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El día de hoy.
Cómo todas las mañanas que despierto, tengo ganas de ser diferente, de ser mejor y de no sentir esa tristeza que se arraiga en mi corazón cada vez que pienso en él.
No puedo.
Comienzo con toda la iniciativa de ignorar, de no dar cabida a algún comportamiento especial, de evitar ese abrazo característico que me hace sentirlo y evitar que su aroma quede impregnado en mi cuello.
No puedo.
Él es el que ignora, el que cuando ella se acerca a tomar una hoja de papel de la máquina, sale empujado de su silla a ayudarla, a buscar impresiones que jamás él mandó y se finge el confundido por no encontrarlas, a estar cerca de ella aunque sea unos segundos, quiere compartir su sonrisa tan linda y que sus miradas coquetas se crucen.
Ellos fueron algo.
Me ha sido muy difícil asimilarlo. Son ellos, aunque con pausas y disimular no se les da bien. Menos a él.
Él me tiene.
Desde mayo. Con mi blusa en rayas blanco y negro, pantalón negro deslavado y tenis viejos. Yo sacando copias a montones, seguido de mi frase, hasta ahora favorita: ya vámonos.
Yo comencé.
El mes de enero, cómo detonante de cosas nuevas. No medí el impacto. Me dejé llevar. Palabras tan sencillas para una persona abierta y sin pelos en la lengua: siento deseo sexual por tí. ¿Es tan difícil de entender? No. Lo difícil es: ¿como una persona de 28 años se lo dice a un casado de 45?
No sé cómo parar.
Hasta el día de hoy, fingo ser la más despreocupada por la situación. Luzco tranquila y serena hacia el asunto 7 horas. La octava es lo peor. Siento el impulso de jugar, de hacer algo para que esto avance e incluso puedo considerar fastidiarlo para que pasé lo que aquella vez de mayo. Quedó nuevamente como la persona que, seguramente cuando a él se le antoje, moverá. He dejado que me tenga bajo su control.
Ya no puedo más.
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