caballitense
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caballitense · 4 years ago
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Mañana en Caballito
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El arrullo de las palomas empieza casi en simultáneo con la salida del sol. Escucho cómo aletean de un techo a otro. Los primeros ascensores del día se empiezan a sentir deslizándose por los rieles oxidados. Es un ruido constante como de cadenas y dan un golpe seco al frenar. Entonces juego a adivinar en qué piso frenaron, contando los segundos que tardan en llegar a la planta baja.
Son las 6:30 de la mañana y ya no puedo conciliar el sueño. Se despertó la vecina de arriba y comienza la maratón de ruidos: muebles que se arrastran como si hubiera una mudanza cada mañana, persianas de metal que golpean contra el piso como una explosión y la canilla del baño llenando el balde me retumban en la cabeza.
Al vecino de al lado nunca lo vi. Pero sé que le gusta cantar canciones de cancha en algún lugar del departamento que colinda justo con mi habitación. Nunca pierde el entusiasmo y siempre entona como si estuviese en un superclásico.
Me levanto de la cama y pongo la pava. Es una mañana fresca y ventosa. El nylon que cubre la parrilla cruje suavemente y el llamador de ángeles de cañas de bambú lo acompaña logrando una melodía perfecta.
Me sobresalta una puteada de la de arriba porque se le cayó un broche sobre mi balcón. Los bocinazos se hacen sentir cada vez más. Empieza uno y el resto de los conductores se acopla. Pasa una ambulancia y me pone en estado de alerta, hasta que de a poco se va alejando y a los quince segundos desaparece.
Vivo en la avenida más larga del planeta, por la que pasan veintitrés líneas de colectivos, el subte A y millones de transeúntes a diario. Es el idioma que hablan las grandes ciudades del mundo. A dos cuadras también pasa el tren, y en pequeños momentos de silencio escucho su andar y lo disfruto.
En algún departamento que da al pulmón escucho a dos chinos discutir, o simplemente hablar, me cuesta distinguir. Hasta que un perro los interrumpe con un ladrido intenso y hacen silencio. El vecino de abajo escucha el noticiero a todo volumen y se indigna con cada noticia.
“Respiro y suelto��, escucho al vecino de enfrente decir en un tono muy elevado. Ya empezó su primera clase de yoga del día y en 40 minutos va a aplaudir como si fuera un show de Broadway.
Es 17 de octubre y se escucha a una mujer de unos cuarenta y pico cantar la marcha peronista pegada a la ventana, finalizando con un "¡viva Perón carajo!". Y alguno le devuelve una puteada desde otra ventana.
Estamos en 2021, pero la de arriba está llamando a la radio. "Quería pedir el tema La Pachanga de Vilma Palma e Vampiros", dice pronunciando lento y claro el nombre de la banda. Y finaliza con un "mueva, mueva, mueva, mueva", que es algo que suele decir entre ocho y diez veces al día, en cualquier contexto.
En mis metros cuadrados, escucho una playlist de jazz, un suave tic tac del reloj de pared, y la pava burbujeando. Se me hirvió el agua del mate. Una vez más.
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caballitense · 4 years ago
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El barrio
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Tenía siete años recién cumplidos. Esperaba ansiosa a que bajara el sol para salir a jugar a la calle con los chicos de la cuadra. Eran mis amigos grandes. Todos me llevaban al menos tres años pero yo me sentía una más. Estábamos todos: los chicos de enfrente, el de la vuelta, los de al lado, las de mitad de cuadra, mi hermana y yo. Las horas corrían entre el Cigarrillo 43 y la escondida. La calle era nuestra. Cada tanto alguno gritaba “autoooo”, hacíamos el espacio y de nuevo al juego. Llegaba la hora de cenar y nuestros padres salían a buscarnos. “Sopita y a la camaaa” entonaban todos en tono de burla. Odiaba ese momento. A veces, cenábamos y de nuevo a la calle hasta las 12. De a poco, verano a verano, fue faltando gente. Íbamos creciendo y algunos ya no salían a jugar. Y así, hasta que la calle quedó vacía. Nos volvimos adolescentes. Adultos. Y nos quedamos puertas adentro.
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caballitense · 4 years ago
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Cubículos
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La planilla de Excel está llena de fórmulas con resultados en rojo. Soledad tiene palpitaciones y los ojos llenos de lágrimas. Su proyecto anual no salió como esperaba. Sabe que éste es su final en la empresa a la que le dedicó sus días enteros, la que se robó sus horas de pintura y dejó sus bastidores en blanco. En otro cubículo, a su izquierda, está Víctor, regocijándose con disimulo. Hace cinco años que está esperando ocupar el puesto de Soledad y disfruta de su derrota. Víctor tiene 42 años y pasó su vida agachando la cabeza y hablando a espaldas de todos. Cada mañana, mira las ofertas de los supermercados y las compara a ver si puede ahorrar 25 pesos en el jamón y 30 en el papel higiénico. Se recorre a pie 15 cuadras, de un mercado a otro. Con su ahorro de las ofertas siente que vence al sistema, y se compra un paquete de figuritas para un álbum que nunca completará. Hace un mes, Micaela ingresó en la empresa. Es su primer trabajo y aún está cursando su último cuatrimestre de administración de empresas. Tiene su cubículo enfrentado con el de Soledad. Es gris, hermético, pero tiene una ranura por la que la puede ver totalmente quebrada. Micaela está llena de ilusiones, pero a partir de ese momento algo le dice que se tiene que ir de ahí y, sin pensarlo más, empieza a guardar su taza y sus galletitas en la mochila y apaga la computadora. Al lado de la puerta está Marcela, rodeada de portarretratos de sus hijos y nietos. Es quien tiene más antigüedad en la empresa. Cuarenta años en el mismo puesto y en la misma silla azul desteñida. Marcela no aspira a más. Disfruta de llegar quince minutos antes de las 9, prepararse su mate y comer bizcochitos de grasa mientras lee el diario. Marcela prácticamente no tiene tareas asignadas. Es un puesto que quedó obsoleto. Solía atender el teléfono, pero desde el año 2010 sólo ha sonado unas pocas veces. Detrás de unos anteojos culo de botella está Ricardo. Él es el dueño de esta pequeña empresa que habita el piso 11 del edificio. Tiene puesto su traje marrón y corbata a rayas como todos los martes. Ricardo tiene un traje para cada día de la semana. Nunca pierde la elegancia estilo vintage. Quedó aferrado a un proyecto de empresa que tuvo su auge en la década del ‘70 y que va en declive desde hace más de diez años. La alfombra está despegada y las paredes húmedas. La persiana americana de su oficina está trabada y no deja entrar un rayo de sol. Ricardo sabe que la empresa llegó a su fin y se toma su último café.
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caballitense · 4 years ago
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El juego de los espías
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Lo veo desde la ventana del living que queda justo enfrentada con la de su cocina. Veo cómo lava los platos a través de la planta que tiene arriba de la heladera. Usa camisas coloridas y el pelo voluptuoso. Le gusta Lady Gaga, Britney y un poco el reggaetón. Fuma. Me gusta el ritual que hace para fumar. Acomoda una silla en el balcón y, con las piernas estiradas sobre la reja, contempla el paisaje lleno de edificios. Da clases de yoga de manera virtual y habla muy bien inglés. Los fines de semana pone la música a todo volumen y canta fuerte por horas. Baila Don't Let Me Get Me de Pink. Se levanta tarde los días que duerme en su casa; los otros, se queda en la casa del novio. A veces, salen juntos al balcón, y otras, se besan en la cocina. Por momentos, lo miro de reojo; otros, lo miro fijo y de golpe, a ver si él también está mirando. Pero no. Nunca mira. No sabe que nos gusta bailar de noche y que nos reímos mucho. O tal vez mira cuando no lo miramos y somos cómplices del juego. Entonces sabe qué libros tengo en la biblioteca y que cambio las plantas de lugar casi todos los días. Sabe que somos dos, que Agustín pasa el día entero frente a la computadora, junto a la ventana, y que toma mucho café. De mí sabe que me gusta hacerme el mate a la mañana y sentarme en el sillón mientras escucho música. Hoy nos vimos, fuera del juego. Esperamos juntos el ascensor. "Hola", le dije. Estaba transpirado y con la camisa floreada, seguro estuvo bailando esa canción.
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caballitense · 4 years ago
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Recordar con los cinco sentidos
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La perra ladra mientras mi abuela nos abre la puerta. Se emociona al verme. Puedo sentir el olor a mueble viejo mezclado con la salsa que viene de la cocina y que, de a poco, va inundando el resto de la casa. Todo está impecable. Todo en su lugar. Sobre el hogar, los portarretratos de las fotos de los nietos ordenados cronológicamente. Dejo mi abrigo en la pieza que supo ser de mi papá. Siguen intactos el sofá cama de cuero azulino, el piano, una biblioteca llena de libros de medicina y, mi mayor diversión, la máquina de escribir. Con los dedos índice y mucha concentración voy escribiendo lentamente. La hoja amarillenta de borde troquelado va enroscándose en el rodillo y me siento una oficinista. A mi derecha veo el piano y, con todas mis fuerzas, levanto la tapa pesada y corro el cobertor de tela celeste. Me siento en el banquito y enderezo la espalda. Arranco por la primera tecla del lado derecho y voy de a una y sin equivocarme hasta el final. Las últimas notas me dan un poco de miedo. Son graves y oscuras. Cierro el piano con mucho cuidado de no agarrarme los dedos. Recorro la pieza y veo dibujos de todos los nietos pegados en las puertas del placard, registro de una maratón de dibujo en un domingo familiar. El mío es el más feo. Sé que soy la más la más chiquita de la familia y es justo que sea el peor dibujo. Pero el de mi primo es exageradamente bueno y me genera envidia. “A comeeeer”, se escucha desde el comedor. La mesa es larga. Inmensa. Mi abuelo ya está acomodado en la punta. Tiene la radio en la mano pegada a la oreja. Juega Huracán. En la tele también está el partido, pero sin sonido. Llegan tres fuentes a la mesa. Una tiene fideos, otra ñoquis, y, en el medio, el estofado. Todo está amasado con manos de abuela. Comemos hasta reventar. Mi tía se prende un pucho atrás de otro. Corren los años noventa y se fuma adentro. Los adultos hablan fuerte. Se ríen. Mi abuelo pega cada vez más su oreja a la radio y mira fijamente la tele. Las mujeres levantan la mesa. Yo quiero colaborar y me ofrezco a lavar los platos. Mi abuela no me deja. Soy su invitada de honor. Pero yo quiero hacerlo. Eso me hace sentir grande. Llegamos al trato de que ella lava todo y me deja los vasos para mí. Acepto. Lavo cada uno con dedicación. Me quiero lucir. “¡Abuela, terminé!” le digo llena de orgullo. Ella me felicita y me dice que nunca habían quedado tan limpios. Yo le creo. Lo dice mi abuela y eso es palabra santa. Termina el partido y mi abuelo se levanta para ir a hacer los panqueques. Es su especialidad. La torre de panqueques es altísima. Nos abalanzamos a la mesa y los untamos con dulce de leche. Los domingos en la casa de mis abuelos eran así. Simples. Felices. Y llenos de comida. Hoy soñé con ellos. Soñé que nos veíamos en el presente. Quiero que nos saquemos una foto los tres. Creo que es la última vez que nos vamos a ver y necesito congelar este momento. Fue un sueño y esa foto no existe. Pero tengo grabado, en cada uno de mis cinco sentidos, el recuerdo de aquellos domingos.
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caballitense · 4 years ago
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Un mundo para pocos
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Ella lee. Él la escucha. ¿La escucha? El parque está sobrecargado de gente. Bullicio alrededor. Pero ellos están solos en su burbuja de silencio. Los dos están cruzados de piernas y mueven el pie acompasadamente. Las pelotas de fútbol les pasan por detrás y, por delante, un desfile de gente con perros y chicos. Pero ella sigue leyendo. Nada interrumpirá su momento. La mujer tiene cara de no ser de acá. Me la imagino en una película inglesa interpretando a una escritora ermitaña que toma té y escribe en pantuflas. El hombre mira un punto fijo. ¿Estará prestándole atención? ¿O será de esas personas como yo que se distraen cada treinta segundos? Nunca pude seguir el hilo de la gente que lee en voz alta. La lectura compartida es un mundo para pocos. Mi lectura es mía. Es mi tiempo. Mi espacio. Leo, me distraigo y releo. Construyo personajes, escenas, paisajes. ¿Se podrá compartir eso? ¿Existe la telepatía? Me lo imagino en un mundo con cabezas amalgamadas. Ella sigue leyendo, compenetrada. Él desvía la mirada del punto fijo y lo observo distraerse. Tiene frío. Se frota las manos en las piernas. Ya va cayendo el sol. Ella termina el párrafo y dobla la punta de la página. De un golpe seco cierra el libro y al mismo tiempo toman impulso para levantarse. Ahora el banco se ocupó por dos hombres de cabeza lampiña. Arranca una nueva historia.
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caballitense · 4 years ago
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1% de batería
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La nube de humo me tapa un poco la pantalla. Es domingo y son las 2:30 de la mañana. Es el segundo día de la nueva fase uno. Miro la película del Potro Rodrigo. Agarro mi copa de vino y bailo De enero a enero al ritmo cordobés. Siento que volví a tener 13 años, que tengo dos meses de vacaciones y como un paquete de Oreo a las 4 de la mañana. Pero no. Tengo 32, no tengo vacaciones y tomo vino. Me abrigo con mi sweater hippie norteño y mantita sobre las piernas. Me siento libre. Mañana es lunes y no va a sonar el despertador. Estiro las piernas sobre la mesita ratona. Vuelvo a los 13 años, tengo el flequillo de moda y entusiasmo por marcar mis abdominales. No existen las preocupaciones. Son las 5 de la mañana y el cielo empieza a aclarar. Entra por la ventana de la pieza ese olorcito a pan recién horneado y a noche de verano. Falta casi un mes para empezar el colegio. Vuelvo a los 32. Vivo sola. Disfruto de pasar tiempo conmigo. Trabajo. Terminé el colegio hace quince años. Quince años. Me siento grande. Estoy grande. Soy monotributista. Soy esa palabra que desconocía a los 13. Me interrumpe la luz del celular que titila avisando que queda 1% de batería. Mi cuerpo se sincroniza con el celular y un ojo se me cierra mientras que el otro hace fuerza para terminar la película. Titila una vez más. Se me baja la mirada y queda a la altura de la mesita. Veo una copa vacía, un encendedor y cenizas frías. Ya es una batalla perdida. Se apagó.
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caballitense · 4 years ago
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Es otoño y es París
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Miro esta foto y siento el crujido de las hojas en los pies. Mis dedos están fríos, helados. Corre esa brisa de un otoño húmedo. Un otoño de piso amarillo y cielo gris. En mi cabeza suena Yann Tiersen y bailo al ritmo de la orquesta. Me siento en una película. Me siento Amelie. Estoy en Francia. El aire ahora es parisino. Me imagino a gente con boina y baguette. El paisaje tiene una paleta de colores cálidos. Un artista dibuja la Torre Eiffel en un cuaderno. A un lado, un hombre se enrosca la bufanda que el viento le desacomodó. Y, al otro, una mujer busca desesperada sus cigarrillos con la boquilla entre los labios. Yo observo a trescientos sesenta grados. Camino lento. A mis espaldas, unos adolescentes cuelgan un candado en el Puente de las Artes jurándose amor eterno. Mientras tanto, otra pareja pelea entre gritos y llantos. Ella se da la vuelta y corre dejando caer un libro de tapa dura y hojas amarillentas. Pero corre y ya no va a volver. El artista ultima detalles de la Torre en su dibujo, aleja la vista de la hoja y, convencido, firma al pie derecho con un garabato. El hombre de la bufanda lo mira con admiración, mientras que la mujer de los cigarrillos llena sus pulmones de humo y mira al cielo sintiendo alivio. En el puente, los adolescentes enamorados se abrazan con los ojos cerrados. La mujer que corría sigue corriendo, se aleja cada vez más y se pierde entre el tumulto. El hombre, llorando, agarra el libro de tapa dura y lo guarda bajo su abrigo. Yo sigo a paso lento y bailando, es otoño y es París.
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caballitense · 4 years ago
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Cerca del cielo
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Hoy me acordé del Norte. Del Noroeste argentino. Miré las fotos de aquel viaje. Me transporté a los colores tierra. El sikus y el charango en cada esquina. El tamal y la chicha. La simpleza. Lo inmenso. Todo está ahí. Viajar al Norte es sumergirte en tradiciones. Viajar al Norte es querer quedarte ahí porque siempre es poco el tiempo. El Norte es montaña, es tierra y es sol. Es altura. Es estar lejos del mar pero cerca del cielo. Es atravesar nubes en rutas sinuosas. Es mascar coca para seguir. Hoy, desde Buenos Aires me siento lejos. Pongo la playlist de música andina instrumental y viajo un rato con la mente. Hago fuerza. Llego a la sensación de calidez. Llego a los paisajes. Al ritmo lento. A la voz bajita. Recorro Tafí y me invade el verde. Siento el aire casi helado de la mañana. Escucho a las vacas y caballos. Las cabritas revolotean. Me voy a Salta. Todo es música, locro y tinto. Salta es estar en una peña todo el día. Bailo. Ahora estoy en Jujuy. Es carnaval y todos llevan las caras pintadas. Las llamas caminan por la calle. Cada vez se vuelve más hermoso. Cada vez más colores. Telares, cactus y adobe. Respiro. Abro los ojos. Volví a Buenos Aires.
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caballitense · 4 years ago
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Domingo
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Miro la fecha y me doy cuenta de que es 21 de febrero. Pasaron dos meses del solsticio de verano. Eso me alegra. El verano se hace largo en la ciudad. El cemento se evapora y la humedad se adueña del aire. Ya casi son los últimos días de treinta y pico de grados. Ya casi veo el otoño, mi estación preferida. Los árboles mutan del verde al amarillo y después al marrón. Las hojas caen. Crujen las veredas en cada paso. Me animo a las primeras bufandas y ya no es tan grave el barbijo. Pienso en mi último otoño en Villa la Angostura. Miro las fotos. El paisaje de todos los colores y el aire fresco. Qué ganas de estar ahí de nuevo. Pero no. Estoy en Buenos Aires. Trato de amigarme con la ciudad. Cada año trato. Pero no. Hoy escribo desde el sillón. Es un día silencioso. Escucho el ventilador girar y el tecleo de mis dedos sobre la computadora. Escribo. Borro. Escribo y borro. Reflejo de mi estado de ánimo. Pero escribo. Sigo. Me distraigo cada 30 segundos. Miro a mi alrededor. Observo como observan los bebés. En silencio y sin entender nada. O entendiendo todo. Las plantas están quietas. Crecen pero no veo cómo. La mesita acumula ceniza de sahumerios. Pienso en todo lo que tengo que hacer. Pero hoy ganó el sillón. Es domingo.
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caballitense · 4 years ago
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Hormigón
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Por fin es sábado. Mi plan: dormir hasta el mediodía. A las 9 el reloj biológico me sacó de la cama. Es noviembre, hace calor pero la mañana sigue con esos airecitos frescos. Me hago el mate, agarro mi libro y salgo al balcón. Observo la inmensidad de la ciudad desde el piso 13. Los ruidos de bocinas y la locura colectiva son casi imperceptibles todavía. Los vecinos del 14 tienen una mañana complicada y pelean a los gritos. Trato de abstraerme y sigo con la vista en el centenar de edificios. Todos altos, todos con medianeras venidas a menos. El horizonte es edificios y más edificios. No terminan nunca. Siento que es China. Somos chinos. Esto no me gusta y lo sé. Preferiría tener vistas a la montaña. No, mejor a un lago con montaña. Ver esa quietud y ese vértigo de montaña me da cosquillas en la panza. Pero estoy en China, no en la montaña. Y la odio, pero no me aburre nunca. Millones de personas concentradas en unas pocas manzanas. Una historia diferente cada 30 metros cuadrados. Plantas creciendo en el hormigón. Sábanas colgadas en terrazas y pajaritos posados en los cables de luz. ¿Por qué los pájaros eligen la ciudad? Ellos tienen la libertad de estar en la montaña pero se quedan entre los edificios y el caos. Cantan. Eso me hace sentir algo de naturaleza entre tanto cemento. Veo como de a poco el sol se va acercando al balcón. Por favor todavía no. Me gusta estar del lado de la sombra, fresca, y mirar el frente iluminado. El mate hoy me salió especialmente bien. Necesito seguir disfrutando esta mañana. No soy de escribir mucho, más me gusta pensar que escribir. Pero hoy algo me impulsa a hacerlo y lo hago. En el cielo se ven unas nubes densas que de a poco se van viniendo encima. Excelente. Me encantan los días nublados cuando tengo que estudiar. Quiero frenar el reloj en las 10:30. No quiero que termine. No quiero estudiar. No quiero el sol arriba mío. Vuelvo al libro que me sumerge en historias de viajes. Ya casi se va terminando el termo. Son las 12.
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