Jornalista e fotógrafo uruguaio, radicado em São Paulo, Brasil. Nascido em 1991. Graduado em Comunicação pela Universidad de la República (Udelar), Uruguai. Jornalista do semanario Brecha desde 2013. Trabalhou no jornal La Diaria. Colaborador da radio coletiva e autogestiva Radio Pedal. Colaborou com meios internacionais como Cuba debate (Cuba), Desinformémonos (México), Brasil de fato (Brasil), Caros Amigos (Brasil), Periferia (Colombia).
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Florianópolis, Santa Catarina, Brasil, Marzo 2015.
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Artistas se suman a ocupaciones estudiantiles en Sao Paulo
- sobre protestas sociales desde São Paulo, Brasil.
“No cierre mi escuela” se convirtió en un grito en todo el Estado de Sao Paulo, Brasil durante el último mes. Un plan de “reorganización” de la enseñanza secundaria generó una gran revuelta estudiantil. El proyecto que el gobernador Geraldo Alckmin -del PSDB, partido opositor al gobierno del PT y que hace más de 20 años gobierna el estado- pretende imponer, cerraría 94 centros educativos, afectando a unos 311 mil estudiantes.
Texto: Marcelo Aguilar. Fotos: Marcelo Aguilar / TVDrone. Fecha de publicación: Diciembre 2015.

Los estudiantes ocuparon más de 200 escuelas secundarias en todo el estado de Sao Paulo, y generaron un movimiento de resistencia que terminó obligando al gobernador a suspender la reorganización el pasado viernes (4). La lucha continúa, y se expande al campo cultural: este fin de semana cientos de artistas apoyaron la causa de los estudiantes realizando shows en las escuelas ocupadas.
Virada cultural
Más de 600 artistas se sumaron a apoyar las ocupaciones, con conciertos, talleres y rondas de conversación en decenas de lugares de la capital. Después de ir a una escuela ocupada, Criolo, rapero de la periferia de Sao Paulo, cantó en una plaza en el marco de la Virada Cultural de las Ocupaciones y dijo: “Son varias escuelas, son varios lugares, Sao Paulo es gigante. Vengo de una escuela lejos de aquí y la energía es la misma, hay mucho amor también allá”.
La rockera Pitty dijo a la juventud: “Yo vengo de un medio muy masculino como es el rock. Vi las fotos de todos los movimientos en la calle y quedé muy feliz de ver a las chicas juntas en la línea de frente, hombro a hombro con los chicos contra la truculencia del Estado. ¡Luche como una chica!”
Larissa, estudiante de 17 años, conversó sobre la movida: “Hoy está siendo un día muy bueno, creo que nunca vi a la escuela abrirse así, para tantas personas, tantos artistas. La escuela necesita eso, más historias, más cultura, más integración con la comunidad”.
Estos vínculos despiertan reflexiones en los estudiantes, de cara a lo que se viene. Regiane, compañera de escuela de Larissa, expresó: “El vínculo con la cultura es una cuestión que debería expandirse después de las ocupaciones, porque hace al ser humano crecer mucho, y une a las personas. La cultura brasileña es muy mixta, y tiene una diversidad muy grande. Hoy estamos viendo en las escuelas cantantes de distintos tipos musicales, artistas pintando, fotógrafos, tenemos de todo”.
Escuelas de lucha
“El Estado vino caliente, nosotros ya estamos hirviendo. ¿Nos quieren desafiar? No estoy entendiendo. Si desafían a los estudiantes, van a salir perdiendo”, dice el funk de las ocupaciones, y sigue nombrando las “escuelas de lucha”.
La resistencia a la “reorganización” se convirtió en un espacio de intensa práctica política, y en la mayoría de los casos, en la primera experiencia en este sentido de los jóvenes. Se están organizando en red, trabajan en asambleas y crearon un “comando” de las escuelas ocupadas, una estructura paralela a las agrupaciones estudiantiles tradicionales.
La lucha estudiantil ha recibido apoyo de distintos movimientos sociales, grupos culturales y agrupaciones políticas, pero ha logrado mantener una total independencia, marcada por una gran apuesta a la autogestión.
Los estudiantes cocinan, limpian y arreglan sus propias escuelas durante las ocupaciones: “Yo sé muy bien cómo ellos están cuidando las escuelas, sé que las están tratando como lo que son: suyas”, decía al pasar una profesora en la manifestación del viernes pasado.
La clave es estar juntos. Así los estudiantes se cuidan y se encuentran en el intercambio. No solamente han tomado las escuelas, también tomaron la calle. Han bloqueado avenidas en puntos de todo Sao Paulo, han marchado, y han sido duramente reprimidos por la Policía Militar.
La lucha de los estudiantes y su clara actitud de no dar ni un paso atrás, sumada a la represión que generó un gran malestar, confirmaron un escenario que terminó de cuadrar con una publicación de Folha de Sao Paulo. El diario publicó en su tapa del viernes (4) una encuesta que daba cuenta de que la popularidad del gobernador se “desploma”. Ese mismo día, Alckmin anunció la “suspensión” de la “reorganización”, y una “discusión escuela por escuela” de la medida durante el próximo año.
A pesar de que el anuncio se festejó, pues se trata de una victoria parcial, los estudiantes respondieron a través de un comunicado del comando de escuelas ocupadas que no van a ceder. Exigen la suspensión total de la “reorganización” y la no criminalización de los estudiantes que siguen en la lucha. Pero no se quedan ahí: reclaman un profundo cambio cultural en la educación.
Nota completa: www.cubadebate.cu/noticias/2015/12/08/brasil-artistas-se-suman-a-ocupaciones-estudiantiles-en-sao-paulo/
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Marcha mundial contra Monsanto.- Montevideo, Uruguay, 23 de mayo 2015.
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Crónica Piedra Sola- programa radial Bien Común, Setiembre 2015, Radio Pedal. Foto: Marcelo Aguilar-
Un pueblo ubicado sobre una de las reservas de agua dulce más grande del mundo deposita su identidad en una roca. 400 kilómetros al norte de Montevideo, erguida frente a un páramo en una de sus dos entradas, ésta le da el nombre de Piedra Sola. Unos camiones enormes llegaron buscando petróleo e hicieron temblar todo. Incertidumbres y resistencias de un pueblo que deposita su identidad en una roca y se ve sometido a la peor ironía: la factible llegada de una técnica que se basa en romperlas y contamina el agua.
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Guarda indígena em Chocó, Colombia.
“Das realidades de um imenso e profundo Brasil compõemse as imagens deste ensaio do fotógrafo Marcelo Aguilar, retratos da infância na lida por uns trocados, em bicos em postos de gasolina ou venda ambulante nos barcos que cortam as águas amazônicas, no Pará. O jogo de luzes e sombras neste intenso claro-escuro reforçam cenas, feições e expressões, deixando antever o peso das responsabilidades a substituir as alegrias da infância” Ensaio publicado na edição 230 da revista Caros amigos, Junho 2016.
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La coca nunca será cero
- desde El Chapare, Bolivia.
Na Bolivia, a coca nunca vai ser zero, porque seus cultivadores a vem como a planta santa que é. Tem defendido ela como parte da sua natureza e a continuaram defendendo. Desde o governo de Evo Morales, El chapare vive em paz, já não tem gases nem violencia. Mas subjace a cada paso a lembrança viva da dor inesquecível da intervençao extrangeira armada, e os abusos de militares bolivianos contra uma populaçao indefesa que além de tudo virou mais forte.
Texto: Marcelo Aguilar. Foto: Fernando Cartagena.

Los militares los habían rodeado.
—¡¿Ustedes qué quieren?! ¡¿Quieren bloquear las rutas?!
Unas sesenta personas estaban reunidas adentro del local de la Federación de Comunidades Interculturales de Chimoré.
—Nos metieron gas por la puerta, a todo dar. Como todavía era joven traté de escapar al monte por la puerta de atrás cuando… ¡Pum! Me había dado el soldado. La bala entró en el muslo y salió por la planta del pie.
Para Fructuoso Herbas, el recuerdo es luctuoso, está apoyado en la única pierna que le quedó, al lado del taxi que maneja para ganarse el pan.
Aquel 6 de diciembre de 2001, fue sangriento en Chimoré, en la región que se conoce como El Chapare, localidad selvática del departamento de Cochabamba en Bolivia.
Los cocaleros estaban a la orilla de las carreteras ofreciendo piñas y plátanos, los productos que el gobierno les había obligado a producir para sustituir a la hoja de coca y nadie compraba. Por aquellos tiempos, con la excusa del combate al narcotráfico, y con la dirección in situ de la Administración para el Control de Drogas norteamericana (DEA, por sus siglas en inglés), los productores de la hoja sagrada de Bolivia resistían una brutal represión.
—Llegué al hospital que me moría. Blanco. En Cochabamba los médicos se han hecho la burla conmigo.
—¡Hola cocalero! ¿Qué tal ha estado la bala? Es tu merecido.
Cada ocho horas le ponían calmantes, pero bastante antes de ese tiempo el cuerpo volvía a doler.
— Ahí se empezaban a sentir los gritos de los compañeros baleados.
—¡Falta una hora, aguante! ¡Aguanten carajo! ¡Eso han querido, ahora aguanten!—, gritaba el médico.
***
Edgar Quispe, secretario de la Federación de Comunidades Interculturales de Chimoré, está sentado frente a dos banderas: la boliviana y la de los pueblos originarios. Las paredes están tapadas de afiches de Evo Morales y del Che, un vitral trasluce el verde de una hoja de coca. Esta asociación es una de las seis federaciones cocaleras del Trópico de Cochabamba.
—¿Por qué era la lucha? Para salvar el pan diario, para defender la economía de los compañeros y para defender la hoja. Para ese entonces la coca ya estaba condenada. Y desde ese entonces nuestras luchas han comenzado. Teníamos que defender la coca, que no es droga en su estado natural.
Más que hablar comenta unos datos que anotó, parece, hace ya algún tiempo con lapicera azul en una hoja que lee por encima de sus lentes.
—Bolivia nace con mar, el 6 de agosto de 1825. 180 años pasaron hasta 2005. Evo Morales: 10 años. La coca condenada el 24 de enero de 1961, comparada con opio, droga.
Es la Convención Única contra Estupefacientes de Naciones Unidas.
—Era una colonización dirigida, manejada por los gobiernos neoliberales, dictatoriales. No nos dejaban organizarnos, estábamos prohibidos y nos organizábamos clandestinamente.
Sigue leyendo.
—Gobiernos dictadores. 1982, primer plan quinquenal de erradicación forzosa. 1982, segundo plan trienal. 1983-1985, erradicación progresiva. Gobiernos neoliberales. 1985-1989, plan trienal Víctor Paz Estenssoro. 1989-1993, Plan Coca por Desarrollo Jaime Paz Zamora. 1993-1997, Plan Opción Cero, Gonzalo Sánchez de Lozada. 1997-2002, Plan Dignidad de Hugo Banzer, que lo terminó Jorge “Tuto” Quiroga (2001-2002).
Se interrumpe.
—Banzer era alumno de la Escuela de las Américas, sólo quería torturar a los compañeros. Y “Tuto” Quiroga, en el año que gobernó, sembró más muerte, más luto para el campesinado productor de la hoja de coca.
Sigue.
—2002-2003, Plan Bolivia.
Luego ya viene la cara del presidente Evo, ubicada como un sello al final de su hoja de apuntes.
Edgar dice:
—Desde el 2006 el Trópico de Cochabamba se ha visto en paz, no hemos tenido más bloqueos, ni marchas, no hemos tenido más siembra de luto, sangre. Nos hemos olvidado, gracias al compañero presidente Evo Morales.
***
En el cuartel de la Unidad Móvil de Patrullaje Rural (UMOPAR) en Chimoré existe el “Museo de la droga”, algo así como un bizarro mosaico de incautaciones en tiempo de intervenciones armadas.
Ahí, la DEA tenía su base militar y su helipuerto. Aunque un cartel en la ruta lo anuncia, hay poco de lo esperable para un museo. Para entrar hay que gestionar el permiso o ir acompañado de la Secretaría de Turismo del Municipio de Chimoré. Mismo así, hay que esperar lo de siempre cuando el acceso a un lugar no es simple: que uno le pregunte a otro y otro a un superior. Dar explicaciones y si hay suerte, entrar. Es un cuartel.
De ahí adentro salieron los soldados bolivianos y estadounidenses que hicieron la “guerra a las drogas”. Ese eufemismo mundial que ha sido y es usado largamente para justificar el control de territorios y exterminios varios.
—Cuando usted me dice droga, mi punto de vista es político. Porque esto es un producto de una ciencia económica que para mi no debería existir. Nos lo han metido, viene de una potencia, porque de todo lo que sale de acá ni siquiera obtenemos el plus valor. Se queda en el exterior. ¿Quiénes lo tienen? Los que manejan la economía global.
—¿Los que estaban acá hace poco?
—Exacto.
Dice el sargento segundo Andrés Laine Zambrana, policía, convertido en militar, que hace de guía en el museo de “la droga”.
Estudió en el Centro de Entrenamiento Internacional Antinarcóticos “Garras del valor”, otro cuartel, donde todavía entrenan militares de Argentina, Perú, Uruguay, Paraguay, Colombia, Ecuador, Panamá, México y República Dominicana.
Como el guía que es, muestra los tipos de fábricas de cocaína intervenidos y los objetos incautados.
—Esta es una fábrica móvil, tipo colombiano.
Las maquinarias más viejas eran pesadas, difíciles de mover. Luego se fueron modernizando, adaptando. Incorporaron máquinas para moler, las hicieron más funcionales al desarme inmediato.
En un rincón junto a una ventana, un maniquí pisa hojas de coca secas, viejas. Hay motores de lanchas que transportaban mercaderías, motos para el mismo fin, armas herrumbradas de todo tipo y calibre, televisores que adentro traían cocaína. Suelas de zapatos desguasadas, valijas rotas tal como quedaron tras ser incautadas, frascos de vidrio con sustancias y telarañas y sobre una mesa unos polvos blancos sin sabor a nada. Hay también una galería de fotos de “mulas”, es decir, personas que cargaron cocaína en cápsulas dentro de su cuerpo. Ahora la cocaína, además, pasa impregnada en la ropa.
El guía entrenado contra las drogas tiene en la mano la ley 1008, la que justifica la guerra contra las drogas.
—¿Es una ley muy dura no?
—Esta sí, porque es impuesta. Todos saben que ha sido impuesta, han venido y dicho: ya, apliquen esto.
Laine Zambrana no es el único que piensa que las leyes de ese tipo, que promueven el combate frontal al narcotráfico, no sirven.
—Es querer luchar con algo que nunca va a terminar.
***
El periodista y escritor Ramón Rocha Monroy opina que la región del Chapare es “el receptáculo de todos los pobres del país, tanto del valle como del altiplano”.
—En realidad, lo que querían era limpiar de pobres esa zona tan linda. No quisieron erradicar la hoja de coca nada más, sino erradicar a la gente. Gente muy necesitada, que ha cumplido todos los oficios de peones del narcotráfico. Han llevado hojas, las han pisado, han hecho lo que han podido para sobrevivir.
Pero no pudieron erradicarlos, los hicieron más fuertes.
Como a Leonilda Zunita.
Ella tuvo que dejar el colegio porque su madre es viuda desde que tenía dos años y no tenían plata para nada. A su madre le dijeron “señora corte su coca y plante palmito”.
—Y mi mamita cortó nomás su coca.
Pero el palmito dio palmito cinco años después.
Las viudas asumen lo que se llama “vinculación femenina” en el sindicato, limpian la sede y cocinan en las fiestas patrias. Leonilda tomó estas tareas para que su madre descansara.
En 1994, unos doscientos hombres la eligieron secretaria de actas del sindicato cocalero de su localidad, no sabía cómo hacer el trabajo, pero su hermano mayor, El René, le enseñó. Y desde ese momento, hasta ahora, es dirigente.
En 1995 junto a sus compañeras y compañeros marchó caminando a La Paz. Salieron el 11 de diciembre y llegaron el 18 de enero. Hizo doce días de huelga de hambre. Dice que nadie quería entrar a la huelga de hambre y ella se metió. A la vuelta de la marcha, el 15 de febrero, la eligieron como ejecutiva de una de las seis federaciones cocaleras del Trópico.
Hoy es secretaria de relaciones internacionales del Movimiento Al Socialismo (MAS) y está sentada en su despacho de Presidenta de la Asamblea Legislativa de Cochabamba.
— Defender la madre tierra es defender la hoja de coca y defender la hoja de coca es defender la tierra.
Pero la lucha también es defenderse de la violencia.
— Nosotras hasta hoy luchamos para que nuestros nietos no vivan como han vivido nuestros hijos, bajo gas, bajo represión, patada, puñete. Y para que no sufran las violaciones sexuales de las que muchas fuimos víctimas.
Los gringos eran altos, rubios, robustos, hablaban otro idioma, dice Leonilda. Les compraban en el mercado legal de coca de la Federación de Villa Tunari cada año 60 o 70 toneladas para la Coca-Cola.
—Eso decían.
Y sonríe con sorna.
Podían llegar a venir unos 50 o 60 autos, jeeps y helicópteros para una erradicación puntual de coca, recuerda. Quemaban las casas, destruían, dañaban la comida, robaban, no los dejaban ni enterrar a los muertos. No respetaban a nadie, ni nada. Absolutamente nada.
***
Donde Julio Panoso está parado ahora, al sol de la tarde en una esquina de la plaza de Chimoré, no hubiera podido estar años atrás. Era dirigente de la Federación del Trópico de Cochabamba.
—Éramos buscados, caminábamos solamente de noche. Para nosotros nunca había tranquilidad, nos reuníamos clandestinamente. No podíamos manejar dinero, podíamos ser acusados de traficantes, y que nos robaran o nos llevaran presos.
***
—Laaaarga es la historia—, dice Fructuoso, el taxista, estirando la a.
Llegó desde Cochabamba con 15 años, hoy tiene 49. Cuando perdió la pierna su hija tenía ocho meses. Hoy tiene 17 y no le cree cuando le dice que lo balearon los militares. Ella nació y vive en otro Chimoré.
Todo el mundo sigue andando de cachete inflado haciendo el acullico, es decir, mascando hoja de coca, pero a ella no le dicen “perra hija de puta” como a su padre.
Fructuoso recuerda que entonces no había ni comida y era dificilísimo tener algo para poner en la olla. Hoy le da para vivir con el taxi. Maneja a través de una extensión del acelerador con punta de horqueta que traba en lo que queda de su pierna. Ya no quiere pensar cuando era “hueso y piel nomás”, cuando no podía pararse ni sentarse, cuando no dormía tranquilo en su propia cama.
—Fue un tiempo muy doloroso. Si me recuerdo mucho, me lastima.
Pero no puede dejar de recordar. El mismo día que lo balearon en Chimoré su compañero Casimiro Huanca agonizante en el piso, entre la nube de gas, le balbuceó sus últimas palabras.
—No se rindan nunca. Sigan.
Fructuoso no quiere recordar. Pero no olvida.
—Nuestro mensaje era y será claro: la coca nunca va a ser cero.
Nota completa: http://farmakon.ladiaria.com.uy/la-droga-como-un-museo-vivo/
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Botar afuera
- sobre la migración dominicana en Uruguay.
El sueño de “echar pa’lante” de los dominicanos está buscando querencia en Uruguay. En los últimos dos años, los 2.500 que se quedaron retocan, en la experiencia y en el relato, la imagen exportable del milagro uruguayo y comienzan a generar un fenómeno sociocultural interesante.
Texto: Marcelo Aguilar. Foto: Mayra Da Silva. Fecha de publicación: Setiembre 2014.

Hoy no ha comido. Sus guantes de lana evidencian lo que su liviandad de ropa no: sufre el frío y la falta de dinero. Alejandro ya gastó todo lo que trajo, unos 600 dólares. —No he puesto un caldero en una garrafa para hacer algo. Amanecí sin dinero. Tenía ayer 2.700 pesos que se los di a la señora de la pensión. Pero hoy amanecí sin ni uno. Estoy caminando, sobreviviendo, tratando de conseguir trabajo.
Lo dice con voz pausada, sentado en una de las escaleras de acceso al shopping Tres Cruces. En su país no había pasado lo que está pasando aquí: hambre. Y eso le dice a su esposa por el teléfono, le cuenta lo desgraciada que le ha devenido esta aventura de perseguir el progreso en tierras lejanas. —Ella me dice que ahora estoy peor de como estaba allá. Porque hice lío, cogí deudas para venir. Yo vine en búsqueda de echar hacia adelante, trabajar acá, mandarle a mi familia, pagar las deudas que tengo allá y esas cosas, pero hasta ahora, nada. Todo salió al revés. Le dijeron que a los cinco o seis días tendría trabajo, y no ha conseguido ni medio. No tiene un “cuarto”, que en su voz es “cualto” y que acá es “dinero”. Y habla de su futuro, que hoy es el 30 de setiembre, cuando acabe el mes tendrá que pagar de nuevo la pensión. —Uno no está acostumbrado a vivir en la calle. Pero no hay cuarto para volver a República Dominicana. Espero que Dios me ilumine y aparezca algo rápido. Sin trabajo no puede obtener la residencia legal y sin la residencia legal no puede obtener trabajo. Al menos en las empresas a las que ha ido en busca de empleo han rechazado la cédula que le otorgaron, que dice “residencia en trámite”. En República Dominicana, país al que arriban constantemente paseantes del mundo entero, trabajó en los mejores hoteles, fue amo de llaves, maletero, y seguridad en Bávaro. Pero decidió partir porque aquí no pedían visa, y sentía que en su país se iba a pasar la vida trabajando para vivir cansado y ganar “chilata”: una miseria. Aun así, nunca imaginó llegar a Uruguay y verse con dificultades para procurar el alimento: —En mi país, hasta con dos plátanos uno come. Uno aquí no come con 50 pesos. Aquí no te venden cinco pesos de aceite en ningún sitio. Aquí todo es envasado, allá es por saco; si quieres una libra te venden una libra.
***
En la esquina de la pensión, llegando a Fernández Crespo, Alejandro, negro, de manos grandes y mirada profunda, con su gorrita deportiva y su inocultable aspecto caribeño, no suelta el celular. Está esperando que su mujer le mande el código del dinero que le depositó, 100 dólares. Él vino a este país para enviar dinero a su familia, no a que le manden, pero no tiene alternativa. Como el código no llega, decide averiguar si puede retirarlo con la cédula. Al entrar a la casa de cobranzas, el guardia de seguridad –antes sentado y con cara de hora de cierre– se para como empujado por un resorte y activa su gestualidad vigilante. La mirada del empleado de al lado dibuja un lento paneo tras la ventanilla. Algo similar hará después el seguridad del supermercado cuando Alejandro busque una “recarguita” para el celular, y han repetido ese gesto los dueños de pensiones a las que ha ido para saber de amigos. La mirada inquisidora corta. Y al cortar, duele. Pero hay otras miradas –como la del veterano de la pensión que se acerca mochila al hombro– que calan hondo en sentido contrario, y en su simpleza rescatan parte de eso que las sociedades tienden a perder ante el avance amenazante de lo desconocido. —¿Qué es lo que hay, Pepe? –pregunta Alejandro, sonriéndole y estirando su mano. —¿Cómo andás, Ale?, ¿entraste la ropa? Mirá que se viene la lluvia –responde el veterano tras apretarle la mano. —Sí, ya la entré, se secó. Pepe deja atrás el diálogo y sigue caminando calle abajo hasta la pensión. Conversan mucho, Pepe lo aconseja, le recomienda dónde buscar trabajo o no. Pero el código no llega, y sin él no habrá comida.1
***
Tras el pequeño vidrio cuadrado de la puerta de servicio del shopping Tres Cruces, Yessica, también dominicana, motas largas, sonrisa ancha y ojos brillantes, barre. La puerta desentona con las lustrosas vidrieras que tiene al lado, pero pasa inadvertida para los miles que recorren esos pasillos en una tarde de viernes, entre carteles de “Sale” y de “Off”. Sosteniendo la escoba, Yessica recuerda en voz no tan alta: —Cuando llegué lloraba por la calle. Veía a todo el mundo con su vida armada y yo que empezaba de cero. Me sentí en un desierto. Minutos después seguirá tratando de dejar pulcro lo pulcro. Como la mayoría de los dominicanos que llegaron en masa a nuestro país, Yessica tampoco la pasó bien al principio, pero zafó. Ahora trabaja en una empresa de seguridad de seis de la mañana a dos de la tarde, y a las tres entra al shopping hasta las once de la noche. Desde que vino supo que no la iba a tener fácil, pero está convencida: —Nada es color de rosa en la vida, todo tiene su sacrificio. Pero si no malgasto mi dinero y ahorro, voy a ver recompensado el sacrificio que hice. Lo quiere ver allá, en su país. Con sus tres hijos. Pero no todavía. —No quiero regresar así como vine, con las manos vacías. Todo el que se quiera ir que se vaya. Yo no.
***
Otra tarde de viernes, y por suerte otro pasillo. Ahora Yessica está en el del subsuelo, que aloja las agencias de encomiendas. Mientras esquiva carros cargados de cajas y se las ingenia para barrer entre caminantes, piensa y va soltando explicaciones, como el barrer, por partes. —La mayoría de la gente piensa que viajando se le va a solucionar la vida, sus problemas, todo. Piensa que va a encontrar los cuartos en el piso, como esta basura que yo estoy recogiendo. Le duele la espalda, pero no lo dirá, porque sabe que no va a ganar nada, y tiene que seguir. En unos minutos llegará la encargada, que le dirá con sonrisa de maestra que le va a cortar la lengua si sigue conversando, y le dará la media hora libre; pero antes, la metáfora: —Lo que pasó aquí es como cuando abren una tienda nueva, con ropa, televisores, todo para que el que quiera entrar entre. Y todo el mundo entró. La media hora libre se va casi tan rápido como la hamburguesa de Mc Donald’s que Yessica come sobre la única mesa disponible a esa hora en la plaza de comidas. Son las siete de la tarde. Ella, en Santo Domingo, nunca fue empleada de nadie. Se crió con su abuela y entendió que debía levantarse por la mañana, salir con su bulto a vender y procurarse los cuartos. Con ese trabajo conoció al pobre y al magistrado. Pero en su país. —Nadie, yo que estoy aquí sentada, nadie sabe quién soy yo.
***
“La mujer dominicana es paridora”, dice Alejandro. Y Marisol no es la excepción. Ella tiene cinco hijos en Dominicana: una mujer de 25 años, que a su vez tiene tres hijos, otra de 21, que tiene un niño y está embarazada, y otros tres varones, de 19, 18 y 14 años. —Viene primero gente de allá, se tiran foto en cualquier lugar, y que la cosa está buenísima, buenísima, y tú que estás allá dices: bueno, yo quiero irme pa’ mejorar. Su llegada aquí es igual a la de tantos otros. Si se queda hasta enero va a cumplir dos años en Uruguay, y ya lleva un año y siete meses trabajando en una casa de familia, donde gana casi 18 mil pesos. Enviar dinero le rinde, porque un peso uruguayo equivale casi a dos pesos dominicanos, por lo que enviando 5 mil desde acá y pagando el envío, su hija recibe allá unos 10 mil. Ante los primeros periodistas que la interrogaron pensó que la entrevistaban para deportarla, algo que en aquel momento no le hubiera venido mal, porque se quería ir y no tenía dinero para el avión, recuerda mientras ríe. Pero ahora habla con cara seria y tono firme: —Yo no soy enemiga de nadie, y no estoy de ilegal aquí, estoy en el Uruguay trabajando dignamente. En diciembre va a poder volver a su país, tiene un pasaje de ida y vuelta que le compraron sus patrones. Y dice que la tratan tan bien que no está segura de querer quedarse allá.
***
Afuera hace frío y el viento es helado. Pero en Lo Frías, el Santo Domingo montevideano, los espejos se empañan con el calor del perreo o el compás saltadito y contoneado de la bachata. La relación se invierte y los extraños aquí son otros.
—¡Sabroso! ¡Hoy domingo loco, domingo loco, en bar latino bailable Lo Frías, a casa lleeena, ay Dios mío, hasta que salga el sol, ya tú sabe! La voz es de “Chipijamel”, nombre artístico de Jhon, 25 años, alto, gorra y auriculares en la cabeza. —En Dominicana soy rapero, artista. Canto rap. Y aquí me desenvuelvo como DJ –dice, y se lo puede ver rapeando en su país en varios de sus videos, colgados en Youtube con el título “Chipijamel La Pillama”. Llegó hace tres meses, y vino a conocer, a vivir una experiencia nueva, motivado por su madre, que le dijo que viajara. Al mes consiguió empleo en un frigorífico en el que trabaja hasta ahora, alternando con el boliche. Su hermana también está aquí, pero se quiere ir. Él no. Chipijamel trabaja con Giancarlo, el DJ uruguayo de 18 años que pasa música desde que el boliche abrió: —Me compré mi equipamiento, y aprendí mirando. A lo primero me enseñaron qué música pasar porque estaba un poco nervioso. Vine, puse la música lo más bien y empezó a marchar. Y ellos gritan, tenés que darle un agite por el micrófono y le das el swing. Ahora suena la salsa con fuerza. Su novia lo acompaña; está parada contra el marco de una puerta con una amiga. Las dos miran la pista, donde los dominicanos bailan. —Son terribles carperos, te chamuyan –dice y se ríe la amiga, evidentemente uruguaya. —Y el perreo es horrible. En el baño, dos jóvenes dominicanos hablan fuerte y áspero, con las pulsaciones todavía aceleradas por el ritmo. —El racismo nos está matando. En un trabajo, si pagan 13 mil, al dominicano le quieren pagar 8 mil. Te venden y no te miran a la cara, como si fuéramos animales. Pasa otro joven. —Se queda –le dicen, y lo interceptan. —¿Cuánto tú pagas en la pensión que tú vives? —Seis mil –responde. —¿Y cuánto empezaste pagando? —Mil quinientos. El tema de las pensiones es recurrente. Las denuncias de falta de higiene, presencia de ratas y cucarachas, así como de abusos en el cobro se repiten una tras otra. Y ahora Uruguay les pide visa. En medio de la pista, Florentina recoge los envases vacíos. Es la dominicana dueña del boliche, al que su apellido da nombre: Frías. Ya afuera, “Fita” le habla a la muchachada que se apilaba en la esquina, en el cruce de Yaguarón y Barrios Amorín: —Por favor, no me hagan bulto aquí adelante, por favor, que comienzan a llamar a la Policía. No sería ni la primera ni la última vez que lo harán los mismos vecinos de enfrente, que le gritaban: “¡Váyanse a trabajar a su país, negros de mierda!”. —Cuando vine, como todos los inmigrantes, traté de buscar una vía para coger un poco de dinero. Llegué sola. Iba para Argentina, pero exigían visa, no pude pasar y me quedé. Pagaba 8 mil pesos de pensión, yo sola. Entonces me puse a averiguar el tema de los boliches y me metí como chica en Acuarela, en Ejido; entraba a las dos de la tarde y salía al otro día a las cinco de la mañana. Seguí trabajando hasta cumplir dos años, el 31 de diciembre. Y luego pude poner el 24 horas. Y después me puse a investigar para poner este boliche aquí. En Dominicana hacía arreglos de flores. —El dinero en mi país rinde muy poco. Y uno siempre sale a emigrar. Por todos lados hay dominicanos. Estamos en el mundo entero. No es nada raro que aquí haya, ya hay en Argentina, Chile. Y como Mujica no la puso difícil a uno, llegamos más. Hoy se levantó a las siete de la mañana, y no se acostó más. Limpió los baños, y ahí sigue, recogiendo botellas, incansable. Con el mismo espíritu que la llevó a probar suerte en las islas Caico, ubicadas al norte de Dominicana, donde duró casi cinco años con una cafetería. El 31 de diciembre va a cumplir tres años en Uruguay. Y no se arrepiente de nada. —Soy madre soltera, tenía que sobrevivir. Uno no se siente bien, es la realidad, pero después de que sale fuera y se le acaban todos los ahorros que tenía, tiene que tirar el cuerpo al agua.
Nota completa: http://brecha.com.uy/botar-fuera/
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Iguales ante la ley
- recorrida por presidios de adolescentes.
Ser, Ceprili, ciaf, Hogar Cimarrones o Ituzaingó, son nombres que no logrará olvidar quien haya estado alguna vez allí. Son algunos de los centros de reclusión que integran el SIRPA y que Brecha recorrió junto al Ielsur y el secretario general de la Organización Mundial Contra la Tortura.
Texto: Leticia Perez y Marcelo Aguilar. Fecha publicación: Octubre 2013.

El estereotipo de los “menores infractores” se abre camino con fuerza en el imaginario. Como si la frescura de la vida aún breve desapareciera de pronto sin dejar rastro, olvidamos que hace poco dejaron de ser niños. Sobre ellos recaen los afanes punitivos hasta desdibujar la frontera entre víctimas y victimarios. “Por las dudas nos quedamos acá, nos avisan cuando quieran salir”, se nos dice al entrar en la celda. Seguro no es fácil estar allí, ni dentro ni fuera de las celdas. El continuo y fugaz paso de las historias de “los menores infractores” por la agenda mediática los convierte en un conjunto de seres, aunque diferentes, iguales. La analogía puede extenderse a los centros de reclusión, que a pesar de tener características distintas, son iguales. La lógica es casi la misma. Aunque siempre hay excepciones.
I. El hierro retumba. Una y otra vez las puertas se abren y cierran, delatando ensordecedoras la dinámica del espacio. Se respira fácil el pórtland y el encierro. Y la primacía del gris acentúa la falta de luz. La mayoría de los jóvenes pasan veinte horas al día en la celda; un rectángulo sin luz eléctrica ni más calor que la magra envoltura de las camas. ¿Hay algún sistema de calefacción? Un no prolongado en la o dice que la pregunta es retórica: “Esto es el Ser”.
Minimalista, la casa está limpia y ordenada. Allí comen, duermen, y no mucho más. Cuando hay visitas, una de las frazadas va al piso en procura de un poco de comodidad.
La cucheta ocupa casi la mitad del espacio. De su cabecera cuelga una toalla. “Si no es horrible”, dicen entre una mezcla de risa y vergüenza. Es que atrás está el inodoro, que bajo una ventana del tamaño de una caja de ravioles se eleva desde el piso completando el cuadro. Antes usaban bolsas de nailon.
¿Cómo es un día acá? “Todo el día de tranca”, dicen los del Módulo 2. Los chiquilines salen para bañarse y para ir al patio. Desde este año también van a la escuelita de la colonia para hacer el liceo. Pero no todos. “Yo me anoté pero no me llaman”, avisa uno. También viene una ong que hace talleres, pero “a veces te toca y otras no”. Y dos veces por semana juegan al fútbol.
El Ser es el centro de máxima seguridad de la Colonia Berro. Allí van los jóvenes complicados, no necesariamente porque hayan cometido los delitos más graves sino porque se portan mal en otros centros. Es el hogar de castigo. El sistema está organizado de modo que el adolescente, según su conducta, transita por varios niveles. El Módulo 4 es la parte nueva del hogar. Se edificó sobre lo que antes era patio. Tiene losa radiante, que por una cuestión de justicia no se enciende. Es que no todos quienes están allí pueden gozar de semejante lujo. Entre las alas del módulo se ve una mesa de ping-pong. La luz natural se expande desde la claraboya iluminando a unos diez que juegan animosamente. Afuera, una tanda de engrillados pasan por la requisa de rigor antes de ir a la escuela. En el patio una pelota triste rebota entre dos. El resto –salen de a 14– muta.
II. Cuando un adolescente ingresa al Ser va directo a la “tumba”, así le dicen a la celda de castigo en la que los nuevos, por una cuestión de orden, pasan cinco días solos, sin luz, actividades ni patio. También van sancionados si se mandan alguna macana dentro del centro. En ese caso el tiempo de permanencia varía según el nivel en que estén y la gravedad de la falta. La tumba también existe en otros hogares. En el Desafío es la celda 10, famosa porque ahí “se aparecen entidades” y “dicen que abajo hay un cajón de muerto”. Debe ser por eso que uno sintió una madrugada que le tiraban de la frazada, y hasta se le apareció un enano. Un día otro se puso muy nervioso, vinieron los del Suat y lo inyectaron. Durmió durante días.
III. ¿Reciben visitas? “Él no.” ¿Por qué?, le pregunto. “No sé, dicen que no tienen plata.” ¿A vos sí te vienen a visitar? “Sí, todas las semanas. Pero yo les digo que no vengan.” ¿Por? “Qué van a venir acá, te hacen sentar en el piso, ¡tas loco! Cuando llueve llegan todos mojados. Pero vienen igual. Yo le digo a él que no se queme, que si necesita ropa que me pida, y de los paquetes que me mandan le comparto.”
¿Conocen cuál es el reglamento de convivencia? “Respetar a los compañeros, respetar a la Policía, respetar a los funcionarios y a la visita, ¿no viste el cartel de la entrada?”, dijeron varios. Otros sacaron un librito celeste que les habían repartido días atrás. La situación se repite en varios centros. “Nos hicieron firmar y nos dieron esto.” El documento no es comprensible para muchos de los adolescentes. Algunos no lo leyeron, porque no saben hacerlo muy bien, o empezaron y se aburrieron al toque. Otros en cambio tenían subrayados los artículos que no se respetan, como el que dice que tienen derecho a recibir la visita de familiares, amigos o ayuda espiritual.
Restringir la visita es una forma de sanción, según cuentan los chiquilines de varios centros, al igual que acortar las dos llamadas semanales de seis minutos a tres. Lo mismo pasa con el encendedor, o el baño. También el patio. “No estuve saliendo por una sanción.” Dice que lo involucraron en algo que no hizo. Le pregunto cómo lo tratan y me dice que bien. ¿Pero no fue a vos que te hicieron limpiar la pared con un cepillo? (Varios me habían contado que una forma de castigo era hacerlos limpiar el ala del módulo en traje de Adán.) Me contesta que sí esquivando la mirada. Le digo que entonces no lo trataban tan bien. “Es así –me responde–. No vas a estar tan bien, es una cárcel.”
IV. “¿Por el Ser y todo van? ¿De acá se van al Ser? ¿Y qué les dijeron ahí? Te cagan a palos en el Ser, ¿les dijeron?”, pregunta uno. “Hay mucha tranca pero este hogar está bueno, no te pegan ni nada. En el Ser te pican”, afirma otro. Los adolescentes identifican al Ser con las palizas, pero no es el único centro señalado en las denuncias.
Además de hacerlos limpiar desnudos las paredes o el piso, una práctica de castigo reiterada es “el paquetito”. Consiste en encadenar a los adolescentes de pies y manos y enganchar los grilletes por detrás del cuerpo, de modo de reducir al máximo el movimiento. Así quedan, tumbados por el tiempo que al funcionario se le ocurra. “O si no te llevan amarrocado para el patio con dos o tres funcionarios y te pican.”
Al igual que los que no pegan, los golpeadores son identificados con nombre y apellido, así como por su nivel de violencia. “Con ese no podés, te pega en serio.” Algunos de los jóvenes, quizás los más cabizbajos, no se animan a identificar a los verdugos, se limitan a decir que “siempre son los funcionarios más grandes”. Mientras que hay otros que cuentan confiados cambiando un “No digas, que nos van a venir a pegar a todos” por un “No me importa, una paliza más, una menos…”. Cuentan que a veces llaman a funcionarios de otros hogares. Ahora, “los directores que andan de traje”, ésos, no participan. “¿Denunciar? ¡Tas loco! Si contás es peor.”
V. La pieza. Cuatro paredes y una puerta siempre cerrada. Más gurises que camas, colchones en el piso. Dos pequeñas ventanitas, y aun más arriba, casi llegando al techo, una ventana. Con suerte, un televisor. Sobre los bordes de la reja descansan avioncitos de papel. Son más de 20 horas diarias, en realidad cerca de 23 las que los adolescentes pasan dentro de la celda. Salen 20 minutos al patio, en algunos centros también a buscar el alimento, en otros se los traen a la celda. Los gurises la cuentan.
—La rutina de nosotros es: nos despiertan a las nueve, limpiamos los pisos, nos sacan a bañar, nos dan la leche. A las doce: alimento. A las cinco: patio, ahí tomamos la leche, y después… ¿A qué hora es el alimento? –pregunta uno de ellos.
—A las ocho –le responden.
—Y en total, todo el tiempo que estamos afuera junto es una hora –agregan. Y la comida “está a full”. Así al menos es en el Centro de Medidas Cautelares (Cemec). Dentro de la celda está la cancha de ping-pong: la línea central armada con los championes, las chancletas como paletas y como pelotita la del desodorante.
—El juego lo inventó esta pieza –se jactan.
Un funcionario le dijo al director, y éste les compró unas paletas. Ahora pueden jugarlo en el patio. No hay grandes sanciones, porque tampoco son muchas las grandes macanas. La más común es faltarle el respeto a los funcionarios, por ende quedarse sin el patio, o sin llamadas. Otras normas las establecen entre ellos: subir suave a las camas, no golpear las paredes, salir “bien presentados” –peinaditos, con championes, sin llevar las medias por arriba del pantalón– y con la cabeza gacha cuando un compañero está con visita. Tampoco golpear los fierros de las camas, porque el ruido se siente en la otra celda, y sí, retumba. “Jesús protege la pieza”, reza un cartel tras la puerta; y en la celda de enfrente uno de los chicos señala el almanaque, tiene sus días contados con precisión. En otro de los centros, sólo una pieza tiene radio. Si no, hay demasiado ruido en las celdas. Ese es el argumento, y se acabó. Entonces para que todos puedan escuchar hay que ponerla alta. Los sábados, cuando pueden agarrar algunas cumbias en la tele, de tanto esperar las suben “a todo lo que da”, y cuentan que les apagan “el toma” y chau música.
Pero la conversación se interrumpe porque es hora de talleres.
—Ahora o nunca.
—Ya vamos, nos vamos a despabilar, lavarnos la cara y vamos –avisa uno. Otro pide:
—¡Funcionaria! ¡Fuego!
La llama se enciende junto a la ínfima ventanita a un lado de la puerta.
La mayoría de los adolescentes no tienen contacto fluido con sus abogados, ni saben nada del juez. Algunos sí lo tienen a través de sus familiares afuera. En el pasillo una funcionaria esposa pies y manos. Van a los talleres. En una piecita del Ceprili (ex Puertas) los adolescentes hacen talleres de teatro, de computación y de canto. El resonar de “Color esperanza” lo presagiaba. Salen al patio de mañana y de tarde.
VI. El pasto perfectamente cortado, las paredes pintadas de colores vivos… cuando uno traspasa el cerco perimetral del hogar Ituzaingó la atmósfera se distiende. El movimiento es permanente pero no hay gran alboroto. Tampoco gritos. Todos parecen estar concentrados en algo.
Tres educadores que almuerzan bajo la sombra de uno de los árboles del predio no se ven muy distintos del grupo de jóvenes que en la mesa contigua conversan, fuman, juegan. Algunos deambulan de aquí para allá, un grupo numeroso juega al ping- pong, y a pocos metros un adolescente y un funcionario se mimetizan en la construcción de un baño “para las visitas”. El director del centro, que encabeza la recorrida, nos dice que el muchacho pasó momentos difíciles y que con el apoyo de todos ahora está mejor. Por suerte ya le queda poco para egresar. Su proyecto es ingresar en la marina.
La casa está en permanente mantenimiento. “Como verán no es perfecto, es todo reciclado, pero cuando vinimos en 2011 esto estaba lleno de ratas.” Lo que hoy se ve, dice, es obra de los gurises y de los funcionarios. “Acá no viene una ong que trabaja una hora y se va. Acá los funcionarios vienen tres veces por semana desde las 7 de la mañana a las 7 de la tarde y trabajan con todos los gurises que quieran.” En todos los centros hay más internos que cupos disponibles, y el Ituzaingó no es la excepción. Hay 90 gurises en una casa pensada para recibir a la tercera parte. Sin embargo el hacinamiento no se percibe a simple vista como un problema. “Estos tres lugares que antes eran pensados como calabozos ahora son la escuela, la panadería y la sala de informática.”
Un grupo de jóvenes dispuestos en círculo lee junto a dos maestras en la biblioteca, en un rincón descansan las máquinas de la futura fábrica de baldosas, a pocos pasos un adolescente arma y desarma piezas mecánicas, y de a poco el aroma anuncia que muy cerca algo está a punto de salir del horno. La cocina oficia de taller: pizza rellena, pan con grasa y diferentes tipos de pasta se aprecian sobre la mesada. “¡Las tortas que hace esta señora! ¡Al mejor estilo del Emporio! Hace un mes que está con nosotros y se ha encariñado mucho con los jóvenes, yo no puedo desperdiciar el saber que tiene y ponerla a abrir y cerrar puertas.”
VII. “¿Ituzaingó? Tas loco… ahí están todos los calefones.” ¿Pero parece que está buenísimo todo lo que hacen en ese hogar? “Parece, pero sos papeleta, si vas después para otro hogar te pegan. Yo me quedo acá.” A los que vienen de ese hogar los consideran “alcahuetes”, me explican.
Entre los centros hay pica. Y ésta se expresa fuertemente en la existencia de dos bandos: los del Ser y los del Ituzaingó, dos centros con conceptos visiblemente opuestos. Uno es de máxima seguridad, en el otro la apertura viene a más.
El cruce entre los internos de ambos centros puede devenir en conflicto, y por lo tanto se evita. Nunca juegan al fútbol juntos, y en la escuelita es mejor si no se encuentran. Se nos explica que por un lado el enfrentamiento tiene que ver con la cultura de la delincuencia, asentada con intensidad entre “los más pesados”, para quienes pactar con la institución, ser fieles a un proyecto, es sinónimo de traicionar los valores propios.
Pero estar entre los más pesados no implica haber cometido los delitos más graves. En ambos centros hay de éstos. La resistencia tampoco se asocia tan claramente con tener o no la voluntad de estudiar, trabajar, o participar de actividades. Algunos manifiestan que les gustaría ir a Cimarrones, por ejemplo, un hogar abierto en donde los jóvenes salen para ir a trabajar.
¿Y a Ituzaingó no? “No me gusta, hay violadores.” ¿Funcionarios violadores? “Gurises.” ¿Cómo es eso? “El hogar… dicen que es calefón… pero no sé bien cómo es la mano.”
VIII. Una chica llora desconsoladamente junto al teléfono.
—Te amo, decile a él que lo amo mucho también –dice–. Te amo –insiste. Del otro lado de la reja azul, una funcionaria mira las hojas de un listado. Entre sollozos, la detenida alcanza a decir:
—Tengo que cortar, mi amor. Otra funcionaria la abraza, está desconsolada. Juntas caminan hacia la única entrada de luz natural que cae sobre el pasillo, justo sobre un rectángulo de cemento lleno de colillas de cigarrillos. Por encima del compensado que limita el lugar se ven las obras. Es que donde antiguamente había una cancha de fútbol habrá más celdas. Estamos en el Centro de Ingreso de Adolescentes Femeninos (ciaf). A través de los pequeños huecos cuadraditos de las puertas se ven paredes tapadas de frases, nombres, dibujos. Por esos mismos huecos las adolescentes piden el agua. También se saben miradas. Desde allí cuentan que hay talleres de vóleibol, florería, costura. Pero son muchas, no alcanza una media hora por semana. Tienen que esperar a que les avisen. Preguntan la hora, no tienen reloj. Tienen entre 13 y 18 años. Y son 39 en un hogar con capacidad para 25. Del total, sólo diez no reciben medicación. El resto sí, psiquiátrica, o para tratar sus adicciones. Dentro de la celda no tienen televisión ni radio, según explican, para que no se depriman. De estos aparatos sólo pueden disfrutar durante la “convivencia”, una hora por día. La misma hora en la que tienen que lavar la ropa si lo necesitan, o jugar en la red que cuelga despareja en el pequeño patio gris, con el cielo lleno de duras franjas negras. Claro que el resto del tiempo nada tiene que ver con convivencia.
Nota completa: http://brecha.com.uy/iguales-ante-la-ley/
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El afuera en el adentro
- fotografía documental latinoamericana.
Con motivo de los festejos de los diez años del colectivo uruguayo Rebelarte, aprovechamos a conversar con sus integrantes, así como con otros cultores de la fotografía colectiva latinoamericana –Sub, Manifiesto y Mafia (Argentina) y Midia Ninja (Brasil)– sobre los desafíos de elegir mirar entre varios.
Texto: Marcelo Aguilar. Foto: Campesino en un camino de tierra, del trabajo Paraguay 17 veces volver / Sub Coop. Fecha de publicación: Octubre, 2016.

No recuerdo exactamente la última vez que escuché hablar de crisis en fotografía. Puede que haya sido ayer, incluso hoy mismo. Y aunque para Gerónimo, de la cooperativa Sub, “la fotografía está siempre montada sobre la crisis”, Oliver, de Midia Ninja, se pregunta:“¿Pero la crisis dónde está?, ¿Está en la necesidad de relatar la realidad? ¿O está en el modelo empresarial de los grandes medios y en cómo se entendió hasta ahora el fotoperiodismo?”. Quizá no haya una respuesta acabada para eso todavía, pero lo cierto es que mientras tanto varios colectivos están explorando nuevos caminos –tanto organizativos como narrativos y estéticos–, y de paso construyendo y revitalizando la mirada fotográfica en América Latina. O al menos consolidando una referencia ineludible.
ORGANIZACIÓN. Argentina, 2001. Fotos en negativo blanco y negro, caos y delirio, dentro de eso, cierta belleza y esperanza. “Esas fotos curiosamente me cerraron algunas puertas por las que en aquel entonces deseaba pasar y me abrieron un mundo que desconocía. Las puertas que se cerraron fueron las de las redacciones de los diarios y agencias de noticias, que enseguida me catalogaron como fotógrafo piquetero; por ende, me dejaron sin estatuto de fotógrafo profesional. Después de un tiempo de esforzarme para entrar, decidí quedarme del lado en el que habían disfrutado de mis fotos, y no estaba tan seguro de querer formar parte del rubro en el que algunos sólo sacan fotos por dinero. Había conocido un espacio donde las fotografías tenían significado y servían para algo. Algunas personas necesitaban de verdad esas imágenes, y no podían pagar por ellas. Pero eso no me hacía menos fotógrafo”, dice uno de los integrantes de Sub sobre aquel momento, en el texto que acompaña el trabajo que marca el hito-referencia del nacimiento de la cooperativa, que surge como tal tres años después. En ese espacio, donde las fotos tienen significado y sirven para algo y no se sacan sólo por dinero, nos quedaremos.
Cada colectivo tiene su búsqueda, claro. Su apuesta narrativa, estética, y política. Pero hay “algos” que los atraviesan, quizás, o los unen. Esos “algos” que los unen no son lineales ni nítidos: se mueven.“Es una respuesta contextual ante la mentira de la imagen y la información. Un descreimiento ante la saturación. Tiene que ver con búsquedas de formas de organización y de trabajo distintas, por fuera de estructuras piramidales”, esboza Florencia, del Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs (Mafia), colectivo que surgió en 2012 como respuesta a las agresiones y amenazas recibidas por una fotógrafa que cubrió el primer cacerolazo contra la presidenta. Al siguiente cacerolazo varias fotógrafas y fotógrafos, ironizando con el “autoconvocadxs”, se autoconvocaron para cubrir. Y así nació el colectivo.
“Nuestra dimensión política está en generar otras relaciones de trabajo, generar dinero pero que esto no sea el principal eje, y extraer del movimiento cooperativo los principios que ya venían con nosotros. Tiene que ver con esa idea de que hay muchas herramientas separadas, y que si las juntamos podemos ser bastante mejores y potenciar el laburo”, dice Gerónimo. Para Manifiesto, colectivo cordobés, hay “una necesidad de salir de lo individual para apostar al trabajo con otros como una forma de potenciar los discursos propios”, y explican en esa necesidad el nacimiento del grupo. Rebelarte, que los juntó una vez más en Montevideo, cree que “lo más interesante son estos vínculos que comienzan a construirse entre los colectivos. Ahí hay una potencialidad enorme, que nos permite crecer mucho, compartir dificultades y logros, ver los caminos ensayados por cada uno para resolver problemáticas comunes, con todas nuestras diferencias”. Sub, Ninja, Mafia, Manifiesto y Rebelarte tienen como principios la firma colectiva y la horizontalidad.
SENTIDOS. “Cada engranaje en un colectivo suma al proyecto de una manera muy directa y muy concreta. Poder construir tu propia agenda, tu línea editorial y que encima todos decidan con la misma voz y el mismo voto no es lo mismo que estar trabajando para alguien que ni sabés quién es, ni qué va a hacer con tu información y con tus imágenes”, dice Florencia. Esa libertad le permite a Mafia “ir donde sentimos que tenemos que estar, y a donde nos interesa poner nuestras cámaras”, y cubrir hechos y lugares tan diversos como la represión del hospital Borda y una Expo Agro, una marcha Ni una Menos y un festival de música country, o una elección del culo del verano. Y les permite practicar la ironía, la del encuadre y la luz. Cuando gente que es de plástico, en las fotos parece de plástico: “La intención no necesariamente es tener una mirada irónica. Pero a veces la realidad es muy grotesca. Nosotros no forzamos nada, mostramos a la gente en sus escenarios naturales y como es. No le ponemos una gorra del ejército argentino a una mina que está gritando contra el gobierno, se la pone ella, y nosotros le hacemos la foto”. Pero sí, “El recorte todos lo tenemos. Es muy importante declarar que todo punto de vista es subjetivo, que cada cosa que elegimos contar, y cómo la contamos, cómo la encuadramos, todo eso es una toma de posición. Y en eso que mostramos, en ese encuentro de subjetividades, se va armando un mosaico. ¿La realidad? No sé qué es la realidad, pero estas son representaciones”.
Cuando Manifiesto publicó “Te matan por un celular” en las redes, recibió mensajes violentos y amenazas de todo tipo por “defender a los negros”. El trabajo contaba cómo familiares y amigos de un pibe de 23 años –linchado por una turba por intentar robar un celular– construyeron un altar en el poste donde lo golpearon hasta matarlo. “El nivel de odio y racismo de los comentarios nos hizo reflexionar respecto de la urgencia de combatir un ‘sentido común’ asesino que florece cada vez más en la sociedad, y la potencialidad y responsabilidad que tenemos como fotógrafos de disputar esas posiciones que son continuamente fogoneadas desde los grandes medios de comunicación.” Gerónimo agrega: “A mí me gustaría pensar que nuestra fotografía tiene que meterse con el poder, y en la disputa de los sentidos comunes de la imagen, hoy. Desde donde se generan, desde los mercados, desde los estados, desde el gobierno, y hacia el cómo están representadas nuestras elites. Apuntar ahí, llevar las cámaras hacia esos lugares, aunque sea para preguntar cosas. El poder hoy no está fotografiado, o lo que está fotografiado es una pantomima, una obra, o es híper controlado. Ese sería un desafío. Algunos pensamos que se pueden cambiar, otros que al menos se puede meter la cuchara en los discursos que nos determinan, en los que nos dicen cómo hay que ser, qué es el éxito y cuál es el fracaso”.
En Ninja, que viene de bastante más atrás, con el surgimiento de la red Fora do Eixo, pero que se consolidó como colectivo fotográfico a partir de la explosión de la protesta social de 2013 en Brasil –motivada por problemas en el transporte público–, la disputa de las narrativas es uno de los objetivos centrales: “Una contranarrativa con relación a los grandes medios, a la forma en que trabajan, a las noticias que cubren y a cómo lo hacen”, dice Oliver, y explica: “En ese proceso la foto ha tenido un papel muy importante porque ocupa un lugar privilegiado en la disputa del imaginario, tiene una capacidad mimética y de generar impacto muy rápida. Durante mucho tiempo se entendió que la foto tenía que ilustrar el texto. Hoy en día –y estos colectivos lo estamos haciendo– estamos entendiendo que la provocación es generar discursos visuales mucho más complejos. Que a través de la foto se puede contar, se puede provocar, se puede emocionar, se puede movilizar, y hay que darle trabajo a eso, hay que darle cada vez más y más lugar, y entender lo que puede aportar en nuestras construcciones”.
VER Y VERSE. “Como toda mirada, creemos que la colectiva se construye, no es algo que nos viene dado. Es una manera de habitar el mundo y nuestras formas de pensar la realidad desde un ‘nosotros’.” Rebelarte nace –como la mayoría de estos colectivos– en la calle, en las manifestaciones. Y esto ha hecho durante estos diez años. Militar con las cámaras. Cubrir las protestas, acompañar procesos de organizaciones, y mantenerse en la calle. Agruparse, “colectivizar la mirada, entendiéndola como un pensarnos con otros para mirar juntos nuestra realidad política y social, pero a través de las fotos. Es una manera de re-significarnos a nosotros mismos como individuos, incluirnos en algo más amplio, que nos libera y nos contiene a la vez”.
Para Manifiesto, “la diversidad de miradas es una de las grandes ventajas del trabajo colectivo, que aporta un espacio para discutir, reflexionar y construir una mirada de la realidad. Ese encuentro amoroso, creativo, crítico con el otro, nos abre a muchos aprendizajes que quizás en un proceso individual no aparecerían”.
Pero la mirada colectiva siempre es un desafío, y una construcción difícil. En Sub, por ejemplo, desde un primer momento hicieron mucha fuerza para tener una mirada unificada, no siempre la misma, sino con rasgos comunes y un uso similar de las herramientas. Pero sin embargo exploraron y exploran otros caminos: “Esta idea de trabajar desde el consenso fue un norte por mucho tiempo, pero nos empezó a quedar medio corta. Y decidimos empezar a plantearnos desde la ruptura, y desde la tensión entre lo colectivo y lo individual. Cada uno empezó trabajar un tema solo, con la total libertad de explorar su lenguaje personal, para luego volver al colectivo, enriquecido”.
Gerónimo cuenta que estaban fotografiando más o menos de la misma manera, y sentían que se estaban agotando en tanto construcción de una estética colectiva. Sin embargo, hacerlo sería imposible “sin esa tensión entre lo colectivo, que es una fuerza enorme, es la que nos constituye y nos da identidad, y lo individual, que es lo que nutre a ese colectivo. Lo que sigue sucediendo es que fotografiamos más o menos el mismo mundo, más allá de cómo lo estamos fotografiando, y el mapa de nuestros trabajos es también la mirada de Sub”.
En el caso de Mafia –y quizás les suceda lo mismo a Sub y Ninja, dos de las propuestas visuales y estéticas más fuertes y reconocibles– creen que “se ha empezado a dibujar una mirada Mafia, una estética que se ha construido en la medida que nos vamos conociendo y le dedicamos mucha energía y cabeza al proyecto. El hecho de que una sola compañera venga del fotoperiodismo y el resto de otras líneas de la fotografía nos da quizás una paleta estética distinta, en la medida en que se juntan distintos códigos visuales”. En el caso de Ninja, la mirada colectiva “se fue construyendo a partir de la propia dinámica colectiva del núcleo, pero hoy en día tenemos muchos colaboradores y se mantiene. Ninja consolidó un estilo de trabajo de las imágenes, ese estilo marcó un camino y mucha gente que se acerca lo hace con ese deseo de bucear dentro de esa estética”, dice Oliver. Ninja tiene fotos impactantes, colores fuertes, ángulos casi contrapicados, cercanía, y sus fotos son ganchos en medio de la marea de Facebook. Basta ver trabajos como “La victoria de los barrenderos cariocas”, o las fotos de las protestas de 2013 o el Mundial de 2014. Algo de eso tiene también Mafia, arriesgando técnicamente más para sustentar el mensaje, en trabajos como, por ejemplo, “El silencio se hace agua”, en el que retratan “La marcha del silencio” en apoyo al fiscal Nisman y contra la presidenta haciendo un uso genial de la larga exposición, del flash y el movimiento, aprovechando la lluvia y los paraguas, para pintar algo bien parecido a una farsa bastante tenebrosa.
Rebelarte es, de los cinco colectivos referidos, quizás junto a Ninja, el que se dedica con mayor énfasis a la protesta social en la calle. Y el trabajo que han hecho es un documento social casi indispensable para entender la protesta en la era progresista. Ahí, en la calle, y en la protesta, explora sus potencialidades, pero también sus limitaciones:“Ese es uno de los desafíos, poder trascender el trabajo de coberturas que venimos haciendo hace ya diez años y poder abordar quizás las mismas temáticas, pero explorando otros caminos narrativos que implican otros tiempos de trabajo”. Manifiesto también cubre la protesta, pero hace una apuesta más fuerte por el color y la cultura popular. Sub es, quizás, de los más poéticos. Además de estar abocada a trabajos de mayor duración y profundidad, hay una economía de lo literal en sus historias. Ambigüedad y reflexión.
Todos los colectivos comparten algunos ejes temáticos, como la violencia institucional, el feminismo, las disputas por el territorio y la cultura popular, atravesados por la calle y los barrios. Estos temas se suman a esos “algos” que los atraviesan, y quizás sean la excusa para el algo central: el encuentro a través de la mirada. En el otro, con el otro, y con uno mismo.
Nota completa en Brecha: http://brecha.com.uy/el-afuera-en-el-adentro/
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Paysandú, Río Uruguay.
Cobertura para Brecha. Fracking. La nota de Eliana Gilet:
Infiltrados
Lo primero que vieron fueron los cables. Por conocer de memoria los recovecos del camino al liceo, los notaron enseguida. Acostumbrados a los 26 quilómetros diarios del camino de pedregullo que unen Piedra Sola y Tambores, la ciudad de los plumerillos que decoran la doble vía con sus flores rosadas, vieron los cables y un día decidieron seguirlos.
Bruna, de 18 años, Diego, de 15, y Néstor, de 17, respiran el aire fresco de la tardecita en Piedra Sola. Son tres de los 12 adolescentes que integran el Grupo de Jóvenes de Piedra Sola. “Queríamos hacer diferentes cosas. Queríamos trabajar en la reconstrucción de esta casa”, señala Bruna a sus espaldas. La Casa de Ejercicio funcionó como lugar de retiro espiritual de una comunidad católica local. El local, finalmente remozado, fue el motor de otro ejercicio, más político.
“Fue medio complicado. Llegaron de noche y plantaron unas banderitas celestes. Nadie sabía lo que era y a nadie se le dio por preguntar. Tomamos fotos de esas banderitas, y resultó que eran de las empresas. Al otro día colocaron cables por el medio del pueblo. Al tercero ya estaban los transformadores y empezaron a llegar camionetas. Los cables empezaban en la estancia La Gloria. Nos dijeron que estaban sacando datos, que ellos eran como los ecografistas de las embarazadas, pero con el suelo. Les preguntamos si se podía hablar con otra persona y nos dijeron que con esa no se podía hablar, que era la persona que había comprado todo eso… Se molestaron y nos fuimos.”
¿Qué sensación les dejó ese encuentro? “Preocupación por lo que podía pasar. La gente del pueblo empezó a preguntar. Quiénes eran, qué querían hacer, qué consecuencias traería. Sabíamos alguna cosa por el grupo Paysandú Nuestro. Fue medio raro. Algunos en desacuerdo y otros contentos, que decían que Piedra Sola puede avanzar con eso.”
¿Y ustedes qué pensaban? Los gurises mencionan como antecedente el trabajo de una organización de la sociedad civil llamada Paysandú Libre de Fracking. Este grupo de unos 15 ciudadanos de la capital departamental fue el encargado de acercar a todas las bancadas partidarias un proyecto de decreto para declarar a Paysandú libre de esa técnica de explotación petrolífera. Lo consiguieron. La Junta Departamental lo aprobó en diciembre de 2013.
Siguen el relato: “En setiembre del año pasado aparecieron camiones grandes, altos, trayendo unas máquinas de ruedas enormes, con brazos hidráulicos que las levantan del suelo. Ahí convocamos una reunión con el grupo Paysandú Nuestro para que explicaran las posibilidades de que se usara esa técnica acá”. Los capitalinos les dieron la entrada y los gurises investigaron por su parte. “Tampoco nos quedamos con que estábamos en contra, nos informamos, buscamos en Internet.” Ante el avance y la falta de respuestas, los chiquilines quisieron dar la suya: “Hicimos un grafiti en la calle, escribimos: ‘Piedra Sola libre de fracking’, y dejamos folletos a la gente”.
Cuando la voz de los gurises se apaga apenas, surge la de una vecina del lugar explorado. Hace dos años apareció una torre, de una buena altura, de hierro. “La cosa es que hoy, en cinco horas, te hacen un pozo de 50 metros. Esa torre estuvo un año y medio. No era para sacar agua. Tampoco somos investigadores, pero empezamos a sacar fotos a las camionetas y todo lo que montaron para trabajar. Encontramos caños de diez, de 30 centímetros de diámetro en la propiedad de un vecino. No entendías nada qué hacía toda esa cantidad de caños ahí. Trabajaban de noche, con unos focos gigantescos que parecía una ciudad. Yo no estoy contra nada, la cosa es que nos digan qué está pasando. Hasta que un día salió una nota en (el diario sanducero) El Telégrafo y se conoció el mapa de todos los padrones que estaban involucrados. Los productores estaban recibiendo los cedulones y algunos, sin saber, habían firmado para permitirles la entrada de los camiones sismográficos.”
A poco más de 200 quilómetros de los chiquilines, a pasos de la ribera del río Uruguay, Javier, Noela y Nelson, integrantes de Paysandú Libre de Fracking, cuentan su experiencia rodeados de árboles de lapacho. Los tiempos electorales, dicen, no son los tiempos de las comunidades. “Después te das cuenta de que estás incidiendo en políticas públicas. Ahí es cuando ves el poder de la sociedad civil como un complemento del sistema político partidario, no sustituye, tiene que tener una relación lo más fluida posible.” Además de conseguir la aprobación del decreto, los integrantes de Paysandú Nuestro se volcaron a integrar la Comisión de la Cuenca del Acuífero Guaraní, mecanismo de participación de la sociedad en la gestión de los recursos hídricos establecido tras la reforma constitucional de 2004 (la comisión tuvo su primera sesión en 2013, demorada por la década que la ley estuvo sin reglamentarse). El fracking fue la primera preocupación planteada en ese ámbito. Para la segunda sesión lograron que Héctor de Santana presentara un informe en nombre de Ancap (véase nota central).
El problema es que la comisión no es resolutiva y depende de las decisiones que tome el Comité Regional de Recursos Hídricos del Río Uruguay, que tiene únicamente representación política. Consultada la Dinagua, ámbito encargado de coordinar estos espacios, se confirmó que la preocupación por la llegada del fracking al acuífero que ocupa dos tercios del territorio del país no fue elevada al comité.
La próxima sesión para el Guaraní será el 12 de marzo en Rivera. En la Dinagua se maneja la propuesta de que los movilizados por el fracking conformen a su vez una subcomisión. Esta propuesta no es muy bien recibida por los sanduceros: “Si la comisión ya es consultiva, ¿qué legitimidad tendría una subcomisión dentro de ella?”. Seguirán impulsando el tema en la agenda. “La economía no toma en cuenta este tipo de cuestiones cuando calcula el precio de los commodities que vende al exterior, no mide la variable ambiental, el costo. Es la famosa externalidad. Lo que no se tiene en cuenta es que las externalidades nos alcanzan, y es lo que está pasando con el agua, que es un tema candente. El modelo de sociedad de crecimiento infinito no es viable, desde el momento en que vemos cómo estamos alcanzando los límites físicos del planeta. Entonces tenemos que salir a solucionarlos, y no siempre va a haber dinero para hacerlo. Imaginate que la crisis del agua del Santa Lucía hubiera sido en 2002.”
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Outros carnavales.
“Na busca de um olhar alternativo sobre este fenômeno tão nosso, os coletivos fotográficos e fotógrafos de toda a América Latina em rede, unem forças para documentar e potencializar a narrativa visual dos carnavais populares de nossos países”
Del proyecto colaborativo Otros Carnavales, que reúne la mirada de colectivos fotográficos de toda América Latina sobre los carnavales populares, gritos de alegría y subversión.
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Trabajo colectivo Revista Border/FUERA.- Revista Border #3 - Represión.
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Merendero La Cantera.- Canelones, Uruguay. Edición del maestro Carlos Amérigo.
En este link algo de su apasionante trabajo: http://nuevadimension.org/galeria/ninos/carlosninos.htm
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El Cocoa.- Trabajo para FUERA #-1, Canelones, Uruguay.
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Ato #ForaCunha.- Río de Janeiro, Diciembre 2015.
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