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SE REFORZARÁ LA BASE NAVAL DE HAWÁI

Nauen, 11 – Los veedores de las maniobras navales realizadas por la escuadra norteamericana en las islas Hawái han llegado a la conclusión que las defensas del archipiélago son insuficientes. El canal de Pearl Harbour necesita más profundidad y las bases de aviación pequeñas para las necesidades de defensa.
Butler, presidente de la Comisión Naval de la Cámara de Representantes, ha anunciado que en la próxima sesión del Congreso se pedirán los créditos necesarios para hacer del archipiélago una base fuerte remediando todas las deficiencias que han podido apreciarse ahora – El Debate (Madrid, España), martes 12 de mayo de 1925 página 1, segunda columna
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UNA PROCLAMA DE HINDENBURG AL EJÉRCITO

Berlín, 13 – Elpresidente del Reichstag ha dirigido al Ejército y a la Marina una proclama en la que declara que, desde su retiro en Hannover, siguió su evolución.
Dijo: “Una y otro han precedido sin vacilaciones al pueblo alemán en el único camino posible para su resurgimiento: el de la disciplina y la fidelidad. La idea del deber y del sacrificio se mantiene firme en vosotros desde vuestros orígenes; vuestro corazón pertenece al presente y al porvenir” – La Libertad (Madrid, España), jueves 14 de mayo de 1925, página 1, segunda columna
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La Libertad (Madrid, España), jueves 14 de mayo de 1925, página 2, 1 columna
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SE REFORZARÁ LA BASE NAVAL DE HAWAI

Nauen, 11 – Los veedores de las maniobras navales realizadas por la escuadra norteamericana en las islas Hawái han llegado a la conclusión que las defensas del archipiélago son insuficientes. El canal de Pearl Harbour necesita más profundidad y las bases de aviación pequeñas para las necesidades de defensa.
Butler, presidente de la Comisión Naval de la Cámara de Representantes, ha anunciado que en la próxima sesión del Congreso se pedirán los créditos necesarios para hacer del archipiélago una base fuerte remediando todas las deficiencias que han podido apreciarse ahora – El Debate (Madrid, España), martes 12 de mayo de 1925 página 1, segunda columna
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EL RESURGIMIENTO ÁRABE
No sólo como curiosidad episódica, llamada a ser desplazada por otro acontecimiento más reciente, o en su calidad de lucha califal, interesa el duelo entablado entre las dos propensiones que en Arabia se enfrentan, acaudilladas, respectivamente por Hussein, en decadencia, y por Ibn Saud, en horas de perceptible ascensión. El epilogo de esa pugna afecta de un modo directo e inmediato a la paz oriental y a la estabilidad del imperio inglés, y de manera indirecta a España, por su contacto con Marruecos. Esa triple repercusión, que esperamos ha de destacarse en el curso de este trabajo, bien merece ser enfrentada atentamente, tanto más cuanto que el acontecimiento árabe apenas si mereció tal cual fácil glosa escrita para salir del paso, a base de cualquier cita enciclopédica. Inglaterra había encontrado en Arabia una compensación a las decepciones cosechadas en Asia Menor, debidas a la política anti – otomana de Lloyd George. A partir de 1915, los acontecimientos se precipitan en aquella parte del mundo, tanto que en 1919 asistimos a la creación de un reino árabe, protectorado disimulado de Inglaterra, ya que para nadie constituye un secreto que el rey Hussein, a pesar de su temperamento despótico, es un dictador al dictado de Downing Street. Su carrera fue vertiginosa; su asentimiento sirvió, no tan solo para vencer a los turcos en la guerra europea, sino para poner en manos de Inglaterra una potencia religiosa y política, que implicaba una avanzada en el camino a la India, minada por el nacionalismo. Pero ese desenlace, ¿podía satisfacer a los líderes del nacionalismo árabe? Basta leer algunas páginas escritas años atrás por el verdadero delineador del arabismo, Negib Azury, en su obra “Le Reveil de la nation árabe”, para percatarse de lo contrario. Habla este expositor de una nación árabe, cuyos límites estaban determinados por el Tigris y el Éufrates, de un lado, y el Mediterráneo y el Mar de Omán, de otro. Habla de construir un reino liberal, en contraste con la Turquía decadente y sojuzgadora del mundo árabe en plena fermentación renacentista.
Hussein, demasiado bienquisto en Londres para no resultar sospechoso a los ojos de los nacionalistas, es el tipo específico del tirano, que, no satisfecho con el asentamiento de su dominación política, se proclama califa.
Quien haya estudiado con esmero el renacer el arabismo, habrá notado de que modo el impulso nacionalista está determinado por el claro deseo de depuración moral y política. El puritanismo que tan acusadamente había de pesar sobre el devenir de la Arabia. Arabia no obedecía a una autoridad política; los beduinos nómadas vivían bajó la autoridad de patriarcas llamados sheiks; las tribus de los oasis prestaban acatamiento a una familia prestigiosa. Así, el interior de Arabia, y de modo especial el difícilmente accesible desierto del Néyed, permanecía de hecho al margen de la autoridad política de Turquía. En ese medio ascético va a acudir el reformador Abd – al – Wabab, el cual se apoya en Mohamed, jefe de la poderosa tribu de Saud. Así nace el embrión del Estado árabe del porvenir. El renacimiento árabe se ligaba de ese modo al wahabismo, corriente purificadora.
Políticamente dominado el wahabismo por Mehmet Alí, se prolonga como influencia religiosa, extendiéndose al norte de la India, de Persia, de África. Perduró a través de mutaciones políticas de la Arabia, como único aglutinante de que el pueblo disperso; pero sus enseñanzas se adentraron de modo tal en el espíritu de los árabes, que éstos consideraron el Néyed como tierra de promisión.
El puritanismo que caracteriza al wahabismo habla de proyectar su influencia el día en que el Islam, apartado el factor religioso, iniciase su reconstrucción política. La hora sonó con la ascensión de Mustafa Kemal al poder y con la acentuación de la política radical y laica llevada a cabo por los líderes de Angora. Ese instante propicio fue aprovechado por Hussein para proclamarse sucesor de aquel a quien los nacionalistas turcos habían expulsado de Constantinopla.
Hussein encontró frente a sí a un hombre poderoso: Ibn Saud, el cual logró realizar lo que parecía punto menos que imposible; a saber, disciplinar a los beduinos, hasta entonces insumisos, y crear un ejército coherente, que no tardó en dar buena cuenta de las huestes de Hussein, el cual pierde Tai, un centro militar de importancia incalculable, que abre a las tropas wahabistas victoriosas, acaudillas por Ibn Saud, el camino a La Meca. El hasta entonces conocido por sultán del Néyed, es actualmente el árbitro de los destinos de Arabia; La Meca se le ofrece como una promesa; las tribus y poblaciones del Hedjaz, que habían votado una moción pidiendo la disolución del gobierno del Rey Hussein, miran a Saud con visible simpatía. Este, que hasta el presente ha dado muestras de clara sagacidad política, evitará, tal vez, una entrada violenta en La Meca, hasta que se decida en definitiva la suerte de esta ciudad. El pensador árabe citado, Negib Azoury, en su mencionada obra, propone que el vialato del Hedjaz, con el territorio de Medina, formase un estado independiente, cuyo soberano sería al propio tiempo el califa. En 1904, Al Kawakibi, famoso pensador de Alepo, defendía igualmente la formación de un estado califal, a imitación de los Estados pontificios disueltos por Víctor Manuel al coronar la unidad italiana. Seguramente que la paz en aquella parte del mundo ganaría no poco operando un desdoblamiento y separando la autoridad política de la religiosa, aun cuando la influencia del factor religioso en Arabia es tan grande, que, un soberano legitimo de la Arabia reconstituida, difícilmente se resignará a perder esta poderosa arma.
En cualquier caso, después del nacionalismo árabe, factura inglesa, presenciaremos el nacimiento de un arabismo sin intromisiones occidentales. La posibilidad de este renacimiento tiene que inquietar a Francia por sus posesiones argelinas, y no hay para qué decir hasta que punto resultaría difícil para España sustraerse a la influencia panarabista en el caso de que ésta prendiese en las colonias francesas. La Historia ha evidenciado hasta la saciedad que esos movimientos no son dominados por los ejércitos más disciplinados ni por los efectivos militares más acabados. Un mundo viejo y olvidado renace. ¡Quién sabe si los que soñaron con ser dominadores son sobrepasados por los que, en posesión de una clara consciencia nacional, aspiran a vivir su propia vida! – La Libertad (Madrid, España), domingo 10 de mayo de 1925, página 2, de la primera a la segunda columna
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POSTALES FRANCESAS DE LOS AÑOS VEINTE
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HINDENBURG, REICHSPRÄSIDENT
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LA DICTADURA FASCISTA

LA DICTADURA FASCISTA
Han hablado las gentes del Aventino y han dicho claramente su palabra sobre el concepto que les merece el pasado fascista y de su porvenir. Mussolini ha consentido que la palabra de la oposición pueda ser difundida. Ha querido guardar ese respeto a la libertad de pensamiento y de imprenta. Pero la propia oposición estampa en su manifiesto un concepto lapidarlo: «Ha coincidido con las revelaciones la privación de libertad a la Prensa».
Del anterior sambenito nadie librará al «duce» por mucho que sea su habilidad. Cuando empezaron las revelaciones, con aportación de documentos para que no pudiera atribuirse a fantasías algo que descansa en realidades, ha sido la Prensa amordazada y perseguida. El gasto de Mussolini, cayendo en brazos de los intransigentes de su partido podrá reputarse de mera convalecencia política. Después de las aseveraciones de Rossi, los relatos sobre la forma de perpetrarse las violencias fascistas, del descubrimiento de los más pequeños detalles de la organización de sus alcances, las oposiciones pueden estampar aquel comentario, que constituye no sólo una insinuación, sino toda una acusación concreta. El «duce» ha dejado pasar – dicen sus partidarios – porque la desprecia. Nosotros nos limitamos a registrar los hechos porque son de importancia para emitir un juicio cuando haya desaparecido el estado pasional de hoy.
Si es que desaparece – debemos añadir. Porque la actitud da la oposición acusa propósito de batallar para conseguir al restablecimiento de la normalidad en Italia. A no ser así, su documento sería de un platonismo reñido con la inquietud de aquel pueblo, sencillo y exquisito, Y nos parece que sí Mussolini no hace política platónica, tampoco los prohombres se han situado enfrente suyo estarán dispuestos a que se gobierne con los métodos recientemente resucitados.
Pero como en torno de la actuación fascista se han creado muchísimos intereses y esas milicias organizadas no es fácil que se resignen a perder sus ventajas para dejar expedito el camino al adversario que grita y gesticula, hay que sospechar que no tardara en producirse el choque, y que en un terreno de violencia se resuelva dónde está la razón, que en casos como éste quiere decir dónde está la fuerza.
Los diarios de la oposición han publicado integro el manifiesto dirigido al país y que fue aprobado por la asamblea en pleno de los partidos minoritarios. En este documento se exponen los cargos que hace tiempo le hacen contra el Gobierno fascista y se hace constar la imposibilidad de todo acuerdo. Dice:
“Hemos llegado a la fase extrema del conflicto entre la dominación fascista y el país. El pretexto alegado por el Gobierno para justificar la política de fuerza y de represión, es una falsedad, ya que ninguna conspiración se tramaba contra el país ni fue cometido ningún atentado contra las leyes del país”.
“La oposición llamada del Aventino es sencillamente la unión de los diferentes partidos organizados para la defensa de sus derechos civiles y de las leyes fundamentales holladas por el Gobierno.
“La prensa de oposición lucha a la luz del día, formulando sus acusaciones a base de documentos auténticos.
“Es inútil que el Gobierno se empeñe en desorientar al país. Inútiles sus esfuerzos para escapar al veredicto de la opinión pública oponiéndose a la marcha de los que luchan por la verdad y la justicia.
“El Gobierno ha querido interrumpir las revelaciones anunciadas suprimiendo la libertad de prensa.
“Sí el jefe de Gobierno fuese un simple ciudadano de un país libre, debería salir en defensa de la libertad, en lugar de atrincherarse en una posición privilegiada contra la justicia.
Las nuevas elecciones no pueden solucionar la crisis, porque constituyen una nueva falsificación de la voluntad del país” – El Día (Palma de Mallorca, España), martes 13 de enero de 1925, página 1, de la tercera a la cuarta columna
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HINDENBURG, CANDIDATO


LA PRESIDENCIA DEL REICH
HINDENBURG, CANDIDATO
“Tengo el pálpito de que el viejo mariscal prusiano saldrá triunfante en la próxima elección presidencial, derrotando a Marx y abriendo a la política europea un periodo de dificultades, de angustias y de zozobras innumerables”. Así nos hablaba, hace pocos días, un gran amigo nuestro, galeno él, periodista renombrado, que tiene ganado muy merecidos prestigiosos como africanista y que estudia con verdadero amor los sucesos de la vida internacional. Nuestro fraternal camarada, tan bueno y generoso como vehemente y apasionado, es psicológicamente de una extremada complejidad. Espíritu abierto a todas las ideas, de cultura poco corriente y hombre de una generosa emoción liberal, siente la preocupación de los “alabos”, teme a los “gafes”, se inquieta ante “el mal de ojo” y por encima de todo se fía de los “pálpitos”. Sus corazonadas, cuanto más rápidas y fulminantes brotan de su espíritu, más seguridades traen de convertirse en una realidad inmediata.
Porque el tema merece los honores del estudio y porque el “pálpito” de nuestro de cordial amigo lo comparten muchos españoles, entre los cuales no estamos nosotros, vamos a dedicar una hora de reflexión, hablando en alta voz, a este gran tema de la política europea, atrayente entre los más atrayentes.
Y conste que no lanzamos una profecía, ni siquiera insinuamos un augurio; razonamos una opinión, que podrá ser totalmente rectificada el día 26 de este mes por el cuerpo electoral alemán, pronunciando su soberana sentencia en la designación del presidente del Reich; pero que hoy se puede sostener sin grandes temores de incurrir en un desacierto.
¿Triunfará Hindenburg? Muchos afirman que sí; nosotros nos pronunciamos por la negativa. ¿En qué basamos este criterio adverso a la victoria del mariscal que hizo popular su nombre en los primeros días de la gran guerra, al triunfar en los lagos masurianos sobre los ejércitos rusos, que en torrente devastador inundaban las tierras de Prusia oriental? En sucinta exposición irán nuestros argumentos después de que hayamos dicho algo que a Hindenburg se refiere.
Sabemos muy bien que el viejo mariscal es una de las figuras de mayor prestigio popular en Alemania. La fuerza de atracción del nombre de Hindenburg es patente, porque es de los generales que, después de la catástrofe del militarismo prusiano, sacó incólume su autoridad y su nombradía. Además, desde que se pactó el armisticio se mantuvo a distancia de toda actividad política y cuidó mucho de consagrar sus actividades y sus fervores al culto del Ejército y de la patria. Siendo, por su historia, por sus hábitos, por su temperamento, un hombre representativo de las derechas prusianas, nadie pudo sorprenderle en el más liviano acto de infidencia o de hostilidad a los nuevos poderes constituidos después de haber jurado la Constitución de Weimar. Con todo, su adhesión personal al káiser, al kronprinz y al Imperio son ostensibles.
Más aún; este popularísimo Hindenburg, que dista mucho de ser por su genio bélico ningún émulo de Alejandro, de César o de Napoleón; cuya cultura técnica y cuyas dotes profesionales están en un manifiesto grado de inferioridad respecto a lo que posee militarmente Ludendorff, continúa rodeado de una aureola de triunfador y de gran táctico, que nadie se cuido de analizar. Cuando la resonancia de sus buenos éxitos le sacó de la sombra de la vulgaridad en que vivía, los aplausos le fueron prodigados sin regateos. En los días de adversidad, cuando el mariscal generalísimo del Ejército alemán, se desmoronaron los pedestales que se habían levantado para elevar a Ludendorff y Mackensen, cayeron por los suelos estos prestigios e incólume se mantuvo el de Hindenburg.
Además, y acaso por esto el viejo mariscal lo logró, al aceptar la candidatura que le ofrecieron los nacionalistas se le suman todas las fuerzas dispersas y disgregadas de las derechas que no consiguió unir ni soldar el nombre de Jarres. Hoy, Hindenburg es el candidato único de las tendencias contrarias a la Repúblicas y a la política de paz y de resignación. Hindenburg, que es todo menos Maquiavelo, al aceptar la candidatura para jefe de la República previamente solicita la venia del desterrado de Doorn y de su hijo, el kronprinz, y luego declara en la campaña no hay por qué hablar en republicano ni en monárquico, sino en alemán y en patriota. Esta conducta, desconcertante y equívoca, la consideran los elementos liberales de Alemania tan peligrosa que se apresuraron a exigir pública solemnes declaraciones concretas, concretas definiciones de sus propósitos al mariscal sin que Hindenburg se sienta aludido.
Si todo esto se une que Hindenburg simboliza el militarismo prusiano, constructor de la grandeza del Imperio alemán; que es el símbolo de la fuerza en que confían los revanchistas; que es un adepto fervoroso del emperador y, por añadidura, una encarnación del protestante intransigente y rígido, se comprenderá el poder sugestivo de su nombre en la candidatura para el cargo presidencial.
Pero es el caso que el escrutinio del 29 de marzo arrojó el siguiente resultado: votos emitidos en favor de los candidatos de la derecha, 12’715,000; votos que sumaron los que figuran en las candidaturas de izquierda, 14’230,000. Si las fuerzas de las dos tendencias se mantuviesen sin fluctuaciones, y votaran cada una su respectivo candidato, el triunfo de Marx sobre Hindenburg estaría asegurado por una mayoría de más de 1’500,000 sufragios. Pero estas cifras inducirían a error si fuesen aceptadas como inconmovibles para concretar y delimitar el poder de una y otra tendencia.
Las derechas, porque creían en un posible triunfo en la primera vuelta electoral, no omitieron los medios, esfuerzos ni sacrificios de ningún género para asegurar la victoria de Jarres. Los nacionalistas, los grandes industriales y los protestantes extremaron los trabajos de propaganda y agotaron los recursos que disponían para atraerse prosélitos. Su decepción fue tan honda que al amparo de ella, sabiendo que si no luchaban todas sus huestes unidas no podrían intentar siquiera batallar el día 26 de abril, realizaron el milagro de llegar a la candidatura única, convenciendo incluso al inconvencible Ludendorff y al tenaz Jarres para que dejasen solo el campo a Hindenburg.
Por el contrario, las izquierdas, profundamente divididas, ni un solo instante creyeron en que ningún candidato arribase al primer intento a sumar suficiente número de votos. La propaganda de los socialistas, como la de los católicos y gentes del centro, apoyando, respectivamente a Braun y a Marx, fue una acción apagada, tenue, sin entusiasmos ni esperanzas. Lo sabían los electores, y muchos de ellos, para no imponerse una molestia innecesaria, no salieron de sus casas. Así y todo, la fuerza y el poder de los republicanos acusó un poder sensible.
Los comunistas, que en ningún caso llegarían a transigir con los republicanos, ante el posible triunfo de Hindenburg, que, en la presidencia, se llamaría Ludendorff en la cancillería; ante el terrible e inminente riesgo que para ellos representan estos nombres, aunque oficialmente le declaren en gran mayoría irán a votar a Marx.
La anterior lucha se desenvolvía – ahí está la propaganda de los candidatos – en torno de los problemas de la política interior: reconstitución financiera, revalorización de las deudas, monarquismo y republicanismo. La que se librara el 26 tiene otra bandera: la acción exterior. Lo que significa Hindenburg revela el hecho de suscitar una alarma grande, que en Norteamérica ha tenido manifestaciones acusadas como las advertencias y los requerimientos de los “deustcher – amerikaners” dirigidas a Hindenburg. En los Estados Unidos hay una colonia alemana numerosísima, poderosísima, que tan pronto advirtió el efecto en que la opinión pública y en los medios oficiales produjo la noticia de la designación, como candidatura única de las derechas, del viejo mariscal, telegrafió al viejo caudillo pidiéndole “en nombre de los supremos intereses de Alemania retirase su nombre y no autorizase la lucha”.
De otro lado, la más fuerte ayuda que asistió a Jarres, ex -alcalde de Friburgo, que hizo notable su nombre y figura durante la ocupación, fue la que prestaron los industriales de Renania. Ven éstos, escuchando la voz atormentada de sus intereses amenazados, que la candidatura de Hindenburg triunfante pudiera ser el anuncio de una nueva ocupación de las tierras del Ruhr por las tropas francesas, y ante ello olvidan su entusiasmo nacionalista y comienzan a pensar que en la deserción de sus primitivos puestos está la seguridad de sus industrias, de sus capitales y de su tranquilidad. En la prensa ya se advierte la aparición de reproches en ese sentido.
Existe, además, una disgregación, no por silenciada menos manifiesta, entre los elementos populistas bávaros, fuerza computable que ven en Hindenburg no al mariscal popular, sino al hombre de creencias religiosas luteranas, notoriamente hostiles a los católicos. En Baviera, es cosa sabida, la mayoría es católica y de tendencias monárquicas. En cambio, Hindenburg, si en el orden de los principios confesionales es protestante, aunque monárquico, partidario de los Hohenzollern y una de las razones que en Alemania dificultaron todos los intentos de restauración monárquica es que en Múnich se siente una hostilidad invencible hacia Guillermo y los suyos; si quieren restauración monárquica en el Reich, pero con Ruprecht.
De cuanto hemos escrito se puede deducir que Hindenburg el día 26 de abril no reunirá todos los sufragios de las derechas; que muchos de los votos que obtuvo Jarres en la pasada lucha ahora irán al lado de Marx; que las izquierdas, marchando unidas, verán aumentada el número de sus partidarios; que Hindenburg no debe triunfar. A menos que los “pálpitos” de mi estimado compañero y cordial amigo sean algo así como una intuición adivinadora, una verdadera profecía que esté por encima de todos estos razonamientos – Augusto BARCIA – La Libertad (Madrid, España), jueves 23 de abril de 1925, página 1, quinta columna, página 2, primera columna
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EL PROBLEMA DE LA VALORIZACIÓN

CARTAS DE ALEMANIA
EL PROBLEMA DE LA VALORIZACIÓN
¿En qué consiste exactamente el problema de la «valorización», cuestión candente en todos los países, cuya moneda se ha depreciado en mayor o menor escala a causa de la guerra y de sus consecuencias y repercusiones? Tratamos de condensar su exposición en términos tan claros, breves y sencillos como sea posible. La depreciación de la moneda de un país provoca automáticamente una reducción del valor de todas las deudas sin distinción ni excepción: hipotecas, empréstitos del Estado, obligaciones industriales, letras aceptadas, facturas sin pagar, etcétera. Cuando la depreciación de la moneda es parcial como en Francia, en Italia, en Bulgaria o en Rumania, los créditos se reducen y los deudores se encuentran relevados de sus compromisos en una proporción exactamente igual al tanto por ciento de la desvalorización sufrida por la divisa del país, Cuando la depreciación es total, absoluta, hasta llegar a cero (o a un nivel equivalente en la práctica) como en Alemania, Rusia, Polonia, Austria y Hungría, los créditos se volatilizan, los acreedores quedan en posesión de un derecho meramente ilusorio y los deudores se encuentran de hecho con todas las deudas pagadas. Todos los deudores, el Estado, los Municipios, las industrias con una deuda obligatoria, los propietarios de fincas hipotecadas y el simple ciudadano que llene cuentas pendientes con el sastre, el zapatero o el dentista.
La desvalorización monetaria es, por consiguiente, un proceso netamente favorable a los deudores y francamente ruinoso paro los acreedores. Ahora bien: ¿quiénes son los acreedores? Desde luego la inmensa mayoría de ellos no son ni usureros ni millonarios. Son más bien todo lo contrario: gentes modestas que confiaban generosamente al Estado, por un interés modestísimo la custodia de sus ahorros, de sus pequeñas fortunas fatigosamente acumuladas.
¿Qué hay que hacer con los acreedores? ¿Es justo, es equitativo, dejarlos para siempre en la miseria? ¿Conviene ello siquiera al interés del Estado, enfocado desde el ángulo más estrecho y materialista? En la actualidad el gobierno alemán gasta al año sumas considerables en socorrer a centenares de antiguos rentistas, tenedores de papeles del Estado o de cedulas hipotecarias, reducidos al pauperismo por la desvalorización del marco. ¿No es más justa y más beneficioso para la economía social reconocer en parte, cuando menos, sus antiguos créditos a esa legión de desposeídos, devolverles una fracción de lo que fue suyo, de lo que tan difícilmente ganaron y tan fácilmente perdieron?
El problema de la valorización es, pues, ante todo, un problema de justicia y de humanidad. Legalmente los desposeídos y empobrecidos por depreciación monetaria no tienen el más mínimo derecho de restitución o indemnización de ninguna especie. Pero en la práctica el gobierno de un país que, después de haber pasado por una crisis de Inflación, vuelve a encontrarse con una moneda estable, una hacienda saneada y un presupuesto en equilibrio, se encuentre colocado ante el deber moral, ineludible, de regularizar la situación de aquellos ciudadanos que, precisamente por su ruina, crearon las bases de la nueva normalidad financiera. En la historia, por cierto, copiosa, de las catástrofes del crédito público, las tentativas de «valorización» son frecuentes. Bastará recordar, por vía de ejemplo, el caso más famoso. Durante la revolución francesa, al ser de nuevo Introducidos como medios de pago los cereales y las especies metálicas, después del derrumbamiento definitivo de los asignados y «mandatos territoriales», los tribunales reconocieron a los acreedores el derecho a la «valorización integra» de sus créditos, llegando al extremo de anular las ventas de aquellas fincas por las cuales se hubiese pagado, al amparo de la desvalorización monetaria, un precio inferior al valor real. No tardó en verse, claro está, que este punto, de vista era prácticamente insostenible. Ninguna sentencia de tribunal basta para anular, en su totalidad, los efectos de un proceso económico. La valorización íntegra resultó impracticable y fue pronto substituida por una política negativa de toda valorización. Pero no por ello cesó la agitación de los desposeídos, antes, al contrario, se prolongó durante toda la época del consulado y del imperio y el problema no quedó definitivamente resuelto hasta después de la caída de Napoleón por medio de la conversión y consolidación de la Deuda Pública sobre la base de una tercera parte del valor de la misma.
En Alemania se encuentra, naturalmente, planteado, con toda agudeza, desde hace año y medio, el problema de la valorización. Existe incluso un «partido de la valorización» que toma parte en las elecciones y estuvo a punto de presentar un candidato propio – el juez señor Loebel – a la Presidencia de la República, el cual, claro está, no hubiera tenido ni la más remota probabilidad de éxito. Pero aun cuando la importancia política del «partido de la valorización» sea poca, la importancia político-económica del problema es mucha y reconociéndolo así el gobierno Luther-Stresemann acaba de presentar al Reichstag un proyecto de ley destinado a resolver definitivamente la cuestión, arrancándola a la incertidumbre de las decisiones judiciales y eliminando a la vez de la vida pública un motivo candente de agitación político-partidista.
Las características esenciales del proyecto de ley de valorización alemán son las siguientes. La valorización queda limitada a los créditos hipotecarlos y a los fondos públicos (empréstitos del Estado, de las Provincias y de los Municipios). El tipo de la valorización es de 25 por ciento del valor oro original para las hipotecas (con interés inmediato del 2 por ciento e interés del 5 por ciento a partir de 1928) y del 5 por ciento para los fondos públicos. La valorización de estos últimos se efectúa mediante la creación de una nueva «Deuda de Rescate de los Empréstitos de Alemania» cuyos títulos no devengarán interés ni serán amortizables mientras la deuda de reparaciones no esté definitivamente satisfecha.
El proyecto prevé tan solo una excepción a favor de los tenedores que demuestren estar en posesión ininterrumpida de sus títulos desde una lecha anterior a 1920 (entre estos tenedores figuran la mayoría de los pequeños rentistas arruinados). Los títulos de la «Deuda de Rescate» que reciben estos tenedores devengarán un interés del 5 por ciento y serán amortizables por sorteo anual, combinado con un sistema de lotería que en el caso más afortunado puedo poner a un número de tenedores en posesión de la cuarta parte de sus bienes de anteguerra.
Para el servicio de esta deuda el proyecto del gobierno presupone una cantidad de 140 millones de marcos oro anuales, con la reserva, sin embargo, de que el pago de intereses y el sorteo de amortización tan solo podrán tener efecto una vez íntegramente atendido el servicio de la deuda de reparaciones. Finalmente, el proyecto de valorización no establece diferencias de ningún género entre alemanes y extranjeros – Eugenio XAMMAR – El Día (Palma de Mallorca, España), domingo 26 de abril de 1925, página 1, de la primera a la tercera columna
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UNA JORNADA EN ESSEN

UNA CARTA DE ALEMANIA
UNA JORNADA EN ESSEN
De Colonia a Duisbuigo la línea férrea sigue el curso del Rin y discurre entre un paisaje alternado de fábricas y praderas. Pero al llegar a Duisburgo, en la confluencia del Ruhr y el Rin, y torcer a derecha para entrar en la cuenca del Ruhr en dirección a Mühlheim, a Essen, a Bochum, a Dortmund, el espectáculo cambia radicalmente. Entramos en una región extraordinaria, donde los campos y el silencio han sido sin piedad aniquilados – totalmente aniquilados – por la industria y el rumor de las máquinas. El tren avanza y, a ambos lados de la ruta, las chimeneas, las grúas gigantescas, las torres y ascensores, las más diversas y deformes construcciones, forman una alameda fantástica. Se ofrece los ojos de los viajeros toda la gama de grises, grandes manchas negras y, a veces, entre dos nubes de humo, un desgarrón de azul. Pero el verde ha desaparecido de este rincón de mundo, de esta faja de carbón y hierro que desde Duisburgo, en el Rin, se extiende hasta las orillas del Lippe, más allá de Dortmund.
La crónica política de los últimos años se ha encargado de popularizar en todo el mundo el nombre de la cuenca del Ruhr. Corazón del organismo industrial de Alemania, se ha dicho del territorio ocupado desde hace más de dos años por las tropas francesas. Imagen justísima.
Toda la cuenca del Ruhr es, en realidad, una inmensa ciudad industrial perfectamente unificada por una densísima red de comunicaciones. Subsisten los nombres de las antiguas ciudades y poblaciones: Duisburgo, con 250,000 habitantes; Oberhausen, con 90,000; Mulheim, con más de 150,000; Essen, con medio millón; Gelsenkirchen (el caso de desenvolvimiento urbano más rápido de Europa; hace cincuenta años, era una aldea de 200 habitantes) con casi 200.000; Bochum, con 150.000; Dortmund, con más de 300 mil. Todas esas grandes ciudades y una docena de menor importancia, con una población que oscila entre 20.000 y 80.000 almas, se encuentran enclavados dentro de un radio de 40 kilómetros en turno a Essen. La cuenca del Ruhr une una población igual a la de Londres en un radio tan sólo superior de 12 kilómetros al de la capital de Inglaterra.
El núcleo central de esta masa ciudad de Essen, y la ciudad de con sus 500.000 habitantes, no es en el fondo otra cosa que los talleres de Krupp. Cuando hace más de un siglo – en 1811 – Federico Krupp estableció en su modesta casa el primer horno para la fundición de «acero inglés», la antigua abadía de Essen era poca cosa más que una aldea sin importancia. Pero al morir Alfredo Krupp – el segundo jefe de la dinastía – en 1877, sus fábricas, minas y talleres daban trabajo a más de 21,000 obreros y Essen se había convertido en una ciudad de 200,000 habitantes. La ciudad y la fábrica se han desenvuelto con el misino ritmo. Essen es Krupp; lo obreros, los empleados y los ingenieros y directores de Krupp con sus familias. Toda la vida de la ciudad gira en torno de los inmensos talleres. Las gentes viven de Krupp, directa o indirectamente. Cuando en Krupp se trabaja a pleno rendimiento hay prosperidad en Essen. Cuando, como ahora, la mitad de las naves y los cobertizos de Krupp están silenciosos y vacíos, la ciudad pasa por una dura crisis.
Essen y Krupp. Una ciudad y un hombre en todos los países y continentes. El momento culminante de esta celebridad fue durante la gran guerra, cuando Essen era arsenal máximo de la industria bélica alemana y en los talleres de Krupp llegaron a trabajar más de 90.000 obreros. De Krupp salieron un día silenciosa e inesperadamente los gigantescos cañones de gran alcance, con los cuales resultó posible el bombardeo de París a más, de 100 kilómetros de distancia. Y la impresión de aquel hecho insólito fue tal, que todavía hoy persiste en no pocas imaginaciones. En el nombre de Krupp hay algo como el eco de un cañonazo. Reciente está todavía el discurso de Herriot ante la Cámara francesa hablando de Krupp como de «una fortaleza de la industria de guerra» y afirmando que en los talleres de Essen subsistían todavía intactas las grandes piezas de maquinaria para la fabricación de cañones de grueso calibre.
¿Son estas acusaciones ciertas? La dirección de los talleres Krupp afirma, al contrario, que en Essen no se fabrican hoy armas, municiones, ni material de guerra alguno y añade que no serla tampoco posible fabricarlo puesto que la maquinaria apropiada a este fin ha sido totalmente destruida ante los propios ojos de los oficiales representantes de la Comisión de
Control militar interaliada. ¿Son estas afirmaciones exactas?
Una numerosa representación de los corresponsales de la Prensa extranjera en Berlín, entre la cual figuraban compañeros franceses, ingleses e italianos, ha tenido ocasión de pasar una jornada en Essen y de formar juicio por sí misma. Al regresar de la Feria de Colonia los periodistas extranjeros interrumpieron el viaje para dedicar unas cuantas horas a la visita – sería mejor, quizás, decir la inspección de los talleres de Krupp. Espectáculo inmenso, inolvidable. Es difícil imaginar un conjunto más grandioso e imponente de obras debidas al ingenio del hombre. Entre la inmensidad de las construcciones, el estrépito de las máquinas y el espectáculo multiforme de la fuerza manifestado por los más poderosos y complicados medios de la mecánica el espíritu del visitante se sobrecoge sin querer y como en una revelación se comprenden los temores que el sólo nombre de Krupp inspira.
La más estricta imparcialidad obliga a declarar, sin embargo, que estos temores no tienen hoy ni sombra siquiera de justificación. La prodigiosa transformación de los talleres Krupp es absoluta y completa. Con la misma energía y eficacia que antes fueron exclusivamente dedicadas a la guerra, las grandes fuerzas industriales concentradas en las fábricas de Essen sirven hoy la causa de la paz. En un vestíbulo inmenso se hallan expuestos al visitante—comprador o curioso—los productos de las industrias Krupp: locomotoras y vagones de ferrocarril, cubiertas de alpaca, vagonetas y cables para minas, aparatos para cinematografía, arados mecánicos y maquinaría agrícola de todas clases, automóviles, motores eléctricos, cajas registradoras, buques (en miniatura, desde luego; la Casa Krupp es propietaria de los astilleros “Germania”, en Kiel), máquinas de escribir, telares, turbinas, alfileres imperdibles, máquinas rotativas para la imprenta. Ni un cañón, ni un proyectil, ni una coraza. A Federico Alberto Krupp se le atribuye esta altiva paradoja: «mis proyectiles traspasan todas las corazas; mis corazas resisten a todos los proyectiles». Si viviera hoy tendría que buscar otro lema para unos talleres donde no se fabrican otras armas que cortaplumas y cuchillos para mesa.
Claro está que una transformación semejante de la producción implica una transformación correspondiente de la maquinaria. Los tornos necesarios para las piezas de 420 milímetros son excesivos para los ejes de automóvil y completamente superfluos para la fabricación de
máquinas de coser. Por otra parte, los delegados de la Comisión de Control militar interaliada no han tenido para Krupp, como es de suponer, especiales miramientos. Contra lo que el Presidente del Consejo francés supone, el número de piezas de maquinaria destruidas en los talleres de Krupp a requerimiento de la Comisión de Control militar interaliada durante los últimos cinco años es en extremo Importante; asciende exactamente a 9173 (el número total de piezas del parque de máquinas de Krupp al terminar la guerra era de 20.696) con un peso total de 46.000 toneladas. Son cifras oficiales, sabidas de la Comisión de Control militar, y que, por su misma importancia, pueden pasarse de comentarios.
La visita a los talleres Krupp puede recomendarse hoy a todos los pacifistas. Saldrán de ella entusiasmados. Pero forzosamente habrán de pensar con melancolía en otras muchas «fortalezas de la industria de guerra» que todavía subsisten. Estas fortalezas se llaman Skoda, se llaman Creuzot, se llaman Vickers. ¿Qué esperan estas «fortalezas» para imitar el ejemplo de Krupp? – Eugenio XAMMAR – El Día (Palma de Mallorca, España), sábado 11 de abril de 1925, página 1, de la primera a la quinta columna
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LEIPZIG, CIUDAD Y FERIA

CARTAS DE ALEMANIA
LEIPZIG, LA CIUDAD Y LA FERIA
No creemos – hay quienes que opinan lo contrario – que Leipzig figure entre las ciudades más bellas ciudades alemanas. Le son, a nuestro juicio, superiores Dresde por elegancia, Múnich por su valor de arte, Fráncfort por su simpatía hospitalaria y su vitalidad, Hamburgo... porque Hamburgo es una de las más hermosas ciudades del mundo. ¿La tradición cultural de Leipzig? Una de las más ilustres y densas de Europa, sin duda alguna. Y el presente no desmerece en mudo alguno del pasado. Grandiosa Universidad, museos riquísimos instalados con esplendidez y gusto, amplios y nobles edificios para instrucción y recreo del pueblo. En las artes gráficas y en la música Leipzig sigue ocupando hoy, todavía, una posición sin rival. Pero los encantos y riquezas de Leipzig tienen, como el carácter sajón de sus habitantes, algo de recóndito, que el extranjero sólo aprende a descubrir y gustar con el tiempo.
Así es en Leipzig, cincuenta semanas al año. Pero hay, cada año, una semana del mes de marzo y otra semana del mes de septiembre en que las puertas de la ciudad se abren de par en par y las gentes se echan a la calle materialmente con los brazos abiertos. Son las semanas de feria. La Feria de Leipzig es, como todo el mundo sabe, una institución secular, de origen medioeval y generación espontánea. Los comerciantes de Europa y de Asia dieron en escoger Leipzig como punto de cita, porque en las rutas de norte a sur y de oriente a occidente la ciudad ocupa una posición central privilegiada. La feria tuvo durante siglos una importancia esencial en él comercio de Europa. Era una necesidad. A ella acudían los mercaderes de todas las tierras y de todas las lenguas. En el centro de una Europa atómica, de comunicaciones lentas y difíciles, de pueblos que se ignoraban unos a otros, Leipzig era el oasis donde se encontraban las caravanas de mercaderes y el lugar de descanso preferido en los viajes y correrías de sabios y curiosos. Una Bolsa universal, no solo de productos, sino de ideas al mismo tiempo.
Natural e inevitable había de ser, por lo tanto, que la entrada en una nueva época caracterizada por descubrimientos que hadan las comunicaciones cada día más fáciles, causara a la Feria de Leipzig una pérdida si no de prestigio, de importancia efectiva. Y así ocurrió, durante todo
el siglo pasado. A medida que iban siendo más y más veloces los ferrocarriles, mayor el número de los viajeros, más próximos, de hecho, unos a otros los diversos países, la Feria de Leipzig iba quedando, por así decirlo, despegada de la realidad. Seguía celebrándose; nada se extingue tan lentamente como una tradición. Pero había perdido una gran parte de su sentido real, de su finalidad práctica. Muchos se preguntaban si las Ferias, como institución, no hablan perdido ya en Europa toda razón de ser. ¿No era todo el mundo una inmensa Feria abierta todo el año? Cuando la guerra sobrevino, la Feria de Leipzig estaba en franca decadencia.
Pero con la guerra se derrumbaron muchas ilusiones y no pocas realidades. La unidad cultural de la Humanidad ¿era una realidad o una ilusión? ¿O participaba a la vez de una y de otra? Era, seguramente, una ilusión que comenzaba a realizarse y que la guerra mató en un día, de un solo y rudo golpe. Los pueblos volvieron a ser no solamente enemigos, sino—y ello es mucho peor, ciertamente, desde un punto de vista moral—extraños. Entre unos y otros la civilización, valiéndose de sus medios más poderosos, supo elevar murallas infranqueables y la distancia entre Berlín y Londres, entre Viena y París fue mayor, infinitamente mayor de lo que habla sido en la Edad Media o en los tiempos antiguos, puesto que vivieron aisladas unas de otras. El comercio, el libre Intercambio de productos—y de ideas—entre los hombres de diversas razas y diversas lenguas, desapareció de la faz de la tierra.
Terminada la guerra, firmado el poco venturoso Tratado de Paz de Versalles, cuando en Alemania los problemas del presente eran tan angustiosos que nadie se atrevía apenas a apartar los ojos del Hoy y del Ahora, para pensar en el Mañana y el Después, la ciudad de Leipzig tuvo un momento genial de inspiración y atrevimiento: restablecer la Feria. Restablecer enseguida, sin dilaciones, sin detenerse siquiera un momento a reflexionar sobre si el mundo estaba ya maduro para una empresa que había de ser ante todo un acto de aproximación y cordialidad Internacional. ¿Temeridad, imprudencia? Al contrario: clara comprensión de la nueva realidad y exacta percepción de lo que el público internacional quería. Los pesimistas anticiparon un fracaso ruidoso. Pero la feria se celebró en marzo de 1920 y fue más que un éxito, un triunfo.
Era lógico que así sucediera. En seis años el mundo se había transformado. Si no todos, muchos de los obstáculos y barreras levantados entre los pueblos por la guerra permanecían en pie. Nadie, ante el espectáculo que Europa ofrecía entonces — ni ante el que ofrece ahora — podría atreverse a afirmar, como en 1914, que todo el mundo es una inmensa feria abierta todo el año. Y ya que, por desgracia no es así todavía, bueno es, por lo menos, que Leipzig ofrezca al mundo una feria de vez en cuando.
Que el mundo se lo agradece lo prueban los 100.000 visitantes llegados desde hace un par de días de toda Alemania y de todos los países de Europa y Ultramar, multitud curiosa, compleja, activa, un poco abigarrada, entre la cual no es raro descubrir, delatados por el tipo o el acento, o ambas cosas a la vez, numerosos españoles, tanto de España como de América.
Rio humano que en esta magnífica y primaveral mañana de domingo en que la Feria se inaugura, se aprieta y discurre, a pequeños pasos y a grandes gritos, por la Peterstrasse y el Brühl, invade el nuevo Palacio subterráneo de exposición construido en el centro de la ciudad, bajo las losas seculares del histórico «Markt» y se desborda hacia las afueras donde a la sombra del gigantesco monumento a la Batalla de las Naciones, se alzan los hangares, los vestíbulos, los cobertizos y Palacios, cada año más numerosos, de la Moderna Feria de Leipzig, una feria como no la soñaron siquiera los mercaderes que hace siglos celebraban en el «Markt» sus asambleas: la Feria de la Técnica, Maquinaría, arte y materiales de construcción, instrumentos científicos, Inventos y descubrimientos (la novedad de este año en la «Feria» de las aplicaciones Industriales y científicas del calor), generosa exposición, en fin, de la fecundidad y el ingenio de todo un pueblo ofrecida por la ciudad de Leipzig a la curiosidad y a la emulación de los demás pueblos. Con estas modernas «Ferias de la Técnica» adquiere Leipzig un título cierto a la gratitud del mundo – Eugenio XAMMAR – El Día (Palma de Mallorca, España), sábado 21 de marzo de 1925, página 1, de la primera a la tercera columna
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LA CONSTITUCIÓN Y LA DEMOCRACIA

EL EJEMPLO DE FRANCIA
LA CONSTITUCIÓN Y LA DEMOCRACIA
En días pasados, precisamente el 25 de febrero, se cumplió el cincuentenario de la fecha de la Asamblea Nacional de Francia votó la Constitución de 1875, vigente en la vecina República. En ese día la Asamblea acabó los debates acerca del estatuto constituyente votando la principal de las leyes que componen la Constitución francesa, y que se refiere a la organización de los Poderes públicos. Casi un mes antes, a fines de enero, la Asamblea había rechazado por veintitrés votos de mayoría una celebre enmienda del insigne escritor y político Laboulaye, que estipula que el Gobierno de la República contaría con dos Cámaras y de un presidente. Aquella Asamblea Constituyente en la que predominaba el elemento rural y conservador de Francia, dolorida por el reciente desastre de la guerra franco – prusiana y estremecida por el glorioso sacudimiento de la Comuna de París de 1871, no quería aceptar la República, no obstante que Mac Mahon, representante en el poder de los elementos conservadores, tenía el título de presidente de la República. Un profesor de la Sorbona, M. Wallon, republicano moderado, en el fondo más bien orleanista, fue el que propuso que el presidente del Poder ejecutivo fuese reelegible al cabo de siete años, y que esta proposición que instituía la elegibilidad del poder supremo, que fue votada por un solo voto de la mayoría; y así fue cómo, por una enmienda que parecía casi insignificante, la República francesa quedó establecida en la realidad y en la Historia.
La Constitución de 1875 fue, como dice M. Aulard, el vehemente historiador de la Revolución del 89, obra de los republicanos en la Asamblea Nacional, que pudieron obtener una mayoría de votos, precaria en exceso, hasta ser insignificante, por la adhesión de unos cuantos diputados orleanistas. Esa Constitución doctrinaria, tímida en sus principios republicanos, es substancialmente una transacción; es a la vez conservadora y democrática, monárquica y republicana. Los orleanistas, renunciando a vincular la soberanía a un rey, quisieron consolarse estableciendo una República tan moderada, tan burguesa, como lo había sido la monarquía de Luis Felipe de Orleans, derrocada por la revolución semi – socialista de 1848. Creyeron, además, qué como toda obra de transacción, entre doctrinas y principios diferentes, esta Constitución, nacida en forma tan precaria y tan azarosa, tendría solo una vida efímera y fugaz, mientras se preparaba una restauración monárquica.
Pero en este punto se equivocaron por completo. Primeramente, esta Constitución de 1875 es la que mayor duración ha podido alcanzar en Francia, y a los cincuenta años de su establecimiento todavía continúa vigente. Sí, a pesar de su origen orleanista la Constitución de 1875 pudo arraigar en el pueblo francés es porque estableció la forma republicana, la única y sola que puede convenir a una democracia moderna, y porque ha eliminado hasta ahora, aun puede asegurarse de una manera definitiva, toda posibilidad de una restauración de la forma monárquica que hubiera lanzado a Francia a la guerra civil.
Los ciudadanos franceses de la época actual, habituados ya indefectiblemente a la República y que consideran extraña y absurda ha asistido, después de la guerra europea, el derrumbamiento de tantos tronos seculares y a la republicanización de la vieja Europa, no puede darse cuenta de la angustia con que la juventud republicana seguía hace cincuenta años los debates de la Asamblea de Versalles, en los anales de la Comisión de los Treinta, encargada de formular la Constitución, trataba de preparar con el septenato de la presidencia de Mac Mahon el prefacio de la restauración de la Monarquía, y no puede imaginarse la inmensa alegría que sintieron los republicanos de aquellos tiempos cuando la adopción de la enmienda de M.Vallon produjo el fracaso de las intrigas de los monárquicos y se fundó definitivamente la República en Francia.
En la sabia y vibrante alocución pronunciada por el presidente de la Cámara de diputados en el acto parlamentario de la conmemoración de esta fecha, recuerda M. Painlevé las circunstancias en que nació la República y los peligros que amenazaban al nuevo régimen y cita la frase de unos de los grandes republicanos de aquellos tiempos, que comparaba la República a una débil y vacilante llama sobre la cual soplaban los vientos enemigos; pero, no obstante, por tímidas que fueran aquellas leyes constitucionales ofrecían a la democracia francesa un marco, dentro del cual podría desarrollar sus aspiraciones generosas y sus instintos de igualdad y de justicia. Desde el establecimiento de esta Constitución ha pasado Francia por múltiples vicisitudes en su vida política, antes y después de la guerra europea. Ocasiones ha habido, y una de ellas últimamente con el Gobierno del bloque nacional, representando por Millerand y Poincaré, en que llegó a entronizarse el espíritu reaccionario y en que la política de los Gobiernos había dado a Francia la figura de una de las potencias reaccionarias de Europa, lo cual era un verdadero crimen contra lo que hay más sagrado en el patrimonio espiritual de ese gran pueblo, que es la conquista de los principios de la Revolución; pero siempre la República ha sabido salir triunfante de estos peligros, y ahora, con las elecciones del 11 de mayo, y la destitución de Millerand de la Presidencia de la República, se ha reafirmado de nuevo en toda su integridad el principio republicano.
Dentro del estrecho marco de la Constitución doctrinaria y conservadora de 1875, la República francesa ha dominado y vencido todas las intrigas de regresión y de trastorno, ha creado la escuela laica, ha dado realidad inconmovible al Poder civil, ha desarrollado plenamente la poderosa civilización ciudadana de Francia y ha restituido, en fin, la integridad nacional, que había recibido mutilada por los regímenes anteriores, ya para siempre enterrados en el pasado de la Historia. “No hay institución humana – decía M. Painlevé – que no está sujeta a la evolución impuesta por el tiempo, y sí la Constitución del 75 ha podido mantenerse y subsistir en la República francesa es porque las modificaciones necesarias que en ella se han introducido la han hecho flexible, y a la han adaptado a las exigencias de la democracia republicana. Y esta Constitución sólo podrá continuar vigente si puede admitir y adaptarse a las grandes reformas que el desarrollo de la democracia impone indefectiblemente. Los engranajes de la máquina parlamentaria no responden ya hoy a la complejidad de las necesidades y de la actuación de una democracia que tiene que desenvolverse en el terreno político y económico. No es posible, por ejemplo, que el Senado mantenga el Poder constitucional que le está atribuido y que su resistencia pueda impedir la realización de las reformas iniciadas por una Cámara elegida por sufragio universal directo; no es posible que el Senado francés, verdadera Cámara de privilegio, se erija en el defensor obstinado de los intereses conservadores y puede oponer una barrera infranqueable a las grandes reformas sociales.
La Constitución vigente en Francia tendrá que adaptarse a los grandiosos problemas de estructuración política y social que plantea el pleno desarrollo de los principios democráticos, si la democracia francesa ha de consolidar su obra grandiosa de un gran pueblo libre y fiel a la vez a su generoso ideal y a su destino histórico – Nicolás SALMERON Y GARCÍA – La Libertad (Madrid, España), sábado 14 de marzo de 1925, página 1, de la primera a la segunda columna
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UN HIJO DEL PUEBLO

CARTAS DE ALEMANIA
UN HIJO DEL PUEBLO
Día de luto. Las banderas a media asta rojas, gualdas y negras-flotan suavemente mecidas por el aire tibio de una mañana radiante de anticipada primavera. Acaban de salir las ediciones, con la simple noticia de la muerte orlada de negro, que la gente compra y lee en silencio. Berlín queda envuelto durante un par de horas en una Indefinible atmósfera de recogimiento. Hay en todo el ámbito de la ciudad una misma idea y un mismo motivo de meditación para los que van y vienen, se cruzan sin conocerse y se sienten ahora como reunidos en una misma sensación de vacío y desamparo. Por nuestro lado pasan dos obreros con la hoja enlutada del periódico en la mano, «Schade un den Mann!» exclama a media voz, “Lastima de hombre”.
Federico Ebert, primer Presidente de la República Alemana, habrá vivido tan só lo 54 años. Su carrera ha sido, a la vez, una de las más dramáticas y una de las menos accidentadas de nuestros tiempos. Nació en un hogar humildísimo, fue de joven aprendiz guarnicionero en Heidelberg y ha muerto Jefe de un Estado de más de sesenta millones de habitantes. Pero en vano buscaríamos en la vida del hombre eminente que acaba de desaparecer, les episodios violentos, los bruscos altibajos, los golpes de azar y de fortuna, de que acostumbra a ir acompañado, casi siempre el acceso de los humildes a las grandes cumbres. Todo en la existencia de Ebert fue, al contrario, encadenado con una normalidad y una seguridad perfectas. Su paso por la vida fue exclusivamente ascensional, sin retrocesos ni caídas. Se sentía, con razón, admirablemente dotado para adaptarse a la realidad y nunca aspiró a ser el héroe de catástrofes y derrumbamientos revolucionarlos. En los Campos Elíseos, Ebert se apartará seguramente, como en vida, de Lenin y gustará de pasear, bajo los cedros, en compañía de Abraham Lincoln.
Las etapas de la carrera de Ebert pueden ser brevemente resumidas. Terminando el aprendizaje sale, como la costumbre medieval todavía practicada en tierras alemanas, a correr mundo y tratar de ganarse la vida donde pueda con lo práctica de su oficio. Atraviesa a pie toda Alemania y llega al cabo de tiempo, cuando apenas contaba 21 años a Bremen, donde no tarda en abandonar su primitiva profesión para entrar como redactor en el diario socialista de las dudas. Interviene activamente en la política; es nombrado secretarlo local del partido y, más tarde, elegido miembro del Gobierno de la ciudad libre. Entra en el Reichstag con la gran victoria socialista de 1912 y su influencia en la dirección central del partido aumenta rapidísimamente, hasta tal punto que a la muerte de Bebel, cuando Ebert apenas habla cumplido los cuarenta años, se ve designado para sucederle. Con prudente modestia renunció entonces el cargo que se le ofrecía, aceptando, sin embargo, junto a Haase, un puesto en el Directorio central del partido. A los pocos meses, estalló la guerra.
Fue éste el momento decisivo en la carrera de Ebert. Sus convicciones socialistas no le impidieron, someterse con entera lealtad a sus deberes de patriota alemán. Votó los primeros créditos de guerra y los últimos. La voluntad de servir la causa de su país durante el peligro no vaciló en él un sólo momento. Cuando el partido socialista se desprendió, dirigida por Haase, la fracción llamada independiente, partidaria de la paz a toda costa, Ebert siguió al frente de los llamados “social-patriotas”. De sus tres hijos, dos murieron en el campo de batalla, sin que ni este sacrificio inmenso hiciera desviaren lo más mínimo al diputado y al político de su acción patriótica. Ebert fue nombrado Secretario de Estado por el príncipe Max de Baden y aceptó, aun sabiendo que la situación era desesperada y que la tentativa del último canciller del Imperio estaba irremediablemente condenada al fracaso. A las pocas semanas, el príncipe Max de Badén vióse obligado a abandonar su puesto y Ebert no retrocedió ante la responsabilidad enorme de recoger su sucesión. Durante los días que siguieron al 9 de noviembre de 1918 Alemania parecía que iba hundirse en el caos. Pero Ebert no abandonó su sillón en el Palacio de la Cancillería. La revolución llegó. Pero los revolucionarios aceptaron la presencia, la colaboración y el consejo del social patriota Ebert.
Si Alemania no es hoy, en Europa, una prolongación de Rusia ello se debe en gran parte a la acción de Ebert dentro del Triunvirato de Comisarios del Pueblo (Ebert, Scheldemun, Weis) que tuvo fin, sus manos el gobierno de Alemania desde la revolución hasta la convocatoria de la Asamblea Constituyente de Weimar. El régimen caótico de los llamados consejos de obreros y soldados, apoyado por la acción armada de los espartaquistas, encontró en Ebert un enemigo irreconciliable, hábil y enérgico a la vez. El movimiento disolvente de los comunistas fue dominado por la fuerza y a los pocos meses de haber estallado en Alemania una de las crisis revolucionarias más peligrosas de la Historia, los ciudadanos alemanes se reunían pacíficamente en los comicios electorales y designaban a los diputados para la Asamblea Constitucional. Nada tiene de extraño, después de lo dicho, que en Weimar el prestigio de Ebert – reconocido como el creador del nuevo orden – fuera Inmenso. Cuando la Asamblea se vió llamada a elegir el Jefe del Estado el nombre del antiguo oficial guarnicionero de Heldelberg fue el único propuesto y aceptado por todos los partidos.
Durante poco menos de seis años ha ocupado Federico Ebert, el hijo del pueblo, la Presidencia de la República alemana. Seis años de continua crisis, de dificultades sin cuento, de amenazas revolucionarias, de golpes de Estado infructuosos, de desarreglo financiero, de agitación interna y obstáculos punto menos que invencibles para el desenvolvimiento de toda política exterior. Han fracasado y se han gastado durante este tiempo infinidad de hombres y partidos políticos enteros. Pero, lentamente, el relieve de la figura del Presidente de la República iba acusándose cada día más, a la vez que su ensanchaban las bases populares de su autoridad y de su prestigio. Hombre de partido y hombre de honor, fiel a las Ideas de su juventud hasta el último momento, fue un Jefe de Estado de justiciera imparcialidad, que no vaciló en sacrificar a los que fueron sus compañeros en las luchas políticas cuando creyó por ello servir mejor al interés de Alemania. Ahora, al medir la magnitud del vacío ha escrito, ante tumba abierta, un periodista que distaba mucho de figurar entre sus amigos políticos – “apreciaremos los alemanes el valor y el mérito del hombre que acabamos de perder” – Eugenio XAMMAR – El Día (Palma de Mallorca, España), domingo 8 de marzo de 1925, pagina 1, de la primera a la tercera columna
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CÓMO SE COME EN ALEMANIA
Hoy día lo primero que se pregunta cuando se habla de tal o cual país es sí se puedo comer y cuánto cuesta comer, y esto, que a primera vista podría parecer un excesivo amor a la vida, o glotonería, tiene su razón perfecta do ser porque en la sociedad modernísima lo que da la tonalidad del precio de la vida, no es ni el cambio, ni el oro, ni la plata, sino el sencillo y prosaico beefstcack. ¡A tanto materialismo hemos llegado!
Efectivamente, desde el desquiciamiento que ha sufrido Europa en estos últimos seis años, en los que el valor nominal de la moneda ha variado tanto del nivel normal en que estaba antes de agosto de 1914, los diferentes países han tenido que adaptar tos sueldos do los trabajadores, en el más amplio sentido do la palabra, al precio de las chuletas, y han sabido que mientras los beefsteacks subiesen deberían- aumentarse los sueldos, y que para salir de este círculo vicioso, no había más remedio que adaptarse a las circunstancias; privarse de muchas cosas; perder algunos kilos; no comprar nada fuera del país, a fin de que el oro no saliese del propio; forzar en compensación la -máquina de la producción nacional, dentro de los límites de lo posible, y tener mucho orden y mucho cuidado para evitar mayores males.
Este es al caso de Alemania. Las cosas se han ido arreglando poco a poco, y hoy con dinero se puede comer de todo, absolutamente de todo; aquel recurso tan socorrido ' de los caricaturistas alemanes, del pueblo hambriento y famélico, ha posado ya a la historia. Las «marcas» se han suprimido casi por completo; hoy sólo se necesitan para la leche, manteca, azúcar y pan, y, según se anuncia, los de la leche y manteca se suprimirá también desde el primero de junio. Y los que se figuran a los alemanes comiendo corderos y hasta bueyes enteros se quedarán sorprendidos al saber que aquí en Alemania la gente e hace cruces al ver comer tanto a los meridionales. Pero esto no es mes que una cuestión de perspectiva. En Alemania no se come menos que en España ni en España más que en Alemania; lo que pasa es que nosotros de una vez comemos más, y aquí se come menos, pero más a 'menudo. Después del desayuno se vuelve a tomar algo a media mañana, y claro está que al medio día no hay humor para nuestros cuatro platos con postres y frutas sino que se almuerza con una sopa y un plato solamente; después a media tarde se toma café con pastas, y entre seis y ocho, no más tarde se come. La comida se hace a base de embutidos y cerveza, siendo raras las familias que comen caliente por la noche. Después juntes de acostarse se suele tomar un piscolabis; de muñera que si aplicamos aquí lo de que el orden de los factores no altera el producto, tendremos la solución del problema. Pero lo que si hay es una cosa positiva es que en Alemania como en todos los países nórdicos en general, se come muy poco pan y el agua sirve para muchas cosas pero no se la conoce apenas como bebida.
En Berlín no está tan generalizada como en París o Londres la costumbre de ir al restaurant a comer; especialmente ahora, la economía la trae consigo, y los restaurants berlineses han perdido mucha animación, de modo Que las señoras berlinesas cogen sus bolsas y se van a las tiendas (aquí no hay mercados), compran sus cosas, se las llevan a su casa, porque ya no se lleva nada a domicilio, y allí se las arreglan como Dios las da a entender. Lo que se hace cuando se sale y no se puede volver a casa, a causa de la falta de tiempo que implican las grandes distancias, es llevar unos cuantas rebanadas de pan untadas con sebo y rellenas de embutido, que se comen individualmente y que con una cerveza encima sustituyen una comida en el restaurant.
En Berlín, como en todas partes, hay dos clases de restaurant: los de lujo y los populares. En los de lujo no se ven más que Shieber (gente que se ha enriquecido con la guerra) y extranjeros. En ellos puede pedirse lo que se quiera, en la seguridad de ser servido maravillosamente un almuerzo en un restaurante de estos. El Unter den Linden o Kurfurstendamm con vino del Rin, champagne de primeras marcas y cigarros legitimes habanos, oscila entre trescientos y cuatrocientos marcos, de modo que contando el cambio se come por el equivalente en dinero alemán infinitamente mejor en Berlín que en Barcelona.
Pero claro está que esto se deja para los privilegiados; los que por desgracia, o fortuna no lo somos, tenemos que elegir entre un restaurant; de los modestos o una pensión. Estas tienen el inconveniente de comer a horas fijas, y además que las patronas berlinesas saben más fórmulas que cualquier profesor de química de nuestros institutos, cosa que habla mucho en favor del progreso y de la civilización, pero que descarta la idea de la pensión. Por lo demás, estas pensiones no son caras; por mil quinientos o dos mil marcos se puede encontrar una muy cómoda, con todos los adelantos imaginables. Pero es de aconsejar a los que aquí vengan a vivir temporadas largas que se, vayan a vivir a una casa particular, a pesar de no estar permitido legalmente, y que coman fuera. En un restaurante corriente, los platos de caras (buey, ternera, ganso o liebre o ciervo), o de pescado, oscilan entre diez y veinte marcos, así es que por treinta o cuarenta marcos se puede comer bien. Estos restaurantes tienen también menús al medio día; una sopa, un plato de verdura, uno de carne y algo así como un postre, por doce o quince marcos y hasta en el Norte de Berlín, los hay de seis, ocho y nueve marcos, pero claro está que como no se pueden hacer milagros lo quo se paga es la ilusión porque comer no so come.
El restaurant de los estudiantes barceloneses que aquí estamos es la Hakherbrais de la Karlstrasse, esquino, a la Freidrichstrasse. Es uno de tantos como hay en Berlín de color obscuro, con bustos en yeso de los tres últimos emperadores, sostenidos por repisas, en las paredes, alternando con astas de ciervos, pájaros disecados o versos. Detrás, del mostrador está la gran cuba de la cerveza que despacha una muchacha de Múnich; Tratchen, no tan rubia como las berlinesas, pero mucho más picara que otras. Sirven camareras de traje negro, todas ellas muy feas, pero muy amables. Betty, raía de ellas, es nuestro ángel protector; sabe que comemos más pan que los demás, y haciendo mil trampas nos lo da sin exigirnos los marcos. Otra, Katty, que se las echa de ilustrada, nos corrige las faltas que hacemos al hablar. “Fíjense, en este caso no se dice dem sino que debe decirse den, porque las patatas fritas rigen al verbo en acusativo” y como si esto fuera poco, se encarga de prevenir a los demás parroquianos que no somos franceses. Nuestra mesa contrasta con las otras en las que la gente habla más bajo, acciona menos, leen sin discutir los periódicos y se toman en serio las sentencias de filosofía barata escritas en los platillos de cartón que se usan para poner las cervezas. “Que haya ricos y pobres—dice una,—es cosa justa, pero, por qué no seré yo de los primeros”. Esto servía a un señor para decirme: “Ya ve usted si estaremos adelantados en Alemania, que hasta en la sopa tenemos filosofía”. Y es verdad – Berlín, mayo de 1921 – GADIR – La Vanguardia, jueves 26 de mayo de 1921, sección “Extranjero”, página 14, de la primera a la segunda columna
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EL OTRO TERRORISMO

La trágica muerte del señor Dato resonó en toda España como un aldabonazo brusco y tremendo dando en las puertas de nuestra consciencia nacional dormida. El pueblo en masa, al despertar, comprendió el angustioso simbolismo encerrado en aquel hecho brutal. Un inmenso y sincero de inmediato brotó unánimemente de todos los pechos. Los periódicos, sin distinción de matices, hablaron de una nueva era y hasta la charca política pareció conmovida por un hondo estremecimiento de contrición. El Rey llamó a Maura. Los partidismos, los egoísmos, las concupiscencias, las ineptitudes, todas las bajezas de nuestra vieja política infraeuropea, balcánica y balcanizante, iban a redimirse en un supremo y salvador impulso de desinterés patriótico. Con ocasión del entierro del señor Dato, en sus visitas a Palacio, a través de las calles de Madrid, el señor Maura era vitoreado emocionadamente por la muchedumbre, no por sus cualidades personales, sino porque su figuraba encarnaba aquellos momentos la santa esperanza de todo pueblo. Si alguna vez España demostró inequívocos deseos de regeneración, ha sido ahora, estos días, con una intensidad y hasta un expectativo recogimiento ejemplares.
Ha sido inútil. Apenas el señor Maura inició sus gestiones todos los fermentos de la eterna descomposición española volvieron a apiñarse para hacer fracasar el intento. Mientras conferenciaba con los primates de la política, en los salones del Congreso y en las covachuelas de los ministerios se reunían, a la misma hora, las turbas parasitarias, amenazadas de extirpación. Todos los vividores del presupuesto, paniaguados, nepotes, favorecidos, excrecencias y apéndices; todos los sostenedores de lo insostenible, formaron el cuadro, vociferando amenazas. ¿España? ¿Renovación? ¡De eso no se vive! Ante la perspectiva de una hostilidad implacable, el señor Maura debió renunciar. La muerte de Dato, que debía marca una era nueva, ha sido un retroceso. La voluntad de todo un pueblo se visto vencida, aniquilada, por el egoísmo de una minoría.
¡Ah! En España se habla mucho de terrorismo, de uno solo, del que llamamos terrorismo social. Pero en realidad hay dos: el social y el político. Al lado de las bandas proletarias, de gorra y bufanda, que atropellan los derechos y las libertades individuales, hay las banderías políticas, de levita y chistera, que ahogan constantemente los derechos y la libertad colectivos. Antes de que apareciera en España el primer chispazo de terrorismo social, muchísimo antes de que sonara el primer disparo de “start” y cayera ensangrentada la primera protovíctima de la lucha de clases, el terrorismo político ejercía ya omnímodamente su dictadura peninsular, falseando la representación nacional, estableciendo el asqueroso reparto de prebendas y sinecuras, mofándose de los más altos intereses patrios y ahogando violentamente todas las tentativas de regeneración. No nos llamemos al engaño; el terrorismo rojo, todavía reciente, no es nada, absolutamente nada más que un resultante de la descomposición producida por el crónico terrorismo político que España viene sufriendo desde hace tantísimos años. Suprimid las turbas saqueadoras de la cosa pública, e instantáneamente desaparecerán también las hordas salteadoras de los intereses privados.
La perversidad de los bajos fondos podrá llegar a producir una crisis localizada, superficial; pero será siempre pasajera si hay vigor y patriotismo en las alturas. La podredumbre política, en cambio, al hacerse crónica penetra hasta las entrañas mismas del organismo patrio, infectándolo todo y permanentemente. No basta, para arruinar un país, que unos cuantos desalmados quieran hundirlo desde abajo; lo trágico, lo irreparable, es verlo hundirse desde arriba.
Desde los últimos desastres coloniales, en España todas las tentativas regeneradoras han muerto a manos del terrorismo político y de su coacción implacable: los nobles intentos de Maura, el gran partido conservador que acaudillaba, las reformas de Canaleja, los planes de descentralización y aquel famoso Ministerio Nacional, que pudo y debió prestar grandes servicios, pero sucumbió traidoramente asesinado, con premeditación. Apenas se inicia un impulso renovador cualquiera, las bandas políticas se reúnen a toda prisa para tramar una conspiración, dispuestas a todo menos perder el beneficio de sus cotizaciones, esto es, el reparto de cargos y el sondeo de los presupuestos. La vigilancia de los patriotas, el sacrificio de los desinteresados, la voluntad nacional, todo es inútil. Las bandas maniobraron y a los pocos días la tentativa regeneradora cae víctima de una tenebrosa agresión. Los autores del atentado nunca son habidos, antes por el contrario suele premiárseles otorgándoles el lugar que ocupaban sus víctimas.
Es indudable que una mano callosa y brutal se ensaña actualmente contra una determinada clase de la sociedad española, pero no es menos cierto que otra mano, enguantadamente traidora, viene oprimiendo la vida entera del país desde hace mucho tiempo. Y si aquella sacrifica a alguna víctimas aisladas y a sus familias, ésta acogota en cambio a la nación en masa, dejando indefensas a las instituciones, desamparando al ejército, desatendida la instrucción pública, agobiada la hacienda, menospreciada la justicia, abandonado el fomento de la riqueza colectiva y hecha un escarnio la dignidad internacional del país.
Para extirpar el terrorismo social no basta emprender una cruzada contra sus practicantes; hay que acabar, además, con el terrorismo político, en el que se guarecen los verdaderos responsables de cuántas otras derivaciones de iniquidad puedan producirse en España. Ambos terrorismos están estrechamente unidos, con la particularidad de que bastaría eliminar uno solo de ellos, el más grave, el político, para que el otro, el social, desaparezca también en el acto; y, en cambio, de nada serviría la supresión del segundo mientras se deje subsistir el primero. En vano un país buscará ansiosamente su indispensable equilibrio y su necesaria salud descartando a los que hieren a algunos ciudadanos dispersos si deja impunes a los que día tras día van asestando puñaladas certeras en el corazón de la patria – GAZIEL – La Vanguardia, miércoles 16 de marzo de 1921, sección “Artículos y Comentarios”, página 12, de la primera a la segunda columna
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CROQUIS INTERNACIONALES

CROQUIS INTERNACIONALES
AQUÍ NO HA PASADO NADA
La crisis que está sufriendo el mundo – nos decía, no hace mucho, un hombre sencillo bondadoso – no es una crisis económica, ni financiera, ni política: es, sencillamente, una crisis de moralidad. Nadie cree en nada más que en su propio egoísmo.
Inglaterra, el imperio británico, el faro mayor de la civilización actual, acaba de firmar con la República de los Soviets, un acuerdo al que se da vergonzosamente el nombre de tratado de comercio, pero que no es más ni menos que un verdadero tratado de paz, un diploma de beligerancia, un reconocimiento público y solemne de legitimidad.
Lo importante y sintomático no es ese pacto, sino el proceso de su formación, Inglaterra ha hecho todo lo humanamente posible para, destruir y extirpar con la violencia al bolcheviquismo. Los estadistas británicos se han desgañitado para deshonrar ante el mundo entero a los comunistas rusos. Les llamaron asesinos, ladrones, incendiarios, bandidos; les acusaron de todos los crímenes y dijeron, una y mil veces, que jamás un pueblo civilizado pactaría con ellos. Hay innumerables documentos, algunos muy recientes, todavía, que dan fe de esa primera actitud de Inglaterra.
Pero luego, cuando loe políticos ingleses vieron que sus tentativas destructoras fracasaban; que las tropas mandadas o apoyadas por Inglaterra contra los bolcheviques sufrían continúas derrotas; que los comunistas rusos contestaban la violencia con la violencia, extendiendo su propaganda por la India, Persa y el Afganistán; que los norteamericanos, si nadie les salía al paso, arrendarían' los yacimientos petrolíferos rusos, etc., etc. en un abrir y cerrar de ojos cambiaron de táctica, y los mismos hombres que ayer denunciaban al mundo los crímenes de los bolcheviques, hoy, con estruendosos aplausos del Parlamento británico, acaban de estrecharles cordialmente la mano y firmar con ellos un tratado en ti que se dicen cosas que pasman y entontecen para toda la vida.
Véanse unas muestras. Además de la absoluta libertad comercial entre ambos pueblos, el tratado establece el intercambio de agentes diplomáticos oficiales y su libre comunicación con los respectivos países, por medio del correo, el telégrafo, la telegrafía sin hilos y hasta las valijas cancillerescas, rigurosamente secretas e inviolables. Inglaterra se compromete a no adoptar ninguna medida contra las expoliaciones bolcheviques e valores, monedas, y joyas, ni en el caso de que estos objetos fuesen procedentes de fondos privados o del antiguo tesoro imperial ruso. En una palabra: lodo valor presentado por el Gobierno soviético al de Inglaterra, será considerado por éste como limpio, legítimo, valedero, y estará exento de fiscalización.
El pabellón rojo flotará libremente, a bordo en las naves soviéticas, por todos los mares del mundo, será saludado respetuosamente por los navíos británicos y tendrá acceso en todos los puertos del Reino Unido. Jorge V reconoce la revolucionaria legitimidad del honorable Lenin I, y Lenin I, en cambio, reconoce a su vea la augusta legitimidad de Jorge V. Aquí, señores, no ha pasado nada.
Hombres sencillos y bondadosos: ¿por qué os extrañáis de que los pequeños individuos pierdan la moralidad, cuando así se conducen las más grandes naciones?
FUERZA Y DERECHO
En la última conferencia internacional celebrada en París, el delegado alemán, doctor Simons[1], lanzó sobre la grave mesa este rotundo apotegma: “Si en 1871 Francia se vio obligada a soportar el tratado de Fráncfort, no es en manera alguna porque fuese culpable, sino porque fue vencida”.
Esta enorme verdad, tan transparente, tan simple, no ha gustado a ciertas gentes, porque él sentido de la exactitud es una cosa rarísima, y hay muchas gentes que cuando más diáfana y sencilla es una verdad, monos la entienden. Pero hay otras que, entendiéndola de sobras, fingen, no saber entenderla. Entre estas figura M. Aristade Briand[2], el ilustre presidente del ministerio Francés. Hablando el otro día en un banquete ofrecido a M. Leon Bourgeois[3], melodioso patriarca de la Sociedad de las Naciones, M. Briand parecía indignarse contra aquella frase pronunciada por el doctor Simons. “Esta frase” – dijo M. Briand – “equivale afirmar que el derecho es impotente sin la fuerza. No, y mil veces no: en el porvenir, el derecho triunfará por sí solo, gracias a la acción bienhechora y tenaz de hombres como M. Bourgeois”.
No, y mil veces no, M. Briand; usted, que es tan astuto, lo sabe muchísimo mejor que yo indudable que Alemania, con derecho o sin él, si llega a tener la fuerza suficiente habría aplastado a sus enemigos, y que la victoria de éstos se debió exclusivamente a la superioridad final de su fuerza, independientemente de toda justicia y de toda razón. La justicia que usted invoca, ya estaba de parte de Francia en el mismo momento de estallar la guerra. ¿Por qué, pues, debió soportar cuatro mortales años de angustia y reveses? Porque le faltaba todavía la fuerza. Mas apenas la fuerza estuvo también de su parte, en seguida llegó la victoria, sin tener para nada en cuenta el derecho y habría venido exactamente lo mismo a pesar de cuantas atrocidades e injusticias se les hubiese antojado cometer entonces a los enemigos de Alemania.
“En lo futuro” – dijo M. Briand – “el derecho triunfará por sí solo...” Nosotros no lo hemos visto pero apostaríamos cualquier cosa a que M. Briand, al hacer esa afirmación tan amable, se sonreía solapadamente bajo su espeso y enmarañado bigote, mientras alargaba la trémula diestra, con un gesto conmovedor histriónico, sobre la cabeza apostólica y enternecida de M. Bourgeois. Y por si la “acción bienhechora y tenaz de hombres como M, Bourgeois” fracasara, M. Briand se tranquilizaba secretamente pensando que hasta en ese caso triunfaría también el derecho lo sería gracias al ejército actual de Francia, el más formidable que jamás haya existido en el mundo.
LOS PANTALONES DEL MARISCAL
Corno aquellas novias de nuestros días juveniles, que ya son mujeres y a las cuales ya no volveremos a ver nunca más como fueron, aquella dulce Francia de hace diez, veinte años, tan imprevisora, tan ligera, tan loca y adorable, se está transformando en una matrona casi imponente. Es un dolor para nosotros. Pero no nos quejemos. Acaso- bien para ella.
Aquel ejército republicano, aparentemente indisciplinado, cuyos regimientos veíamos desfilar por las calles de Francia sin orden ni concierto, con sus largas bayonetas eternamente asimétricas, el paso descompasado, el casacón colgante, los quepis rojos y desteñidos, como amapolas en un campo de romería popular, se ha convertido en modelo y espejo de la gendarmería internacional europea. Aquel ejército que parecía inútil y que, al estallar la tragedia, se reveló como el más heroico del mundo, hoy parece a todas horas dispuesto a ganar infaliblemente portentosas batallas, necesarias o superfluas. Antes, el ejército francés era anónimo: nadie conocía sus jefes. Hoy, aparece envuelto y coronado por una aparatosa constelación de caudillos ilustres, dispuestos en complicada jerarquía, desde el brigadier al mariscar, pasando por los jefes de ejército y de grupos de ejército. ¿A dónde irá a parar todo eso?..
Han vuelta las tradiciones napoleónicas: el amor a la gloria, la admiración hacia el caudillo militar por sí mismo, el prestigio del uniforme, la fascinación de la gallardía. Vendrá, fatalmente, de seguirse así, la necesidad de dar expansión y adecuado empleo a este tenso y peligroso resorte. Los que cultivan La inteligencia, tienen necesidad de pensar; los que cultivan el dinero, tienen necesidad de gastar; los que cultivan la fuerza, tienen necesidad de pegar...
No ha habido más remedio, de momento, que ocuparse de la presentación requerida por tan pomposo organismo. Antes, cuando el ejército francés sólo servía, en tiempos de paz, para el desfile del 14 de julio, podían faltar sin menoscabo muchos botones en las manchadas guerreras; hoy, un ejército que el mejor día puede verse obligado a dar la vuelta a Europa, necesita presentarse decorosamente, brillante y con lustre. El Gobierno francés está confeccionando largos reglamentos sobre indumentaria militar. Tantas estrellitas para tal grado, tantos galones para tal otro, charreteras, cordones, medallas, tirillas... las catástrofes de los1 hombres siempre comienzan como los juegos de los niños. El color general del uniforme militar, en Francia, será, de hoy en adelante, el azul horizonte.
Ha habido una sola excepción. El mariscal Joffre[4], ese militar que no es más ni menos que un gran patriota, modesto y sencillo, ha querido conservar, en recuerdo del Marne el antiguo uniforme – guerrera negra y pantalones rojos – que usaba al dirigir aquella milagrosa batalla. El ejército francés será magníficamente transformado, en jerarquía, en disciplina, en material y en apariencia. Y de aquellos días de nuestros amores – que nadie puede decir si resultarán con el tiempo, más o menos glorioso que los futuros – sólo quedará, para consolarnos dulcemente, entre el fárrago deslumbrador da la novedad marcial, la silueta humilde, bondadosa y apacible da Joffre, figura digna de Plutarco, con sus pantalones rojos, tristes, casi desteñidos – GAZIEL – La Vanguardia, miércoles 23 de marzo de 1921, sección “Artículos y Comentarios”, página 8, de la primera a la segunda columna
REFERENCIAS
[1] SIMONS, Walter (1861 – 1937). Abogado y político alemán. Tras su paso por el Ministerio de Justicia (1905) y la Oficina de Relaciones Exteriores (1911), fue jefe de la Cancillería del Reich (1918). Fue jefe de la delegación alemana para el tratado de paz de Versalles y Ministro de Relaciones Exteriores de Alemania (1920 – 1921) en el gobierno Fehrenbach. Asumió de forma provisional como Jefe de Estado de la República de Weimar de 12 de marzo de 1925 hasta el 12 de mayo de 1925. Renunció a la presidencia del tribunal Supremo en protesta por la injerencia gubernamental en la administración de justicia. Fue un profesor de derecho internacional en la Universidad de Leipzig.
[2] BRIAND, Aristide (1862 – 1932). Político francés. Afiliado al partido socialista, en 1904 contribuyó a la fundación de L’Humanité con Jaures. Posteriormente chocó con las directrices del partido y lo abandonó. Como socialista independiente fue diez veces la presidencia del Consejo y ministro otras muchas, especialmente de Asuntos Exteriores. Al finalizar la I Guerra Mundial fue uno de los más ardientes defensores de la cooperación y la paz internacionales y se esforzó especialmente en la construcción de la Sociedad de Naciones. Por su activismo pacifista se le concedió en 1926 el Premio Nobel de la Paz.
[3] BOURGEOIS, León (1851 – 1925). Político francés. Desempeñó los cargos del presidente de Consejo (1895 – 1896), ministro de Instrucción Pública (1890 – 1898) y de Negocios Extranjeros (1906 – 1914). Terminada la Primera Guerra Mundial propugnó la creación de la Sociedad de Naciones y representó en ella a su país. Premio Nobel de la Paz en 1920.
[4] JOFFRE, Joseph (1852 – 1931). Militar francés, mariscal de Francia. Jefe del Estado Mayor General del Ejército (1911). Consiguió frenar el avance alemán sobre París en setiembre de 1914. Como comandante en jefe desde diciembre de 1915 fue responsable de la derrota en la batallas del Somme (julio –noviembre 1916) y de Verdún (febrero – diciembre 1916).Fue ascendido a mariscal y nombrado presidente del Consejo de Guerra aliado y enviado a los Estados Unidos (1917) para preparar la incorporación de las fuerzas de ese país. En 1918 ocupó distintos puestos dentro del Ministerio de Guerra.
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