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Ciego sordo mudo

Existo. Soy una entidad que habita un espacio indefinido y amplio. Me sostengo sobre un firmamento. Tengo pensamiento, que es esto. Soy conciencia pero estoy constituido también de un cuerpo blando y cálido. Toco elementos quietos y elementos que se mueven. Su temperatura es distinta, y varía. Los elementos blandos me rozan, me tocan, y muchas veces recorren todo mi cuerpo, en ocasiones desparramando sobre mí un líquido tibio. Algunos elementos contienen también líquidos que bebo. Ingiero otros; a veces fríos, a veces muy cálidos, a veces gomosos y otras quebradizos; estos huelen y, dentro mío, saben. Siento deseos de ingerir esos elementos. Este deseo es creciente, al punto de hacerse imperioso. Los elementos que toco huelen menos, pero también huelen. Lo elementos blandos que se mueven no huelen siempre igual; a veces su olor es agradable, otras veces me genera rechazo. Hay un espacio donde muevo mis manos que es gaseoso y etéreo. Habito mucho tiempo en un espacio en donde este gas permanece quieto; ese espacio presenta elementos macizos que lo limitan. Allí la superficie es lisa y fría. Me arrastro mucho por ella, a pesar del frío. De todas maneras, todo mi cuerpo está cubierto de pliegues que los elementos blandos y móviles me quitan y me colocan. Hay otro espacio que no parece tener límites; o en el que los límites son azarosos e irregulares. En ese gran espacio el gas etéreo se mueve, a veces muy rápido, otras veces permanece casi quieto. En ciertas ocasiones ocurre allí que el gas se calienta repentinamente de un lado; mi rostro toma temperatura de ese lado. Cuando el espacio está frío aquello es agradable, pero cuando el espacio ya está caliente aquello termina quemando. Mi cuerpo se aletarga periódicamente. A veces de manera profunda y casi dolorosa, otras de forma suave y agradable. Tengo pensamientos en otra realidad.El tiempo transcurre. Permanezco en forma constante y prolongada en esta existencia. Mi pensamiento perdura, se acumula en mí. Recuerdo el grano de diversas texturas, el tono de ciertos sabores y aromas, la amplitud de los espacios, la forma de los elementos. Descubro a su vez que los elementos blandos que se mueven (los que me quitan o colocan los pliegues, los que recorren mi cuerpo con ese líquido tibio), son entidades como yo; poseen cuerpos como el mío, tienen miembros largos y tienen también aquel elemento duro y afelpado que yo tengo y que es donde se confina mi pensamiento. Reconozco particularmente a uno de ellos por su aroma, y por la forma en que me roza o me aprieta. Hay dos o tres más a los cuales reconozco también, por su aroma y por la manera que tienen de tocar mi cuerpo (más brusca o más discreta). Parecen requerir algo de mí; parecen necesitar de mi calor o de mi textura porque insisten permanentemente en venir a mí. Yo los dejo hacer y cada tanto también toco sus extremidades y los acaricio, pues siento compasión de ellos, que precisan acudir a mí constantemente para poder continuar su existencia. Si pudiera traspasarles algo mío para que permanezca en ellos lo haría, darles algo de mi ser. Quisiera que fueran libres, que no necesiten de mí para existir. De todas maneras me agrada que vengan a mi lado. A veces los aprieto contra mí para darles ánimo, y luego, con mis miembros, les trato de indicar la amplitud de los espacios, para que los recorran y los palpen y los huelan, y sientan en su cuerpo la tibieza de los fluidos. Ellos se alejan a explorar aquello, pero al final siempre vuelven a mí. Me acercan los elementos que ingiero, los líquidos, cambian mis pliegues y me llevan a lugares esponjosos. A veces me toman de un extremo y me hacen recorrer distancias por el espacio en el que el gas etéreo se mueve. Allí la superficie es irregular; a veces es dura, otras es blanda, y otras veces está cubierta de unas cintas finas y como gomosas, similar a la felpa que cubre mi pensamiento, aunque no tan fina. En aquellas recorridas otros seres se aproximan a mí, seres con otros aromas, aromas extraños, y también ellos rozan mi cuerpo; la parte afelpada de mi pensamiento, sobre todo. No acabo de comprender qué es lo que requieren o lo que obtienen ellos de mí, y porqué esa insistencia en tocar mi cuerpo, en hacerme notar su presencia. A veces a alguno de ellos le obsequio algún elemento que he recogido, o me saco algún pliegue que llevo puesto y también se lo doy; pero los seres no me lo aceptan, me lo devuelven y tocan mi pensamiento. Otras veces quiero marcharme del espacio sólido con límites a donde habito porque me canso de permanecer allí; pero siempre que lo intento los seres que ya reconozco me toman de un miembro y me regresan al mismo lugar. Aquel encierro llega en ciertos momentos a desesperarme, pero por otro lado sé que sentiría dolor de separarme de aquellos seres que ya reconozco, sobre todo de aquel que me acaricia y acerca su pensamiento junto al mío; su felpa prolongada. Por eso decido al fin quedarme con ellos y por un tiempo olvido el deseo de irme; me pongo entonces a pensar cómo hacer cosas que les agraden, cómo enseñarles a disfrutar de las infinitas sensaciones que uno puede percibir con el ser. Entonces soy yo quien los paseo. Los junto llevándolos unos con otros, hago que ellos se acaricien los pensamientos entre sí, y siento que eso les agrada mucho. Aquello me hace brotar como una tibieza de mí y me hace inhalar y exhalar el gas etéreo con mucha fuerza y todo resulta hermoso. Me doy cuenta entonces que los seres se entrelazan entre sí y dan toques suaves en mi pensamiento, y entiendo que todo eso les da paz. Cuando esto ocurre, recorro con mis miembros todo su pensamiento y descubro que les corre un poquito de aquel líquido tibio con el que me untan a diario, y el líquido baja chiquito por sus pensamientos, y sé que eso los hace felices, aunque también les duele.Me pregunto muchas veces de dónde surgió esta existencia cómoda; trato de recoger aquellos pensamientos primeros de mi ser, pero algunos se han vuelto muy difusos, y ya no encuentro ningún pensamiento que resuelva aquella duda. Me cuestiono entonces si no será que estuve aquí siempre, y que los pensamientos más antiguos se me han ido, llevándose su secreto a la eternidad. También me pregunto por qué esta existencia me colocó como centro de todos los demás seres, o al menos de los seres que habitan los espacios donde yo me muevo. Qué tengo yo de distinto que a ellos les falta. Le doy muchas vueltas a eso, a tratar de comprender qué es lo que tengo yo que a ellos les falta y que ellos desean con tanto amor, pues no es envidia lo que percibo en ellos, sino amor. Será una energía particular que tengo en mí, quizás, o la belleza de las formas y los pensamientos que poseo; no lo sé. Por más de que yo intento e intento de convidarle las cosas hermosas que imagino poseer, y que quizás poseo, aquellas cosas parecen quedarse siempre aferradas en mí. Y ellos vuelven, vuelven, vuelven siempre a mí, con sus formas, sus roces, sus cuidados constantes. O será que los atrae la manera en que yo soy capaz de percibir la magnificencia de las sensaciones que me rodean, la profundidad y el matiz de los aromas, la tersura de las superficies, la redondez de las formas, la potencia y la sutileza de los elementos. Será que todo aquello se conjuga en mí y ellos, sin poder percibirlo directamente, lo perciben a través mío, a través de mi ser, de mi existencia, experimentándolo a su manera, como pueden, percibiendo trozos de todo esto con sus sentidos, que quizás estén atrofiados o sean otros, no tan bellos, no tan profundos, no tan plenos, no tan completos e inagotables como los míos.Fin ���csW
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La niña y la rosa

En un futuro muy lejano, cuando los países que existían antes ya no son, cuando ni siquiera hay fronteras, cuando muchas montañas se erosionaron y otras nuevas emergieron, y los continentes cambiaron su lugar, cuando el planeta Marte se ha abandonado por ser un desierto inútil, en ese futuro, Emy alza al cielo una rosa; la ve brillando contra el celeste límpido del cielo (que aún es celeste) y los rayos del sol entibian su rostro. A ella le parece que no hay nada tan bello como aquel rosado incrustado de ínfimos cristales que brillan al sol, y quizás no, quizás no haya nada más bello que aquel rosado que se corta contra el celeste límpido del cielo.
Emy salta una soga, que es un trozo de cuerda deshilachado. Luego la cuelga de un árbol y trepa a una rama y se queda allí mirando el horizonte difuso. Emy baja del árbol, junta hojas muertas del suelo, las lleva a unos metros de distancia donde impacta el brillo del sol y hace montoncitos. Luego de algunos minutos los montoncitos bajo el sol se pueblan con esos pequeños bichitos, todos llenos de cables, y patas de metal. Los bichitos toman trocitos de hojas y los deshacen. Emy anda siempre con cuidado para no aplastar a aquellos bichitos, pero es imposible no pisar uno cada tanto. Cuando nota que ha pisado uno lo toma con pena colocándolo sobre su mano y trata inútilmente de unir sus cables y piezas desbaratadas. Al fin lo deja nuevamente en el suelo y ve cómo otros bichitos se acercan a aquel pedacito de chatarra y lo desmiembran. Emy siente tristeza, y quizás miedo de que a ella algún día le pase lo mismo; que los bichitos desmiembren su cuerpo.
Por los aires cruzan máquinas y pájaros, todos silenciosos. A Emy le cuesta distinguirlos; no porque sean tan parecidos, sino porque no sabe bien qué diferencia a los pájaros de las máquinas. Por la tarde la Gran Boca la llama por su nombre; se abre enorme y la llama. ¡Emy! Ella siente a veces el deseo de no responder a su llamado y escapar, pero entonces quién va alimentarla, quién va a cubrirla de la lluvia, a protegerla de los vientos helados y del fuego del sol cuando arde. De todas formas a veces quisiera escapar, al menos para saber qué hay allí detrás de las colinas, o hacia el otro lado, en aquel horizonte difuso. A veces Emy camina hacia allí, incluso hasta alejarse más de una hora. Pero entonces oye a lo lejos la Gran Boca que la llama, y ve arrastrarse a los bichos en el suelo, algunos que son de cables, otros de alas marrones; y piensa en el bichito muerto al que desmiembran y quitan los cables, y entonces decide regresar, otra vez regresar.
Emy se escabulle dentro de la Gran Boca, que le coloca las sondas y enciende pantallas frente a sus ojos. Pensó en tomar un pétalo de aquella rosa, pero supo que si lo hacía el pétalo pronto se pondría mustio, y los bichos. Entonces la dejó allí, a la rosa, para verla de nuevo al día siguiente contrastando con el celeste del cielo, y poder beber sus aromas. Al fin se duerme, Emy, y sueña. En su sueño hay un gran prado y un árbol del que cuelga una soga, y hay también una rosa, y algunos pájaros, o máquinas, y pequeños bichos con cables y a lo lejos las colinas. Emy ve que otra niña cruza el prado. La niña es igual a ella, con una cara sonriente y ojos brillantes, con un moño en el cabello. En el sueño la niña aspira el aroma de la rosa y mira a Emy, y luego extiende su mano. Emy toma la mano de la niña; la mano es cálida; la niña sonríe y ella sonríe también; sonríe porque ya no está más sola en ese mundo.
Pero aquello es sólo un sueño.
Fin
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Quince minutos tarde
Timbre. El perro ladró, dos veces nada más, como siempre. Eran Pedro y Angelina. Quince minutos tarde. Cuando abrí la puerta miré fijo a Pedro, sabiendo que dentro del pecho un puño le apretujaba las entrañas. No hizo falta echárselos en rostro, ellos ya sabían de su falta. Les sonreí, les agradecí por haber venido. Me sonrieron, o eso intentaron. Noté el temblor en las manos de Angelina. Mariana y José ya están adentro, les dije, y Rosalía. Todos ellos habían llegado puntuales, pero no se los remarqué. Habían llegado puntuales, no quince minutos tarde.
Entramos. Las copas de Pedro y Angelina esperaban vacías. Las otras ya estaban llenas; claro, no iba a dejar a mis huéspedes sin beber nada durante quince minutos. Tenía abierto ya un vino ligero, un Pinot noir que había comprado la semana anterior. La cena la preparé durante la tarde; al mercado fui de mañana. Los alimentos deben ser frescos, por eso decidí comprarlos el mismo día de la cena. Habíamos fijado el encuentro tres semanas antes. Sería el veinticinco de septiembre. Ya habíamos cenado en lo de Pedro (muchas veces) y en lo de Rosalía, y también en lo de Mariana y José. Todos coincidieron en que sería divertido cenar esta vez en casa. Paulo, qué tal si nos invitás a tu casa. Sí, les dije, me parece pertinente. No se los dije de inmediato, lo pensé un poco; consideré que ya habíamos cenado en lo de ellos muchas veces y entonces les dije sí, me parece pertinente; puede ser el veinticinco, que es viernes. Tenía más de quince días para poder pensar qué preparar, conseguir los vinos, buscar los condimentos adecuados, probar en qué pescadería compraría cada cosa, elegir lo que convenía. Sí, el viernes veinticinco los espero, a las diez en punto. Pero Pedro y Angelina llegaron diez y cuarto; a Angelina le temblaba la mano, porque lo sabía; me miraba con sus ojitos de perrito y le temblaba la mano.
Les serví vino a ellos dos también. Todos tomaban vino, eso resultaba bien. Nada de gaseosas estúpidas. Quizás una soda para acompañar, pero nada de gaseosas; no existen los vasos para gaseosas, o si los hay son estúpidos; no tiene sentido tomar gaseosa; menos cuando hay vino. Qué bueno que vinieron, pónganse cómodos, ya estamos todos. Sí, dijo José, ya estamos todos, y sonrió. El puño del pecho de Pedro se relajó y respiró profundo; tomó un trago largo de su vaso de vino y respiró profundo. Piano de fondo está bien, supongo, ¿no? Claro Paulo, ideal. Excelente, pónganse cómodos, relájense. Chopin Nocturno número uno, en B Flat minor.
Para la entrada preparé unas endivias con palta. Además del Pinot tenía un blanco; un Sauvignon blanc, claro. Pero sólo se sirvió Mariana, con delicadeza, casi con miedo, diría. Yo también, yo también me serví, con las endivias, y la miré fijo a Mariana; y ella supo. Bajó la vista y tomó un sorbo de su vino, aún con la mirada baja. Yo miré a Rosalía que me sonrió, algo nerviosa quizás. Con Rosalía alguna vez salimos, es cierto, pero fue hace mucho y decidimos que lo conveniente era ser sólo amigos. Fue a tomar un café, nada más que un café y discretamente. No es que no fuera bella, Rosalía, pero ella querría un beso y amarse, y después pediría más; palabras de afecto, manos, y no, yo podría un poco; besos, y un poco más, pero todo el resto no creo que hubiera funcionado con Rosalía, así que sólo amigos. Después Tristesse; también de Chopin. Chopin está enterrado en un cementerio dentro de París, a su alrededor hay viejas tumbas gastadas, grandes mármoles grises, y todo está muerto. Pero en su tumba hay flores, flores vivas, recién cortadas.
Luego traje el sushi. Es necesario una muy buena técnica para que el sushi tenga la delicadeza que debe tener. Pensarán que habré elegido un blanco para el sushi, pero no. Es decir, la botella del Sauvignon blanc estaba aún casi entera, pero abrí un Malbec; a José le encanta el tinto con todas las comidas, lo conozco bien. Se le dibujó una sonrisa de satisfacción en el rostro; no en la boca, sino en los ojos; yo lo vi. Miró a Mariana, ella apoyó la mano en su mano y sonrieron satisfechos por el tinto; con los ojos. Hice bien. Qué pena después.
Ocurrió que no pude evitarlo; tenía impresa en mis retinas la mirada de perrito de Angelina, y su mano temblando. Fue a la primera que elegí. Pedro debía ser un hombre feliz, porque Angelina era muy bella. Pequeña y frágil, como de papel, pero muy bella, y debía ser grandiosa en la cama, por más que fuera pequeñita y frágil. Pero su manita temblaba. Por eso la elegía a ella. Y porque llegaron tarde, claro.
Ya casi estábamos por terminar; claro que aún quedaba mucha comida. Siempre es bueno que haya de sobra, al menos como para dos personas más de las que están invitadas. Angelina ya no comería más, hacía diez minutos que no tomaba una pieza. Le ofrecí blanco; sabía que aceptaría cualquier cosa que le ofreciera; si hubiese sido tinto también hubiera dicho con su voz de pajarito que sí, y si le hubiese ofrecido soda o jugo de coco también habría dicho que sí. Adelantó su copa, le serví y supe que estaba volviendo a temblar. Su mano ya no se agitaba, pero yo supe que en sus tripas temblaba. Y la miré fijo. Todos se dieron cuenta y callaron. Yo la miraba fijo. Gran Vals Brillante. Volvió a poner sus ojitos de perro y comenzó a achicarse, a hacerse pequeña, pequeña, pequeña. Todos estaban en silencio; Pedro ensayó decirle algo a José para disimular, desesperado por que él iniciara alguna conversación de cualquier cosa. A su lado Angelina se hacía diminuta. La copa había quedado sobre la mesa, su plato vacío. Y ella estaba allí, ínfima, sobre su silla, con su vocecita de ratón. En ese momento se me ocurrió aplastarla. Levantarme, tomar la botella de Pinot vacía y aplastarla con ella; para que ya no mirara más con sus ojos de perrito, ni sonara su gritito de gorrión. Pedro y José ya habían encontrado un tema de conversación al que aferrarse. Mariana estaba prendida del brazo de José y Rosalía parecía pensar en el vino sin saber muy bien hacia dónde llevar sus ojos. Me levanté, busqué una caja de zapatos que había sobre el escritorio y puse allí a Angelina, que se quedó acurrucadita en un rincón de la caja. Ella sabía que había llegado quince minutos tarde y esto había sido seguramente por su culpa; su manito temblaba cuando me saludó al entrar.
Podría haberme detenido ahí, es cierto; que Pedro se llevara la caja de zapatos con su Angelinita y viera qué hacer con ella, y listo. Pero no, no pude contenerme. José fue el último que tomó una pieza del sushi. Fue un momento después de lo de Angelina, cuando ya todos los demás habían terminado de comer. En ese instante me dije que a José lo dejaría comer también el postre; había preparado la mouse de chocolate especialmente para él, porque sabía que era lo que más le gustaba y hacía algunas semanas había dicho cómo me gustaría comer mouse de chocolate. Mariana ofreció lavar los platos; sí, gracias, le dije, y la miré fijo a los ojos. De todas maneras la dejé lavar. Cuando terminó yo ya había servido cuatro potes de mouse; José, Pedro, Rosalía y yo. Mariana no. Así que ella se dio cuenta antes de volver a sentarse. Me miró como consultando, pero no era necesario hacerlo, ya lo sabía. La miré fijo y comenzó a hacerse pequeñita; se quedó ahí parada sin decir ni mú y se fue haciendo chiquita como mi puño. José dijo te paso los potes, Rosalía. Y ella los fue repartiendo. Yo tomé a Mariana y la llevé a la caja; Angelina estaba todavía acurrucadita en su rincón, como un ratoncito. Nocturno en do sostenido mayor. Qué tal está la mouse, José.
¿Quieren que cambie la música? Pedro hubiera querido sugerir un jazz instrumental pero, aunque llegar quince minutos tarde hubiese sido culpa de Angelina, no se atrevió a pedirlo. Yo, sabiendo lo que quería, fui a la computadora y puse igualmente su jazz. Grover Washington. Dejé que escuchara algunos temas y que terminara su postre, y luego puse una mano en su brazo. José se dio cuenta, Rosalía, para evitar fijarse en Pedro, le preguntó a José por el viaje que había hecho en el verano a Perú. Quizás pueda besar a Rosalía, pensé, mientras metía a Pedro, diminuto, dentro de la caja. Mariana estaba al lado de Angelina rodeándola con su diminuto brazo, consolándola para que no hiciera brotar más esas lagrimitas de perrito asustado. Quizás pueda dejar que José nos acompañe con un poco de whisky y algo de charla y luego quedarme solo con Rosalía y besarla. Tal vez ella quiera incluso hacer el amor. Yo podía quizás aceptar eso; hacer el amor, sólo eso.
Charlando con José y Rosalía la noche se hizo mucho más agradable. Hablamos de música, de viajes, del universo, de tecnología e inventamos algunas historias ridículas. Rosalía bebió licor de chocolate y realmente estaba bella. Ya no era muy joven, pero yo tampoco, y ella estaba bella. Se había desprendido un botón de la blusa, o ya había venido quizás con ese botón desabrochado, y bebía licor de chocolate, libre, sin aquel botón. José había disfrutado espléndidamente de la comida, del postre y del whisky. Si hubiera tenido un puro en casa quizás lo fumaba, aunque él no fumara. Pero todo había sido perfecto para que fumara un puro. Ya no se les notaba el miedo; si es que en realidad ellos dos lo habían tenido. Quizás pensaron que no los haría pequeños; que ya era bastante; que podríamos seguir disfrutando de la noche y después irse llevándose a sus miniaturas. Ciertamente la noche estaba espléndida para seguir la charla un buen rato más. Pero la blusa de Rosalía con su botón desprendido. I can’t help it, después A secret place y bueno, ya era suficiente. Tomé el vaso de whisky de José, le sonreí y lo miré fijo. Él supo que ese vaso tan grande ya no le serviría más. Me sonrió, como agradeciendo de todas formas, y se fue haciendo chiquito. Rosalía ya estaba borracha y fumaba en la ventana. Se había desprendido otro botón, o estaría por hacerlo. José ya era un sujetito ínfimo que esperaba de cuclillas en su enorme silla a que yo lo llevara a la caja para poder echarse a dormir un rato allí, a pesar de todo. En la caja Pedro abrazaba a Angelina que parecía ya más calmada. Cuando dejé a José en la caja Mariana se abalanzó llorando sobre él, pero lo único que parecía querer el pobre era tirarse a dormir en un costado.
Fui de vuelta a la computadora. George Benson; era mejor para intentar un beso con Rosalía. Quizás podía hacer de cuenta que bailábamos, o abrazarla por la cintura mientras hacíamos de cuenta que bailábamos, y besarla; desabrochar los botones de su blusa y besarla. Me serví un vaso de agua. Rosalía terminaba de fumar y volví a llenarle su vasito con licor. Entonces fue acercarme un poco a ella y dejar que me acariciara el brazo. Yo puse mi mano en su cuello, pegué mi rostro a su oreja y respiré en su oído. Estoy seguro que no tenía miedo, estoy seguro que sólo quería escuchar a George Benson mientras yo respiraba en su oreja y bajaba mi mano a sus pechos, a su panza, a su cintura.
Nunca había pasado nada con Rosalía; habíamos tomado un café y habíamos decidido que no; o yo había decidido que no. Y ahora tampoco pasaría nada; era solo el botón de su blusa y que estaba tomando licor de chocolate y la voluntad se había alejado de su cuerpo; que estaba ahí abandonado a todo lo que yo quisiera hacerle. Pero yo en realidad no quería hacer con su cuerpo mucho más que eso. Besarla, hablarle un poco en su oído y morder su cuello, masticarlo. Y en eso estuvimos una hora, quizás; y Roy Ayers, y Bessie Smith y después se fue haciendo pequeñita mientras yo aún la besaba, mientras aún masticaba su cuello. Ella suspiraba y debía de estar sorprendida porque no habíamos hecho el amor; porque habíamos jugado a todo aquello y ahora se hacía pequeñita y no habíamos hecho el amor.
La noche se había escurrido y todo había salido perfectamente. La entrada de endivias con palta, el sushi y el salmón fresquísimo; y los vinos bien elegidos. Todos lo habían pasado bien. Ahora ya habíamos cenado también en mi casa igual que en la de todos; lo habíamos decidido tres semanas atrás. Y la pasamos bien; sobre todo José, que tomó un buen malbec con el sushi, y mouse de chocolate y whisky y ahora dormía dentro de la caja mientras Mariana y Angelina lloraban; mientras Rosalía sacaba un cigarrillito diminuto y abrochaba todos los botones de su blusa. Todo estaba bien.
Se los llevaría a Carlos, que no había podido venir, y que él decidiera qué hacer con ellos. O quizás los guardara en la caja algunos días para dejarlos regresar a sus casas del tamaño que quisieran que yo les devuelva. Pero entonces afuera el perro ladró. Dos veces, nunca ladra más de dos veces. Él quiere decir algo y ladra dos veces y sabe que yo salgo a abrirle o que salgo a hacer lo que él me esté pidiendo con sus dos ladridos. Y ahora ladró sus dos veces. Tomé la caja y salí. Hacía bastante frío y la luna se veía de a ratitos nomás. Me agaché y acaricié al perro que movió la cola. No iba a hacerlo; pero el perro ladró dos veces y lo acaricié y movió la cola. Entonces apoyé la caja en el piso y todos gritaron; gritó Angelina, que había llegado quince minutos tarde, con su vocecita de pajarito, y Pedro, que no había sabido apurarla; gritó Mariana con un alarido diminuto; gritó la pobre Rosalía a quién había acariciado los pechos sin que hiciéramos el amor; y gritó José, de súbito despabilado por el grito de los demás. Y el perro movió la cola y ladró dos veces. Y yo lo acaricié, y él metió su hocico dentro de la caja; su boca y su hocico dentro de la caja, y sus dientes.
Yo entré, cerré la puerta, levanté las copas, guardé lo que había quedado de vino, de whisky, de licor; quité el mantel, coloqué el centro de mesa y apagué la música, que ya no tenía motivo.
Fin
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El rumor de las olas
Ocurre a veces, no sé bien qué es, y no sé si realmente es, o sí, pero espero aprender a olvidarlo. A Teresita ya se lo he contado, pero me dice cállate que no me gustan esas tonteras que se te meten en el seso, y después me abraza y me dice cabeza de chorlito y entonces me hace reír y me olvido. Pero nunca fue como hoy con lo de Luis. Esto no se lo voy a contar a ella porque va a enojarse, o va a llorar, y esta vez yo también, así que mejor nada de nada. Y a Luis; no volver a verlo y listo.
Con Teresita vivimos ahora a sólo cinco cuadras del mar, aunque algunos días hemos despertado en esa otra casa tan hermosa del balcón que da directo a la playa como ella siempre soñó, y esos días son los que más me gustan porque Teresita es el rumor de las olas y las gaviotas de algodón y todo todo felicidad, y su sonrisa blanca en el balcón, a través de las cortinas que ondulan suaves como una caricia y el corazón que se me sale, se me sale. Pero después esa casa ya no existe y entonces volvemos a nuestra casita de siempre que igual es linda aunque para ver el mar haya que caminar cinco cuadras. Y todos los días las camino porque me gusta pasear en las tardes por la playa, aunque es en esos momentos que ocurre. Se me viene eso a la cabeza y la angustia me sube y se queda hecha un bollo ahí en la garganta. Es como el recuerdo de un sueño, un horrible sueño donde Teresita no está y yo estoy solo en la casa derruida y oscura. Sus fotos siguen ahí, y todo está lleno de polvo y de telarañas, y yo estoy tirado en una cama tratando de dormir, y mis pelos están largos y mi barba crecida y mis uñas. No salgo de la casa porque el mar no está, y en el jardín crecen malezas hasta la cintura, y a la noche me como cualquier porquería que no sé porqué me trajo Luis y me tiro a dormir, y me quedo en la cama tratando de soñar, de soñarla a Teresita, que no está. Por eso a ella no le gusta que le cuente esto, porque la angustia, y se le hará también su bollito en la garganta como a mí cuando se me viene eso a la cabeza en mis tardes de playa y entonces me dan ganas de volver a casa y ver a Teresita, y le acaricio la cara con una mano y le doy un beso y ella se da cuenta que pensé en eso aunque yo no se lo diga.
No recuerdo bien cuándo se vino el mar tan cerca de la casa, porque antes no vivíamos cerca del mar. Teresita tampoco lo recuerda… supongo, porque en realidad de eso no le puedo hablar; se enoja, se enoja y se va, o hace como que no me escucha y se pone a balbucear cosas sin sentido. Ella es feliz; más que feliz, y cuando estoy con ella yo también lo soy y todo está bien. Pero cuando estoy solo me empieza a dar miedo, y entonces la felicidad deja de ser felicidad y no está todo tan bien y recién me recupero cuando la veo de nuevo. Y es cuando camino por el mar que más me angustio. Serán las olas y la brisa que traen de algún lado esos raros recuerdos. Sin embargo me gusta mucho caminar por el mar, a pesar de eso, y quién sabe tal vez me guste justamente por eso. Pero hoy la angustia llegó a su máximo, porque lo de Luis cruzó el límite. En mis tardes de caminata siempre llego a Luis que se pasea también por la rambla, que se aparece en la playa, siempre allí, a decirme todo eso que me dice, acá y allá; porque no sé porqué Luis también está allá, en la casa derruida y oscura, y cada vez que me lo encuentro en la playa, en vez de ayudarme a olvidar ese insólito recuerdo, me habla de él, y me llama y me insiste. Hace unos días estaba en la rambla con los codos apoyados en la baranda mirando el mar y de pronto llega Luis; le digo hola pero no me contesta y se sienta sobre la baranda cerca mío, y de pronto me dice <<¡Lito, Lito!>>. Qué pasa, le digo, pero sigue llamándome, y le vuelvo a contestar pero me sigue llamando, y entonces siento que me sacude <<¡Lito, Lito!>>, y sin embargo estaba allí, sentado en la baranda, a dos metros de mí, quieto; pero me sacudía. Y empezó con eso que yo odio escuchar; yo voy a ayudarte a salir de esta caverna, ¿me oís Lito, me oís?, vení conmigo Lito, no te vayas, vení conmigo. No me voy Luis, no me voy a ninguna parte, estoy viviendo acá con Teresita, tenemos una casita a cinco cuadras del mar, y a veces, no me preguntes cómo, amanecemos en otra casa que da directo a la playa, y tiene un balcón fabuloso. Pero él insiste con eso, igual que en el recuerdo ese, porqué allí dice lo mismo, y tiene la barba crecida como yo, y a mí me agarra ese miedo y me dan ganas de volver con Teresita que me abraza y me dice estuviste pensando otra vez en eso cabeza de chorlito y entonces me olvido y Teresita es feliz. Pero de Luis no le hablo, no le digo que está también allá en el recuerdo ese, no le digo porque entonces se va a enojar y va a empezar a balbucear, o a llorar.
Si me pongo a hacer memoria creo que estas imágenes me empezaron a venir después de que se enfermó Teresita. No me acuerdo bien cuándo fue ni tampoco qué le agarró, y si fue acá o fue allá. Solamente la veo a ella allí en la cama con su cara tan blanca y hermosamente triste, sonriéndome, dame tu mano Lito, dame tu mano. Y eso es allá o fue allá en esa casa de las telarañas, pero sin telarañas y luminosa, y con los retratos vivos. Después de un tiempo la cara de Teresita dejó de ser blanca y pasó a ser gris, y después un poco morada, y su tristeza ya no fue hermosa y su voz casi un susurro. Y me veo a mí preocupado, con los codos en la mesa, con las manos en la cabeza y lágrimas sobre un papel. Y después, después todo se pone un poco confuso; el parque sereno y las flores y yo apretujado entre abrazos y palmadas y también Luis con sus lágrimas. Y finalmente la casa tan silenciosa y oscura, y yo desplomado en la cama mirando hacia la nada, tratando de dormir, de olvidar, y me levanto y saco de la heladera cualquier porquería, y el pasto crece, como los pelos, como la barba, y el polvo cae sobre los retratos muertos, y las arañas enredan la casa con sus hilos, y yo en la cama cerrando los ojos, tratando de soñar, insistiendo en eso, en soñar. Hasta que al fin, al fin vos Teresita, que esfumaste con tu caricia los vahos de pesadilla y derribaste la casa y construiste otra igual pero más blanca, mas linda, y el mar que se llegó hasta acá nomás, con sus murmullos de eternidad y su brisa de paraíso, y un día cualquiera despertamos en el cuarto del balcón, y te veo allí del otro lado de la cortina, fabulosamente blanca, mirando revolotear los copos de algodón que aletean sobre la espuma y canturrean su trino de playa y sol, y el corazón que se me sale Teresita, se me sale.
Pero después otra vez Luis. Y lo de esta mañana fue mucho más intenso que otras veces, porque de algún modo reviví el recuerdo y, aunque me lo niego, tal vez lo comprendí. Estábamos en la playa, Luis caminaba descalzo sobre la espuma de las olas, levantaba los brazos y gritando <<¡Lito!>>. Yo lo escuchaba sentado en la arena a la distancia, y oía su voz como si viniera de mucho más lejos, de atrás de las olas, de atrás del horizonte. Y entonces empecé a contarle algunas cosas que me pasan con Teresita. Porque hay en nuestra felicidad algunas cosas que no son normales. No sé Luis, no tengo idea por ejemplo que hace ella durante el día. Cuando llego a casa muchas veces no está, pero sin embargo se las ingenia para volver apenas unos minutos después que yo. Se aparece simplemente; en el cuarto o en la cocina, y cuando le pregunto dónde estaba, me dice acá, estuve siempre acá, no me fui a ninguna parte. Otra cosa extraña es que nunca viene conmigo al mar, a pesar de que lo adora, no viene. Yo le pregunto porqué, pero hace eso que tanto me enerva; balbucea. Mueve la boca como diciendo palabras pero no dice nada Luis, te lo aseguro, no dice nada, y me sonríe. Luis me miraba fijo mientras yo le contaba estas cosas, y su mano en mi hombro, no sé porqué su mano en mi hombro a pesar de la distancia. Porque él estaba parado en la espuma y yo sentado a varios metros de distancia, pero su mano en mi hombro. Y ocurrió que empezó con su perorata, pero esta vez fue peor que nunca, y eso llevó a lo otro. Empezó que olvidala Lito, olvidala de una vez, vayamos a otra parte Lito, salgamos de esta cueva, tenés que salir de esta cueva y la mano del hombro empezó a apretar, a quemar, y me empezó a sacudir, a zamarrear ¡olvidala Lito, olvidala! Y yo estaba tan perplejo que no atinaba a reaccionar y la mano esa que no me tomaba pero me sacudía con tanta violencia que me terminó tirando sobre la arena, y Luis allí a la distancia, ahora arrodillado, y la mano que me sacudía de un lado a otro y fue ahí, fue ahí que se metió ese recuerdo que palpo ahora tan nítido como si realmente hubiera ocurrido, porque de pronto Luis estaba arrodillado a mi lado, y su cara muy cerca de la mía, pero con barba, con barba y el rostro serio, viejo y lloroso. Y la arena mullida era ahora la gomaespuma de un colchón y mis ojos pesados como que empezaron a partirse en un imposible despertar que más se parecía a un nacimiento, y la imagen de las olas fue desapareciendo como invadida por otra imagen oscura, y allí estaba Luis, con su barba y su pelo revuelto, y allí detrás del horizonte la casa sombría, y las arañas tejiendo sus hilos entre los retratos tiesos, y por la ventana, la maleza creciendo en un abandono devorador. Y yo recostado en una cama y Luis arrodillado a mi lado, con su mano en mi hombro repitiendo y repitiendo Lito, Lito, Lito. Y tanto repitió que me levanté, y caminamos por la casa, y vi en los retratos estáticos trozos de felicidad; Teresita sonriendo entre amigos olvidados que no están aquí en la casa del mar, cubiertos de polvo, de olvido. Y salimos al jardín de malezas, y el sol me dolió un poco en los ojos, y lloré porque allí estaba la angustia esa estallando en mi garganta, y después Luis me mostró un espejo, y vi una imagen de mi cuerpo raquítico cubierto de harapos que recordé ya haber visto, y sentí frío, y rechacé con una sonrisa triste un plato de comida que me acercó Luis. Me senté en un viejo sillón, y en un mareo de fiebre sentí como que el tiempo dejaba de ser, y arremolinados llegaron días enteros que se acumularon en mi mente. Y allí sentado en el sillón sentí como que el frío subía por los pies, hasta las rodillas, hasta la cintura, y los ojos volvieron a pesar y a partirse, y la imagen oscura volvió a ser invadida por la imagen lúcida del mar, y me encontré sumergido en el agua, con las olas hasta la cintura, y Luis nadando hacia mí, tomándome por la espalda, llevándome hasta la orilla.
En el cielo las gaviotas se balanceaban en silencio suspendidas en la brisa. Nubes altísimas reflejaban la claridad del sol que entibiaba mis ropas mojadas. No supe porqué me había arrojado al agua. Me quedé allí tendido un largo rato, mirando el cielo ponerse naranja de a poco. Más tarde pensé en Teresita y me levanté. Me sacudí la sal. Luis ya no estaba, pero vi sobre la arena unas marcas que parecían como letras. Las borré con el pie hasta que ya no pude leerlas y he vuelto a casa corriendo a olvidar en los brazos de Teresita esas palabras que igual recuerdo; DESPERTATE LITO.
Con esto Luis pasó los límites, y tal vez sea bueno no volver a verlo. Porque insistirá en que vaya allá, a la casa corroída y oscura donde Teresita ya no está. Pero yo necesito quedarme de este lado, porque sin Teresita no soy, y aquí esa enfermedad no existió nunca, sólo está en ese recuerdo que aprenderé a olvidar, y alguna vez se irá esa oscura casa de retratos muertos, y el frío en el sofá llegará hasta el pecho, hasta el corazón, y la voz de Luis que viene desde el horizonte con la brisa del mar se callará al fin, y el recuerdo se borrará para olvidar por siempre toda aquella parte; el parque sereno, las flores y las lágrimas de Luis. Y de este lado será Teresita, y seré yo, despertando en esa casa tan hermosa del balcón que da al mar, con Teresita que es el rumor de las olas volando entre las gaviotas de algodón, y su sonrisa blanca a través de las cortinas que ondulan suaves como una caricia, y es todo felicidad, mientras el corazón se me sale, se me sale… de tanto soñarla.
Fin
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PECECITO
Siempre me gustaron los pececitos, pero de pronto me empezó a dar pena que estuviesen allí encerrados y dejé de tenerlos. Hasta que un día me volvieron a dar tantas ganas que compré uno y lo puse allí, en el gran frasco esférico donde echa raicillas la planta. Y el pececito nadaba entre las raíces incipientes de la planta, y giraba alocado, y subía y bajaba en su esférica prisión. Y de nuevo me entró a dar la pena esa de tenerlo encerrado; pero ni bien empecé a sufrir, el pececito, como si hubiese sido impulsado por mi propio deseo, determinó su libertad, y fue así que al despertarme una mañana, en lugar de estar girando atontado en la esfera de la planta, andaba nadando en una botella de agua. Ese día se paseó también por un balde que había quedado con agua y por un bowl en el que había dejado remojando porotos. Es libre desde entonces, el pececito, y se pasea por toda la casa a su antojo. Yo soy un hombre feliz con pececito y he ganado gracias a él una popularidad asombrosa. Los amigos adoran venir a mi casa a tomar unos tragos y escuchar blues mientras el pececito se pasea por sus vasos, gira borracho entre los hielos con whisky, se pinta de morado en el vino tinto, y se empalaga flotando en los dulces tragos de las mujeres, que mueren por él. Ellas me piden quedarse un rato más para ver al pececito andar entre sus frascos, girar entre las botellas del bar, y a veces destapo un champagne, y el pececito juega con las burbujas y besa los labios de las mujeres que sonríen, y de fondo puntea una guitarra portuguesa, o Chico Buarque que canta o que será. Y cuando la noche muere yo beso a Lucrecia que se ha quedado, y los vasos ya están vacíos y quizás sólo una botella a medio tomar, pero el pececito sigue saltando libre entre los frascos y botellas que le he colocado para que pueda recorrer toda la casa, y cuando con Lucrecia terminamos nuestros amores me quedo un rato acariciándole el cabello, y siento un sonido acuático y hueco, y en un susurro le digo su oído que el pececito se ha ido al fin a dormir porque ha saltado a la esfera de la planta, y entonces nosotros nos dormimos también, y Chico Buarque sigue murmurando con su voz de olas desde el living.
Por la mañana yo le preparo el baño a Lucrecia, pongo el tapón de la bañadera y la lleno de agua tibia. Ella se levanta hermosa con su cuerpo de sirena y se recuesta en la bañadera dejando la puerta del baño abierta. Yo oigo entonces al pececito que se despierta y salta desde su esfera hasta un frasco, desde ese frasco a otro y otro, luego a un vaso que quedó con un fondo de whisky, a una botella abierta, a un florero y de vuelta a un frasco, hasta que llega al baño, y salta a la jabonera del lavatorio chapoteando en el agua espumosa, y pasa por un jarro de perfume y al fin alcanza la bañadera, y se sumerge allí, junto a Lucrecia; comienza a nadar entre sus piernas, gira sobre su vientre liso y asciende por sus pechos escurriéndose hasta sus pezones, y yo oigo desde el cuarto las risitas de Lucrecia, y el pececito que pica embriagado su cuello, que baja por sus brazos y juega entre sus dedos finos, y se desliza por su espalda, y desciende por sus piernas otra vez y gira entre sus pies. Al rato ella sale del baño con su sonrisa y su toalla blanca que cubre apenas su cuerpo, se quita la toalla y se desliza entre las sábanas como nadando entre ellas; y nos besamos y de nuevo el amor, mientras se oye de fondo el pececito que salta de aquí para allá, y se sumerge y nada y salta de nuevo, yendo libre entre sus frascos, sus botellas, sus vasos de licores a medio tomar.
Fin
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Un trozo de universo

Cuido del amor de Manuel y Laura, del desarrollo de un pino y de un tala, de la vida de un pequeño y rarísimo calamar de los arrecifes del mar de Andamán, en el océano Índico y, desde hace poco, también de la felicidad de un grillo.
Manuel se pregunta muchas veces qué es lo que ama de Laura, y cuando esto ocurre es señal de que mi trabajo va bien. Porque me enloquecen sus ojos, sus ansias de aventura, su amor por los perros, sus manos generosas; aunque me moleste su carácter fuerte y no soporte su testarudez, su impaciencia. Pero no; no es cierto todo aquello; lo único cierto es que Manuel ama a Laura, todo el resto es nube. El calamar ingiere en promedio unos cien o ciento cincuenta ínfimos crustáceos que abundan en sus arrecifes. Son tan ínfimos estos crustáceos que Laura tendría que utilizar su microscopio para verlos (si es que por alguna extraña casualidad estuviese Laura en los arrecifes del mar de Andamán, en el océano índico, con su microscopio). Lo cierto es que cuando mi calamar alcanza a comer ciento cincuenta de aquellos crustáceos, y algunas fruslerías más, su balance energético resulta positivo, pudiendo así acumular grasas en su diminuto cuerpo, y aquello me da satisfacción y contribuye al equilibrio del universo, que es en definitiva el objetivo último de mi labor. Detrás de la gran roca, en las algas pardas que se encuentran entre los violáceos corales, suele haber una gran abundancia de aquellos crustáceos, y es hacia allí hacia donde trato de conducir a mi buen calamar con mis influjos energéticos.
Laura imagina a Manuel piloteando un helicóptero de rescate en los Alpes franceses. Lo imagina con un gran bigote y anchas espaldas, y lo sitúa en la década del setenta. Manuel despega su máquina por la mañana acompañado por dos jovencísimos y musculosos alpinistas y se pasa el día entero batallando contra ráfagas ascendentes, fuertes vientos blancos y tormentas caprichosas. Cada dos o tres horas rescata, sanos y salvos, a hipotérmicos japoneses, contritos alemanes, desvalidos yanquees, turcos y polacos; los descarga del helicóptero con sus morrudos brazos y los deposita cuidadosamente sobre suaves mantas, mientras los estropeados alpinistas lo abrazan y le brindan desmesurados agradecimientos. Manuel, sin hacer caso alguno de su alharaca, se seca el sudor de la frente, se acomoda las gafas y vuelve corriendo al helicóptero junto a sus ayudantes para rescatar a otros desvalidos. Cuando llega por la tarde a su bella y amplia cabaña, agotado y sucio, Laura lo recibe con un largo abrazo. La chaqueta y los pantalones de Manuel manchan un poco la blusa blanca con flores y la pollera larga de Laura. Él la besa (ella dejándose caer hacia atrás, su larga cabellera casi rozando el suelo) y luego se sirve un whisky. Ella enciende el hogar y en voz alta lee algo de lo que ha escrito hoy. Después, invariablemente, hacen el amor. No estoy seguro de haber inducido yo aquella fantasía en la mente de Laura; pero a veces ella mira de frente a Manuel, le quita los anteojos de ver, le pasa los dedos por los labios y alrededor de la boca, como si acariciara imaginarios bigotes, y aquella parodia los enamora a ambos, aunque Manuel no tenga los bigotes, ni las anchas espaldas, ni pilotee un helicóptero en los Alpes franceses en la década del setenta.
Podrían creer, quizás, que mi tarea más sencilla es la del pino y el tala, pero no es tan así. Cierto es que el amor de Manuel y Laura exige mucho de mis energías y creatividad, pero el asunto del pino y el tala tiene quizás aún mayor complejidad. Comencemos mencionando que el tala está en un arisco monte de Santiago del Estero, en Argentina, mientras que el pino alza su tronco en una colina de Micoua, Quebec. Debo lidiar por lo tanto con dos climas contrapuestos (y austeros ambos). Podrán, en este punto de mi relato, preguntarse por qué los elementos del universo no se las arreglan con su propia existencia por si solos en lugar de tener una entidad (una de las cuales vengo a ser yo, entre muchísimas otras) que deba regular o influir sus comportamientos. Y yo digo que sí, que podría ser también así, pero lo cierto es que aquí estoy yo, cuidando del amor de Manuel y Laura, del desarrollo del pino y el tala, de la vida de mi calamar y de la felicidad de mi grillo; que sino quizás el universo no existiría, quien sabe, o estaría patas para arriba, más de lo que está; o no, pero en fin, aquí estoy yo y debo realizar mi tarea. El asunto es que con el tala es un constante luchar contra la sed. La mayor parte de mi trabajo se enfoca en tratar de lograr que el árbol estire sus raicillas hacia el sitio correcto, conseguir que los túbulos de las raíces esquiven una piedrita, un bloque de arcilla o un cúmulo de arena, promover el contacto de infinidad de hongos benéficos con las radículas, encausar los inestables enredos neuronales de un escarabajillo del suelo para que se dirija hacia los trozos de materia orgánica que es conveniente degradar para que la tierra retenga más agua o libere más nutrientes y, así, muchas otras acciones subterráneas. Todas ellas constituyen una meticulosa tarea, una permanente batalla cuyo objetivo es extender, milímetro a milímetro, el sistema de absorción hídrica del tala y así permitir su supervivencia en aquel monte ardiente.
Manuel a veces piensa en raíces y hongos subterráneos. Está en vacaciones, sentado en una gran roca frente al mar y, sin venir a cuento, imagina que su cuerpo es blando, parduzco y algo a su alrededor huele a moho. Siente anhelo de morder un trozo de aquel moho; su cuerpo fofo se agita en una melaza tibia. Todo va bien y él se agita en la melaza buscando alcanzar el trozo de moho, hasta que de pronto una ola lo salpica en el rostro y entonces regresa a la realidad de su roca, de su mar, de sus vacaciones. Por la noche muerde una manzana y un sector de su cerebro exclama ¡qué manjar!, y eso es simplemente porque ha mordido un trozo podrido de la manzana, que sabe a moho. Sucesos como este suelen suceder casualmente cuando, por ejemplo, ha sido para mí un día difícil con el tala que no llueve en este desierto hace ya como dos meses, y difícil que Manuel y Laura se amen esta noche de esfuerzos terrosos. Aunque quizás el mordisco de la manzana le genere a Manuel ganas también de morder el cuello de Laura. Me dan ganas de morderte, de morderte; y bueno, dice Laura, mordeme. Y Manuel muerde suavemente el cuello de Laura, pero en el fondo de su alma, en el sitio más recóndito y oculto, realmente desea morder el cuello de Laura, morderlo en serio, hasta que sus dientes se claven en la piel.
Con el pino, en cambio, es una lucha contra el frío (lo habrán supuesto, siendo que Micoua, Quebec, queda en Canadá). Aunque en realidad no es una lucha directa del pino contra el frío, sino una lucha entre el bioma que necesita el pino y el frío; eso es lo importante. Pues son los insectos del suelo, los hongos, líquenes, protozoos y bacterias los que verdaderamente se ven severamente afectados por el frío y, aunque no lo crean, la mayor parte de la vida de un árbol (y de casi todas las plantas), la más emocionante y desafiante, ocurre debajo del suelo. Todo ese mundillo (por qué no decir universo) que se halla debajo de la tierra, es el que permite que estén disponibles casi todos los elementos que el árbol necesita para vivir; desde el agua hasta el nitrógeno, el fósforo, el calcio y muchas otras cosas que, si no estuvieran, pues los árboles se morirían y, sencillamente, no existiría la vida en el mundo y yo no me ocuparía ni de Manuel ni de Laura, ni del calamar; ni siquiera del grillo. Pues bien, el caso es que si al viento en Micoua se le ocurre soplar del norte un par de semanas seguidas, en el suelo de mi pino comienza la catástrofe. Yo no soy quién para forzar que el viento cambie de dirección, ni sabría cómo hacerlo; mi campo de acción, entonces, es aquel mundo microscópico y oscuro que rodea las raíces del pino; allí trabajo yo poniéndome de nuevo a entrecruzar neuronas para que algunas miríadas de alimañas busquen enterrarse más profundamente en el suelo, ubico algunos cationes por aquí y algunos aniones por allá para que todo ese bicherío y aquel menjunje de hongos y líquenes se desarrollen en este refugio más tibio y no en aquel otro más frío y, trabajando de ese modo, logro en algunos días algunos nuevos puntos de generación de nutrientes que las radículas del pino invaden, y ello resulta en un poco más de vitalidad para ciertas yemas por aquí, un poco más de fortaleza para algunas hojitas por allá y vamos tirando. El pino se estira, se yergue y sus hojas muerden el carbono del aire, y el verde brilla al sol y descansa en las estrellas, lo mismo que el tala al otro lado del planeta Tierra. Las pocas (poquísimas) personas que, por una de esas casualidades (o causalidades), ven al pino y al tala, suelen admirarse por el vigor de su follaje. Aquello también me genera satisfacción, a pesar de que ignoren todos la titánica tarea que se desarrolla en las ocultas raíces.
La vida del grillo sería simplísima si no fuera por la música que brota de sus patas; por la relación estrechísima que existe entre su felicidad y la música de sus patas (y la de otras patas). Sí, he dicho de su felicidad y ya lo había dicho antes; pues de eso me ocupo yo también desde hace algunas semanas, cuando nació este grillo. Los grillos pueden sentir felicidad tanto como los hombres, los perros, los delfines y muchos otros animales (sino todos). Respecto de los grillos, al menos, puedo dar fe. Y en ellos esto se relaciona, como he dicho, con su música. Muchos podrían pensar que la cópula, que el alimento, pero no; la música. Tanto la de cada grillo individual como la del conjunto de grillos que componen la atmósfera grillística. Lo explico; el universo funciona por estratos que se entrecruzan y se enredan pero que mantienen su individualidad, como las ondas de radio, de sonido, o de luz, que van surcando los aires todas enmarañadas pero cada una manteniendo la frecuencia que le es propia. De este modo, hay un estrato que es común a los seres humanos, donde la mayoría de los elementos son conocidos por éste y en el cual el ser humano es hábil y se siente cómodo. Este estrato es habitado, entre otras cosas, por su propia voz, por supuesto, y por sonidos como motores, máquinas, parlantes, bocinas, toc toc y tic tacs, por algunos cuantos aromas agradables y otros muchos olores pestilentes, temperaturas, fríos, calores y otras cosas más. Hay otro estrato, por ejemplo, que es de los perros. Este estrato está en cambio superpoblado de olores, invadido por sonidos y movimientos, y caricias y patas de pollo. El ser humano roza apenas de refilón este estrato, y eso por ser un animal (el ser humano) tan amigote del perro; que los estratos de otros animales, como los gorriones, casi no se cruzan con los del hombre a pesar de convivir ambos en el mismo hábitat. Pues bien, hay también un estrato para los grillos, y este estrato es dominado, lógicamente, por la música de sus patas, y también por la oscuridad, por el parpadeo de las estrellas y por los aromas a hojas húmedas y a pasto. La felicidad de los grillos, así como la de los hombres, no es algo que se alcance de una vez conquistándose para siempre, sino que es efímera; es algo que se conquista de a ratos y luego se pierde; algo que se aproxima, se saborea algunos momentos y se aleja para luego (tal vez) regresar. A eso se dirige mi tarea en este caso; a brindarle al grillo algunas porciones de felicidad. Para un grillo, como he dicho, eso es música (la de sus patas, la de otras) y algunas estrellas y un aroma ínfimo a pasto y a hierba muerta. El grillo, sépanlo, suele comenzar a cantar por angustia, por cierta desolación que invade su diminuta alma por la noche; canta queriendo poblar el inquietante silencio, queriendo llenar la ausencia; y por eso la puebla con su cantar autómata, con su nota repetida y repetida que en sus orificios auditivos suena tan bellamente como suenan bellamente para Laura, por ejemplo, las palabras rosa, o trenza; o para Manuel las palabras pastizal, susurro o garbanzo. A veces Manuel desliza lentamente su mano por las costillas de Laura, que está desnuda; por su cintura, y ella siente dentro de sus oídos la palabra trenza, que se repite, y se repite, pronunciada despacio, y la “te” de trenza se traba sobre la “erre” como entrelazadas las dos letras en un beso, y la “erre” se desliza hacia “enza” como aquella caricia; la de Manuel, en sus costillas, en su panza, en su cintura. Trenza, rosa. Y el grillo canta en la noche, en una noche que está lejos de allí. La nota monótona remueve líquidos en su ínfima cabecita y la sensación de desolación desaparece, y por algunos instantes el grillo, sí señor, óigalo bien, por algunos instantes el grillo es feliz. Pero cuando la desolación posee al grillo nuevamente, yo (confieso que esta es quizás mi mayor flaqueza) no sé cómo inducirlo a cantar; al menos no lo he aprendido hasta ahora. Aquella urgencia que le agarra al grillo por cantar parece venir de otro sitio, como de un universo que estuviese dentro del grillo, detrás de sus ojos. Yo sólo sé hacer brotar aromas a pasto y a hojas muertas, o azularle el brillo de alguna estrella o cambiar el ritmo en su titilar, y en eso me ocupo, tratando de que aquello influya positivamente en la forma de su música, para que vuelva a ser feliz otro momento. Mientras realizo mis intentos y el grillo permanece aún en silencio siento en mí su desolación, como si se me hiciera un hueco. A su felicidad en cambio la siento como luz. Así la desolación y la felicidad se van alternando; su hueco, su luz, su hueco, su luz, como la estrella que titila; azul, negro, azul, negro, como la campanita del grillo, que suena, que calla, que suena, que calla, que suena, que calla, cri… cri… cri… cri…
Cuido del amor de Manuel y Laura, del desarrollo de un pino y un tala, de la vida de un pequeño y rarísimo calamar de los arrecifes del mar de Andaman, en el océano Índico, y de la felicidad de un grillo. A veces los besos de Manuel y Laura emanan solos, como por encanto, tal como brota el agua en un vergel, tal como estalla la flor en la exuberancia de su primavera selvática. Otras veces los provoco yo, y entonces Manuel ve en los ojos de Laura dos universos inagotables; o ve aguaciles, o dedos que acarician, y un hilo de sabia tibia atraviesa su cuerpo dejando en él su trazo de azúcar. Las hojas del tala y el pino se abren a su sol, los escarabajillos muerden el humus; ocho tentáculos abrazan a Laura en su siesta de domingo, y por la noche los aires se pueblan de gotas musicales. Los innumerables hilos del universo se entrelazan, formando una colosal tela cósmica, y cada hilo está unido al otro, y todos ellos se tocan, se enredan, se mezclan. Yo taño mi música en ellos, y ellos me devuelven sus notas maravillosas. El resto de los seres que habitan el universo los tañen también; los grillos y los hombres, los calamares y los árboles, los caracoles de la tierra, del mar y otros seres como yo. Laura besa a Manuel mientras Manuel cree que ama a Laura por esa forma de besar que tiene; el calamar devora un crustáceo que deja de existir; una ínfima radícula alcanza una gota de agua y se embebe en ella; el universo se estira, se despereza, se acurruca, se hincha, se contrae, se hincha, se contrae, latiendo, latiendo, latiendo; enigmático, insondable; como un enorme corazón.
Fin
(Pintura: estudio de composición, Kandinsky.)
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Anhelos de Juan
Juan (antes caracol, antes pájaro, antes rey) salió preocupado esa mañana de su casa. Algo lo incomodaba; un presentimiento oscuro tal vez, oscuro y acuoso.
Al pasar frente a la casa de la vecina, vio los Hemerocallis de su cantero, turgentes, rebosantes de savia (dulce, exquisita y nutritiva savia), y sintió el repentino impulso de darles un gran mordisco. Este tipo de deseos y otros más excéntricos aún asaltaban repentinamente a Juan, sin que supiera de dónde surgían, pero percibiendo en sus tripas que venían de algún lugar lejano, antiguo, anterior a él. Esta vez no mordió los Hemerocallis; la vecina miraba, sus codos en la ventana.
Iba camino al trabajo, ya tomaba la autopista, pero un súbito deseo de libertad, de naturaleza, de horizontes amplios, le hizo cambiar de rumbo. Impredecible Juan, así como aquellas tormentas de verano. Mientras conducía miraba hacia el cielo y se perdía entre las nubes, forzando el volante hacia arriba, como queriendo remontar vuelo con auto y todo. Juan pájaro. Remontó altura en sus recuerdos, y viajó a los doce años, cuando conoció el mar; aquel día mágico entre los días; un día de olas, de ojos ardientes de sal y de sonrisas. Siguió hacia la ruta 2.
A los pocos kilómetros debió parar a cargar nafta. Rasgó en sus bolsillos sacando algunos billetes arrugados y desde las nubes en las que flotaba cayó hasta el suelo, enredado como una mosquita en la telaraña del nerviosismo urgente de las cuentas sin pagar, cuentas que nunca serían saldadas. Juan preocupado por el dinero, recriminándose la preocupación, percibiendo en un recoveco profundísimo y secreto del cerebro, el ridículo recuerdo de haber poseído riquezas, poder, una bravura indómita, y también una daga en la espalda; en un tiempo que no era ese tiempo y en algún mundo que no era ese mundo.
Antes del mediodía llegó al mar, allí donde es un poco mar y un poco todavía río. Bajó del auto y caminó por la playa. Tuvo ganas de mojar su rostro. Se descalzó, se arremangó el pantalón y sació sus ganas sumergiendo la cabeza entera en la cresta de una ola que moría sobre la arena. Sintió entonces el anhelo de irse con el agua que regresaba a la profundidad de corrientes negras. Gustó la sal, saboreó golosamente el olor de las algas y chapoteó con sus manos en la espuma, arrastrado por un absurdo deseo acuático de sumergirse y partir hacia la profundidad en ese instante, inmediatamente.
Permaneció luego sentado un largo rato en la playa, mirando la eternidad de las olas ensayando su perpetuo vaivén. Miró el horizonte aún queriendo irse y tal vez lloró sintiendo que aquello era el fin de algo. Recién al caer la tarde sintió frío y decidió volver al auto. Pero se sentía cansado para hacer el viaje de regreso a su casa. Fue hasta el pueblo más cercano y pidió un cuarto en un hotel barato del que fue esa noche el único huésped. Se dio una ducha. En la cena rechazó con asco la oferta de pescado y comió pastas. La comida le sentó bien y le invadió un repentino buen humor, llegó a reír incluso, casi a carcajadas, al pensar que él estaba allí mientras su jefe estaría regresando entre bocinas y sirenas nocturnas a su aburrida casa.
Juan (antes caracol, antes pájaro, antes rey), se durmió contento, profundamente satisfecho de su fuga y con el extraño presentimiento de que ya no regresaría a la ciudad. A la mañana siguiente la dueña del hotel pegó un grito al encontrar un cuerpo rígido y frío en la cama del cuarto ocupado la noche anterior, pero Juan no lo escuchó, no estaba allí, había despertado en el mar, siendo ahora pez.
Finalista en “VI Certamen Nacional de Poesía y Cuento Breve” de Ediciones Ruinas Circulares, Buenos Aires, 2014.
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Eternos instantes de Arregui
El 20 de marzo de 2064 a las 10.45 de la mañana, el ingeniero Arregui, anciano ya, desaparece repentinamente de su taller junto con su máquina, justo en el instante en que aprieta el botón verde. Su taller tal vez también desaparece, y yo, y usted, y el universo que, de todas formas, es y vuelve a ser una y otra vez, como todo, como todos.
El 27 de octubre de 1999, el ingeniero Arregui (que todavía no es ingeniero) moja la madera de la mesa sobre la que apoya los codos; la moja con el agua salada de sus lágrimas, agua que vertió y verterá en muchos de sus muchos días de existencia. Pero este día sus lágrimas mojan la mesa no sólo porque allí arriba, en la cama, yace tendido y casi sin aliento su padre, sino por el remordimiento que es un pájaro carpintero en su cabeza; tic tac tic tac, pica que pica que pica. Tan sólo un mes atrás, el señor Arregui (padre), un hombre maduro pero aún con energías, baja de su cuarto vestido de bermudas, camisa de mangas cortas y chaleco, con un bolso en una mano y una caja con un montón de anzuelos en la otra (aunque nunca fue a pescar, al menos que él recuerde). En la cocina se encuentra con su hijo, quien le había anunciado el día anterior que no iría a pescar con él. Pero el señor Arregui está allí parado en la cocina muy confiado en que logrará convencer a su hijo. Se equivoca; su hijo hace un tiempo ya que siente rechazo hacia su padre; no se explica bien por qué, sencillamente lo siente. Piensa que tal vez sea la edad; los viejos siempre dicen que a los quince años uno está en la pavada y sólo busca rebelarse. Pero los viejos escriben cosas sobre los chicos que casi nunca son ciertas. A Arregui hijo siempre le divirtió leer las sonseras que los grandes escriben sobre los chicos; lee infinidad de notas en el diario que tratan de explicar el porqué de cada una de las reacciones infantiles y adolescentes y se descascara de risa, y se pregunta por qué los grandes no les encargan escribir a los chicos esos artículos que tanto mejor lo sabrían hacer. Ahora los artículos de comportamientos adolescentes dicen que los jóvenes tienen necesidad de rebelarse, pero no es eso; simplemente le resulta aburrido salir con su viejo a calcinarse en una canoa, o a meterse en un museo lleno de moho, o salir a almorzar solos y visitar a la tía Angustias. Pero se arrepiente, mientras sus lágrimas caen en la mesa se está arrepintiendo, y sube al cuarto de su padre y lo abraza, y le dice viejito, viejito, voy a salir a pasear por el parque con el sol partiéndonos la cabeza, voy a ir a almorzar con vos una y mil veces, para que me enseñes a tomar vino, voy a salir para que pesquemos en canoa y alimentemos a todos los peces del delta con nuestras lombrices mal encarnadas. Ya no hay tiempo para eso, hijo, pero no importa ahora, para mí este abrazo es como un paseo en canoa. Y el señor Arregui se va yendo a la deriva por la orillita de ese abrazo, en un suave balanceo, imaginando que es un Pedro Canoero que se va arrastrado por la corriente a su dulce ocaso. Y el futuro ingenierito piensa, algunos días después, en el tiempo que no hubo, en el tiempo que no regresa, según dicen los viejos… según dicen.
El 20 de marzo de 2034 a las 22.00 el ingeniero Arregui festeja sus cincuenta años. En realidad él no los festeja todavía, sino que lo festejan sus amigos y sus parientes, porque él tiene la cabeza en un cálculo endemoniado que no cierra. Pero dos de sus mejores amigos (uno es con el que está brindando por Alejandra a las 4 de la mañana) dicen que eso no puede ser, que dejate de joder ahora con tus teorías, y lo sacan a los tirones una y otra vez de su taller, y le arrancan la tiza con la que garabateó todo el pizarrón y se la cambian por un vaso lleno de cerveza, y entonces sí, el 21 de marzo a las 00.30 horas, con un vaso de cerveza en alto, Arregui brinda por todos los presentes y se entrega a festejar su cumpleaños que ya es ayer. Pero no brinda aún por Alejandra, por Alejandra brindará después, justamente a las 4 de la mañana, cuando el gordo Berti le hace recordar su cumpleaños de treinta cuando; y él qué buena que estaba Alejandra, y qué dulce que era Alejandra, y te acordás qué tonto cómo la perdí; por llegar tarde, fue por llegar tarde; por estudiar. No por estudiar una materia, sino este tema del tiempo, y ella estaba en el restaurante sentada, y yo me olvidé, qué bruto, y tenía el teléfono apagado, como siempre en mi taller, y ella que habrá dicho me tiene harta, y habrá pedido una soda para esperar, o una cerveza, y habrá querido revolearle la botella por la cabeza a cualquiera, haciendo de cuenta que era mi cabeza, para que reviente de una vez y desparrame todas esas estúpidas ideas que tenés y pienses un poco en mí, y en las cosas importantes. Sabés qué pasó gordo, finalmente prendí el teléfono y vi sus llamadas perdidas, y la llamé; me gritó, enfureció y me hizo ir igual al restaurante, sólo para que el mozo me diera un papelito que decía “llegaste tarde, pero por última vez”. Porque era una manía mía, llegar media hora tarde a todas nuestras citas; no sé por qué; y efectivamente fue la última vez, no me la perdonó. Pero cuando vuelva también voy a cambiar eso, voy a llegar temprano antes de que ella diga que la tengo harta, antes de que pida una soda y le revolee la botella al mozo queriendo reventar mi cabeza para desparramar mis estúpidas ideas que no son estúpidas, Alejandra. A las seis de la mañana Arregui se duerme, o más bien se desmaya con su borrachera y sus cincuenta años sobre un sofá, sin saber que le quedan aún treinta años de estar recordando a Alejandra.
El 7 de octubre de 2045 a las 21.34 el ingeniero Arregui está mirando por la ventana mientras un rayo parte un árbol a quinientos metros de distancia y un bramido formidable inunda todo el mundo (el mundo de Arregui). En su cabeza sus neuronas lanzan rayos también, minúsculos rayos que combinados recrean en su mente el recuerdo de aquella tarde mientras cabalgaba con sus primos en un campo de La Pampa, o de Neuquén, y el caballo se asusta y él cae al piso. Anota; 1996 o 1997, atención, sujetar fuerte las riendas. Se han apartado de la casa hasta un río que baja marrón, arrastrando la tierra que va al mar para mezclarse con el agua salada que luego regresará dulce y limpia a los campos o a la montaña. Llevan los pelos mojados, igual que los trajes de baño, y una sonrisa indeleble de inmejorable infancia en los rostros. Van sin estribos, y de montura tres aperos, y las pantorrillas llenas de transpiración y pelos de los caballos. El calor aplasta las hojas de los pastos que ondulan con el viento que se agita nervioso anunciando tormenta; pero ellos no la ven, no la ven hasta que aparece allí plomiza en el horizonte. Pero igual no les preocupa, se han alejado bastante de la casa pero qué importa llegar tarde, aunque los viejos después refunfuñen un poco, y entonces galopan, siempre con sus sonrisas y entre algunos alaridos que están allí flotando en 1996 o 1997, justo un instante antes de que ¡pumba! cae un rayo a unos cientos de metros del futuro ingenierito Arregui y él no agarra bien la rienda en el momento en que el caballo empieza a corcovear y al piso, y uno de los huesos del brazo, el cúbito o el radio, se parte en un agudo dolor que pinza los nervios y está ahí mordiendo la nuca, y el viejo ingeniero se toca detrás de la cabeza y anota en un rincón del cuaderno; sujetar bien fuerte las riendas para evitar quebrarse el brazo.
El 5 de enero de 2002 el futuro ingenierito Arregui duerme con los ojos abiertos en la cama, o sea no duerme, pero sueña. Su mente afiebrada (no de fiebre sino de ideas) no para de pensar. Ha leído mucha literatura y poca física, y piensa que el universo está loco y lleno de agujeros, igual que la ciencia que se jacta de lógica en su engranaje aparentemente perfecto, henchida de ciego orgullo en su falacia, creyendo que si dos más dos son cuatro, todo el resto se explica de la misma forma; si suelto una piedra se cae, si golpeo un tambor suena, si pongo un ladrillo en una bañadera Eureka y el cateto y la hipotenusa y el pasado pisado; todas falacias que serían verdades en un universo sin agujeros (el futuro ingenierito se levanta, se asoma a la galería y mira el cielo repletísimo de estrellas; para qué puso Dios las estrellas… ¿sólo para inspirar a los hombres? allí hay un agujero, allí hay otro, y allá como diez más), falacias que serían verdades en un universo sin agujeros, no en uno que tiene más buracos que un queso gruyer. Tres noches más tarde el futuro ingenierito está mirando nuevamente las estrellas; piensa en su viejo y el remordimiento pica tic tac en su cabeza y, aunque ya no puede, quiere salir con él a pasear por el parque con el sol partiéndole la cabeza, y quiere salir a almorzar y a pescar para alimentar todos los peces del delta, y piensa que el tiempo tal vez tenga también sus agujeros. Diez minutos más tarde decide que sí, que va a estudiar ingeniería para demostrarles a todos esos ingenuos cerebritos.
El 7 de octubre de 2051 por la mañana, el ingeniero Arregui está en el taller; el que todavía no desapareció. Va hasta el escritorio y toma un cuaderno repleto de anotaciones, con fechas y horarios de días que están allí congelados en su pedacito de tiempo. El cuaderno tiene tachones con correcciones de horas, minutos y hasta segundos. Al levantar el cuaderno caen fotos al piso; Arregui las levanta y toma una que tiene anotado detrás el año 1998. La mira; sus ojos intentan con disimulo deslizar una lágrima, pero él se da cuenta y lo evita. La lágrima está allí, haciendo de vidrio sus ojos. Arregui recuerda una canción que siempre recordó al mirar esa foto; y las lágrimas y la canción están ligadas. Recuerda las lágrimas saliendo de sus ojos sin disimulo, con tristeza o con alegría, no sabe discernirlo, y la canción sonando una y otra vez; ayer, repite… “ayer todos mis problemas parecían tan lejanos”. Es el año 2000 o 2001, lo tiene por allí anotado. Era un casete… por allí estará el casete en algún cajón, y estará también allí en el 2000 o 2001 sonando y sonando en su eterno pedacito de tiempo. ¿Lo anotó? Arregui cree que sí, pero por si acaso, lo anota de vuelta. Martina tenía unos ojos verdes divinos. Más que divinos; tenía los ojos verdes más hermosos de la tierra; y a Arregui, que aún no había decidido ser ingeniero, esos ojos le hacían retumbar el corazón contra las costillas sacudiéndolo de tal forma que se veía la remera vibrar sobre su pecho. Y Martina lo miraba, lo miraba y lo miraba, y el futuro ingenierito no podía dormir. Y de día Arregui iba detrás de ella como un perrito; y se pasaba todo el tiempo tratando disimuladamente de rozar su mano; y eso sólo era la felicidad en esas vacaciones; rozar su mano. La tarde del 10 o del 12 de enero, el sol cómplice hace lucir sobre las nubes un rosado irreal; las hojas en los árboles aplauden, tal vez a la sinfonía de pajaritos o tal vez a la pareja de jovencitos que pasa. Arregui camina lo más despacito que puede y en su pecho cómo la amo, cómo la amo, cómo la amo. El verde de los ojos de Martina se derrama como luz sobre el pobrecito de Arregui, que no se anima a mirarla, que no se anima a insinuarle nada; y desesperado por decirle que la ama, calla; sus labios están soldados, imposible pronunciar tales palabras. Dos días después Arregui, tieso como una estatua, descansa el brazo sobre el hombro de Martina y su mano se marea en un vértigo de amor. Sueña, sueña con que su brazo puede estar allí sin necesidad de que la máquina de fotos esté enfrente. Pero allí está la máquina, y su brazo sobre el hombro sólo puede estar allí gracias a la excusa de la cámara que hace click sacando la foto que luego mira Arregui mientras sonríe, de tristeza, de alegría, no sabe discernirlo. La mira una noche del año 2000 o 2001 mientras la canción del casete suena y suena, la mira la mañana del 7 de octubre de 2051 mientras susurra la misma canción y una lágrima logra al fin escapar de la cárcel de sus ojos manchando la hoja donde el viejo ingeniero acaba de anotar: decirle que la amo.
La tarde del 15 de abril de 2041 el ingeniero Arregui pasea por el parque; aunque más que pasear saltiquea, corre y gira, como un loco, o como el loco que será a partir de esa noche. Está feliz, se le desborda la alegría, les habla a los árboles, a las plantas y a las ancianas que pasan. Ha estudiado decenas de teorías sobre el tiempo y el espacio, ha estudiado la materia, los gases, la química y últimamente los tejidos, el cuerpo humano, el cerebro, y hoy cree haber dado en la tecla. Recuerda una noche en 2011 o 2012 en que no pudo dormir, otra vez la fiebre de ideas. En esa noche, el joven ingeniero está acostado con los ojos redondos como la luna que pálida dibuja luces y sombras sobre los techos dormidos. Durante el día estuvo mirando un libro con fotos de indígenas americanos de fines del siglo XIX. Los ojos de esas personas brillan allí en las fotos, brillan de vida, piensa el ingeniero, de vida palpable. Sus venas están estáticas, pero parecen sin embargo latir movidas por el paso de la sangre, y sus músculos parecen tibios de estar aún trabajando. Y Arregui piensa que si él viajara en el tiempo hasta ese día vería a esos hombres mirando curiosos a un sujeto que puso un aparato frente a ellos y les pidió una pausa en su trabajo para hacer una imagen, vería que realmente sus ojos brillan de vida y la sangre corre entibiando sus músculos, y piensa que esos hombres están efectivamente allí, haciendo una pausa en su trabajo, tan cierto como él está esa noche en 2011 o 2012 mirando el techo con los dos ojos como lunas. Arregui sabe que el universo se expande (lo estudió), y sabe que tal vez un día se contraiga (el universo es un gran queso lleno de agujeros), y si el espacio y el tiempo están relacionados (lo estudió), entonces tal vez el tiempo también se contraiga, y la vida brille nuevamente en los ojos de aquellos aborígenes, como ya brilló, como brilla allí en un día de fines del siglo XIX. La tarde del 15 de abril de 2041 se diluye lerdamente en la noche. El ya maduro ingeniero Arregui está sentado en su taller, dibuja diagramas que llena de flechas y notas, acaba de comenzar a diseñar su máquina, es el momento exacto en el que traspasa, a criterio de sus amigos y de casi todo el mundo, la línea de la cordura. Todo aquel hombre que ose tratar de viajar en el tiempo, será calificado como loco, lisa y llanamente loco. Regístrese, comuníquese y archívese.
El 4 de octubre de 2063, el ingeniero Arregui, casi octogenario ya, repasa una infinidad de notas que se encuentran desparramadas por su taller; pegadas sobre los muebles, sobre las paredes, sobre el velador, sobre el escritorio en el que descansa un enorme cuaderno plagado de hechos con sus fechas y sus horarios. En los márgenes de cada nota hay flechitas con detalles; el estado del clima, noticias del día, olores y sensaciones. Algunas notas tienen adosadas con alfileres fotos ya descoloridas en las que se ve al cuarentón Arregui en brazos de dos amigos, al futuro ingenierito Arregui con su sonrisa de lluvia en primavera, y aquel abrazo que sólo fue una sonsa postura, y la mano con su vértigo de amor. Porque entre las notas el viejo Arregui ha colocado también fragmentos de poesía, suyas o no, y la luz de tus ojos, como el agua clara se escurre entre mis dedos, y en las piedras pinta colores que nunca vi, y mi alma baila alocada en el arcoíris de esa mañana, eternamente tuya y mía. Arregui ha estudiado los horarios, ha estudiado las notas, los detalles, y tal vez los poemas. Todo lo sabe de memoria; cada dato es indispensable para hacer que la nueva vida que reconstruirá sea perfecta. Bajará la escalera ayudando a sostener los anzuelos que se le caen a su padre. Llegará al restaurante a las nueve menos cinco con flores que le dará al mozo para que las traiga justo antes del champagne, junto con una nota que diga “Alejandra, casate conmigo”. Sujetará fuerte las riendas lanzando un grito de indio, y sus primos festejarán la corcoveada del tobiano mientras un rayo parte la pampa. Mirará aquellos ojos verdes que hacen que su corazón de dieciséis años se haga de agua, y les dirá las palabras que sus labios jamás se atrevieron a pronunciar. Cambiará estos y mil detalles, y ya no será necesario entonces volver a construir la máquina del tiempo, porque ya no mojarán la mesa aquellas lágrimas que nunca serán, y ese pájaro carpintero que tic tac en la cabeza no estará, y su viejo, soltando dulcemente los brazos de su hijo, se irá yendo en la canoa que lo lleva suavecito a su ocaso feliz.
La tarde 19 de marzo de 2064, el ingeniero Arregui camina por el parque. Va pensando en que mañana cumplirá ochenta años; va pensando en que mañana apretará al fin el botón verde. A su alrededor los autos deberían volar de tanta tecnología pero no vuelan; se arrastran como siempre en su nube gris. Ochenta años de recuerdos. Se pregunta cómo será su nueva vida; se pregunta si al cambiar un detalle no hará que todo el resto cambie. Muchas noches blancas ha pasado dándole vueltas a esa vieja y trillada idea de la mariposa aleteando y un japonés sujetándose de la palmera para no salir volando con el tifón. Camina lo más despacito que puede, y en cada paso sus ojos brillan de nostalgia, o de alegría, no sabe discernirlo, y en su mente habitan una cantidad de recuerdos tan grande que cada minuto de vida es como un enorme cofre que se abre, un enorme cofre lleno de sonrisas, colores, caricias; todo revuelto; y piensa que es hermosa la vejez, aunque los hombres digan lo contrario y los viejos también, porque le temen a la muerte, porque no saben que la muerte es en realidad volver a nacer otra vez. Y este 19 de marzo el sol baja tan hermoso en el horizonte (horizonte que imagina detrás del caserío), y el verde de las hojas en los árboles es tan parecido a aquellos ojos que le hacían de agua el alma, y los niños en el parque parecen tan alegres revoloteando allí como plumitas… y la paz, y ese pájaro carpintero parece justo ahora picar tan bajito, tan bajito, que se pregunta si en realidad valdrá la pena cambiar las cosas. El sol se oculta en aquella tarde del 19 de marzo de 2064, despidiendo al tibio verano que se va, y el viejo ingeniero regresa a su casa despacito y sonriendo, sin saber (o sabiendo) que esa tarde serena ha sido la más feliz de su vida.
El 20 de marzo de 2064 a las 10.45 de la mañana, el ingeniero Arregui, de 80 años exactos de edad, desaparece repentinamente de su taller junto con su máquina, justo en el instante en que aprieta el botón verde. Su taller tal vez también desaparece, y usted y yo, y el universo que, de todas formas, vuelve a ser, como todo.
El 8 de diciembre de 1995 a las 14.00 horas, el pequeño Arregui regresa en bicicleta del colegio por última vez en el año. Aquellas vacaciones que comienzan las recordará como una de las mejores de toda su vida; nunca sabrá el motivo, pero sentirá que en ese verano alcanzó el cielo de la infancia. Por eso en 2064 coloca justamente esa fecha y esa hora exacta en el relojito de su máquina del tiempo antes de apretar el botón verde. Y allí está a las dos de la tarde el pequeño Arregui cruzando a toda velocidad aquella esquina; no recuerda ni una sola de todas esas miles de notas que volverá a escribir. Simplemente pedalea y pedalea hacia su futuro que existe y existe. Y llegará nuevamente a ese 1996 o 1997 en el que se rompe un brazo mientras un rayo parte la pampa y el tobiano corcovea, y llegará ese 2000 o 2001 en el que camina haciendo lerdos sus pasos mientras esos ojos verdes deshilachan su corazón y sus labios tiesos como rocas no se animan a pronunciar aquellas dos palabras tan simples, y volverá también a mojar la mesa con sus lágrimas, y volverá a abrazar a su padre que se va a la deriva en un suave balanceo, y llegará a esa noche en que el mozo le da una nota que dice “chau, Alejandra” y la tristeza, y anotará todas las cosas que debe cambiar y no podrá. Allí está finalmente el día anterior a su cumpleaños en 2064, viviendo la tarde más feliz de su vida, preguntándose si en realidad es necesario cambiar las cosas siendo que esa tarde vale lo que vale una vida. Pero igual aprieta el botón verde y vuelve a pedalear en su bicicleta y a revivir eternamente todos los instantes que existen y existirán siempre, y el universo loco lleno de agujeros que es y vuelve a ser, igual que todo, y que todos, y el big bang y el botón verde, y el principio y el fin, que son, en definitiva, lo mismo.
Segunda mención en el “I Premio de Relato Antonio Di Benedetto”, de Bruma Ediciones, Mendoza, 2014.
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Hormigueo
La invasión
Es raro que después de lo que pasó nadie volviera a preguntarme por él. Tampoco son muchos los que vienen a casa; Javier, Norma a veces, y el rengo, para cobrar; nadie más. Es cierto que casi ni se notaba que el viejo estaba ahí acostado en su silencio; apenas una presencia en el oscuro cuarto. Pero ellos lo sabían, no puede ser que no lo supieran. Lo sabían y vaya a saber por qué ahora no preguntaron, y yo tampoco dije nada, no fuera a ser cosa que. Porque cómo iba a explicarles la desaparición, quién me iba a creer. Hubieran sospechado de mí, por supuesto que hubieran sospechado de mí. Y fue así como después de ocurrir lo que ocurrió las horas pasaron, y después los días, sin que yo resolviera tomar una decisión, y al final, el tiempo solito parece haber decidido por mí: silencio. Mucho más fácil y mejor para todos. Aunque yo a veces pienso en el viejo, y un poco de pena me da, porque lo quería, eso creo. Igual no sé cómo habrá sido, tal vez ni sufrió, o tal vez soy yo que… no sé, eso que pienso no me animo ni a confesármelo a mí mismo, porque significaría que yo… y me querrían encerrar en esos hospitales, o me iría a encerrar yo mismo, y me pegaría la cabeza contra la pared, como tienen que hacer los locos. Y ahora ya todo volvió a la normalidad, así que no tendría sentido preguntarse si en realidad soy yo y mis patitos chuecos. Porque es Javier; siempre que yo hablaba del viejo me decía, ah, otra vez con el viejo ese, y nunca quiso entrar al cuarto a saludarlo, o a verlo al menos.
Lo que ocurrió fue algo realmente extraño, no sé si sobrenatural pero seguro que casi. A la mañana temprano fue apenas un sobresalto, algo normal que ocurre en todos los hogares, sobre todo en los hogares que no se caracterizan por la limpieza, como en nuestro caso. Y es que un hombre solo cuidando a un viejecito que ni se puede mover… El asunto es que había dejado un pote olvidado sobre la mesada con unos restos de carne picada que a las hormigas, puf, les fascina más que el chocolate a las mujeres. Estaban todas apelmazadas en un tumulto insectoso, corriendo como locas sobre los pedacitos de carne y sobre el contorno circular del pote. Luego un caminito frenético serpenteaba por la mesada y subía por la pared hasta meterse en una pequeña ranura bajo el extractor de la cocina. Pasada la fugaz reacción de repugnancia, tomé el pote y lo metí debajo del chorro de agua de la pileta de lavar (la fría porque la caliente pobres bichos ¿no Dorotea?). Luego con la esponjita de los platos arrastré las indefensas hormigas de la mesada hacia la pileta y abrí a fondo la canilla sepultando a la multitud bajo un súbito y mortal maremoto. Con el repasador desparramé las hormigas que corrían despavoridas por la pared y mojé con un poco de agua con detergente la ranura por donde se metían, para que no salieran más. Chau problema. Santa solución el detergente. Más tranquilo, fui a la mesita del mate y me preparé mi ceremonial desayuno, además de las tostadas para el viejo que como siempre me comería yo. Pero cuando me terminaba el tercer mate en la tercera hoja del diario (un mate, una hoja), comencé a sentir un pequeño murmullo como de ínfima multitud que parecía salir de la alacena. Me levanté a abrirla y ahí la impresión fue espantosa. Todo el interior del mueble se encontraba absolutamente tapizado por un cúmulo de histéricas hormigas correteando en todas direcciones. Todos los alimentos estaban atacados también por las hormigas; la azucarera se encontraba incluso volcada y ya casi no quedaba azúcar.
Un grupo como un batallón se destacaba abriéndose camino entre la pigmea multitud, llevando cada hormiga un grano de arroz; en el aceite nadaba una masa pegajosa que se iba ahogando en el fondo del recipiente (en aceite se hunden), y hasta habían perforado una cajita de salsa, lo que me hizo percatar hasta dónde podía llegar la voracidad de los pequeños y organizados animalejos. Me quedé paralizado del espanto con la boca abierta; pero tuve que cerrarla porque de pronto me cayeron dos o tres hormigas sobre la lengua. Entonces salí del estupor y traté de pensar en qué hacer. Decidí comenzar por sacar la azucarera (todos saben que adoran el azúcar, aunque no tanto como la carne picada), pero al agarrarla, una columna enfurecida se lanzó a conquistar mi mano, que saqué casi al instante sacudiéndola con asco. Por una reacción impulsiva y ridícula volví a cerrar la alacena y me senté como si nada pasara. Cuarto mate, cuarta hoja. Pero el murmullo seguía allí en la alacena. Fui a ver al viejo; dormía de ojos abiertos con la mirada fija en el techo. De pronto sentí en la cocina un ruido. Las hormigas habían salido de la alacena y formaban decenas de caminos que se extendían por toda la cocina como los brazos de un pulpo-ciempiés. Habían llegado a la yerba, se la estaban llevando. Sí, sí, se estaban llevando la yerba. Nunca había visto hormigas llevarse yerba (tampoco arroz, en realidad). Enfurecido fui hasta el paquete y le di un manotazo. La yerba se desparramó por todo el piso y con ella las hormigas. Ahí me di cuenta de que todo el ambiente se había llenado de un tufo extraño (las hormigas huelen) y se escuchaba como un zumbido szzzzzzz. Abrí la ventana que da a la calle y grité ¡ataque de hormigas! y pensé en lo bien que me hubiera venido en ese momento el oso hormiguero de la tía Alberta (la tía Alberta, la de Misiones, la que el mismo día en que llegué para quedarme todo el verano allí —por lo de mamá— me confesó que tenía un oso hormiguero escondido en el parque que comía comida de perro molida, y qué calorón ese verano). El asunto empeoraba, descubrí otros caminos que habían comenzado a salir por la rejilla del agua, a entrar por debajo de la puerta y hasta a resurgir desde adentro del caño de la pileta, resucitando de mi ineficaz maremoto. Veneno, veneno, pensé; pero lógicamente no tenía veneno. Normita me había dicho que todo hogar que se precie de tal debe tener su reserva de veneno, pero no le hice caso tampoco en eso. Las hormigas comenzaron a subirse a mis zapatos y por las mangas del pantalón. Entonces decidí salir a comprar veneno. La puerta estaba cubierta de hormigas hasta la manija (literalmente) así que salté por la ventana. Ahí pensé en el viejo. Los platos que a veces quedan allí al lado de su cama con restos de comida (con todo lo que sirvo en realidad, porque el viejo no come) las atraerían, lo verían acostado y entonces… Pero no hice nada, decidí dejarlo allí, jamás me imaginé que… O sí lo imaginé, debo confesarlo, porque en Misiones oí también de unas hormigas que les dicen “La Corrección” que eran capaces, pero no creí que fuera cierto, y lo dejé allí igual.
Tardé en conseguir el veneno, porque pensé que sí, pero con veinte pesos no crean que es fácil comprar veneno, la mayoría cuarenta y hasta sesenta pesos. Pero al final uno me fió. Volví corriendo a casa con el veneno; el viejo, el viejo, qué hice, el viejo, cómo pude. Atravesé el frente y de un salto limpio entré por la ventana con el veneno en alto dispuesto a luchar a planazos y mandobles contra la marea rojinegra; pero no, sorprendentemente las hormigas habían desaparecido, no quedaba ni siquiera una. La yerba estaba ahí desparramada en el suelo. Fui hasta la alacena y con un poco de temor abrí las puertas; la caja de arroz estaba vacía, la cajita de salsa había desaparecido igual que el tarro de aceite; no estaba ni siquiera el envase, se lo habían llevado. Después inspeccioné las ranuras de la pared, la juntura de la mesada, la pileta, pero no había ni rastros de hormigas. De todas formas, a pesar de mi estupor, decidí preparar el veneno y pulverizar todo. Al terminar de asperjar por la cocina, adentro de la alacena e incluso adentro de la heladera, me acordé; ¡uy! el viejo, el viejo, el viejo. Fui para el cuarto, abrí la puerta y pegué un grito de horror. No estaba, la cama estaba vacía. Consternado me arrojé al suelo y miré debajo de la cama, pero nada. Empecé a mirar las sábanas para ver si había restos de sangre o algo, pero nada de nada, parecía como si nunca hubiese habido nadie allí. Salí al jardín, se me ocurrió pensar que lo podrían haber arrastrado hasta allí, y qué guachas cómo habrían hecho para sacarlo por la ventana; pero busqué entre los arbustos y las plantas y nada, ni rastros del viejo, ni un calcetín tirado por ahí, nada. Había desaparecido, o se lo habían morfado horrendamente las hormigas sin dejar siquiera rastro, como “La Corrección”, o tal vez se lo habrían llevado de algún modo a los hormigueros o a alguna otra parte. Salí a buscar por el barrio, busqué en las placitas y en todos los espacios verdes, e incluso vencí mi rechazo a los vecinos y toqué algunos timbres preguntando ridículamente si no habían visto en su jardín a un viejito; ni una pista, sencillamente se había esfumado, igual que las hormigas.
El atardecer de ese accidentado día me sorprendió con los codos en la ventana mirando tontamente las nubes rojizas, color hormiga, hormiga roja. Pensé en hacer la denuncia en la policía; oficial, entraron hormigas a mi casa y se llevaron al viejo. Lógicamente, iba a terminar en el calabozo, y posiblemente con algunas patadas en el culo; yo no fui oficial, se lo juro… por mi tía Alberta, que en paz descanse. Me preparé algo de comer (sin carne picada), lavé todo, no fuera a ser cosa que, y me fui a dormir pensando en qué decirle a Norma y a Javier cuando vinieran a casa, porque el rengo creo que ni sabía del viejo, y qué le importa, pero Norma y Javier…
Al día siguiente me propuse ordenar el cuarto del viejo y eliminar todas sus pertenencias. Con un poco de sorpresa descubrí que en realidad casi no tenía ninguna. El viejo siempre usaba la misma ropa, y cuando se la lavaba le prestaba mientras tanto un piyama mío gastado. Todo lo demás, a decir verdad, era mío: el velador, los libros, el antiguo proyector de diapositivas, la colección de marquillas, todo. Y que Javier no se entere de esto; si le cuento que todo era mío y no del viejo me va a decir ah, otra vez con eso, no te das cuenta, y me querría encerrar para que me pueda pegar a gusto la cabeza contra la pared como hacen los locos, porque significaría que yo… bueno, eso.
Justamente Javier fue el primero en venir por casa, no sé qué le pasaba a Norma en esos días. Mi estrategia era muy sencilla; no diría nada de nada, ni de las hormigas, ni del viejo. Hablamos de lo de siempre; del barrio aburrido y abúlico, de qué cosa los robos y cómo puede ser, y Banfield uno a cero pero que feo que juega, sí qué feo que juega. Todo venía saliendo como lo planeado, del viejo ni mú. La pava se terminó y se vino el me alegro haberte visto, después pasate por el almacén ok dale chau. Le abrí la puerta y salimos, pero antes de despedirme lanzó, con una inusual sonrisa, un ¡te felicito! no me hablaste ni una vez del viejo. Me puse colorado, estoy seguro, color frutilla fosforescente. Sonreí o hice una mueca parecida a una sonrisa y me quedé paralizado un instante, hasta que desde no sé qué planeta perdido me bajó la respuesta justa; ah, otra vez con el viejo ese, Javier, ¡dejate de joder! y sonrisa. Después de eso no volvió a preguntar nunca más por el viejo, al menos hasta ahora.
Con Norma fue bastante desastroso, pero igual zafé, no sé bien cómo. La esperaba a tomar unos mates, parece que estaba enojada, vaya uno a saber por qué, pero yo estaba decidido a sí Normita tenés razón, y listo, sanseacabó. Pensé largo rato en qué invento podría decirle si me preguntaba por el viejo, pero no se me ocurrió nada hasta que llegó. Al final ni lo nombró, pero yo, bocaza incontenible, tuve que hablar, y le dije como al pasar algo del viejo. Hizo como que no escuchó, pero yo otra vez, como el tipo que sufre de vértigo y se asoma al precipicio y se vuelve a asomar, volví a hablarle del viejo, y ella no es como Javier. Ella tampoco cree en el viejo, pero me sonríe, un poco de lástima seguramente, y a veces se acerca al cuarto y lo saluda. Y entonces lo hizo; me sonrió y dijo voy a darle mi saludo. Yo me levanté de un salto y le grité ¡no se puede pasar al cuarto, está plagado de hormigas! Pero no logré ningún efecto, no me dijo nada de la mugre ni de pobre viejo cómo vas a tenerlo entre las hormigas. Sencillamente se levantó, me esquivó ágilmente y abrió la puerta del cuarto. La cama estaba tendida y todo estaba perfectamente ordenado como jamás lo había estado. Yo me agarré la cabeza mientras pensaba en qué mentira diría o si contaría la verdad, preguntándome si me acusaría de asesino o qué se yo. Pero no; simplemente levantó la mano y dijo hola don Alberto cómo anda. Pero la cama estaba vacía; vacía. Después se dio vuelta y debe haber notado la estupefacción en mi cara porque me dijo qué te pasa. Y yo le dije nada, nada, y me quedé como petrificado un momento. Finalmente nos sentamos de nuevo y terminamos la pava. Al rato Norma se fue sin su enojo, como si nada. Desde entonces no hablé más del viejo y tampoco de las hormigas; ni con ella, ni con Javier, ni con nadie.
Ciertamente es raro que no hayan preguntado más por él, aunque en realidad era apenas una presencia allí en el cuarto. Pero igual pobre viejo. Aunque tal vez Javier tenga razón y es mi cabeza y sus patitos chuecos; porque lo de las hormigas también fue raro… pero no creo. En fin, de todas formas ahora es otra cosa la que me tiene preocupado. Son unos ruidos en el jardín y unos movimientos extraños en los arbustos del fondo. Tal vez sean de vuelta las hormigas que están devorando todo por debajo y esperan el momento justo para invadir, o tal vez sea el viejo que está enterrado adentro de algún hormiguero y se agarra de las ramas de los arbustos tratando de salir. Porque yo ya decidí que loco no estoy, así que los ruidos son las hormigas o es el viejo; salvo claro, que se haya venido desde Misiones, a instalarse en mi jardín, el oso hormiguero de la tía Alberta, que en paz descanse.
Las invasoras
Dorotea quiere quedarse; ella no cree, pero yo sí, ahora sí creo. Esta tragedia es sin duda una consecuencia encadenada del colapso que ocurrió algunos días atrás. Aquella mañana, Dorotea y yo fuimos seleccionadas para ir con el pelotón que traería unos trozos de carne picada que en la noche había hallado dentro de la casa una de las exploradoras. Nos habíamos instalado dos días antes en un sector exterior de la casa, en el intersticio de un zócalo de un extremo de la galería. El clima generoso de los últimos meses había hecho explotar la población en la zona y nuestra jefa había decidido que mudemos algunos metros el hormiguero para descomprimir el exceso de población, cuya mayor densidad se daba cerca de los ingresos a la casa. Pero no fue suficiente, porque el día de la carne picada se desató el caos; atroz, terrible como una peste.
El pelotón avanzaba en una estricta fila encabezada por la comandante que, a su vez, era guiada por la exploradora que corría nerviosa de un lado a otro, desquiciada por el voraz apetito que sufren en forma perpetua (hasta que mueren presas del delirio) las hormigas que tienen este oficio. Éramos al menos unas dos mil, casi un batallón. Con Dorotea marchábamos a mitad del pelotón, expulsando en somnolientos bostezos de pereza la modorra del alba. Nuestra experiencia en el servicio nos había hecho llegar a la conclusión de que lo mejor era marchar a mitad del pelotón. Uno evita así los obvios peligros de ir al frente y el aburrido tedio de ir al fondo, con las holgazanas y las cobardes, que buscan siempre esquivar las aventuras.
Ingresamos a la casa por una ranura entre los azulejos de la pared, descendiendo por allí para reducir los riesgos de caminar por los pisos. A la distancia vimos cómo la vanguardia del pelotón comenzaba ya a descender sobre la mesada. La exploradora, sin poder contenerse, disparó a toda carrera hacia un enorme pote que se hallaba sobre la loza, donde posiblemente se encontraba la carne. El pelotón ya no necesitaba de su guía. Al ir bajando comenzamos a sentir flotando en el aire, el vaho grasoso de la carne. Cuando descendimos sobre la mesada, el pote de vidrio ya estaba invadido por el pelotón; cientos de nuestras compañeras daban vueltas por su contorno. Se generó primero cierto descontrol en el frente, posiblemente algunas hormigas se habrían lanzado a devorar sin freno los trozos de carne (olvidé decir que al frente siempre marchan las hormigas más arrebatadas, indóciles y vehementes), pero en poco tiempo el orden pareció restablecerse. Comenzaron a volver hacia el hormiguero las primeras hormigas con trozos de carne. Mientras marchábamos sobre la mesada antes de trepar al pote, Dorotea me hizo notar una especie de suave temblor, como si la mesada se meciera ligeramente. Se percibía una agitación muda, como si estuvieran devorando la piedra por dentro, como una sorda revolución intestina en el granito. Yo no le di mucha importancia. De todas formas no tuvimos mucho tiempo para pensar en aquello, lo que siguió luego fue casi catastrófico. Habíamos logrado escalar el pote, sumergiéndonos en el frenético remolino del pelotón en plena acción. Con Dorotea husmeábamos entre los trozos de grasa y carne, buscando hallar aquellos que parecían más proteicos; la tarea debe ser precisa y rápida. De pronto observé el trozo adecuado, pero tendríamos que llevarlo entre las dos. En ese momento alcé la vista para llamar a Dorotea y vi asomarse, gigantesco sobre el pote, a un ser humano. El sujeto lanzó un ensordecedor bramido que conmovió el aire con poderosas ondas, aterrándonos a todas. Comenzamos a correr para abandonar el pote, pero vimos cómo la mano de aquel horrendo monstruo se acercaba hacia nosotras. Con pavor sentimos que el pote se elevaba de la mesada en un sacudón violento. Nos aferramos al vidrio para no caer. Aterrizamos con pote y todo sobre una superficie plateada. Se oyó inmediatamente el tronar como de una enorme catarata en caída libre. Miramos hacia arriba y vimos que desde un enorme caño plateado una masa de agua inmensa se precipitaba hacia el pote. No tuvimos tiempo de comprender lo que sucedía; apenas alcanzamos a corrernos para que la catarata no cayera directo sobre nuestros cuerpos. Luego todo fue tan repentino que es difícil narrar los hechos con exactitud. Quedamos todas flotando en una masa de agua fría y turbulenta que se mecía atrozmente hacia todos lados, en momentos sumergiéndonos, en otros sacándonos a flote. Luego la correntada nos lanzó velozmente hacia un lado, y pudimos ver que nos sumergiría inevitablemente en un horrible agujero negro que parecía no tener fondo. El agujero nos devoró sin remedio en la profundidad de un violento remolino. Me sentí caer en un abismo oscuro y líquido que giraba sin fin. Traté de evitar respirar para que mis espiráculos no se llenaran de agua. Pero me asfixiaba, perdía fuerzas, desfallecía; de modo que esa sería la muerte… Perdí el conocimiento.
Me habría creído muerta si no hubiera sentido las patas de otras hormigas pisoteándome. Con dificultad me incorporé, me encontraba tan empapada que la fuerza capilar del agua me impedía caminar. El ambiente era sofocante y sombrío. Se percibía un putrefacto vaho de ciénaga. Inmediatamente pensé en Dorotea; grité su nombre, pero el alarido desesperado de las otras hormigas devoraba mis propios gritos. Entonces noté que la penumbra no era total. Alcé la mirada y vi allí arriba, a la distancia, una abertura perfectamente redonda que parecía la salida de aquel horrible abismo. Me sacudí lo más fuerte que pude, logrando quitar el agua de mi cuerpo lo suficiente como para empezar a andar. Comencé forzosamente a subir. Mientras subía noté horrorizada que había hormigas agonizando e incluso algunas muertas. Ayudé a las que pude, sacudiéndoles el agua, alzándolas, mientras seguía llamando a Dorotea. La marcha era sumamente dificultosa y los quejidos agónicos semejaban espectros en pena. Dorotea, Dorotea, ay Dorotea.
El círculo claro se aproximaba. El cansancio era de plomo, pero la cercanía de la salida y la claridad, inyectaban en mí nuevas energías. Finalmente logré salir. Me quedé un momento allí al borde del abismo, agotadas mis fuerzas, extenuada. Cerré los ojos. Ay Dorotea. Entonces sentí el olor que invadía el aire. Ese olor de inmensa multitud; ese olor pestilente que sólo se siente en las grandes poblaciones, en esos hormigueros gigantescos que se unen unos con otros como formando verdaderas metrópolis. Y escuché también el sonido, un zumbido grave y monótono que invadía el aire. Abrí los ojos y lo primero que vi… fue a Dorotea. Alcé las patas de alegría. Nos abrazamos. ¿Estás bien, estás bien? me preguntaba ella. Sí, contesté. ¿Viste? me dijo. Miré alrededor. La visión fue apocalíptica; comprendí el porqué del olor y del zumbido. La casa toda se encontraba cubierta de hormigas, y me refiero a que se encontraba literalmente cubierta de hormigas. Los caminos hacia un lado y hacia el otro se entrecruzaban, formando una red viviente que se movía hacia todas partes. Escalamos por la superficie metálica que rodeaba al agujero, llegando nuevamente hasta la mesada. El humano que antes nos había ahogado bajo la catarata, corría desesperado por dentro de la casa con una esponja en la mano que colocaba estúpidamente sobre los orificios desde donde surgían las hormigas: ranuras, marcos, aberturas. Tené cuidado que no venga para acá, dijo Dorotea. No sabíamos bien qué hacer, nuestro pelotón se había desperdigado. Nos quedamos allí sobre la mesada mirando el espectáculo. Un verdadero batallón de hormigas había comenzado a subir a los zapatos del gigante. Pudimos ver algunas suicidas ascender atolondradas por sus pantalones y perecer instantáneamente bajo las palmadas del coloso que, sin embargo, parecía vacilar. Se dirigió hacia la puerta y pareció que iba a abrirla, pero al acercar la mano hacia la manija, que se encontraba tapada de hormigas, retrocedió horrorizado. La invasión a sus zapatos ya era total y los pantalones comenzaban a cubrirse también. Entonces retrocedió tomando carrera y se arrojó fuera de la casa a través de la ventana.
En ese momento comenzó a correr el rumor de que el gigante incendiaría la casa. Habíamos oído, por parte de algunas veteranas, historias de casas enteras prendidas fuego para exterminar invasiones en masa, como sin duda lo era ésta, pero nos parecían cuentos de viejas seniles. Dorotea y yo somos prácticas, centradas y realistas. Pero el rumor corrió irremediablemente y entonces comenzó la deserción. Pudimos ver a las comandantes tratando de ordenar sus hordas, que se habían lanzado desenfrenadas al asalto. El orden fue poco a poco regresando. Se formaron tres enormes columnas que fueron engrosándose monstruosamente a medida que las hormigas dispersas por todo el lugar se daban a la fuga. Las paredes volvieron a ser blancas, las alacenas se fueron despoblando. Enormes pelotones intentaban llevarse desorganizadamente los víveres que quedaban, arrastrando incluso algunos envases enteros. Las compañías de crisis cargaban innumerable cantidad de cuerpos agonizantes o muertos que habían sido aplastados por la multitud o que habían reventado de glotonería comiendo azúcar, aceite o salsa de tomate. Finalmente la casa fue quedando vacía, el silencio fue adueñándose del lugar y el tufo fue desapareciendo. Luego de un rato el espectáculo finalmente concluyó y decidimos con Dorotea retirarnos también; si bien no creíamos en lo del incendio, existía la posibilidad de que el hombre regresara con algún veneno. Descendimos de la mesada y nos sumamos a las últimas rezagadas que cerraban las columnas ya raquíticas. Antes de salir por la ranura de la puerta, echamos un vistazo hacia atrás y nos sorprendimos de la quietud del lugar. Los signos de la devastación estaban allí, en el desorden de las alacenas, en el agua sobre la mesada, en algunos alimentos desparramados por el suelo; pero todos los cuerpos habían sido retirados, no había quedado realmente ninguna prueba cierta de una invasión de hormigas.
Así fue el día del colapso, y desde entonces todo se ha ido agitando cada vez más. Hay una desorganización general y parece no haber esperanzas, porque lo que ocurre es que a todo esto se ha sumado algo espantoso; anoche apareció un monstruo y atacó uno de los hormigueros del jardín. Dorotea no cree, pero esta vez yo sí… yo sí porque oí varias veces historias de este tipo contadas por unas hormigas del pelotón que vivieron en la selva. Las primeras en alertar sobre el monstruo fueron las pobladoras de un hormiguero que tiene su boca debajo de unos arbustos del fondo del jardín. Sintieron hace algunas noches ruidos de ramas quebrarse, pasos pesados y el sonido prolongado de algo que se arrastra. Algunas aseguraron haber visto algo enorme moverse entre las sombras, aunque nadie supo lo que era. El terror comenzó a correr en ese momento por todo el lugar. Al principio no creí, pensábamos con Dorotea que sería otro rumor de tantos; las hormigas suelen ser exageradas y tremendistas, tal vez por estar tan acostumbradas todas nosotras a las grandes catástrofes. Pero lo de anoche superó los límites y ahora estalló el caos. Ocurrió que un nutrido batallón de uno de los hormigueros del fondo, cercano también a los arbustos, salió de nuevo al asalto de la alacena de la casa, pero a los pocos metros de salir, fue atacado ferozmente. El batallón entero fue devorado en pocos minutos, quedando vivas apenas algunas hormigas que pudieron huir. El monstruo no se contentó con devorar al batallón; siguió hasta la boca del hormiguero devorando casi a una tercera parte de sus habitantes y destruyendo túneles y estructuras. El número de criaturas e incluso, horror, larvas y huevos muertos, ha sido pavoroso. Sin embargo, ninguna de las hormigas sobrevivientes puede describir certeramente al atacante. Algunas, aterradas, perdieron la capacidad de hablar; emiten chillidos y sonidos guturales; otras apenas si dicen frases sueltas y sin sentido cierto. Este incidente tan brutal me preocupó y fue así como, hoy mismo, decidí ir a estudiar los destrozos en el hormiguero atacado. Las huellas son claras y todos los rastros coinciden con los relatos de las hormigas selváticas; he creído. Pero Dorotea se empeña en no creer.
El horror se generalizó ya por toda la población. Las reinas se han reunido y se han hecho grandes asambleas. Sólo las hormigas selváticas y quienes conocemos sus historias sabemos bien la catástrofe con la que nos enfrentamos. Dijimos a las reinas que el peligro es inminente, atroz, enorme. Nos han creído y han decidido que se abandone la zona en forma inmediata. En poco tiempo comenzarán a partir en columnas los diferentes hormigueros, llevándose todo consigo: trozos de hongo, larvas, huevos, todo.
Comienzan los movimientos en nuestro hormiguero. Dicen que hace instantes otro hormiguero fue atacado. Pero la verdad es que no se sabe bien qué es cierto y qué es exageración. La cadena de jerarquía se ha quebrado. Las hormigas mensajeras generan mensajes por sí mismas sin que se les ordene dar ninguna comunicación. El desconcierto es general. Sin embargo, Dorotea se obstina en decir que todo es un invento, una farsa de alguno de los hormigueros para tratar de despoblar la zona y quedarse con los recursos del lugar. Yo le he insistido, le comenté sobre las historias de las hormigas de la selva, le mostré las huellas, pero no hay caso, no cree, a pesar de que se lo he contado yo, que sé la verdad; sigue con su idea fija, insistiendo en que es una conspiración.
Nuestro hormiguero ha partido; me quedé con Dorotea. La noche ha caído y pareciera que en todo el jardín sólo quedamos Dorotea y yo. Ella está empecinada con su estúpida idea de la confabulación. Yo no puedo ocultar mi pavor ni evitar súbitos temblores que se apoderan de mi cuerpo. Se escuchan ruidos, pasos, ramas quebrarse, algo que se arrastra y un silbido como el del viento contra los muros. Es el monstruo que está aspirando hormigas, estoy segura. Pero Dorotea no escucha nada de eso; no escucha. De a ratos me asalta el terrible deseo de que se aparezca finalmente frente a nosotros y nos devore, para poder decirle viste, Dorotea, viste que era cierto.
Veo ahora sacudirse las ramas de los arbustos, veo una inmensa sombra agitarse detrás de ellas, moviéndose pesadamente con el balanceo bestial de un mastodonte. Me largo a la carrera para abandonar el jardín. Dorotea se ha quedado, aferrada en su testarudez. Siento pasos detrás de mí, siento el suelo temblando, siento el zumbido cálido de sus narices que olfatean. Trepo por uno de los muros del jardín. Escucho detrás los sonidos de la bestia que saliva con su horrenda lengua vermiforme la masa tétrica y viscosa de millares de cadáveres que ha matado y se dispone a devorar. Ay, Dorotea.
Ya llego hasta arriba del muro. Pienso en Dorotea y quiero ir a salvarla si aún estoy a tiempo. Pero siento allí abajo la presencia del monstruo, sé que me ve y que comenzará a rasgar la pared con sus garras afiladas buscando alcanzarme en su hambre famélica de muerte. No quiero mirar hacia atrás, pero una fascinación magnética, como la que sienten los ratones bajo la aguda mirada de la serpiente, me fuerza involuntariamente a hacerlo. Y ahora lo veo; veo la verdad, mi verdad, que es él, el temible, el espantoso, el devorador asesino que vino de la selva, con sus garras y su horrenda trompa de oso hormiguero. Ay, Dorotea, que en paz descanses.
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Sobre la novela
Es una novela corta, de género realismo mágico-realismo fantástico.
Narra la historia de amor entre Juan y Marita, y el drama de una ciudad (constituida en sí misma casi como en un país) comandada por un dictador lleno de contradicciones, sanguinario y a la vez romántico. Una ciudad algo distópica, tan atrozmente simétrica y cuadrada que resulta intolerable. Sucede que en esta ciudad la población está siendo diezmada por una terrible peste. Juan, eterno soñador, vive aislado en su mundo de fantasía, andando a contramano (sin siquiera darse cuenta) de esta ciudad absurda de normas insólitas (tal como una que determina que en las veredas sólo pueda caminarse en un sentido y no en otro, u otra que obliga a los linyeras a ir a vivir a una falsa ciudad, “El paraíso de los linyeras”, a donde miles de empleados diariamente montan la farsa de ser ciudadanos -algunos piadosos, otros desalmados- para que los linyeras puedan seguir “naturalmente” su vida de linyera sin alterar la perfección de la ciudad).
Juan está sentado en su cama hace tres semanas mirando la flor azul que se le cayó a Marita (de no-sabe-dónde) cuando dio el portazo al irse del departamento, aterrorizada por la falta de seguridades del ingenuo mundo de sueños en el que Juan se porfía en vivir (“siempre a tres centímetros del suelo”). La flor está allí turgente en su mano hace tres semanas y Juan no sale de su estupor, hasta que su amigo Luis va a rescatarlo despabilándolo de su trance.
Allí comienza el drama de Juan, que persigue por la ciudad las pistas de flores azules (¿de Marita?) que va hallando en sitios extraños: sobre el lomo de un gato, derramadas en melancólicas lloviznas de pétalos, dejadas por un pájaro en su ventana. Juan es ajeno al drama que vive la ciudad, y deambula por ella asombrándose por las cosas más simples con las que se topa (el correr del agua en una canaleta, las palomas espantadas por el campanazo de las seis de la tarde, el pelo rojo de un hombre, la sonrisa de un viejo), y en este periplo es siempre seguido en vuelo por un grupo de canarios amarillos que narra, cual coro griego, sus aventuras y desventuras, sus ansiedades, alegrías y tristezas y, por supuesto, sus deseos de Marita.
A la vez, el intendente-dictador y su gabinete se devanan los sesos tratando inútilmente de dar solución a la terrible peste que diezma a la población a tasas terroríficas (realidad que intentan ocultar con acciones detestables como la quema secreta de los muertos en brutales incineradores). El intendente, tontamente, lleva adelante medidas disparatadas y extremistas para acabar con la peste, tales como obligar a toda la población a ingerir en forma diaria extractos de una planta (diente de león), en comidas, infusiones y jugos diversos, siguiendo ciegamente el consejo de un pequeño grupo de ridículos y fanáticos asesores que se detestan entre sí.
La irrupción de un canario naranja en el grupo de canarios (nadie concebía que pudiera existir un canario que no fuera de otro color que amarillo), lleva a Juan a tomar contacto con la realidad de la ciudad, concibiendo una idea sobre la causa que origina la peste. Juan sigue sin embargo hundido en la melancólica búsqueda de Marita, a la que en realidad, quizás, más que buscar, anhela y desea desesperadamente. Transitando este camino, en el que se mezcla nostalgia y belleza, Juan va, sin saberlo, contagiando su universo de sueños (su “mundo maravilloso”) al resto de la ciudad, que de a poco va siendo invadida por hechos curiosos que hacen aflorar vida dentro de la muerte.
El dictador y el grupo de fanáticos que lo rodea, van siendo de a poco acorralados por esta ebullición de vida y de magia, a la que temen aún más que a la peste que diezma a la ciudad; a tal punto que planean cortar por la raíz eliminando a toda la población; que se ha lanzado a las calles desenfrenada de vida y alegrías resucitadas.
La narrativa de la historia tiene un estilo muy particular. Es narrada casi completamente en primera persona, pero desde la perspectiva de diferentes personajes (Juan, Marita, Luis, el intendente, los canarios), construyendo la mayoría de los diálogos de la novela mediante un juego de cambio de narrador dentro de una misma oración o párrafo. Se juega bastante también con los cruces de tiempo, lugar y persona. Toda la novela tiene un componente poético muy profundo, haciendo de la narración poética uno de los aspectos, a mi criterio, más bellos de la novela. Es una historia que (entre contrastes descarnados y condimentos cómicos), sobre todo y más que nada, narra belleza; belleza de las cosas, de la naturaleza, de los hombres (ese contradictorio y bello bicho humano) y, claro, del amor.
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Recuerdos de otro
Podes leer online aquí todos los relatos del libro, o bien descarglos en PDF y leerlos cuando quieras. Disfrutalos, y si te gustan, dales like o hacé los comentarios que quieras aquí o en los enlaces.
PRÓLOGO
RECUERDOS DE OTRO
EL VETERANO ARMIÑO GÓMEZ
ETERNOS INSTANTES DE ARREGUI
ANHELOS DE JUAN
SEÑALES
EL FIN DEL MUNDO
HORMIGUEO
NI UNA SOMBRA
EL ROSTRO DE DIOS
EN LA LUNA
LA PLANTA
EN EL RUMOR DE LAS OLAS
TIEMPO MUERTO
DETRÁS DEL ORIGEN )
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Recuerdos de otro
Entré al baño y me enjuagué la cara. En el momento en que el agua fría tocó mi piel, vino repentino el recuerdo de su adiós con la mano. Debajo del dintel de la puerta con su adiós en la mano. Tenía la seguridad de no conocer su rostro, y sin embargo, su recuerdo incuestionable allí en mi mente, perfectamente nítido; sus ojos verdes, su sonrisa clara, su preciosa tristeza, su adiós… o su chau… pero parecía un adiós. Nada más que eso.
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Recuerdos de otro
Entré al baño y me enjuagué la cara. En el momento en que el agua fría tocó mi piel, vino repentino el recuerdo de su adiós con la mano. Debajo del dintel de la puerta con su adiós en la mano. Tenía la seguridad de no conocer su rostro, y sin embargo, su recuerdo incuestionable allí en mi mente, perfectamente nítido; sus ojos verdes, su sonrisa clara, su preciosa tristeza, su adiós… o su chau… pero parecía un adiós. Nada más que eso.
Camino al trabajo fui pensando en ese extraño recuerdo surgido de la nada. Me pregunté si no estaría relacionado con los ejercicios que había comenzado a practicar hacía unas dos semanas. Unos ejercicios ridículos que me tenían obsesionado al punto tal de producirme insomnio y pesadillas. Pensé también que en realidad este raro suceso podía ser consecuencia de las mismas pesadillas y el insomnio.
Lo de los ejercicios se me ocurrió un día durante el almuerzo en la plaza. Martes sobre el pasto, sandwichito de milanesa, olor a verde, botellita de coca-cola, sol en la espalda, pajaritos entre las ramas, pajaritos ilusorios tal vez, invento de nuestras ansias de libertad. Un hombre de anteojos rojos estaba sentado a algunos metros en uno de los bancos de la plaza, entregado a la contemplación. Me quedé mirándolo mientras el sándwich desaparecía de mis manos. Me pregunté en qué pensaría; la mirada errante… por dónde vagaría su mente, qué mundo verían sus ojos. Su vida separada de la mía, dos ríos paralelos. Me pregunté qué es lo que nos mantiene nadando en nuestro río sin poder cruzar al de los otros, qué nos mantiene tan poderosamente atados a nuestros cuerpos. Y me pregunté, finalmente, si realmente estamos atados a nuestros cuerpos o no. Una verdadera y absurda estupidez de martes en la plaza. Pero se me dio por pensar, y cuando uno suelta la cuerda, la imaginación vuela como un pajarito, como esos de mentira que revolotean en las ramas entre medio de los de verdad (los de verdad son los más opacos, lógicamente). Y mi imaginación voló, y entonces comencé con los ejercicios; el hombre de anteojos fue mi conejillo de indias. Una verdadera estupidez. Me concentré profundamente durante un largo rato; lo miré, lo estudié, traté de meterme detrás de sus lentes rojos, de irme a él, pero nada. Lógico, sólo un primer ensayo.
Descubrí que el hombre iba allí todos los mediodías… o se pasaba allí todo el día (ahora sé que no era el día entero, porque recuerdo que en la siesta, él - o yo - pasaba a matear un largo rato con Calvetti hasta tarde). Cuando yo salía a almorzar él ya estaba allí, contemplando la vida. Su invariable rutina me permitió repetir los ejercicios los días siguientes. Pero luego de nueve o diez días, lo inesperado; comenzaron las pesadillas y el insomnio. El hombre de pronto se levanta de su banquito de plaza, se acerca hacia mí, furioso, me sujeta por el cuello y aprieta como una tenaza mientras grita algo inentendible y escupe con su aliento a moho. O yo que me levanto a buscar la ropa y me encuentro al hombre dentro del placard con su insípida cara gris, sus anteojos rojos y vistiendo mi camisa blanca. Gutierrez, me puse tu camisa, Gutierrez, permiso, me voy a la plaza Ramiro Gutierrez, Ramiro Anastasio Gutierrez. Anastasio, tu abuelo el de la foto del living de la casa de tu padre, Anastasio, absurdo Anastasio, no lo vas a lograr, absurdo Anastasio. El sudor en mi rostro, la paz de despertar de un mal sueño y el hartante insomnio dos, tres horas más, hasta el amanecer.
Aparte de las pesadillas, no había ocurrido nada particular hasta la aparición de aquel primer recuerdo al enjuagarme la cara. Debajo de la puerta con su adiós en la mano. La plaza me quedaba casi de camino al trabajo, para pasar por allí debía desviarme sólo tres cuadras. Estaba ansioso por ver al hombre, pero me contuve; era tarde.
Dejé la bici, entré a la panadería, saludé a Gloria (rellenita, simpática, unas facturas como no hay en todo el barrio) y me puse a atender al primer cliente. Pan calentito, aroma a pan calentito… ese aroma siempre enredado con mil recuerdos, aquí y en la china. Un chinito amarillo sintiendo aroma a pan calentito y recordando las manos de su abuela china dejando un pancito humeante entre sus manos, medio a escondidas para que su papá chino no lo viera y no gritara todas esas cosas en ese mandarín imposible del sur que hablaba él.
Entré a la cocina, tomé uno de los fuentones del horno y al apoyarlo medio distraído sobre la mesada me rozó un dedo. Sentí el intenso calor en la yema. Te voy a extrañar Carmen, pero son sólo algunas semanas, no te preocupes. Cuidate Horacio, cuidate ¡que hacen unos fríos por esas rutas!, te amo Horacio. Y Carmen diciendo adiós con la mano. Bastante bonita y joven, hermosa en mi recuerdo, y triste. Me chupé el dedo en forma instintiva y el dolor de la quemadura se alivió suavemente. Carmen… no conozco ninguna Carmen. Carmen te quiero, Carmen te adoro, Carmen quiero casarme con vos, pero no tenemos plata Horacio, qué van a decir mis padres, dónde vamos a vivir, mi padre es un cascarrabias y no quiero que vivamos con ellos, no importa Carmen, no importa, alquilamos un cuartito, algo, lo que sea mi vida, mi cielo, mi alma. No conozco a ninguna Carmen, definitivamente no conozco ni conocí a ninguna Carmen. Volví al mostrador chupándome todavía el dedo que ya comenzaba a doler de vuelta un poco. Un kilo de pan y un cuartito de masitas, quince pesos, gracias.
Que me duele un poco la cabeza Gloria, sacá el pan en diez minutos, que salgo un rato a fumar un cigarrillo, que no, que no va a ser peor, que necesito tomar aire. No sólo fue el adiós con Carmen y la propuesta de matrimonio, también fueron sus ojos verdes, recuerdo bien; absurdo, sus manos blancas y suaves jugando en mi pelo, sus caricias, sus besos detrás de la oreja. El recuerdo de mi corazón latiendo fuerte… tum-tum-tum. Me empezó a entrar como nostalgia, una nostalgia amarga, pena, pena gris y ojos húmedos. Absurdo, no conozco a Carmen, por más que la recuerde, y… por más que la ame aún, que estúpido. Y no sólo fue Carmen… fue también la ruta, la Renault 12 rural fundida en la estación de Venado Tuerto, la llovizna persistente y el viento helado y la pena húmeda.
Terminé el cigarrillo, comencé a caminar, a mirar las vidrieras tratando de distraerme. Unos zapatos de cuero cada vez más caros, que la inflación en este país es atroz. Una lámpara con forma de… no sé, alguna cosa horrible y medio chueca que vale como tres pares de zapatos. Un hombre que ofrece cambio, cambio, cambio, casi sin abrir la boca… como un robot. Un puesto de comidas y un teléfono viejo en desuso, y yo poniendo monedas de mil australes, una tras otra, todas pasando de largo. ¡Clik, clak, clik, clak! Quiero hablarte Carmen, pero estas estúpidas monedas de aluminio están mal hechas y este teléfono de porquería no anda. La comunicación en este país es atroz Carmencita, que se fundió la Renault pero que aquí un hombre dice que no me preocupe, que tal vez sea la tapa y en un par de días la tiene lista. Que no llovizna tanto, que no hace tanto frío… que quiero sentir tu mano jugando en mi pelo y tus besos detrás de la oreja, aunque no pueda decírtelo Carmencita porque estas monedas de mil están mal hechas.
Estúpidos ejercicios, a qué mente retorcida se le ocurre. Mi cabeza no estaba bien, la cosa parecía grave. Seguí caminando un poco, ya casi sin mirar vidrieras; a la deriva. Decidí que si al día siguiente mi mente seguía con ese estúpido juego pediría unos días en la panadería. Carmen. Quién carajo era Carmen y dónde podía encontrarla. Creo que di un par de vueltas a la manzana, porque por la calle Vicente Lopez ya había pasado y esa lámpara ya la vi. No podía recordar cómo había solucionado lo de la Renault, no sé si lo solucioné… pero recuerdo sí que después la vendí, recuerdo que en ese entonces alquilaba un cuartito por la zona de Villa Urquiza y tenía una foto tuya en la mesita de luz... un cuartito muy mal iluminado. También recuerdo algunos gritos apagados detrás de la puerta de tu casa, yo del lado de afuera <<¡Sólo a vos se te ocurre enamorarte de ese fracasado, no seas estúpida hija!>> Que no le hagas caso a mi papá, que es un salvaje. Pero me acuerdo que luego en ese cuartito mal iluminado yo miraba tu foto y recordaba tu adiós con la mano, y tus ojos verdes húmedos de tristeza. Me acuerdo también de estar en un colectivo de larga distancia con varias cajas encima… cajas de zapatillas de mala marca, o alguna baratija… Me detuve, me apoyé en el vidrio de un negocio y me tomé la frente con la mano, cerrando los ojos. Cambio, cambio, cambio. Recordé que te habías mudado, y que nos veíamos medio a escondidas al regresar de mis viajes. Qué estas flaco Horacio. Que te adoro Carmen, mi cielo, mi alma, mi vida, que quiero que nos casemos Carmencita, que voy a ahorrar para comprarme el Citroën de Mariano y vamos a alquilar algo un poquito más grande por la misma plata en Pergamino o en Ayacucho, cerca de los pueblos por donde más vendo, lejos del loco de tu padre. No conozco a Carmen, no la conozco, no la conozco, ¡no la conozco! Se me escapó un grito, o eso supongo, porque la gente alrededor me miraba como indignada, con repulsión, como si tuviera un sapo colgando en la frente. Su falsa y frágil normalidad fingida; todo mentira, todos tienen sapos colgando en la frente o de la papada, o bichos más feos; babosas, renacuajos, bagres, sanguijuelas. Decidí ir a la plaza, bajé de vuelta por Vicente Lopez, tendría que haber ido antes, qué tonto, antes de ir a la panadería, antes de haber recordado todo esto Carmencita mía.
El hombre estaba allí sentado, con su cara insípida, sus anteojos rojos y la vista perdida. Esta vez me dirigió una rápida mirada, su cara tomó otro semblante, como más despierto, pero enseguida volvió a su ensimismamiento habitual. Miré su tapado gastado de un marrón medio púrpura. Recordé entonces unas vacaciones en Mar del Plata, un invierno hermoso de playas desiertas al atardecer, vos jovencísima, con el pelo ondulado como lo tenías entonces, y esos pantalones anchísimos en los pies, muerta de frío, con mi tapado marrón púrpura que te llegaba casi hasta los tobillos, abrazándome, abrazándome en un beso que me hizo un nudo de melancolía que subió desde el estómago y se atoró en la garganta hasta hacerme dar un corto sollozo. Carmencita…
- ¡Oiga, Oiga! ¿qué hace?
Levanté la mirada, estaba arrodillado frente al hombre, cubriéndome la cara con un pedazo de su tapado que colgaba desde la cintura. Me di cuenta que había llorado, sentía los mocos en mi nariz y los ojos hinchados. Carmencita, atiné a decir. En su rostro se dibujó repentinamente una leve sonrisa melancólica, un brillo dulce en los ojos, las cejas ligeramente arqueadas hacia arriba en un gesto de infinita tristeza que contrastó profundamente con el gesto de insípida indiferencia que había observado en él hasta ahora. Entonces lo reconocí. Reconocí el reflejo de su rostro en el espejo retrovisor de la Renault, en el espejo del hotel mientras me anudaba la corbata, en el vidrio detrás del cuál se veían fusionados, como una alegoría del enamoramiento, tu rostro y el mío, Carmencita. Llevé sin pensarlo las manos al rostro del hombre que me miraba ahora asustado. Me invadió un nerviosismo incontenible. Comencé a gritarle desesperado, <<¡Carmencita, Carmencita, dónde está Carmencita, dónde está!>> <<¡No lo sé muchacho! No lo sé... …fue hace tanto tiempo… no lo sé…>>> Me quedé mirándolo fijo a los ojos, tomando aún su rostro, viendo como comenzaban a formarse las lágrimas que luego corrieron por sus mejillas. Sentí súbitamente que me ascendía un dolor agudo por la espalda, hasta la cabeza, como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Solté bruscamente el rostro del hombre, me levanté, me di vuelta y comencé a caminar desorbitado, pesadamente, como si mi cuerpo estuviera entumecido, avejentado. Recuerdo escuchar cómo se iba perdiendo detrás de mí el sollozo entrecortado del hombre, diciendo aquello, aquello que en ese momento no comprendí <<¡Gracias muchacho! Gracias por sacarme esta carga de encima, gracias por llevarte los recuerdos…>>. Me acuerdo que su voz me pareció tan joven y tan… tan conocida.
Me alejé confundido, caminando dificultosamente con los recuerdos que fluían ahora como un caudaloso río hacia mi cabeza; la escuela, los pantalones con tirador, la gomina, dos padres que no eran los míos, la secundaria, la facultad, todo, y Carmencita, clara, nítida, impecable en mi recuerdo, y su adiós en la mano… en algún lugar que es lo único que no puedo recordar… y la soledad en mi cuartito de villa Urquiza llorando su retrato, y el alcohol, y finalmente la resignación, y luego las mañanas en la plaza y en la tarde la mateada larga y compinche con don Calvetti… De dónde, de dónde venía todo eso. Me detuve, me apoyé en un ventanal, me tomé el rostro y traté de serenarme, comencé a pensar en mis cosas, en la panadería, en Gloria y sus facturas de dulce de leche, en los cactus que trataban de sobrevivir mirando la ciudad desde el balc��n de mi cálido departamentito, en las salidas con los muchachos, en mis últimas vacaciones en Villa Gesell, en mi bici camino al trabajo, en Gúliber, mi perro, en la música mía y en mi mente desatada, soñadora y absurda… en mí río, en mí río, en mí río que no se cruza con ningún otro río.
Mi pulso se calmó, hasta me sentí algo adormecido. Hablaría con Gloria para pedir algunos días y poder sacarme de la cabeza toda esa estupidez que se me había metido… y dejaría de ir un tiempo a esa plaza. Volvería a almorzar al bar de la vuelta para charlar un poco con la gente y distraerme. Ahora, luego de cerrar la panadería, iría a mi departamento, me compraría un cervecita, pediría algo en el delivery y vería en la tele alguna comedia bien sonsa para despejarme. Sí, todo eso pensé, ya tranquilo, seguro de la única realidad; mi río. Pero cuando levanté la vista, el ventanal me devolvió mi mirada asustada detrás de unos anteojos rojos en un rostro avejentado que no era el mío, pero sí, vistiendo un tapado de un color extraño entre púrpura y marrón, atrozmente gastado, el mismo con el que te tapabas mientras corrías aquel dulce invierno por la playa, Carmencita mía.
Fin
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