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Todos los afiladores son del viento
tu decepción es aquello que te sucedió cuando me viste en una foto y no era lo que querías que fuera
la mía es que esperaras que fuera algo en una foto
la de dios es dios
*
Niños, mirad bien las llanuras que os rodean la capuchina con sus abejas alrededor mirad bien el estanque, los campos, antes del amor porque después ya no se ve nada en el mundo
*
habría que buscar nuevas formas de incomprensión y hostilidad, pero más eficaces aún, algo que solo la oralidad y un tono de voz pueden lograr
te llamo
*
Lo bueno es que no se ha perdido el oficio del afilador. Así el choncho no pierde vigencia. Se cortó la piola y no morimos ni vos ni yo ni algún tercero por daño colateral. Me parece indignante todo por lo que no morimos. Quisiera morir ahora de amor, pero soy

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me voy del megaféstival por medio de la calle es ancha está cortada no hay autos- allá adelante un niño va jugando a la pelota con su padre hacen pases de cordón a cordón acelero el paso y no lo dudo- sin dificultad le quito la pelota al niño- la piso la amaso él intenta sacármela fracasa una y otra vez se la jopeo me tomo un sorbo de birra y se la paso al padre- enloquecido por la magia grita oopaaa y grita monito monito y en esa distracción pierde de vista la pelota que va mansa sin que nadie pueda detenerla hacia la alcantarilla
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La intertextualidad no es febril II
Prólogo
La siguiente carta (no así el prólogo) se autodestruirá el 28 o 29 de diciembre, entre las 11 y las 12 horas, de 1998. No obstante, voy a tener que pedirte que la mantengas en la clandestinidad. Si por alguna circunstancia cayese en manos de terceras personas, te recuerdo que podes recurrir al viejo truco de que yo no he sido su autora, sino alguien con mi mismo nombre y apellido. Te hago este pedido no por temor al qué dirán (esta problemática nos es completamente ajena a los que poco nos importa la opinión de la caterva de pusilánimes capaces de opinar sin fundamentos), sino por respeto a las buenas costumbres de esas buenas gentes que, ignorantes de nuestros códigos de comunicación, podrían malinterpretar lo aquí expuesto. De hecho, para graficar algunas sensaciones o sentimientos de difícil transcripción, he decidido apelar a cierto, llamémosle, material de corte obsceno. Si no, mira esto. A su vez, para enfatizar el tono dramático en algunos pasajes, he decidido hacer uso de un vocabulario chabacano, soez, hasta nauseabundo, como “la reconcha de la lora”, “irreflexivo” o “estorbo”. No niego haber tenido que consultar para tratar mi incapacidad de contrarrestar el tono solemne con el que siempre me he dirigido a vos, para corregir estos desaciertos en el tratamiento poético (no olvidemos que esta es, sobre todas las cosas, una carta de amor). Y hete aquí que el principal obstáculo era mi incapacidad de poder cagarme en la recalcada concha de la lora, tanto en mi escritura como en la vida. No fue difícil incorporar a mi cotidianidad de mis escritos (y orales) los inagotables recursos que la ordinariez nos ofrece.
Pero si bien me ufano de mis logros, mi derrotado corazón agradece algo más excelso aún: la enorme fortuna de poder, en todos las formas y alfabetos, decirte lo mucho que te quiero.
Capítulo I
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Quimera del Lumi.
—¿Se sentirá como estar en uno de esos parques en donde todo es más chico de manera tal que nosotros parecemos gigantes (no sé si existen tales parques, me imagino que sí. Legolandia debe ser así)? O al menos personas de un tamaño desproporcionadamente mayor al de los objetos que ocupan el espacio. Me imagino sillas pequeñas, cubiertos pequeños, vasos de copetín y refrescos de 330 ml. La mugre sería de dimensiones menores, mas no por eso menos mugrienta. Los precios serían los mismos, lo cual mejora la experiencia y acomoda las expectativas: menos por más. Lo aplaudo deseosa. El espacio es reducido, no podríamos ir con mucha carga. Solo nosotros, algun libro para intercambiar y plata en el bolsillo (no consiguieron un POS pequeño, por lo tanto se trabaja solo efectivo y de paso se evaden impuestos varios). Estoy ansiosa por ir a conocerlo. Me dijiste que era más chiquito, que era diminuto, ¿será así?
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tercer libro diez días poco más podía hacer ante aquella lluvia, incansable, de enero, fue entonces cuando me crucé con una frase me llamó la atención tanto por lo que decía como por su recurrencia, por su insistente aparición
ya la había visto palabras más palabras menos en los otros dos libros. El sabor amargo de las lágrimas
debe ser una metáfora armada una casa prefabricada, pensé. Recordé que estos tres autores comparten lengua y franja etaria, además si bien los estilos son muy personales, diferentes, hay cierto diálogo, en estéticas en éticas
Cerré el libro con vehemencia, me concentré en la frase.
El sabor amargo de las lágrimas.
¿Era una metáfora, o era cierto?
¿Puede una lágrima ser dulce?
Se me antojó que no. En caso de felicidad únicamente. A efectos literarios merecía ser siempre amargo el sabor de la lágrima. Solo alguien muy torpe o idiota puede caer en algo como «y desprendió lágrimas dulces de felicidad», aun así yo seguía pensando a la frase un tropo, la metáfora, no se me ocurría que no, que sí: las lágrimas efectivamente son amargas, como los cítricos, como algunas sustancias químicas, como el gorjeo de una calandria con acidez.
No sé que las lágrimas son amargas porque nunca probé, concluí. No perdí tiempo.
Me puse la campera de nailon.
Saludé al lagarto y salí a buscarlas.
en el monte de la escuela donde hace años ocurrió un accidente devastador solo había árboles sin talar flores secas y un tejido vandalizado con el cartel de no pasar, en versalitas
frente a la iglesia vi a una señora de bastón y paraguas lo agitaba al cielo y maldecía, le pregunté si tenía y me dijo que sí, pero en mi casa en un frasco que me regaló mi papá, rojo, antes de irse a la B
yo probé, dos puntos: pichí, sudor, semen, sangre, el pus, unes más amargues que otrx, propios y ajenos, nunca una lágrima; eso me enfurecía y a la vez era motivo de jactancia
Seguí rumbo a la playa, caminaba lento, me acomodaba la capucha agujereada, no despegaba la vista de las cunetas y revisaba de vez en cuando en los contadores de luz de las casas. Pensé a la lágrima como sudor del ojo no como resultado del llanto, no como la consecuencia tangible y húmeda de una emoción, ¿serán amargas, como dicen, porque para brotar tienen que atravesar muchos conductos de paredes forradas de grises humores y agrias viscosidades?
corté por la canilla, salí al fondo de la mansión del reverendo Alegría, también le pregunté si tenía. Pero no, joven, me dijo desde las alturas —jugaba al subibaja con su hija mayor—, estamos en verano, vacaciones, felicidad, prohibidas las lágrimas, agregó con una sonrisa... Yo sabía que esto no era así, si en el súper venden... Pero ahora estaba cerrado, y yo precisaba probar ahora, antes de volver a casa y seguir con la lectura.
sobre la orilla del arroyo me tropecé con dos cangrejos, uno se quedó quieto, el otro protestó de mala manera, terminó llorando, se agarraba un tobillo, yo me quedé viéndolo fijo, extendí la mano para atajar una lágrima, pero el cangrejo avanzó rápido hacia atrás y se zambulló en el arroyo
Si llorar a mares es llorar tanto que las lágrimas terminan metiéndose en la boca hasta atragantarte, y yo, según ella, lo hacía, al menos hasta el año pasado, ¿por qué entonces niego conocer el sabor amargo de las lágrimas? ¿Será este pelo, largo, lacio, sedoso, que me dejo caer a dos aguas sobre la cara que absorbe las lágrimas justo antes de que se posen en mis labios?
decidí volver a casa con el fracaso marcado en el entrecejo y mientras subía por la principal recordé las últimas veces que hube llorado quise evocar dichos momentos sin éxito pensé en los payasos en la gente que se tatúa lágrimas en las mejillas eso me entristeció muchísimo pero no alcanzaba
Tomé el libro donde lo había dejado. Por el rabillo del ojo vi al lagarto, bifiando, recoletando, comandante cuando hay gato ausente. Es un lagarto, no un cocodrilo, está bien, pero aun así me pareció una entrada inoportuna.
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Terminó siendo una ducha breve gracias a cierta congregación de miserias y desgracias en la hora. Llegó a los confines del jabón, antibacterial, peludo, tres pieles distintas en las últimas catorce horas; vio salir el último hilo de agua caliente y pensó en los niños del documental de los niños en Bombay; le pegó al fondo del pomo de champú dos o tres veces, sin éxito -ya se había quedado sin jabón; finalmente el más enano de los hongos que habitan en la planta baja de la cortina de la ducha saltó hacia la alfombra absorbente que trajo de España y rápidamente fue silenciado.
Tengo que aflojarle al cartón, pensó.
Volvió al cuarto en bolas, se tiró un poco del aire que le quedaba al desodorante, tomó el paraguas roto y salió. Al llegar a la puerta madre se cruzó con la del 101 que volvía de ver a alguien, le dijo. Antes le dijo que qué hacía desnudo.
La parada estaba llena de gente. Todos atiborrados bajo el techo del quiosco, con los paraguas abiertos. Los bondis seguían de largo, nadie los paraba, los paraguas, abiertos, bajo un techo, impedían identificar el bondi que se aproximaba. Llovía a cántaros.
Caminó hacia la parada anterior en busca de mejor suerte. Mientras esquivaba los charcos con saltitos en clave clave de candombe se acordó de un poema que escribió cuando era adolescente sobre el sol y lo fue recitando, porque le daba vergüenza, para adentro.
No había nadie en la parada. Pasó un bondi y se lo tomó. También estaba vacío. No había nadie al volante, nadie cobraba boleto. Debe ser el día del patrimonio, pensó.
Se sentó contra la ventanilla, sacó los auriculares de algún lugar recóndito y contempló la ciudad. A la siguiente parada, claro, nadie subió. Pero a la otra sí.
Catorce personas.
Lo hicieron tan rápido y tan organizados que el bondi apenas tuvo que frenar. Parecían de un país distinto al de los que estaban en la parada anterior, con todos esos paraguas abiertos, bajo el techo de un quiosco.
Escuchó un ruido extraño al fondo. Goteras. Llovía más que antes. A las dos cuadras el techo cedió y el bondi se inundó. Todos abrieron las ventanas para desagotar, pero llovía tanto entonces entraba más agua de la que podían baldear.
Así no podemos seguir, dijo una voz a través del búfer de emergencia. Nos tenemos que bajar, agregó. Nadie le hizo caso. Nadie iba a ningún lugar. Y no era una voz confiable. Se notaba que estaba nerviosa, seguro era su segunda vez o tenía, la voz, algún problema familiar que interfería en su trabajo.
A tientas por un lampazo se encontró bajo un asiento con una conocida del barrio. Por qué estás con la pija parada, le dijo. Él no entendió. Dio con el objeto fálico y se lo mostró a su conocida. Ella interpretó una respuesta y se encogió de hombros.
Salió el sol. Rajaba las piedras. Sintió mucho calor, se sacó la poca ropa que le quedaba.
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Falovepa
Las artes, el cine y, por ende, el subgénero comedia romántica siempre fueron un reflejo supeditado a las inquietudes de cada época. Una especie de fórmula básica para la comedia romántica moderna (y hollywoodense) es la «shakespeareana»: dos personas se encuentran, surge un conflicto, se resuelve y viven felices para siempre. Durante los 30, en la época de la depresión, surgió el subgénero de las comedies of manners, películas románticas en las que una persona «rica» se enamora de otra que no lo es. De alguna manera, la industria buscaba bajar una línea sugiriendo que el dinero no lo era todo, que había esperanza, que el amor podía salvarlos, y sus correlativos en tiempo presente: es, hay, puede salvarnos. Sin embargo, no es hasta la revolución sexual de los 60 y 70, gracias a Woody Allen, que veremos comedias románticas con un enfoque en el que no solo puede no haber final feliz, sino que puede no haber felicidad en absoluto. Además de hablar abiertamente de sexo, en las rom-com (romantic comedies, ¿o deberíamos llamarlas sex-com?) nos encontramos con personajes neuróticos, imperfectos, estúpidos, que descubren que el amor puede no ser la salvación o la cura de todo. En los 80 (amamos las rom-com de los 80, a Molly Ringwald y las escenas de Pretty in Pink y Sixteen Candles) de alguna manera se revalorizan las diferencias sociales: el popular y la pobre, el roto y la mean girl; pero los corazones rotos que finalmente sanan eran el plot que conducía las historias. Pasemos rápido por los 80, 90 y dos mil: When Harry Met Sally, 10 Things I Hate About You (por favor, qué ícono... y sin embargo es una adaptación moderna de La fierecilla domada... de, oh, Shakespeare), Clueless (chica hueca que solo piensa en chicos y en ropa termina con chico activista, lector, con «conciencia social»), Never Been Kissed, How to Lose a Guy in 10 Days, My Best Friend’s Wedding… En fin, una cantidad de filmes que —mejores o peores— nos hicieron fantasear a los que vamos por la mitad de los 30. Ahora: ¿por qué me sensibilizó tanto Love? Y por «sensibilizó» quiero decir que me encantó, que me sentí plenamente identificada y me pareció tan realista que dolió. Tomaré esto último: es realista. Es realista porque aquel destello de sensibilidades hegemónicas está representado por treintañeros miserables que no pueden dejar ir el pasado y cuya existencia acontece mientras el futuro es tan turbio que apenas se ve. ¿Ya te deprimiste? Hay más: adultos que se niegan a entrar al mundo de la adultez porque, entre otras cosas, no logran atravesar emociones de la adolescencia (o lo que es peor: extrañan la intensidad de esos años) y destruyen los vínculos con dramas ridículos, elogios al autoboicot, conceptos cómodos y autoconfortantes de la felicidad y las libertades, y mucha mucha pachorra. Gus es un mediocre autodestructivo que está cómodo y no tiene deseos (o lo revienta cuando tiene uno), y Mickey, además, tiene adicciones: al sexo, al ¿amor?, a las drogas, a ser una mierda en términos generales y a creer que todo lo puede lograr a través del sexo o del beboteo (en el mejor de los casos); lo cual no es moralmente reprochable —at all—, solo que parecería banalizar los (¿sus?) vínculos y creer que puede ser buena y conseguir cosas solo de esa forma. En este sentido Love le pega a nuestra generación: los nacidos entre 1975 y 1985, que parecemos estar haciendo cebo mientras los años pasan y nuestra vida transcurre (¿¿¿transcurre???) en las redes sociales, mirando series con personas con las que somos incapaces de imaginar una relación a largo plazo, no tanto por temor a salir heridos (as if!… eso es re de los 90), sino porque conocemos nuestras carencias. Y esas carencias, repartidas entre dos, no resultan en una división, sino en tristeza, tristeza y más tristeza. ¿Será, entonces, que Love le pega a los vínculos posmo, signados por la inconducencia y el cinismo (según la academia: m. impudencia, obscenidad descarada, falta de vergüenza a la hora de mentir o defender acciones que son condenables)? ¿Ya estamos todos tristes? Deberíamos. ¿Y entonces, por qué Love, especialmente la primera temporada, me conmovió tanto? La miseria que ambos exhiben, sus imperfecciones y defectos, los hacen fácilmente reconocibles entre cualquiera de nosotros, los inmortales que hacemos planes para mirar Netflix y dormir la siesta (no al mismo tiempo… o sí). Pero no es solo eso: no existe el maniqueísmo en Love. O sí, y entonces ambos personajes son buenos, son malos, son una mierda. Se comportan como basura porque pueden, y sin excusas (no como en los antiguos culebrones, o las rom-com clásicas, en las que la persona infiel llega al engaño porque su pareja es demasiado violenta): nos separamos porque sabemos que el amor puede no ser para siempre, somos infieles porque amamos a nuestra pareja pero también sabemos que la atracción por otras personas es real, somos malos porque sí. En Love no operamos como piezas de un engranaje en el que nos mueven las miserias que nos hace vivir el otro: llevamos a cabo nuestros actos por nuestras propias miserias. Y eso es liberador (como un balde de agua helada en la cara), porque de alguna manera tenemos que agarrar la pala y hacernos cargo. Y hacernos cargo —o mejor: no hacernos cargo— debe ser uno de los main issues del adulto posmo. La escena en que Gus se va de la casa donde vivía con su ex y empieza a tirar los devedés que, según él, habían sido el génesis de aquellas fábulas de amor que terminaron por devastarlo no representa una disrupción en el paradigma del guión cinematográfico, pero tiene la simpleza —casi imperceptible— de decirnos que el amor no es el problema, sino su concepción, y cómo ella se nos impone y nos coacciona. Y un poco por eso Love me tocó directamente en la fibra de mis cuestionamientos sobre el amor, la pareja, el presente y el futuro: sí, las películas donde el amor triunfa son sobre todo falaces y en realidad todo es mucho más complejo, pero es preciso tirar abajo (y rompernos en el proceso) esas concepciones obsoletas, hacernos cargo y volver a construir. Como dijo Judd Apatow en una entrevista para Vice cuando le preguntaron qué consejo le daría a una pareja de muchos años: «Nos levantamos los domingos a la mañana y miramos Oprah’s SuperSoul Sunday y eso nos limpia; aprendemos cosas que después tratamos de aplicar, y al final de la semana nos olvidamos de todo, entonces miramos uno nuevo».
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Victoria bajó del salón Dorado, contenta por la presentación del libro y bastante conforme con las preguntas que sobre el final le hizo al autor, aunque no tanto con sus respuestas. Sorprendido por la minuciosidad y la madurez de Victoria, el autor cayó en lugares comunes, cuando no en frases titubeantes o meros divagues.
Victoria quería comprarse un libro. Recorrió la feria junto a sus compañeros, se detuvo en dos o tres stands, consideró algún texto que otro, pero aun así no encontraba lo que quería. Decidió consultar directamente.
–Hola, ¿tenés algún libro de cuentos?... De terror, o un thriller.
El librero enarcó las cejas, pensó unos segundos...
–Mmm creo que no.
–¿Y un libro triste?
El librero abrió grande los ojos y dibujó una sonrisa en su rostro que no se preocupó en disimular.
–¡Un libro triste! Qué pregunta más difícil… No sé si hay libros tristes para niños y jóvenes. Vamos a ver.
Entonces tapó la lapicera, la dejó sobre el escritorio y se puso a hurgar en los estantes fingiendo que buscaba un libro triste. Victoria iba detrás.
–Los libros para niños no me gustan, son aburridos y siempre hay un final feliz.
–¿Cómo te llamás? –preguntó el librero.
–Victoria.
–¿Y de qué liceo sos?
Victoria revoleó los ojos y se puso a jugar con las manos.
–Eehmm, tengo 11, estoy en sexto.
El librero pensó que no todo estaba perdido, que había una luz de esperanza –un tanto oscura quizás, pero luz al fin–, que haber conocido a Victoria ya valía su pasaje por la feria, hasta ese momento fugaz y olvidable.
–Este no lo leí y no sé si es triste, pero mirá qué título tan raro, capaz te gusta –dijo el librero y le alcanzó Cuentos para que Sofía no se pueda dormir.
Victoria tomó el ejemplar, lo hojeó, miró con detenimiento la tapa –austera, lúgubre, inquietante, definitivamente fea pero en evidente diálogo con, al menos, el título de la obra–, lo dio vuelta y comenzó a leer la contratapa con genuino interés. El librero siguió atendiendo.
–¿Y, te gusta? –le preguntó luego de unos minutos.
–Más o menos, pero lo voy a llevar… es barato y me alcanza la plata. Pero que mi mamá no lo vea.
El librero, entusiasmado, eligió no al azar el marcador que va de regalo con cada venta.
–Estas son todas las etapas que se producen en la creación de un libro… y este –dijo y señaló donde decía «corrección de estilo»– soy yo.
–¿Sos corrector de estilo? ¿Eso que se hace en la facultad de Humanidades?
–Exactamente.
–Mi hermano tiene 21, es revago, no hace nada en todo el día, pero dice que quiere estudiar eso –dijo Victoria, y agregó–; yo quiero escribir un libro. Tengo muchas ideas en la cabeza, pero las pienso como series, ¿entendés? No las puedo escribir.
–¿Como series de la tele?
–Sí. Tengo muchas ideas, pero no sé cómo ordenarlas, cómo pasarlas a palabras.
Victoria, con la vista un tanto perdida, se notaba realmente afligida. El librero recordó qué hacía él a los 11 años y un sentimiento ambiguo lo embargó.
–Yo corrijo, pero de vez en cuando escribo también, ¿y sabés qué?, me pasa algo parecido a lo que te pasa a vos, debe ser recomún.
–Es redifícil escribir, ¿vos cómo hacés?
El librero, ya completamente maravillado y dispuesto a reconsiderar la idea de tener hijos, no supo qué contestar, menos porque fue interrumpido por otros visitadores que por haberse quedado sin palabras, tal vez las mismas que Victoria no lograba encontrar.
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Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Dicen que a las palabras se las lleva el viento, y seguramente digan alguna que otra burrada más sobre las palabras, o sobre la palabra. Poco probable es, en cambio, que invente(n) un refrán donde la palabra sea el componente que en la comparación sale ganando, como les ocurre a imagen y lo que queda luego de que el viento se lleva las palabras.
Sin pensar, te digo Dios. La palabra es lo más parecido a Dios que se me ocurre. No creo en Dios. Sí en la palabra. La palabra, pues, está por encima de Dios. Tenemos la palabra Dios y la palabra dios, pero la palabra palabra es la palabra palabra; por algo será… algo que ni Dios sabe.
Según la matemática, Dios igual creación, Dios igual quien llegó primero; un conocimiento insondable, una ecuación innecesaria. No sabemos quién hizo la primera palabra, ni cuál fue. Ni si hizo es el verbo adecuado (quizás sea confeccionó, o diseñó). Sí sabemos, por Saussure, que el hombre no puede inventar palabras –a esa carencia le fue adjudicada la palabra, inexacta, neologismo–, la palabra le viene dada, es exógena… ¿por qué no existe el verbo palabrear?
La palabra es como las drogas: no tiene moral (es muy gracioso, y famoso, el chiste de las malas palabras). La palabra está ahí, a la merced, sin rejas, indefensa, por suerte nadie la quiere atacar, son varias, nadie las protege, son palabras de diferentes pesos y tamaños; va en cada uno ver cuál elige, cuál usa, cuál usa a veces, cuál usa siempre, cuál nunca va a usar. Sabido es lo pernicioso que puede resultar no probar palabras.
La mejor palabra es meta. Lejos. Una palabra que no es una palabra pura. Un prefijo, algo que es menos que una palabra, algo que va antes de otra cosa, el abuelo sentado al pie de la mesa, el primero en la fila, unos binoculares. Palabra impura meta pero de abanico amplio, impulsa y promueve la creación de otras palabras, y ejecuta; una palabra promiscua. ¿Qué apertura puede proponer la palabra –pura– baobab? Meta- es la mejor palabra menos por su fonética que por su significado, nulo, como cualquier prefijo. El abuelo se guarda el sermón cuando está solo en la mesa.
Los juegos de palabras. Debería haber una federación, o asociación. Los juegos de palabras tienen que ser Olímpicos. Cuentan con la ventaja de ser austeros. No hace falta medallas para premiar a los ganadores, alcanza con las palabras oro, plata, y bronce. Si hubiere que legislar, yo ya tengo algunas reglas. Y tarjetas. Las tuve que hacer para una consigna que me propuso mi hermana.
[�X�#
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–Me muero –dijo hace casi dos años– si no encuentro un pantalón que no se me caiga.
El desencanto existencial generalizado que la habitaba –junto a una suerte de alcohotabacorexia– la tenía satíricamente espléndida, aunque demasiado delgada. La búsqueda incansable de universos paralelos, o, mejor dicho, espacios donde pudiera transitar realidades trascendentales, no hacía más que empujarla una y otra vez al abismo. Pero ese precipicio metafórico no servía para nada; representaba la falsa sensación de escape, la percepción falaz de que se puede ser (no tanto estar) dos veces al mismo tiempo en distintos lugares.
*silencio* *dos años después*
Me desperté y encontré un extracto de una lista –y qué lista– en una dedicatoria: «Te amo (más allá de las tres dimensiones que el humano conoce)».
Y Beatriz Viterbo sintió envidia.
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Ayer con Susana nos dimos cuenta de algo. Nunca vi una película. Repasemos mi infancia. Mis padres eran más de la radio y los libros que de la tele, tampoco salían mucho, no nos sacaban a pasear. En casa no había VHS. Por el barrio abundaban los locales comerciales, panaderías, estaciones de servicio, lo de Gonzalito, pero ni un videoclub.
En la escuela una vez organizaron un raid Paradiso, como dos o tres días, muchísimas salas de cine, pero no pude ir porque estaba con varicela. Papá ya había tenido, así que salió sorteado para quedarse conmigo y cuidarme. Yo leía casi todo el tiempo, él escuchaba a Jaime, siempre. El Mediocampo lo gastaba. Me hacía mucha gracia el nombre de la canción que más le gustaba, «Nunca fuiste al cine»… Sí, hermosa canción, acota Susana… Sí, sí, sí, enfatiza luego.
Ahora de grande fui varias veces al cine; aun así nunca vi una película. Siempre pasaba algo. O me perdía una parte porque o me dormía o salía a mear, o se desmayaba una vieja, una vez no fui, en otra época soñaba que me quedaba hasta el final y cerraba la sala.
En casa podría haber aprovechado y ver algo, en la tele abierta, los sábados de tarde, en el DVD años después, pero me distraía fácil, nada me atrapaba al sillón, iba al baño y no ponía pausa, y volvía, o iba a la heladera y no ponía pausa, y volvía, al cuarto de mi hermana a decirle que no gritara y no ponía pausa, y volvía, iba a buscar a la gata y no ponía pausa.
Vi mucho partes de películas, los trailers me parecen una creación maravillosa, supereficaz; hace mucho tiempo me suscribí a un diario internacional solo por las reseñas culturales, me encendían, las de cine más que cualquiera; las leía dos veces, las compartía con colegas y amigos, hacía alharaca, pero no veía la película reseñada. Y otra cosa que me conecta con el séptimo arte hoy en día es la esquina de mi casa. Cada seis meses desembocan producciones internacionales y rioplatenses, eventualmente blockbusters, para rodar todo lo que es exteriores. En Turismo del año pasado me presenté para actuar de extra, y, claro, no quedé.
¡Ah, los Oscar!, evocó Susana. Los vimos en su casa de la playa. Fines de enero, o febrero. Esta debe ser buenísima, la tenemos que ver, le dije con genuino entusiasmo luego de que anunciaran la ganadora a Mejor guion original. Nunca fuimos. Doce años después hice un viaje; la película, esta misma, estaba disponible en el catálogo del avión... Ahora, quién vio una película completa en un avión.
Cuando veo el amor que sienten Susana y los demás, pienso que me estoy perdiendo algo importante, oigo el runrún y me carcome, como si estuviera haciendo apología de la ignorancia, o alimentando una carencia deliberada e infame. En los cumpleaños o reuniones, además de no probar el pop, suelo alejarme cuando mis amigas y mis amigos comienzan a discurrir sobre películas. Son insoportables. Compiten por quién sabe más: directores, guionistas, actores hipersecundarios, detalles irrelevantes, escenas eliminadas de las que supieron gracias a los bonus features, u otras hasta inventadas por ellos mismos, Susana la primera, y si están drogados o borrachos mucho peor, o si vienen del cine… y si vienen del cine drogados y borrachos pfff se han puesto a escribir guiones, dibujos más que palabras, yo los veo que se cagan de risa, que se abrazan cuando coinciden en alguna apreciación o pegan una buena raya de diálogo, y los envidio un poco.
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Cansado de la insolencia, mi padre me arrastró del brazo y refregó por el living hasta el cuarto justo cuando estaba por empezar Karate Kid, mi película favorita. Ya la había visto varias veces, dos hasta con él. Me encerró en el cuarto, pero luego hubo movimientos.
Esta casa tiene dieciocho puertas, cuatro y pico por cabeza. De madera. De hierro. De poli. Puertas mudas de fibra de vidrio, a veces no hay pestillos, una abre para afuera, otra nunca hay que cerrarla. Dieciocho puertas. La casa de mi infancia, en cambo, apenas tres.
Papá me dejó ahí y se fue al living a ver la película con mamá. Yo también la vi. Me vi todo Karate Kid, por cuarta o quinta vez, a través de la cerradura de la puerta del cuarto. ¿O del baño? Antes hubo movimientos.
¿Y la puerta del edificio? Claro, la puerta madre. Y al no haber ascensor... Diecinueve puertas entonces, sin contar a los vecinos. Ahí se desbordaría la cosa. Hay una puerta que solo una persona ha atravesado, otra que a un niño solo ha atravesado, alto y flaco.
Cuando la película terminó, mi madre se levantó y fue a buscarme inmediatamente, cosa de que me diese cuenta de que la penitencia duraba exactamente lo mismo que encerar y pulir-encerar y pulir.
Me dolían el cuello y las rodillas, los ojos, había visto la película sin los lentes, y no sé por qué si los tenía conmigo, me los olvidé en la mano. Pero estaba feliz. Y lo enseñé a mis padres con una sonrisa entre cínica y genuina.
Mi cuarto tiene dos puertas. Una debí tapiarla a los dos meses, no aguanté más. La rodeé con un ropero y dos bibliotecas. Negué su condición, sitié su género, licué la metáfora que con ella se cocinaba.
He recuperado ciertos hábitos de la niñez que creía haber perdido. Esto alegrará a mi madre. De pronto, he vuelto a comer sentado, incluso sentado a la mesa, y en ciertas ocasiones, acompañado... esta casa, con tantas puertas, realmente me hace bien... también a la mañana saludo con algún tipo de gesto distinto de un cabezazo; y lo más importante, cierro la puerta para cagar.
Imagino un ranking, tengo fe en las listas. Un top eighteen de las puertas en sus cabezas cuando llevan a los pibes a la escuela, una taxonomía minuciosa y subjetiva que considera tanto el aspecto estético –la fama, el uso de las puertas–, como el deíctico –la ubicación de una puerta respecto de otra, de cualquier otra, de las diecisiete restantes. En mi podio destacaría la puerta vaivén.
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–¿Cómo se humaniza a una puerta? Una puerta. A una puerta.
–¿Para un cuento?
–O prosa poética.
–Le das olfato y tacto.
–No la hacés hablar.
–No, olfato y tacto.
–Perfume de puerta y Piña a la puerta.
–Exacto.
–Y cómo más…
–Años. Las puertas tienen infancia, se hacen viejas.
–Se suicidan.
–Se dejan comer por las termitas.
*con las puertas que no sirven para nada prendemos la estufa a leña, vivimos cagados de frío
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Quise entrar pero había una llave del otro lado de la cerradura. El manojo era pesado y el llavero más, más pesado. Infame. De Brasil. Pensé en lo mal que me caería su dueño si llegara a conocerlo. Más tarde culparía a las llaves.
Después de una cerveza y una punta enorme de escapar de la lluvia y encontrarme con las llaves malditas comenzó la persecución. Estabas loco eras un psicópata. Violabas minas, o cortabas viejas, no en pedazos en pedacitos. Me invitabas a la terraza nos reíamos mucho y en un lugar donde casi no había gente me clavabas un cuchillo en el vientre. Estabas vestido de negro y había otros como vos esperando el máximo nivel de distracción para mutilarme y hacer un baile alrededor del cuerpo en forma de ritual.
Me corregía en mi propio sueño. Primero el asesinato lo más leve. Luego las imágenes; de violaciones y golpes; las endilgaba; a otras mujeres y niñas. Pero la tortura era cada vez más fuerte y los gritos. La sangre fluía, y desde el desagüe, el sol encandilaba y pegaba contra la membrana, gris, inmaculada quedaba ciega. Pero me despierto. Con los gritos de mi madre. Salgo del cuarto, pregunto qué pasa y solo veo correr agua por el piso. Y por los otros dos. Mi casa se estaba inundando.
No sabía por dónde empezar, no sabíamos qué hacer. Cada vez entraba más agua y las asociaciones con las pesadillas se hacían insoportables. Quise llorar, no pude. Quise gritar, tampoco pude. Agarré una escoba y barrí agua bien fuerte a baldes. Rescataba dos libros. Casi tres.
Estuvimos más de una hora sacando agua con lampazos escobas escurriendo trapos y toallas. De verdad. Mi viejo, mi vieja y yo. Flor de equipo. En un momento pensé que me gustaba lo que estábamos haciendo. Nos ayudábamos. Se nos iban ocurriendo mejores ideas para deshacernos del agua, incluso llegamos a reírnos con papá con mamá no.
Mientras escurría las toallas y los trapos de piso comenzaron a salirme ampollas en las manos ampollas de tela, de la de los trapos no de la de las toallas. Y pensaba que no sé nada de vos que puede que estés loco y seas un psicópata.
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Te dejé una sorpresa en tu casa. Una sorpresa melanco con pretensiones de reliquia purificadora, cuya intención no es más que crear un lazo metafísico que nos ligue cada vez que cada uno tome contacto con ella, porque los otros lazos, tal parece, no son suficientes.
“Ni bien vi el imán sobre la heladera, supe que ese era el lugar. El imán siempre había estado ahí, pero en la esquina inferior derecha; que estuviera en el costado superior izquierdo me produjo extrañeza. Entonces comencé a buscarlo.”
Yo me quedé con el otro. Es igual, pero con un número más (o menos). Lo dejé en la heladera porque es —bueno, creo que es— una de las primeras puertas contra las que damos en la mañana. Esa mañana en un brochure que dice “reinventa tu casa” leí revienta.
Esta apologia a lo desperfecto nos reúne una vez más. El elogio irónico de lo que no pudo ser es perfecto. Casi tanto como que se suspendan todos tus muertos.
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La intertextualidad no es febril
Soy de esas personas que ven una gran historia en lo más chiquito e insignificante (como si se tratase de un eufemismo de «”enano” “pedante”»). Una vez estaba en el parque; me había ido a aguantar la llegada de esa tormenta que me limpió el parabrisas del auto. No era una tormenta cualquiera, era de esas que se anticipan con un calor que se siente como una mochila en los hombros, humedad y bichos buscando asilo en huecos de otras paredes. Mientras el mundo se caía a pedazos, con una paz y una felicidad completamente opuestas al infierno de agua y viento que había a mi alrededor, pensé en la existencia de limbos insondables. No son limbos. No son insondables. Son limbos insondables. (Es gracioso porque entre tus palabras y las mías se llega a una especie de equilibrio y síntesis.) Lugares donde sitiarnos en los que la libertad existe solo adentro. Descubrí que existen. Existen cuando nos miramos. Perdón, es un asco de metáfora; pero no lo es. Las miradas son aquello que nos transportan a ese lugar que ni el lenguaje oral o escrito se han atrevido a llegar. Es misterioso e impenetrable aquel lugar. Sobre todo impenetrable. Y al fin lo había encontrado. Me duró hasta que llegué a destino, donde me encontré con un árbol caído que impedía la entrada. Y, la verdad, me chupó un huevo. «Ese estado de alejamiento hacia una realidad un poco mejor es obra tuya», le escribí y me tomé un farolito.
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Nadie imaginaría que aquel encuentro fortuito un viernes martes a la tarde era producto de de la oportunidad de las decisiones de otros. O a lo mejor sí; al ver la sucesión de gags, todos los que nos rodeaban podían sospechar que detrás de ese histrionismo propio de adultos desnorteados se ocultaba algo.
Mi emoción al ver el empañado de los vasos de cerveza fue indescriptible. Lo turbio del vidrio me enfrentaba a un simulacro de felicidad, un agujero negro, un universo paralelo, una caja del gato donde podría encontrarme triste y alegre a la vez. Pero funcionaba.
“Ahhh, nooo.
No, no, no.
Sentime:
no están empañados los vasos,
están ESMERILADOS, SON ASÍ, ¿ENTENDES? PARECEN HELADOS PERO NO”
La ironía era tan exquisita que la cerveza a temperatura ambiente sabía bien. Solo la acidez del sarcasmo inesperado podía hacer de aquella tarde un prodigio.
Por la calle Washington sonaba Washington "Canario" Luna mientras el vecino lograba que su motoneta encendiera en el primer intento.
Según ella, yo lo miraba. Según él también. Según el otro, ella le tocaba el pecho. Según yo, era imposible que ella fuera yo; detesto tocar a la gente. Y menos en el pecho. Y menos si suena Washington Canario Luna de fondo.
El ventoso final nos entrelazó, todos ebrios de humos, dolores, miradas y aguas saborizadas. Y fuimos carne. De la intriga. Casquivana. Y, distinto que cualquier sueño, después nos dormimos.
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El deber ser del mediodía, episodio menos uno.
El sol perpendicular a nuestras cabezas, el mozo bailando una canción de Rada, mientras la caricatura del Canario Luna observaba cómo un vecino intentaba, infructuosamente, dar marcha a su motoneta.
—¿En qué los puedo ayudar?
—Si, mira, tenemos un problema. Andamos escasos de efectivo, pero te queríamos pedir: tres empanadas (una de carne pero hecha con pan; o sea, preferiríamos que la masa tuviera levadura, ¿sacas? Tipo un pan relleno con carne picada. Carne picada y nada más, eh, no le pongan cebolla ni huevo duro; otra de verdura, pero que en vez de acelga y espinaca sea de berenjena, y hecha con la masa de pan; y otra de carne, pero esta la quiero con la masa correcta —la tradicional— y con huevo, aceituna y cebolla); una milanesa al plato pero que venga al pan (después le saco el pan) y una porción de papas fritas. Ya que estoy quería pedirte los cuchillos que menos corten, si tenés de untar traeme esos. Y que los cubiertos vengan manchados de comida. Ah, ¿sabes qué? Cuando me traigas la Sprite, déjala del lado de la mesa que tiene el sol y trae los vasos cuando tengas ganas. O mejor deja; los voy a buscar yo, hace de cuenta que no te dije nada.
—Cómo no, será un placer.
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