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Radiohead en Chile: Volvieron para salvar al universo.
Hubo ansiedad, durante días, tal vez semanas. Ansiedad por lo que presentarían, por el set list, ¿será como toda la gira de AMSP? Era imposible, conociéndolos. Solo algo había seguro, Daydreaming, el resto era un terreno incierto fértil para las especulaciones, y Daydreming era seguro no por respeto a la gira, si no por Thom, por la etapa en la que se encuentra, por su historia, por sus hijos, por Rachel.
La espera se hizo eterna, los vimos en Lastarria, en una viña fuera de Santiago, los escuchamos en Ñuñoa haciendo las pruebas de sonido. La gente los esperó, día y noche, a sol y sombra, para verlos, para ver un trozo de Thom, de Jonny, de Ed, de Colin y de Phil, para sentirse por unos minutos parte de algo especial, de un aura colectivo que invadi�� el hotel donde se alojaron, para respirar su aire, el mismo de siempre, pero que ahora era compartido con los de Oxford, en una especie de ritual que solo los fans, esos que estuvieron ahí el 2009 también, entenderían.
Hasta que llegó el día, el 11.04.2018, la madrugada en que se durmió inquieto, la mañana en que no se pensó nada más, solo en Radiohead, en que tocaban, por fin después de casi 10 años, 10 largos años en los que tras cada lanzamiento mirábamos con resignación las fechas de sus tours por Europa, por EEUU, esas que llegaban hasta Brasil, hasta México, pero que no los traían a nosotros. La ansiedad como nunca, a flor de piel, partirían de seguro con Daydreming, sí, lo sabemos, ¿pero con qué siguen? ¿Ful Stop? ¿Airbag? ¿otra? ¿pero de qué disco? Y vamos reproduciendo playlists, para entender el show, para pasar la prueba. Un show de Radiohead convoca, no solo se va, es algo que llama, que trasciende y que perdura.
El nervio, el estómago apretado, el hambre, el frío, todo opacado por esa comezón de los minutos previos a algo más grande que nosotros mismos, al reencuentro, a la concreción de un sueño. Hasta que a las 21:00 en punto, mientras mirábamos las filas eternas para los servicios, para los baños, las comidas, las entradas, se apagaron las luces del recinto, se encendieron las del escenario y comenzaron los primeros acordes de “Treefingers” para dar paso a lo que ya sabíamos, “Daydreaming”. El momento había llegado, ya estábamos en presencia de ellos, mirándolos, escuchándolos, sintiéndolos. Radiohead estaba en Chile.
El resto del show fue lo que se esperaba y mucho más. Hubo amabilidad por parte de la banda con este público que los esperó por tanto tiempo: sonaron “The Bends”, “Fake Plastic Trees”, “Street Spirit”, y en un segundo encore maravilloso nos regalaron “Paranoia Android” y “Karma Police”. ¿Qué más podríamos querer? ¿Clásicos? Obviamente, Radiohead tiene clásicos para hacer tres shows de 26 canciones seguidos y aún habría algunos insatisfechos; somos así, pedimos más porque no cansan, porque a pesar del frío podríamos haber seguido ahí 5 horas más con tal de retenerlos en nuestro país, de abrazarlos y hacerles saber cuánto los necesitamos, con sus rarezas, con su indiferencia, con su bondad a prueba de todo.
Fueron emociones desbordadas, lo que escribo lo hago desde la posición del fan, de ese que se emocionó hasta las lágrimas el 2009 con Karma Police, que ha esperado pacientemente, por años, lo de anoche, con la esperanza de un set list a la medida, con la fe intacta en Thom y el resto de los chicos, sin criticas, sin reproches por sus experimentos, solo con el agradecimiento más puro y noble por seguir haciendo música para nosotros, por permitirnos un disco más, una gira más, un proyecto más.
Decir que la ejecución estuvo perfecta, que el escenario presentado supera todo lo que hemos experimentado en efectos visuales con shows de esta magnitud, que el sonido no falló nunca, que Thom está cantando mejor que ayer, que el set elegido fue perfecto, que la duración del concierto fue sobre lo esperado, está demás cuando es de Radiohead de quien estamos hablando, todo eso y más viene incluido con el nombre, viene asegurado al momento de que fijan una fecha, lo que nos lleva a la inevitable pregunta (aprovechando el spot vacante), ¿es Radiohead, en este momento, la mejor banda de rock del planeta? Y la respuesta está en ellos mismos: “In an interstellar burst, I am back to save the universe”.
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“The Terror”, el gélido infierno blanco.

La nieve, el frío, la soledad, la desolación, la humanidad puesta a prueba de formas extremas, salvajes. El desconsuelo, el miedo a desconocido y a lo conocido, a lo cercano y a lo que no se alcanza a ver, al compañero, al que está al mando, a uno mismo y a la amenaza latente y desconocida que cae sobre los barcos y sus tripulaciones cuando el mar se oscurece.
Eso es “The Terror”, la nueva apuesta de AMC que se ha transformado con tan solo 4 capítulos emitidos en show imperdible, en un drama que conmueve por lo humano y cercano que es, por el infierno gélido que retrata, por el miedo y la tensión constante que va soltando de a poco, episodio tras episodio, pero que siempre está ahí, latente, otras una puerta, en el crujir del hielo, en el viento que rasga la piel de los protagonistas, en la espesura de la niebla y en la noche que nadie quiere que llegue.
Basada en hechos reales y principalmente en el posterior libro de Dan Simmons, The Terror nos transporta a la época victoriana, al año 1847, para relatarnos la fallida travesía de dos buques de la armada británica, el HMS Erebus y el Terror, que intentan encontrar el paso entre los océanos Atlántico e Índico y que un día artero se ven atrapados por masas de hielo insondables, obligados a esperar el paso del invierno que tarda más de medio año, racionando los alimentos, procurando mantenerse a salvo del escorbuto y tratando de mantener una cordura que a cada minuto parece más voluble, más injustificada y que se vuelve en contra cuando cada hecho escapa al raciocinio de una tripulación en crisis.
Fortalezas tiene para regalar, pero si hablamos de por qué deberíamos (Y DEBEMOS, SÍ O SÍ) verla, podemos recurrir a su cinematografía perfectamente lograda, con una fotografía fría desde los primeros cuadros, con un montaje que nos mantiene atentos y esperando lo peor durante cada uno de los 50 minutos que duran sus capítulos, con una mezcla de sonido que nos envuelve, que nos hace temer cuando escuchamos la inestabilidad de la madera de los barcos que se triza junto a los bloques gigantescos de hielo, con una producción de arte impecable, que cuida hasta los detalles más mínimos, que nos muestra un conjunto de hombres destrozados por el paso de los días, en camarotes roídos por la sal y el agua, sin el glamour que el cine histórico nos ha querido retratar de manera engañosa, con ropas miserables, con letrinas infestas, manifestándose de esta manera una realidad inevitable, el abandono de una tripulación completa a merced de la naturaleza.
Protagonizada por Jared Harris (The Crown, Fringe), Tobias Menzies (Outlander, GOT) y Ciarán Hinds (GOT, Rome) y creada por David Kajganich, quien está trabajando el guión del esperado remake de “Suspiria” (con música de Thom Yorke), The Terror tiene el crew necesario para que sea un producto de calidad asegurada, pero si a esto le sumamos la producción de Ridley Scott, se transforma automáticamente en un deber, en una obligación, en una pausa necesaria entre tanto producto desechable (sí, Netflix, a ti te hablo). The Terror viene a remecer, a molestar y deslumbrar, y lo cumple a cabalidad desde sus primeros fotogramas.
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“Quiltras”, Arelis Uribe. (Los libros de la Mujer rota, 2016).

Sinopsis.
Quiltras es el primer libro de cuentos de la escritora Arelis Uribe, una joven autora que ha destacado por su labor periodística en distintos medios chilenos, como por ejemplo Noesnalaferia.cl y The Clinic, donde mantiene columnas de género. Hoy nos entrega este libro de cuentos donde aborda temas como la sexualidad entre mujeres, el cuidado y amor por los animales, viajes a pueblos de Chile, el amor virtual, la adolescencia y la educación en Chile, todo desde un punto de vista crítico y agudo, comprometida con su pensamiento político y feminista.
Comentario.
Son 7 historias. 7 historias que buscan darle voz propia a los olvidados, a los invisibles, a los que, en propias palabras de Arelis, “son tan repetidos que llegan a ser anónimos”, a los que no aparecen en las páginas sociales ni en los relatos de moda, esos mismos que se ganan un espacio en las teleseries de la tarde pero ridiculizados, llevados al extremo del absurdo, cuyas formas de vida parecen tan lejanas y extrañas para el mundo del arte. La intensión es clara, esa voz debe sonar fuerte, debe lucir... y vaya que lo logra.
7 relatos que tienen varios puntos en común: son todos periféricos en su localización, todos también tratan temas an universales como el amor, la amistad, la violencia y la juventud pero desde una mirada distinta, desde lo que está escondido bajo la alfombra de este Chile cada vez más arribista y agresivo, y todos, sin excepción, son protagonizados por mujeres.
Cuando hablamos de silenciados, de invisibles, de anónimos, es imposible no volver la mirada a cómo hemos, como sociedad, como familia, y sobre todo como hombres, tratado a la mujeres a lo largo de la historia. Es, junto a los niños, los abuelos, las comunidades indígenas y los gays, trans, lesbianas, etc, uno de los grupos de personas que constantemente minimizamos y violentamos de las formas más variadas posibles y en todo orden de cosas.
Arelis en “Quiltras” entrega su visión crítica de lo que es ser mujer, desde niña hasta adulta, mostrando, enrostrando, las agresiones, el miedo, la intranquilidad presentes solo por el hecho de ser mujer. Hay una frase en el relato que abre el libro, “Ciudad desconocida”, que cito por lo cruda y decidora que es: “La única defensa es esperar que no pase nada”. Los hombres, pienso, solo podemos empatizar con una declaración como esta, tratar de entenderla a un nivel intelectual, de acercarla a nuestro amor por el otro, a nuestras propias formas de vivir, pero entenderla en su magnitud, desde la guata, desde el físico, es algo que no podemos porque vivimos en el otro lado, en el grupo de los que provocan ese miedo, de los que nutren esa intranquilidad.
Son historias que parecen tan simples, la de una chica que vuelve a su casa muy de noche, caminando con miedo, a la que se le cruza una quiltra que le hace compañía y que es atacada por un perro - bestia que representa el salvajismo de la insistencia, del no escuchar el no, de no entender la negación. Otra historia nos cuenta el periplo de una quinceañera que conoce al que parece ser el amor de su vida a través del chat de Napster, pero que cuando se enfrenta cara a cara con él entiende que todo puede resultar una ilusión, un “amor que no es”, como el título de la canción de Saiko que de seguro estaba en el Playlist de Camila, la protagonista.
Historias urbanas que nos muestran los toqueteos de las parejas en un parque, los besos calientes en el “Entrelatas”, las primeras exploraciones sexuales con la prima, los carretes desenfrenados, las drogas baratas, los copetes inventados, los vómitos mezclados con la angustia y con el desamor. Hay una transición implícita en el conjunto de cuentos que va desde el desenfreno de la juventud, cuando todo parece posible, cuando el futuro parece más abierto que nunca a pesar de aún no ser tocado, y el choque con la adultez y sus cambios inevitables. Hay inocencia juvenil pero también poca responsabilidad paternal, lo que se agradece, porque muestra las relaciones tal y como son. Acá son igual de importantes las imágenes descritas por Arelis, y las que surgen de esas líneas, las que quedaron sin mostrar, que están ahí, en la historia, pero que es nuestra responsabilidad como lectores encontrarlas.
Los personajes principales, los que guían la historia, nos muestran un desconocimiento de su origen, pero a la vez, un arraigo a la tierra de donde surgen, a la avenida de la pichanga, de los primeros besos con lengua, de las primeras “voladas”, a esas calles que fueron un mundo en sí mismas, que fueron por mucho tiempo los únicos límites por los que se movieron, sin ver más allá del muro. Tal vez en ellos exista desconocimiento de su raíz, incluso por vergüenza, pero ese arraigo, ese “extrañar” que a ratos nos muestran, esa candidez melancólica por el lugar de la niñez, es un primer acercamiento a la conciencia de clase, al origen. Tal vez.
Arelis nos muestra precariedad, como en el relato “El Kiosco”, precariedad que golpea el rostro cuando se dan cosas por sentadas, por obvias. Angustia de mirar la pobreza tan de cerca. Nos muestra la mentira presente en todo, en nuestras familias, en los medios, en las relaciones que mientras crecemos vamos forjando, como se ha institucionalizados, como se ha transformado en una opción, corrompiendo los juegos, los besos, el sexo y el trabajo. Nos relata eso que no queremos ver, eso que cuando se pone en la mesa rechazamos con violencia, porque quién necesita hablar de cómo están maltratando sistemáticamente a los niños en la Araucanía, quién necesita discutir sobre peleas familiares tóxicas que afectan a los más chicos, a los que no tienen nada que ver. Quién necesita ver esas cosas, si duelen, si molestan, ¿para qué nos vamos a amargar?
En esa misma línea, el eje central del libro, viene a incluir en el tema de conversación social la mirada femenina de cómo se está manejando el mundo, viene a frenar el correr convulso de lo que creemos que está bien y a decirnos “No, acá no está todo bien, acá hay molestia, acá hay violencia, hay maltrato, hay mujeres muriendo, hay otras pariendo guaguas de algún familiar pasado de tragos que no se pudo contenter. Acá no hay nada bien, de hecho, está todo mal” y a repetirlo hasta que nos demos cuenta.
Se ha hablado de que “Quiltras” es un libro femenino, feminista, en realidad, y sí, por supuesto lo es, y eso mismo lo convierte en imprescindible para nosotros los hombres, para entender, insisto, por lo menos a niveles intelectuales, de dónde surge la voz descontenta de las mujeres, de dónde y por qué, y tras ese trabajo de entendimiento, hacernos responsables de lo que hicimos, lo que decimos, y de cómo vamos a llevar nuestras relaciones desde este momento en adelante. Quiltras es una lectura obligatoria si queremos cambiar las cosas.
Quiltras. Arelis Uribe. Los libros de la mujer rota, 2016. Páginas: 85 ISBN: 978-956-9648-09-0
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“Philip K. Dick Electric Dreams”. Adaptación V/S Original.

Philip K. Dick siempre ha sido complejo de llevar a la pantalla, hay intentos memorables como “Blade Runner” o “A scanner darkly”, y otros que, a mi gusto, es mejor olvidar como “Minority Report” y debe ser por la descripción profunda de conceptos filosóficos de la ciencia ficción, de cuestionamientos tan humanos que están llenos de experiencia; los lugares que describe Dick en cada uno de sus relatos no son tan ricos en detalles artísticos como si lo son en emociones, por lo que la irregularidad del producto al llevarlo a la pantalla es la regla.
Pasa esto con “Philip K. Dick Electric Dreams”, la serie realizada por Channel Four (“Skins”, “Misfits”, “The End of the F***ing World”) y que hace unos días lanzó Amazon Prime (con un orden de visualización distinto al de su emisión original, lo que no afecta en nada, es solo un dato). La irregularidad de su calidad hace mermar un producto que pudo haber sido la reivindicación definitiva de las adaptaciones recientes de la obra de Dick (después del fracaso de “The Man in the High Castle”) pero no, peca de simplista a la hora de enfrentarse a la historia original, perdiendo así el atractivo de ver un relato de Dick, con todas sus aristas complejas, con esas tramas que parten y finalizan con la pregunta ¿cómo es no ser humano?, con la descripción de sensaciones más que de escenarios. Electric Dreams queda al debe cuando se trata de observar los relatos en los que basa sus capítulos, pero tampoco es una mala producción, solo muy irregular.
La eterna discusión de si el libro es mejor que la película (o en este caso la serie) es de esas que no tiene una sola respuesta, cada adaptación tiene puntos altos y bajos, todas son muy distintas entre si, por lo que aventurar una respuesta, aparte de un ser un ejercicio soberbio, es bastante inútil, así que mejor, en virtud de que a nadie le hace mal frenar la maratón de la serie para echarle un vistazo a la obra original, decidí leer los relatos en lo que están basados cada uno de los capítulos (habían varios que tenía pendientes) y luego retomarla para ver si en algo puedo cambiar la opinión.
Les comparto entonces, en el orden de emisión original, de cada uno de los capítulos de “Philip K. Dick Electric Dreams” y el relato en el que está basado.
The Hood Maker. (“The Hood Maker”, 1955)
Impossible Planet. ("The Impossible Planet”, 1953)
The Commuter. (“The Commuter”, 1953)
Crazy Diamond. ("Sales Pitch”, 1954)
Real Life. (“Exhibit Piece”, 1954)
Human Is. (“Human Is”, 1955)
Kill All Others. ("The Hanging Stranger”, 1953)
Autofac. (“Autofac”, 1955)
Safe and Spun. (“Foster You're Dead”, 1955)
The Father Thing. (“The Father-Thing”, 1955)
Todos los relatos están incluidos en “Philip K. Dick, Cuentos Completos VOL: I, II, III, IV y V” (principalmente en el II, III y IV) y estos están disponibles en Amazon para el Kindle o en esas páginas maravillosas que nos permiten descargar los .MOBI de forma gratuita (espamobi.com - yo no les he dicho nada).
La serie está completa en Amazon Prime o en la página de Torrents que más te guste.
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“The Shape of Water”. Guillermo del Toro, 2017.

"Si te hablara de esto, qué te contaría. Es una historia de amor y de pérdida y del monstruo que intentó destruirlo todo”.
Lo de Guillermo del Toro ya es una marca registrada, cine de autor en su más profundo sentido, cargado de detalles que van surgiendo casi de forma infinita cada vez que uno ve sus películas.
“The Shape of Water” es un objeto precioso, un ejercicio cinematográfico de tan alta calidad que se hace necesario ampliar el espectro de comparación y ponerlo a la par con libros,con pinturas, con otras películas, esas perdidas, esas de las que ya nadie habla y a las que rinde tanto homenaje. (Revisen, por favor, “Creature from the Black Lagoon” del año 54).
Es necesario desentendernos del cine actual para poder mirar en toda su magnitud lo que es “The Shape…” ya que simplemente no tiene parangón con nada de lo que se esté viendo actualmente.
La historia que plantea Del Toro es una fábula, es una historia fantástica ambientada en plena Guerra Fría y que muestra los esfuerzos Rusos y Norteamericanos por ganar la carrera espacial. Elisa (Sally Hawkins) es una mujer muda que vive sobre un cine y que todas las mañanas se levanta siguiendo una rutina que incluye huevos duros, una ducha, masturbación y una visita a su vecino gay, Giles (Richard Jenkins). Trabaja haciendo aseo por las noches en una especie de institución gubernamental dedicada a la investigación donde comparte labores con Zelda (Octavia Spencer), al parecer su única amiga en el lugar y que hace las veces de traductora. Elisa, que tiene fascinación por la belleza, comienza a sentir cada vez más curiosidad por un hombre-anfibio que llega a la instalación (no se sabe si para ser torturado o estudiado) y con el que forma un lazo tan farreo como surreal. Junto con el anfibio, llega el monstruo de la historia, Richard (Michael Shannon), un agente de seguridad que es el encargado de mantener a raya al anfibio y que encarna todo lo malo que un personaje detestable puede encarnar. Entre ellos se desarrolla una historia que contiene un universo en si misma, una fábula que toca y que resiente y que se va mostrando trozo a trozo, jugando con el espectador y haciéndolo parte de este mundo liquido, y por lo mismo tan voluble e inestable, pero que es magia y belleza pura.
La metáfora del título, que se puede abordar de tantas formas distintas, casi tantas como las del agua, decreta desde un inicio que en esta obra los contornos de las relaciones no son lineales, no son definidos por lo conocido, por lo que es solo porque sí, por lo que obedece a un periodo histórico, a la costumbre o a lo establecido. La relación que forman Elisa y el hombre-anfibio surge de la nada, simplemente por la curiosidad de esta mujer incompleta y que ve en el ente un igual, alguien con quien puede comunicarse y a quien puede entender. Lo que vemos, lo que se transforma en experiencia frente a la cámara entre Elisa y el anfibio, nos muestra solo una parte de la relación que desarrollan , lo que es prueba de la maestría con la que Del Toro dirige esta historia; lo que no vemos, lo que no aparece en pantalla, es igual de importante, igual de revelador y se hace una pieza más de este puzzle de belleza que se arma solo frente a nuestros sentidos.
Es, sin ninguna duda, una película rupturista y rebelde como la más, una fábula para adultos que solo logra revelarse a través de la identificación con el todo, con los diálogos, con los silencios, con la soledad, con la rutina, con el sonido de los pasos apurados, con esos fotogramas que siguen a Elisa en su día a día, soñando mientras barre, pendiente de lo grande mientras se dedica a lo pequeño, sabiendo que su lugar en el mundo es mera coincidencia y parte de un destino mucho mayor, siempre mayor.
Del Toro plantea una crítica sórdida y sin tapujos a todo lo que ronda el mundo hoy: al racismo, al clasismo, a la no aceptación del que es distinto, al desprecio que siente la sociedad por el que no encaja, al prejuicio, al poco tiempo que nos estamos dando para conocer al que está al lado de nosotros, incómodo por las miradas, sufriendo, pero que nos importa nada y al que no nos acercamos por miedo a que nos aparten junto a él. Nos dice que ya está bueno de callarse, que dos personas que se ven a si mismas como insignificantes pueden generar cambios, pueden hacer la diferencia en un mundo cada vez más uniformado. La ambientación de la película está magistralmente trabajada en los años 60, pero da vergüenza, rabia y pena, mucha pena, que los prejuicios sigan siendo exactamente los mismos, que hoy, 2018, aún se hagan distinciones entre negros y blancos, entre jerarquías, que las personas todavía sean tratadas según el trabajo que desempeñan: la mujer del aseo, la que limpia los baños, la que seca el pichí, la que debe limpiar la caca, versus el Doctor, el General.
La fantasía nos entrega realidades más crudas que la no ficción, porque penetra un poco más, porque a través de lo lírico, del tono casi poético del guión, nos muestra lo crudo que puede ser el entorno más allá de la puerta de nuestra casa, lo temible que es salir de la cómoda soledad y enfrentarse al otro.
Se pueden escribir cientos de página analizando lo que es hoy el cine de Guillermo del Toro, un cine único, lleno de metáfora, lleno de poesía, de arte, de actuaciones que corren los límites metros más allá de donde estaban establecidos, de guiones novelados, de direcciones de arte llenas de mixes, que recurren a subgéneros asociados a la literatura, al teatro incluso. El cine de paletas cromáticas con nombre y apellido. El cine que estremece, finalmente. Se puede escribir y de seguro así se hará, pero esa escritura debemos dejársela al tiempo, a la maduración y a la comparación, solo ahí nos daremos cuenta de la suerte que tenemos de ser contemporáneos de Guillermo y poder disfrutarlo casi en tiempo real, solo ahí entenderemos la magnitud de lo que pone en nuestras pantallas. Por ahora, desdibujémonos en sus historias, por ahora sigamos la forma del agua.
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“Tanto duele Chile”, Richard Sandoval. (Los libros de la Mujer rota, 2017)
“¿Cómo es posible que nos hagan esto?”

Sinopsis.
“Tanto duele Chile” es un libro que reúne columnas inéditas y publicadas del periodista Richard Sandoval, una serie de textos que descifran de forma aguda y crítica tanto el Chile contemporáneo como el Chile de ayer. Un libro que va desde la infancia del autor al presente, haciendo un viaje tan íntimo como objetivo, integrando las vivencias personales con las colectivas, ejercicio necesario para lograr un análisis político y responsable de las injusticias y desigualdades de nuestro país.
Opinión.
Leer “Tanto duele Chile” es atreverse a entender cómo funciona la historia, cómo avanza por los barrios de la periferia, los colegios con número y las esquinas de los pasajes. Esa historia que se va dibujando minuto a minuto en una cuneta después de la correspondiente pichanga de la tarde, y que se nutre de sueños, ideas heredadas y descubrimientos inútiles. Esa historia que no le importa a los poderosos, a los que, inflados de ego, miran el mundo siempre hacia abajo, a la clase política, a los patrones, a esos que debería importarles más que cualquier otra cosa la vida de estos microestados, a los que sacan del sombrero de mago políticas sociales redactadas a puertas cerradas, en oficinas perdidas por allá, en la punta de un cerro, lejos, siempre lejos, y que no le llegan a nadie, no tocan al cabro chico con las zapatillas rotas hace meses, a la mamá soltera que 24/7 viste un delantal de cocina, al quiosquero que ya no tiene ni para los remedios de tanto ser asaltado por los pasteros.
Por eso se entiende la premisa que plantea Richard, esa del dolor clavado y silente que atraviesa el país de comuna en comuna y que nadie se atreve a frenar. no todavía.
Es un texto potente, maldadoso en ocasiones porque pretende remecer, sacudir, sacar la quietud de los cuerpos y de las cabezas para que despertemos, de una vez por todas, y salgamos a la calle, a esa que nos pertenece, a traerla de vuelta y ya para siempre. Se divide en tres partes, o capítulos: I. Ayer, II. Hoy y III. Tanto duele Chile. Los dos primeros funcionan como una mirada a lo que fue en algún momento, a un recuerdo personal que encuentra la colectividad a través de la identificación con las imágenes que va creando: el “Venga conmigo”, el vaso de la torta, los colectivos a San Bernardo (imagen que funciona con cualquier comuna de la periferia), las toallas hediondas y el Barrio Bellavista van hilando una historia, recreando un Chile que tal vez ya no veremos más pero que desencadena todo lo que viene a mostrar en la tercera parte, en las historias que intentan desentramar la maldita pregunta que hoy tantos nos hacemos, ¿por qué duele este Chile?
Una virtud de Sandoval en este texto es la humildad con las va lanzando palabra tras palabra, humildad no en un sentido minimalista, no en un sentido de pontificar por el abajísmo, si no que humildad en el planteamiento de preguntas sin proponer respuestas absolutas, “Tanto duele Chile” funciona porque son reflexiones que todos, en algún momento, nos hemos hecho, se lee rápido no tan solo por su extensión, si no porque también vemos reflejada nuestra propia experiencia tratando de salir, de buena forma, de los últimos lugares, de la mesa del pellejo que teníamos como herencia.
Hay una mezcla interesante de formatos que calzan muy bien con el concepto general del libro. Los dos primeros capítulos se componen de relatos cortos en un lenguaje cercano y que apunta a ser leído por todos, por quien tome el libro. Son relatos simples pero llenos de referencias populares y es precisamente ahí donde radica la belleza. El tercer capítulo es distinto, son columnas, algunas con tintes de crónica, mucho más trabajadas en cuanto al peso de la realidad, pero que siguen teniendo la amabilidad de ser universales, no caen en el trabajo periodístico que aleja, si no que todo lo contrario, pretenden unir en un sentimiento común y es ahí donde hacen el cruce el formato y la intensión de “Tanto duele Chile”, un cruce que convoca diferencias que antes parecían insalvables pero que hoy, dado el dolor, se vuelve necesario unir desde la mínima convergencia: si hay algo en común, por mínimos que sea, vamos por eso.
El ejercicio de Richard Sandoval es casi como el del fotógrafo, retrata momentos, espacios, luces y sombras para ir formando una historia en el tiempo, una línea cronológica con la que tal vez podamos explicar el génesis del dolor actual de este Chile que tanto maltrata pero que tanto queremos, que hoy, tiene por las cuerdas a la Machi Francisca Linconao (otra vez), que detiene procesos parlamentarios que tanto ha costado obtener por la miserable visita de un pontífice que ni siquiera representa la conversación callejera, que en este minuto no significa nada más que división, el Chile que se prepara para 4 años de gobierno de una derecha desatada a la que ya ni siquiera le importa esconder su medieval visión del mundo, este Chile que cerró el 2017 con más derrotas que triunfos, con más dolores que alegrías, pero que tiene, en voces jóvenes y del barrio, un atisbo de cordura, un atisbo de sanidad y reencuentro.
Tanto duele Chile. Richard Sandoval. Los libros de la mujer rota, 2017. Páginas: 164 ISBN: 978-956-8648-10-6
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Muriendo por la dulce patria mía”, Roberto Castillo. (Laurel, 2017)
“En este país, todo está dividido así: la palabra privada y la palabra pública jamás pueden ser la misma cosa, si se mezclan viene algún cataclismo”.

Sinopsis.
En la génesis de esta invención literaria que es Muriendo por la dulce patria mía está una de las especialidades de los chilenos, campeones morales de todo lo habido y por haber: una «bellísima derrota disfrazada de victoria», la del boxeador iquiqueño Arturo Godoy, que en los años cuarenta se enfrentó dos veces en Nueva York con el campeón mundial de los pesos pesados, Joe Louis, el Bombardero de Detroit. Mito e historia, humor y nostalgia, naturalidad y artificio, todo se mezcla en el relato portentoso y conmovedor de Roberto Castillo Sandoval, uno de los más dotados narradores secretos de la literatura chilena.
Reflexión.
Fue Arturo Godoy el personaje elegido, razones hay de sobra, las que están a la vista de todos y las personales, esas que solo el autor conoce, pero perfectamente pudo haber sido otro de los tantos chilenos nacidos como patipelados y que en algún instante divino le dieron el palo gato cambiando por completo sus vidas: viajes, dinero, penas, muerte, desolación, mujeres, hombres, fiestas, soledad... todo mezclado año tras año en esta ruleta que es el mantenerse vivo el mayor tiempo posible. Pudo ser cualquiera, porque el Box, Arturo, los golpes y la sangre presentes en el libro, no son si no la metáfora, el tren tosco y robusto que nos va permitir revisar con nosotros mismos temas tan transversales como íntimos: la patria, la pertenencia, la familia y el futuro.
Muriendo… nos narra la travesía del púgil chileno que nació en Caleta Buena, Iquique, que se quedó sin papá a los 12 años, edad en la que tuvo encontrar la suerte y la comida como matutero en las playas de Huara y que a los 27, por esos vaivenes del misterio y el esfuerzo, enfrentó dos veces (oficialmente) al Campeón de los peso pesado Joe “El Bombardero de Detroit” Louis en Nueva York, siendo derrotado en ambas oportunidades pero quedando en la retina nacional como un héroe, de esos que lo dejaron todo por donde pisaron, el alma, la sangre, los huesos, pero que no pudieron, a los que les faltó la escasa fortuna del chileno, pero que de todas formas tienen entrada triunfal para cada uno de los habitantes del terruño, porque “ganó moralmente”, porque “para la otra sí que sí”, porque lo importante fue haber dejado los pulmones en la lona por la patria.
La historia de Godoy, tal como la narra Castillo, va sirviendo para hilvanar una mucho más profunda y latente, que surge no sabemos en qué momento (se dice que en el Combate Naval de Iquique), pero que tienen tanto arraigo en cada uno de nosotros que ya es parte del arquetipo, del “ser chileno, po”: la de los triunfos morales, esos que nos consuelan cada vez que la vida se pone patas pa´arriba, cada vez que nos falta o que perdemos algo, cada vez que necesitamos un aliento para levantarnos al otro día sin sentirnos miserables ni perdedores. Todos los héroes chilenos están llenos de triunfos morales, desde Galvarino (mencionado en un capítulo hermoso del libro), pasando por O´Higgins y Prat, hasta los iconos deportivos y culturales actuales. Victorias morales inventadas por nosotros como la de ese maldito US Open del 97`, ese que en cuartos de final enfrentaba al gringo / chino que tanto nos había hecho sufrir, el Michael Chang, con nuestro Chino Ríos; mitad de partido y dos set arriba el Chang hasta que el Chino (el nuestro) con esa inspiración divina, con esa zurda envenenada y diabólica puso la cosa en empate con dos 4/6. El quinto set era pura esperanza, era puro triunfo y jolgorio, pero duró poco, porque el Chang, acostumbrado a esos niveles inhumanos de presión se boleteó a nuestro Marcelo con un 6/3 rotundo y lapidario, diciendonos a todos los millones de chilenos que estábamos viendo el partido por la tele, “chao, se me van pa´ la casa”. Quedamos por el suelo, lloramos incluso, y nos preguntábamos para qué servía tanto esfuerzo, entonces, si al final el chileno siempre iba a perder, siempre, no importaba en qué. Pateamos la perra, dejamos que la pena pasara por todo el cuerpo, que hiciera su trayecto natural para volver frente al televisor y ver un par de solitarias banderas chilenas ahí en el Billie Jean King National Tenis Center, flameando por sobre las cursis banderitas de cartón gringas, o las pelotas gigantes, o los dedos índices apuntando al cielo, ahí, en la altura de Nueva York, y repensamos la derrota, miramos para el lado y dijimos, más para nosotros mismos que para el resto, “puta, igual la hizo, mira hasta donde llegó. Bien, igual, para mí es el triunfador…”
Historias como esta, o como las que narra Castillo en poco más de 300 páginas que se hacen nada abundan en las anécdotas familiares, en los cuentos de los viejos, incluso en la política. Ser chileno es contradictorio, es estar tan fraccionado que entendemos las cosas al revés y por ende, reaccionamos mal. Celebramos las derrotas y enrostramos los triunfos de mala manera, porque no estamos acostumbrados, porque no sabemos lo que es ganar tanto, porque nos incomoda la unión de todo un país celebrando un triunfo, independiente de los ideales de cada uno, no nos vemos en esa, así que salimos a lo loco, gritándole a todo el que consideramos perdedor, humillándolo, para sentirnos 5 minutos mejor que esos a los que todo el resto del tiempo miramos con la mandíbula apretada y los ojos a medio cerrar, conteniendo la envidia, tratando de empaparnos del orgullo del triunfo moral pero entendiendo que no basta, sabiendo muy en el fondo, que queremos algo más y que estamos cansados de las excusas.
El camino que recorre Muriendo... es el que busca el sentido de la patria, de la pertenencia, sin entender muy bien por qué, dejando que el azar tome curso y nos vaya moviendo por aquí y por allá porque en realidad nadie nunca nos ha explicado lo que es ser chileno más allá de la empanada, el vino tinto y la cueca. Es el viaje personal que va involucrando a otros, con todas sus historias y que juntos, en comunidad, como debe ser, van armando algo, algo que no se sabe muy bien qué es, algo que puede ser algún atisbo de identidad, pero que aún está indefinida, porque hay historia que fue borrada y que algunos, incluso hoy, insisten en mantener perdida, por lo tanto no queda más que ser otro Arturo Godoy, buscándose la vida a combos, dejando en cada parada un par de dientes, unos manchones de sangre, dejando en cada triunfo, en cada logro, un trozo de humanidad que se va restando, que nos va adelgazando y que por ende nos va poniendo más viejos, mas cansados y más tristes.
Tal vez, la idiosincracia chilena sea el triunfo moral y si es así ya vendría siendo la hora de aceptarlo, pero falta llenar el concepto, porque lo usamos pero lo renegamos y mientras pase eso, seguiremos incompletos, en pedazos que no calzan, muriendo por la dulce patria nuestra sin lograr nunca entenderla.
Muriendo por la dulce patria mía. Roberto Castillo Sandoval. Libros de Laurel, 2017. ISBN: 978-956-9450-29-7
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Ases Falsos en el Teatro Caupolicán: La destrucción de toda norma.

Y finalmente se llenó.
Solo dos coditos, uno a cada lado del Caupolicán, fueron los espacios que por razones obvias de visión quedaron vacíos; el resto: Sold Out.
Fue en el Teatro Cariola cuando escuchamos por primera vez la confirmación de lo que ya muchos temíamos: Ases Falsos va a dar un Caupolicanazo, con ellos como centro de todo, como único show, como el florero de la mesa en la que, en ese mismo momento, todos los que estábamos ahí, decidimos sentarnos. Y es que lo entendimos, entendimos lo importante que era este hito para la banda, así lo explicó Simón, así lo asintió el resto, incluso Briceño se dio el momento de detallar el precio de la entrada, para que no pensáramos mal, para que entendiéramos el por qué de las dos o tres lucas de más sobre lo que acostumbrábamos a pagar.
Hubo ansiedad, hubo algo en el aire durante estos meses, ¿se llenará? ¿cómo será el show? ¿afectarán la venta de entradas todas esas polémicas flaites que tuvieron a Cristóbal como el puching ball de turno? Preguntas que nos hacíamos los fans y de seguro también la banda, preguntas válidas que fueron rápidamente respondidas cuando a las 21:17 de ese caluroso viernes 15 de diciembre se apagaron las luces del público, se encendieron las del escenario y sonaron los primeros acordes del “KLASSIKPROJECT” (bautizado así por la banda) con el que abrirían una noche redonda. Había empezado la música, se habían disipado los temores, comenzaba el rito de unión que tanto había demorado.
SI hay una palabra para describir la ejecución instrumental de Cristóbal, Simón, Martín, Chimbe, Flaco y el sorprendente Sergio “Keko” Sanhueza, tiene que ser impecabilidad. No hay otra. Desde “Nada”, la primera canción completa (abrieron con un “medley”, el antes mencionado KLASSIKPROJECT, que calzó perfecto con toda la ambientación de programa de TV de mitad de los 70 que tenía el escenario), siguiendo con “Placidamente” y “Manantial” mostraron la energía y el nivel instrumental en el que está cada uno. Superlativo por donde se mire.
Hubo en esta parte un par de acoples y complicaciones sonoras que no afectaron en lo absoluto el correr del show, todos estábamos pendientes de otra cosa, todos queríamos bailar, saltar, movernos, acompañar a Cristóbal en el grito imposible de “Misterios del Perú”, nos interesaba más apuntar a algún paco con un dedo acusatorio en “Más se fortalece” o cantar a todo pulmón ese dúo de canciones que tan bien funcionan juntas: “Mantén la conducción” y “La gran curva”. Había en el ambiente cosas más importantes que los aspectos técnicos que nunca, ni en el más pulcro de los espectáculos, funcionan como se pretende que funcione, acá había comunión, hermandad, sudor y gritos. Un traspaso de energía público – banda que nutría a ambos para que el show durara lo más posible. Y así fue.
La primera parte del show cerró con el público en llamas, literalmente en la cresta de la ola. Al término de “Fuerza especial”, y tras un par de anécdotas relatadas por un sereno y, extrañamente conciso Cristóbal Briceño, entró en el escena el ilustre y vitoreado como nunca antes Héctor Muñóz para pasearnos por los años de Fother Muckers con “Fueron” y “Ríos color invierno”, además de hacer una intensa “Chakras” a tres guitarras que puso fin a un segmento que ya estaba por sobre las expectativas de cualquiera. Hubo recuerdos, hubo clásicos, hubo ejecución perfecta, hubo arreglos nuevos para temas viejos… en fin, todo lo que esperamos estuvo ahí, y recién había pasado poco más de una hora.
La segunda parte es algo que merece un reconocimiento aparte. Si bien durante todo el show se notó la preocupación de la banda de sorprender con arreglos en las canciones ya tocadas tantas y tantas veces, lo que demuestra un respeto enorme por el público, ese fiel, que los ha seguido durante tanto tiempo, y también por ellos mismos, por desafiarse como instrumentistas, como ejecutores y como arreglistas. No es simple salir del lugar común, de la sandía calada y tirar a la parrilla del Caupolicán un percusionista que le dio un giro absoluto a canciones como “Misterios del Perú” y “Fuerza especial” y que hizo sonar mejor que nunca a otras como “Simetría”, no, no todos se arriesgan de esta forma y en el fondo, nosotros, los que asistimos, lo agradecemos, porque en eso radica el gusto por esta banda y no por otra, en la irrupción de un Briceño siempre con la lengua ácida, en un Martín que se transforma en un líder indiscutido en vivo, en un Chimbe que suda fuerza y barrio en cada golpe a los paños, en esa ruptura de normas, como en una oportunidad en la Blondie que pusieron la batería de espaldas al público y a Cristóbal por allá atrás, lejos de todo, en el ensayo y error que resulta en genialidades como esta segunda parte acústica, de 7 canciones, que tuvo un trabajo de cuerdas de Flaco, Martín y Cristóbal como su punto cúlmine, con versiones de “Antes sí ahora no”, “Ivanka” y “Salto alto” que muchas veces fueron reconocibles sólo cuando comenzaba la letra; así de remozadas estaban, así de bellas y bien trabajadas.
Trabajo, eso es lo que queda en evidencia en este bloque, trabajo diario, darle duro, hasta el agote, todo con el fin de entregar un producto en constante evolución, de mostrar canciones que van transformándose tocata tras tocata. Acá hay conocimiento de su repertorio y de la audiencia, elegir los temas no debe haber sido tarea fácil y lo lograron sólo porque conocen al que está detrás de la valla tanto como a ellos mismos. ¿La evidencia? “Niña por favor”, que comienza con un Briceño solitario y que va siendo acompañado de a uno por el resto de la banda ya con sus instrumentos “enchufados” para dar paso a la tercera parte del Show. SI eso no es trabajo, no sé ya lo que es.
“Venir es fácil” es lo que todos estábamos esperando, hay algo revolucionario en la canción, algo de amor por el que está desacomodado, de entendimiento y de ayuda y así se vivió, con un público desatado, en éxtasis, y con la banda recibiendo esa energía que los hacía alargar los acordes, moverse por todo el escenario, llenar un espacio que les perteneció desde un comienzo, sin ninguna duda. Ya a estas alturas la tarea estaba hecha, ya sólo quedaba seguir disfrutando y así fue con el cuarteto de canciones en que Briceño deja la guitarra a un lado y se transforma en el frontman que suda presencia, que baila, que cantinfléa, que grita, que deja fuera de estructura a sus compañeros de banda que lo siguen de todas maneras, que lo miran para darle el espacio, que lo contienen, lo esperan y lo disfrutan igual que el resto.
La tercera parte del show, y la final, fue lo que tenía que ser. Un paseo en alfombra, un vaivén de emociones, de gargantas que cobraron vida y que siguieron solas cantando canción tras canción sin mediar la voluntad; “Gehena” hizo explotar nuevamente el Caupolicán, “Estudiar y trabajar”, una de las sorpresas, hizo mermar el cansancio y no dejó a nadie sentado para terminar con “Pacífico”, la de siempre, la que cierra los shows allá en lo alto, con la energía a mil, con la sensación de haber presenciado algo trascendente más allá de lo musical, con una banda sobreexigiendo el cuerpo para tocar fuerte, para que escucharan todos, los de la cancha, los de la tribuna, los vendedores de poleras y agua allá afuera, los guardias, incluso el señor del quiosco en la esquina de San Diego con Copiapó que musicalizó la llegada y la salida de todos los que fuimos.
Así terminó, con las fotos de rigor, con los agradecimientos concisos pero sentidos, de verdad, con un Briceño emocionado repitiendo “Sueño cumplido… sueño cumplido”, lanzando besos al público, tratando de abrazar a las miles de personas que lo ovacionaron, a él, y a todo el equipo que hizo posible semejante hazaña.
Un show exitoso en el Caupolicán puede significar muchas cosas: internacionalización, multinacionales, re-ediciones, colaboraciones, festivales, espacios más grande y un enorme qué sé yo, pero no nos olvidemos que estamos hablando de los Ases Falsos, los que hoy por hoy, no tienen sello, los que se fueron de la discográfica que reúne toda la escena cool chilena, los que al día siguiente del show entraron al estudio a grabar el cuarto disco, a pulso, con pega, con buenas canciones, así que no esperemos la norma, no esperemos verlos participando del guión escrito por el “éxito” y el acomodo para en dos años más verlos en un Festival de Viña o tocando para el lanzamiento del último modelo de Hyundai, porque acá lo que importa es la música, es decir cosas y decirlas de forma cada vez más honesta, tomando como bandera el respeto por quien compra el disco y se da el trabajo de saltar más de dos horas y media en un show irrepetible, para bien y para mal, porque el Caupolicanazo será eso, algo de una sola vez, el derrumbe de un techo que ya no existe más y la inmediata construcción de los siguientes para que la música vuelva a ser protagonista, para que el reencuentro tenga nuevos aires y para que la relación que hemos mantenido por tanto tiempo se mantenga fuerte, haciéndola con cariño y cada vez más perfecta, más alta y más profunda.
(Publicado originalmente en http://diariodeanafunk.cl/)
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Buddy Richard: El popular cantor.

Sólo porque sí, porque lo bueno se celebra, porque no es necesario esperar a conmemorar una muerte para decir lo maravillosas que son (o que fueron) algunas personas, porque su música está en el aire, en el murmullo colectivo de la ciudad que caminamos a diario, en un almacén, en la casa de la abuela, en el quiosco de diarios, ahí, donde está la gente, donde encontramos el alma de un país que nos quieren hacer ver tan global, tan inmenso e insondable, pero que hoy no es menos reflejo de ese Graneros que vio nacer a Ricardo Roberto Toro Lavín. Celebrémoslo hoy, mañana ya no cuenta.
El olor a mermelada hirviendo en una olla que parecía jamás salir del fogón, el aroma del shampoo, las alpargatas que molestaban un poco en el dedo chico porque eran nuevas, compradas especialmente para usarlas en el verano, el pan con manjar en una mano y en la otra la pelota. Mi mamá gritando desde algún lugar que no nos ensuciáramos, que recién nos habían bañado y que la ropa estaba limpia, que nos comiéramos el pan quietos, sentados, que no le fuéramos a pegar un pelotazo al gallinero porque el tío nos iba a retar. Son sensaciones, son recuerdos que llegan con olores, sabores y tibieza más que con estructura. Así eran las tardes en Mandinga, ahí en el Km. 14 del Camino a Rapel, simples, cargadas de sol y energía y musicalizadas durante 12 horas continuas por el favorito de todos, de mi papá, de mis tíos, de mi mamá y mi abuela, el transversal, el que hace bailar, reír y llorar a partes iguales, el de las canciones eternas que mutan en nuevas imágenes y que nunca suenan igual, que siempre tienen un nuevo detalle que descubrir, él, el que tiene un lugar de honor entre los más grandes, el de siempre: Buddy Richard.
Era un cassette blanco, de esos con un olor tan exquisito como indescriptible, de esos que por diseño era mis favoritos, porque era un blanco especial, y siempre se diferenciaban de los otros. Tenía unas 12 canciones, 6 por lado, y descubrí, gracias a él, en esa temprana edad, que las melodías eran lo que definía la música, lo que diferenciaba una buena canción de una mala.
Niño descubrí que el coro de “Despídete con un beso” iba a gatillar mi amor por la balada “cebollera”, que el comienzo de “Si me vas a abandonar” marcó a fuego la música bailable que por tantos años desprecié, hasta ahora. Porque Ricardo Toro Lavín desde que se transformó en Buddy Richard se propuso experimentar con lo que respiraba, con lo que miraba en su natal Graneros, con los amores y desamores, con su niñez, su juventud y su adultez, tomar una guitarra y decir lo que de otra forma no podría. En resumen, guiarse por su propio instinto. Cambió de sello varias veces por “diferencias artísticas” en la mitad de los años 60, cuando era un crío y luchaba porque sus composiciones fueran la punta de lanza de su carrera, no los refritos gringos que los productores lo querían hacer grabar. Ese es Buddy, un porfiado, un outsider.
En ese momento, en ese verano, en ese espacio familiar protegido, uno simplemente disfruta lo que escucha, sin tomarle el peso a las palabras, sin entender la real magnitud de la“Balada de la tristeza”, repitiendo lo que dicen los mayores, que es una “canción linda”, sin pensar en la historia detrás de esta y de quien nos acompañaba desde el desayuno hasta la cena, de quien hizo cantar a mi abuela, una señora cuya alegría se niega a mostrarle a la vida, de quien parecía tener un diálogo tan íntimo como misterioso con mi mamá, cuando planchaba al lado de la radio y cantaba siguiendo la letra, y se equivocaba y parecía que Buddy la corregía y así seguían, por horas, daba vuelta el cassette y comenzaba todo otra vez. Era una presencia como cualquier otra en la casa, estaba ahí, se extrañaba, “¿Oye, y por qué apagaron la radio?”, “Y el Buddy, ¿por qué no está sonando?”, lo llegamos a conocer, pero como mero bufón, sabíamos que era Buddy Richard, el cantante, el artista, pero nunca conocimos a Ricardo Toro, probablemente nunca lo entendimos y se lo debemos.
Nunca pude olvidar a Buddy, se resistió al paso de los años, a la adolescencia rebelde, al joven rockero que despreció el “mainstream” por considerarlo basura, pero que no era más que un hipócrita, un niño. Siempre volví, había algo ameno y triste en “Con mi bombo y mi chin chin” (Sí, esa misma que popularizó el Pollo Fuentesen su disco “Cargamento de éxitos” de 1972, pero que fue compuesta y lanzada un año antes por Buddy en su tercer LP “Quiera Dios”) que me llenaba de un calor paternal cuando pensaba en que lo mío eran los libros y que a nadie parecía importarle; había también algo oscuro en “Espérame”, y algo dulce en “Cielo”. Ahí estaba todo, había toda una vida, la de un hombre enamorado, devastado y esperanzado. Ahí estaba Buddy.
Fue en ese momento que entendí la figura, el ícono, entendí que tal vez ese verano, Buddy vivió en muchas casas, no sólo en la de mi familia, vivió en tantos llantos, en tantos enamorados y en tantos desdichados.
Ahí conocí a Ricardo Toro y supe quien era, ese señor que respira música, que se comió los escenarios con su alter ego hasta el día de su retiro en el 2008, que dijo en la Revista Ritmo que Don Francisco trataba mal a los artistas y a la gente pobre, que por eso le costó ir a Sábado Gigante, que nunca tuvo reparo en tocar en cualquier escenario, en donde se lo pidieran, porque lo importante para él siempre fue llegar a la gente y acompañarla, abrazarla con su música; Buddy es ese que agradeció a Los Tres por haber versionado un tema de su repertorio, con esa humildad que sólo los grandes tienen, los enormes, los que quedan grabados en el inconsciente colectivo, los que pasaron a ser parte del rojo que tiñe la bandera, esos que son parte del Chile más lindo, del familiar, del que no desconoce su raíz humilde.
Ser adulto es la suma de valores, experiencias y enseñanzas, y son tantos los maestros en el camino que uno siempre se queda con los mismos: con los padres, con los tíos, con un par de amigos, siempre se cae en el cliché de agradecer a ese círculo que parece venir como torrente a la memoria cuando se trata de ponerle cuerpo a los que te han formado, pero nadie se acuerda del músico, del actor, de ese director de películas que fueron determinantes, de ese escritor que te hizo conocer mundos, no, ellos son los bufones, están ahí para entretenernos y los mantenemos lejos. No los mezclamos con nuestros cercanos.
No quiero que eso pase con Buddy, porque ha sido importante, porque su tozudez ha sido un par de brazos amigos, su forma de hacer las cosas ha sido enseñanza y su arte inspiración pura.
“Una vez yo tuve la ilusión de ser un popular cantor, pero por las calles voy mucho mejor… Por un billete canto y bailo.”
Gracias, Buddy.
(Publicado originalmente en http://diariodeanafunk.cl/)
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“X”.
Debe ser eso de que a los 21 a todos nos gusta sufrir. Me lo dicen mis papás y mi abuelo, que desde que murió mi abuela vive con nosotros y está todo el día sentado en el living. Antes de que se viniera yo podía estar solo mirando tele, me gustaba, siempre me ha gustado estar solo. Mi papá trabaja todo el día y mi mamá entre que ve teleseries y juega a esas máquinas que escupen monedas casi nunca está tampoco. Pero ahora está mi abuelo, todo el día, y cada vez que entro al living se pone a hablar, y me dice que tengo cara de hueón, o que mis brazos son muy flacos, o que los pantalones me quedan muy apretados, que parezco maricón, o cosas así, y yo sólo lo escucho, porque no me gusta darle cuerda para que hable mucho, pero tampoco me gusta dejarlo hablando solo, me da pena, si total todos vamos a llegar a viejos.
Todos dicen que me gusta sufrir, porque escucho música con letras así como de desamor, pero no sé si sea por eso, creo que es porque es más fácil tocarlas en el teclado, son más livianitas y con menos acordes, y mi voz da para esas canciones, entonces además de escucharlas las canto y todos piensan que sufro y no siempre es así, a veces las toco porque son como situaciones inventadas, o sea, para mí, que no me han pasado todavía.
Igual a veces tienen razón, a veces sufro porque me gusta sufrir nomás, como que me busco el sufrimiento. Como con la Tania, la niña que conocí en el supermercado, que llegó hace un mes, más o menos, a trabajar igual que yo de empaque, y que me gustó altiro, apenas la vi, a pesar de que no es como el resto de las niñas que me gustan siempre, pero algo tiene, su cara es muy bonita, y con ese corte de pelo como el de Brian Molko de Placebo se ve más linda y más alternativa, y por aquí no se ven muchas niñas así, todas escuchan Reggaetón y eso a mí no me gusta.
La Tania es distinta, la primera vez que hablamos fue un día que juntamos plata entre todos los empaque para comprar papas fritas del McDonald’s porque había poca gente y ella se ofreció a acompañarme. En el camino me contó que le gustaba De Saloon, y que el otro día me había escuchado cantar una canción de ellos mientras volvía de dejarle una caja a una señora en el auto. Le dije que sí, que cantaba y tocaba teclado, que además de De Saloon me gustaba The Cure y me miró y se rio fuerte y me dijo que era obvio, aunque yo no lo encuentro tan obvio pero no la quise contradecir.
Al día siguiente no tenía que ir al Súper porque estaba libre pero fui igual, para buscarla y conversar más, pero me contó así muy natural que tenía pololo, que se llamaba Gerardo y que era medio “Hiphopero”, lo que encontré súper raro pero debe ser porque esos fuman marihuana siempre y a mí no me gusta. Pero a la Tania sí, anda con un banano con varios pitos que se fuma en el estacionamiento a vista de todos.
Quedé triste, igual, y al rato me fui para la casa porque cuando me pongo triste me gusta encerrarme en mi pieza a tocar teclado, como que me salen buenas cosas y a veces hago pedacitos de canciones, pero ese día no pude encerrarme porque mi abuelo estaba con una crisis por su asma y me tuve que quedar en el living por si llamaba mi papá mientras mi mamá lo llevaba al SAPU que está por acá cerca. La iba a acompañar pero me dijo que no, que me quedara en la casa cuidando y esperando la llamada que nunca pasó. Pero bueno, la esperé igual.
No me gusta tocar en el living porque los vecinos como que escuchan todo, y me da lata, porque aún no canto tan bien, pero eso lo hago en mi pieza que es más encerrado. Hasta el momento los únicos que me han escuchado son mis papás y mi abuelo, y una tía que me dice que canto súper bien.
La cosa con la Tania mejoró un domingo en que los dos tuvimos el mismo turno, salimos a las 8 de la tarde y aunque sé que tiene pololo la invité a comernos un churrasco a un local que está a la salida del metro, me dijo que sí así que fuimos. Nos comimos un sandwich gigante con papas fritas de acompañamiento y una cerveza de litro. Cuando terminamos la cerveza yo pensé que nos íbamos cada uno para su casa, pero ella levantó la mano para pedir otra y cuando el mesero se fue para traerla se acercó a mí y me dio un beso. Fue rico, muy mojado y con harta lengua, altiro le puse una mano en el estómago para bajarla de a poco y no me dijo nada así que empecé a jugar con el cierre de su pantalón mientras seguíamos dándonos besos.
Nos tomamos 3 cervezas más, y nos dimos besos durante todo el rato. Cada vez más subidos de tono eso sí.
Cuando salimos el metro ya estaba cerrado con unas rejas grandes y rojas rodeando la estación, así que como no había nada de gente la apoyé ahí mismo y mientras me daba un beso y me agarraba la cabeza yo le metí la mano en el pantalón y le toqué la vagina, suave al principio y como brusco después. Así estuvimos harto rato hasta que me dijo que tenía que irse, y esperamos el colectivo que la llevaba a su casa. Cuando el auto llegó, me dio un beso, me tocó el paquete y se subió. Yo me fui casi corriendo, quería llegar luego a mi pieza.
Al día siguiente nos vimos y me pasó unos CD’s compilados que ella misma había hecho, no me los estaba regalando, si no que me los prestaba para que pasara las canciones al computador. Eran de varias bandas, me dijo, algunas chilenas y otras de todos lados. Lo que me llamó la atención fue que sus CD’s tenían su olor, el de su colonia (o perfume) y en la caja transparente tenían escrito con corrector el número del compilado; los tres que me pasó eran el “Compilado II”, “Compilado IV” y el “Compilado X”, que no sabía si era por equis o por diez, pero no le pregunté. Sobre el nombre escrito con corrector había una capa de esmalte de uñas, así que se veían bien bonitos y tenían rico olor. Le dije que gracias, que apenas llegara a la casa los iba a escuchar y la invité a salir de nuevo pero me dijo que no porque salía muy tarde y tenía que ir a ver al pololo después del trabajo.
Me dio lata, yo pensé que como habíamos tenido algo iba a dejar al Gerardo o que por lo menos no me iba a hablar más de él (aunque nunca lo hizo mucho) pero no, ni mencionó lo de la noche anterior así que anduve todo el día medio enojado; también porque me sentía mal, me dolía la cabeza y andaba medio mareado aún.
El martes que fui al turno de la tarde la cajera me dijo que mi “amiga” había ido a renunciar tempranito, que si sabía lo que le había pasado. Le dije que no, que no sabía y que no era mi amiga, que era una compañera con la que me llevaba bien nomas, pero nada más. Me miró y me dijo que era una cabra de mierda irresponsable, que siempre andaba pasada a pito y que justo venía a renunciar cuando más gente tiene libre, no le quise decir nada porque la cajera me caía bien aunque tenía la edad de mi mamá yo creo y porque estaba pensando en la Tania, en por qué se había ido.
Ese mismo día en la noche le mandé un mensaje a su celular pero no me lo respondió, sabía donde vivía pero no me atrevía a ir a verla; puede que estuviera con el Gerardo o que me echara nomas. Tenía sus CD’s y quería devolvérselos porque los escuché el mismo día que me los pasó, pero no sabía cómo ubicarla. Bueno, ella también sabe donde vivo así que puede que se aparezca en algún momento para recuperarlos, o para hablar de bandas. No sé, ojalá me la encuentre.
Debe ser que mi familia tiene razón y me gusta sufrir, o bien es la edad, o las dos cosas juntas. Desde ese día que la cajera me dijo que la Tania había renunciado que toco casi todos los días “X” de De Saloon, y ya sale casi perfecta, sólo hay unos detalles en sostener el aire cuando dice “Porque soy yooooooo”, pero el resto sale casi igualito. Me gusta esa canción porque tiene el mismo nombre que el misterioso compilado “X” que me pasó la Tan (sí, en mi cabeza ya somos íntimos y le acorté el nombre) y porque, a pesar de lo que de seguro todos creen, ella es súper linda y buena, yo lo sé, así que esa parte donde dice “La que duerme con los angelitos” yo creo que es verdad, y cuando la canto la veo así como tapadita y durmiendo tranquila, como con una sonrisa. Ese compilado no se lo voy a devolver si viene a buscar sus discos, le voy a decir que se me perdió o algo así, si incluso ya lo dejé entre mis CD’s y los está dejando todos con su olor, y me gusta, así que ese se queda para mí, total, puede volver a grabar otro “X” cuando quiera y a mí me va a servir para puro sufrir, porque sí, tienen razón, puta que me gusta sufrir.
(Publicado originalmente en http://diariodeanafunk.cl/)
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“Fome”: Análisis letra a letra del (sin dudas) mejor disco de Los Tres.
Contexto: Los Tres – y sobre todo su líder, Álvaro Henríquez – están en la cima, ahí, donde siempre quisieron estar. Plata, fama, drogas, líos de falda (y pantalones), desamores, traiciones, luces, viajes, más plata, mucha plata y más fama, mucha fama. Con ese bullicio se compuso Fome, el que es, según muchos (incluido yo), el mejor disco de los de Conce, el más logrado musicalmente, el más profundo líricamente y el que más recuerdos va a dejar en los fans más acérrimos.
Venían de grabar dos discos más bien folklóricos, el Unplugged para MTV y el de La Yein Fonda, así que el público general se esperaba una continuación de eso que tantos créditos les dio, pero no, decidieron que este disco fuera un exorcismo y metieron a los Beatles, a los Stones y a Dylan en un mismo plato, más todo el folk aprendido en el camino y nos sirvieron a la mesa una “cazuela de música chilena” que hasta el día de hoy sabe bien.
Este 2017 Fome cumple 20 años, y me atrevo (porque sí, es un atrevimiento) a escribir torpemente lo que provocó, provoca y provocarán las sentidas palabras que Álvaro arrastra a lo largo de estas 15 canciones.
1.- Claus (Instrumental).
2.- Bolsa de Mareo:
“Te di y te doy todo / no vengas a pedir más / qué es eso que miras / que te encandila como un salar”.
¡Qué más quieren de mí! Así me imagino, hasta hoy, a Álvaro. Parado en un escenario, como siempre, con los brazos abiertos, sudado, con el pelo sobre la cara, y gritando a todo pulmón, ¡Qué más quieren de mí! ¿No basta el vómito? ¿Las lágrimas? ¿Las pérdidas?
“Bolsa de mareo” es la introducción perfecta para el viaje tortuoso y luminoso a partes iguales que es Fome. Es una de las canciones en donde se retrata a él mismo, así, tal cual es, una estrella (“contrátame una gira por el sol”) ya hecha y maltrecha, pero una estrella que no brilla sólo para él, si no que para que el resto la mire, casi exclusivamente para eso.
3.- Toco fondo
“Toco fondo a la orilla del mar / toco fondo y me niego a nadar”.
El miedo al ver una puerta de entrada abierta, ¿no?, todos lo conocemos, sobre todo si se ha llegado a un punto de inflexión, al final de un camino. Te ves ahí, parado, sabiendo que ya no hay mucho que hacer, que estás al fondo de algo, de lo que sea, y que la única manera de ver la superficie otra vez es traspasando ese umbral, esa puerta abierta y recomenzar.
4.- Olor a gas
“Ya no cuenta ovejas / hoy duerme en paz / busco mi camisa a tientas / voy a desfilar / planchada y de fiesta / hay olor a gas”.
“Olor a gas” es como un guión de cine magistralmente escrito. Toda la canción va disparando imágenes, colores y aromas. En mi opinión esta es la frase más descriptiva, se puede ver a simple vista la procesión que acompaña al desdichado, todos muy elegantes, muy de fiesta, teniendo en cuenta que la muerte puede ser sinónimo de paz. Y ahí el suicida, recorriendo el mundo por última vez, en andas, como un campeón, como el que se atrevió y dio el paso, ese que tantos han pensado dar pero que no saben cómo ni hasta dónde.
5.- De hacerse se va a hacer
“Silencio en las bancas / las formas trabajan / abiertas las pupilas / un cielo que remata”.
Son tantas las interpretaciones que puede tener esta frase. “De hacerse se va a hacer” comparte la estructura poética con “Déjate caer”, pero esta vez mucho más libre. Cuando en “Déjate…” Henríquez recurría a las palabras de Huidobro para completar las frases, en “De hacerse…” es él mismo quien habla, sin tanta referencia, sin mirar la hoja del compañero, es él en un ejercicio creativo como pocos en su carrera. Es una canción de palabras pesadas, dolorosas, que nos recuerda pasados que no están tan olvidados, ni siquiera hoy, 20 años después, que nos alerta, que nos muestra que “las formas” que dieron rienda a suelta a su maldad en la dictadura aún están caminando junto a nosotros, cerca, mucho más cerca de lo que nos gustaría.
6.- Antes
“Antes yo era tu hijo / ahora tú eres mi padre”.
Las guitarras distorsionadas y los gritos no son casualidad. “Antes” es una declaración, una toma de poder, un enfrentamiento cara a cara en el que Álvaro decide tomar el control de lo que lo rodea con el fin de salvarse. “Antes era tuyo, ahora tu eres mío” nos dice, ahora es él el que manda, con todos los defectos que pueda tener, con todo el peso de ser quien es.
Es el manifiesto definitivo que comienza con “A mí no me la vuelves a hacer…”
7.- Fealdad
“Un aburrimiento mortal hacia ti / me deja abierto / abierto por tus uñas mi único amor / también lo siento”.
¿Qué se puede decir que no ensucie, de alguna torpe manera, lo que cada una de las palabras de “Fealdad” quieren retratar? El desamor, pero ese desamor exhausto, enfermo, casi moribundo, que ya ni ganas tiene de aferrarse a nada, que quiere partir, irse lo más lejos posible sin la más mínima intención de volver. Es una despedida, es mirar atrás por una última vez y vomitar lo poco que quedó dentro.
8.- Jarabe para la tos
“En el servicio de salud / me condené por ti mi cruz”.
“Jarabe” era el apodo que Álvaro tenía para Javiera Parra, y bueno, ya todos sabemos como terminó eso. Esta, y las otras dos canciones que siguen, son una trilogía algo macabra que retrata el quiebre y punto final de la relación que ambos tenían, que muestran amor y odio a partes iguales. Es la cruz de Henríquez, esa que solo él sabe si aún carga, aquella que llegó en un momento en que estaba recién abriendo los ojos al mundo, que se mostró como un espejismo de lo que podía ser la vida del rockstar, esa llena de luces y aduladores, pero que poco a poco fue tomando un peso insostenible y doloroso.
9.- Libreta
“Libreta / recorre el mar / se juntan nubes / hay vendaval…”.
“Tranqui, te fuiste, pero estoy bien, sí, bien, a menos que me acuerde de ti, y ahí todo se vaya a la cresta…” Nos parece decir el Álvaro con ese título, con esa musicalización nerviosa y potente, ansiosa y algo constreñida. Libreta es el paso previo a la redención, es el penúltimo eslabón con el que Fome intenta sacarse el polvo de la caída y decirnos “Hey, tranquilos, aquí estamos y así seguiremos…”
10.- Me arrendé
“El sol volvió al corazón / lo salvó de una muerte feroz / el destino me salvará a su vez / de la abulia que prometió volver…”.
La abulia siempre intenta regresar, por donde sea. Se hace espacios, se arma trincheras que la protegen y se va armando de a poco y de forma silenciosa hasta que aparece, cruda y maldita como es. La única manera de sacársela de encima es con una meta clara, en el caso de esta canción es el “destino”, pero podemos llamarlo como queramos. Una meta te propone desafíos pero te alienta a despertar, a moverte, a abandonar la quietud que te impone el daño, a pasarle por arriba, de un salto lo más alto posible a la muerte metafórica y establecer un dominio sobre el camino, paso a paso, lento pero seguro.
11.- Silencio
“¡Silencio! / Silencio en las nubes / ¡Silencio! / Una mancha en las luces / ¡Silencio! / Nadando en un fudre / ¡Silencio!…”.
Con Silencio comienza la trilogía de salida de Fome. Son tres historias particulares y narradas en puro estilo literario. Aquí Henríquez, a mi parecer, despliega la mejor pluma que se le ha visto en su discografía con Los Tres. “Silencio” es casi como la bitácora de un capitán de barco, que cuenta las peripecias de la navegación y que tiene un trasfondo oscuro y siniestro, lleno de alcohol, misterios de alta mar y alucinaciones.
12.- La torre de Babel
“La pasión de Gabriel / era nadar en el río / le contó de esto a su tío / que era un cigarro de miel…”.
La gracia de una buena fábula es que es aplicable para un sin fin de situaciones distintas, y esta, creada por Henríquez, no es la excepción. Mucho se ha hablado de que representa los crímenes de la dictadura, o el suicidio, o el llegar a extremos peligrosos; pueden ser todas o ninguna, la fábula queda abierta para lo que se necesite. Yo me quedo con la fascinación que tiene Gabriel por lo que no debe, por el río, en este caso, por la representación onírica de lo que daña, del peligro, de eso que todos queremos tocar pero que sabemos que no nos pertenece, y que si, por esas fatalidades de la vida llegamos a hacer nuestro, puede terminar por destruir todo lo otro, todo lo estable y lo cotidiano.
13.- Pancho
“Con un fierro atravesó / a Pancho que hizo una mueca / la mueca de terror / cuando la vida se aleja…”.
Cuenta la leyenda que a Pancho, nacido en Hualqui, lo mató su cuñado, el hermano de Mina, celoso por el amor que ambos se tenían. Lo atravesó con un fierro y Pancho quedó tirado entre latas sucias. ¿Por qué el hermano estaba celoso…? Pegadita a la Fábula, está la leyenda, y Pancho es eso, una leyenda sureña contada magistralmente con todos los elementos que las hacen tan atrayentes; amor, muerte, venganza, incesto y valentía. La contradicción entre una crónica negra y lo hermoso del arreglo musical sobre el que Álvaro relata la historia no hace si no añadir virtud a una canción que es redonda por donde se la mire. Uno de los puntos más altos del disco.
14.- Restorán
“Restorán Comidas Rápidas / Restorán Mariscos y Pescados / Restorán Pollos y Pavos…”.
Aprenderse “Restorán” para cantarla en algún recital de Los Tres es un desafío de esos que sólo te frustran. No dice mucho, o tal vez sí, puede que hable de la masificación culinaria que ya hace 20 años vivía nuestro país, en donde pasamos de las papas fritas de bolsa en los picoteos, al sushi con espumante, o puede que no. Todo un misterio.
Es el precierre rockero y calmo para 50 minutos que son pura intensidad confesa de una banda que está intentando por todos los medios sostener desde abajo una columna que viene cimbrando desde su más afilada punta.
15. Largo:
(Instrumental).
(Publicado originalmente en http://diariodeanafunk.cl/)
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1987 - 2017. 30 años de “La Cultura de la Basura”: Tenemos la cabeza dura.

“Y tenemos aquí un disquito simpático para ti, muñeca, que estás solita en tu casa… A ver, ah! Los Prisioneros, La Cultura de la Basura…”.
1987, el año de la visita de Juan Pablo II, ese Santo que es más una espina en el costado de la Iglesia, que cualquier otra cosa, ese Papa que en su paseo por Chile ayudó a sostener, a través del miedo, como siempre, los cimientos cada vez más inestables de una dictadura en decadencia. El mismo año de la Bolocco, de ese triunfo que sacó a la gente a las calles, y que, sumado a la visita del pontífice un mes antes, daba muestras de la palpable unidad del país, del reencuentro con el vecino, con el colega, ya sin miedo, sin callarse la boca por miedo a que algún “sapo” le fuera con cuentos al milico de la esquina. No, estos dos hitos nos hablaban de la unión que siempre quiso el “Gobierno militar”, del entendimiento final. ¡Viva el Papa, viva la Bolocco, viva Chile y el Capitán General!
20 días después, 12 miembros del FPMR fueron masacrados por la CNI en la Operación Albania… Y nadie dijo nada.
En ese ambiente discordante, en el que pocos entendían mucho y muchos entendían nada, Los Prisioneros, pillados en el tiempo por los malditos contratos que los obligaban a entregar algo nuevo antes de Navidad, grabaron su tercer disco, el más punk de todos, el más violento y rabioso: La Cultura de la Basura.
Hablar de “La Cultura…” posterior a su lanzamiento, es hablar del lado más cruel y salvaje de ese periodo. Por canciones como la homónima, y letras como la de “Usted y su ambición”, “Jugar a la guerra”, “Lo estamos pasando muy bien”, y la profética “Poder elegir”, los de San Miguel fueron censurados, así, sin florituras retóricas, sin suavidad, censurados por el Gobierno Militar que redujo los espacios en donde se podían presentar relegándolos a ser una banda casi exclusiva de concentraciones del NO, de peñas, de lugares cerrados, de fiestas universitarias que terminaban repentinamente cuando aparecían los pacos pateando puertas y personas sin distinción alguna, porque eso significaba ser artista en los años finales de la dictadura, una ruleta, un azar, un periplo doloroso pero necesario que se aceptaba casi de manera natural. Vivir con miedo era la regla.
El disco es un complejo puzzle que se va armando canción por canción a medida que va pasando. Es la representación más exacta de la necesidad de escuchar un disco de principio a fin, desde su canción 1 hasta la 14 sin saltarse, sin esa costumbre tan Millenial de no respetar el orden que el artista le da a su obra, acá es necesario, porque es parte fundamental del viaje, del trayecto duro y movedizo que parte con “Somos solo ruido”, esa declaración de principios que va dirigida al resto de las bandas que surgían en Chile y que miraban a Los Prisioneros como algo que ya estaba pasando, que tuvo trascendencia en algún momento pero que ya había que guardar por ahí, en algún cajón, para dar paso a la nueva estética foránea, a lo que viene de afuera y a la programación de las radios, y que termina con “Poder elegir”, esa canción / vaticinio de lo que vendría un par de años después con las elecciones del Sí y el No.
Pensar el disco, hoy, 2017, y darle una nueva escucha deteniéndonos en los detalles, se transforma en un ejercicio desolador. ¿Cómo es posible que canciones como “Algo tan moderno” siga teniendo vigencia a 30 años de ser escrita? ¿Cómo no nos aterroriza que cualquier niño escuche “Lo estamos pasando muy bien” y entienda que, salvo algunos nombres, están describiendo su entorno? ¿Cómo permitimos que “Maldito Sudaca” siga teniendo sentido? ¿Es que no hemos aprendido nada? ¿Es que no hemos avanzado nada?
Es verdad, los discos se convierten en clásicos cuando son atemporales, cuando da lo mismo escucharlos en los 80’s, los 90 o en el 2000, pero en este caso escuchar a Jorge decir: “Sale de su cueva / monta en su auto / pisa con recelo sobre el asfalto / noche y día concentrado en un fin / y las garras duras sobre el maletín” y pensar que hay un empresario multimillonario que ha construido un imperio en base al engaño, la desvergüenza y el aprovechamiento queriendo ser Presidente de Chile por segunda vez, deja un regusto ácido y nauseabundo, implanta un sentimiento de abandono, de soledad, de no sentido y de que da lo mismo todo, de que da la mismo tratar de ser alguien correcto, alguien “buena onda” si los premiados son otros, si el que se lleva los laureles y es tratado de exitoso es el ambicioso, el que no tiene escrúpulos en vender al del lado por un par de monedas, por un ascenso, por la consideración de un puesto en la mesa del patrón.
¿Y qué pasa con esta ola de patriotismo sin vergüenza que de pronto invadió a tanto chileno cuando se trata de mirar al haitiano como a un igual? ¿Qué pasa que aún hay muchos que consideran la homosexualidad casi como una enfermedad, como algo a condenar? Nos transformamos en La Cultura de la Basura, en dignos representantes de lo desechable, de lo perecedero, de los valores no durables, de la ética moldeable al mejor pagador, a lo que esté de moda en el momento.
La Cultura de la Basura no puede entonces ser tomado como una fotografía del año ’87, no, debemos mirarlo como el vaticinio que dejamos pasar, como la advertencia que decidimos obviar por ser molesta, dolorosa incluso y que nos dejó aquí, en estos días convulsos en que no hay definiciones de nada, en que ya nada es blanco o negro, porque se instauró que el extremo es nocivo y lo coyuntural una muestra de reticencia al cambio indigna a los tiempos.
¿Debemos entonces celebrar que La Cultura de la Basura siga vigente? Sí, como una obra de arte, porque lo es en todo lo extenso del concepto, pero que su premisa siga siendo relevante y discutible debería sonrojarnos, debería molestarnos e incomodarnos para sacudirnos la hipocresía de una vez por todas, porque el daño lo vimos venir y no hicimos nada, porque lo dejamos pasar y miramos hacia el lado, porque sin duda alguna, “tenemos la cabeza dura”.
(Publicado originalmente en http://diariodeanafunk.cl/)
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“El Hombre puede”: Análisis letra a letra de lo último de Ases Falsos.

Extraño en un principio, para los fans, para la crítica, para los especialistas y para quienes se acercaban por primera vez a la banda. “El hombre puede” es más que un título, es un concepto, uno artístico en este caso, pero que tiene raíces profundas en el gnosticismo, en ChuangTse, en el mismísimo Borges y que, en su conjunto, construyen las concepciones intelectuales que Cristobal Briceño nos muestra en las letras del álbum.
Esa mezcla se nota desde la primera a la última canción, en una cadena progresiva que nos va ampliando el concepto para que podamos entenderlo en su estado más puro, en su estado primigenio si citamos al Gnosticismo. Es, de la discografía oficial de la banda ya como Ases Falsos, el álbum más amable, más directo y que más luces da para entender cómo funciona el artista en relación a su obra. Con “El hombre puede”, sentimos que hemos llegado a un vínculo con la banda, a conocernos, a conversar de tú a tú, sin adornos, sin miedo, y lo más importante, sin culpas.
1.- Chakras
“Pero tú no tienes fantasía para inventar / el coraje para echar marcha atrás / acéptalo, es normal.”
¿Cuántas veces no hemos escuchado a alguien de nuestro entorno decir “Me alinearon los chakras” o “Necesito abrir mis chakras?” como si eso fuera a funcionar, para bien, sólo por el hecho en sí. Los mismos que hablan de los chakras con tanta soltura y liviandad son los que le pagan a un gurú más de 400 lucas por un “alineamiento” y un par de palabras de buena crianza, son, también, los mismos que trabajan en bancos, en AFP’s, en las grandes industrias y que, por ende, perpetúan este mecanismo enfermo y sádico que está destrozando el coraje humano. Ojalá sólo bastara con que un gurú, por lo general autodenominado, te alineara los chakras y con eso pudieras salir a la calle siendo una mejor persona. Ojalá fuera tan simple.
2.- Gehena
“Si voy a comer mierda que sea a mi manera”.
Gehena es el nombre del infierno Judío… y otras cosas más. Y ese infierno como nos lo han mostrado desde niños es el lugar donde se supone vamos a arder eternamente, donde vamos a sufrir por los pecados cometidos en la tierra y donde seremos un esclavo más de satanás. Bueno, si volvemos un poco al concepto que le da nombre al disco entendemos que el infierno es también un purgatorio, un lugar (o un proceso interno, suena más sensato) de limpieza, donde es posible partir desde cero cada vez que lo necesitemos, donde podemos dejar atrás lo que nos duele, lo que nos molesta y lo que nos maltrata. El Gehena que nos propone Briceño es precisamente eso, el lugar – espacio – tiempo en donde poder desnudarnos por completo y partir como nuevos, sin miedo de ser uno mismo. Al final, se trata de intentar, a través del desprendimiento, ser un poco más feliz, día tras día.
3.- Sal de ahí
“Vives con las patas sucias, metidas en el mismo agua que después ofrecerás”.
¿Qué verán los políticos cuando nos miran a la cara? ¿Qué pensarán cuando están en sus casas, sin nadie más que ellos mismos, en el baño, mirándose al espejo? ¿Creerán sus propias promesas? ¿Evaluarán el impacto de sus palabras? ¿Les importará, en lo más mínimo que allá, a pocos metros de sus fortalezas, afuera de sus condominios o sus edificios protegidos por tres conserjes y dos guardias cada noche, hay gente muriendo, pasando hambre, desesperada por no contar con lo básico? ¿Entenderán la repercusión de sus decisiones? ¿Comprenderán que, en una población en Talagante hace dos noches mataron en un paradero de micros al Jorge, un padre de familia que tuvo la mala idea de echar del pasaje donde vive a dos flaites que estaban fumando pasta a la salida de sus casas, y que nadie puede hacer nada? ¿Habrá algún tipo de conciencia en quienes se dedican a “trabajar en política? Aquí sólo hay preguntas.
4.- Subyugado
“Contento bajo el yugo / enyuntado conmigo mismo / tirado por el hombre que quisiera ser”.
Otra vez la religión. La religión, eso sí, con una vuelta de tuerca. ¿Han leído “La oración de abandono”? ¿No?, les dejo un fragmento.
“Padre mío, me abandono a Ti. Haz de mí lo que quieras. Lo que hagas de mí te lo agradezco, estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal que Tu voluntad se haga en mí…”
El tridente cristiano Briceño lo representa en la voluntad de un solo hombre, y qué importante es que todos pudiéramos confiar un poco más en nuestra fuerza, soportarnos un poco más, también, aprender a vivir con nuestros errores, con nuestros defectos, con nuestras malas decisiones. Cuando logramos quitar toda la cáscara que nos cubre, nos dejamos al descubierto y encontramos lo que queremos entregar al mundo, comenzamos a ser guiados por el hombre que queremos ser y ahí podemos soportar cualquier cosa.
5.- Más se fortalece.
“Es que de verdad quieres poner el hombro / o es que nada más quieres pegarle a alguien / calibra tu corazón / yo ya me tengo que ir”.
No vamos a mencionar la referencia obvia a “los pacos” en la primera estrofa. Para qué. Pero no puedo quedar ajeno a la otra referencia obvia, a cómo nos estamos tratando entre nosotros, los que se supone somos pares, los que deberíamos estar en el mismo bando. “Feminazi”, “Fachopobre” “Progre”, “Abajista”, todas palabras inventadas en las redes sociales para denostar, “Negro”, “Gay”, “Comunista”, “Lesbiana”, todas palabras que en su significado no tienen maldad pero que hoy representan, para algunos, algo de lo que hay que alejarse, algo a combatir. ¿En qué momento dejamos de ver al enemigo común y pasamos a golpearnos entre nosotros? Como siempre pasa, los que ganan la guerra no son quienes la pelean, y ahí están, muy cómodos viendo cómo nos destrozamos defendiendo ideas ajenas, defendiendo posturas que no nos competen, que no nos alcanzan, que no nos tocan. Somos todos, tú, yo, tu novia, tu novio y tu papá, los perros guardianes del que está más arriba, del jefe, del alcalde, del gobernador, del senador y del presidente. ¿No lo ven?
6.- Fría
“En la aridez y en la tempestad / sabes caer y sosegar mi ser”.
¿Cuántas canciones se le han escrito a la cerveza? Seguramente menos de las que se merece. “Fría” es una clásica canción de amor con letra enamorada y con un nombre contrapuesto, pero que cuando se junta con palabras como “amargor”, “lúpulo” y “espuma” cobra un sentido propio y se establece como lo que es, una enorme canción. No es mucho lo que se pueda comentar sobre la cerveza sin la necesidad latente de experimentar la sensación, hablar no basta, ¿o no? Pero sí, cuanto sosiega nuestro ser.
7.- Mucho más mío
“Si la micro no te sirve / bájate…”
¿Parece tan obvio, no? Cuando nos enfrentamos a música que tiene algo que decir (porque sí, digámoslo, hay muchísima que no dice nada) siempre la interpretación personal es la que se antepone a la intención del creador. En este caso la frase se puede tomar de mil formas distintas dependiendo de los procesos internos de quien la escucha, pero hay algo que no cambia y que tiene que ver con el concepto general del disco, ¿Para qué sufrir? Si sufres con tu pareja, bájate, si sufres con tu trabajo, bájate, si la pasas mal con tu grupo de amigos porque ya están desconectados, bájate. La última palabra es nuestra, y culpar al resto por lo malo que se nos atraviesa es siempre la opción más simple, pero si lo pensamos, la culpa y la responsabilidad de lo bueno y lo malo, siempre es de uno mismo.
8.- Antes sí ahora no
“Un pajarito entró a comer / migas debajo de la mesa / me alegra tanto verlo aún cuando sé que / salir le costará un mundo”
El siempre necesario azar, y por paradójico que parezca, la certeza que tenemos de que ciertas situaciones son intrínsecamente azarosas. Por mucho que estemos seguros de nuestras decisiones nunca sabemos con certeza hacia dónde nos van a llevar, a veces creemos haber logrado tanto para solo darnos cuenta que nos metimos en un lío que no esperábamos y para el que estamos preparado. Pero, finalmente, ¿qué podemos hacer? Briceño lanza la respuesta acá mismo, “Qué bueno es no poder hacer más que verlo suceder…” y sí, esa ilusión de control sobre todo lo que nos rodea es necesario que desaparezca a ratos, para entendernos como lo que somos en realidad, como parte de un todo, que falla, que se compone y que no puede sobrevivir trabajando solo en función de si mismo. Tal vez la letra más llena de símbolos “Borgianos” en todo el disco
9.- Creo que no creo:
“Para el viaje que mi corazón anida / he sacado solo pasaje de ida”.
Visualizar el punto, el sino, el sello personal y ponerse a correr detrás de él dejando todo atrás. Arriesgándolo todo. Si las grandes decisiones se toman con miedo y tratando de jugar a la segura, es mejor ni intentarlo. El coraje, hoy cada vez menos necesario y más escaso, es el que en “Creo que no creo” toma protagonismo para no dejarse atormentarse por “el rival” que ronda toda la canción y que no es otro que nosotros mismos. Más del concepto que atraviesa de norte a sur todo el álbum.
10.- Trato hecho:
“Ven aquí / salta a mis brazos / propágate en mi / formemos un lazo”.
Droga: Sustancia que se utiliza con la intención de actuar sobre el sistema nervioso con el fin de potenciar el desarrollo físico o intelectual, de alterar el estado de ánimo o de experimentar nuevas sensaciones… Eso dice Wikipedia sobre la droga, pero ¿qué nos dice la experiencia? Simple, que al final de cuentas, todo lo que nos gusta, lo que nos hace bien, lo que nos transforma y lo que nos propone nuevas vetas de uno mismo, se transforma en una droga, y la abrazamos, porque bueno, así somos los humanos, nos apegamos a lo que nos reconforta y nos hacemos adictos. Pasa con todo lo que estimula nuestros sentidos, el amor de una pareja, de los amigos, de la familia, un trabajo, una meta, un libro, un disco, una banda; lo que sea. Y está bien. Es necesaria esa sensación de protección, de refugio, de lograr un reflejo en algo más, de recibir la respuesta positiva que estamos buscando para movernos. “Trato hecho” es la perfecta forma de culminar un disco que nos regala claros y oscuros, que nos pasea por la cabeza de Briceño como ningún otro en su carrera y que nos invita, a tirones, sin necesidad de ser suaves, a tomar decisiones, a creer en el hombre, en que el hombre puede.
(Publicado originalmente en http://diariodeanafunk.cl/)
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