Tumgik
#te extrañaba >.<
presocrasis · 4 years
Text
Desaparecer
Abril 2017
…como corrientes de agua en tierra seca, como la sombra de una gran peña en tierra árida. Isaías 32:2
Clarisa aprovechaba para ordenar un poco la casa cuando llamó su hermana, Beatriz. –Dame un momento –dijo– despacho a Estelita y estoy contigo. No cuelgues. Agregó una manzana a la lonchera y la niña le dio un beso antes de subir al bus. – Clarisa –dijo alarmada Beatriz, de sopetón, al retomar la llamada –al fin sé dónde está Simeón. Clarisa se quedó de una sola pieza. Su sobrino hacía parte de un grupo de estudiantes universitarios que daba comida a los habitantes de la calle y en esas vio a Simeón. La noche anterior habían estado en Peñalba, un poblado aledaño, situado al suroriente, que parecía abismarse al pasmoso desierto que circunda la Región. –dice que lo vio entre la fila de los pordioseros –le contó su hermana, Beatriz. Simeón era sobrino de las dos, vía materna. La hermana había fallecido de un penoso y prolongado cáncer y el padre les había encomendado encarecidamente el cuidado del muchacho para poder viajar a los Estados Unidos en busca de una salida a la crisis que ya no daba respiro. Aunque se fue como ilegal logró llegar. Empezaría a trabajar y a las primeras de cambio mandaría por el chico, que pronto iba a cumplir los 16. Pero la fatalidad se atravesó en una autopista y murió atropellado, lejos de su patria y de alcanzar sus propósitos. –En este momento me queda muy difícil hacerme cargo de él –le dijo Clarisa a Beatriz el día del funeral. Clarisa estaba con el auricular en el hombro, pendiente de la olla pitadora. El desorden de la cocina anunciaba el avance de la mañana. –Juan está sin trabajo. Beatriz asumió la situación. Hacía ya unos años de esto, de modo que Clarisa pensó que podría haber sido un error. Su sobrino aún era niño cuando Simeón los abandonó. Podía estar confundido. –Clarisa –había dicho Beatriz en otra ocasión –no puedo seguir haciéndome cargo – ¿cómo va a ser eso? –replicó su hermana. Sabía que contaba con las condiciones para hacerlo –No –dijo Beatriz con determinación –Rodrigo y yo creemos que no es lo más conveniente. A su esposo le parecía que el muchacho no estaba siendo un buen modelo para sus hijos. A menudo lo juzgaba descuidado y disipado, y ahora que había cumplido la mayoría de edad no
tenían dinero para pagar nuevos estudios. Tampoco tenían tiempo para él. Quizás era difícil disimularlo, el caso es que Simeón desapareció de la casa de su tía Beatriz. Al cabo de unos meses tocó la puerta de Clarisa. – ¡muchacho, por amor a Dios! –exclamó su tía al verlo – ¿dónde has estado todo este tiempo? Parecía venir de la guerra –del bando perdedor, a juzgar por la cara de su tía. Se veía extenuado, de apariencia personal descuidada. Descargó un viejo morral con sus pertenencias, se dio un baño y su tía le preparó un buen desayuno: jugo de naranja, huevos con jamón, arepa, queso y chocolate. Desde la sala vio llegar un auto. –Hola amor –escuchó decir a su tía –¿cómo te fue hoy? –bien amor –respondió la bronca voz de su esposo al cerrar la puerta – Amor, ¿recuerdas a la señora Flor? –es la antigua secretaria ¿no? –Sí. Falleció. –¡oh! Santo Dios –exclamó Clarisa–: ¡cómo lo siento! –todos en la oficina están muy tristes –bueno, es la ley dela vida, ya era una abuelita. –Clarisa volvió a la cocina. –Amor, el señor Acosta te dejó la página de clasificados –dijo desde allá –¡ah! –su esposo pareció recordar algo –lo necesito –y enseguida preguntó–: ¿no dijo si volverá? –no A la hora de la cena Clarisa les contó sobre el nuevo huésped. Nadie vio problema alguno. Inicialmente improvisaron un sitio. –la niña se viene a dormir con nosotros y William que siga en su cuarto –le propuso esa noche a su esposo –dejamos ese cuarto desocupado a Simeón. Pero era difícil, su hija ya no era una pequeña y necesitaba mucho más espacio. Las noches se hacían demasiado pesadas para los tres en una sola habitación. Simeón pareció percatarse porque le pidió a su tía que, si no veía problema, lo dejara instalarse en el cuarto trasero. Era un espacio reducido, con varias cosas almacenadas, pero haciéndoles campo de una manera más ordenada, seguro que lograrían despejar un poco el lugar para ubicar un colchón. Tuvieron que esperar al domingo, cuando Juan Rodrigo tenía su día libre para que les diera una mano. –sal con Simeón –Clarisa le pedía a su esposo a toda hora –seguro encontrarán algo –pero Clar –respondió su esposo –¿con qué tiempo? –vamos Juan –le reñía ella –¿y para jugar a los bolos con Fercho si tienes tiempo? –Vamos, Clar –resopló el hombre. Tenía la cara embadurnada de crema de afeitar –míralo, tiene la misma edad de nuestro William. ¡Simeón ni siquiera sabe hacer nada! –¡Juan! –lo amonestó su mujer con rigurosidad –¿cómo se te ocurre comparar? –y agregó–: antes ese muchacho no es un drogadicto descarriado.
Habían salido. El pueblo no era muy grande, aunque en los últimos años tuvo un crecimiento considerable. Avanzaron por las lánguidas calles del casco urbano, apenas animadas por algunas personas que iban a las misceláneas o salían de pequeños negocios, siguiendo el monótono ritmo de casas en ladrillo que parecían apretujarse para huir del desierto que los presionaba. Tras pasar por el estadio, siguieron derecho hasta el hospital, cruzaron por la esquina de la gasolinera y dejaron el pueblo por una embocadura que enseguida los comunicó con la amplia autopista que atravesaba toda la Región en ambos sentidos. Los rodeaba un desabrido paisaje, flanqueado por flacas palmeras y aturdidos por toda clase de autos que pasaban a grandes velocidades. A pocos metros la vieja camioneta se averió. Tuvieron que parar a un lado del desolado paraje. –maldita sea –refunfuñaba Juan mientras le daba patadas a la llanta delantera. –¿sabes algo de mecánica? –Simeón hizo un gesto de negación, alzando los hombros –toma – y le tiró una cruceta –dale vuelta a los tornillos mientras yo aseguro las correas del motor Simeón lo intentaba. –¿listo? –preguntó Juan al volver. Tenía las manos untadas de grasa. Estaba notoriamente fastidiado. Vio que Simeón aun luchaba sin éxito por desajustar los tornillos. –Deja –dijo haciéndolo a un lado– no te preocupes. Cuando se disponían a arrancar pitaron del otro lado. El conductor llevaba una gorra de los Mets. Unas Ray-Ban oscuras tipo piloto acentuaban los pómulos filosos picados por el acné de juventud. –Espérame aquí –dijo Juan a Simeón. Metió primera, hizo un rápido giro para cruzar la calle y bruscamente orilló la camioneta fuera de la vía. Azotó la puerta al bajar. Los hombres hablaron unos minutos y por alguna que otra mirada, Simeón creyó que seguro habían preguntado por él. –Un amigo que también anda buscando trabajo –dijo Juan al encender el auto –Maximiliano, el hijo de los Acosta. Transcurrían los días en la rutinaria casa. Simeón ayudaba a su tía Clarisa haciendo algunos recados y el resto permanecía desocupado. No es que Juan lo considerara un muchacho disoluto, pero creía ver en Simeón cierta pereza para afrontar las circunstancias. Quizás era difícil disimularlo. Quizás el muchacho hacía lo posible por encontrar algo. Iba todos los días a la panadería adonde podía consultar el periódico tipo tabloide que estaba disponible para los clientes. –Lubriteca de Oriente –contestó una mujer en una ocasión que llamó por una oferta –estoy interesado en el anuncio clasificado –dijo Simeón –lo siento, ya lo han tomado La puerta del cuarto de su tía estaba entreabierta. Era un dormitorio con baño propio y Juan se estaba duchando. En televisión daba las noticias de la mañana.
–sigue Simeón –Clarisa empezó a recoger ropa que había regada y a echarla en un cesto. –¡Juan! –preguntó a su esposo desde afuera –¿vas a necesitar la página de los clasificadaos? –no cariño –respondió su esposo desde el otro lado de la puerta –puedes botarla Clarisa la dejó a un lado y Simeón pudo ver claramente la hoja papel periódico. Tenía encerrado con lápiz rojo una oferta: <<LUBRITECA DE ORIENTE: SE NECESITA EMPLEADO>>. –gracias tía –dijo Simeón recibiendo el hilo y la aguja por las que había ido –si necesitas algo más me avisas. – y al salir el muchacho, Clarisa suspiró con resignación. Aunque también se desentendía, Clarisa guardaba esperanzas, pero menos porque creyera en el muchacho que por tener como filosofía la sana costumbre de esperar que la vida la sorprendiera. Dios proveerá, solía aconsejarle a quien tenía percances. Por eso la sensación de desconcierto a la mañana siguiente cuando encontró la nota en el comedor: Tía les agradezco por todo. Me pondré en contacto apenas pueda, todo estará bien no se preocupe. Que mi Dios la bendiga. Al principio le costó entender que se había marchado. ¿Para siempre? No es que hubiera entrado en shock o algo así. Solo que se había planteado una ilusión. En últimas, la nota le pareció una descortesía, nada que ver con la perspectiva de gratitud que ella hubiese esperado, un <gracias tía>> acompañado de un fuerte y cálido abrazo. Con el tiempo había de reconocer que ni siquiera había sentido nostalgia por la ausencia. Más bien fue algo parecido al hecho de terminar una deuda; como haber salido de una deuda con el banco. Al principio se extrañaba ante su propia frialdad. <<¿Había estado anhelando su partida?>> pudo haberse preguntado sin decirse que estuviera precisamente consternada. En ocasiones experimentaba una vaga sensación de angustia por la suerte de su sobrino. Y aunque uno que otro día continuara preguntándose por él, aquellas palabras de todo estará bien no se preocupe tía, parecían disipar los nubarrones de la preocupación. Cuando al cabo de un mes llegó una postal saludándola, se sintió aliviada por completo. No se interesó en rastrear el remite. Claro que no descartaba la posibilidad de encontrárselo algún día. Pero enseguida de esa impertinente curiosidad afloraba una sutil conciencia de patetismo. El caso es que durante ese año solo llegó una postal en navidad y ya nunca más volvieron a saber de él. Y ahora, después de mucho tiempo, su hermana había llamado con la noticia del paradero de Simeón. Y Clarisa, sin saber por qué, se propuso contactarlo. –¿pero no te habrás confundido? –le preguntó a su sobrino –mira que ya ha pasado el tiempo y tú aún eras un chico cuando él se marchó. –no creo –dijo –aunque solo logré verlo de lejos. –¿estás seguro que fue en Peñalba donde lo viste? –si tía –respondió el hijo de su hermana Beatriz.
Samaritanos de la Calle. Tocó en la puerta que tenía ese letrero. Así llamaba la organización. Su sobrino la puso en contacto con el director y acordaron una cita. Hizo el viaje en unos 45 minutos. Era el último poblado de la región, más allá sólo quedaba el desierto. –es más bien alto y delgado –describió Clarisa a Simeón–de cabello ondulado medio castaño. Conversaban en un segundo piso. El hombre se quitó las gafas, las puso en su escritorio y se quedó con la mirada perdida a través de la ventana. Alcanzaba a divisarse buena parte del pueblo, un apretado y descolorido conjunto de casas en ladrillo, varias de ellas con terrazas en obra negra. –mmm… –murmuró el director. Se llevó las manos al mentón y volvió a mirar por la ventana –alto, delgado, –finalmente preguntó– ¿con el cabello castaño un poco ensortijado? –sí –dijo de inmediato Clarisa, con inusitada ansiedad –¡Claro! –exclamó el hombre, pareciendo recordar de golpe. –Es que son tantos –y queriendo excusar su memoria continuó: –tantas historias. Clarisa alzó las cejas, ofuscada. –Aquella tarde se me acercó y estuvimos hablando. Me contó que había estado por un tiempo en un hogar de paso pero le habían pedido el desalojo –¿lo echaron? –es que estos sitios se quedan sin presupuesto fácilmente –el director se reclinó en la silla y prosiguió–: se notaba que le pesaba la calle, era muy complicado para él. Yo le recomendé el monasterio. Peñalba era el último poblado de una región rodeada por el desierto y el monasterio había sido emplazado con osadía algo más allá los ásperos linderos de aquella devastadora periferia. Monjes benedictinos habían aprovechado la privilegiada desolación. La dura y filosa piedra caliza con que había sido construida la parroquia fue extraída de las mismísimas montañas aledañas. No había propiamente un camino. Para llegar allá se tomaba un bus que solo iba hasta el lugar conocido como el valle del silencio y luego, «hacer el resto del camino a pie», con el sol o la luna a cuestas, por la yerma tierra. Allá, la vida estiraba al límite sus posibilidades. –Él no era un habitante de la calle –fue lo último que le dijo el director –¿me entiende a qué me refiero? –y después de un incómodo silencio, añadió–: un hombre en sus condiciones podría encontrar albergue en el Monasterio. La niebla empezaba a disiparse. El débil resplandor de la aurora rasgaba la gélida madrugada. Unos gallos cantaban en aquel despoblado paisaje. Clarisa apretó su abrigo y con decisión apuró el paso, guiada por un abominable coro fantasmal que resonaba en la lejanía inmediata. Cuando llegó empujó el pesado portón de madera de la capilla. Se sintió anestesiada por aquel canto gregoriano que colmaba la cúpula rotunda. La apocalíptica monodia de los monjes parecía replicar una implacable sentencia del más allá. Uno de ellos se percató de su presencia y con un movimiento de mano dio la orden de terminar. Los frailes se persignaron y salieron por una puerta lateral del presbiterio. Clarisa pensó que por su espesa barba, aquel religioso podría ser un superior. Explicó que buscaba a Simeón.
–estuvo aquí –dijo el hombre, cuya sotana era blanca con bandas color violeta. Hacía mucho frío y exhalaban un tenue vaho al hablar. –¿pero por qué tuvieron que despedirle? –al reprochar, Clarisa se notaba desconcertada –como usted ha visto –dijo, arreglándose la capucha de su hábito –los frailes inician muy temprano –no comprendo –replicó indignada –se trata de caridad – Si –dijo el monje –pero aquí muchas cosas no son opcionales, ni siquiera para los beneficiarios –¿y no es suficiente con que él hubiera llegado hasta acá? –comprenda señora –y buscando algo con la mirada en la capilla prosiguió–: estos hermanos –dijo señalando a lo lejos a dos religiosos que leían una enorme Biblia –han llegado acá por su propia determinación. Tras un silencio, el monje concluyó: – él fue arrastrado aquí por las circunstancias –pudo haberles sido útil –seguro que sí –dijo el religioso, con una mirada reposada, depositaria de una larga autoridad en la nada –pero fue él quien tomó la determinación de retirarse –¿quiere decir que nadie lo expulsó? –así es –replicó el religioso –entendió que sus actitudes eran vistas como negligencia, incluso como infracciones –¡Dios Mío! –exclamó Clarisa –¿Y después de esto qué? – y como si no la hubiera escuchado, como si nadie la hubiera oído, repitió: –¿y después de esto qué? Caminaron hacia la pesada puerta. –no pierda la calma señora –dijo el célibe varón, alargando su barba y sus palabras–: Sieeeeempre hay algo, sieeeeeempre. <<la voz de la fe>> <<Era la voz de la fe>>;, de regreso se decía perpleja y conturbada Clarisa, recordando aquella afantasmada voz. –Hasta este despreciado desierto encuentra amparo –había dicho el monje, con un vasto ademán que abarcaba la inmensidad del paisaje, todo el cielo y toda la cordillera. Retazos de niebla aun velaban las dunas, lejanas; y más allá, mucho más allá, solo se veía la purpúrea silueta de alguna meseta, montañas que cabalgaban ilusoriamente sobre la tierra áspera e interminable.
0 notes