Un diario de los infiernos, etnografías íntimas y cultura pop.
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Ser cuir/queer

En mi último cumpleaños llevé a mi exnovia a mi casa. Nunca he estado de acuerdo con la idea de “tener que salir del closet” y, por eso, cuando comencé a salir con personas de mi mismo género tomé la decisión de no someterme al tedio de explicárselo a nadie, dejé que todos lo fueran descubriendo por sí mismos. Algunas personas lo tomaron con normalidad y tranquilidad; otras, pese a mi poca disponibilidad para conversaciones aclaratorias, me interpelaron para asegurarse de que no se trataba de un episodio de confusión; los últimos, simplemente se hicieron los bobos. Sin embargo, en mi firmeza aún quedaban atisbos de miedo, el mismo que en el pasado me había obligado a estar con hombres por miedo al rechazo. Uno de mis primeros miedos se manifestó en ese mismo cumpleaños, cuando mis abuelos se pararon de la mesa porque me estaba tomando fotos con mi pareja y luego, en otro momento, tuvieron la mala suerte de verme besarla y le pusieron la queja a mi mamá en un intento por infantilizar mi comportamiento, por sumarle juego para restarle seriedad y credibilidad. Me quedé esperando, con miedo, la confrontación, pero nunca más regresaron al tema.
Mi mamá y yo tenemos una relación cercana, somos confidentes y hemos construido una relación cariñosa y recíproca. Durante mucho tiempo ambas evitamos hablar de mi orientación sexual, pese a que la amenaza de lo verdadero fuera latente. Ella fue la única persona que confronté y me di a la labor de poner en palabras lo que sucedía, de sacarla de su mera interpretación vaga de las cosas. Le dije que salía con Valentina y que estaba enamorada. Su respuesta fue de una aceptación cortante que terminó por crear una pelea en la que yo le recriminaba su falta de interés. Le dije que, en caso de estar saliendo con un hombre, ella estaría atiborrándome de preguntas y demostrando importancia. Luego de esa breve discusión mi mamá me preguntaba por Valentina todos los días, sin falta.
Mi hermana menor, acólita y víctima de una familia católica hasta las entrañas, también tomó la noticia con recelo. Hace apenas unos días, entre risas coquetas, mi hermana de apenas nueve años me contó que estaba enamorada de un niño del colegio, pero que a ella no la dejaban tener novio, sin embargo, que apenas pudiese se iba a casar con él, a tener hijos y que mi hermano y yo por fin íbamos a poder ser tíos. Rápidamente reconocí el abismo en el discurso de mi hermana, ¿por qué yo, que tenía 11 años más que ella, no podía tener hijos antes? Me apresuré a preguntárselo y su respuesta fue que yo aún no me había enamorado, yo la corregí con entusiasmo y le hice saber que me había enamorado de una mujer que ella, de hecho, había conocido. Mi hermana confundida me explicó que eso no podía ser así, que para poder tener hijos debía enamorarme de un hombre, y que mi enamoramiento no parecía ser igual de meritorio.
Yo también lo ignoré, o me ignoré, apenas lo supe. En mi caso, no sentía la certeza de querer estar con una mujer, sentía; hasta ahora, una gran insatisfacción afectiva al estar con un hombre. Logré estar parcialmente con ellos, ajustaba mi deseo y me envolvía en dinámicas sofocantes e incluso juguetonas. Tardé mucho tiempo en escuchar mi cuerpo y pasé largos años de mi adolescencia y temprana juventud aprendiendo a cómo hacer para que un hombre me gustara, de hecho, mi primer novio lo conseguí así, en un mero ejercicio de ficción de emociones. Elegía, sin rastro de atracción, un hombre para que me gustara y de ahí en adelante comenzaba a inventar sentimientos, luego de fingir y de entablar un vínculo con ellos, lograba sentir apego.
Más adelante el síntoma de la fatiga y mi infelicidad hizo aparición con una ansiedad que no me dejaba interactuar con los hombres, me daba miedo salir con ellos, sentía que querían algo de mí que yo no les podía dar y, luego de aceptar el fracaso, comencé a involucrarme sexo afectivamente con mujeres, ya sin temor y con atracción plena. Me intrigó lo tardío de mi descubrimiento y que, luego de haberme concedido un espacio para estar con ellas, a la vez, logré identificar atracciones genuinas por masculinidades que también parecían disidir de lo normativo.
Me perturba la tentativa del fracaso. Me parece hilarante que, ser cuir, es tramitar y mediar el fracaso la cantidad de veces que sean necesarias. Una primero fracasa ante una misma y sus proyectos que se alimentan de ambiciones ajenas, y comienza a comprender que el mundo no se hizo para este tipo de personas sino para otras. En el fracaso comencé a sentirme menos mujer por no poder amar a un hombre como todos lo esperaban de mí. También, luego de fracasar, lloré la perdida de una vida ideal en la que mis abuelos se quedaran para festejar mi cumpleaños a la par de mi pareja. Tuve que forzarme a discutir e interpelar el amor de mi mamá para que comenzara a reconocerme. Y, en últimas, en el fracaso hay que soportar las miradas, los murmullos o, aún peor, los gritos en la calle, algunos de hombres acosadores que satisfacen su morbo en el beso de dos mujeres, de señoras que te aconsejan buscar a dios y palabras condescendientes de madres conservadoras desesperadas que no quieren exponer a sus hijas ante semejante barbarie.
Sé que mi familia me ama, pero también sé que me piensan como una fracasada por mi incapacidad de darle vida a la vida que ellos creen más legítima para mí. Con los meses, mi mamá y yo, hemos creado formas de mediar su desconcierto a través del diálogo y la educación en lo diferente. Mi abuela siempre más atenta y abierta, mi abuelo, un poco más reservado y aún vacilante. Ellos no logran pensar mi deseo, ni terminan de comprender mis expresiones de género. He identificado confusión en mi abuelo al saber que me gustan las mujeres y no poderme llamar ‘machorra’ por la feminidad que inunda mi comportamiento. A la vez, los he descubierto nombrando como ‘amigas’ a mis parejas porque para ellos en las relaciones debe haber un hombre y no existe algo como el ser novias. En todo caso, mi pugna es seguir habitando y compartiendo nuestros espacios bajo mis normalidades, aunque aún sumergida en el extrañamiento de mi familia, hasta que; como lo dice Fefa Vila Núñez, apropósito de la crianza cuir: “Lo extraño, lo raro, ya sea por saturación, por exceso o por hiperrealidad, empieza a ser lo de siempre, lo que podría ser visto como el comienzo del ocaso de los normales.” (2017, p. 98)
-laurelhell
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