rufustone
rufustone
Algo para decir
104 posts
[email protected]
Don't wanna be here? Send us removal request.
rufustone · 4 years ago
Text
Colegas geólogos
Estimados colegas geólogos: en vistas que pronto comenzarán o perfilarse los candidatos a Decano/a o más bien ahora que ya hay algunos nombres en danza, me quisiera dirigir a cada uno de quienes integramos el Departamento de Geología para compartir mi visión y mi preocupación por el devenir de nuestra carrera.
Todos sabemos que, en los últimos años - última década diría - los cargos docentes de nuestra carrera fueron en caída libre. No sólo tenemos menos profesores titulares, sino que la mayor parte de las cátedras ha sufrido una significativa disminución de los cargos que solía tener. Según tengo entendido, los últimos puntos docentes genuinos que ingresaron a nuestra carrera fueron gestionados por el Dr. Aceñolaza hace una pila de años. Si es así, creo que algo no está funcionando como debiera.
Por políticas erráticas, decisiones cuestionables o por una situación económica complicada del país y por lo tanto de las Universidades, entre otras muchas razones que podemos discutir y acordar, nos llevaron a este punto en el que creo que debemos pararnos firmemente y exigir propuestas que tiendan a revertir esta situación.
Y no me refiero a propuestas meramente enunciativas y que son muy eficaces en una plataforma electoral y en discursos encendidos, sino a propuestas como parte de un plan de gestión, con una estrategia clara y definida, con una táctica inteligente y eficaz que permita revalorizar nuestra carrera y devolvernos la posibilidad de (una frase de un colega nuestro) que se nos permita ejercer nuestro derecho a enseñar. Enseñar, que además, es nuestra obligación, claro.
Y lejos de echar en cara a una gestión o a otra - que sería un mal uso estéril de energías y sólo conseguiría dificultar las soluciones que necesitamos, mi intención en realidad es la de invitarlos a poner mente y corazón para formar parte de la solución.
Como digo, en los meses venideros sabremos quienes están interesados en dirigir nuestra Facultad. Pues creo que es el momento de plantarnos como carrera y exigir saber cómo se revertirá esta situación, conocer cuál es el plan que llevarán a cabo. Éste es el momento de exigir el compromiso del próximo decano/a para detener la precarización de nuestra carrera e impulsarla al lugar de excelencia que alguna vez tuvimos y todos nosotros la disfrutamos.
Quisiera que me disculpen la autorreferencia:  mi cátedra solía tener un Profesor Titular, un Adjunto y un JTP, hoy cuenta con sólo un Prof. Titular y un Adjunto. Perdimos un cargo en el camino. Les propongo que hagan un ejercicio, que estoy seguro ya lo hicieron en más de una ocasión: mirar la composición de sus cátedras y prever cómo estarán dentro de 10 años. En la mía, yo me habré jubilado y Laurita será la próxima Titular, dejando su adjunto, cargo que concursará y ocupará un colega que ¡no habrá dado ni una clase en la cátedra! Pondrá toda la energía, todas las ganas y compromiso, pero: ¿cómo explicará una textura pertítica o una corona de reacción? por dar un ejemplo banal. Ésa será la formación que recibirán nuestros estudiantes del futuro. ¿No pasa algo parecido en cada una de sus cátedras?    
Doctores en geología que siguen siendo Profesores Adjuntos y que se ponen al hombro el dictado de clases teóricas y ni siquiera son responsables de cátedras, sino que apenas la tienen a su cargo, porque no son ni siquiera profesores Asociados, cátedras del plan 2012 que no tienen plantel docente alguno y se dictan por la buena voluntad de colegas y ya estamos en el 2021. Son algunos de los problemas con que quienes ejercemos la docencia nos encontramos cada día.
Insisto nuevamente en este punto: es importante tener memoria y no olvidar cómo llegamos aquí, pero lo primordial es mirar hacia el futuro y exigir acciones que reviertan esta situación por demás endeble. Estoy absolutamente convencido que nada nos caerá del cielo en forma de Maná, que si queremos algo, tendremos que luchar por ello. Y estoy más que seguro que no soy el único que piensa así.  
No será fácil para las próximas autoridades, como seguramente no fue fácil para la actual ni las anteriores; muchas puertas se cerrarán y recibirán un NO tras otro, pero quien quiera ser Decano/a de nuestra Facultad tendría que tener la firme voluntad y un plan sin fisuras para alcanzar el éxito de esta gestión tan cara a los docentes del Departamento de Geología.
Y digo que éste es el momento porque si no actuamos ahora, dentro de 10 años nuestra carrera será un fantasma; si nos comprometemos ahora, nuestros egresados tendrán todo el derecho de sentirse defraudados.  
Creo que debemos tener esta situación muy presente y que deberá ser una exigencia de los docentes de la carrera de Geología en su conjunto a quienes expresen su deseo de dirigir nuestra queridísima Facultad.
0 notes
rufustone · 5 years ago
Text
Aún es pronto
De a poco te vas apagando,
de a poco…
                 te estás mudando de barrio.
Los silencios nos van ganando
y son lo único que nos van quedando.
Rodeado de amor, me sentiré sólo,
y bañado de luna, lloraré en la penumbra.
 Aunque todavía restan despedidas
ya te estoy extrañando a cuenta.
 Y mientras…
                  busco esconder en palabras
                  el desierto de mi alma solitaria.
Se escurre mi niñez hecha lágrimas,
mis alegrías se volverán recuerdos.
Guardaré tu sonrisa joven,
tu amor y tus desvelos…
De a poco te vas apagando,
de a poco me estoy muriendo.
0 notes
rufustone · 5 years ago
Text
El profundo arcano
A veces, cuando me dejo llevar por la magia de este paisaje, en el que el cielo parece estar al alcance de los sueños y en el que siento que los cerros son parte de mi alma, intuyo, que somos sólo pasajeros de una vida que discurre entre dolorosas monotonías y que, cada tanto, nos regala la certeza de la esperanza.
Es casi mediodía y la niebla, densa e indiferente, se recuesta en el jardín. Apenas se distingue el pino que se recorta, fantasmalmente, en el centro del terreno y se adivina la existencia de un  portón, unos metros más allá.
Un silencio que desciende desde la montaña, envuelve al valle paternalmente. Una tímida luminosidad atraviesa el ralo follaje de los álamos, que se alzan, orgullosos y vehementes, en los lindes de la propiedad.
El frío y la soledad, son socios y compinches, de un paisaje que, mansamente, se inunda de melancolía y se llena de recuerdos, que acuden en tropel.
Avanza el día y, con lentitud y desgano, el manto blanquecino comienza a retirarse; respondiendo, quizás, a un mandato atávico, se repliega hacia las quebradas quietas y distantes, que aguardan para cobijarlo.
El paisaje recupera, poco a poco, sus formas y su impronta: campos ondulosos, tapizados de verdes desteñidos y discontinuos, el desprolijo avance de los grateos invasores y el cauce caprichoso e intolerante del río, que serpentea como ausente, displicentemente.
Pero el silencio, profuso y continente, aún persiste, desgarrado cada tanto, por un ladrido distante, alguna risa breve y difusa, o el lejano rumor del viento jugando a las escondidas. Con él, un vacío teñido de tristezas, olvidos y desencuentros, se mantiene todavía atrincherado en lo más profundo de mi esencia.
Quizás, en este rincón del Universo, se conjugan arbitrarios designios de dioses moribundos, y la angustia primigenia, de sabernos efímeros y aceptarnos vulnerables.
Tal vez, después de todo, allí reside el agridulce encanto de una montaña, que esconde inverosímiles leyendas: nos mantiene atrapados por nuestra propia voluntad, en un instante de tiempo que no corre, donde el pasado atraviesa un presente inexistente, y reescribe, un futuro que nos aterra.
Aquí estamos retenidos sin deseos de liberarnos, mientras luchamos por despertar de un oprobioso y cómodo letargo, que nos mantiene prisioneros, en vidas rutinarias y vacías.
Y sin embargo, debajo de mil capas de grises y destempladas realidades subyace, cálida y vital, la Promesa Original que este mismo valle nos promete, como ofrenda de una Pachamama esperanzada.
Un atisbo de mañana, parece crepitar en el hogar recién encendido; las llamas danzan con sensualidad, invitándome a una intimidad que añoro, mientras afuera, una lluvia pertinaz, llegó para quedarse. El aroma a café insiste en vencer el desamparo y se empeña, testarudo, en inundar la habitación de paz y de sosiego.
Vacilante y temeroso, busco urgente el cobijo de rincones penumbrosos y me pierdo en páginas amarillentas de algún libro que, desde hace años, me espera.
Las horas, indiferentes, pasan lentas y la promesa de una noche, profunda y oscura, me alienta: llegará la luna, con su séquito de estrellas, y recortará, nítidas siluetas en el horizonte; será mi compañera en las horas más aciagas y se llevará mis miedos al despuntar el alba.
Y será recién entonces, cuando se reinicie el ciclo, que vuelva a creer en los destinos que confluyen, en la magia que convoca y en las astillas que se encienden para toda la vida; creeré otra vez, en los milagros cotidianos, que ni los percibimos de tan extraños; en el hilo rojo que nos une y en las distancias que, soberbios e ignorantes, inventamos.
Y es en esta nueva mañana, recién inventada, que atesoro, quizás, mi mayor certeza: si alguna vez debo rescatar apenas un puñado de recuerdos, para el resto de mi vida -acaso inmortal- dejando el resto perderse en oscuras lejanías, no dudes un instante: todos ellos tendrán que ver contigo.
Todo es para siempre y nada es definitivo: tal es el profundo arcano de éste, mi lugar en el mundo.
0 notes
rufustone · 5 years ago
Text
Vuelo de regreso
 Publicado en:  https://es-visiontimes.com/vuelo-de-regreso/
En mi asiento del vuelo 343, de Aerolíneas Argentinas y a 10.000 mts. de altura, me percibí enojado, frustrado, regresaba a mi país anticipadamente y contra mis deseos, a causa de no sé qué virus, qué pandemia y más, seguramente debido a manipulaciones de gobiernos y de medios adictos.
Fin de mis aventuras europeas, exánimes a poco de iniciadas. Mala suerte, dicen algunos; oscuros manejos y oportunismo político, aseguro yo.
Me vi en colas interminables, llenando formularios inútiles, soportando recomendaciones básicas de enmascarados especialistas en molestias colectivas: Berlín, 36,7°, sin tos ni congestión, 14 días de aislamiento social (suena cool, ¿no?), etc., etc., etc.
Tomar un taxi, subir a mi departamento, pedir pizza por delivery y comenzar mi cuarentena (¿o se llama quincena?) recuperándome del jet-lag. Mañana… mañana será otro día.
¿Me quieren encerrado?
Pues me tendrán encerrado. Llamada al trabajo y al pedido a domicilio, para justificar mi ausentismo y para asegurarme provisiones para las dos semanas que se avecinan, respectivamente.
Por suerte la pila de libros, aún sin leer, creció bastante este último tiempo y finalmente reparé en la bici fija, arrumbada en un rincón y casi virgen. Serían ambas de mucha utilidad, pensé.
Me vi esos primeros días pendiente de las noticias en el tele y en el celu, recibiendo y reenviando memes, manteniendo mensajes de whatsapp con amigos y todo, absolutamente todo, girando alrededor del consabido virus.
Mudaba de ánimo en lapsos demasiado breves de tiempo: de bromista a preocupado y luego a embroncado, casi sin solución de continuidad; pasaba de reír casi enajenado a golpear con puños cerrados la mesa ratona, en cuestión de minutos; relajado a ratos y casi paranoico en otros.
Finalmente, al tercer día, me felicité al decidir apagar la tele y el celular, y aislarme de las noticias tanto como de las personas.
¿Me quieren aislado?
Pues bien, “¡Me mantendrán aislado!” Casi grité, como si a alguien le importara, frente a la ventana, mi única ventana que daba al patio interior del edificio y era mi exclusivo medio de contacto con el mundo exterior.
La primera semana pasó en ese tren, aislado completamente, leyendo y pedaleando; los alimentos, primero los frescos y luego los enlatados, empezaban a escasear, pero, como estaba decidido a no salir de mi rebelde encierro auto impuesto, comencé a racionarlos.
Al décimo día ya estaba sub-alimentándome y para colmo, a la noche siguiente, me desperté agitado y empapado: 41° de fiebre. Esto me puso en guardia, pero no era aún momento de flaquear en mi resolución. A la mañana vería, quizás como siempre, ibu mediante…
Pero la fiebre no cedería tan fácilmente y encima una tos molesta y persistente empezaba a molestarme seriamente. Comenzó, tímidamente, como tanteandome y, poco a poco, se fue adueñando de mi calma y serenidad, hasta transformarse en una frenética desesperación.
Pero lo peor de todo fue que al anochecer, del décimo tercer día, empezó a faltarme el aire. Despertarme con una sensación de caída profunda y oscura en un pozo ciego, sin aire ni final, fue sólo el inicio de lo que vendría… Y ahí me asusté de verdad, quizás porque además recordé cuando, hace un par de años, me internaron por una neumonía que me tuvo a maltraer toda una temporada. Fue poco antes de romper con Alicia.
¿En qué andará Alicia? No era mala persona y con el tiempo, quizás, hubiera llegado a amarla tanto como la deseaba; al final se cansó de mí, tal vez por mis viajes, mis ausencias o mis silencios. Nunca lo supe a ciencia cierta… ¿Estaría delirando? Al menos no aparecieron unicornios bajo mi cama…
Lo cierto es que, asustado como estaba intenté, infructuosamente, llamar a emergencia, una y otra vez, pero nadie contestaba.
“Pago tanto para nada. Inútiles. Ladrones. Descarados…”
Encendí la tele, más para distraerme que por otra cosa, y nada… ningún canal, ni señal, ni nada: sólo esa lluvia de puntitos grises y metálicos, que me hicieron recordar el final de transmisión en los años de mi infancia.
El padre Seschi en la tele, blanco y negro y yo acompañando a mi abuelo, fiel seguidor y eterno creyente… ¿Dónde estará mi abuelo? ¿Dónde quedó mi infancia?
Empiezo a delirar de nuevo, lo sé, me conozco, imágenes de otros tiempos, más dulces y amables haciéndose lugar, a empujones, desdibujando una realidad que me golpea sin piedad y me atenaza.
Recojo mi celular, ningún mensaje, ninguna llamada perdida, nada. ¿Se acabaron los memes, las bromas, los intentos de salvar al mundo por las antisépticas redes sociales? Intento una nueva llamada a emergencias y… absolutamente nada.
Me preocupo, descorro las cortinas y entra el sol, pero más nada… Salgo apresurado al pasillo, bajo los tres pisos corriendo, atravieso el palier jadeando y cuando por fin llego a la calle, me sobrecoge un silencio atronador que tiñe un irreconocible paisaje urbano, desierto y  desconcertante; una brisa, caliente y húmeda me golpea, desagradablemente, en la cara y un dulzor pegajoso, nauseabundo, se cuela por mi nariz antes que atine, instintivamente, a cubrirla.
Corro hasta la plaza principal; tres cuadras de desesperación y, quizás a causa de la fiebre que no cede, me siento desfallecer a cada paso. Cuanto más me acerco, menores son mis fuerzas y mayor la certeza de lo que voy a encontrar: infinita soledad, desesperación en los canteros y huella de la muerte en todos los rincones.
La ciudad apesta y estoy solo, me embarga una sensación desesperante, de abandono, angustia, de final. Si aquí acabara todo, ni siquiera sé de qué debo arrepentirme.
“Despierte señor” – me dice amablemente la azafata. Adivino su sonrisa tras el barbijo, mientras me ofrece, gentilmente, alcohol en gel y un formulario. “Por favor llene el formulario de control y no olvide limpiarse las manos. Estamos a minutos de aterrizar. Parece que tuvo un mal sueño” agregó casi maternalmente.
Me desperezo un poco abochornado; le agradezco desde lo más sincero de mi corazón y más tarde, con un rasgo de amabilidad que me desconocía, devuelvo el famoso formulario, luego de haber respondido a las requisitorias de los médicos.
Más tarde, cuando pago el taxi en la puerta de mi departamento, cuando hago el pedido de una pizza al delivery y durante mi cuarentena (o quincena, sigo sin saberlo) e incluso cuando, finalmente, regreso a mi trabajo y a mis actividades cotidianas, no puedo quitarme esa sensación de arrepentimiento por mis renuncias y mis desánimos, que quizás soñé a 10.000 mts de altura, en un avión de regreso y vacaciones frustradas.
Tal vez mañana llame a Alicia, me agradaría saber que está bien y mejor acompañada. Me agradan los unicornios que viven bajo mi cama.
0 notes
rufustone · 5 years ago
Text
https://es-visiontimes.com/la-casa-del-bosque/
0 notes
rufustone · 5 years ago
Text
Mi pueblo
publicado por mis amigos de https://es-visiontimes.com/mi-pueblo/
Existe un pequeño poblado, insignificante si la comparas con tantas otras grandes ciudades. Es apenas un caserío perdido entre lo poco y la nada; donde nunca pasa nada y según me cuentan, nunca se vio siquiera un cometa.
Es tan pobre este poblado que hace tiempo ya, se quedó sin ladrones y es tan poquita cosa que ni siquiera es dueño de su propio nombre.
Si el sol amanece cada mañana, es sólo porque algún dios así lo decidió hace mil años y luego se olvidó… hasta las estrellas titilan con desgano cuando les toca en suerte, sobrevolar esos tejados. Los sueños se acostumbraron a pasar de largo y las gentes se fueron volviendo tristes a causa de tantas noches en blanco.
Este pobre pueblito, que vive al borde del desconsuelo tiene una ristra de historias en la que se entretejen alegrías y dolores, ni más ni menos que en todos lados; es un pueblo que aprendió que nada es para siempre; que el momento es ahora, que el pasado es apenas un recuerdo y el mañana no vale más que la promesa de un ocasional amante.
Es este el pueblo donde vive mi familia, donde se consuela mi sangre y donde escondo mis secretos. Vivo en un castillo con siete almenas, protegido por dragones y rodeado por inexpugnables nomeolvides. Es allí  donde regreso cada noche y desde donde arranco, intrépido, cada jornada. Mi fatiga, mis luchas y tantos desencantos, es justo decirlo, sólo tienen sentido por lo que allí guardo.
Sin embargo, a veces también necesito (o debo decir me gusta) perderme en sus callejuelas oscuras a esas horas gastadas de la noche, en que se confunden los olores, se mezclan los sabores y se olvidan los deberes.
A veces elijo beber hasta morir de sed y otras, sólo encuentro sosiego entre faldas descartadas. No es común ni tampoco infrecuente encontrar entre tanto tumulto, un par de ojos claros que recordaré más allá del verano.
Mi pequeño pueblo olvidado tiene senderos que no llevan a ninguna parte y plazas redondas, quizás sin ninguna entrada; tiene un río que no se encuentra y un puente apoyado en un solo lado. Algunas noches tienen dos lunas, que es cuando, en silencio y siguiendo un rito arcano, te llamo tres veces y espero cuatro.
Este mismo pueblito también esconde secretos, aunque, quizás no lo entiendas, a la vista de todos.  Si quieres, te invito a visitarlo: tal vez no te aburras tanto. Antes debes saber que en este pequeño poblado se habla con frases sencillas y no importa de dónde vengas, nunca necesitas diccionarios.
Y es que acá hablamos con manos inquietas, con miradas que se cuelan y con labios que besan. Acá vivimos los silencios profundos y hacemos el amor con los ojos cerrados. En mi pueblo, tú, desnuda, serás una obra de arte.
Si me dejas guiarte, podemos perdernos durante alguna siesta en esos matorrales y jugar a recorrernos. Si te animas, puedo invitarte a que nos miremos hasta no tener más secretos, podemos elegir el vino con el que nos embriagaremos; podemos correr y reírnos y hasta adivinar de qué sabor te gusta el helado.
Pero al final del recorrido tendrás que elegir, sin mediastintas, si te quedas conmigo, jugando a las escondidas o te marchas dejando un pedacito de tu alma para que lo guarde bajo mi almohada.
0 notes
rufustone · 5 years ago
Text
Lunas de sangre
Anochecía en las Tierras Altas y una bruma espesa se esparcía sobre la aldea diluyendo los horizontes que enmarcaban la comarca y profundizando silencios que, a esas horas difusas, de entremezclan con antiguas ausencias.
 El viento, colándose entre frondas cómplices, esparcía aromas a madera húmeda y a miedos sin nombres ni formas; ventiscas cálidas de otoño, pregoneras de desgracias, se escurrían entre masas heladas que se deslizaban pesadamente y las enormes y gemelas lunas rojas anunciaban el final de una era y el advenimiento de un nuevo pacto. El profundo y atávico vínculo entre nigromantes y hombres se reafirmaría esa noche, en vísperas del solsticio de invierno y no habría más testigos que el crepitar de la fogata y los ojos negros y vacíos de Rufus, el Elegido.
 Allá abajo, en la aldea, dentro de las cabañas, las mujeres apretaban fuertemente a sus hijos contra su pecho y los hombres fingirían un valor que no tenían. Un ambiente a pesadumbre, a resignación y a miedo se condensaba en las calles vacías y contaminaba, colándose por rendijas, las habitaciones pálidamente iluminadas por faroles mortecinos. Casuchas pobres, de adobe y paja se igualaban, mediante un desasosiego atávico, con las mansiones de piedra y argamasa que se erigían más allá, cerca de la montaña; las mismas plegarias se elevaban con idéntica devoción.  
 Sólo las Siete Iniciadas, púberes vírgenes consagradas a Lea, permanecían fuera de la aldea, en las Antiguas Ruinas de la diosa Lea, descalzas y cubiertas apenas con la capa roja, símbolo de su nueva dignidad. Seleccionadas entre las más hermosas, sin distinción de rango ni fortuna, habían acudido, sumisas y ahora se entregaban, en cuerpo y alma, al aquelarre en el que rezos paganos se entremezclan con desenfrenadas danzas prohibidas, al influjo de la más intensa oscuridad y aguamiel ceremonial en abundancia. Danzaban y esperaban la señal que provendría de lo alto del desfiladero, donde el mago sin rostro, leería las runas y decidiría el futuro.
 Así estaba escrito en las Libros Sagrados y así debía suceder en cada conjunción de lunas de sangre, cuando la decadencia de una sociedad se había transformado en moneda corriente, cuando los tiranos y jerarcas habían hecho de las aldeas sus dominios personales y cuando sus caprichos habían alcanzado el rango de leyes; ocurría cuando los propios aldeanos se habían resignado, callando dócilmente ante las injusticias más deshonrosas, convirtiéndose en apenas borrosos trazos de humanidad. En tales épocas, las pestes eran recibidas como una bendición, pues enrasaban a todos por igual y no distinguían a pobres de ricos, a sencillos pueblerinos de nobles con abolengo tan extenso como vacuos. Y Rufus era la peor de las plagas, había sido convocado y había acudido a encender el fuego de un nuevo renacer para la comunidad que yacía a sus pies, temerosa pero esperanzada. Una vez más, como desde el inicio de los tiempos, un Mago Renacedor elegiría quien vive y quien muere y se llevaría la ofrenda que calmaría la ira de los dioses.
 Las brumas, finalmente, reptaron por la ladera y se perdieron en lo profundo de las quebradas, una nueva aurora despuntó mansamente, ahuyentando las últimas sombras y devolviendo a las gemelas rojas a la oscuridad que las reclamaba. Las puertas de las cabañas se fueron abriendo, tímidamente, y poco a poco, las aldeanas mayores marcharon hacia las ruinas mientras los hombres se concentraban en la Plaza del Caldero. No se escuchaban voces, pero miradas febriles buscaban entre los presentes, a aquellos que no había pasado la criba, aquellos cuyas vidas habían sido cegadas para firmar un Nuevo Pacto, aquellos que pronto serían olvidados.
 Cuando las mujeres llegaron a las ruinas, encontraron dormidas, desnudas y exhaustas a seis de las siete doncellas, seis nuevas sacerdotisas de la diosa Lea y depositarias de su legado. Pronto ingresarían al templo y nadie más contemplaría sus rostros ni escucharía sus voces.
 Poco antes del alba, en las Tierras Altas, Rufus apagó el fuego, que ya no crepitaba y entre cuyas cenizas se adivinaba un color rojizo, quizás por influjo de las lunas o quizás resabios del rito de purificación de sangre; alzó la mano derecha en dirección de la aldea e hizo el signo de la prosperidad y del perdón otorgados, recogió sus pocas pertenencias y reanudó su marcha en silencio; un par de pasos detrás, lo siguió Saleh, la séptima doncella, la Elegida, apenas cubierta por su capa ceremonial. Una larga, muy larga jornada comenzaba.
0 notes
rufustone · 5 years ago
Text
El sueño de Wu
El General
El general apoyó sus puños sobre el mapa desplegado en la mesa que hacía las veces de escritorio de campaña. El agobio de su mirada trasuntaba un cansancio antiguo y su gesto vigoroso y altivo de otrora se había convertido en rictus parco y triste.
Analizaba una y otra vez las posibilidades, estudiaba todos y cada uno de los movimientos factibles y presagiaba, angustiado, toda eventual contingencia. Imaginaba despliegues y movimientos y hasta anticipaba situaciones improbables. No había victoria posible.
Había hecho caso omiso de cada una de las recomendaciones de sus oficiales y había acallado, con violencia toda voz que le contradijera. Imperturbable había ignorado cada uno de los augurios que le advertían y había desechado, con soberbia, las profecías que lo condenaban.
Faltaban pocas horas para el amanecer, pocas horas lo separaban del albur que quedaría registrado como la página más extraordinaria de la historia de su nación.
Cualquiera fuese el costo en vidas y lo caudalosos que corrieran los ríos de sangre que, con certeza, teñirían el valle que aún permanecía oculto por las sombras de la noche.
Sólo necesitaba poner un pie en la Sagrada Colina de Wei-Sun por un instante, un instante que sería recordado durante todos los infinitos y por cada alma que viera la luz del sol elevarse a lo largo y ancho de la vastedad del Imperio.
La Sagrada Colina donde los mortales se transforman en dioses y los dioses descastados regresan a la Tierra, a deambular eternamente.
Nada importaría que al caer el sol esa misma jornada se contara también entre las más dolorosas e infaustas de la historia de la humanidad. Todo lo valía ese instante de gloria supremo, todas y cada una de las vidas que se segarían ese día.
Pero al general no lo desvelaba el resultado de la contienda en el campo de batalla. Quizás los dioses también echaran suertes y, después de todo, no sería la primera vez que un capricho providencial o dados impredecibles decidieran alterar lo inmutable.
Al general lo embargaba otro cúmulo de sensaciones más urgentes, más atávicas y mucho más profanas. El general cerró los ojos.
El campesino
El joven Wu volvió, ya entrada la noche, a su hogar, una pobre casucha de barro y paja que al menos le proveía calor en invierno y refugio en la época de lluvias.
Lo esperaba la abuela Mei con un tazón de arroz hervido, su único sustento diario después de la dura jornada en el campo. Ese tazón de arroz, que a veces escondía un par de guisantes y más raramente, brotes de bambú era, junto al siempre cálido y amoroso silencio de su abuela, lo único agradable en la dura vida de Wu, el campesino.
Desconocía la historia de sus padres y hasta muchas veces se preguntaba, amargamente, si habían existido alguna vez.  Pero siempre había estado su abuela, ella y sus sueños, que lo mantenían despierto cada noche. Wu no necesitaba nada más.
Y así transcurrían los días en la vida de Wu, uno tras otro, de sol a sol, verano tras verano.
Y, aunque el tiempo parecía haberse detenido en la aldea, reteniendo en la retina de sus habitante horizontes inmutables y paisajes olvidados en la monotonía cotidiana, el devenir de la vida continuó su curso y una noche cualquiera, fría y desapacible como ninguna, la abuela Mei ya no estuvo esperando al joven Wu, con su tazón de arroz y el calor de su silencio.
Ya nada retenía a Wu en la aldea y empezaba a cuestionarse si había algo que lo retenía en esta vida.
Desde que se había marchado, Wu deambuló por caminos polvorientos, codeándose con el hambre y toda clase de malandras, aprendiendo de ambos. Ninguna penuria era demasiada y ningún trabajo lo suficientemente arduo.
Wu soñaba con el día en que finalmente descubriría el camino que lo conduciría a cumplir su destino, aquel que lo mantenía despierto desde niño, a horcadas de vientos indómitos y bajo la protectora mirada de la luna llena.
Quizás fue por la determinación con que marchaba o tal vez por pura suerte, lo cierto es que se encontró formando parte de la soldadesca que participó de la más resonante victoria de la dinastía Han.
Y poco a poco, batalla tras batalla, Wu fue construyendo prestigio y notoriedad, lo que lo llevó a un rápido y merecido ascenso dentro del hermético  y exclusivo cuerpo del ejército imperial.
Las consecuencias de tal ascenso no se hicieron esperar y no fueron pocas las maniobras en su contra que Wu tuvo que sortear, por parte de aquellos que se sentían relegados.
Intrigas en el generalato, originadas por celos y acuñadas con malas artes, competían con abrumadoras pesadillas que le vociferaban, en noches de sueños negros, vaticinios de oscuras profundidades, de llantos incesantes y de pesares inagotables.
Tantas veces se despertaba llorando y empapado en sudor, añorando aquellas noches cálidas en la aldea, en las que una porción de arroz y el silencio de abuela Mei era suficiente recompensa.
Por ello, cuando fue convocado para una nueva ofensiva militar, acudió presto y decidido y fue mayor su convicción cuando supo que participaría de la más grande contienda de la dinastía y que la victoria no sólo opacaría cualquier otro triunfo jamás alcanzado por cualquier Imperio anterior, sino que al fin cumpliría con su propio destino, aquel que se había forjado en la fragua de los dioses mientras conciliaba el sueño bajo el influjo de lejanas canciones tarareadas por abuela Mei.
Los aceros
El general Wu, finalmente, tomó su casco, como si fuera un talismán y salió de la tienda de campaña.
La tensa calma, previa a la contienda, reinaba sobre el campamento y una bruma incómoda se colaba por todos lados. El aire frío que le golpeó el rostro traía consigo al alba, que acudía raudamente, como portadora de malas nuevas.
Una vez más repasó con la mirada a las tiendas que pronto expulsarían, espasmódicamente, miles de hombres que acudirían a la batalla, con la certeza de que sería su última acción en este mundo y, por ello, su oportunidad de demostrar su honor y lealtad, a su Emperador, pero sobre todo a su General.
Soldados que confiaban en él, que sabían de sus orígenes y conocían de su derrotero. Hombres que habían acudido ciegamente y morirían por él, ciegamente. Y el general lo sabía, lo sentía en cada mirada que cruzaba y lo aceptaba con gratitud y orgullo.
Sin embargo, debido a su relativa juventud, la carga le pesaba demasiado y sus hombros cargaban con el peso de las muertes que vendrían con el amanecer. Pero la colina debía tomarse, no por el Emperador ni por la Dinastía, sino porque su destino así lo ordenaba.
Por ello había desechado presagios y había ignorado señales de dioses que seguramente temían verse opacados y se habían confabulado para impedir que se adueñase, aunque sea por un instante -quizás infinito- de la Colina Sagrada, donde los mortales se transforman en dioses y los dioses despliegan su majestuosidad.
El sol ascendió tras el horizonte y encontró al general al frente de su ejército, con la espada desenvainada y a punto de lanzar el ataque, un único, definitivo y final ataque que dejaría un ejército diezmado y un Imperio en ruinas, pero un lance con el que cumpliría el destino de honor y gloria con que la historia lo recordaría, aún después de que  los últimos fuegos de la humanidad se hayan extinguido.
Comenzó una marcha lenta, al paso y poco a poco, mientras la distancia entre los ejércitos contendientes se reducía abruptamente, la carga se volvió frenética hasta el instante en que los primeros aceros chocaron.
Quizás fue ese primer roce o por el torbellino atronador del fragor de la batalla, pero uno de los dioses menores del Panteón apenas se sobresaltó con el barullo que provenía de la Tierra de los mortales para seguir luego, sin darle mayor importancia, con sus divinas actividades.
Ningún otro dios se percató de los sueños de Wu.
0 notes
rufustone · 5 years ago
Text
Noche de lluvia y café
publicado en https://es-visiontimes.com/noche-de-lluvia-y-cafe/
La alarma del reloj lo sacó de su ensimismamiento y, tras desperezarse con fruición, Raúl cerró su notebook, se levantó y mientras salía de la oficina, apagó la luz, maquinalmente. Apenas puso un pie en la calle, un frío húmedo y ventoso le recordó las palabras de Elena en el desayuno: “lleva abrigo, el flaco del pronóstico no suele equivocarse” señalando la TV.
Apenas un minuto después ya se había internado en las calles angostas y adoquinadas del centro, dirigiéndose a la parada del colectivo.
Cuando el frío se transformó en una llovizna persistente apuró el paso y alcanzó justo el colectivo, que ya arrancaba. Debía hacer un trasbordo más adelante, pero al menos la espera la realizaría bajo techo en la Estación Terminal del Sur.
Se dirigió al fondo del ómnibus, extrañamente vacío para una noche tan inhóspita como aquella y se acomodó, lo mejor que pudo, en uno de los muchos asientos vacíos. El cansancio acumulado del día, el hastío de lo cotidiano y los sonidos variopintos asociados a las raras lluvias del otoño, terminaron por adormilarlo de tal manera que, cuando despertó del sopor, no sabía dónde estaba.
Sin dudas se había pasado el punto de cambio y ahora estaría en alguna geografía que no solía frecuentar. Se levantó sobresaltado y al no encontrar ninguna referencia en ese paisaje urbano desconocido, tocó el timbre y descendió en la parada siguiente.
Muchas veces, años de soledad más adelante se preguntaría por qué no había atinado a preguntarle al chófer donde carajos estaba y cómo hacer para retornar a su mundo conocido. Pero eso fue mucho después…
La llovizna se hizo más intensa y no tuvo más remedio que guarecerse en el primer café que pudo. Un pequeño bar bastante venido a menos, con una fachada descuidada y apenas iluminado por un par de lámparas, situadas a los lados de la puerta de entrada. Pensó que cuando recuperara la calma y la temperatura podría por fin averiguar su paradero y, por fin, regresar a casa.
Pidió un cortado, mientras ocupaba una mesa que daba a la ventana; preveía una larga espera y podría proveerse, cristal mediante, de cierta distracción. Llamó a Elena para avisar que tardaría en llegar, que apenas amainara el aguacero tomaría un taxi. En realidad lo que deseaba decirle, pero siempre callaba, era que solo deseaba estar en casa, abrazarla y darse un baño caliente, antes de sentirla a su lado en la cama.
Elena no contestaba y aunque normalmente no solía hacerlo, pensó que esta vez ella también estaría complicada con la lluvia. Dejó el mensaje y pidió un cortadito. Le disgustaba retrasarse, sobre todo porque volver a casa era su momento del día preferido.
Le esperaba su esposa, que le relataría las peripecias de su trajín en el museo, del tráfico imposible y de la insoportable delegación de chinos y coreanos que le había tocado guiar; de su jefe indolente y severo y de Arturo, su compañero, que una vez más había acudido a su socorro liberándola de la treintena de pequeños salvajes de un jardín de infantes y de las horas extras que la retenían hasta las mil y una, cada vez con más frecuencia.
En general, no le prestaba demasiado atención al relato en sí, pues solía bastarle con escuchar su voz, con disfrutar su cercanía y con saber que ella estaba ahí, para regalarle un pedacito de cielo azul en medio de tanto alboroto gris.
Ella se afanaría en preparar una cena rápida pero elegante -no podía evitarlo- y mientas él ponía la mesa, seguiría con una retahíla de sucesos insignificantes que la mantenían distante, aunque entre ellos no mediaran más de dos metros: le relataría, con matices y detalles diferentes cada noche, los problemas económicos de su hermana y de la adicción al juego de Marta, su amiga de siempre; no dejaría pasar el mensaje entre líneas de su “querida suegra” del domingo pasado, ni del alcoholismo “evidente” de su cuñado.
Finalmente solía hacerse hora de ir a la cama, con el agobio diario a cuestas y sin dudas, con alguna interpelación aún pendiente.
Pero esta noche, a raíz del infortunado episodio del ómnibus, él tendría, por fin, algo para contarle y ella no le reclamaría por su manía de estar como ausente, ni por esa bobería de “hacerse el misterioso”, que le achacaba por sus frecuentes lapsus en los que se desconectaba del feroz y cruel mundo habitual.
Sin embargo, allí estaba ahora, tomando un café bastante bueno, en un bar de mala muerte de un barrio desconocido, distrayéndose con la prisa con que los transeúntes corrían bajo la lluvia, ahora nítida y profusa; dejando simplemente transcurrir el tiempo e internándose, sin ansiedad, en esa nostalgia infinita que solía rescatarlo de la rutina y llevarlo a algún sitio, profundo y sin memoria, donde se sentía seguro y protegido.
Allí, nadie le reclamaba nada y podía sentir la fugacidad de lo infinito y reconciliarse consigo mismo, donde sentía que se reiniciaba, que se reciclaba. Estos menesteres lo distrajeron de la urgencia por georeferenciarse y una ráfaga de frescura lo sustrajo de lo cotidiano.
Afuera la lluvia continuaba, persistente, cada vez más potente mientras que adentro, el bar cobraba vida con los cuchicheos de los parroquianos que ocupaban algunas de las otras mesas, con el coloquial fragor de la loza en la cocina y con las bromas de los mozos que hacían circular el aroma del café que lo inundaba todo.
Y como cada vez que se encontraba con tiempo libre, sin ocupaciones ni diligencias pendientes, comenzó a relatar historias a expensas de involuntarios protagonistas que compartían con él este retazo de Universo en ese preciso instante infinito.
Miró a su alrededor y se detuvo en una pareja que se hacía  tímidos arrumacos en el rincón menos iluminado: sin duda un romance en ciernes, con sus deliciosos entremeses y las mismas promesas tantas veces declamadas y otras tantas olvidadas; luego observó a aquel hombre, entrado en años, con cabellos blancos y de mirada fija, indefinida, conservaba el resto de un cigarrillo apagado entre dedos amarillentos y parecía un retrato del pasado: buen material para un relato de abandono, olvido y soledades dolorosas; imaginó su regreso a casa donde quizás un perro se alegraría de verlo como si ambos fueran sus únicas compañías.
Desvió su mirada y observó, a través de la ventana, a una pareja que se apretujaba bajo la lluvia, al resguardo inútil de un paraguas y rehuyendo de la indiscreta luz del farol de la ochava. Parecían discutir acaloradamente, aunque desde la distancia podía presentirse el afecto que unía a esas sombras que danzaban.
Se los veía cercanos, amorosos y aunque borrosas, por la cortina de lluvia que se interponía entre ellos y la ventana, se advertían las manos cariñosas del hombre que se afanaban por alcanzar el rostro esquivo de la mujer.
No hacía falta escuchar las palabras para saber que le rogaba, con las que intentaba convencerla de que el mundo les pertenecía y le prometía que inventaría dioses, más comprensivos, que los protegieran.
Se adivinaba en ella, que su rechazo le dolía en el alma; su rostro, aún en la penumbra, no podía ocultar el dolor y el desgarro de su alma: hubiera preferido, mil veces, abandonarse una vez más, sentir el calor de esas manos despertando cada porción de placer que le tenía reservado, soñar que engañaban al destino y mientras durara la desnudez, no habría más que presente en este mundo.
Y, sin embargo, no cedería y ya había decidido, con el resto de dignidad que aún conservaba, que ése sería su último encuentro. Ella lloraba, sin dudas, se dijo convencido, casi sintiendo las lágrimas de la mujer en el cristal que los separaba.
De pronto, la mujer se apartó bruscamente del hombre que quedó inmóvil, como estaqueado, bajo el paraguas y cruzó la calle dirigiéndose al bar, más buscando refugio para su corazón que del aguacero que, quizás, ni siquiera sentía.
Entró rauda y deshecha, con su abrigo empapado que dejó un reguero tras ella y buscó una mesa donde desparramarse, mientras se quitaba la capucha. Se secó la cara con un papel tisú que extrajo de la cartera y pidió un café, al que endulzó maquinalmente; cuando lucía bastante más calmada, tomó su celular y marcó mientras suspiraba notoriamente.
El teléfono de Raúl, apoyado en su mesa, sonó en el preciso instante en que sus ojos se cruzaron con los de Elena, tres mesas más allá de la suya.
0 notes
rufustone · 5 years ago
Text
Historia de una noche
El comienzo del fin
Había bajado la temperatura y afuera llovía gris y persistentemente. Las calles oscuras y vacías invitaban a quedarnos en casa. Adentro, hablando de naderías con mi mujer nos terminamos enredando en discusiones sobre arrepentimientos y culpas en vez de acurrucarnos sin decirnos nada. El sillón del living, al que no recordaba tan amplio, revelaba la enorme distancia que se había arraigado entre los dos.    
Una luz de esperanza
Afuera, la lluvia continuaba y la noche parecía haberse encariñado con ella. Adentro, el silencio, cómplice astuto y sensible se coló por un resquicio, se instaló en la penumbra y nos dio la oportunidad de revolver aquellos viejos tiempos cuando el sillón (otro sillón más pequeño) nos resultaba inmenso.
 El miedo que no cede
Afuera, las horas pasan frías, húmedas, solitarias; adentro, el reloj se había detenido en alguna hora que mediaba entre aquel pasado sin límites ni reproches y este presente tan cargado de presente. Las palabras, indecisas, temerosas no se arriesgan a la primera caricia y las miradas se rehúyen para no ceder posiciones.
 Final abierto
La lejanía del alba nos da tiempo. Tiempo de tormento e incómodos silencios o tiempo de callado reencuentro. Es tan delgada la línea que divide al paraíso del infierno y somos tan malos malabaristas… Quizás sea tiempo de tomarnos las manos y arriesgarnos. O tal vez ese tiempo ya ha pasado…  
0 notes
rufustone · 5 years ago
Text
Palabras sueltas
Las palabras, tan inanimadas que parecen y sin embargo… pueden ser también remembranzas, que viven tímidas y temerosas, aguardando el momento exacto para acariciarnos, o pueden ser futuros inciertos y sutiles que ansían encontrarnos con nuestros deseos más secretos que, por otra parte, suelen ser los que mejor guardamos.
 Las palabras, tan calladas en el papel, son capaces de devolvernos la vida si las pronuncian los labios adecuados y nos quitan el sueño, cuando a deshoras, las recordamos. Son peligrosas a la noche y letales entre sábanas, sobre todo cuando las ausencias permanecen en almohadas deshabitadas.
 Las palabras pueden ser puentes que conectan corazones orillados, pero las prefiero torrentes que nos arrastran y nos abrazan. Me gustan las palabras laberinto, para perdernos juntos y las palabras sueltas, que son las excusas para jugar con tu pelo. Me declaro deudor de la palabra magia, que me llevó a tus brazos, sin miedo ni pudor y me entusiasma la palabra siempre, porque me suena a esperanza.
 No deben existir palabras desnudas, pero sí muchas para callar cuando te miro, sin ropa, en la penumbra, ni deben existir palabras para llenar el silencio, cuando te marchas de madrugada. Seguro que se inventaron palabras rimbombantes para engañar al olvido y otras, menesterosas, para significar desencuentros.
 Hay palabras con las que escapo y otras que se me escapan, necesito a las primeras que me sugieren y me preservan, me enorgullecen las segundas, que respaldan mis principios. Hay palabras golosas y también están las vanidosas, pero antes que amonestarlas, prefiero aprovecharme y sutilmente, disfrutarlas
 Hay palabras innecesarias, como culpa, arrepentimiento y pecado, pero existen esas otras, imprescindibles como un cielo azul en primavera: son aquellas con las que te llamo cuando siento que desfallezco, cuando descreo del mismo Dios y cuando todo me sabe a nada.
 Existen, sin dudas, palabras para llevarlas encima y disfrutarlas como lluvia imprevista y otras para disfrutarlas a solas, a oscuras y en la cama; palabras que son soles, que lo muestran todo y otras que son lunas, o quizás estrellas, nacidas para ser susurros. Palabras para recordar, palabras para que no  duela; palabras para que nos sientan, aunque no nos escuchen y otras más discretas, con las que aún te nombro. Palabras cálidas como un interminable café a escondidas o como aquellas otras que preferí reemplazar con un beso que lo dijera todo.  
 Quizás sea por esas palabras, poquitas y tan especiales que despertamos un día y comenzamos a pintar en cuevas.
Hablando de otra cosa: Es tan poco lo que necesito para ser feliz que a veces me pregunto en qué me estaré equivocando. Chocolate caliente en invierno, agua fresca en verano y hacer el amor contigo todo el año. Inclusive puedo prescindir del agua y del chocolate, pero lo realmente importante es que me basta con pensarte.
0 notes
rufustone · 5 years ago
Text
El camino del retorno
Publicado por los amigos de Vision-times en español: 
https://es-visiontimes.com/culturarte/
Rocamora y Anvahar son las dos aldeas más australes de la Comarca del Fin del Mundo, olvidadas por reyes y por dioses.
Están unidas por la Vía del Hielo, un desolador camino de rueda y herradura que delimita por el norte los yermos e inundables bajíos con que el continente cede ante las negras aguas del Mar de los Tres Remos.
Un paisaje tan monótono como invisible a la memoria de los tiempos y en el que la incesante sucesión de días y noches son sólo promesa de un destino inalterable, previsible, mortal fue sin embargo, el sitio donde todo comenzó.
aviso
A mitad de camino entre las aldeas se yerguen las ruinas de un antiguo torreón del que sólo se conservan un par de paredes y muchas historias, algunas de las cuales se pierden más allá de la Edad de los Estandartes.
Y fue allí, la noche más fría de aquel mes del Aguador, del Año 421, entre veladuras de bruma y un rumor de tormenta inminente, Rufus abrió los ojos.
El mundo se detuvo por un instante, los dos soles parpadearon al unísono en el firmamento plomizo y un estruendo ensordecedor anunció el retorno del Lobo.
No hubo ni una sola criatura sobre la faz de la tierra ni en el inframundo inmortal,  que no haya percibido, como un latigazo abriendo un surco sobre la piel, que algo único había acontecido.
Un silencio uniforme, que se adhería con desesperación, al alma de cada hombre, mujer y niño de Rocamora acompañó a aquel hombre sombrío mientras atravesaba el arco de entrada.
Un frío desproporcionado, enraizado en el miedo a lo desconocido, los acompañaba en esa mañana que marcaría el nuevo comienzo.
Sin Rufus y su espada no hubo, durante la Noche Eterna, lugar para la esperanza; el milagro no ocurriría y la muerte era, inclusive, bienvenida.
Desde aquella lejana mañana en que la magia simplemente se extinguió, ni siquiera hubo ánimo de contar los días, de marcar el paso de las estaciones y de anotar los cambios de lunas o de registrar los dobles calendarios solares.
Una bruma pastosa se asentó en todos los confines de cada uno de los siete mundos y los Siete Dioses se llamaron a silencio. Una penumbra constante se enseñoreó del cielo y las noches eran apenas más oscuras que los días.
Las miradas tristes se multiplicaron y las risas se apagaron. No hubo necesidad de más plegarias, ni sinceridad en los corazones; los amantes se tornaron ausentes y las distancias fueron la única opción de supervivencia.
Pero Rocamora fue testigo de la resurrección, aunque esa noche el miedo no cedería tan fácilmente.
No era tan fácil reconocer que aquel hombre mal trazado, con la mirada perdida y empapado hasta los huesos era el mismo hombre que había puesto a su servicio a los propios dioses.
Era imposible reconocer en esa figura lamentable al Primero, al Lobo, al Inmortal… Les costaría adaptarse a la idea que Rufus estaba otra vez entre los vivos, que estaba de vuelta, que su promesa de amor y lealtad a la Reina seguía aún latente.
Sí, no sería fácil volver a creer, a soñar, a esperar; a dejar atrás el miedo, el dolor y la desesperanza. Y no sería fácil tampoco para Rufus adaptarse a su antiguo cuerpo; no sería fácil recordarla sin sentir que se le laceraba el alma.
Aún repetía su nombre, cada latido; aún lo envolvía su perfume por las mañanas y su ausencia lo atormentaba cada noche.
Ni un solo instante durante aquella larga travesía por la oscuridad pudo alejar de su mente el rostro de su amada; peor aún, tuvo la certeza que ya nunca podría olvidar ni siquiera el más mínimo detalle de aquel cuerpo que una vez amó y que ya nunca más tendría entre sus brazos.
Aquella noche en el camino entre Rocamora y Anvahar comenzó a rodar nuevamente la Verdadera Historia, una historia que aún se escribe, aunque haya quien tenga la certeza de haber llegado el final del camino, que esté seguro que ya no quedan más encrucijadas y que jure que no volverá sus pasos por sendas ya recorridas.
Recuerden todos que esto es siempre decisión de los dioses y que Rufus, por amor, puso a esos mismos dioses a desandar sus propios designios.
Estos fragmentos son todo lo que queda de esta nueva historia y ruego a Eliazar, el Benévolo, que me proteja si no debí transcribirlos…
0 notes
rufustone · 5 years ago
Text
Palabras y más palabras
Las palabras, tan inanimadas que parecen y sin embargo… pueden ser también recuerdos, que viven tímidos y temerosos, aguardando el momento exacto para acariciarnos, o pueden ser futuros inciertos y sutiles que ansían encontrarnos con nuestros deseos más secretos, que suelen ser los que mejor guardamos.
 Las palabras, tan calladas en el papel, son capaces de devolvernos la vida si las pronuncian los labios adecuados y nos quitan el sueño, cuando a deshoras, las recordamos. Son peligrosas a la noche y letales en la cama, sobre todo cuando las ausencias permanecen en almohadas deshabitadas.
 Las palabras pueden ser puentes que conectan corazones orillados, pero las prefiero torrentes que nos arrastran y nos abrazan. Me gustan las palabras laberinto, para perdernos juntos y las palabras sueltas, que son las excusas para jugar con tu pelo. Me declaro deudor de la palabra magia, que me llevó a tus brazos, sin miedo ni pudor y me entusiasma la palabra siempre, porque la asocio a la anterior.
 No deben existir palabras desnudas, pero sí muchas para callar cuando te miro, sin ropa, en la penumbra, ni deben existir palabras para llenar el silencio, cuando te marchas de madrugada. Seguro que se inventaron palabras rimbombantes para engañar al olvido y otras, menesterosas, para significar desencuentros.
 Hay palabras con las que escapo y otras que se me escapan, necesito a las primeras que me sugieren y me preservan, me enorgullecen las segundas, que me respaldan mis principios. Hay palabras golosas y también están las vanidosas, pero antes que amonestarlas, prefiero aprovecharme y sutilmente, disfrutarlas. Pero si me das a elegir, prefiero las que pasan por el tamiz del pensamiento, no vayas a quedar preso de algún atolondramiento.
 Hay palabras innecesarias, como culpa, arrepentimiento y pecado, pero existen esas otras, imprescindibles como un cielo azul en primavera: son aquellas con las que te llamo cuando siento que desfallezco, cuando descreo del mismo Dios y cuando todo me sabe a nada.
 Quizás es por esas palabras, poquitas, pero tan preciadas que se inventó el alfabeto y se llenaron tantos cuadernos.
 Hablando de otra cosa: Es tan poco lo que necesito para ser feliz que a veces me pregunto en qué me estaré equivocando. Chocolate caliente en invierno, agua fresca en verano y hacer el amor contigo todo el año. Inclusive puedo prescindir del agua y del chocolate, pero lo realmente importante es que me basta con recordarte.
0 notes
rufustone · 5 years ago
Text
El visitante
Llegó con los primeros fríos. Tal vez atraído por el olorcito seductor del pan recién horneado o quizás simplemente buscando un refugio cálido que lo resguardara del frío blanco e inhóspito que ya se adivinaba en la escasa y pálida luz que atravesaba tímidamente el follaje perenne de los pinos en lapsos cada vez más breves de día.
 Llegó al atardecer, camuflado entre sombras cómplices que desviaban la mirada, deslizándose con la cautela de un ladrón y la decisión de un amante. Nadie lo esperaba y, en rigor de verdad nadie se acordaba siquiera de que alguna vez hubiera existido.
 Y es que pasó tanto tiempo desde la última vez que estuvo rondando la aldea y además, no era un personaje de dejar gratos recuerdos a su paso. Y el dolor que lo acompaña suele demorar demasiadas lunas en remitir y nunca lo hace del todo tampoco.
 Tanto fue la congoja de aquella última vez que soles y dioses nuevos se conjuraron para echar suertes y forjar los Nuevos Acuerdos; presagios más venturosos trajeron la calma a espíritus exaltados a la vez que templaron corazones débiles. Dioses acomodaticios sembraron, con esmero, esperanzas prometeicas y aguardaron, con paciencia, que florecieran beneficios mutuos, que no tardaron en hacerse realidad.
 Los nuevos dioses vieron satisfechos que su labor era recompensada y cada año nuevo se renovaban las alianzas en templos colmados de alabanzas y se abarrotaban de fieles agradecidos y agraciados. Y aunque con cada solsticio las cosechas menguaban y los silos, otrora henchidos de granos, ahora reverberaban presagios de hambruna. Se multiplicaron las fiestas auspiciadas por heresiarcas y casi no hubo tiempo más que para brindis, convites y festejos. Los tiempos buenos habían llegado para quedarse, decían y poco a poco la aldea olvidó de los años duros y de los dioses viejos.
 Dejamos de asistir al templo antiguo, aquel cuyo anfitrión solo exigía ayunos y sacrificios, que apenas se satisfacía con trabajo duro, de sol a sol y nada parecía complacerlo. Ese dios tacaño y angurriento que se quedaba con un diezmo de nuestro salario y cuyos acólitos, despreciables mercenarios, repartían graciosamente, entre pordioseros y miserables.
 Pasaron tantos años de su última visita que su recuerdo quedó perdido en anaqueles cubiertos de polvo y ni siquiera era mencionado en la historias de los ancianos. Convenía, después de todo, mantenerlo en el pasado y confiábamos en que algún tipo de magia lo mantuviera así, alejado. Los tiempos de desenfreno y relajo, alegoría de los buenos años, nos invitaron, pérfidamente, a creer que al fin lo habíamos logrado y su prolongada ausencia era signo inequívoco que lo habíamos derrotado.
 Pero no hubo silencio ni magia y ciertamente, no bastó con olvidarle. Llegó una noche sin luna, con los primeros fríos y sin ser esperado. Envuelto en andrajos, con la pestilencia de los renegados y el rostro huesudo y filoso que lastimaba con solo mirarlo. Lo atrajo quizás, una última ilusión de justicia o tal vez la inmisericorde certeza de que ya no habría lugar para la esperanza. Creo que en realidad lo invocamos nosotros, con la soberbia de los poderosos y avaros, quienes no aprendimos que una bendición trae consigo una obligación y que los dioses nunca olvidan.
 Volvió anoche, con los primeros fríos, en silencio y y llamó a la primera puerta, la que da al camino del templete; ya casi amanece y está tocando la mía. Pueden llamarla Muerte o Peste o como quieran. Quien sobreviva tendrá el derecho de llamarla como quiera.
0 notes
rufustone · 5 years ago
Text
Hoy llueve
 Hay mañanas en que no consigo despegarme del desasosiego que arrastro de mis sueños; el gris plomizo y frío de la mañana se filtra por alguna rendija, se cuela, travieso o acaso indolente y me arrastra fuera de la cama. Un café recalentado se enfría una vez más en la taza de loza descascarada, única sobreviviente de otros tiempos, más bondadosos y quizás más felices. Un par de rodajas de pan ya mohosos rechinan desde la tostadora, recordarme una más de mis infinitas postergaciones. 
Aún estoy juntando fuerzas y buscando razones para lanzarme a la aventura de salir de casa. Aseo mínimo -que no incluye la afeitada- y vestirme adecuadamente -sin mayores implicancias de pulcritud ni exigencias sobre el número máximo de arrugas- son cuestiones menores pero que tienen su propio peso en su momento. Pero el verdadero problema, la real cuestión acá es la de encontrar coraje, aún disfrazado de motivo.  Y el clima que no ayuda! Ahora, encima, comenzó a descolgarse una llovizna fina que intuyo fría y   sé, tan cargada de tristezas arrastradas desde algún lugar del mundo y que, sobresaturada de destemplanza y desesperanza, simplemente, las descarga. Hoy lo está haciendo allí, afuera de mi ventana.
Esas minúsculas y sutiles gotas, sin peso ni sustancia pero tan cargadas de ausencias y melancolías que me ahogarían si me llegaran a sorprender a la intemperie. Recuerdo la última vez, yo volvía del mercado y a la altura de la vía, el cielo encapotado, que debió haberme visto distraído y feliz -, habrá imaginado- me envolvió en una ventisca húmeda, sin alma; sentí que un dejo de nostalgia se instaló a mi lado y añoranzas ya olvidadas, saldadas y archivadas se condensaban como lágrimas.
Será por cosas así que tanto me cuesta arrancar en estos días en que ese persistente aroma a soledad se instala en cada rincón descolorido de la ciudad, en que cada bruma desvaída esconde remembranzas de tu risa y en que cada contorno borroso es una invitación a desconsuelo.
Definitivamente, hoy voy a quedarme en casa y con el piyama puesto. Hoy no habrá ni remera ni afeitada, apenas este café frío que recalentaré de nuevo, me refugiaré en la novela recién comenzada. Me pondré la piel de Williams y afrontaré sus días con sus dudas, que al menos no son las mías; sufriré por sus quebrantos, que no son los míos y llegado el caso, disfrutaré sus placeres, que serán los míos.
Permaneceré de este lado del mundo, al amparo de esa melancolía difusa, evitando que ese gris desencanto se filtre en mi oficio de cazador de palabras, que se aproveche de los pequeños descuidos cotidianos para contaminarlo todo, para teñir de desesperanza lo poco que me queda de alegría aunque sea prestada, de felicidad aunque tenga fecha de vencimiento.
Quédate ahí afuera, tristeza! imprégnalo todo y que nadie quede sin experimentarte, sin palparte,  sin percibirte; muéstrate fiel, cruel y recurrente, que nadie viva sin saber que existes, que anidas en los corazones del mundo y haces de la realidad, tu morada. No dejes de apañarte y de inventar nuevas formas de mostrarte. Ése es tu sino, tu modo y tu carácter. 
Pero déjame aquí, encerrado en mis novelas, en mis libros y mis soledades. Deja que atesore cada momento que he vivido y le de la forma, el color y el sabor que yo desee: nada que yo precie es definitivo, finito ni perenne. Acá me quedo yo, de este lado de la ventana, rescatando lo vivido y repitiendo un único nombre. Un nombre, como un mantra, que me mantiene vivo, victorioso, inmortal.  
Acá estoy, en piyama y con café recién recalentado, disfrutando, de este lado de la ventana.
0 notes
rufustone · 5 years ago
Link
0 notes
rufustone · 5 years ago
Link
0 notes