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VIII Misterio Doloroso (Alegoría del Amor)
Guiaré tu corazón por laberínticas calles para hacerte ver el laberinto de mi corazón y sus callejones sin salida. Llevaré tu alma entre muros encalados, con sus rejas estranguladas por verdes tallos rizados y pétalos lamiendo el hierro frío y despintado. Y tú perderás con gusto tus ojos en el camino: con gusto la sarna no pica, y aunque este viaje no haya ocurrido sé que te hubiera gustado, aunque no te atrevieras a decirlo.
Y así te conduciré al centro del laberinto. Donde me sacrificaste sin tú estar presente. Donde me atravesabas con un puñal y yo como una caricia agarraba la hoja, mientras manchaba el hierro con la sangre cayente de mi boca. Donde me doblaba por la llaga, como si fuera el eje de mi cuerpo, antes de romper mis rodillas el suelo con los dedos metidos en la carne que palpitaba, para terminar yacente en un fondo neutro, mientras los espectadores de la ejecución en verdad no espectaban nada. Porque tú no estabas. Porque tú no me hiciste nada. Porque en verdad fue un suicidio. Pero no quiero, o no del todo, admitirlo. Me dejaste tirado por el suelo con unos ojos al máximo abiertos que de tanto haber se resumiría en no haber nada; que con unas salpicaduras de agua de sus memorias y sus esperanzas se liberaban.
Hasta no quedar nada. Porque ya no siento nada.
Ya no siento nada.
Intenté liberar mis fuerzas en las carnes de inocentes por no ser capaz de descargarlas en las tuyas. Aunque sólo fuera con palabras. Aunque en verdad tú también fueras inocente. Porque, o quiero creerlo, no sabías nada.
Pero ya no siento nada.
Quise contaminarme de tu humo en ascensión al aire, como «purpúreas rosas sobre Galatea la Alba entre lilios cándidos deshoja», para saborear las imágenes que disueltas en él salen de tu mente por la boca.
Pero ya no tengo hambre de nada. Porque ya no siento nada.
Debí haberlo previsto cuando estuve apoyado en la reja que hasta hacía poco se perfumaba del escoltado incienso. Y de hecho lo preví, pero por querer confiar una vez desde ese día tengo un corazón algo más muerto.
Y digo que ya no siento nada, y, aunque hay parte de verdad, miento; tu imagen aún me tira de la córnea de los ojos como tira el jinete al caballo de los frenos. Porque aunque te culpo de mi muerte sé que no fue queriendo - fue por querer, pero no a mí, de hecho -, e igualmente sé que te guiaré en el laberinto en su debido momento, y que tú solo te perderás entre muros blancos, pétalos morados y hierro, pero ya me encargaré de encontrarte donde yo me perdí: en mi tumba, en el centro, donde con el humo se perdió mi alma y el fuego acabó con mis huesos después de muerto. __________________
Aún tengo mi pecho abierto. Y en él reposan los coágulos de sangre esperando a que vengas a beberlos.
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VII Misterio Doloroso (Hoz de plata)
Como de plata una hoz,
a las rejas de la iglesia.
Como de plata una hoz,
asomándose la luna media,
segó mi corazón.
Y al son de dos campanadas
a mi pobre corazón segado
lo atravesaron dos lanzadas.
Lloro por fuera arroyos
y por dentro caudales.
Yo lloro por fuera arroyos.
Desde el día en que tu me dejaste
no sé como salvarme del ahogo
del olor de las humedades.
Debería estar en tu lugar,
Padre mío crucificado,
que más señales llevo yo en mi cuerpo
de las que a ti te han pintado.
Con esa sonrisa tallada,
sólo en tus brazos, Madre mía,
parezco estar.
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VI Misterio Doloroso
¿Por qué movió el aire mis rosas
junto a tus paredes blancas?
Parecieran repasar con sus espinas
la palabra “Calvario”
escrita en un retablo de cerámica,
con la efigie de un Crucificado
y a sus pies una Magdalena
con la misma cara.
Un nido de gorriones adorna la estampa,
con un canto estridente que nace
de una desgañitada garganta,
llamando a su Alma Mater,
las patas hacia arriba,
vueltos sobre sus espaldas.
Entre las gotas de rocío
extendió su lecho una araña,
que crecía a base
de alimentarse de mis entrañas.
La cría, buscando la luz,
extendió sus patas,
estacando mi pecho y mis espaldas,
como de una navaja el acero,
el cobre de una cachaba,
como una flecha de oro en mi pecho,
en el suyo una de chatarra.
Inflama y pudre mis pensamientos,
y en lento vómito
los saboreo en mi boca
para no volver a tenerlos.
¿Por qué junto a tus paredes blancas movió el viento
a mis antes no podridas rosas?
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Landscape with Water Mill, 1648, Claude Lorrain
Medium: oil,canvas
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Christ on the Cross, 1665, Bartolome Esteban Murillo
Medium: chalk,pen,ink
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The last moments of Chlodobert, 1880 by Albert Maignan (French, 1845–1908)
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The Noble Lady, 1525, Hans Holbein the Younger
Medium: woodcut,paper
https://www.wikiart.org/en/hans-holbein-the-younger/the-noble-lady
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V Misterio Doloroso (La Quinta Angustia)
Monte en bronce tallado.
se tambalea el Hombre
en su rocalla reflejado.
A un instante eterno
su cuerpo está colgado;
centellean en el sepulcro
sus miembros anudados.
Refleja el bronce
sus rasgos no amortajados.
Cruz en roble tallada.
Tiembla la Madre
en la madera fijada.
A un suspiro eterno
su garganta está ahogada;
centellean en la sentencia
sus lágrimas congeladas.
Con astillas fija el roble
su alma traspasada.
Clavos en hierro tallados.
Cae el Hijo
en el óxido clavado.
A una pérdida eterna
su corazón está destinado;
se clavan en sus sienes
los augurios no revelados.
Con su punta lo clava el hierro
a un recuerdo pasado.
Tierra en hojarasca tallada.
Se arrastra la Mujer
en los cardos enredada.
A una oración eterna
su boca está condenada;
rasgan sus rasgos
las ramas afiladas.
Por la hojarasca arrastrada
queda en el olvido sepultada.
Monte en bronce tallado.
Anda firme el metal
entre calladas súplicas y llantos.
A un paso efímero
hay un invisible corazón encadenado;
centellean en sus cartelas
heridas, augurios y llantos.
En su soledad queda
una mirada que se va apagando.
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Here neither, 1815, Francisco Goya
Medium: aquatint,etching,paper
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Interior of Salisbury Cathedral, 1805, William Turner
Medium: watercolor,paper
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The Shrine, 1895, John William Waterhouse
Medium: oil,canvas
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IV Misterio Doloroso
Menudos cantos de río
contra la astral celosía
en su sedoso fluir
hacia atrás retrocedían.
Querían ser arrastrados
por el claro mediodía
entre tapias encaladas
con velo de buganvilla.
Querían ser empujados
por la primaveral brisa
que provoca en su aleteo
aquella ave peregrina.
Habitaba en su anhelar
bajo nubes vespertinas
de parterres de gladiolo
respirar humana vida.
Mas en su emprendida pugna
contra su armada enemiga
perdidas sus fuerzas vuelven
a sus aguas conocidas.
Esos jardines colgantes
divisar ya no podían
por el muro de madera
y las vastas olas frías.
Dueña era de la corriente
una ninfa triste y afligida
que retenía a los cantos
en su triste y afligida isla.
Alumbraba en vano su alma
el rayo del mediodía,
los humildes encalados
y en canto la golondrina.
Necesitaba en su reja
tejida una gitanilla,
un suave roce carnal,
más suave una melodía.
Pasó como una saeta
un halo de luz divina
al compás de siete tubas
que la turbó en su elegía.
Brillaban al son sus rasgos
así como una hoz brilla
en mano de un segador
degollando las espigas.
Tintineaban mil gotas
cuando doblaba la esquina
en el agua de la fuente
entonando una letrilla:
‘‘¿Quién curar podrá mi mal?
Di, corriente cristalina,
de donde las aves beben
y las estrellas se miran’’.
Reflejó la fija imagen
de la joven escondida
hiriéndolo con sus cantos
velada por la cortina.
Se sentía el joven mártir
y huyó de aquella agonía;
se oía bajo el balcón
anidar las golondrinas.
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Death and Sleep bearing to Jupiter the Body of Sarpedon, 1874 by Henri-Léopold Lévy (French, 1840–1904)
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I Misterio Gozoso
Una golondrina me dijo que huyera
de aquella habitación vacía,
espectador del mundo tras una sucia cristalera.
Una golondrina me dijo que huyera,
que buscara donde sanar mis heridas
de estar sedente en un trono de cristal roto y plata
coronado por flores deshechas y marchitas.
Y dejándolo todo atrás salí fuera
y el palacio que creía recordar
no era más que un palomar
con una fachada desconchada y ennegrecida.
Y la brisa del exterior se convirtió en ventisca,
y no pudiéndose llevar a un moribundo
se llevó sus suspiros,
y estos se materializaron en olor a incienso y romero
que estrangulaban mi corazón
tirando de él y arrastrándolo
por el encalado callejero.
Y yo sabía dónde a mi corazón iban a liberar;
me lo dijeron con su atónito silencio
los claveles que asfixiaban a los balcones,
las buganvillas que velaban ventanales
y la luna, celosa señora de la sonámbula noche,
y su camarilla de estrellas
con una rajada mirada que poco intentaba disimular.
¿Cómo se puede ser tan cruel para poder soltar
donde esquina tu calle
dos monedas doradas, trueno y tridente
como un muro impenetrable y transparente
y desafiar a la divinidad?
Porque sabes que yo, inocente Prometeo,
por querer sanar mi corazón
me condenaría por la eternidad.
Y rebusqué el fervor en mis entrañas,
y salí victorioso de la batalla
aunque con aquellas sacadas.
Y entonces con la fe de un peregrino
no me era necesario guía
pues el corazón bien sabía su camino
hacia el sacro lugar.
Y al notar mis pies la ubicación sagrada
sobre la tierra se rindieron
para de rodillas poderme aferrar
a aquella reja que disparaba destellos de luna,
con rocío cuajado que mi piel podía apuñalar,
custodia de los más edénicos jardines
fortificados por parterres siervos
de la blanca fuente cáliz de lujuria
y llanto de azahar.
Y en su borde reposabas tú,
amansando sus aguas con ingenuidad aparente,
para lanzar tu corona de laurel a la bóveda celeste
con la más furiosa sensualidad;
y como un parto se desgarró la noche
para a la victoriosa constelación dar lugar.
Pero mi corazón no era más que un arroyo
abrazado por silbantes alamedas
que su blanca luz buscaba
reflejar con la misma intensidad,
pero por él no corrían sino
las amargas aguas de llanto de azahar.
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III Misterio Doloroso
Quisiera que me dijeras
si vamos a alguna parte,
porque el estado de nuestra relación,
ya en sueño, me desvela;
quisiera saber si así lo hace alguien
que no sea para contarte
un nuevo capítulo con un fugaz amante.
Quisiera que abrieras tus entrañas,
y dejar en tus manos el remo
que me da la sensación de sólo hundir yo
de esta balsa, nuestra relación.
Y sin rencor, sólo nostalgia
y un corazón más deshidratado,
dejarme en cualquier isla de un par de palmos
en la que para salvarme,
con la fe huida, rezaré.
Tú diste el último giro
a mi concepción de la vida:
me cuesta ahora más
diferenciar soberbia
de humildad.
Ya no sé si a mí mismo cautivarme
en mis impulsos que empujan los celos,
el asco, el odio, la moribunda filantropía
y la soledad.
Dejo que a tu voluntad legisles,
pues mis efímeros confesionarios
- cada vez menos,
pues ya no sé en qué creer,
ya no sé en qué pensar -
no me dan verdaderas soluciones
sino el poderme desahogar;
y las voces que salen de aquél
que vomita en los eufemismos
me dice dejarte marchar.
No sé quién está más solo:
si alguien que lo deja en lo visible
o alguien que parece adorar
y confiar únicamente
en la fugacidad,
que te sube a lomos de caballo alado
con carne de fugaces promesas
y huesos de palabras
de un amor meramente carnal.
Pero tal vez cuando su carne se pudra
y los huesos ante el peso se consuman
no haya un campo de forraje
que te pueda abrazar,
sino de un festival de flores
que te mandará sus hormigas
y rasgarán con sus espinas
y, aun así, sus picaduras aceptarás.
Y quisiera que me dijeras
si vamos a alguna parte,
porque el estado de nuestra relación,
ya en sueño, me desvela;
quisiera saber si así lo hace alguien
que no sea para contarte
un nuevo capítulo con un fugaz amante.
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