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μιας κι η κάμερα βρίσκεται ακόμα αδρανής, ας βολτάρουμε παρέα με μερικές από το κινητό μου // low quality is the new HD
κι όποιος χαλιέται από την ανάλυση, απλά να μην την κάνει.
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Melanie Raccoon sweeping the floor. [video]
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Mutaciones
José C. Paz es un partido del conurbano bonaerense que siempre se caracterizó por ser bastante inseguro. De hecho, en un tiempo siempre se lo nombraba en los noticieros. Asesinatos de todo tipo. Falopa que abundaba y demasiada juventud perdida en callejones sin salida en donde predominaba la droga, la delincuencia y un secundario abandonado de forma eterna. Entre esa camada de juventud desperdiciada y consumida por la pobreza y el poco amor propio que reinaba en José c. Paz hace unos 50 años, estaba Fabián. Fabián dejó la escuela y se puso a trabajar en una panadería para no estar en su casa viendo como su papá se emborrachaba y golpeaba a todos por igual. Sin discriminar, el golpe, aveces lo recibía primero él, después su mamá o alguna de sus hermanas… pero todos terminaban heridos física o psicológicamente.
Cuando empezó a trabajar en la panadería, lo hacía por dos motivos: para comprar drogas y para no dejar de drogarse. “Los 80 y la merca en José C. Paz… mis épocas de gloria” me dijo un día Fabián, sonaba arrepentido pero no pudo evitar sonreír al decirlo. En 1989 una ola de saqueos sacudió el país, y en ese momento los mismos empleados se encargaban de proteger los negocios para los que trabajan. “Nos obligaron en la panadería. A mi me dieron una escopeta que el mismo dueño de la panadería había fabricado. Me hizo practicar contra una pared, cuando aprendí -como pude- a disparar me dijo que a la primera persona que se metiera ya tenía derecho a disparar hacía el aire. Para asustar.” Me contó Fabían. Y eso fue lo que hizo. “Apróximadamente a eso de las doce y media de la noche vinieron personas a querer saquear la panadería. Salimos por el balcón. Parecían zombies todos amontonados, queriendo rescatar una flauta de pan para saciar su hambre. Detecté que estaban metiéndose por el costado . No dudé, estaba pasado de merca y disparé al aire. Esa misma madrugada, casi a las cuatro fui preso por primera vez en mi vida. El proyectil no pegó en el aire. Pegó en el techo del balcón que estaba arriba de la panadería, se dirigió al pulgar y a la mitad del dedo índice de una señora gorda que estaba entre la multitud. Y se lo arrancó. Se lo arranqué.“ “Tres meses fueron los que estuve encerrado ahí. Y dos meses tardé en enamorarme de ella, de Liliana. Nos conocimos por cartas. Ella siempre le mandaba cartas con noticias de lo que pasaba ahí afuera a su mejor amigo que se llamab Julio y un día decidí escribirle. Me encantaba. Y más me empezó a encantar cuando me respondió. Empezamos a mandarnos cartas. Le prometí que apenas saliese de ahí iba a buscarla e íbamos a coger como animales. Cosa que sucedió, teníamos un pacto y nos separaban mis días restante ahí adentro y obviamente la celda que compartía con tres amigos más.” “Cuando salí de ahí, Liliana me estaba esperando. Con una bolsa llena de comida y me llevó a tomar un café. Hablamos, nos besamos. Fuimos a un telo. Cogimos. Cogimos muchísimo. Sin cuidarnos, la carne fue más fuerte y yo no había tenido sexo durante mucho tiempo. No pasaron ni dos meses cuando tu mamá me dijo que vos ya estabas en camino. Estoy seguro que vos te empezaste a generar desde encuentro. 9 meses después, un veintidos de octubre naciste vos.” Y nací yo, quien escribe esta introducción. De mi infancia puedo decir que no fue la más fácil de todas, ni la más complicada. Pero pasé por cosas, como todos. Empecé a tomar conciencia de lo real que era el mundo y de lo plásticas que pueden a llegar a ser las familias que tratan de ocultar cosas el día que mi papá, Fabián, quiso pegarle a mi mamá. Peleaban muchísimo, ninguno se percató que yo escuchaba todo aunque nos separara una pared y la tele con Cartoon Network a todo volumen. Peleaban tanto, que con mis pequeños cinco años les tuve que pedir que pararan de hacerlo, llorando. Que me estaban haciendo mal. Ambos lloraron. Las peleas cesaron por un tiempo, pero no tardaron en volver como una enfermedad que no termina de erradicarse de un cuerpo. Mi papá durante esos años experimentaba una fuerte adicción hacía la cocaína y nada lo detenía para que dejara de consumir. No pude detenerlo con mi existencia, no lo rescaté. Tampoco pudo parar cuando mi mamá le contó que estaba embarazada de nuevo. Mi papá empeoró, decidió meterse en un laberinto dominado por la falopa y le costó años salir de ahí. La primera vez que pisé una comisaria fue por él. Había vuelto a pelear con mi mamá de forma recurrente incluso cuando mi hermanita ya existía en este mundo. Pero las peleas empezaron a acompañarse de golpes. Escuché a mi mamá gritar, bajé el volumen de la tele, mi hermanita lloraba. Entré al cuarto de mis padres. Mi mamá estaba en un rincón con mi hermanita en brazos. De su nariz manaba sangre. Mi papá había salido disparado como un rayo cuando me vio entrar, no me dijo ni chau. Cuando me encontré con esta escena, mis seis años y la desesperación no coincidían. Tenía un cuerpo y una cabeza demasiado pequeña como para albergar y procesar todo lo que estaba pasando en ese momento. Estaba conociendo el lado B de un matrimonio. Ese lado B en donde todo el amor que se juraron al casarse ya no existía. Sólo convivían en conjunto las agresiones y los golpes. Corrí hacia la casa de mi abuela, con lágrimas en los ojos, pensando en mi mamá y su nariz, su sangre, mi hermanita llorando, el viento me daba en la cara y el invierno me avisaba que llegaba. Mientras el barrio, sumido en un completo silencio, era el único que me acompañaba en ese instante en que el dolor y la desesperación tomaban control de mi cuerpo.
Mi abuela vino conmigo, y llamamos a la policía. No tardaron más de diez minutos en venir. Mi mamá le contaba a mi abuela que mi papá le había dado un golpe cuando ella lo acusó de robarle plata. Cosa que era verdad absoluta. Mientras tanto, yo le preparaba hielos en un repasador para que se los pusiera en la nariz. Mi mamá me pedía perdón, yo procesaba. Trataba de procesar lo ocurrido cuando una luz azul que titilaba llegó a mi casa. Mi abuela le contó resumidamente lo que había pasado a uno de los policias y subimos al patrullero. La primera vez que pisé una comisaria fue por causa de mi papá, no tardaron mucho tiempo en encontrarlo. La primera vez que pisé una comisaria tenía a mi hermanita en brazos mientras mi mamá hacía una declaración de esa película de terror que habíamos vivido. Cuando la estaba terminando de hacer, escuchamos gritos en la recepción de la comisaría. A mi papá lo traían esposado al grito de “¿ASÍ QUE TE GUSTA PEGARLE A LAS MUJERES? YA VAS A VER” mientras mi papá gritaba al mismo tiempo “HIJO PERDONAME, PERDONAME POR FAVOR”. Esa fue la última vez que vi a mi papá y la última vez que deseaba verlo vivo.
Las personas siempre dicen que si miran hacia atrás, que si hurgan en su pasado, quizás encuentran cosas que hoy las avergüenzan. Personalidades que mutaron en otras. Actitudes que el tiempo y la vida se encargaron de pulir y hacernos lo que somos hoy. No conozco a nadie que haya mutado tanto desde la última vez que vi a mi papá como me pasó a mi. A partir de ese momento mi vida cambió, mi forma de ver las cosas también. Era hijo de padres separados y estaba bajo tratamiento psicológico. El rumor corrió, fuerte, y no le pude escapar a la pregunta de mis compañeros “¿Por qué vas al psicólogo? Estás loco, ¿no?”. Cada vez que me preguntaban por eso o si conocía la causa por la cual mis viejos se habían separado sentía como si mil agujas me pincharan directamente en el orgullo, como una maquina de coser de mil agujas que funciona con filosos y sarcásticos interrogantes de una situación por la que estaba pasando y no entendía. Sentía como si una flecha invisible me atravesara el corazón y lo único que salía de ahí era vergüenza, muchísima vergüenza porque mi familia había fallado como familia, como estructura sagrada. Mi papá había desaparecido, mi mamá trabajaba para pagarme el colegio y mi abuela nos llenaba la panza. Tuve una familia disfuncional en su totalidad de la que estoy orgulloso. Pero en ese tiempo, la decada careta de los noventa, tener padres separados era no seguir la reglas. Tu mamá y tu papá no se amaban y jamás te iban a llevar a Disney. Seguramente, si algo parecido a esto te sucedió seguramente es porque sin saberlo estábamos cargando cruces parecidas
Me tuve que empezar a armar de respuestas cortas para preguntas desubicadas. También a esa edad empecé a escuchar Nirvana. La voz de Kurt Cobain reflejaba toda la bronca acumulada que tenía hacía mi papá. Lo odiaba, y me encantaba odiarlo. El odio fue muy importante en mi vida, aparte del amor, creo que fue una de las emociones que más fuerte experimenté durante mi pre-adolescencia. El odio es corrosivo, te atrapa el corazón y forma una coraza a su alrededor. Nadie puede entrar ahí y nada puede salir de ahí. Es como si llevaras una nuez llena de maleza, llena de fantasmas, llena de recuerdos agrios como la leche cuando se pudre. Y yo tenía todo eso en el centro de mi pecho y con eso me regía día a día. Por mucho tiempo fui odiado por mis compañeros del colegio y al mismo tiempo siempre tuve la habilidad de congeniar con dos o tres personas con las cuales pasaba el tiempo ahí adentro esperando que terminara la jornada escolar. La mayoría no me bancaba y yo tampoco a ellos. Y siempre fue por lo mismo: los superaba cuando de insultar se trataba, los superaba si de hacer observaciones hirientes se trataba. Cargaba con un corazón muy duro y ya para ese tiempo empezaba a sentir una especie de cariño por el humor negro barato. Dije cosas horribles, hice llorar a muchas personas solamente diciéndoles lo que ellos sabían que yo sabía y había observado. Hice mucho mal y retribuí la maldad que me arrojaban, mi escudo y mi arma siempre fue el odio. Un día, terminada mi jornada escolar llegué a mi casa, a mis catorce años. Mi mamá para ese tiempo ya había formado una nueva relación con otra persona, su actual marido y a quien por mucho tiempo y hasta el final de sus días voy a llamarlo “Papá”, ya que me quiso, me quiere y querrá siempre como su hijo. Ellos estaban sentados en la mesa de la cocina, yo volvía a casa para encerrarme y no hacer nada. Me estaban esperando y me llamaron para que nos sentáramos a hablar. Accedí de mala gana y mi mamá empezó con lo siguiente: “Mati, me veo en la obligación de decirte lo siguiente. Mirá, hace bastante que venimos notando que tenés una actitud tan fea con todo lo relacionado a vivir, que nos preocupa. Nos preocupa tu forma de contestar, nos preocupa que te encierres a escuchar música, nos preocupa la cantidad de compañeros y personas que más de una vez hablaron mal de vos porque tenés actitudes de mierda. Nos preocupa muchísimo que no estés siendo feliz. No estás siendo feliz”. Mi mamá había decidido clavar la primer lanza con su sinceridad sin vueltas. El corazón me empezó a latir fuerte, dominado por los nervios. Como queriendo avisarle a mi mamá que ahí adentro de mi pecho había algo vivo, que no estaba todo pútrido y sin posibilidad de sanar. El marido de mamá, mi papá, se aclaró la garganta y continuó: “Hijo, estás siendo totalmente malo con la gente que tenés a tu alrededor y la verdad es que sin nosotros y sin esos dos compañeros del cole estás solo. Y sí, a veces es mejor estar solo que mal acompañado, como dice el dicho. Pero vos no te esforzás por rodearte de gente buena y eso está mal. Porque sos muy chico para cargar con tanta frustración, con tanto odio y con tanta mala energía. Necesitamos saber cuál es el problema para ayudar. De hecho, ya sabemos cual es el problema.”. De mis ojos manaron lágrimas saladas, lagrimas que habían estado esperando muchísimo tiempo para salir de ahí como cualquier pájaro encerrado que quiere atravesar los cielos siendo libre. Como si esas lagrimas estuvieran añejadas. Esas dos lagrimas iniciaron un proceso de depuración paulatina en mi interior y no paré de llorar por mucho tiempo. Lloraba en silencio, la angustia estaba en cada célula de mi cuerpo y yo no podía hacer nada, no podía ni hablar. Mi mamá me dejó llorar y agregó “toda esa ira, toda esa bronca y esa frustración que nos hacés ver la tendría que ver el primer causante de todo esto. Tu papá. Queremos que lo veas, que le digas todo. Absolutamente todo el mal que te hizo. Queremos que te limpies de una vez por todas. Y que seas una persona diferente, una persona más cálida”. Acepté todas las palabras de mis padres, pedí hablar con mi papá biológico. Mientras hablaban por teléfono y arreglaban para que viniera a casa, yo pensaba en la cantidad de cosas que quería decirle mientras mis lágrimas formaban un charco en la mesa del comedor en donde nadaban pececitos de angustia, reproches y bronca. Como si esos charcos de lagrimas fueran estanques habitados por seres vivos creados a partir de malos sentimientos.
Me fui a pegar una ducha, pensando que mi papá biológico iba a seguir ignorando todo como lo venía haciendo. Al parecer, la llamada no sirvió de nada. Mi mamá me llama a comer. Cuando cruzo la puerta del comedor tratando de pensar en otras cosas para despejar mi atolondrada cabeza, me percato que sentado en el otro extremo de la mesa estaba mi papá biológico. Me miraba y me examinaba con miedo. Al verlo sentí que me partía por dentro. Que todas las cosas que quería decirle se anteponían una con otra. Volví a ser ese chico desesperado de 6 años que le teme a un monstruo que le hizo daño y mancilló con su puño la nariz de una de las personas a la que más ama en la vida. Estaba viendo al tipo que había golpeado a mi madre y me había dejado solo en esta vida.
“Los dejo solos, hablen por favor”. Dijo mi mamá y en efecto, me dejó a solas con el hombre que me había engendrado. Mi progenitor, al que por última vez había visto con esposas en sus muñecas y alterado por la cocaína. Estaba ahí sentado frente a mí y no sabía por dónde empezar a escupir mi veneno. Decidí sentarme, respirar hondo y hablar: —Antes que nada, quiero que me respondas algo. -le dije y mi voz se quebraba con cada sílaba que pronunciaba. —Lo que quieras –me dijo mi papá con voz tímida. —¿Por qué no llamaste nunca más?, ¿Por qué no me buscaste para explicarme lo que había pasado la última vez que te vi?, ¿Por qué plantaste una semilla así en mí? , me odian porque soy una mierda y es todo por tu culpa. Las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos nuevamente. De ese día me acuerdo poco, tuve un colapso nervioso. A mi papá le pegué una piña y tuve una hemorragia nasal porque me sangra la nariz cuando me pongo nervioso (tuve un vaso capilar dañado por mucho tiempo, ponerme nervioso hacía que mi presión aumentara y la sangre salía despedida por esa fosa nasal dañada). De eso me acuerdo poco y nada, recuerdo con claridad que a la tercera pregunta empecé a golpear la mesa y que mi papá lloraba en silencio. Lo demás me lo fueron contando. Cuando me desperté mi papá ya no estaba. Se había ido. Mis viejos me habían acostado en mi cama. Estaba totalmente aturdido como cuando recién te levantás de una siesta que se prolongó más de lo que debía. “Le pegaste fuerte a tu papá, no creo que vuelva pero si te sirvió de algo, me alegro” me dijeron mis papás mientras me acariciaban la frente y las manos, que conservaban unos pequeños hematomas. Sonreí, sentía alivio. Mi mamá me hizo un chiste y yo estaba sonriendo, me abrazó fuerte. Volví a llorar y ya no lloraba de angustia, esta vez lloraba porque algo dentro de mi estaba cambiando, el veneno ya no era tan efectivo y una pizca de amor por el mundo renacía en mi interior. Y se fue multiplicando a medida que pasaron los días, meses y años. A los 16 años nuevamente volví a ver a mi progenitor. Ya no era esa persona que fui durante los años que acumulé ira y odio hacía él. Volví a mutar. Mis viejos habían hecho que largara toda la mierda que sentía. Mi vida cambió, muté y me transformé en otra persona. En una persona que empezó a tener amigos, que empezó a creer y a confiar sin problemas. Encontré amigos que se unieron a mi vida y me nutrieron de buenos recuerdos, buenas intenciones, de formas más lindas y simples de ver la vida. Mis sensaciones dejaron de ser estériles, había aprendido a querer de verdad. Me enamoraba y disfrutaba del viento en la cara, del olor a lluvia, de un paisaje otoñal, de mis primeras relaciones sexuales, de reír, de festejar mis cumpleaños. Mi mamá quería hacerle una demanda a mi papá biológico para que nos pasara la cuota alimentaria que nunca nos pasó desde que se habían divorciado. Yo quería que se lo haga, estábamos pasando por un momento económico en donde nos venía bien que nos diera una mano la otra parte responsable de que yo esté escribiendo esto. Mi papá no dudó en hacerlo. En una audiencia de mediación llegamos a un acuerdo. Se fijó la cantidad de plata y pidió un regimen de visitas. Quería vernos de nuevo. Yo no acepté verlo. Mi hermana, que en ese momento era más chica, sí. El día que vi a mi papá, después de ese violento episodio, lo vi triste y avergonzado. Sus ojos reflejaban años de cuentas que había pagado según cualquier persona que flamea la bandera del karma. Me enteré, por ejemplo, que él tenía una nueva familia. Y que además de mi hermana, tenía cuatro hermanos más. Tres mujeres y un niño. También me enteré que una de sus hijas, una de mis hermanastras, había nacido con arteriosclerosis y que sufría dolores de huesos desde que era bebé. Y a su vez, mi hermanastro había nacido con un tumor en el estómago. Se lo habían extirpado, por acción de algún mecanismo divino o porque así tenía que ser, la operación fue un éxito. Empecé a procesar todas estas cosas y pensar en lo solo que se habrá sentido mi papá cuando atravesó todas estas situaciones. Empecé a pensar en mi papá, y lloré. Lloré por él y por sus errores. Lloré porque en ese momento algo en mi cabeza me decía “Ya lo perdonaste, ahora se lo tenés que decir”.
Cité a mi papá, antes de cumplir 17. Fuimos a un bar. Cada uno por su lado. Lo saludé y nos trajeron una cerveza. Dudó en pedirla porque yo era menor, lo miré y le dije “soy tu hijo, yo hubiera preferido birra en la mamadera. No te hagas el boludo. Pedila.” . Mi papá sonrío, pidió una cerveza. Cuando el mozo la trajo. Serví el contenido de la botella en los vasos y tomé las riendas del asunto diciéndole algo así: “Pá, Fabian, Sorete de mierda mal cagado, hijo de puta, forro, puto del orto… no sé cómo decirte. Pero esos fueron los nombres que usaba para referirme a vos. Necesito decirte algo, necesito cerrar algo con vos. La última vez que nos vimos, no era yo. Era otra persona. Un monstruo que fue producto de todo el mal que pasé por tu culpa. No estoy acá para reprocharte nada. Somos grandes. La vida se va, un día estás y otro día no. Me enteré que tengo hermanos por parte tuya y me encantaría conocerlos. Sé, de buena fuente, que la pasaste mal. Y que algunos dirán que todo esto es porque estás pagando el mal que hiciste con mi familia. Tu primera familia. Pero yo no tengo la mente así de cagada, no me gusta pensar así. Estoy acá, porque de alguna forma te necesito y porque no quiero que sigas pensando que me cagaste la vida o que por mucho tiempo sí. Si estoy acá es porque entendí que tengo que perdonarte. Lo siento hoy en el corazón. Te quiero liberar de culpas. Quiero que poco a poco vayamos recuperando la relación que nunca tuvimos. No quiero perder más tiempo, te perdono. Te perdono por todo, hoy ya no duele lo que dolía. Estoy curado, y curarme me ayudaron todas las personas que me rodean. Tengo amor para darte, nada más”. Mi papá lloró, muchísimo, quizás lloró más lágrimas e hizo charcos más grande que los míos. Pero eso no evito que me sentara al lado de él y que extendiera mi mano para palmearle la espalda. Lloró por mucho tiempo. Lo dejé llorar, que lavara todas sus culpas, que renaciera de nuevo como yo lo había hecho.
Desde ese día, hasta el día de hoy veo a mi papá con frecuencia. Juntos vemos el partido de River o a veces mientras vamos en su auto me cuenta historias de su juventud, nunca me aburre. Gratamente descubrí que tenemos juventudes parecidas. Pero con otros protagonistas. Mi vida cambió, llevó su tiempo de proceso, pero acá estoy: inaugurando esta sección en donde te invito a que me cuentes por las cosas que pasaste, tú historia de vida. Es una de las mejores formas de sentir que la vida tiene sus momentos de mierda, pero son elementos que forman parte de la escena, y que el guión no se termina hoy ni mañana. El guión somos nosotros mismos con cada acción que hacemos y por cada cosa que pasamos. Y no nos olvidemos de mutar. No nos olvidemos de mutar.
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“when you’re alone and life is making you lonely, you can always go downtown.”
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Blue Is The Warmest Color (Dir. Abdellatif Kechiche)
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