan lejano que yo hubiera dicho un siglo. Y entonces Soledad apareció por una esquina, me miró y sonrió, y sentí cómo la felicidad, la inmensa felicidad, me sacudía todo el cuerpo, y mirando a las ramas del árbol tan hermoso bajo el cual me sentaba agradecí en voz baja estar ahí y en ese momento y en ninguna otra parte, y no pude evitar que me rodara una lágrima por la mejilla al darme cuenta en dónde había estado y dónde me encontraba ahora, y cuando Soledad me tomó de la mano y me llevó a caminar por la ciudad fantasma como hacíamos todas las tardes tuve también miedo, porque sabía que una situación como esta, un momento como este, en que la felicidad ya no cabe en el cuerpo y se desborda por los ojos y las orejas y la boca y las narices y las hendiduras de las uñas e invade todo y se refleja en todas partes como cuando un rayo de sol entra a un cuarto lleno de espejos, un momento así no podía durar para siempre.
Yo y Soledad creamos nuestro pequeño cosmos. Tomamos un cuarto nuevo en el edificio donde dormía la familia, y lo convertimos en nuestro refugio personal, nuestra guarida de confidencias. Las mañanas desayunábamos juntos, y ella se iba a leer a alguna parte y yo me quedaba con la familia ayudando en lo que hiciera falta. Después de la hora del almuerzo me sentaba a escribir y al rato ella venía a buscarme y nos íbamos a patear el asfalto, siempre a un lugar diferente, y nos tirábamos en el medio de alguna calle sombreada y hablábamos de sueños y deseos, de miedos, de ideas. A veces dormíamos, otras simplemente nos sentábamos en silencio a escuchar los pájaros, y hacíamos mucho el amor, ya fuere ahí mismo sobre el polvo del asfalto abandonado, o dentro de algún local, o sobre el capot de un auto si el sol no lo había calentado demasiado, o en medio de la calle como dos exhibicionistas desesperados, o en cualquier otro lugar en donde nos sorprendiera el deseo, acostados, sentados, de pie o como nos pintara el humor y nos diera la flexibilidad del cuerpo, y todo siempre terminaba en risas, chistes, miradas cómplices. Y luego volvíamos despacio hasta el Paseo de la Independencia, jugueteando entre los restos de la civilización, cantando a viva voz para el eco de las calles vacías, fundiéndonos de vez en cuando en abrazos llenos de calor, y pasábamos el resto de la tarde con la familia entre mates y charla, y finalmente nos dormíamos en nuestro pequeño búnker sabiendo que todo volvería a empezar, y nos decíamos con solo mirarnos que ninguno de los dos hubiera querido esperar la evaporación de ninguna otra forma.
Y el tiempo pasó sin que me diera cuenta, en una realidad que era un eterno presente, y llegué incluso a veces a cuestionarme si no habría yo ya desaparecido hacía rato y esto no era sino la especie de paraíso al que llegábamos los evaporados que lo habíamos pasado lo suficientemente mal en vida tangible. Pero cada nueva desaparición era un recordatorio de la verdad – la familia de a poco iba achicándose, reduciéndose, silenciándose. Nuestro pequeño edén iba deteriorándose sin que pudiéramos hacer nada, sumiéndonos en una desesperación muda que se nutría de cada nueva puesta de sol. Y un día, cuando las hojas de los árboles volvían de a poco a tomar color, el tiempo era más fresco y los días se acortaban, nos despertamos yo y Soledad para darnos cuenta que éramos las últimas dos personas que quedaban.
VII
Los primeros días del otoño los anticipé como los últimos de esa aventura. Nos pasábamos todo el día juntos, sabiendo que el afecto que nos guardábamos había quedado irreversiblemente manchado por el miedo a ser los próximos. Hacíamos lo posible para olvidarlo. Inventábamos historias, con más creatividad y avidez que antes, sobre lo que le pasaba a los evaporados, y lográbamos sobrellevar la situación, darnos una endeble sensación de seguridad que se disolvía completamente el caer la noche. Nos decíamos hasta mañana simulando que estaba todo en orden, y dormíamos fuertemente abrazados, en un intento infantil y desesperado de vencer a la tenebrosa fuerza de la peste.
Me levanté, medio dormido, una madrugada, con las piernas congeladas. Había refrescado mucho durante la noche y el calor de nuestra guarida se había fugado por la ventana. La cerré y me froté las piernas, pensando de nuevo en ese sueño tan importante que acababa de escapárseme entre los párpados por enésima vez. Y de pronto me di cuenta, como si me hubieran dado un baldazo de agua fría, que mis brazos dormidos solo habían estado abrazando aire. Me arrodillé junto a la cama, y solo atiné a contemplar el espacio vacío. Afuera el cielo estaba de un gris implacable, y soplaba un viento que auguraba tormenta.
Comí algo, me abrigué debidamente, y salí a la calle. Me fui hasta Plaza Independencia, caminando lento, y me senté en un banco a dejarme seducir por el viento y contemplar el ocaso del mundo. Soledad estaba en un lugar mejor, pensé. Habíamos anticipado tanto este momento que ahora que estaba acá ya no podía sentir otra cosa que no fuera resignación. La profecía se cumplía sin sorpresas ni sobresaltos. Resoplé, desilusionado.
No tardé en darme cuenta que lo que hacía realmente ahí, bajo ese cielo de plomo, era esperar yo también desaparecer. Pensé que lo peor que podía pasarme de ahora en más era que mi permanencia en esta vida palpable se alargara. La sola idea me agotaba. No sabía qué haría con tanto tiempo en mis manos, no sabía cómo pasaría el tiempo sin Soledad. No podía volver a estar solo. Un escalofrío me recorrió la espalda. Me levanté de un salto, y volví a la guarida mientras caían las primeras gotas de lluvia.
Me senté de su borde de la cama, sintiendo la lluvia tronar contra los techos de chapa de la ciudad. La realidad había perdido color. No me sentía una persona, sino más bien un ente que había sido parcialmente vaciado, estaba suspendido en el aire como una partícula de polvo a la deriva. Sin saber por qué me puse a revolver la mesa de luz de Soledad. Había un montón de papeles ilegibles, y pequeñas cosas que ella recogía y guardaba como amuletos. Entré al baño, prendí la luz, y me lavé la cara. Me miré al espejo y era como mirar a un tipo extraño, a un desconocido. Cuando me dispuse a salir, pateé sin querer el papelero, y su contenido salió despedido en dirección a la puerta.
Entonces lo vi. Una pieza de plástico blanco, alargada, que parecía un termómetro. Lo tomé. El signo positivo parecía tener brillo propio. Tardé unos segundos en darme cuenta, y luego, la mano sobre la boca, me senté de su lado de la cama, y rompí en llanto, lloré como nunca había jamás llorado.
Deseé con todas mis fuerzas que hubiéramos estado en otra parte, que las cosas hubieran sido distintas. Quizás, antes, si me la hubiera cruzado en el colectivo, o en el trabajo, o en una fiesta con amigos, o en cualquier otra parte, quizá hoy mi pasado habría sido distinto. Quizá hubiéramos formado una familia, hubiéramos tenido proyectos, hubiéramos hecho algo más que sólo esperar a que la inmunda peste se llevara todo. Supe que había comenzado a extrañarla antes que desapareciera, que había aprendido hacía tiempo que cuando una persona se esfuma para siempre se van consigo también su sonrisa y su mirada, sus gestos y su forma de hablar, sus manías y sus sueños, sus miedos y su coraje, todos sus mundos imaginarios y las lecciones que le quedan por dar, y toda su potencialidad y todo su futuro, se liquida todo lo que puede ser, y sólo quedan un puñado de memorias estancadas en el tiempo, una vida muerta que no puede ser más de lo que ya es y que al cabo de un tiempo será olvidada para siempre, inconclusa. Pero el destino, el curso de las cosas, sigue un capricho que no hace sino burlarse de todos y de todo y hacernos danzar siempre a un ritmo que casi nunca nos queda bien. Me tiré ahí mismo, ahogándome en mi miseria, tomé su almohada, empapada en su perfume, y la abracé como si se tratara de ella hasta que el llanto drenó todas mis fuerzas.
Y de esto han pasado ya varios días.
Voy al banco de la plaza siempre, a ese sitio donde la vi por primera vez. Hace frío, así que me llevo un buzo y una chaqueta, y a veces una bufanda. Me siento y tomo el cuaderno y me pongo a escribir, y cada tanto dejo el cuaderno de lado y simplemente observo esa ciudad que no está vacía de gente solamente porque acá estoy yo. Reflexiono. Pienso en mi vida pasada, en los estragos de la peste, en mi familia y amigos, en Soledad, en Leonor. Pienso en qué hubiera pasado si se hubieran conocido, y esto me hace reír un poco. No se habrían caído bien. Me digo todo lo que podría haber sido distinto, y se me ocurre que las personas no somos sino hojas a la deriva, arrastradas por un viento que rara vez las lleva donde quieren. La vida no es sino una eterna sinusoide en la que se alternan la dicha y el duelo, la paz y la guerra, la salud y la peste. No tenemos otra alternativa que aprender a lidiar sus caprichosas oscilaciones y hacer lo mejor posible con lo que nos toca
Ayer mientras el viento soplaba y me disponía a volver vi entrar por una de las esquinas una gran bestia. Pensé con toda calma en un primer momento que las alucinaciones habían regresado, hasta que el animal se me acercó sin pudor, y comenzó a olfatearme las puntas de los pies. Era un felino enorme, supongo que un puma, con pelaje pardo y dos ojos color ámbar que me paralizaron en mi sitio. Me enseñó los colmillos y siguió su camino, dándome a entender que este nuevo mundo le pertenecía y que no estaba dispuesto a negociar ni una miga. De pronto todo lo que tuve en la cabeza era la imagen de todas las calles, avenidas, bulevares, y plazas del mundo siendo invadidas por la el salvajismo libre y primitivo que habían mantenido alejado durante siglos. Primero fueron las plantas, ahora eran los animales. Comprendí que todo continuaba, aún sin las personas, y se me ocurrió vagamente que quizá algún día todos los desaparecidos se materializarán de nuevo, con la misma espontaneidad y carencia de explicaciones con que se habían evaporado.
Fue entonces que decidí escribir este texto, para que si alguna vez alguien vuelve del vapor, pueda encontrarlas y saber cómo fue todo, y quizá hacer algo para evitar que pase de nuevo. Y para decirle a Soledad que agradezco no haber abierto la boca esa primera noche, no haber pecado de cínico y perverso, porque hoy yo lo creo. Creo en que decirnos lo que hace falta, creernos nuestras propias historias con tal de no bajar los brazos, es una forma de seguir adelante, una forma de valientes, bien a tu estilo. La fachada de la catedral no me seduce ni los fantasmas me persiguen, porque en mi ser solo cabe la esperanza de encontrarte al otro lado del vapor, esperándome con tu sonrisa burlona para ir a caminar y de nuevo tirarnos a matar el tiempo en algún lugar fresco y sombreado.
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la felicidad
Originalmente publicado el 29/02/2018
Es media tarde. Llevo, una cosa a la vez, sin ningún apuro, el mate, la yerba y el azúcar, y después el parlante con forma de ladrillo y el celular. Pongo todo sobre la mesa ratona que había limpiado antes con un trapo, y me siento en el sillón a escuchar un programa de radio mientras cebo el primero. El perro viene y se acuesta a mi lado, dándome la espalda, mirando a la nada con sus penetrantes ojos marrones. El cielo es a veces de un azul oscuro, otras se pone rojo, y si tengo suerte será de un naranja sublim; a esta hora el aire está en su punto justo y todavía no hay mosquitos ni otros bichos pululando en el aire. Doy un gran suspiro sentado en el sillón, relajado, cada hueso en su sitio, cada fibra en su exacto lugar, mirando primero al verde del patio, al azul de la pileta y después a lo alto del cerro, y me llevo la bombilla a la boca. Solo se escuchan los locutores, como voces lejanas. El tiempo se detiene y todo está bien.
Y eso es felicidad.
Afuera llueve, adentro todo está gris y fresco, algo húmedo, como para llevar un abrigo liviano. Si tengo mucha suerte ese día se come un guiso bien cargado, humeante y sabroso, de esos en lo que cuesta sumergir la cuchara. La cocina está iluminada y cálida, sumergida en los vapores aromáticos que borbotean en la olla, y los vidrios están empañados. Afuera está oscuro, pareciera de noche pero es solo el mediodía. Subo a mi cuarto con la panza llena de calor y me tapo con una colcha; prendo la luz de la lámpara y saco el libro de turno. El viento sopla y las ramas se mueven y se escucha el tenue sonido de la lluvia fina que va haciendo mella en calles y corazones.
Los ojos se me cierran, encaprichados, y atino a apagar la lámpara y dejar el libro en la mesa de luz antes de acomodarme y decirme, ya con un pie en el primer sueño, que esto es felicidad.
El paisaje urbano desfila a mis costados, y el punto donde termina la avenida en el horizonte se acerca sin acercarse; voy lento en el auto porque mi manía de salir temprano a todas partes me lo permite, y de pronto suena un tema en la radio que casi siempre es de hace mucho, de otro momento, de otra vida y otro tiempo, aunque a veces es algo que no había escuchado nunca, y en cualquier caso es como una inyección de euforia directo en la yugular, y mientras esquivo el tráfico rendido al capricho de los semáforos, el auto se convierte en un boliche de uno en el que me destajo la garganta como si nadie en el mundo tuviera derecho a tener sanos los oídos. Pero no me importa, porque ese momento es felicidad, tanta que casi se puede poner en un frasco. Lo único más puramente feliz que dar un concierto de uno en el auto es un buen asado con amigos.
Y cuando las brújulas de la vida giran en tres dimensiones sin pararse en ningún lado, está la memoria. Me gusta volver de vez en cuando a las callecitas de una ciudad lejana, donde se nos escuchaba hablar a cuadras y cuadras de distancia; a los colores del carnaval y su libertad desatada; a esas mesas de la cena en un enero cubierto de nieve junto a una acequia congelada; a los hosteles donde tantos personajes me contaron sus vidas antes que sus nombres, sabiendo que no volverían a verme nunca; a los sábados a la tarde en el club del que me alejé, y su olor a tierra y transpiración, a sangre seca y moretones y anécdotas de partido, a la vez que ganamos sin que nadie hasta el día de hoy pueda explicarlo; a la sombra del árbol del secundario, donde crecíamos y no nos dábamos cuenta, a tantos otros lugares.
Una cerveza, una comida, un mensaje, un consejo, un chiste, un plan, una idea, una noticia, un juego, una canción, un instrumento, un dibujo, una sonrisa. La felicidad es difícil porque no terminamos de entender que está ahí, en las pequeñas cosas.
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pensamiento aleatorio
Originalmente publicado el 17/12/2017
Primero hubo hidrógeno. Después helio. Y después las estrellas empezaron a explotar de una forma tan violenta que los átomos empezaron a fusionarse, y todos los demás átomos se crearon. Imaginarse la cantidad de estrellas, la cantidad de energía, la violencia, el ruido, la luz, el destello, las innumerables sacudidas en el vacío del universo hasta que todos los elementos de la tabla periódica se formaron me da vértigo. No estamos biológicamente equipados para dimensionar semejante cosa, hasta la imaginación se queda corta.
No es secreto que casi todo nuestro cuerpo es carbono, al igual que todo lo orgánico. No somos en esencia muy distintos a lo que usamos para prender el fuego del asado. O a un pedazo de leña. O al plástico de las suelas de esas zapatillas que ya no usás más. Carl Sagan en Cosmos toma una caja de vidrio y vierte ahí carbón, tiza, azufre en polvo y agua, en las mismas proporciones que los elementos que componen estos ingredientes están presentes en el cuerpo. Y qué es lo que pasa a continuación? Nada. Queda una mezcla inútil que de tener ojos miraría a Sagan como preguntándole qué pito quería hacer poniendo tantas porquerías juntas. Pero Carlitos se adelanta, y le aclara al espectador que con suficiente tiempo y energía, ese guiso de piedruchas podría convertirse en una sopa de aminoácidos, ideal para un pre-entreno. Importante lección: no se trata de lo que es, sino del arreglo, de la forma en que lo que es se organiza.
Y volvemos al primer párrafo. La única razón por la que yo soy un cuerpo de carne, hueso y fluidos y no un árbol o un manojo de yuyos es porque los átomos que me componen se acomodaron de una manera y no de otra.
Pero esos átomos que me componen tuvieron que venir de algún lado. Ya sabemos que de las estrellas, algo que no deja de asombrarme por lo magnífico y por lo romántico, pero vamos más para acá, unos cuantos miles de millones de años más adelante que la primera estrella explosiva. Todos somos la unión de dos células reproductivas, hechas de carbono, hidrógeno, nitrógeno, etc., pero esos materiales no se crean, se incorporan, a través de la comida. Y la comida viene de los campos, los mares, las montañas, la tierra, los animales. Si le pusiéramos una nano Go-Pro con mira telescópica y algunos zetabytes de memoria y una batería de altísima duración a un átomo de hidrógeno, por ejemplo, y pudiéramos de alguna forma recuperar la grabación luego de algunas decenas de años, qué veríamos? Cuántas veces estaríamos viendo el interior de un cuerpo vivo, cuántas fuera flotando en el aire? Cuántas veces miraríamos al seno de un cuerpo de agua o de algún otro fluido? Cuántas veces no veríamos nada por estar metros bajo tierra?
Los átomos se reciclan constantemente. Todas las células que conforman tu cuerpo en este momento – y consecuentemente todos los átomos – habrán sido reemplazadas en siete años. Somos literalmente otro cuerpo al cabo de siete años. Y cuando morimos? Los átomos que estén en nuestro cuerpo en ese momento volverán al ambiente, se reciclarán en el cosmos, darán forma a otras cosas, a otros objetos, otras vidas, quizá hasta a otros seres humanos.
En una de esas las religiones no le pifiaron tanto. Quizá uno sí re-encarna, pero de una forma más científica. Quizás una vez cada cierto tiempo (demasiado largo, diría yo) la física del universo conforma un nuevo ser con átomos que ya han estado alguna vez en nuestro cuerpo vivo, generando una nueva vida. Átomos esparcidos por el universo traídos por alguna fuerza cósmica de nuevo a un lugar donde estuvieron juntos – un milagro de la estadística. Me gustaría creer que todo lo que se vive, todo lo que se sueña y siente, todo lo que se experimenta para bien o para mal, de alguna forma quedan guardados en algún rincón del núcleo, en esas regiones sub-atómicas que ni los especialistas comprenden del todo, y que cuando esos átomos vuelven a un nuevo cuerpo lo dotan de algunas de esas vivencias. En una de esas cada uno ha vivido inmensa cantidad de vidas a través de sus átomos, y ha sido muchos cuerpos y muchas cosas, y no tanto una serie lineal de seres inconexos en el tiempo como siempre plantean las películas y las historietas.
Porque es tan extraño pensar que la mesa sobre la que escribo y los dedos que teclean estén hechos de lo mismo. Quizá algún día encontremos cómo macanear el arreglo atómico para lograr la transubstanciación de la carne en cargador de celular y nunca adolecer de poca batería en ninguna previa clandestina – y para poder entender mejor de una vez por todas qué es lo que es en verdad esta aventura sin pronóstico ni reservas que llamamos vida.
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Crecida
Originalmente publicado el 29/10/2017
I
Todos tenemos a veces necesidad de compartir lo que no debería contarse sin un buen motivo. Creo que el tiempo puede ser suficiente para que un secreto se arraigue en el pecho, ahogándonos en su afán de volverse conocido. Y entonces no queda otra que compartir todo eso que está guardado. No soy un experto en nada, pero esta es la explicación que me doy a mí mismo, que me repito con convicción sacerdotal cada vez que mis pensamientos regresan al sur. Me gustaría hacerlo más claro, o ponerlo en un lenguaje más formal, pero no puedo, no me sale. Quizá sea que los silencios intoxican el alma y haga falta purgarlos.
Me inclino a pensar que el alma de Lucas no aguantaba más, y que por eso me contó todo lo que nunca le pedí que me contara.
No fue mi vocación humanitaria la que me llevó al sur cuando los ríos se nutrieron de lluvias y lo taparon todo. Fue más bien la esperanza delirante de que Luisina empezara a verme como algo más que sólo un vecino al que podía pedírsele yerba o azúcar. Me comentó mientras el ascensor subía con su calma de siempre que querían, ella y dos de sus compañeros de medicina, ir al sur a colaborar con los inundados. No dudé ni un instante en ofrecerle el auto; me sonrió y me dijo que sí, que gracias, y al bajarse revoleó sus pestañas, mirándome al desaparecer por el pasillo, y mientras contenía la respiración yo supe que ya no podría salirme del compromiso. Ni bien entré al departamento comencé a arrepentirme.
Fuimos el sábado temprano, bajo un cielo de plomo. La ruta estaba poblada y tuve que bajar la velocidad. Pasé una hora como fantasma al volante, como objeto inanimado, inmune a la conversación circular que Luisina, en el asiento de al lado, mantenía con los dos personajes de anteojos y olor a cigarrillo que se sentaban atrás. Las palabras “residencia”, “paciente” y “cátedra” ya habían perdido el sentido cuando vimos las primeras luces titilantes que anunciaban zona de tragedia. A nuestra izquierda, a escasos metros de la ruta, el agua se extendía hasta donde alcanzaba la vista, tapando casi por completo la selva subtropical. El horizonte se teñía de tonos amarillos que se escurrían entre las nubes. La marcha se aminoró a paso de hombre. Los gendarmes vigilaban el camino, daban instrucciones – saqué la cabeza por la ventana y vi una larga cola de vehículos. Apreté los dientes. Un grupo de enduristas se adelantó, rebasándonos por el costado, sus motos tan cargadas que parecía imposible que pudiesen mantener el equilibrio. La cola avanzó un poco, y uno de los que iban atrás no tardó en señalar que era mejor que ellos siguiesen a pie mientras yo esperaba para entrar. Luisina desapareció con los dos aparatos antes que yo pudiera sugerirle sutilmente que se quedara a hacerme compañía. No pude evitar preguntarme qué carajo hacía ahí.
El ambiente iba agitándose a medida que la cola avanzaba. Grupos de personas a pie se adelantaban a la cola de autos para adentrarse en la catástrofe. Algunos conductores bajaban a hacer sus necesidades, atentos para volver al trote por si la cola llegaba a moverse. Otros permanecían afuera, y empujaban el auto cuando había suficiente lugar. Grupos de conversación se formaban entre los vehículos, caras consternadas, preocupación. Las historias de lo que pasaba en el pueblo recorrían la fila como relámpago, cambiándose los hechos de auto a auto, de manera tal que que la fuente directa no las reconocería al escucharlas de la boca de quien acababa de unirse a la caravana, kilómetros más atrás. Yo salí un par de veces a estirar las piernas, un saludo acá, un comentario con el de adelante, una pequeña conversación con el de atrás. El aire estaba saturado de un calor viscoso, y los bichos revoloteaban por todas partes. Una cumbia sonaba en alguna parte. Los gendarmes patrullaban con rostros de piedra, pidiendo dejar siempre el carril contiguo despejado para las ambulancias. Fue casi otra hora antes que la cola avanzó lo suficiente como para ver el pueblo – o la parte del pueblo que asomaba por el agua, mejor dicho. Los reflejos del sol se filtraban con dificultad a través de la espesa capa gris de nubes que cubría el cielo en toda su extensión. Era casi mediodía.
Dejé el auto a pocos metros de la entrada, por insistencia de la autoridad, y me adentré a pie en el pueblo, con el estómago que empezaba a crujir.
Todo era caos, confusión. Gente que iba y venía por todas partes. Gritos, pedidos de auxilio, solicitaciones, discusiones. Las casas pueblerinas bullían de actividad – contra sus paredes había filas de colchones o mantas donde mujeres y niños yacían con rostros perdidos y ojos mojados. Seguí caminando; vi un colectivo hasta el techo de ropa, y un grupo de mujeres que se desvivía por repartirla a una cola enorme de despojados. Altares en honor a los santos locales habían sido improvisados en algunas esquinas, donde los devotos ofrecían con la boca llena de oraciones ininteligibles lo poco que se había salvado del agua y el barro. Me adentré más en el pueblo, empapado de pies a cabeza, con calles de barriales y agua marrón acumulada en el más mínimo promontorio, caminando como un espectro, sorteando la agitación con un nudo en la garganta, y vi las carpas blancas. Súbitamente el olor a mugre, humedad y selva dio paso al de la comida que burbujeaba en las ollas apostadas en un espacio abierto similar a una plaza, donde los damnificados podían pedir un plato caliente y recibir atención médica. Se me ocurrió buscar a Luisina, pero era tal el ajetreo que no tardé en desistir. Una escuadra de enduristas pasó tronando sus motores por una esquina, en dirección al cerro, que se alzaba a mi izquierda. Hacia el otro lado podía verse, a pocos kilómetros, el enorme espejo de agua reflejando el brillo tenue de la fosforescencia que el sol inducía a la capa de nubes – extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista, fundiéndose con el horizonte, incontables copas de árboles y techos de casas pueblerinas asomándose fuera del agua como hongos en pasto recién cortado. Me quedé mirándolo, atónito, un instante, antes de girar sobre mí mismo para observar con detenimiento todo lo que pasaba a mi alrededor. Era puro surrealismo.
No quería estar ahí. Una urgencia en el fondo de las tripas me dijo que debía volver a mi casa, a mi televisor, mi sillón y mi cuarto, y otro sentimiento que no puedo definir, una especie de noción de deber, me instaba a quedarme, a hacer algo. Y mientras por dentro me batía contra mí mismo, alguien me tomó del hombro.
Se llamaba Lucas, y necesitaba ayuda con una de las casas, pendiente abajo. Había dos más con él, que no parecían conocerlo ni conocerse entre sí. Atiné a afirmar con la cabeza, y los seguí sin pensar demasiado, impulsado por la necesidad visceral de aportar algo a la situación. Continuamos por la calle principal, pasando las carpas y las casas, y nos adentramos en la selva, en un sendero que nos engullía hasta los talones. Lucas nos explicó que había un viejo atrapado en su casa, que no podía salir por problemas de salud, y que había que traerlo al pueblo lo antes posible. No hubo mucha más conversación. La angustia por lo que pasaba y lo que se veía era palpable en el aire. La caminata nos tomó casi cuarenta minutos, debido a la espantosa condición del sendero, que yo supuse podría recorrerse en no más de diez, y bajamos al agua, al intimidante lago de barro y lluvia que dominaba todo el horizonte.
Ni bien llegó al final del sendero Lucas se lanzó a ella, quedando sumergido hasta la cintura. Los otros tres vacilamos. Insistió en que el camino no podía bordearse por el cerro sin que nos llevara todo el día. Ninguno se movió. Nos aseguró que era seguro, que lo había hecho hace un rato y que no había peligro – siempre que no volviera a llover. Uno de nuestros acompañantes dio media vuelta pidiendo disculpas, y volvió por el sendero, no sin que antes pudiera verse en su cara lo aterrado que estaba. Yo y el otro nos miramos sin saber qué hacer. También teníamos miedo. “No puedo solo, muchachos, ayúdenme”, dijo Lucas. Pensé que era esto o volver al pueblo, a su desorden y a ser un obstáculo inútil. Respiré hondo y me tiré al agua sin reflexionar mucho más; el otro me siguió. Lucas suspiró aliviado y guió la marcha.
Bordeamos la línea del cerro, la “costa”, avanzando con dificultad. La selva a nuestro costado era tan densa y tenía tal pendiente que habría sido imposible seguir caminando. Íbamos lento, con Lucas al frente tanteando cada paso, echando ojeadas inquisidoras al horizonte. Estaba nervioso. El cielo seguía gris, aunque encendido por el sol que se escondía detrás, sobre nuestras cabezas. Mientras así fuera estaríamos bien.
La marcha fue tranquila durante al menos media hora, pero era incómodo no saber qué pasaba en el agua. Ese temor de que ser atacado por lo invisible, como cuando uno se baña en el mar, me acompañó todo el trayecto. Los pensamientos de víboras y otros bichos nadadores me asaltaban con recurrencia, y me preguntaba si esas cosas blandas que pisaba bajo el agua no se darían vuelta enfurecidas para morderme. Llegamos a un punto en que el terreno empezaba a curvarse hacia nuestra izquierda, guiándonos directo hacia una fuerte corriente que arrastraba ramas y escombros. Subimos de nuevo a tierra y caminamos hora y media, sin seguir un sendero definido, con las piernas empapadas, pataleando en el barro, a través de un silencio solo interrumpido por el correr del agua, en la yunga densa y calurosa, con el estómago que se me retorcía del hambre, hasta que llegamos a un punto donde la corriente se suavizaba, y volvimos a echarnos al agua. “Falta poco”, nos dijo Lucas.
Veinte minutos más tarde subíamos de nuevo a tierra, con el alma que nos pesaba en cada hueso, escaldados, agitados e incómodos, y tras hacer un trecho de unos veinte metros pendiente arriba, salimos a un claro donde se paraba erguida una discreta choza de madera. Me sorprendió que no hubiera sucumbido a la lluvia. A su alrededor había trastos colocados sin orden aparente, y pequeños montículos: uno de carbón, otro de maderas, otro de lo que parecían ser huesos de animales. Lucas se adelantó mientras yo y el otro nos deteníamos a retomar el aliento. Llamando desde afuera al viejo, hizo ademán de entrar en la choza, pero se detuvo en seco en el umbral, observando hacia adentro. Me acerqué con el corazón en la boca, aparté a Lucas de la entrada y miré hacia dentro. El viejo yacía con la cara contra el piso de tierra, brazos y piernas desparramados en posiciones incómodas, a lado de la silla de donde había caído, y a los pies de unas brasas que todavía ardían en el centro del habitáculo. Nuestro mundo pareció apagarse de nuevo en silencio.
El otro comprendió lo que pasaba al vernos las caras. Nos quedamos los tres parados en el claro, sin una idea de cómo seguir, de cómo enfrentar a la muerte ahora que acabábamos de verla tan de cerca. Propuse que lo enterráramos. El otro opinó que sería mejor envolverlo en una tela y dejar que el río crecido dispusiera de él. Lucas estuvo de acuerdo y pusimos manos a la obra.
El regreso fue todavía peor que la ida. El día se apagaba con rapidez, y apuramos la marcha, temerosos de seguir en medio de la jungla cuando todo estuviera ya oscuro. Había perdido todo el apetito, pero me dolían los pies, el calor no menguaba y los mosquitos empezaban a atacarnos por todos los flancos; mi cabeza palpitaba de dolor, estaba fatigado, débil, y sumamente irritado de haber emprendido esta travesía solo para encontrar que la fiebre ya nos había ganado. Nadie dijo media palabra. Lucas conservaba la misma cara que había portado al hacer el camino de ida, y comencé a sospechar que quizá nunca había estado nervioso, sino que esa era simplemente su expresión natural.
Llegué al pueblo completamente enfangado y hediendo a selva y frustración. Aún había movimiento, aunque sin la intensidad de la mañana. El sol ya había empezado a ponerse, y aquí y allá empezaban a prenderse fogatas y luces de automóviles. Había más gendarmes dando vueltas, supuse que para amedrentar a oportunistas y ladrones. Imaginé que muchos voluntarios habrían ya vuelto a sus casas. Caí en la cuenta de la mugre y el cansancio que llevaba sobre todo mi cuerpo, y el hambre regresó súbitamente. Lucas propuso que nos acercáramos a las carpas, porque él estaba igual. Nuestro compañero en cambio se despidió, diciendo que iba a ir a buscar su grupo, que era hora de volver a la casa. Resolví que buscaría a Luisina después de comer y haría lo mismo.
Nos sentamos en unas sillas de plástico en medio de la placita principal, frente a una fogata, cada uno con su bol de locro caliente, comiendo sin mediar palabra. A la luz amarilla del fuego, pude apreciar detenidamente el rostro de Lucas por primera vez en lo que iba del día: nada extraordinario. Era joven, no más de treinta años, pálido y de pelo castaño, con rasgos comunes, ojos comunes, boca común. No resaltaría en un grupo cualquiera de gente, mucho menos podría diferenciarlo en una multitud. Pero tenía una especie de marca misteriosa que se parecía a la tragedia – una forma de proyectar la mirada, de fruncir el ceño y ceñir los labios que hablaban de historias reprimidas y de lecciones a transmitir. Era la expresión de un hombre mucho mayor, aunque me pareció que había algo más. Nunca había visto una cosa así. Era una mirada que irradiaba comprensión. La mirada de alguien que entiende cosas mucho más allá de lo que todos pueden – o desean – entender.
Conversamos un poco. Vivía en la ciudad, en Barrio Sur. Se dedicaba a hacer trabajos sociales, era voluntario en unas cuantas ONGs, y en su tiempo libre hacía artesanías. Evitó con mucha sutileza contarme cuál era su lugar de origen, pero me dijo que había vivido en muchos sitios, como un nómada. No le gustaba quedarse siempre en un mismo lugar. Yo estaba por contarle un poco de mi historia – el fracaso en la facultad, el laburo insoportable, la ansiedad respecto al futuro – cuando un gendarme pasó anunciando que nadie podría abandonar el pueblo por una nueva crecida de los ríos que había cubierto la ruta.
Se me fue el alma a los pies. Hubo una agitación generalizada, suspiros de desilusión, chasquidos de lengua e insultos arrojados al aire. Todo el mundo deseó haberse ido antes. Me pregunté qué haría ahora, de dónde sacaría ropas secas, si tendría que dormir en el auto, mojado, sucio e incómodo, a merced de los mosquitos y los merodeadores.
Como leyéndome la mente, Lucas me ofreció dónde quedarme. Una pueblerina le había prestado un pedacito de tierra al lado de su huerto para que tirara su bolso de dormir, y estaba seguro que cabrían unas colchas a su costado, unas vez que las consiguiésemos de las carpas de donaciones. No sería problema conseguir una muda de ropas, tampoco. Antes que pudiera aceptar su oferta, me dijo que lo siguiera.
II
Jamás había visto un cielo tan estrellado, nunca en la vida. No podía parar de mirarlo. Pensé en qué otras cosas hermosas nos perderemos los bichos de ciudad por vivir entre tanto hormigón.
El cielo se había aclarado inexplicablemente de un momento a otro, mientras aguardábamos que las amables señoritas que manejaban las donaciones nos dieran una mano. La casita estaba un poco alejada del pueblo, a escasos metros de la espesa jungla, lo que no me daba ninguna tranquilidad. No podía parar de pensar que algo nos observaba desde adentro sin que nosotros pudiéramos verlo. Del pueblo venían canciones y resplandores de fogatas, lo único que podía escucharse además del canto de los grillos, de las ramitas cortándose bajo los pies de algún animal vagabundo. Habíamos conseguido una colcha que amortiguaba la dureza del piso pero daba demasiado calor, y mi transpiración se mezclaba con la capa de repelente de mosquitos que un voluntario me había prestado y que me había puesto hasta en las fosas de la nariz, con tal de no contagiarme ninguna enfermedad tropical. Mis ropas colgaban de las ramas de un árbol cercano, aunque supuse que jamás se secarían antes de que saliera el sol, no con la humedad. Llevaba puesto una bermuda y una remera que vaya a saber uno a quienes pertenecieron; en otras circunstancias habría estado obsesionado pensando si sus antiguos dueños se habrían bañado al menos una vez al día, o si habrían tenido alguna enfermedad de la piel, o si qué riesgos corría al usar ropa donada sin lavar. Pero en ese momento me sorprendí al darme cuenta que eso ya no importaba.
La vía láctea pronto alejó a los depredadores imaginarios de la yunga, y me encontré en mitad de la noche comiéndome con los ojos las estrellas y su esplendor. Lucas yacía a mi lado, dándome la espalda. Yo sabía que él tampoco dormía, pero no dije nada. Las ampollas de mis pies ardían, al igual que la piel escaldada dentro de mis muslos. Tenía picaduras en las piernas que se habían hinchado como bolillas. Pero no importaba. Mis pensamientos fluían lejos de todo eso, amparados por las estrellas, a través de los acontecimientos del día. Luisina y los aparatos entabacados, el viaje por la ruta bajo el cielo de plomo, el pueblo, los gendarmes y los voluntarios y los despojados, la mugre y la desesperación, el insoportable calor, el aire como una telaraña, el agua y el barro como una sentencia, el ominoso lago de la tragedia, Lucas y su rostro afligido, la travesía con el ombligo casi sumergido, la jungla y los senderos, el agotamiento y el hambre, la solitaria casa donde yacía finado el hombre al que no pudimos socorrer, el silencio del retorno y la decepción de no poder haber contribuido en nada, de haber servido solo como una carga en esta aventura insólita, la belleza tan indescriptible del cielo…
No di más. Las lágrimas empezaron a salirse de mis ojos como el agua que empuja a través de una fisura en las piedras, y luego como un dique que rebalsa, que no da a basto y se fractura y se quiebra. Me senté en mi sitio y lloré como niño abandonado. Como lloran los que sentimos culpa de no servir para nada.
Lucas se dio vuelta y quedó boca arriba. Con el rabillo del ojo empañado vi a la luz de la noche estrellada la rigidez de su ceño. Se sentó y permaneció a mi lado, mientras a mí no paraban de resbalárseme las gotas por la mejilla, y así estuvimos diez cinco minutos, hasta que la emoción mermó y dejé de gimotear como cachorro perdido. “Ya va a pasar, tranquilo”, fue todo lo que dijo.
Le pregunté cuántas veces había él estado en situaciones como ésta, cuántas veces hacía falta verle la cara a la catástrofe para no quebrarse de espíritu. Lucas miraba al suelo sin inmutar su cara. Luego alzo la vista y exhaló largamente, y supe que estaba por sacarse del pecho algo que tenía guardado hacía tiempo, que ya no podía retener. Cuando comenzó a hablar pensé que quería enseñarme algo, consolarme, pero no tardé en darme cuenta que solamente estaba hablando consigo mismo a través de mí, para reafirmarse verdades calladas por demasiado tiempo, para entender qué decisiones lo habían llevado a este momento y a este lugar y por qué.
“He visto esto demasiadas veces. Tantas que no puedo acordarme. Y voy a ver esto tantas veces más que lo de hoy va a ser solo una de entre cientos y cientos.” Me quedé estupefacto, tratando de interpretar lo que acababa de decir, sacado momentáneamente de mi zozobra, aunque todavía con la cara húmeda. Lucas continuó sin mirarme, la vista clavada en alguna memoria.
“Me preguntaste esta tarde de dónde vengo, y me hice el tonto para contestarte. La verdad es que no me acuerdo, no voy a mentirte.”
Una granja, un campo de trigo, un lugar con lomadas, una pequeña choza, un hombre alto y moreno, una mujer con ojos como gemas, por lo demás sus rostros indefinibles. Esa era su primera memoria. Una secuencia que se repetía en sus sueños: él corriendo con dificultad por un camino de tierra, el mundo visto casi desde el suelo, todo agigantado, el trigo como murallas a sus costados, la mujer corriendo detrás de él riéndose. Era un sueño feliz.
“No recuerdo nada de mi infancia o de mi adolescencia. Lo único que me quedan son pedazos de memorias. Pantallazos, fotos, fragmentos. A veces en sueños veo cosas que parecieran haber pasado de verdad, algunas lindas y otras no tanto, pero eso es todo. No podría contarte sobre mi vida porque es que es como si no hubiera ocurrido.”
Lucas no bromeaba. Hablaba en serio, en un tono confesorio y llano que no dejaba lugar a la duda. Pensé que habría tenido algún tipo de trauma, un accidente o qué se yo, como pasa en las películas, que tendría algún daño en la cabeza que había suprimido todos sus recuerdos o que le impedía recordarlos. Había escuchado de memorias reprimidas, aunque nunca en el espacio de una vida completa.
O simplemente Lucas era un loco y me estaba haciendo el cuento del tío. Me incliné instintivamente a pensar esto último. Notó mi cara de desconcierto, y retomó su discurso con una idea que, se notaba, ya había expuesto muchas otras veces.
Empezó diciendo que las cosas tienen valor cuando son raras, y que la rareza puede venir por lo difícil que es encontrarlas o por lo que significaron en un momento y lugar dados. Pasa con los objetos, y pasa con las experiencias. Hacer algo por primera vez es especial, y en la medida que se repite va perdiendo su valor hasta desaparecer. Cuando algo que parece único resulta no serlo, su valor desaparece. Mi mirada de desconcierto no había cambiado, ahora porque no sabía a dónde quería llegar.
“Bueno”, dijo Lucas finalmente, “ahora aplicá ese concepto a la memoria.”
Durante un instante no comprendí, luego mi cerebro empezó a hacer conexiones. A la memoria, los recuerdos de lo que uno vive… las memorias valiosas. Las memorias valiosas son únicas, no son objetos, son momentos, jamás podría haber dos iguales, dije, pensando en voz alta. Jamás podrían perder valor porque nunca se repetirían… no alcanzaría la vida para repetir momentos hasta que perdieran su valor. Le dije que no tenía sentido, que son cosas diferentes y que el concepto no era aplicable.
Lucas asintió levemente con la cabeza. Espiró pesadamente una vez más, como quien se sabe alcanzando el punto de no retorno. Me miró a los ojos, “¿y si yo te dijera que sí?”
Hubo una pausa, y silencio. El mundo parecía haberse callado en un instante. La música en el pueblo había cesado, y los fogones ardían con menos intensidad. El cielo aún brillaba. Él esperaba que yo dijera algo, pero me mantuve sin decir nada, con cautela. ¿Qué era lo que me estaba sugiriendo?
Con la vista en la nada, continuó. “Vos me ves a mí, y ves un tipo joven, ¿no es verdad? No me darás más de treinta, treinta y cinco. Pero la verdad es que soy mucho más grande… mucho. No creerías cuánto.”
No comprendía. Me mantuve callado.
“He vivido tanto tiempo que he visto estas cosas pasar una y otra vez, miles de veces, y por eso es que no me altera. El tipo que se nos fue hoy… seguro vos nunca viste una cosa así, un hombre muerto en el suelo de su casa. Es algo que va a acompañarte toda tu vida. Yo en cambio lo he visto ya tantas veces que en un par de días lo habré olvidado. Ese hombre será uno más de los que ya vi y de los muchos que me quedan por ver.”
Lo miré fijo a la cara, esperando que riera, que se burlara de mí, que me dijera que era una broma. Pero no, hablaba en serio. Muy en serio.
Las palabras se me habían escapado de la boca. Sentí un escalofrío correrme por la columna ante la tranquilidad con que Lucas contaba semejante farsa. Podía vérselo en el rostro – él creía todo lo que estaba diciendo. Una sensación de alarma me invadió todo el cuerpo. Se me tensaron los músculos, mi corazón se aceleró. No cabía duda, este tipo estaba loco, y como tal, era impredecible. El instinto de supervivencia tomó el control. Mis ojos revolotearon en sus órbitas, buscando elementos que pudieran servir para defenderme, posibles vías de escape. Lo medí de arriba a abajo, evaluando mis chances de someterlo en una pelea. Lucas tenía dos palillos por brazos, y eso me dio un poco de seguridad, aunque bien sé que no hace falta ser grandote para saber de trompadas, y que yo en la perra vida me banqué una cachetada.
“Estás asustado, pero no te preocupes. Todos se ponen igual. Casi todos, en realidad. Hay muchos que salen corriendo. Otros se me han tirado a los pies, ansiosos por escucharlo todo, pero son los menos. Unos cuantos directamente han intentado matarme”, dijo, e hizo una mueca parecida a una sonrisa, “pero si vos fueras de cualquiera de esos ya lo sabría. Te voy a contar más así te tranquilices y veas que no estoy loco ni voy a hacerte daño.”
Yo me quedé mudo, quieto como estatua, en alerta. Lucas empezó a hablar, y conforme presté atención a lo que decía el susto fue cediendo de a poco.
Me contestó primero que ninguna memoria, ni siquiera las primeras veces más especiales, resisten suficiente paso de tiempo. Luego me habló sobre lo que recordaba de su vida, cómo en su memoria sabía que había hecho miles de cosas pero sin poder dar detalles sobre ellas, como cuando uno tiene un sueño que no puede recordar con precisión. Recordaba ideas generales, pero no podía precisar ningún acontecimiento puntual. Algo parecido a la sinopsis de una película, pensé.
Me dijo que había vagado por el mundo, había estado en miles de sitios y en miles de tiempos. Estaba seguro que alguna vez tuvo una primera vida en algún lugar que no recordaba dónde, y creía, pues no lo sabía a ciencia cierta, que había trabajado la tierra, en un lugar donde las familias, la suya incluida, pasaban con frecuencia hambre, frío y todo tipo de injusticias y vejaciones. Luego partió para nunca más volver. Caminó incontables kilómetros, trepó inhóspitas montañas, navegó por cientos de mares solitarios; fue carpintero, albañil, herrero, panadero, pescador, capataz, cazador, granjero, sacerdote, aventurero, explorador, marino, escritor, perfumista, torero, boxeador, soldado, espía, paladín, dragón, bucanero, corsario, consejero real, alcalde y hasta marqués de una tierra fértil y próspera. Había vivido en cualquier ciudad que yo pudiera nombrar, y hablaba tantos idiomas que le costaba mucho expresarse todo el tiempo en uno solo. Contó cómo había combatido en cientos de campos y frentes diferentes, en tierra, aire y mar, ya fuere con honda, lanza, espada, puñal, maza, mosquete, arcabuz, fusil, rifle o mortero, en primera fila o tras el escritorio de los estrategas, montado a caballo, tras el timón, a bordo de un tanque o sobre sus dos pies. Había visto imperios enteros derrumbarse, naciones desaparecer, invasiones devastadoras, sangrientas revoluciones, legajos milenarios evaporarse para siempre, había sido testigo de volcanes y huracanes, de incendios e inundaciones, de exterminios y plagas, de genocidios impronunciables y de inmensurables procesiones migratorias, miles y miles de seres humanos curvados por el hambre marchando, desesperados, hacia el horizonte, en una fila tan extensa como horizonte mismo. Había estado en confines tan salvajes y tan hostiles del mundo que ni el más fuerte del mundo de hoy sobreviviría un día, y había compartido el pan con cientos de culturas extintas u ocultas, y a fin de cuentas había vivido tantas vidas, y conocido tanta gente, y experimentado tantas, pero tantas sensaciones, que la más corrientes de las cosas – la forma de una nube, el ruido de una cuchara revolviéndose dentro de su taza, la posición de las agujas del reloj, la inclinación de una ceja o la pendiente de la comisura de unos labios – le suscitaba una marejada de imágenes en la memoria, una sucesión atolondrada y caótica de recuerdos vagos de cada día sobre la tierra en los que esas cosas habían, por motivos que no podía identificar, dejado de ser corrientes por un instante. Su mente funcionaba como un saco sin fondo en el que las vivencias se acumulaban indefinidamente, convirtiéndose en olvidos que revivían cada tanto con el estímulo adecuado, y que lo asediaban cada hora de su vida, durmiente o despierto.
En ese momento me decía que había que seguirle la corriente para mantenerlo entretenido, para que el loco mantuviera la cordura y no hiciera nada peligroso. Hoy, meses después, me doy cuenta, y confieso, que entré en su juego y comencé a interrogarlo a raíz de una extraña fascinación, como la que sienten los niños más pequeños cuando escuchan las historias de los abuelos. Desde el momento que había bajado del auto y había pisado el barro del pueblo todo esta aventura había parecido una fantasía retorcida e imposible que sin embargo era tan real como mi propia piel. ¿Por qué no sería también posible que Lucas dijera la verdad?
Imaginé las posibilidades. Vivir para siempre… todos los objetivos de una vida siempre podrían cumplirse. Sin la presión del tiempo a cuestas, cualquier cosa era posible, cualquier locura concebible podría siempre realizarse. Le pregunté por qué no había asumido su rol, por qué no aprovechaba su don para enriquecerse, para vivir como un duque, como un privilegiado, como un líder. ¿No era ese el sueño de todo hombre? ¿Dinero, poder, mujeres?
Su respuesta fue simple y contundente: “Porque no lo deseo”. En algún momento, en otra época y en otro lugar, había sido esa persona, ese líder poderoso que todos envidian. Pero se había cansado. Y acotó que es difícil ser líder cuando los que deseás liderar aprenden a temerte por lo que sos. “Ojalá nunca sepas las cosas de las que es capaz una persona cuando tiene suficiente miedo.”
Intentar solucionar los grandes problemas del mundo, continuó, era como trepar un pendiente llena de espinas y piedras, casi vertical, con arenisca que se desliza bajo los pies y hace que uno se caiga todo el tiempo y tenga que empezar de nuevo. Llegar a la cima era un esfuerzo sobrehumano, y luego de conseguirlo, uno se encontraba con otra pendiente idéntica, más alta y más difícil. Los problemas del mundo no hacían sino renovarse todo el tiempo – era como perseguir espejismos. “Y uno siempre termina hartándose”, dijo.
Su vida había transcurrido en etapas en las que había jugado distintos papeles. Así como en un momento se dedicó a cambiar el mundo, en otro se dedicó a aprender oficios y perfeccionarlos, en otro a ser aventurero y viajero, en otro a luchar en guerras ajenas, y en otro – admitió, con un rostro lleno de remordimiento por donde se lo mirase – dedicó todos sus esfuerzos a destruir cuanto tuviere a su paso. “Tenía muchísimo odio. Un odio que no podés imaginarte. Y puse todos mis esfuerzos en hacer tanto daño al mundo como pudiese. Quería que sufriera tanto como yo. Pero hasta de eso me cansé, por suerte.”
Silencio. Pensé que si vivir tanto hacía que todo fuera posible, eso implicaba todo lo posible, y no solamente lo virtuoso.
Le pregunté sobre el amor. ¿Había tenido mujer, familia, hijos? La respuesta evidente y lógica era que sí, que en algún momento habría formado una familia, pero mi pregunta no era para corroborar suposiciones, sino para verlo sonreír un poco. Supuse que el recuerdo de alguna amada, de sus hijos, de la vida en el hogar, le traería un poco de alegría a su rostro. Madre mía, qué ingenuo fui.
“Tantas veces que no puedo contarlas”, fue todo lo que contestó, sin inmutar su cara. Insistí en que debía haber una en especial, la primera mujer, el primer hijo, el primer amor, cosas que uno nunca se olvida. “No, no puedo recordarla. Sólo me queda una imagen muy borrosa, y ni siquiera sé si en verdad fue mi primer amor. Y de mis primeros hijos tampoco tengo mucho más.”
Había formado muchas familias en diferentes momentos, y había tenido muchos hijos, pero la última vez había sido hace tanto que tampoco podía darme detalles. No tenía idea si algunos de sus cientos de hijos e hijas habrían heredado su condición – creía que no, porque a estas alturas ya se habría encontrado con alguno, portando su mismo rostro angustiado y sin rumbo.
Pude apreciar por vez primera a Lucas por el espectro que realmente era. Un alma maldita que erraba de lugar a lugar buscando qué hacer con una existencia que no acababa nunca. El tiempo cura todas las heridas, pensé, pero también podía lograr lo contrario – convertir las cosas más hermosas de la vida en rutinas insoportables, en bucles agotadores. Con suficiente tiempo, todo, hasta el amor, perdía su valor.
“Estoy cansado”, dijo, suspirando largamente, con un pesar en la voz que me partió el alma. “No te das una idea lo fatigado que estoy. Me gustaría ser como vos, como cualquier de ustedes. Me gustaría saber que algún día va a terminarse. Irme a dormir, y nunca ya despertar. No estamos hechos para esto. La naturaleza es sabia en quitarnos la vida, amigo mío. No solo porque uno acaba cansándose de vivir, sino porque uno se cansa del mundo. Te vas a dar cuenta más adelante que las cosas solo parecen cambiar, pero en el fondo son siempre lo mismo. Su apariencia es lo que cambia. La violencia, la crueldad, las estupidez… todo no hace más que renovarse incesantemente. Es preferible vivir poco y nunca darse cuenta”.
Esta idea me irritó. No, me dije, el mundo sí cambia. El mundo puede cambiar, y puede cambiar para mejor, cientos de personas lo han demostrado. Pensé en Ghandi, en King, en la Madre Teresa… si lo que esas personas hicieron no fue cambiar el mundo, entonces ¿qué lo era?
Pero claro, ¿cómo discutirle a un tipo que ha vivido tanto?
Una franja de luz iluminaba ya el cielo. Era aún de noche, y todavía había estrellas en el firmamento, pero un murmullo de animales despiertos ya brotaba de la selva.
Sin haberme apaciguado, le pregunté bruscamente por qué hacía lo que hacía. ¿Por qué había intentado salvar al viejo? ¿Por qué hacía trabajos sociales? ¿Por qué ayudaba a la gente?
Si a fin de cuentas nada cambia y todo es lo mismo, ¿por qué no le ponía un fin a su vida él mismo?
Me di cuenta de la brutalidad de la pregunta medio segundo después de haberla terminado de pronunciar. Una vergüenza más allá de todo lo que puedo describir me cayó sobre la cabeza como un baldazo de agua helada. Pero Lucas no cambió su cara.
“Hago lo que hago”, dijo tranquilamente, “porque es la única forma que he encontrado de olvidar la monstruosidad que soy. Ayudando a otras personas me pierdo, me dejo llevar – me meto en sus vidas, comparto con ellos, hago de sus problemas mis problemas. Y se siente bien… se siente muy bien. Soy nómada y vivo como pobre porque es la única manera de que nadie note quién soy, que nadie se fije demasiado en mi vida ni haga demasiadas preguntas. Ser pobre es como ser invisible.”
Hubo un silencio. Tal era el bochorno que sentía por la barbaridad que le había preguntado que ni me percaté de lo admirable de su primera respuesta. Quería que obviara la segunda parte, que hiciera como si nunca hubiera yo dicho nada. No junté valor para pedirle disculpas antes que colocara frente a mis ojos sus dos muñecas, y yo pudiera ver en ellas, a la tenue luz del sol que empezaba a asomar, varios surcos longitudinales, algunos que llegaban hasta el dorso del codo. Luego se paró y se levantó la camisa, enseñándome un menudo torso lleno de marcas y hendiduras, repleto de cicatrices que hablaban de heridas espantosas. Se señaló sin decir una palabra una marca sobre el estómago y otra sobre el pectoral izquierdo; se sentó, tomo mi mano e hizo que posara el dedo índice entre su melena, detrás del oído. Había un pequeño hueco bajo el cuero cabelludo, como si faltara un pedazo de cráneo. La yema de mi dedo se posó en algo blando y caliente, palpitante, vivo.
De pronto se me nubló la vista, y sentí que las fuerzas se me escapaban del cuerpo. Mi sangre se había helado de repente, y jadeaba para recuperar el aire que no había inhalado durante toda la demostración. Lucas se limitó a amortiguar mi caída sobre las colchas, y luego retomó su posición, sentado donde estaba, sin cambiar la mirada por un instante.
Cuando pude juntar algo de energía, le pregunté por qué me contaba todo esto a mí. A fin de cuentas no era nadie especial, nadie a quien valía confiarle algo importante. Creí ver a Lucas dudar, por primera vez me pareció que no sabía qué decir, pero mi visión no era clara, el día era demasiado oscuro todavía, no puedo decirlo con seguridad.
Lucas habló, y sus palabras sonaron a despedida. “Solo quiero que sepas lo afortunado que sos”, hizo una pausa, y de súbitamente todo el cansancio y el agotamiento del día se me subieron a la cabeza. Todo el esfuerzo, la travesía en el agua, el viaje de la mañana, todo el estrés de la montaña rusa de emociones, todo el cansancio psicológico y toda la fatiga física me tomaron por sorpresa, y sentí que me desvanecía. “Tu vida vale más porque algún día se va a acabar, amigo. Si algún día se te ocurre, como escucho siempre a tanta gente decir en todos lados, que habría que vivir mucho para verlo todo, no les creas. Por favor no les creas. Que las cosas algún día terminen es una bendición, haceme caso. No se puede seguir para siempre. Yo daría lo que fuera por ser como vos.”
Quise contestar, pero me pesaba la mandíbula, se me cerraban los ojos, me dolían todos los músculos. ¿Y si cerraba un minuto los ojos? Sólo un minuto, Lucas seguiría ahí, me dije, no iría a ninguna parte.
“Así que te deseo lo mejor”, le escuché decir, “puedo verte en la cara que sos buen tipo, te va a ir bien. Tu mundo es un lugar hermoso – defectuoso pero hermoso al fin, porque algún día lo vas a perder. Así que vos no pierdas el tiempo, aprovechalo, aprovechalo mucho… yo así lo haría, si pudiera. Hacelo por vos, y también por mí.”
Escuché a Lucas levantarse y exhalar largamente, satisfecho por haber terminado por fin una tarea por mucho rato pendiente. Quise frenarlo, decirle que se quede, que tenía muchas, tantas preguntas, que quería pedirle consejos, que me contara más, él tenía tanto para contar…
Desperté sobre el mediodía, muerto de hambre, transpirado de pies a cabeza y con la piel completamente ardida. El día estaba despejado, el sol brillaba incandescente, y Lucas ya se había ido.
III
Han pasado ya más de tres meses, y todavía no puedo terminar de cerrar todo esto.
Obviamente no podía ser verdad. No tiene ninguna lógica, va a contramano del sentido común. Era evidente que un loco me había visto la cara de nene y había querido divertirse un rato. Me lo repetí a mí mismo desde el día siguiente de esa jornada en el sur, cuando volvía en mi auto hacia la ciudad, usando ropas que no eran mías, sucio y mal dormido, sin acordarme siquiera de buscar a mis acompañantes. El paisaje era tan distinto, tan luminoso y lleno de verde, y el gran lago de la inundación reflejaba tan bien la claridad del cielo que parecía haber dos, una encima de otro, logrando una escena de indiscutible, y siniestra, belleza.
Me lo repetía desde ese día y todos los días, primero con una convicción de hierro, y después con cada vez más dudas, hasta que ya no podía decírmelo sin sentirme avergonzado por lo endebles que sonaban mis propias palabras.
¿Y si era verdad? ¿Y si Lucas era en realidad lo que decía ser?
La vida siguió como venía, y yo empecé a encontrarme con más y más frecuencia merodeando Barrio Sur, husmeando en ONGs, revisando notas en La Gaceta, atento a las movidas solidarias y ferias de artesanos, examinando con detenimientos fotos y listas relacionadas donde pudiera encontrarlas – en fin, buscando a Lucas sin confesarme que eso era lo que hacía. Una parte de mí quería encontrarlo a toda costa, volver a conversar con él, hacerle más preguntas y por fin poder sacarse todas las dudas que la comían por dentro, pero se avergonzaba frente a la otra parte, la que daba el asunto por dado y terminado, la que se empeñaba por seguir con las cosas tal y como estaban y la que había enterrado todo rastro de curiosidad por temor a saber qué escondían las respuestas.
A menudo mi mente migraba de nuevo a ese terral bajo las estrellas e imaginaba escenarios que nunca pasaron, con tramas inverosímiles y desenlaces improbables. ¿Qué hubiera pasada si hubiese dicho esto y no aquello? ¿Si hubiese sido más diplomático? ¿Si hubiese sido más agresivo? Mi cabeza encontraba las hipotéticas respuestas en las horas muertas en la parada del colectivo, en la pausa del café de los bares, en el semáforo en rojo de 24 y Maipú, en las noches sin sueño y hasta en los sueños mismos.
Lucas se había vuelto parte de mí, como se vuelven siempre parte de uno las oportunidades desperdiciadas. Y siempre en los días de perros volvía al momento en que me dijo que las cosas no podían cambiar.
Primero fue el enojo. Si fuera verdad ¿para qué molestarse? ¿Cuál es el sentido de todo? ¿Cómo puede mi experiencia batirse frente a la de él? Me enfrenté a esta idea con una rebeldía silenciosa e iracunda que me quemaba el pecho. Pero fue mirando a mis alrededores que me di cuenta que no es tan importante cambiar el mundo como cambiar tu mundo. El mundo quizá no cambie, Lucas, pero lo que nos rodea sí que puede cambiar.
Y después fue la lástima. No hay otro motivo para levantarse por las mañanas que creer que hoy va a ser un poco mejor que ayer, y que mañana va a ser todavía un poco mejor. Que estamos construyendo día por día, granito de arena a la vez, un lugar mejor para vivir. No hay ningún motivo que lo asegure, ninguna prueba o garantía, y sin embargo así lo creemos, porque eso es lo que elegimos creer. Si una vida eterna puede quitarme las razones para conservar esa esperanza entonces no la quiero.
Y eso es todo lo que he logrado resolver, Lucas, del resto no sé qué hacer. Hay días que elijo creerte, porque así tengo pie para creer tantas otras cosas increíblemente hermosas, tengo por fin fundamento para buscar lo imposible y lo fantástico debajo de cada piedra, para que esta realidad pueda tener por una vez algo más de color. Otros días me siento tan infantil y tan idiota y tan desilusionado cuando me doy cuenta que nada de eso existe y que lo más evidente que vos no andás del todo bien de la cabeza y que quizás encontrás morboso placer en mentirle a engendros como yo, dispuestos a asirse a cualquier cosa que les devuelva el rumbo.
Me acuerdo cuando estábamos en el claro, el viejo envuelto en una manta, y lo acercamos, yo, vos y el otro, a dejarlo en el curso de agua. El cuerpo envuelto se apoyó suavemente sobre la superficie, y de a poco se hundió mientras la corriente lo llevaba aguas abajo. Nos quedamos mirándolo mientras se perdía en la lejanía, un bulto bajo la superficie que aceleraba su marcha en la medida que encontraba la mitad del cauce, hasta perderse rápidamente de vista. En ese momento contuve las lágrimas al pensar que el agua estaba llevándose al viejo a un lugar mejor, lejos de todo este caos y esta miseria, y en esa imagen vi reflejada mi propia vida, un viaje por aguas turbulentas, envuelto en una manta que no deja ver qué hay delante, hacia un destino incierto e impredecible, pero siempre con la certeza de que a algún lado se llegaría para finalmente descansar.
Espero que algún día volvamos a encontrarnos, Lucas. Espero poder verte y ser una vez más víctima de mis propias ganas de creer, para poder preguntarte todo lo que no he podido preguntarte. Y espero que cuando lo haga pueda ver que has llegado a algún lugar que te dé más paz, como el viejo que ahora descansa en algún ignoto rincón de las sierras.
Y ustedes, ¿en qué eligen creer?
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vida de perros
Originalmente publicado el 03/07/2017
Moro tiene un pelaje color caramelo, un marrón claro y brillante que recuerda un poco al dulce de leche, a un cubrecamas de la matrimonial de los viejos en la vieja casa de la infancia en la Lobo de la Vega, a los rayos de sol del atardecer de los días claros cuando pegan en la puerta trasera que comunica cocina y jardín. Es chiquito, para su edad y su raza, la gente cree que es cachorro pero va por los cuatro años; su falta de inteligencia la compensa con una admirable capacidad de hacernos reír con sus cosas, y con algún que otro inexplicable arranque de genialidad, como haber aprendido sin que nadie le enseñase a abrir la puerta de la cocina y unírsenos en el almuerzo sin haber recibido invitación.
Cuando nuestro primer perro murió de viejo, mi mamá prohibió terminantemente traer más animales – ahora que no había nadie que meara o pisoteara los brotes verdes de los canteros, el jardín podría finalmente florecer, y dejar de recordar a un baldío con el pasto cortado. Contra la medianera pusieron una fila de papiros que crecían al ritmo de la inflación; al pie de la pileta, en esa pequeña elevación que nunca supimos si fue producto de la creatividad o del descuido, un vistoso colchón de flores rojas y blancas; más al fondo colocaron pequeños arbustos que prometían crecer como hortensias, unas matas de hojas finas y largas que parecían pelucas, y otros tantos pequeños tallos que prometían mucho esplendor botánico, incluido si mal no me acuerdo un jazmín paraguayo destinado a perfumar las noches de primavera.
El resultado fue hermoso. A mi vieja le brillaban los ojos cada vez que salía al patio, y a nosotros nos gustaba tener un poco de color y vida en el fondo.
Era enero, una tarde en que la familia estaba chapoteando en la pileta, con el sol abrasador de Tucumán destellando cegador en el cielo, los muebles de la galería desparramados. Yo llegaba transpirado y sucio, con los músculos cansados, de chivatear no me acuerdo dónde, y fue mi hermano más chico el que me atajó antes que entrara al fresco de la cocina, diciéndome que mirara bajo el sillón, que había una sorpresa. El Moro estaba acurrucado abajo, hecho un ovillo apenas más grande que mi mano, gimoteando bajo, atemorizado en este nuevo lugar, con esta gente extraña, separado de su mamá quince días antes de lo apropiado porque el dueño ya no los podía tener.
Lo tomé con mucho cuidado, como agarrando una joya muy preciosa y frágil, mi cara rebosando de una sorpresa y una alegría como pocas veces he sentido. Era minúsculo, diminuto, hacía ruiditos al respirar, le costaba abrir los ojos. Lo vi olisqueando con dificultad el ambiente, averiguando quién era yo, y cuando lo imité los pulmones se me llenaron del olor de su pelaje sin estrenar y de su tierno perfume de criatura indefensa, y tuve por vez primera una vaga idea de lo que es el verdadero amor.
Su nombre lo eligió el benjamín de la familia, por razones hasta hoy no del todo claras. El Moro se volvió el centro de la vida doméstica, como todo nuevo llegado al mundo. Le enseñamos a hacer todo lo que un perro debe hacer en su casa, y aunque algunas cosas nunca las aprendió, puedo decir que estoy satisfecho. A veces me gustaba avanzar silenciosamente a la ventana de la cocina, y espiar su vida en esa porción de jardín que limitamos para él, por miedo a que fuera a precipitarse a la pileta. Era tan chiquito. Tan, tan chiquito. Olía todo, de arriba a abajo, y caminaba con dificultad, tropezándose. Intentaba correr y se iba de boca al piso. No paraba de moverse, lento pero seguro, de una esquina a otra del patio. A veces intentaba ladrar, largando chillidos a algún bichito del pasto, a algún pajarito, a Napoleón, el cachorro de gato que habíamos traído no mucha antes de él y que ya empezaba a treparse a la medianera y a mirar a su compañero canino con ese desprecio al que hoy estamos todos acostumbrados.
Después de un durísimo invierno, el Moro dejó de ser un bebito para volverse un cachorrón torpe y cariñoso que exterminó toda planta que hubiera sembrado mi mamá para embellecer el jardín. Las flores murieron calcinadas por las meadas, las brotecitos fueron aplastados sin piedad por sus torpes pezuñas, los papiros fueron derribados cual pinos de boliche por su pechito de paloma a la carrera, cuando se lanzaba a toda velocidad a través del matorral de gruesos tallos verdes para estirar las piernas, quemar energía, o simplemente para ver esa decoración absurda ceder ante su creciente fuerza, los penachos volando por los aires, y sentirse satisfecho con su obra destructiva, lengua afuera, rabito de lado a lado. Mi vieja estuvo a nada de llevarlo al campo, pero es más fuerte que ella. Ama a ese animal desde el minuto que mi viejo la convenció que lo llevaran a él y no a los otros de la camada. La terminante prohibición que ella hizo sobre la tumba del antiguo rey del jardín había empezado a diluirse lentamente a medida que el argumento de que con un perro estaríamos más seguros empezó a repetirse con más frecuencia en la mesa de la cena. No veo al Moro haciendo frente a ningún caco, francamente, pero siempre puede gritar y avivar un par de giles.
Su manía destructora de plantas, ropas y zapatillas ya se le ha pasado, y hoy transcurre el día viviendo su simple vida de perro, alternando la monotonía de las siestas con la euforia de ver a los dueños llegar a la casa y el frenesí de la hora del Pedigree. Cuando comemos está con nosotros, siempre, y hasta a veces se aventura al piso de arriba, a los cuartos, al estudio, aunque no me guste – soy de la idea que los perros tienen que ir afuera, y hasta a la cocina, como máximo.
Cuando llego a sentarme viene y se trepa, colocando su cabeza en mi axila, buscando abrigo. Tanto nos dedicamos a franelearlo y hacerle caricias que a veces se pone insoportable, pero siempre le doy con el gusto, es lo mínimo que puedo hacer. Se lo debo, por su inmenso cariño, por esa inocencia que me recuerda a la de los niños, a esa conmovedora capacidad de ver solo lo esencial. Me digo que me gustaría ser como vos, Moro, hacer esa vida tuya, solamente preocupado por tus horas de comer y nuestros horarios de llegada, ser capaz de sentir semejante amor y semejante devoción por estos seres tan imperfectos que somos en realidad. Si realmente pudieses entender lo malos, egoístas, irresponsables e idiotas que las personas podemos ser a veces, si pudieses entender el alcance de nuestra imperfección, ¿nos querrías menos? ¿recapacitarías sobre tu forma de querernos?
A veces tiene pesadillas. Mientras duerme su ceño se frunce, sus piernas tiemblan, ladra. Se despierta de un sacudón y viene rápidamente a reconfortarse en nuestros pies. Nos mira a los ojos, agradecido, aliviado. Otras veces sencillamente bosteza y se despierta, procede a estirarse, se levanta, va al patio a buscar algo a lo que ladrarle. Y hay otras veces que son curiosas.
Me gusta salir al jardín al horario de la siesta, cuando la ciudad se queda muda, y solo se escuchan los pájaros, las hojas, los árboles contándose novedades, el cielo murmurando secretos a la tierra. El día hacía lindo, con el sol brillando y el aire frío, de forma que me senté en medio del patio, tazón de café en mano, amodorrado por el almuerzo, intentando volverme uno con esa atmósfera de paz. Me quedé viendo al Moro, que dormía inmóvil a escasos metros, impasible. Y en un instante dado, mientras yo sorbía mi bebida, mientras mi piel abrigada empezaba de a poco a calentarse, él abrió los ojos con lentitud, y su mirada se quedó colgada en un punto del vacío, como hacemos las personas, desilusionadas, al comprender que acabamos de despertarnos de un sueño maravilloso. Yo lo contemplé sin decir una palabra, y el se mantuvo mirando a la nada un rato, y luego volteó su cabeza y me miró fijo a los ojos, sin mover la cola, y por vez primera se me ocurrió que algo más allá del amor incondicional estaba maquinándose en su cabeza.
Te subestimamos, amigo mío, bebé de la casa, chiquito de mi corazón. Creo que te subestimamos como los hombres siempre subestimamos lo que creemos entender. ¿Se te habrá ocurrido quizá que yo a veces no soy lo mejor que puedo ser? ¿Que quizá yo no soy tan parecido a ése que saludás con tanta efusividad cuando vuelve del gimnasio? ¿Habrás sospechado algo, como a veces los chicos sospechan de sus padres, de sus maestros? ¿Sospecharás lo grande que es este mundo, sospecharás algo de lo que hay más allá de las medianeras, más allá de la calle donde vas a ladrarle a todo lo que pasa? ¿Sospecharás que el cielo bajo el que vivís, la tierra que pisás, el viente que te acaricia los diminutos cabellos color caramelo, los árboles y las plantas y las hojas, son algo más que solo lo que podés ver? ¿Pensarás en tu vida como nosotros pensamos en las nuestras? ¿Te cuestionarás sobre tus amos, tu comida, tu casa, tu propio ser? Cuánto podría aprender de vos, si así fuera. Quizá el único impedimento para que nos des las lecciones más importantes de nuestra vida es el habla, quién sabe. Me gustaría que hablaras a veces, y me contaras cómo ves las cosas, cuánto bien nos haría a todos que los perros pudiesen hablar.
Me lo pregunto cada vez que te veo dormido. Te veo echado al sol a través del vapor que asciende de la tasa de café, y deseo que estés soñando con árboles que dan jugosas tiras de asado y campos verdes donde nadie te rompa las bolas por corretear. Y espero que en un lugar de tus sueños estemos yo y los viejos y los chicos, también.
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¿Quién fue?
Originalmente publicado el 02/06/2017
Quién cuerno me habrá mandado a hacer esto.
Trato de rebobinar, de acordarme. Veo una película de imágenes borrosas volver en el tiempo hasta algún momento en el secundario, algún aula que no puedo distinguir, con algún profesor que no tiene cara, algún cuaderno lleno de jeroglíficos, alguna nube de la que trato de extraer una forma, algo que pueda identificar. Supongo que de tantas veces que ya lo he hecho debería poder mejorar el resultado, pero no.
Salgo de ahí, del colegio con sus árboles y su verde. Voy a otro lado: los asados familiares. Sé vagamente quiénes me tiraron la idea, pero desconozco quién me terminó de convencer. La cabeza me quema. ¿Fue en una Navidad? ¿un Año Nuevo? ¿un cumpleaños? ¿en algún domingo suicida? No sé, todo es turbio, borroso, no tengo memorias, tengo fotos, pedazos inconexos de momentos que no puedo organizar.
No hay forma.
Me precipito a tomar un trago de café: frío… me cago.
No hay caso, no podré saberlo nunca. Otro día capaz…
Estoy estirado en la silla, afuera está nublado. Los papeles están desparramados en la mesa, en total desorden. En la calle no pasa gran cosa. El gato está adormilado en un rincón, cumpliendo su curioso rol de adorno viviente. Miro lo que me falta por tragar, y me siento derrotado. Cien hojas infernalmente eternas sobre una materia muy pesada, y apenas voy por la primera. Tengo ganas de meter todo en una licuadora e inyectarlo por intravenosa, ver si así algo se graba. Aún eso tiene más chances de salir bien que yo de juntar la voluntad que hace falta para arrancar.
Se me escapa un suspiro de capitulación, una bandera blanca ondeando sobre mi cabeza. Ya está, no doy más. Quién me mandó, carajo, ¿quién me mandó?
A ver… obvio que la sociedad, la familia, los valores, la cultura. Ya lo sabemos. Pero es demasiado amplio. Dentro de esas fuerzas imbatibles tiene que haber un elemento, un eslabón en la cadena, un pedacito ínfimo del tejido histórico que me pueda explicar más satisfactoriamente qué hago acá, por enésima vez en la vida, leyendo sobre gente y cosas que me importan muy poco, que voy a olvidar ni bien me digan que aprobé.
En otro momento me dije que yo lo elegí, ¿pero fue tan así? ¿Verdaderamente yo elegí? ¿Puede un pendejo de 18 años, con las hormonas que no terminan de ceder, con la cabeza en la luna del deseo, las ideas malnutridas, que ha crecido dentro de un cascarón, completamente inmaduro y sin preparación, elegir lo que va a hacer el resto de su vida?
La respuesta es no, porque son pocos los que volverían a elegir lo que “eligieron”. Quevasé.
El que nada sabe, nada teme, y así se empieza la facultad. La inercia le acaba ganando al entusiasmo, y la cosa se pone dura, exigente, en tercero o cuarto año, cuando se trastabilla, se falla, se retrocede, se llora como un nene, y con la crisis surge la pregunta inevitable: ¿no sería más feliz en otra carrera?
Qué momento de reflexión ese, qué punto crítico de la vida. Ya vas tres años y en una de esas le erraste. De terror.
Pero se sobrevive. Uno se reagrupa, revisa lo que ha hecho (y lo que no), y sigue, insiste como burro que no es buenmozo, e insistiendo se aprueba, se gana y se aprende a ser justo: hay cosas que sí me gustan. Que he aprendido a que me gusten. La pregunta inevitable, entonces, muta: ¿estaré alguna vez conforme no importa lo que elija?
Elegir algo siempre es elegir también lo que no nos gusta de ese algo.
Aprender, uno se da cuenta, no es el problema. Aprender es hermoso, no importa qué. Siempre es bueno saber y entender más cosas, es gratificante, renovador. Y te das cuenta que te encanta aprender, incluso lo que uno creía odiar, y que lo que realmente rompe las bolas es el estudio. Lo que molesta y desalienta son las horas muertas en un escritorio, sumergido en mares de hojas de cuaderno, absorbiendo conocimientos desactualizados, memorizando teorías disponibles en internet, siguiendo planes de estudio fuera de época, viendo contenidos que no tiene aplicación práctica, desmenuzando ideas que nunca vieron la luz de la realidad, desempolvando nociones congeladas en el tiempo, todo mientras las posibilidades del mundo permanecen abiertas y a la espera.
Porque ese es el problema: mientras los días se nos pasan en mates y bolillas, la vida afuera sigue avanzando, el mundo no aguarda, y nos perdemos cosas. Nos perdemos tantas cosas irrecuperables que vale preguntarse si sacrificar los mejores años de la juventud en todo esto en verdad vale la pena.
Y la pregunta reverbera, ya mutada a su forma actual: ¿quién me mandó hacer esto? ¿quién carajo me mandó a aceptar que el aprendizaje tiene que ser así de pobre? ¿quién carajo me mandó a conformarme con este esquema tan arcaico y tan ineficiente? ¿quién me mandó a aceptarlo sin oponer la más mínima resistencia? ¿quién me mandó a ser tan cómplice y tan cobarde? ¿alguien puede decírmelo?
¿Quién carajo fue?
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Celular
Originalmente escrito el 11/05/2017
La espalda y el culo hacen una sola superficie que, ropa mediante, está adherida al sillón. La cabeza describe un insalubre ángulo recto contra el respaldo, apoyando la quijada en el pecho, y las piernas se apoyan en unas banquetas de madera con superficie de tela en las que el gato se pasa todo el día ocupado haciendo la siesta. En días como estos, fríos y nublados, los primeros del invierno propiamente dicho, con la lluvia que cae lenta pero constante, uno se da cuenta que la fuerza de gravedad puede multiplicarse, y vuelve la sola idea de salirse de semejante estado de anclaje algo osado, atrevido. En esa pose decadente e hiperestática, vestido con mis peores ropas, respirando lento, con una expresión de vegetal hervido dibujada en mi cara, los ojos mirando, sin registrar, sucesiones de imágenes sosas desfilando por el televisor en bajo volumen, la cabeza llena de ese ruido blanco agonizante que emite continuamente el cerebro sub-estimulado del estudiante universitario promedio, procedo a estirar el brazo derecho, la mano antes apoyada con comodidad sobre su par a la altura del pupo, y sin siquiera ver hacia dónde la dirijo, sin medir cómo o cuándo abrir y cerrar los dedos, con una precisión japonesa que me es totalmente carente hasta para mear de pie, alcanzo, por sexta vez en los últimos veinte minutos, el único, el polémico, el igualmente despreciado y adorado, ese bicho de microcircuitos que más que un aparato pareciera un órgano vital: el celular.
Lo tengo entre los dedos, y pienso que lo odio. No; lo detesto, lo aborrezco. Con un movimiento reflexivo, instantáneo, emanado de mi espina dorsal, pongo el código de desbloqueo, y para mi no-sorpresa, la imagen resultante es exactamente la misma que hace cinco minutos. El fondo de mi elección queda tapado por la cuadrícula colorida, programas que en mayoría nunca he usado, o que he dejado en desuso hace rato, rato. Siempre vuelvo, al cabo, a los tres de siempre, la Enfermísima Trinidad, los Tres Zoqueteros, de mis redes: a la vanidad de Instagram, la ira del Twitter, y la… ¿…?, bueno, y a Facebook, que se quedó tanto que ya no sé ni a qué vicio de la conducta se lo puede relacionar.
Y entro, y evidentemente, no hay nada. Nada nuevo, me refiero. Mis globitos oculares color marrón quedan suspendidos en su lugar, y son las imágenes y los textos los que se mueven frente a ellos, ahorrándoles el tortuoso esfuerzo de rotar en sus fosas, marcando el clímax, el punto máximo de la holgazanería, la paja monumental, las ganas de hacer cosas llevadas al mínimo absoluto indispensable que requiere la supervivencia del individuo. El dedo índice desliza sobre la pantalla por pura inercia, guiado no por la curiosidad sino por la rutina, un movimiento pre-programado cuyo objetivo es el movimiento en sí mismo. Y frente a esos ojos sin expresión desfilan videos curiosos, memes, fotos de perros perdidos, santurronerías insólitas, reivindicaciones ridículas, humor negro, la gente que se ofende por él, la gente que se ofende por todo, los perejiles que te hablan desde el trono de humo de moralidad al que tienen conectado el wifi, pasan las pendejas en bikini con fotos de enero y la leyenda “back” o “summer forever”, o alguna huevada por el estilo, como si tener mosquitos tres meses al año no bastara; pasan los grupos de amigos desconocidos, los vasitos de fernet de la previa, las luces giratorias que los acompañan, las postales de Tailandia, Camboya, Vietnam y otras tierras abandonadas por el Dios del caretaje yerbabuenense de las que empecé a pudrirme de ver cuando hasta mi tía Pepita se mandó a “mochilear” para allá; pasan los medios virtuales, con sus noticias tan resumidas, acortadas, e interpretadas como la mona que se terminan transformando en un chisme vulgar; pasan las frases motivadoras de cincuenta centavos, de fuentes improbables o procedencia dudosa, incluidos una, y otra, y otra vez los mismos tres párrafos de ese libro de ochocientos y pico páginas que es Rayuela y que el mismo Cortázar debe ya estar arrepintiéndose de haber alguna vez concebido, mirándonos decepcionado desde un estudio para-dimensional donde fantasea aún con famas y cronopios; se suceden los amores eternos, las amistades perfectas, las sonrisas deslumbrantes, los paisajes fantásticos, las causas nobles, las cruzadas legítimas, los reclamos iracundos, los comentarios filosos, las acotaciones oportunas, las discusiones inacabables. El sentido de la vida está servido en bandeja en cada rincón, expuesto como una pintura en cada muro, colgado como bandera de cada ventana, generosas y desinteresadas donaciones de todos esos nombres sin cuerpo que la tienen re contra clara, súper estudiada, todos y cada uno de esos triunfadores de la vida y el cosmos que todavía viven en la casa paterna y no tienen ningún intención de irse hasta que haya alguna alineación planetaria que les de esa idea para una start-up revolucionaria que no se les ocurrió nunca en quince años pero que, ojo, no tarda en llegar.
Y aunque no me lo quiero confesar, sé que soy igual. Igual. Mugre de la misma uña. Y me hallo cada día tratando de ser distinto, y cayendo en la cuenta, día a día, hora a hora, de lo difícil que es. Uno parte en línea recta y llega al lugar de partida, y se sorprende sin detenerse a considerar que a lo mejor camina en círculos.
Como te odio, aparatejo, maravilla de la ingeniería, pequeño demonio con cámara de alta definición, diablito de 32 gigas que me quedaron cortas desde que estoy en cuatro grupos de WhatsApp de varones que no paran de mandar el tipo de porquerías que pueden hacerte meter en un psiquiátrico. Si tuviera *esto* más de huevos te aplastaría como a un pedazo de plastilina, te haría pedazos, pero no puedo, no tengo los cohounis para vivir a lo Alexander Supertramp, para desconectarme de todo sabiendo que todos están conectados y mandarme a mudar a la Patagonia y vivir de achurar castores – y tengo, además, que reconocer que sos útil cuando hace falta, sos muy útil. Desearía solamente que tu utilidad no fuera tan adictiva, que no viniera con todo ese globo inmundo de aire viciado que ahoga las cosas que valen la pena.
Rubén, ¿por qué eres así?.
“Es por la dopamina, nene. La sustancia se secreta cuando algo nos da placer, y por eso es tan adictivo”, diría con pedantería algún triple PhD con un nombre estilo Winslow Lee Pritzkaterton von Aufganschttüngerenderenderenrreenneren, mirando de reojo a su colega el quíntuple PhD Nam Li, ambos investigadores vitalicios en alguna universidad capitalista del mundo civilizado cuya décima parte de matrícula no llegaría a cubrir ni vendiendo ambos riñones y un par de metros de intestino delgado, en alguna publicación de una revista mensual de la que no me enteraría nunca de no ser por PlayGround o AJ+ y su hábito de sobre-simplificar la información para que pueda ser asimilada por la ansiedad del internauta promedio. Pero no alcanza, docto r, doctores, no me alcanza su explicación, no me satisface ver al humano como una máquina que a dados estímulos devuelve siempre el mismo resultado. Quiero creer que sobre nuestra bi ología existe un juicio, una mente pensante, una consciencia que mide, que analiza, planea, ejecuta y revisa, una voluntad superior a una reacción química, una inteligencia que puede doblegar eso mismo que la hace funcionar. No me rindo a creer que somos así de débiles, así de sumisos, así de patéticos.
Dejo el celular a un lado, y trato de concentrarme en la transmisión televisiva. Imposible. El ruido blanco va ganando sonoridad, resonando entre oreja y oreja. Contemplo el humo del espiral, sublimándose poco a poco, describiendo formas enigmáticas con el humo, contando futuros que alguna gitana sabría leer. Incluso con esta fresca esos esbirros de Satanás a los que dimos el inofensivo nombre de “mosquitos” salen a romper las bolas, qué desgracia. Me levanto haciendo un esfuerzo sobrenatural, me acomodo las telas de vagabundo que me cubren el cuerpo. Me estiro, y siento los músculos como hechos de gelatina, fofos, adormecidos, atontados, cubiertos de una película infinitesimal de baba de gusano, de una sustancia a medio camino entre transpiración y cera, de las que se recubre la piel cuando se pasa horas sin hacer un pomo, confinadas en la oscuridad de las ropas. Afuera sigue lloviendo, sigue gris, casi negro, y me siento viscoso, molesto, pegoteado contra la fibra sintética de la remera. Atravieso con pausa el living tenuemente iluminado, inhalando el olor narcótico del pan lactal tostado que llega por la escalera, venciendo, inexplicablemente, la nube tóxica del repelente que arde en el otro rincón. Prendo la ducha, y ahí está, de nuevo, en mi mano derecha, desbloqueado, mirándome, sonriendo el muy carnero, burlándose. Puta madre. ¿En qué momento?
Una irritación me sube por el espinazo. ¿En qué momento me convertí (nos conve rtimos) en esclavo de esta forma tan patética? ¿Podré alguna vez alejarme definitivamente de vos, querido enemigo? “Pruébame y verás que todos somos adictos”, nos decía Gustavo, y hoy vería con salir a la calle cuál era la dimensión de su acierto, frente a la marea de walking, sitting, driving, jogging, laying on the grass, drinking coffee deads que es el mundo, vendiendo a través de una pantalla gato por liebre, calma por furia, dicha por tristeza, violencia por miedo, fumando ficciones, aspirando sueños ajenos, inyectándonos de mentiras y consumiendo cuánta, cuánta otra mierda innombrable, desesperados todos por llenar un vacío con pulgarcitos y corazoncitos, por encontrar respuestas donde nadie se molesta en hacer las preguntas correctas. Tan cerca de embustes de terciopelo, tan lejos de lo que se toca, lo que se huele, lo que se vive, tan lejos de lo que es verdadero.
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