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Relatos de insomnio
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Poemas y cuentos que surgen en las noches de insomnio / https://www.instagram.com/ @porlasmias / www.tumblr.com/andrest977-blog /https://clubdeescritura.com/?p=13185451 /https://andrest77.blogspot.com
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andrest977-blog · 2 years ago
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andrest977-blog · 2 years ago
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andrest977-blog · 2 years ago
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HOMBRE-TOPO
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andrest977-blog · 2 years ago
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EL SUEÑO DE MAMÁ
A sor Brígida, con todo mi odio.
Recuerdo que la mañana ardía bajo un sol que parecía la yema de un huevo podrido en medio del cielo rojo. Eran los últimos días del verano de 198X y, cómo cada mañana, desde hace un par de meses atrás, jugaba en el patio trasero de nuestra nueva casa. Me esforzaba por hacer girar un viejo y descolorido trompo, regalo de una navidad pasada. Llevaba puesta una corbata, chaqueta y unos relucientes zapatos He-Man. La chaqueta me quedaba ajustada. No me dejaba lanzar el trompo con la fuerza necesaria para hacerlo girar. A lo lejos, como el aullido de una bestia hambrienta, sonó la bocina de los bomberos que anunciaba el medio día.
Fue entonces cuando cayó un pequeño bulto entre las flores del jardín de mi madre. Corrí a ver lo que era. Entre una mata de rosas yacía un pequeño gorrión. La bocina lo había derribado mientras surcaba el cielo. Lo levanté entre mis manos y acaricié su pequeña cabeza. El plumaje era suave y su pequeño pecho palpitaba aceleradamente, hasta que cerró los ojos. Desde su pequeño cuerpo saltaron cientos de piojillos que escarbaron frenéticos en la tierra hasta desaparecer. Había muerto.
La bocina seguía aullando, mientras las madres de las casas vecinas llamaban a grito pelado a sus hijos. Les advertían que ya era hora, que no podían llegar tarde el primer día. Mi madre se les unió. Asomó la cabeza por el borde de la puerta y gritó:
—¡Andrés, ya es hora!
En mis manos sostenía el cadáver del gorrión. Sin pensarlo dos veces, lo metí en un bolsillo de mi chaqueta y corrí a los brazos de mi madre.
—Está servido —me dijo, besando mis mejillas.
Me tomó de la mano llevándome a la cocina, donde me esperaba un plato rebosante de sopa de pollo. Era mi primer día de clases.
Aún extraño a mis amigos de mi antigua calle. ¿Qué será de ellos? ¿Qué será de la calle? Cuando papá desapareció, tuvimos que mudarnos a este pueblo olvidado, lleno de potreros y calles sin pavimentar.
—No te manches —me dijo mi madre.
Agarré la cuchara e inmediatamente derramé la sopa sobre la manga de la chaqueta. 
—A ver, mejor te daré yo la comida —me dijo molesta.
 Tomó la cuchara y sin derramar ni una sola gota de caldo, la vacío en mi boca.
—Hoy es tu primer día, ¿estás contento? —me preguntó con una gran sonrisa en los labios.
No supe que responder.
Al terminar de almorzar, mi madre me llevó al baño. Humedeció mis cabellos y los peinó con suma prolijidad. Todo su trabajo concluyó en una impecable partidura al lado derecho.
—Pareces un viejo chico —me dijo riendo.
Pero la comparación no me gustó. Me sentí ridículo.
—¿Nervioso?
—Un poco.
—¿Sabes el nombre del colegio?
—Sí.
—Dímelo.
—Benjamín Vergara. Hay monjas y curas, y es la casa del señor.
—Muy bien.
—Mamá, ¿qué son las monjas y los curas?
—Son personas que oyeron el llamado de Dios y se casaron con él.
—¿Se han casado?
—Sí.
—¿Un hombre puede casarse con otro hombre?
—Sí, pero es qué, mmm… En el colegio te lo explicaran mejor. Lo importante es que sepas que diosito vive en ese colegio.
—¿Y a ti te llamó Dios?
—No todos nacimos para escuchar su llamado.
—¿Y si no lo escucho?
Ella sostuvo mis mejillas con sus manos pasadas a cloro, y susurró en mi oído:
—Promete que lo escucharas.
—Lo prometo.
Me abrazó, colmando mí frente a besos. Pero la verdad es que no entendía bien lo que estaba prometiendo.
—Es hora —me dijo.
Nos detuvimos unos segundos bajo el umbral de la puerta. Levantó la mirada hacia el cielo rojo y se persignó con la mano derecha. Con la otra mano dibujó imaginariamente la señal de la cruz en mi frente, y rezó:
—Santa María que estas en el cielo, que todo salga bien.
Dejamos la casa al mismo tiempo que las otras madres que salían apuradas junto a sus hijos. Éramos una procesión de viejos chicos. Todos muy formales, de impecable uniforme, de brillantes zapatos negros, con una perfecta y severa partidura al lado derecho.
Algunas madres reñían con sus hijos al intentar sacarlos de casa. Los niños se aferraban a las rejas, llorando y pataleando. A pesar del esfuerzo, las madres no lograban arrastrarlos. ¿Todos ellos estarían destinados a escuchar el llamado de Dios?
—¿Por qué lloran? —le pregunté.
—Porque son mañosos.
—¿Tienen miedo?
—Sí, pues no saben lo bueno que es el colegio. Pero tú lo sabes, yo te he contado cómo es.
—Si.
—¿Tienes miedo?
—Un poco.
—¿Por qué?
—No conozco a nadie.
—En un par de días ya tendrás amigos.
—Tú no estarás.
—Será por unas horas. Además, tienes que estudiar para que el día de mañana te toque a ti cuidarme.
—¿No comprendo por qué no escuchaste el llamado?
—Lo importante es que tú lo escuches.
—¿Y si no escucho nada, significa que Dios no me quiere con él?
—Él te llamará.
—¿A mi padre lo llamó Dios? —le pregunté.
Pero, no tuve respuesta.
Mi padre era camionero. Trabajaba para un molino acarreando afrecho, que es la comida que les dan a los cerdos. Lo recuerdo arriba de un Chevrolet amarillo del 79, al que bautizó como «El Volador». Cuando llegaba del trabajo, me subía al camión y nos quedábamos por horas tratando de sintonizar la radio Moscú por la frecuencia de onda corta. Me gustaba creer que se trataba de una transmisión desde otro planeta. En una ocasión, escuché a mi abuela gritar a mi madre que mi padre había desaparecido con el camión por ladrón. Mi madre le gritó que los ladrones eran otros. Después de la pelea nos fuimos de la casa de la abuela y llegamos a vivir a Padre Hurtado.
Seguimos avanzando por las calles llenas de piedras y tierra suelta. Cruzamos la carretera en dirección a la línea del tren. Era una ruta que desconocía, hasta ese día. Sabía que por ahí pasaba el tren al que oía desde mi pieza cada noche, cuando no podía conciliar el sueño pensando en mi padre. A medida que nos acercábamos al colegio, apareció ante mí la línea junto a unas enormes locomotoras y vagones abandonados, que yacían echados por el suelo como una manada de animales durmiendo un pesado sueño oxidado.
—¿Funcionan esos trenes? —le pregunté a mi madre, totalmente alucinado.
—No.
—¿Podemos explorar?
—Te ensuciarás.
—¿Podemos subir a un vagón como en las películas de vaqueros?
—Es peligroso.
—¿Por qué?
—Puedes caer.
—¿Moriría?
—Sí.
—¿Llorarías?
—Toda la vida.
Mi madre miró la hora en su reloj y apuró el paso. Yo seguía ensimismado con aquellos enormes animales metálicos que dormían apretujados entre sí, y que parecía que en cualquier momento se rascarían las costillas abolladas, se levantarían y abrirían las mandíbulas bostezando largamente. Aquel día, descubrí que lo mejor de ir a la escuela era el trayecto maravilloso que teníamos que recorrer. Era una pequeña aventura donde siempre descubría algo nuevo: una moneda antigua, el pellejo seco de una lagartija o la fragancia de las flores de mostacilla que el viento de la tarde liberaba para nosotros.
—Ya estamos cerca —anunció mi madre.
Me puse nervioso y me dieron ganas de orinar.
—Quiero ir al baño.
—Aguanta, que falta poco.
—¿Me bajarás tú los pantalones?
—No, yo no puedo entrar. Recuerda que es el baño de los hombres.
—Me da miedo mojarme.
—Tienes que aprender.    
—Quiero volver a casa.
—¡No! —me respondió enérgica.
—Por favor.
—¡No! —volvió a repetir, presionando con fuerza mi mano.
Unos cuantos metros más allá, se encontraba el colegio. Se podía escuchar el bullicio de las voces, como el zumbido furioso de un enjambre de moscas.
—Llegamos —dijo mi madre, al encontrarnos con una larga fila de padres y estudiantes de todas las estaturas que esperaban ante un enorme portón metálico.
Por entre las nucas distinguí una figura completamente vestida de negro. Parecía un fantasma, o un villano salido de la Guerra de las Galaxias.
—¿Qué es?
—Es una monja, hijo.
—Por favor, tomen atención —dijo la monja—. Los niños que sean alumnos nuevos, formen una fila al lado izquierdo. Los alumnos antiguos, una fila al lado derecho.
Enseguida se formaron dos filas. A mí me tocó la fila izquierda. Los alumnos más grandes se burlaban de nosotros. Nos hacían toda clase de señas con las manos y gestos grotescos con el rostro.
—No hagas caso —me dijo mi madre.
Las madres consolaban a sus hijos, los que intuían que serían abandonados. Las madres les susurraban frases como: «Eres el más lindo de todo el mundo». «Diosito te espera».  Y, por primera vez, descubrí que no era el más lindo, ni el más pequeño ni el más obediente de todos los niños. Incluso, algunas les decían: «Escucharas el llamado de Dios». Al oír estas palabras sentí un odio feroz contra mi madre por mentirme, por no decirme que existían otros y que esto no era más que el principio de la lucha.
Las puertas al fin se abrieron. Padres y niños, comenzaron a ingresar bajo un gran lienzo escrito con letras color amarillo.
—¿Qué dice ahí? —pregunté enrabiado a mi madre, al no poder leer aquellas extrañas formas.
—«Id y evangelizar a todas las creaturas» —me dijo emocionada.
—¿Qué significa?
—Que diosito está muy contento de que vengas a estudiar a su casa.
Las puertas al fin se abrieron. Padres y niños, comenzaron a ingresar bajo un gran lienzo escrito con letras color amarillo.
—¿Qué dice ahí? —pregunté enrabiado a mi madre, al no poder leer aquellas extrañas formas.
—«Id y evangelizar a todas las creaturas» —me dijo emocionada.
—¿Qué significa?
—Que diosito está muy contento de que vengas a estudiar a su casa.
Mientras intentaba comprender el sentido de aquellas palabras, me descubrí frente al villano “del lado oscuro de la fuerza”. La monja me sonreía. Su mano blanca y huesuda, emergió de su hábito posándose sobre mi cabeza. Di un salto hacia atrás.
—¡Hijo! —me llamó la atención mi madre.
—No se preocupe, mamita, que a todos los niños les sucede. ¿Cuál es el nombre del niño, y a qué curso viene?
Mi madre infló el pecho, orgullosa, y dijo mi nombre y el curso. 
La monja arrastró el dedo índice por la lista.
—Si, aquí está —dijo la monja—. Pasen, por favor.
Caminamos por un patio lleno de árboles, entre montones de niños que jugaban enloquecidos. Una vez que logramos salir del barullo infantil, nos detuvimos a mirar a un grupo de peces de colores que nadaban en una pileta de agua cristalina.
—Que hermosos son —dijo mi madre, mientras miraba un enorme pez rojo que asomó la cabeza—. Ven, conozco algo que te gustará. 
Rodeamos la pileta y caminamos bajo una pérgola cubierta de buganvilias, hasta llegar a un patio lleno de esculturas de hombres y mujeres que vestían tan extraño como las monjas.
—¿Quién es?
—Santa Teresita de Jesús.
—¿Y él?
—El Padre Hurtado.
—¿Y él?
—Cristo, el hijo de Dios —dijo mi madre, con voz triste.
Un enjambre de moscas chupaba las yagas en sus rodillas, en sus manos y en un costado de su cuerpo. Las muy idiotas creían que era sangre real. Los ojos caídos de Cristo miraban al cielo rojo. Parecía esperar algo. Mi madre besó sus rodillas, se persignó y proseguimos la marcha.
—¿Y él? —le pregunté ante un hombre que vestía como vagabundo y que acariciaba la cabeza de un alicaído lobo negro.
—El es San Francisco de Asís, patrono de los animales.
—¿Patrono de los animales?
—Así es. Él puede hablar con los animales.
—¿Cómo?
—Es un don con el que Dios lo bendijo por escuchar su llamado.
Me sentí feliz al saber que alguien en el cielo protegía a los animales. Desde ese momento lo hice mi santo y en silencio comencé a pedir para que reviviera a mi gorrión.
Pero un pelotazo en pleno rostro me sacó de mi ensueño. El colegio entero estalló en risa al verme tirado de espaldas, con toda mi elegancia empolvada, con toda la partidura destrozada. Una monja, que vigilaba que los niños no se desbandaran, corrió a socorrernos.
—¡Retírense a su sala! —les ordenó a los niños—. Discúlpenlos, por favor —nos dijo la monja, mientras sacudía mis pantalones.
—No se preocupe —le dijo mi madre—, tendrá que acostumbrarse a estar atento.
—¿Qué curso buscan? —preguntó la monja.
—El kínder B.
—Sigan por ahí.
Y apuntó un camino enlozado que llevaba a un par de salas.
Mientras avanzábamos, el tañido de una campana se esparció por todo el colegio. Los niños que jugaban a la pelota, o al pillarse, corrieron a formarse a la puerta de sus respectivas salas, donde una monja los esperaba. Cada una de ellas corregía la correcta distancia entre los alumnos. Revisaban manos, uñas y el uniforme. Nadie reía. Nadie hablaba. El barullo ensordecedor de unos minutos atrás, era un lejano eco que menguaba entre los juegos de metal de los patios. Desde la sala del kínder B, una monja salió a recibirnos. Su piel era morena, muy diferente a las de las otras monjas. Sus pómulos gruesos y prominentes, emergían de un velo negro que la cubría de pies a cabeza. En su pecho se balanceaba una cruz plateada. Nos miró por unos minutos y nos dijo:
—Papitos, alumnos nuevos, mi nombre es sor Brígida y les doy la bienvenida a su primer día de clases. Por favor, tomen a sus niños y formen dos filas. En una fila, las niñas. En la otra fila, los niños. Que los brazos de sus hijos toquen los hombros de sus compañeros y tomen distancia. Una vez que se encuentren formados, leeré la lista. Ustedes dirán presente y pasarán a dejar a sus hijos a la puerta de la sala. No podrán ingresar con ellos aunque lloren.
La monja comenzó a leer nuestros nombres. Uno a uno los padres fueron entregando a sus hijos como una pequeña ofrenda, la que sería sacrificada y masacrada durante años. Algunos niños entraron sin reclamar, otros se aferraban a las piernas de sus padres, gritando y llorando desconsolados. Cuando mi nombre fue pronunciado, mi madre me encaminó a la puerta. Me dio un beso en la frente y soltó mi mano. Yo no pude soltar la suya, y comencé a llorar. Sentí que me traicionaba. ¿Quiénes eran esos niños? ¿Quién era esa mujer vestida como un demonio?
—Calma —me dijo mi madre.
—¡No quiero!
—Suéltame —murmuró avergonzada.
—¡No quiero!
Mi madre se acuclilló. Su rostro quedó a la altura de mi rostro. Me tomó de las muñecas y las presionó con fuerza. Por entre los dientes apretados me dijo:
—Tu padre estaría triste de verte llorar.
Dejé de llorar y miré al cielo en busca del rostro de mi padre. No encontré más que una cuenca vacía y enrojecida.
La monja se nos acercó. En su mano llevaba un pequeño auto de madera.
—No se preocupe, es normal el primer día —le dijo a mi madre.
La monja me ofreció el auto, pero no quise recibirlo.
—Tómalo —me dijo—. Si dejas de llorar, al final del día será tuyo.
Estiré mi mano y recibí el juguete. Ella enjugó unas lágrimas que se balanceaban en los bordes de mis ojos. A pesar que sus manos eran grandes y gruesas, sentí una suavidad casi comparable a la suavidad de las manos de mi madre. Eso me hizo confiar en ella y la seguí a la sala. Antes de cruzar la puerta miré a mi madre, pero ya me había abandonado. Algunos alumnos corrieron a ocupar sus puestos. Sobre cada pupitre había un juguete, además del Silabario Hispano Americano.
Con ayuda de los juguetes, olvidamos por completo a nuestros padres. La tarde fue de juego y canto. Cuando comenzó a oscurecer, y nuestros impecables uniformes eran solo un recuerdo, sor Brígida nos pidió que entráramos a la sala. Se paró al lado de un enorme crucifijo de madera que colgaba de una de las paredes, junto a la fotografía enmarcada de un militar.
—Ahora, junten sus manos de esta manera —elevó sus manos y entrecruzó los dedos—, y cierren los ojos sin abrirlos por nada del mundo. Agradeceremos a Cristo por este día en que nos hemos conocido. Quiero que repitan de corazón, ya que será la primera conversación con Dios que ustedes experimenten —y comenzó:
—Padre nuestro —dijo ella.
—Padre nuestro —repetimos.
—Que estás en los cielos —dijo ella.
—Que estás en los cielos —repetimos.
Entonces, me atreví a abrir los ojos. Todos los niños yacían con los ojos cerrados. Solo Cristo, el militar y yo, manteníamos los ojos abiertos.
—Venga a nosotros tu reino —dijo ella.
—Venga a nosotros tu reino —dijeron ellos.
¿Hacia trampa o el señor quería que mirara? ¿Y si hacia trampa, por qué no me delataba?
—Hágase tu voluntad —dijo ella.
—Hágase tu voluntad —dijeron ellos.
El señor y yo compartíamos un secreto. Éramos amigos.
—En el cielo como en la tierra —dijo ella.
—En el cielo como en la tierra —dijeron ellos.
     Tal vez era la forma que tenía de llamarme.
—No me desampares de noche ni de día —dijo ella.
—No me desampares de noche ni de día —dijeron ellos.
—De Jesús, María y José —dijo ella.
—De Jesús, María y José —dijeron ellos.
—Amén —dijo ella.
Me apuré en cerrar los ojos.
—Amén —dijimos nosotros.
—Espero que ninguno me haya desobedecido. Eso sería pecado y el señor se daría cuenta porque él todo lo ve, al igual que yo. ¿Alguien sabe lo que significa la palabra omnipresente?
—Nooo —gritaron los niños.
—Al llegar a casa preguntarán a sus padres. Será la primera tarea del año.
Miré el crucifijo esperando a que Cristo me cerrara un ojo, confirmándome su complicidad. Pero no hizo gesto alguno. Seguía con los ojos llenos de dolor y desamparo.
Fue en aquel instante, en que sor Brígida se abalanzó rápido como una bestia sobre mí. Me agarró de una oreja y comenzó a tirar de ella para todos lados, hasta arrojarme al suelo. Algunos de mis compañeros se echaron a llorar aterrorizados. Pero cuando vieron que una mancha de orina y mierda salía por una pierna de mi pantalón, comenzaron a reír. Sor Brígida, aún con mi oreja en sus manos, me obligó a ponerme de pie.
—Si le cuentas a tus padres, les sucederá lo mismo a tus compañeros, y será tu culpa —me dijo—. A mí y a Dios nada se nos escapa.
Afortunadamente, comenzó a sonar la campana de salida. Los niños se levantaron de los pupitres y corrieron a la puerta. Yo me quedé parado en medio de la sala con los pantalones sucios, siendo devorado por la misma costra de moscas que chupaban las llagas de el «Cristo de Madera». Mi madre entró a la sala, apresurada por abrazarme, pero al ver mis ojos llorosos y a las moscas pululando a mí alrededor, se detuvo.
—¿Qué te pasó? —me preguntó, mientras peleaba contra las moscas.
—No alcanzó a ir al baño —se apresuró en responder la monja.
—¿En que habíamos quedado? —me preguntó mi madre.
—Se portó muy bien, no lo rete —le dijo la monja, entregándome el auto de madera.
—Eres el mejor de todos los niños —me felicitó mi madre.
Yo sabía que mentía, al igual que Cristo. Era tan falso como sus llagas sangrantes. A las moscas podía engañar, no a mí.
Regresamos a casa por el mismo camino. Esta vez los vagones y locomotoras, nada produjeron en mí. Cuando llegamos a casa, mi madre encendió la televisión. Puso a hervir agua y corrió a buscar ropa limpia. Metí la mano en mis bolsillos y sentí su cuerpo frio y duro como piedra. Lo saqué. Lo miré. Cientos de gusanos blancos salían de su plumaje y de sus ojos.
—¡Mamá!
—Silencio.
Mi madre miraba atenta la televisión.
Observé la pantalla. El militar, el mismo que colgaba al lado del Cristo en la sala de clases, hablaba ante una multitud enardecida que lo vitoreaba y aplaudía con vehemencia. Una vez que la multitud se cayó, dijo:
—¡Y serán castigados con la mayor dureza posible!
La multitud volvió a ponerse de pie, aplaudiendo y gritando enloquecidos.
La orina y la mierda corrieron por mis piernas, mientras los gusanos blancos, casi trasparentes, seguían cayendo del cuerpo de mi gorrión, escurriéndose por entre mis dedos, reventando contra el suelo, liberando pequeñas moscas negras que elevaron el vuelo, apropiándose de nuestra casa.
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andrest977-blog · 2 years ago
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andrest977-blog · 2 years ago
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andrest977-blog · 2 years ago
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andrest977-blog · 2 years ago
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Mantras Ambulantes
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andrest977-blog · 2 years ago
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PAPILOMA MACHISTA
Me salió un grano, que al principio no tomé en cuenta. Pero, de vez en cuando, antes de mear, lo observaba un poco. Luego, lo cubría con el cuero enrojecido.
Durante el día no pensaba jamás en él, hasta que una noche mi mujer me dijo:
—Está raro eso —y se largó a llorar, hundiendo el rostro contra la almohada.
Acaricié su cabello y susurré en su oído:
—Tranquila, ya pasó lo peor.
Una vez que se durmió, lo miré: era tan grande, horrible y lleno de suciedad, como una garrapata.
A la mañana siguiente, llamé por teléfono solicitando una hora médica con el urólogo.
El médico, un hombre ya mayor, me dijo:
—Tírese en la camilla y bájese los pantalones.
Apenas lo vio, lanzó el diagnóstico:
—Papiloma humano. ¿Está casado?
—Si —respondí yo.
—Conoce los preservativos —preguntó molesto, como un padre que amonesta a un hijo.
Bajé la cabeza y respondí:
—Fue una noche de locura.
—Tiene que pensar en su mujer —dijo él, mientras escribía en una receta médica.
—Lo sé —respondí, sin mucha convicción.
—Aplique el ungüento directo en el grano o le puede dar necrosis.
Le di las gracias y salí cuanto antes de ahí, pensando en lo machista que era.
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andrest977-blog · 2 years ago
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No se lo pierda.
#oraculoediciones #publicación
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:: ¡DESPIERTA JULIO, DE SU ENTIERRO PREMATURO! - nueva edición de Lafarium, abriendo sus pútridas alas y lanzando un graznido para romper la noche digital. Con portada de Valentín Pigni y colaboraciones sanguíneas: Pabluchi García, Paté Crudo, Gabriel Juárez, Juan Coccotis, Rodrigo Fiotto, Emiliano Bellini, Oscar Grillo, GR Mateo, Pablo Paz, Hernán Tenorio, Otto, Dante Minervi, Piero Pierini, Nicolás Viglietti, Juan Sirro, Marcelo Gobbo, Fabián Arnaldi, Juan Manuel Menéndez, Andrés Torres Meza, Marcela Nigro, Manuel Rivas Pintos, Nuno Gonçalves, Lorena Pinasco, Colifato Ilustrado, Pablo Stanisci, Andrés Casciani, Mauricio Giacomino y  Pablo Katzin (Fritz Sol). Entrevistas exclusivas a Martín Eito y Flor Paccela. ¡Pasen, vean, sufran y gocen! :: Descarga: http://www.lafarium.com.ar/Lafarium-julio-2023.pdf
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andrest977-blog · 2 years ago
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Movimientos habituales que no vemos
1
Te detienes ante la puerta de tu departamento. Te registras la chaqueta hasta encontrar la llave en uno de tus bolsillos, y la introduces por la cerradura. Antes de girar la llave, miras al cielo por la ventana: apenas un pequeño fragmento de color rojo sangre, asomando por entre los edificios. Un escalofrío recorre tu espalda.
Entreabres la puerta. Arrastras tu mano por la pared, fría y porosa, en busca del interruptor de la luz. Lo presionas. La luz inunda, con furia, el interior de la habitación. Ya estás dentro de tu hogar, un cuadrado de un ambiente donde todo cabe: cocina, baño, cama.
Repentinamente, crees ver algo moviéndose a tus espaldas. Tuerces un poco el cuello, y por el rabillo del ojo vez que la cajonera abre un párpado café y barnizado. Una pupila negra te observa. Te vuelves hacia ella, pero la cajonera ha cerrado el ojo.
       —Algún día te atraparé —le dices al mueble frío e inmutable.
Comienzas a desnudarte, dejando tu pesada vestimenta de trabajo desparramada por el suelo, arrugada y vacía de tu carne. Caes sobre la cama, giras unos segundos hasta encontrar la comodidad en la posición fetal. Tus ojos se clavan en una de las manchas de humedad que salpican la pared. Te parece tan agradable esa mancha, tan serena y alejada de todo: deseas ser la mancha.
Por el borde de la cama, una mancha comienza a trepar, devorando a las otras manchas, engullendo a la luz que cubre a la silla, al televisor, a la alfombra y a todos los objetos dentro de la habitación.
Tirado por el suelo, el traje se retuerce en ataques epilépticos. Comienzas a sudar. Tus dedos desgarran las sábanas de la cama y cierras los ojos, con la esperanza de protegerte de la oscuridad que no deja de avanzar, y gritas:
       —¡Detente!
       Tus párpados se abren.
       La habitación está en calma.
2
Tu cuerpo, sin vida, es encontrado colgando de una corbata amarrada al tubo de la cortina de baño. Los vecinos, que no aguantaron el olor a descomposición que expelía el interior de tu departamento, decidieron derribar la puerta. Una mujer, al ver tus pies desnudos y extrañamente ennegrecidos, llamó a la policía.
3
En el momento en que la ambulancia se alejaba con tu cuerpo, el policía dijo a tus vecinos que no se encontraron motivos para tu muerte. Alguien preguntó si podía tratarse de un homicidio. El policía frunció el ceño y miró al cielo: apenas un pequeño fragmento de color rojo sangre. Y mientras un escalofrío recorría su columna, dijo:
       —No. Carecía de amigos y de enemigos. Tampoco encontramos razones para un suicidio. Solo hallamos la frase «Movimientos habituales que no vemos», escrita en la pared del baño con sus deposiciones.
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andrest977-blog · 2 years ago
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TENGO MIEDO DE LLEGAR A CASA
Para Alita
Cuando mi padrastro se fue de casa, mi madre solía emborracharse todos los días. Una tarde, al llegar del colegio, la encontré con la cara contra la mesa y las llaves de los quemadores de la cocina abiertos. Con la mano derecha afirmaba un vaso a medio tomar, con muchas cápsulas apelmazadas en el fondo. Con la otra mano apretaba un cuchillo. Me cubrí la nariz con la manga del polerón, cerré las llaves del gas y abrí las ventanas.
       —¿Qué te pasa? —le pregunté.
       A duras penas levantó la cabeza, entreabrió los ojos llenos de lágrimas, y murmuró:
       —Tú terminaste de cagarme la vida, zorra —y volvió a estrellar la cabeza contra la mesa, dejando caer el vaso al suelo, estallando en mil pedazos de trece años de odio, celos y rencor.
Agarré la escoba y barrí los vidrios, amontonándolos en una esquina. Fui por un par de frazadas a la pieza y cubrí su espalda. Luego me senté a observar como un hilillo de baba caía de su boca, formando una poza viscosa en el piso.
Cuando me aburrí de mirarla, tomé el cuchillo de su mano, presionando la punta contra una enorme vena morada en su cuello. Algunas gotas de sangre emergieron de la piel, mientras los perros, desde la calle, parecían advertirme con cada ladrido: 
       —¡Así no! ¡Así no! 
Arrojé el cuchillo contra el lavaplatos y corrí a mi pieza. Me tiré en la cama y mandé un WhatsApp a una amiga. Nunca respondió. Estaba sola.
Puse una canción en el celular de Supersordo, y comencé a guardar en mi mochila algunas pilchas.
Antes de saltar por la ventana, abrí los quemadores y prendí varios inciensos de lavanda que repartí por toda la casa. Y mientras caminaba con la mochila al hombro, haciendo dedo a los autos que pasaban por la calle, el cielo se iluminó en un estallido de libertad y aprobación a mis espaldas.
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andrest977-blog · 2 years ago
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LA MANO AUSENTE
«El siglo de las manos».
Rimbaud
Las manecillas del reloj, colgado en la pared, apenas parecen moverse. Las aspas del ventilador remueven el ambiente viciado de la oficina: alientos agrios que expulsan las mandíbulas entreabiertas de los funcionarios, gases que expelen las branquias sudorosas y ennegrecidas de tinta de las máquinas fotocopiadoras y las máquinas de fax. Innumerables dedos se retuercen sobre los teclados de los computadores, ejecutando una sinfonía de ritmos cuadrados, que se mezclan con el gruñido de las incansables impresoras que imprimen infinidad de saldos bancarios y cuadraturas de cuentas. Todo esto estruja de la mejilla del funcionario, una gota de sudor frío.
Antes de que pueda atajar la gota con su mano, un teléfono comienza a gritar. Por un momento pierde interés en la gota de sudor, y piensa: «Es una bestia agonizando».
Decide dejar de lado el trabajo acumulado y aplastar la cabeza del animal, liberándolo del dolor. Pero, apenas su espalda sudorosa se despega del sillón, alguien levanta el auricular.
       —Contabilidad y presupuesto —anuncia la voz de uno de sus compañeros de oficina.
       El funcionario suspira aliviado al verse librado del sacrificio.
«¿Dónde habrá caído?», se pregunta al recordar a la gota de sudor. Recorre con la mirada el escritorio. Mira los lápices de colores, el corrector y el libro abierto de Contabilidad y Presupuesto atiborrado de números rojos y azules. Nada. Es extraño, pero no puede diferenciar el uno del dos, ni el dos del tres. Son rayas de tinta que le recuerdan a cadáveres de insectos empalados en un insectario.
Intenta mover su mano derecha y buscar la gota de sudor en su rostro, pero no lo consigue. La mano yace indiferente sobre el teclado numérico. Colgando de la esquina de la pantalla del computador, hay una fotografía con tres rostros sonrientes:
       Su esposa.
       Su hijo.
       Su rostro.
Mira cada uno de aquellos rostros, forzándose a sentir algo:
       Felicidad. 
       Rabia.
       Odio.
Simplemente, no le dicen nada. Intenta agarrar la fotografía y tirarla al tarro de la basura, pero su mano derecha no obedece. En cambio, se mantiene estática a la altura de sus ojos. Los dedos parecen más delgados y la piel ha sido invadida por diminutos pelillos.
«Son como las patas de un insecto», piensa, y la cosa cae aplastando los tres numéricos rostros. Las patas de la cosa yacen hacia arriba, levemente recogidas.
       —Parece muerta —murmura.
Cuidándose de no acercar mucho los labios, sopla suavemente sobre las patas de la cosa: no hay movimiento alguno. Busca algo con que aplastarla. Primero, se inclina por la corchetera, luego, por la taza donde acostumbra a tomar café por las mañanas. Incluso, cree posible aplastarla con la sumadora eléctrica, pero el miedo a manchar las facturas y boletas lo hace desistir.
Inesperadamente, el supervisor deja caer sobre el escritorio una pila de documentos. El funcionario observa, desalentado, como las aspas del ventilador agitan la enorme torre de papel que espera ser ingresada en la pantalla eléctrica del computador. En ese instante, la olvidada gota de sudor cae desde su mentón, estrellándose contra el abdomen de la cosa.
Las patas se contraen hacia el centro, tiemblan, se mueven frenéticas, retorciéndose como un hervidero de gusanos. La cosa se levanta, avanza un poco. Hay coordinación en sus cinco extremidades. Los ojos del funcionario se abren, saturados de odio, y su rostro se llena de asombro y rabia. La cosa ha logrado engañarlo.
       —¡Debí aplastarla! —grita a todo pulmón.
Sus compañeros de oficina despegan los dedos de los teclados, desconectan los rostros fusionados con el hipnótico azul eléctrico de las pantallas de los computadores, estiran sus atrofiados cuellos por sobre las impresoras, y miran asustados y sin entender nada la actitud del funcionario.
La cosa da pequeños saltos, camina aprisa, se detiene, levanta dos patas amenazantes, lanzándose y revolcándose jubilosa entre la pila de documentos.
Un hilillo de baba cuelga de la boca del funcionario. Ha comprendido que su mano ya no le pertenece.
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andrest977-blog · 2 years ago
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Estimado apoderado:
Comunicamos a usted, que nuevamente su pupilo se orinó en la sala de clases, frente a la pintura del niño Dios. Luego, mientras sus compañeros se burlaban, su hijo cayó al suelo, rasgando el cuaderno de matemáticas, gritando que nadie hablaba su lengua, que los salmos negros le crecían de la boca y que, según las voces en su interior, todos moriríamos sumergidos en los ácidos gástricos de una gran bestia. Es cosa de revisar sus cuadernos. Sus páginas están llenas de nombres extraños: «Chojin de las Tinieblas», «Mormo», «Astaroth», «Behemot» y de pentagramas y dibujos obscenos. Los niños están desesperados. Nadie quiere sentarse junto a él. Su hijo, se lo dijimos en incontables ocasiones, no está bien. Apremia llevarlo a un especialista. Si lo ponemos contra la pared, allí se queda dándose de cabezazos hasta caer inconsciente al suelo, mientras la orina corre por sus piernas.
Si de aquí al viernes no tenemos un reporte médico, tendremos que tomar medidas disciplinarias, o bien, y en beneficio de toda la comunidad escolar, pensar en una posible expulsión. Es por esta razón que la invitamos a reflexionar sobre la opción de internarlo en algún centro de salud mental. Nuestro equipo pedagógico está dispuesto a prestar toda su colaboración.
Saludos cordiales
Consejo de profesores
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andrest977-blog · 2 years ago
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TÚ ERAS TÚ, YO ERA OTRO
Me amanecí mirando televisión con el volumen en cero, mientras los muertos tras el cristal pixelado ejecutaban estúpidas pantomimas y los perros en la calle no dejaban de ladrar. Entonces, la reja chirrió: supe que eras tú.
       Te sentí atravesar el living.
       Entrar al baño.
       Orinar.
       Echar a correr el agua.
       Subir las escaleras.
Te detuviste unos segundos ante la puerta de la pieza, hasta que decidiste abrirla. Mi mandíbula, apretada de furia, casi amputaba mi lengua. Sin embargo, fingí dormir. Por entre los párpados entrecerrados, te vi. Te encontrabas parada bajo el umbral de la puerta, dejando escapar pequeñas carcajadas que arrugaba el rostro de las paredes manchadas con sangre de antiguas peleas.
Apagaste la televisión, luego te dejaste caer de espaldas sobre la cama. Ni siquiera te cubriste con alguna de las mantas, y comenzaste a roncar:
       Hondo.
       Profundo.
       Pesado.
       Ebria.
Quise saltar sobre ti, molerte el rostro a golpes, pero tu vestido a medio subir dejaba ver tus muslos. Bajé tus calzones, separé tus piernas y contemplé tu negrura. De entre tus vellos púbicos, un líquido denso y verdoso comenzó a brotar. Se deslizó, lento, hasta restregarse contra las ropas de la cama, dejando una mancha como el fluido del caracol.
Apreté mi mano, apuntando el puño contra uno de tus ojos. Pero no pude estrellarlo. En cambio, te penetré sin que pudieras percatarte, mientras contemplaba el reflejo de ambos en la apagada pantalla de la televisión; oráculo que me revelaba lo que habían perpetrado a escondidas en la noche.
       Tú eras tú.
       Yo era otro.
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andrest977-blog · 2 years ago
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CALCETÍN
Para Felipe
A pesar de las amenazas de mi madre, cada noche pasaba el río. Por las mañanas, despertaba con un aro de orina en las sábanas. Si me esfuerzo un poco, creo que soñaba con un caballo blanco al que seguía por un extenso prado. El caballo detenía el trote frente a un arroyo, inclinaba la cabeza y bebía del agua cristalina. Justo ahí, mi vejiga se vaciaba.
Mi madre, entre maldiciones y ofensas, sacaba el colchón al patio, a vista de los vecinos. Decía que así se me quitarían las ganas de mojar la cama. Pero durante la noche siguiente, volvía a pasar el río. Los niños que jugaban en la calle, comenzaron a gritarme:
—¡Siii-meón!¡Siii-meón!
Al ver que la humillación no resultaba, compró una bacinica, la que metió debajo de mi cama. Antes de acostarme, agarraba mi pene con sus dedos helados y lo llamaba:
—Piiisss, piiisss, piiisss.
Hasta que el chorrito amarillo saltaba sobre la bacinica. Pero no funcionó.
Mi primo, que era un meón consumado como yo, hijo de un militar furioso, que lo golpeaba de vez en cuando, me dijo una tarde en que jugábamos a sacrificar su colección de Action Jack:
—Duerme todas las noches con un calcetín bajo la almohada. Cuando te despierte lo mojado, lo sacas y frotas contra las sábanas hasta secarlas.
Así lo hice.
Funcionó.
Desde aquella noche dormí con un calcetín bajo la almohada y, antes que mi madre despertase, lo frotaba a toda velocidad contra las ropas de mi cama. Fue el primer truco que aprendí con tal de engañar al monstruo de mi niñez. Con el tiempo vinieron otros. El calcetín, que ha tomado formas diferentes, sigue bajo la almohada.
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andrest977-blog · 5 years ago
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