Un ensayo por cada canto de la Comedia de Dante Alighieri, al hilo de la lectura masiva en redes sociales con el hashtag #Dante2018. Autor: Humberto Ballesteros Capasso, Ph.D. en Literatura Italiana, Columbia University.
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Infierno X o la promesa de una luz imposible
Cuenta la leyenda que Flavio Valerio Aurelio Constantino, segundo al mando del Imperio Romano de Occidente, creyó ver algo en el cielo mientras marchaba al frente de sus tropas en la tarde del 27 de octubre del año 312. Al levantar la mirada lo sorprendió una inmensa cruz luminosa donde se leía con toda claridad: “Εν τούτῳ νίκα” [en este signo vencerás]; y esa misma noche soñó con Jesucristo, quien le ordenó que el día siguiente marcara los escudos de sus soldados con el crismón, un símbolo compuesto por las letras xi (χ) y rho (ρ), las dos primeras del nombre del hijo de Dios en griego antiguo (χριστός). Aquel líder no era cristiano, pero obedeció. El día siguiente, durante el enfrentamiento que la historia conocería como la Batalla del Puente Milvio, su ejército, a pesar de una significativa inferioridad numérica, dispersó al de Majencio, el emperador reinante; y en el caos de la retirada, mientras los vencidos cruzaban el Tíber, Majencio cayó de su caballo y murió aplastado por sus propias tropas. Esa batalla marcó el principio del fin de la tetrarquía que había gobernado al Imperio desde los tiempos de Diocleciano; y años más tarde el mismo hombre que derrotó a Majencio, ahora conocido como Constantino el Grande, reunificaría a Roma bajo su dominio, y luego de un reinado legendario, en su lecho de muerte se convertiría al cristianismo. La conversión de Constantino permitió que aquella curiosa secta tardía del judaísmo se hiciese con el control del Imperio, y de esa manera plantó las semillas de la Edad Media. Por eso para los medievales la Batalla del Puente Milvio era de suma importancia. Europa quería concebirse a sí misma como heredera de Roma, pero en clave cristiana, y leyendas como la de los legionarios de Constantino protegidos por el crismón proveían a ese sueño de una legitimidad no sólo histórica, sino también mística. Pero en los cimientos de ese sueño estaban desde el principio las grietas que habrían de desestabilizarlo; porque si un emperador del siglo IV había reunificado a Roma bajo el signo de Cristo, también era innegable que el Hijo de Dios le había delegado su autoridad a una institución humana muy diferente a la imperial: la Iglesia fundada por Pedro. ¿Qué significaba, entonces, que también apoyase de forma directa a líderes seculares? ¿Quién era la autoridad suprema a ojos de Dios, el Vicario de Cristo o el ocupante del trono sacro de Constantino? Esa se convertiría en una de las preguntas fundamentales de la Edad Media, una cuestión que definiría lo que tendría lugar en Europa durante más de un milenio; y de hecho sus ecos todavía determinan en parte la política occidental, puesto que la doctrina del estado laico y de la separación entre la Iglesia y el Estado deriva en buena medida de los ríos de sangre que se vertieron a favor de uno u otro bando durante el medioevo. Para comprender la verdadera dimensión de ese conflicto es necesario tener en cuenta que en ese entonces la autoridad papal distaba de ser sólo espiritual. En la práctica, si no de nombre, el ocupante del trono de San Pedro era rey de un vasto territorio localizado en el centro de la península itálica, conocido como los Estados Pontificios. Los señores de ese territorio le pagaban impuestos y peleaban guerras bajo su estandarte, y a eso se sumaban los diezmos que le pagaban todos los señores que se reconocían como católicos. Ese poder era una piedra en el zapato de los reyes y emperadores en ciernes, incluso cuando quien ocupaba el solio era una persona sin ambiciones políticas; pero la gran mayoría de los cardenales medievales eran muy ambiciosos, y al convertirse en papas se convencían con facilidad de que Dios no sólo les había otorgado las llaves del cielo, sino también las de la tierra.
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En el siglo XII, en una escena más de esas eternas tensiones entre papado y realeza, Federico I Barbarroja, Emperador del Sacro Imperio, condujo campañas militares en el norte de Italia con el fin de expandir su territorio. Fue entonces que los términos germánicos “güelfo” (derivado de la casa de Welf) y “gibelino” (proveniente de “Weibling!”, el grito de guerra de los Hohenstaufen) se usaron por primera vez en la península. “Güelfos” eran quienes luchaban a favor de la independencia de las ciudades-estado italianas, y “gibelinos” quienes apoyaban a Barbarroja en su intento de conquistar Italia. El Papa, por supuesto, estaba a favor de los primeros, ya que un triunfo del Emperador habría puesto su territorio en peligro; por esa razón “güelfo” y “pro-Papa” se volvieron casi sinónimos. Y por extensión, “gibelino” llegó a significar no sólo “pro-imperial”, sino también “enemigo del Papa”. Pero la política de las ciudades-estado italianas no dependía tanto del Papa o del Emperador como de las familias que las gobernaban, y de sus relaciones, siempre tensas y pragmáticas, con otras familias y comunidades; así que, a medida que pasaron los años y las décadas, güelfismo y gibelinismo se diluyeron ideológicamente, y degeneraron en facciones enfrentadas por una larga e intrincada serie de traiciones, batallas, escaramuzas, asesinatos y venganzas. En la Italia de Dante se era güelfo o gibelino, no necesariamente porque se creyera en la supremacía del Papa o del Emperador, sino sobre todo porque se había nacido en una ciudad, o incluso en una familia, allegada a uno de los dos bandos, y junto con la nacionalidad y el nombre se heredaban conflictos ancestrales. Y para dichos conflictos se reclutaba estratégicamente a quienes pudieran beneficiarse del triunfo de uno u otro de los grandes poderes en contienda, pero en última instancia lo que importaba era el poder local, con todas sus contradicciones, entuertos y mezquindades. Florencia, una de las ciudades-estado más importantes del norte de Italia, fue también una de las más inestables en términos de filiación política durante la Edad Media. Antes de 1248 había sido güelfa; pero luego de la intervención directa del emperador Federico II Hohenstaufen, nieto de Barbarroja, los gibelinos toscanos se hicieron con el poder y expulsaron a sus enemigos. Su preeminencia, sin embargo, no duró mucho; Federico murió de disentería en 1250, y el año siguiente los güelfos regresaron para encabezar una serie de reformas políticas que debilitaron a sus enemigos. Esto culminó en 1258 con la expulsión de todos los gibelinos; pero los exiliados, liderados por Farinata degli Uberti, se aliaron con Siena, ciudad que históricamente había sido favorable a su causa, y el 4 de septiembre de 1260, en la batalla de Montaperti, derrotaron de forma humillante a sus compatriotas güelfos. Las secuelas de esa batalla fueron más dramáticas que esta misma. Embriagados con la victoria, los sieneses propusieron borrar a Florencia del mapa, lo que habría fortalecido significativamente la posición de su ciudad en el norte de Italia. Farinata degli Uberti fue el único que se opuso, diciendo que sus tropas pelearían una segunda batalla contra sus aliados en ese mismo momento si no desistían de su propósito. Degli Uberti y sus hombres superaban en número a los sieneses; aquel día no se luchó más. Luego de salvar —literalmente— a la patria, Farinata y su partido se hicieron una vez más con el gobierno. Conscientes de que su posición era débil, se empeñaron en fortalecerla con el apoyo de Manfredo de Sicilia, de la casa Hohenstaufen; pero el papa Urbano IV, aterrado por la posibilidad de que el Emperador usara a la Toscana como cuartel general para conquistar el resto de Italia, coronó como rey de Sicilia al francés Carlos de Anjou, con el compromiso de que se deshiciera de Manfredo y sus incómodos gibelinos. El francés cumplió de forma decisiva su parte del trato en 1266, cuando sus tropas vencieron en la batalla de Benevento. Manfredo, rodeado por un puñado de sus caballeros, cargó contra el enemigo al darse cuenta de que la derrota era inevitable. Al principio se lo enterró con honores en el mismo lugar donde cayó; pero luego, por orden directa del Papa, sus restos fueron exhumados y enterrados en una fosa sin marca, fuera de las fronteras del Reino de Nápoles y de los Estados Pontificios. Después de su derrota en Benevento, los gibelinos nunca regresaron al poder en Florencia. Los Uberti y las otras grandes familias pro-imperiales fueron exiliados, sus herederos fueron expropiados, e incluso se prohibió que se construyera sobre las ruinas de sus casas, para que el pueblo recordara por siempre lo que les ocurriría a quienes se oponían al poderío güelfo. Pero en la mente de muchos, dada su decisión de salvar a Florencia incluso en contra de sus propios intereses, el nombre de Farinata tenía una resonancia noble, acaso trágica. Por eso, cuando Dante le pregunta a Ciacco por él en Infierno VI, el hecho de que se encuentre “entre las almas más negras” es triste y ominoso. Degli Uberti podría haber sido un líder gibelino, pero mucho más importante que eso era su condición de estadista magnánimo; de hombre que, en el momento de mayor debilidad de la patria, había arriesgado todo su capital político y militar para salvarla. Ese es el hombre, figura clave de la política italiana de su tiempo, que Dante encuentra en el canto X del Infierno, erguido cuan alto es en la tumba en llamas a la que ha sido condenado por hereje de inclinación epicúrea; y si el lector siente al recorrer esos versos que hay algo no sólo aristocrático, sino también honorable, en el porte, la fiereza y el diálogo cortante de ese pecador, eso no es casual. Farinata será un condenado, pero también es un héroe. Parte de la pregunta de Infierno X es cómo es posible que esa combinación exista; que alguien cuya nobleza y liberalidad son innegables sea también un pecador irredento.
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A diferencia de todos los condenados que lo preceden en el poema, Farinata habla primero. Su voz irrumpe de una forma inesperada que Erich Auerbach elogió con justicia, ya que se trata de un momento de llano realismo casi sin precedentes en la literatura de Occidente. Transcribir las palabras de alguien sin introducirlo antes, evocar la sorpresa del personaje mediante la del lector mismo, es una técnica narrativa básica a la cual nos hemos acostumbrado hasta el punto de que no la reconocemos como tal, pero Dante prácticamente la inventó para narrar el encuentro con Farinata en el infierno. Y lo primero que este hace es llamar a Dante por su gentilicio: O Tosco! [¡Oh, toscano!] ¿Cómo puede saber el capitán gibelino que el hombre que camina vivo por el cementerio eterno de los epicúreos es un compatriota suyo? Sencillo: por el acento. La tua loquela, le dice, ti fa manifesto: tu dialecto te ha delatado. De la misma manera que un porteño, un antioqueño o un cubano detectarían de inmediato a un paisano en una calle concurrida de Calcuta o Nueva York sólo con oírlos hablar, Farinata reconoce en el autor de la Comedia a uno de los suyos. La escena, aunque fantástica, es perfectamente plausible. Después de más de dos décadas de arder en una tumba sin tapa pero sin escape, el hecho de que un hombre libre pase por allí es razón más que suficiente para entablar una conversación, y más aún si su acento lo revela como un conciudadano. “¡Hey, toscano, ven acá!”; cualquier otro habría dicho lo mismo. Pero en una primera lectura la pregunta siguiente de Farinata puede parecer curiosa, incluso inverosímil: Chi fuor i maggior tui? [¿Quiénes fueron tus ancestros?] Otras almas florentinas le preguntarán a Dante por su familia, o por quienes jugaron un papel importante en su pecado y probablemente habrán de terminar también en el infierno; pero lo primero que el líder gibelino quiere saber son los apellidos del compatriota que está de visita en el inframundo. Y cuando oye “Alighieri”, y entiende que se trata de un allegado de los Cerchi, y por lo tanto un güelfo, su respuesta es recordarle de inmediato que dos veces, primero en 1248 y después en 1266, por orden expresa de la gente de Farinata, sus mayores fueron expulsados de Florencia. La respuesta de Dante está tan bien calculada para herir la susceptibilidad política de su interlocutor como el ataque a traición del condottiero. Los míos supieron regresar ambas veces, replica, pero los tuyos nunca aprendieron bien ese arte. Y de hecho, como hemos visto, luego del descalabro de Benevento los gibelinos nunca pudieron volver a Florencia. Pero Dante no ha contado con algo que debería haberle quedado claro cuando habló con Ciacco: los condenados pueden ver el futuro. Y ese olvido ha de pesarle. Porque Farinata, herido en lo más profundo por la manera como este compatriota le recuerda que su facción fue la perdedora de una centenaria lucha intestina, sabe lo que le sucederá a él en menos de un año y decide revelárselo con todo detalle. No presuma tanto del triunfo güelfo, le contesta, porque dentro de poco usted, no sólo su partido sino también usted, será exiliado de esa patria que tanto ama. Ante esa terrible revelación, Dante se queda sin respuesta. Quiso jugar con un condenado a determinar el partido político que más victorias se ha adjudicado en Florencia, pero el condenado entendía el juego mejor que él, sabía cómo se desarrollaría en los próximos años, y le ganó la partida. En efecto, Dante fue exiliado de su ciudad natal en marzo de 1302, pero no por los gibelinos sino por los mismos güelfos. En efecto, luego de su victoria en 1289 contra los aretinos, el partido triunfante se dividió en dos facciones, lo que demuestra que para entonces las ideologías pro- o anti-papistas pesaban poco frente a las tensiones intrafamiliares y económicas. Los güelfos negros, liderados por la familia Donati, se identificaban con la vieja nobleza, mientras que los blancos, capitaneados por los Cerchi, eran más cercanos a las familias de nuevo cuño que se habían enriquecido mediante la industria y las finanzas. Los Cerchi eran allegados de los Alighieri, por lo que Dante era un güelfo blanco; y en 1301, mientras se encontraba en Roma por petición de la República en calidad de embajador ante Bonifacio VIII, los güelfos negros se tomaron la ciudad y expulsaron a sus enemigos, entre ellos los Alighieri, y ordenaron la confiscación de sus bienes. La primera condena de Dante era por dos años y tenía derecho a apelación; pero dado que no se presentó a la audiencia —y las autoridades florentinas sabían bien que no podría hacerlo, puesto que Bonifacio lo estaba reteniendo en Roma— se lo condenó in absentia al exilio vitalicio. Si regresaba, se lo quemaría en la hoguera. Y a pesar de sus ingentes esfuerzos nunca se lo perdonó; de hecho, fue apenas en 2008 que el comune florentino emitió la anulación de la pena de muerte de Dante Alighieri. El autor de la Comedia murió en el exilio, probablemente de malaria, en 1321, en el camino de Venecia a Ravena, y fue enterrado en esa última ciudad, donde pasó sus años finales y compuso buena parte de su obra maestra. Pensando en esa terrible derrota futura profetizada por Farinata, Dante va cabizbajo. Su guía se percata de ello. El peregrino explica la causa de su desazón, y el guía le responde con un terceto que se cuenta entre los más bellos de la Comedia:
Quando sarai dinanzi al dolce raggio di quella il cui bell’occhio tutto vede, da lei saprai della tua vita il viaggio.
[Cuando estés frente a los dulces rayos de aquella cuyos bellos ojos todo lo ven sabrás por ella el viaje de tu vida.]
El mensaje de Virgilio y del canto es de una sabiduría melancólica que el personaje no es capaz de asimilar; pero lo reconforta en algo la promesa de que verá a Beatrice y oirá algo de su boca sobre esa profecía. Sigue caminando. Pero esa es sólo una dimensión de la escena. Para entenderla a cabalidad es necesario tener en cuenta que en la Comedia no hay uno, sino dos Dantes, ambos personajes del texto, ambos peregrinos. Está Dante-personaje, que cruza físicamente los tres reinos de ultratumba de la mano de sus guías, y para quien cada encuentro es nuevo e inesperado, cada palabra espontánea; pero está también Dante-autor, que ya ha descendido al Infierno y ascendido al Paraíso por medio de la montaña del Purgatorio, que ya ha contemplado a Dios, que recuerda cada detalle de ese viaje como si lo tuviera escrito ante sí, y ahora se enfrenta a la aventura paralela de transcribir en papel lo que lleva impreso en el “libro de la memoria.” En varios momentos, Dante-autor habla con voz propia para recordarnos su existencia y recalcar que su dificultad es tan o más grande que la del peregrino. Un ejemplo es el cuarto verso de la Comedia, ah, quanto dir com’era è cosa dura, que identifica la dureza del inicio del camino con la dificultad de narrar ese comienzo. De esa manera, el viaje del poeta tiene dificultades, pero también revelaciones, que reflejan las del peregrino y que en unos cuantos momentos claves se diferencian de ellas. El episodio de Farinata es uno de esos momentos. Dante-personaje no ha experimentado el exilio, las conversaciones en el cielo con su amada ni la visión divina, y luego de oír a Virgilio lo único que le traen esas palabras es un vago alivio y una razón para la esperanza. Pero Dante-autor no sólo ya ha terminado el viaje, sino que escribe desde el exilio; para él la amenaza del condenado es una realidad, y también el sentido profundo de las palabras de Virgilio, que no es la esperanza sino la resignación. Da lei saprai della tua vita il viaggio, le dijo el maestro; ahora, al recordarlo y escribirlo, el autor comprende que lo que cambió una vez pudo ver el camino de su vida con ojos iluminados por la visión divina no fue ese camino en sí, sino los ojos que lo contemplan. El exilio, la impotencia política, el desarraigo y la pobreza, que para Dante-personaje son apenas una advertencia, para Dante-autor son concretos e ineluctables; pero también lo es que algo fundamental ha cambiado en el hombre maduro y derrotado en quien se ha convertido. Si para el personaje que no ha visto a Dios, como para Farinata, la política florentina es un valor absoluto, para Dante-autor, que ha visto el universo a través de los ojos totalizantes y amorosos del demiurgo, los güelfos y gibelinos, los Papas y Emperadores, Siena, Venecia, Florencia, los hombres, sus facciones, sus naciones y sus guerras, no son más que accidentes, pequeñas ondulaciones de una línea histórica que, pase por donde pase, conduce desde Adán al demiurgo. En otras palabras, para Dante-autor da lei saprai de la tua vita il viaggio no significa que con la ayuda de Beatrice verá otras cosas en su futuro, sino que verá las mismas de siempre y entenderá que no tienen importancia. En este punto del infierno, en esas tumbas en llamas, se condena a los herejes, y específicamente a los epicúreos, que el poema define en el canto IX como aquellos che l’anima col corpo morta fanno [que piensan que el alma muere con el cuerpo]. Farinata, en efecto, es uno de ellos, pero la forma en que su pecado se manifiesta dista de ser filosófica. La falta del capitán florentino no estriba tanto en lo que pueda creer o no en términos metafísicos, sino en la forma como se comporta en términos políticos y vitales, incluso aquí, en el infierno. Para él, el sentido de la vida se resume en la rivalidad entre güelfos y gibelinos; eso es lo primero y lo único que le pregunta a Dante, la filiación suya y de sus ancestros. Dante-personaje cae en su juego porque antes del exilio todavía cree en la importancia absoluta de la política de su ciudad natal. Y es esa misma creencia la que convierte la profecía del exilio en una tortura; pero para Dante-autor eso no es así, su perspectiva de la vida ha cambiado. Así, una de las cosas que Infierno X revela es que los adversarios políticos, por poco que se parezcan, siempre comparten una convicción fundamental: la de que sus diferencias son importantes, así como el conflicto al que estas dan pie. No hay guerra posible si los rivales no creen que en nombre de sus ideales valga la pena marchar a la guerra. Es por eso que Farinata, en un último análisis, es un pecador similar a Paolo y Francesca. En el caso de los dos cuñados, el amor que los condenó era al mismo tiempo la razón de su nobleza; en el del líder gibelino, la obsesión política que lo convirtió tanto en capitán de las fuerzas pro-imperiales como en el salvador de su ciudad es el motivo de su distinción pero también la raíz de su pecado. Dante-personaje no puede entender eso, porque para adquirir la sabiduría distante necesaria le faltan la iluminación de Dios y el dolor del exilio. La genialidad de Infierno X es que pone al lector en el punto insostenible en que esas dos visiones, la del autor y la del personaje, se friccionan la una contra la otra y producen chispas de poesía con el roce. Porque el punto de vista de Farinata y de Dante-personaje no es inválido, apenas limitado; mientras que el otro, el de Dante-autor y su poema, es tan sabio que en ocasiones parece inadmisible, precisamente porque es sobrehumano. Y en medio estamos nosotros, humildes lectores, que no hemos visto a Dios y probablemente nunca podremos verlo, criaturas de tiempo y sangre para quienes es inimaginable la trascendencia; pero al mismo tiempo comprendemos que obsesionarse con los asuntos humanos es una trampa muy peligrosa. Y sin embargo, por mucho esfuerzo que hagamos seguiremos siendo humanos; así que acaso, por lo menos para nosotros, la trampa sea inescapable. A menos, por supuesto, que podamos ver el camino de nuestra vida con ojos purificados por la luz de Beatrice; pero si no se es Dante Alighieri, tal vez sea natural pensar que tanta luz es imposible.
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Infierno IX o los límites de la interpretación
En su Institutio oratoria (95 d.C.), que en la Edad Media se convirtió en el manual estándar de estilística, Quintiliano clasificó una por una las figuras retóricas conocidas en su época. Una muy peculiar es el apóstrofe, definido como el momento en que el texto se interrumpe para dirigirse a un tercero. Un ejemplo es el pasaje de Lisístrata donde, mientras se prepara para una reunión diplomática con representantes del género masculino, la protagonista le comenta a la audiencia que sin duda serán todos unos idiotas. Un subgrupo incluye los momentos en que el narrador se dirige a un personaje en vocativo, como cuando el autor de la Ilíada le habla a Patroclo mientras este combate vistiendo la armadura de Aquiles. En ambos casos sirve para aumentar la intensidad del episodio; en Homero el efecto es dramático, en Aristófanes cómico, pero la figura es similar. Durante la Edad Media cristiana su uso se extendió significativamente. Las Confesiones de San Agustín, por ejemplo, son una especie de apóstrofe de trescientas páginas dirigido a Dios. Y otros autores religiosos comenzaron a hablarle al lector por medio de esa figura, con el propósito de llamar su atención sobre los aspectos importantes o el sentido moral de un texto. Hay ejemplos en San Jerónimo, en Prudencio Hamartígena; y finalmente la figura fue adoptada por autores laicos, entre ellos el trovador occitano Chrétien de Troyes o el historiador florentino Giovanni Villani. En la Comedia son numerosos los momentos en que el poema hace lo propio; diecinueve, para ser exactos. Pero para entender su función, como subraya Vittorio Russo en su erudito artículo para la Enciclopedia dantesca, no basta con referirse a ejemplos de la literatura anterior. Porque Dante reviste la figura, conocida por los dantistas como apello al lettore, de una intensidad sin precedentes. Russo argumenta que el apello dantesco se nutre de esa curiosa concepción medieval según la cual el mundo entero es el liber naturae, un libro escrito por Dios repleto de signos para los seres humanos. El ejemplo clásico es un poema de Alano de Lille:
Omni mundi creatura Quasi liber et pictura Nobis est in speculum; Nostrae vitae, nostrae mortis, Nostri status, nostrae sortis Fidele signaculum.
[Toda criatura del mundo, como un libro o una pintura, nos sirve como espejo; de nuestra vida y nuestra muerte, de nuestro estado y nuestra suerte una fiel reproducción].
Como explica Curtius, la Comedia es el libro donde esa metáfora se lleva a sus últimas consecuencias. Si el universo es un libro, cada elemento de él es un símbolo, un mensaje creado para un lector que está en capacidad de descifrarlo. Y por extensión, cada detalle de un libro, que es una reproducción en miniatura del gran libro del universo, tiene un sentido literal y una serie de implicaciones simbólicas. En ese contexto, Dante utiliza el apello al lector para subrayar en momentos clave la densidad absoluta de significado que informa su poema; para recordarnos que cada pasaje comporta a la vez un evento literal y un mecanismo secreto. En el canto IX del Infierno, mientras esperan la llegada del ángel que humillará a los demonios y les abrirá las puertas de Dite, Dante y Virgilio ven erguirse a las tres Furias sobre las almenas. Se trata de las diosas de la venganza que en la Orestíada persiguen sin tregua a Orestes luego de que ha matado a su madre, y que en la Eneida son reclutadas por Juno para que inciten a Turno a la violencia y den pie a la guerra de troyanos contra rútulos. Esas tres criaturas, Alecto, Megera y Tisífone —Dante recupera sus nombres virgilianos— amenazan con llamar a la Medusa, el monstruo que convertía en piedra a quien le sostuviera la mirada y que fue derrotado por Teseo. Entonces Virgilio le ordena a Dante que cierre los ojos, y no contento con la obediencia de su discípulo, le pone las palmas abiertas sobre los párpados. Inmediatamente después, Dante inserta uno de los apelli al lector más recios e inquietantes del poema:
O voi ch’avete li ’nteletti sani, mirate la dottrina que s’asconde sotto il velame de li versi strani.
[Oh vosotros, que tenéis intelectos sanos, / atended a la doctrina que se esconde / bajo el velo de los versos extraños.]
El episodio ha dado pie a una larga y encendida polémica entre los exégetas. La interpretación más común hoy en día, consignada, entre otros, en los comentarios de Padoan y Chiavacci, es que las Furias simbolizan tres formas del temor, de las cuales la Medusa sería la peor, y que el momento en que Virgilio cubre los ojos del peregrino significa que sólo la razón más estructurada y valiente puede defender al ser humano de esa parálisis. Pero no parece haber nada en el texto que invalide por completo las lecturas de Boccaccio, por ejemplo, para quien las Furias y la Medusa son la sensualidad y Virgilio la mente preclara que debe vencerla, o de Lana, quien argumenta que los monstruos simbolizan la herejía, el primer pecado que encontrarán los peregrinos en Dite, contra la cual la única defensa es la lógica representada por Virgilio. Más allá de los detalles de la alegoría, al releer Infierno IX me asalta una pregunta: ¿por qué habría Dante de incluir una llamada tan perentoria a que el lector desentrañe el sentido oculto, precisamente en un momento en que las posibilidades simbólicas son tan variadas que resulta muy difícil, por no decir imposible, escoger entre ellas? A veces me da por pensar que parte del sentido de este momento estriba precisamente en que Dante no pretende que seamos capaces de desentrañarlo. Que lo que quiere es crear en nosotros un estado de confusión interpretativa, de corto-circuito de la lógica. Acaso el dilema no parece tener una solución satisfactoria porque fue diseñado así, para que tenga muchas y ninguna; que es una especie de koan zen, una aporía sin solución que debe despertarnos al hecho de que frente a las murallas de Dite estamos en la misma situación de los personajes: paralizados, a menos que aceptemos la ayuda providencial e incomprensible del enviado de Dios. Por eso Virgilio no puede con los demonios y debe esperar la intervención del mensajero celeste. Sin la ayuda de la gracia, apoyados exclusivamente en sus virtudes seculares, los poetas no son capaces de enfrentarse a los pecados que se castigan en la ciudad infernal; para este punto, sin Dios no hay virtud ni interpretación que valgan. Y cuando al fin llega el delegado del demiurgo, flotando sobre la Estigia sin dignarse a tocar ese pantano, con un solo roce de su varita [verghetta] vence la resistencia tanto de los diablos como del dilema que nos tenía perplejos. Ya no nos es necesario resolverlo; igual se nos han abierto las puertas, podemos seguir leyendo. La fuerza brutal de la intervención del Creador se revela con totalidad paradójica en ese diminutivo, verghetta. Por testarudos y amenazadores que sean, los sirvientes de Lucifer no pueden nada ante el roce de una varita blandida por un enviado de Dios. Basta un grano de voluntad divina, un roce, y a la manera de los guardianes de los círculos anteriores, la resistencia del mal se desinfla, cae como las velas de un navío al que le cortaran el mástil. Y en el mismo tenor, no hay intelecto sano que descifre completamente el enigma de Infierno IX; pero si nos rendimos a la evidencia de su insolubilidad y aceptamos la intervención del mensajero, estamos en la situación de humildad intelectual necesaria para entrar, finalmente, al bajo infierno. En otras palabras, Infierno IX nos enfrenta a los límites de la interpretación, nos humilla mostrando que nosotros tampoco podemos superarlos solos, y luego pone a nuestra disposición un ángel para que nos conduzca más allá. Porque si no queremos quedarnos en el reino del pecado, la lógica, incluso la de la lectura misma, debe rendírsele a la fe.
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Infierno VIII o la tentación de la venganza
El 23 de octubre de 1373, Giovanni Boccaccio, fan irredento de Dante y uno de los hombres más cultos de su época, recibió orden oficial de la República de Florencia de hacer lecturas públicas comentadas de la Comedia. Rápidamente estas se hicieron populares, aunque no faltaron los miembros de la audiencia que se retiraron ofendidos al descubrirse a sí mismos o a sus familiares entre los personajes condenados al infierno. Cuando el ejercicio iba por el canto 17 de la primera cántica, al autor del Decamerón lo sorprendió la muerte. El comentario resultante, uno de los más tempranos del poema, permaneció inédito hasta 1724, cuando Cicarelli lo recuperó de un manuscrito del siglo XV. Una vez publicado volvió a ser todo un éxito. Sin duda contribuyó a ello la tendencia de Boccaccio a convertir las breves anécdotas de los condenados en relatos repletos de detalles jugosos, al estilo de los cien y medio que componen su Decamerón. Pero hoy en día el commento boccacciano es famoso más que todo por su inverosimilitud. Ya nadie cree que Dante haya escrito los primeros seis cantos del Infierno en Florencia antes del exilio, que haya interrumpido el trabajo cuando Bonifacio lo envió a Roma, y que lo haya reanudado meses después con el curioso primer verso de Infierno VIII: Io dico, seguitando, che assai prima… Pero, aunque la justificación de Boccaccio sea fantasiosa, Sapegno tiene razón al observar que del canto séptimo al octavo tiene lugar una transformación sutil pero detectable de la voz narrativa. Es como si el poeta estuviese más cómodo con su proyecto, como si se hubiese reconciliado con su largo aliento, y ahora se permitiese soltarse un poco. A pesar de su factura perfecta, incluso Infierno V tiene algo de estático; y eso no es de extrañarse, dado que la Comedia está adaptando para propósitos muy diferentes un estilo y un lenguaje que se pulieron casi exclusivamente en el campo de la lírica. Pero Infierno VIII es un canto escrito ya no sólo por un poeta, sino también por un narrador. Fluye con facilidad, salta de episodio en episodio con tanta rapidez como confianza y arrastra consigo al lector. El canto comienza con un largo flashback. Al final de su precedente los peregrinos llegaron a una gran torre, lo que al lector de Virgilio le habrá recordado el Tártaro del libro sexto de la Eneida: un edificio monumental, rodeado por el Flegetonte y por una triple muralla, en cuyo interior, en un pozo de hondura sobrehumana, estaban presos los titanes que se rebelaron contra Júpiter. En el poema de Virgilio el protagonista no entra ahí; aquel a quien busca mora con las almas virtuosas en los Campos Elíseos. Dante, por el contrario, sí explorará su interior; pero no contenta con eso, la Comedia lo ampliará para convertirlo en la “ciudad de Dite.” Es significativo que el infierno dantesco no sólo tenga un aspecto urbano, sino que el poema mismo lo defina como una ciudad. Se trata de la civitas diaboli, opuesta a la civitas Dei agustiniana; una comunidad humana que funciona como un reflejo in malo de la sociedad ideal que quiso concebir para sí la Edad Media cristiana. Dite, en una palabra, es una anti-ciudad; y tanto el canto octavo como el noveno tienen lugar junto a sus muros, que son de hierro forjado y están teñidos de un color bermejo, como si un fuego de proporciones míticas ardiera constantemente en su interior. Pero lo primero que el protagonista ve de Dite, mucho antes que los muros, son las antorchas de sus centinelas. A la manera de los soldados en las fortalezas de la época, los diablos las utilizan para comunicar que un enemigo se aproxima. Ese inicio les da a los cantos VIII y IX un tono militar que aumenta el suspenso. A partir de entonces el canto se lanza a un tour de force de proliferación de escenas prácticamente inédito en la literatura épica: en unas decenas de versos se suceden la conversación con Flegias, el encuentro con Filippo Argenti, el miedo de Dante, la confianza de Virgilio, la derrota de este último y la promesa del mensajero celeste que les abrirá las puertas a los peregrinos. El enfrentamiento con el florentino iracundo, que es el episodio central de este canto, es uno de los pasajes más intensos, y también misteriosos, del poema. Como sus compañeros de pecado, este compatriota de Dante, caballero de los Cavicciuoli Adimari que perteneció en vida a los güelfos negros, es decir a la parte contraria a la del autor de la Comedia, era tan rico y pretencioso que, según Coppo di Borghese, gustaba de herrar a su caballo con herraduras de plata. De allí derivaría su apodo. Otros comentadores tempranos aseguran que alguna vez le dio una cachetada a Dante durante una discusión política, e incluso que su familia pasó a ocupar la casa de los Alighieri luego de que estos fueron exiliados de Florencia. Esas anécdotas —la cachetada, la usurpación de la vivienda, las diferencias políticas— justificarían el encono con que el poeta le desea que se sumerja en el “caldo” de la Estigia; y el deseo se le cumple de forma tan inmediata como dramática, puesto que sus compañeros de condena se le arrojan encima luego de que los poetas lo abandonan a su suerte, y no contento con eso, el propio Argenti se ataca a sí mismo a dentelladas. Pero lo más enigmático del encuentro no es la sevicia con que Dante, los otros iracundos e incluso el propio Argenti se vuelven contra él, sino el elogio y el abrazo que el protagonista recibe de Virgilio luego de desearle lo peor a su compatriota. El pecado de Filippo es la ira, que Tomás de Aquino describe como “apetitus vindictae” [apetito de venganza], y el mismo Aquino escribe en su Summa Theologica que dicha emoción extrema puede no ser un pecado si el resarcimiento que se busca es justo. Basados en ese pasaje, algunos comentadores han sugerido que lo que ocurre acá es que la ira de Filippo es pecaminosa, mientras que la de Dante, por alguna razón misteriosa, no lo es. Eso me parece inexacto. Tal vez si Dante ya estuviese salvado, su acceso de rabia contra el condenado podría ser visto como un arrebato de ira iusta. Pero su situación es muy diferente; puede que no esté condenado, pero la razón por la cual ha emprendido este viaje es que hace unos momentos estaba perdido en la selva del pecado. Pero si Dante se equivoca al dar rienda suelta a su ira en esa barca sobre la Estigia, ¿entonces por qué lo elogia Virgilio? ¿No es eso una señal inequívoca de que el discípulo ha hecho algo verdaderamente digno de encomio? No necesariamente. De hecho, el canto mismo nos muestra que Virgilio está lejos de ser infalible, ya que los demonios le cierran la puerta en la cara y se ve obligado a esperar al mensajero celeste para que se la abran. A pesar de ser, como Dante lo llama, el “mar de toda la sabiduría”, frente a los custodios de Dite el poeta latino fracasa rotundamente como guía. Ese fracaso, por supuesto, puede y debe ser leído en clave alegórica. Para triunfar contra el pecado, y sobre todo contra los más graves, que se castigan más allá de las murallas de la ciudad infernal, no es suficiente la razón secular. Se requiere la gracia divina, de la cual el mensajero celeste que llegará en el canto noveno es un directo representante. Pero el hecho de que este episodio tenga un sentido alegórico no significa que no lo tenga también en el nivel humano de los personajes. Las alegorías de Dante, con muy pocas excepciones, no son simples tablas de significación en las que el único gesto interpretativo necesario es intercambiar una palabra por otra: el amor divino o la gracia en vez de Beatriz, la sabiduría humana en vez de Virgilio, el amor sensual y detestable en lugar de Francesca. Cualquier lector de Dante que haya sentido el poder mimético del poema se resistirá a esa simplificación tan burda como inútil. El significado alegórico o el moral nunca agotan a la Comedia; son tan sólo un par de sus múltiples niveles, y no siempre los más importantes. Por eso considero correcto decir que el error de Virgilio en este canto no se limita sólo a su impotencia frente a los demonios de Dite; también involucra su elogio de la ira de Dante frente a su enemigo. Ofendido todavía por esas razones que los comentadores alegan, que en el fondo se reducen a la pertenencia al bando opuesto de la política florentina de su tiempo, y satisfecho al ver que su rival está condenado en el infierno sin posibilidad de escape, el peregrino se ensaña contra él; y los otros pecadores le hacen eco precisamente porque viven literalmente sumergidos en su pecado, y el propio Argenti vuelve sus dientes contra sí en señal de que la ira devora literalmente a quien se deja llevar por ella. Y Dante y Virgilio siguen su rumbo en la barca de Flegias, creyendo que la razón es suya y que es Argenti quien está equivocado; pero en este momento, si se los mira bien, no hay nada que los distinga. Como Filippo, Dante se deja llevar sin remilgos por su apetitus vindictae apenas se le da la oportunidad contra un enemigo impotente. Cierto; en este momento nada de eso es evidente. Será solo en el canto X, una vez los peregrinos entren a la ciudad infernal, que en un enfrentamiento con un enemigo mucho más digno que Filippo Argenti el protagonista comenzará a entender que el infierno no sólo desafía sus ideas sobre el amor humano, sino también sobre la política y su rol apasionado en ella. Por último, quisiera señalar otro elemento que hace de este canto aparentemente “menor” uno de los más importantes del inicio del poema. En palabras de Teodolinda Barolini, la Comedia, a la manera de Crónica de una muerte anunciada o Risa en la oscuridad de Nabokov, es una historia sobredeterminada, un relato cuyo final está claro desde el comienzo. Si Dios quiere que Dante llegue al Paraíso, como lo dejan claro las palabras con que Virgilio les contesta a los guardianes de cada círculo, ni el universo ni el protagonista tienen alternativa. Y eso le plantea un desafío singular al autor: ¿cómo mantener al lector interesado en un argumento cuyo desenlace conoce de antemano? Infierno VIII despliega con éxito un nutrido arsenal de técnicas para asegurarse de que el camino al cielo, sobredeterminado o no, nos resulte fascinante. El enfrentamiento con los demonios y el fracaso de Virgilio nos hacen preguntarnos si todo será tan sencillo como parecía al principio; y lo que es más importante, el episodio de Filippo Argenti nos prepara para el incómodo descubrimiento de que el peregrino a quien acompañamos, y con quien nos hemos identificado en este viaje, no se diferencia mucho de aquellos a quienes Dios ha condenado para siempre. Es un pecador como ellos, y está en peligro mortal. Y el hecho de que en este canto no nos demos cuenta de que eso es lo que le sucede, de que dejemos pasar sin pensar mucho la manera como se ensaña con su enemigo político y se alegra cuando es destrozado, revela a su vez que nosotros mismos tampoco somos superiores a los habitantes del inframundo. A nosotros también nos gustaría ver a nuestros enemigos mortales desgarrados en un pantano bajo tierra. Nosotros tampoco hemos aprendido la difícil lección que Argenti nunca aprenderá y que espera a Dante más allá de las murallas: que rendirse a la venganza, por tentador que parezca, no es otra cosa que destrozarse a sí mismo a fuerza de mordiscos.
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Infierno VII o la consolación de la Fortuna
J. R. R. Tolkien explicó alguna vez que escribió sus novelas como soporte para sus lenguajes imaginarios. Obsesionado desde niño con el idioma, decidió no sólo dedicar su vida a estudiarlo, sino también, por qué no, inventar unos cuantos en sus horas libres; y dado que a la lengua la determinan la historia y las costumbres de sus hablantes, redactó El hobbit, El Silmarillion o El señor de los anillos con el objetivo de darles las bases necesarias al Quenya, al Khuzdûl, al Valarín. Hoy en día el suyo es el ejemplo más citado de glosopopeya literaria; pero hay muchos otros. El liliputense de Los viajes de Gulliver, o el Nadsat de La naranja mecánica, o el utopiense de Tomás Moro. En la literatura occidental, uno de los idiomas inventados más tempranos y singulares es aquel en que está escrito el primer verso del canto VII del Infierno. Generaciones de comentadores se han desvelado intentando descifrar esas cinco palabras. El resultado es un consenso casi total: papé viene de papae, interjección latina derivada del griego πάπαι que significa algo así como “¡ay de mí!”, y aleppe es una deformación de aleph, el nombre de la primera letra del alfabeto hebreo, que el guardián del cuarto círculo estaría utilizando como una especie de vocativo honorífico. Así, el verso querría decir algo como “¡Ay, ay de mí, oh Satán soberano!”, y sería una exclamación de sorpresa y horror por parte de Pluto, al ver que un hombre vivo ha cruzado el Aqueronte, y se pasea a sus anchas por el inframundo en compañía de un alma fugitiva del limbo. Se ha escrito mucho sobre el hecho de que para formar este verso Dante haya combinado el latín y el hebreo; personalmente, me interesa más que haya sentido la necesidad de inventar un idioma para sus demonios. Fuera de este, sólo hay otro verso en la Comedia escrito en esa curiosa lengua deforme; pero lo que esas dos líneas le insinúan al lector es que el infierno dantesco, a diferencia de los mundos de ultratumba de Homero, Virgilio o cualquiera de los visionarios medievales, no es un espacio estático, un decorado urdido sólo para que el héroe lo visite. En cambio, es un mundo con un lenguaje propio, unas costumbres y un modo de vida, y lo que Dante ve de él y nos comunica por medio de su escritura sólo es la punta del iceberg. Por supuesto, eso no es así; todo lo que constituye el infierno de Dante lo contienen los versos de su poema. Pero el objetivo del libro es hacernos creer a ciegas en la realidad que este describe. En palabras de Singleton, la Comedia es una ficción cuyo objetivo es convencernos de que no es una ficción. Y detalles como este verso en lengua infernal, tan bien concebido que contiene un mensaje que nos es posible descifrar, contribuyen poderosamente a la ilusión de que este inframundo es un espacio palpable poblado por seres reales, que interactúan incluso cuando el poeta no los describe, y seguirán inmersos en su condena luego de que el lector cierre el libro para pasar a otras cosas.
* * *
Una de las más fascinantes de esas condenas es la de los habitantes del círculo que Pluto preside. El contrapasso de avaros y pródigos es un eco del castigo de Sísifo; y como en el caso del mítico gobernante de Corinto, buena parte de su ironía reside en la inutilidad de esa tarea infinita. Pero a diferencia del rey griego, estos pecadores no están solos con su piedra. En cambio, forman dos grupos, y cada uno de ellos arrastra su carga en fila india, en semicírculo. Al llegar al extremo de su recorrido, las almas intercambian piedras e insultos con un miembro del grupo opuesto (“¿Por qué acaparas?”, “¿Por qué desperdicias?”), y luego vuelven sobre sus pasos. Si no fuera porque no tiene ningún propósito, tal vez cabría llamar a la continua agitación de este círculo un “trabajo en equipo”; y es posible que ahí esté una de las claves para entender este contrapasso, que es una especie de no-trabajo en equipo, una futilidad compartida que se nutre de los excesos opuestos de los dos grupos de pecadores. La idea de elogiar la mesura en el manejo de los bienes terrenales, y de llamar pecados tanto a la avaricia como a la prodigalidad, no es nueva en tiempos de Dante; por ejemplo, Tomás de Aquino, siguiendo la Ética a Nicómaco de Aristóteles, razona de forma muy similar en la Secunda secundae de su Summa theologica. Pero lo que sí es innovador es contemplar los efectos de ambos pecados desde un punto de vista general, de representar sus efectos como complementarios, y sobre todo la implicación de que hay un orden justo y superior que estos pecadores destruyen con sus inclinaciones excesivas. Como en el caso de la gula, para Dante la avaricia y la prodigalidad son pecados sociales, condenables por el efecto que tienen en la comunidad; y este contrapasso parece insinuar que, si no fuera por los esfuerzos desaforados y en últimas inútiles de estos pecadores, la economía y la suerte humanas serían perfectamente justas. Pero esa última idea sería extraña para casi cualquier pensador de la época. La sociedad de la Edad Media era desigual por definición; esa era la manera en que funcionaban las cosas. En su explicación de la escena que Dante está viendo, Virgilio nombra a la Fortuna. El personaje pregunta de qué habla su maestro, y esto da pie a la Comedia para desplegar en boca del poeta latino el primero de sus muchos discursos filosóficos. Ese pasaje es un ejemplo de la concisión extrema con que Dante piensa en terza rima, puesto que para explicar una sola palabra el poema retrocede hasta el principio del universo; y la conclusión será singular, porque en ella Dante toma una figura central para la cultura tanto popular como letrada de su época y la pone prácticamente de cabeza. Dios, dice el poeta latino, creó el cosmos, que los medievales concebían como un sistema de nueve esferas concéntricas, a la manera de un juego de espejos. Cada una de las esferas de los planetas tiene una “inteligencia” que la gobierna. El Creador mora fuera de las nueve esferas, más allá del espacio y el tiempo, y desde allí irradia la luz que es origen de todo ser, todo bien y todo movimiento. El objetivo de esas inteligencias menores es que esa luz se refleje hacia abajo, es decir en dirección de los hombres. Y dichas inteligencias son los ángeles. En efecto, para los cosmólogos medievales los ángeles no sólo eran los mensajeros del Creador, al estilo del arcángel Gabriel en el Evangelio, sino que también movían los planetas y las estrellas y mantenían el equilibrio de fuerzas del universo. Si Dios era el Primum mobile, el motor inmóvil que daba inicio a todos los movimientos, los ángeles eran los engranes que conducían su impulso hacia el mundo sublunar que habitamos los seres humanos. Pero no todos los ángeles, explica Virgilio en Infierno VII, administran las esferas de los planetas; hay uno en particular que se encarga de un movimiento mucho más humilde, el de los bienes terrenos. Se llama Fortuna. Fortuna era la caprichosa diosa romana de la suerte. Se la solía representar como una mujer que llevaba un timón de barco en una mano, y con la otra hacía girar una inmensa rueda; y esta última distribuía sin ton ni son, no sólo riquezas y descalabros, sino también dichas y tristezas. Es una imagen cara a la Edad Media que la primera de las Carmina burana musicalizadas por Carl Orff ha inmortalizado, y es casi seguro que le llegó al autor de la Comedia de la misma manera que a casi todos sus contemporáneos, es decir por medio de la Consolatio philosophiae de Boecio. La Consolación de la filosofía es una combinación de breve tratado existencial y poemario desesperado, y fue escrita en el siglo VI d.C. por un filósofo y cortesano romano que había sido condenado a muerte por una supuesta conspiración contra su patrón, el emperador Teodorico el Grande. En la cárcel, relata la Consolatio, a Boecio lo visita una hermosa dama que resulta ser la personificación de la filosofía; y la lección más importante que esta le imparte antes de que se ejecute su condena es que Fortuna es tan inestable como inane, y que dejar que nuestra felicidad dependa de sus movimientos es una garantía de que nunca la obtendremos. Es necesario enfocarse en lo trascendente. Así, entre la fuerza mundana, caprichosa y sin importancia de Boecio y la idea de la Fortuna como una inteligencia angélica hay una gran diferencia; y cabe preguntarse cuáles son las razones por las que Dante decide transformar de manera tan decisiva la concepción típica de la Rota fortunae de su tiempo. La conclusión de la Consolatio philosophiae es que los giros de la suerte no tienen importancia; y en efecto, ese es un pensamiento alentador para quien, como su autor, está preso y condenado a muerte sin posibilidad de escape. Pero la situación de Dante es diferente. Condenado al exilio en el ápice de su vida poética y política, el autor de la Comedia está lejos de la sabia resignación de Boecio. En cambio, cerca del final del poema y de su vida, en el canto 25 del Paraíso, el florentino todavía soñará con regresar a su patria, revindicado por su obra maestra, para ser coronado de laureles junto a la pila donde fue bautizado. Para un hombre como Dante, que a pesar de la desventura no se ha rendido ni se rendirá nunca, la idea de que las vicisitudes de la vida no tienen ningún sentido, de que son golpes vanos y debería enfocarse en la contemplación de las verdades ultramundanas, no representa consolación alguna. En cambio, en Infierno VII Dante concibe el azar como una determinación divina. Para él la Rota Fortunae no está loca; lo que pasa es que es sabia, tanto que no comprendemos sus designios hasta que gira y lo pone todo finalmente en el lugar correcto. Los absurdos somos nosotros, que nos le oponemos intentando acumular más de lo que nos corresponde o derrochar más de lo que debiéramos. Pero ella sigue girando, tranquila en su convicción de que con el tiempo todo regresará al equilibrio material y moral que le corresponde. Así haya que esperar a llegar al más allá, quiere creer el autor de la Comedia, los villanos tendrán su castigo, exactamente el que merecen, y los justos su recompensa. Y eso lo incluye a él, por supuesto. Dante mismo, necesaria e inevitablemente, ritornerà poeta y recibirá su corona de laurel. Porque la Fortuna no es una diosa caprichosa; es un ángel.
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Infierno VI, o la intuición turbadora de que algo está podrido en Florencia
La ciudad donde Dante vivió hasta sus 36 años se parecía mucho menos de lo que cabría imaginar a la que se irguió en potencia bajo la tutela de los Medici. La prosperidad que la convirtió en uno de los principales centros bancarios del mundo, y en cuna o mecenas de los artistas más talentosos de Occidente, apenas comenzaba a gestarse en los últimos años del siglo XIII y los primeros del XIV. El autor de la Comedia, como subraya Santagata, no pudo conocer el campanario de Giotto ni la cúpula de Brunelleschi, y tampoco vio terminadas a Santa Maria del Fiore ni a Santa Maria Novella. Su Florencia era una ciudad medieval. Unos cuantos miles de habitantes se apretujaban en un puñado de kilómetros de calles estrechas y desaseadas, placitas distribuidas sin orden ni concierto, callejones sin salida; y las pocas torres que se alzaban sobre aquel embrollo les pertenecían a las familias prestantes —los Donati, los Cavalcanti, los Cerchi, ciertamente no los Alighieri—, que las utilizaban como marcas de prestigio, pero también como armerías, puntos de vigilancia, fortalezas. Cada una de esas familias controlaba un sector de la ciudad, y acrecentarlo se consideraba tan importante que a menudo los matrimonios se hacían entre casas adyacentes físicamente. Por razones similares, cuando una facción vencía la costumbre era exiliar a los contrarios y destruir sus edificios; y si los derrotados, como sucedía a menudo, ganaban la siguiente batalla, no dudaban en aplicar la misma medicina de la que habían sido víctimas. En medio de ese caos, muchos de los lotes en ruinas resultantes permanecieron así durante años, incluso décadas. En su juventud Dante se habrá habituado a esos escombros, así como a los asesinatos o escaramuzas motivados por tensiones políticas, y más tarde a la guerra civil. Por eso, cuando el peregrino encuentra en el canto VI del Infierno al primero de los muchos florentinos que verá en el más allá y le pregunta por los ciudadanos de la città partita, es erróneo entender esa expresión como una metáfora. Para Dante la suya era una ciudad partida en el sentido literal, dividida en facciones que se odiaban a muerte, semidestruida por sus constantes batallas; una ciudad que no se distinguía en Italia por sus monumentos sino por sus cicatrices. La decisión de introducir el tema de la política local florentina en el círculo de la gula puede parecer dictada por el desinterés de Dante en el pecado que su esquema lo obligaba a tratar. Eso es inexacto. Es cierto que, como en el caso de la lujuria, aquí a Dante no le concierne la corporalidad del pecado; pero le interesa sobremanera pensarlo en otros términos, escarbar en la psicología de la glotonería para entender cómo se convierte en una calamidad. El contrapasso de los golosos es curioso: una lluvia eterna, maladetta, fredda e greve [eterna, maldita, fría y pesada] cae sobre ellos y pudre el suelo que la recibe; y Cerbero, que Dante describe como un “gran gusano” que “con tres gargantas caninamente ladra”, los rasga con sus garras o destroza con alguna de sus bocas. El sentido del segundo elemento es obvio: son devorados porque en el mundo no hicieron sino devorar. Pero la lluvia, la putrefacción, la idea de Cerbero como un monstruo tricéfalo a medio camino entre el perro y el gusano, no parecen tan claros. Mi sugerencia es que para entenderlos es necesario comprender que Dante concibe la gula como un pecado social. Poco le importa lo que la glotonería de un individuo le cause a su cuerpo; lo que le parece digno de análisis es lo que la voracidad de las camarillas humanas le hace a la colectividad que estas componen a pesar de sí mismas. Al devorar todo el territorio que pueden para acrecentar el tamaño y el poderío de sus casas, los aristócratas florentinos devastan la patria misma que pretenden controlar; pero esa destrucción no les resulta evidente en vida, porque pueden ignorarla, e incluso reinar sobre ella, refugiados en sus palacetes. En el infierno, por el contrario, deben hacer lo que evitaron a muerte cuando estaban vivos: morar en ella. Y deben hacerlo para siempre. Todos los elementos de Infierno VI están orientados a subrayar esa descomposición que es la consecuencia de la voracidad florentina. No sólo es la lluvia que convierte el suelo en un lodo putrefacto; también es el Cerbero de Dante, que a diferencia del virgiliano no calma su hambre con pan condimentado con hierbas y miel, sino con puñados de cieno; y “Ciacco”, el apodo del florentino con quien Dante se encuentra, una palabra vulgar que significa “cerdo” o, más exactamente, “chancho”; y es sobre todo el lenguaje del canto, que luego del vuelo lírico de Infierno V desciende al nivel más bajo posible, se unta del limo de las calles de la Edad Media. En boca de Ciacco, Florencia está tan ahíta de envidia que “el saco está que se le revienta”; y a las almas benditas el cielo las “endulza”, mientras que a los toscanos por quien Dante pregunta el infierno los “pone agrios”; y a los condenados el frío infecto de la lluvia los hace “ladrar como perros.” En este canto Dante revela una faceta de su talento que a los puristas del Renacimiento les pareció deleznable: la de recurrir al registro popular, al toscano más rústico, cuando el tema así lo requiere. Un último elemento de la política florentina que jugará un papel central en el resto del poema también hace su aparición en este canto: los efectos de esas tensiones en la vida personal del autor. Pero por ahora se trata sólo de una alusión. Cuando Dante le pregunta a Ciacco por el futuro de Florencia, este profetiza que los dos bandos de los güelfos, facción a la que perteneció Dante mismo, se enfrentarán y uno de ellos exiliará al otro. Por supuesto, esto el autor ya lo sabía y por eso su personaje puede anunciarlo, dado que estaba escribiendo este canto alrededor de 1308 y esos sucesos habían tenido lugar unos años antes; pero su personaje, que viaja durante la Semana Santa de 1300, no sabe, no puede saber, que esa predicción que por ahora parece general lo involucra de forma trágica a él mismo, puesto que será uno de los perdedores exiliados. A veces es como si este canto inaugural del tema político en la Comedia se regodeara en la ingenuidad de su personaje; como si Dante, que escribió el poema entero en el exilio, pensara en el hombre que fue cuando aún vivía en su ciudad natal y se encontrara digno de la lección brutal que el destino habría de propiciarle. Es en ese tenor que, ya que se trata del primer florentino que encuentra en el Infierno, el peregrino le pregunta a Ciacco por un puñado de sus compatriotas: Iacoppo Rusticucci, Tegghiao Aldobrandi, Mosca dei Lamberti, Farinata degli Uberti. Todos son nombres que en cualquier toscano habrían encontrado honda resonancia; políticos y líderes de gran fama, prohombres de la patria independientemente de su facción. La respuesta de alias “Chancho” es que están “entre las almas más negras.” Dante no dice nada sobre la sorpresa de su protagonista, pero cabe especular que habrá sido tan grande como la de su lector. Es como si un estadounidense visitara el más allá, preguntara por Washington y Alexander Hamilton, y se le respondiera que se pudren en los círculos más hondos del infierno. De esa manera, tanto el protagonista como el lector abandonan a Ciacco en su limo hediondo con una oscura inquietud; porque Infierno VI concluye insinuando que algo, algo que nadie ha sido capaz de ver con claridad y que está en la raíz misma de su historia y su identidad, está podrido en Florencia.
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Infierno V, o la muerte y el renacimiento de un poeta
La larga trenza de una mujer, señal de sensualidad e impudicia para los medievales, ha sido atada a la rama de un árbol, y su dueña desnuda pende de ella, los ojos clavados en el suelo. Junto a ella en la misma rama, dos hombres cabeza abajo, colgados del pene, se miran cara a cara. A sus pies otra mujer, también desnuda, es forzada por un demonio de pelaje azul a mirarse en un espejo; y cerca de allí un tercer hombre, sentado en posición incómoda, intenta alejar sin conseguirlo al monstruo que lo masturba. Estas no son imágenes del canto V del Infierno, que trata del círculo segundo, donde se castiga la lujuria; son, en cambio, los castigos de los pecadores carnales en el Juicio final de Giotto di Bondone, parte de la sobrecogedora decoración de la Capella degli Scrovegni, en Padua. Si algo no falta en las visiones medievales del infierno, ya sea pictóricas o escritas, es la metódica violación del cuerpo lujurioso. Por poner otro ejemplo un poco más tétrico, en el Passus octavo de la Visio Tungdali, los religiosos que cometieron pecados de la carne son devorados por Aquerón, una bestia capaz de tragarse a 9.000 de un solo bocado; y una vez en su interior, los pecadores son atacados por ratas, perros, serpientes y otros depredadores que los devoran por segunda vez. Luego sus cuerpos se reconstituyen para que se reanude la tortura. El contrapasso de los lujuriosos de Dante no puede ser más diferente. Un viento perpetuo los arrastra en círculo. Nada de sangre, tortura genital, demonios ni monstruos; sólo una tormenta sin fin en la que los pecadores a veces lucen tironeados sin remedio, pero otras parecen volar, y se le antojan al poeta bellos y casi libres, como grullas o estorninos. Virgilio describe a estos condenados como aquellos que la ragion sommettono al talento [que permiten que la razón sea sometida por el deseo]. Ese verso es la clave de su castigo. De la misma manera que en vida se dejaron llevar por sus pasiones como si no tuvieran otra alternativa, en el infierno son impelidos por una tormenta que los priva de la posibilidad de hacer otra cosa. La carencia de voluntad que argumentaron se ha hecho concreta e inexorable después de su muerte. Este castigo, como subraya Barolini, revela que lo que Dante quiere explorar de la lujuria, a diferencia de la gran mayoría de sus contemporáneos, no son sus detalles morbosos sino las sutilezas de su psicología. Más que el cuerpo del pecador carnal, lo que le interesa al autor de la Comedia es el mecanismo de su alma. Y le interesa porque es el suyo propio, o mejor, lo fue en su juventud. Toda su producción poética anterior, que trata de su amor por Beatrice, está llena de motivos heredados del movimiento conocido como dolce stil novo [dulce estilo nuevo]; y el más importante de ellos es la idea del amor como una fuerza despiadada e inapelable, que toma posesión del poeta, destruye su libre albedrío, y lo convierte simultáneamente en un alma noble y un juguete de la pasión. En un soneto de Guido Cavalcanti, por ejemplo, el mejor amigo de Dante en sus años de formación, el Amor —así, con mayúscula— lo arrastra a una planicie repleta de enamorados que le dicen: “fatto se’ di tal servente / che mai non dé sperare altro che morte” [te has convertido en siervo de un amo tal / que lo único que te cabe esperar es la muerte]. Y en 1306, apenas dos años antes de comenzar la Comedia, Dante le envió a Cino da Pistoia unos versos sobre Beatrice que parecen pronunciados por uno de los pecadores de este canto:
Io sono stato con amore insieme de la circulazion del sol mia nona, e so com’egli affrena e come sprona e come sotto lui si ride e geme.
Chi ragione o virtù contra gli sprieme fa come que’ che ‘n la tempesta sona.
[Yo he sido compañero del amor / desde mi año número nueve, / y sé cómo maneja el freno y las espuelas / y cómo bajo él se ríe y gime. / Quien le opone la razón o la virtud / pretende tocar música en una tormenta.]
Y los dos versos siguientes de ese soneto declaran con todas sus letras que no hay libre albedrío que valga cuando el amor se interpone en el camino. De ahí deriva el poder lírico de Infierno V. Cuando Dante escribe con la voz de Francesca que amor a nullo amato amar perdona, esa voz suena no sólo auténtica, sino también irresistible, porque hasta hace poco fue la del poeta mismo que la escribe. En el círculo de la lujuria Dante se enfrenta a sí mismo, al poeta enamorado de Beatrice, y se descubre condenado. Pero la sutileza del canto no termina ahí. El objetivo de Dante no es sólo que el lector entienda, sino que sienta, que viva el conflicto que lo desgarra. Su solución es pedirle a Francesca que relate el inicio de su pasión por su cuñado; y la anécdota resultante, como era inevitable, es literaria. Los dos estaban leyendo un romance provenzal que trataba de uno de los temas preferidos del amor cortés: el adulterio de Guinivere, esposa del rey Arturo, con Lancelot, el mejor y más casto de los Caballeros de la Mesa Redonda. Paolo y Francesca estaban solos leyendo el mismo volumen. Cuando el caballero le dio el primer beso ilícito a la reina, ambos levantaron los ojos al mismo tiempo y se encontraron sin esperarlo con la mirada del otro. Tanto ese libro como su autor, dice Francesca, fueron nuestra celestina. Ese día no leímos más. La historia de Francesca es la de un conjuro literario que logra plenamente su efecto. El beso de los dos personajes en el libro se convierte en el de los dos cuñados, se transfiere a la realidad. Pero a ese nivel debe añadírsele otro, porque Francesca y Paolo son a su vez personajes de otro libro, la Comedia; y su historia es tan dulce y seductora, la anima una mezcla tan bien calculada de inocencia y sensualidad, que la tentación de rendírsele, de justificar ese beso y con él la idea de que a la pasión no hay voluntad que se le oponga, es prácticamente irresistible. De esta manera, Infierno V es la máquina perfecta para comunicar al lector la seducción tanto del amor cortés como de la literatura que lo celebra y acaso lo posibilita. Infierno V nos fuerza a identificarnos con Francesca al punto que casi olvidamos que estamos en el infierno. Los románticos se rindieron con total deleite a ese olvido. Para ellos Infierno V era un canto adolorido por la suerte de Francesca, y por extensión ofendido con la crueldad de la autoridad divina, que la castigó a pesar de la belleza innegable de su historia y la pureza de su amor, porque no por adúltero dejaba de ser casto. Pero esa lectura se queda en el nivel de la condenada; cae por entero —y esa caída acaso sea perdonable— en la trampa preparada con maestría por el poeta. Es clave, tanto para el personaje-escritor como para el lector, que no olviden que, a pesar de la poesía innegable que contiene la historia de Francesca, en el fondo es una historia de perdición. Paolo y su amada parecen volar como palomas cuando el poeta los llama, pero es un viento justiciero el que los arrastra, y están en el infierno. Las opiniones informadas y bien argumentadas sobre este canto son muy numerosas. La mía es que el problema con el cual Dante ha luchado hasta el punto de causar el desgarramiento que escenifica Infierno V, en un último análisis, es una cuestión no sólo sentimental y poética, sino también filosófica. Dante ama, siempre ha amado a Beatrice, pero en su madurez ya no siente que ese amor sea como él lo vivió en un momento, como lo habría descrito Cavalcanti: una pasión devoradora que lo priva de toda libertad, una esfera lírica de alucinada pero estrecha belleza. Esa jaula dorada se le ha quedado pequeña. Dante intuye que su amor no es una prisión, sino la clave de su libertad; y entonces comprende que es necesario deshacerse de una vez por todas de esa idea juvenil, según la cual amar como él ama es perder por completo el control de uno mismo. Su solución es retratar el amor estilnovista en toda su belleza en este canto, para luego poder dejarlo atrás; el peregrino ha de buscar otros horizontes. En Infierno V, en otras palabras, el lector asiste al momento en que Dante deja de ser un joven poeta lírico y se convierte en el autor de la Comedia.
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Infierno IV o la belleza de una contradicción
La palabra “limbo”, que se escribe y pronuncia de forma idéntica en español e italiano, proviene del latín limbus, “borde, extremo, margen.” Por largo tiempo los católicos la utilizaron para designar un reino inquietante localizado más allá de la muerte; pero el concepto se reevaluó en 2006, cuando la Comisión Teológica Internacional reportó su clausura. Desde entonces el limbo, en una palabra, ya no existe; pero fuera de subrayar la sorpresa de que se pueda hablar de la desaparición de un reino imaginario, puede resultar útil elucidar las razones por las que se postuló siglo tras siglo la necesidad de su existencia. La polémica es antigua. Su origen es difícil de localizar, pero se convirtió en tema de primer orden durante la época de Pelagio (IV – V d.C.), teólogo britano, uno de los más elocuentes adversarios de Agustín de Hipona, que negaba la existencia del pecado original. El asunto es este: si se acepta con Agustín que todos los seres humanos portamos desde nuestro nacimiento una mancha pecaminosa heredada de Adán y Eva, y que a esa falta sólo la borra el sacramento bautismal, ¿qué ocurre con los infantes que mueren antes de que se les administre dicho sacramento? Si se sigue a pie juntillas la doctrina, aunque mueran en completa inocencia esos bebés deben ir al infierno. A pesar de ese problema, la Iglesia se inclinó por las ideas del obispo de Hipona; pero eso pareció dejar a los bebés no bautizados condenados para siempre. En el siglo XIII, haciendo eco de antiguas consideraciones sobre ese dilema, Alberto Magno acuñó el término ‘limbus’ para referirse al sitio fantasmal entre el cielo y el infierno reservado a esos bebés. Dicho espacio, llamado limbus puerorum [limbo de los niños], es uno de los dos limbos autorizados por la ortodoxia medieval. El otro, que deriva de una idea mucho más antigua, el ‘seno de Abraham’ de Lucas 13, 22, era el limbus patrorum [limbo de los padres], que habitaron los patriarcas de Israel durante el período entre su muerte y la llegada de Cristo. Luego de la crucifixión, el hijo de Dios descendió allí para salvarlos y el limbus patrorum fue clausurado. Entonces eso era, en resumidas cuentas, el limbo en la época en que se escribió la Comedia: un incómodo compromiso doctrinal para que los bebés no bautizados y los elegidos por el Dios del Antiguo Testamento no tuvieran que padecer la inexcusable situación de pasar una temporada en el infierno. Por eso, al llegar al limbo dantesco y encontrarse con que es el primer círculo del reino del mal, el lector de la época versado en teología habrá visto una insólita contradicción. ¿De qué sirve este espacio si su único propósito, otorgarle un ápice de misericordia a infantes y patriarcas, está invalidado de antemano? Y esa confusión se convertiría en embarazo, e incluso en ira para algunos, notablemente San Antonino de Florencia, al ver que a los infantes se los menciona en apenas un verso, y a los patriarcas en una decena, mientras que el grueso del canto, más de cien versos, se dedica a un castillo iluminado por una luz melancólica donde habitan, no sólo paganos como Homero y Aristóteles, sino también musulmanes como Averroes y Saladino. Los primeros comentadores de la Comedia —Giovanni Boccaccio, Pietro, el hijo de Dante, y Guido da Pisa—, inquietados por la osadía con que Infierno IV se aleja de la ortodoxia, llegaron a afirmar que aquí el poeta había perdido las luces, que se había dejado llevar por la imaginación. Al lector moderno esa excusa piadosa le puede sonar cómica; es evidente que en la Comedia entera Dante se deja llevar por su imaginación inconmensurable. Pero la suya es una imaginación rigurosa como pocas, y puede resultar productivo pensar por qué, en el momento de planear la construcción de su limbo, Dante se atrevió a contradecir a los teólogos de forma tan flagrante. El limbo dantesco, con su luz que aleja la oscuridad del infierno pero no puede sobrepasarla, con sus caras ni tristes ni alegres que rodean con tersa gravedad al poeta para conversar en voz baja, y sobre todo con ese verso tremendo que declara que la pena de estas almas es vivir sin esperanza pero en deseo perpetuo, se asemeja, en palabras de Amilcare Ianucci, a una “tragedia de la necesidad” al estilo griego. Como Edipo, como Penteo, los paganos e infieles virtuosos del nobile castello lo hicieron todo bien; pero viven inmersos en una invivible paradoja, porque la virtud exclusivamente humana que cultivaron es a la vez y para siempre la razón de su nobleza y el motivo de su condena. Por eso no es casual que Virgilio palidezca cuando escucha los suspiros de sus compañeros de círculo al principio del canto. Son los suyos propios; son el cántico resignado de un deseo sin futuro posible que se prolongará por toda la eternidad. Un deseo que estas almas magnánimas mitigan mínimamente con sus paseos por el jardín, con sus conversaciones sobre temas eruditos; con la paciencia a la vez madura y forzada de quien en su sabiduría entiende que nunca alcanzará lo que anhela sin remedio. En el canto 22 del Purgatorio Dante se refiere a Virgilio, que lo conducirá a las puertas del paraíso terrenal para después tener que regresar al infierno, como un maestro que no se puede salvar a sí mismo, pero sí a su discípulo, pues la luz con que lo guía la lleva atada a la espalda. A ese símil, como a todo el canto cuarto del Infierno, lo dicta una mezcla admirable de lucidez y ternura. Dante se atreve a contradecir de frente la ortodoxia, a reimaginar el limbo como un noble castillo para los sabios no cristianos que nutrieron su biblioteca y su alma, porque cree firmemente que no puede haber salvación sin Cristo; y porque al mismo tiempo le parece intolerable aceptar que se pueda condenar a grandes artistas, líderes e intelectuales por el hecho, tan innegable como casual, de que no conocieron a Cristo. El limbo dantesco, en suma, es una contradicción; y qué contradicción tan hermosa.
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En el foro que hicimos sobre la Comedia en el 2002, hubo una duda que no pudimos despejar. Leí incluso La Farsalia para entenderlo, pero no pudimos desentrañar de donde venía la expresión del demonio: "Et in Arcadia ego". ¿lo sabe usted? Maravillosos sus ensayos.
La expresión “et in Arcadia ego” no aparece en la Comedia. En cambio es el título de una pintura barroca del Guercino (1521 - 1666). La frase es lo que llaman un “memento mori”, un recordatorio de la muerte; la traducción sería algo así como “incluso en Arcadia, ahí estoy yo.” Arcadia es una región de Grecia que el Renacimiento entendía como una especie de Paraíso terrenal, y lo que significa la frase es que la muerte está presente incluso en el más idílico de los lugares. Pero repito: esa frase no sale en la Comedia.
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¿Qué opinas de la traducción de Bartolomé Mitre de la DC? (ojalá no le des tan duro porque es la que tengo en casa).
La he revisado sólo por encima, pero lo que vi me gustó. La prefiero con creces a la de Ángel Crespo.
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Infierno III, o por qué es preferible ser villano que mediocre
Al cabo de dos cantos nos hemos acostumbrado a la voz del narrador de la Comedia, que también es su protagonista. Pero al principio del tercer canto irrumpe una segunda, sin preámbulo ni explicación alguna, y con su mezcla insólita de música y brutalidad nos recuerda que se acabaron los preámbulos, que ahora el infierno comienza en serio. Per me si va tra la perduta gente… Se trata de la inscripción trazada por el dedo de Dios en el dintel de la puerta del inframundo, que designa lo que hay más allá del umbral y advierte al implausible viajero que una vez lo cruce no habrá lugar para la esperanza. La sorpresa habrá sido más duradera para los lectores medievales, puesto que los textos de entonces no hacían uso de comillas ni de señal alguna para comunicar que la voz narrativa había cambiado; los contemporáneos de Dante se habrán dado cuenta sólo paulatinamente de que quien habla en estos nueve versos no es el poeta, sino el infierno mismo. Y hay otra magia en el comienzo de Infierno III, una que por sencilla no deja de ser maravillosa. A medida que leemos sus primeros tercetos, ejecutamos la misma acción que el personaje y experimentamos una mezcla idéntica de maravilla y desazón. La mayoría de narradores se contenta con describir lo que les ocurre a sus personajes; en cambio, al comenzar el descenso al infierno Dante logra, así sea por un instante, que tanto nuestra experiencia sensorial como nuestros pensamientos coincidan con los del protagonista. Como él, la entrada a la città dolente la vivimos como una forma de lectura; como a él, lo que leemos nos turba e incita a la vez. Y la advertencia lapidaria, como suele ocurrir con ese tipo de consejos, se resuelve en una tentación a cruzar el umbral, a seguir leyendo. Acaso el lector medieval también haya recordado antes de atreverse a entrar, no sólo las inscripciones que se solían poner sobre las puertas de las murallas urbanas de entonces, sino también las que se labraban en los dinteles de las iglesias y que todavía se pueden leer, como aquella compuesta por Alcuino para San Hilario el Grande, en Poitiers:
“Porta domus Domini haec est et regia caeli…” [Esta es la puerta regia de la casa de Dios y de los cielos…]
Entonces aquel lector tal vez haya sentido el impacto de que esta, aunque lo parezca, no sea la domus diaboli, sino otra domus domini pero en clave negativa; de que quien se declara hacedor de esta cárcel eterna no sea Lucifer sino Dios mismo. De que, en suma, esta sea la única parte del universo forjada sólo en un segundo plano por el amor del demiurgo, y en un primero, terrible e inexorablemente, por su sed de justicia. Pero los primeros castigados por esa justicia, aunque Dante los encuentre después de cruzar el umbral, no están en ninguno de los círculos del infierno. Moran a orillas del Aqueronte, el primero de los ríos infernales, y Caronte, el barquero que lleva a las almas al otro lado, se rehúsa a recibirlos en su bote. En cambio, azuzados por tábanos, persiguen una bandera que nunca se detiene. Este castigo, el primero de tantos que el lector encontrará a lo largo de la primera cántica, es un excelente ejemplo de la ley que rige los veredictos divinos en el infierno dantesco, y que Bertrand de Born, en Infierno XXVIII, 142, llamará contrapasso, lo que se podría traducir literalmente por “pena contraria”, o más idiomáticamente, “contragolpe”. El contrapasso funciona como una especie de reflejo irónico del pecado que castiga. En el caso de estos condenados, que no fueron ni buenos ni malos, es decir no siguieron estandarte alguno, su castigo es seguir un estandarte sin meta; una bandera que permanece dando círculos, en una especie de inmovilidad cinética, frenéticamente guiándolos por la eternidad a ninguna parte. Entre estos, que no cabe llamar pecadores, Dante reconoce a alguien: es el que hizo “il gran rifiuto” [la gran renuncia]. Hoy en día el consenso es que se trata de Celestino V, o Pietro da Morrone, quien fue papa por cinco meses, del 5 de julio al 13 de diciembre de 1294, y luego renunció para reanudar su vida eremítica. La renuncia de Celestino dio pie al papado de Bonifacio VIII, gran enemigo de Dante que se convertirá a lo largo de la Comedia en una especie de némesis del poeta. Pero a este personaje no se lo nombra; así que también han prosperado hipótesis alternativas, que proponen a Poncio Pilato, quien se rehusó a condenar a Cristo, o a Esaú, el hermano de Jacob que le cambió su herencia por un plato de lentejas. Sea quien sea este personaje --en lo personal, como la mayoría de dantistas contemporáneos, me inclino por Celestino V--, lo principal es no olvidar que este espacio entre la puerta del infierno y el inicio del primer círculo, que algunos han dado en llamar “anteinfierno”, es pura invención dantesca; y que también lo es el castigo de sus habitantes, y por extensión la idea misma de castigar a los tibios, a los que no se deciden ni por el bien ni por el mal, a los que prefieren la vida estática en términos morales. Así como Infierno III es la introducción perfecta al inframundo de Dante, el castigo de los mediocres es ideal para comenzar a comprender sus bases éticas. Porque Virgilio declara que estas personas, cuyo número es tal que el peregrino nunca pensó que la muerte hubiese reclamado a tantas, son despreciadas tanto por el cielo como por el infierno, lo que los pone en un escaño inferior en términos morales al que ocupan los peores pecadores, entre ellos Lucifer mismo. Es decir que para Dante la inclinación más negativa del hombre no es el mal, sino la medianía. En su opinión el peor acto posible es no hacer nada en sentido ético, dejarse llevar, no escoger bando alguno en esos momentos en que se hace imperativo decidirse en algún sentido. Por eso, si el autor de la Comedia hubiese sido fiscal en Nuremberg, tal vez habría argumentado que los ciudadanos alemanes que ni apoyaron ni combatieron el régimen nazi, que se dedicaron a sobrevivir e intentar prosperar en medio de la debacle moral de su pueblo, merecían peores penas que Hermann Göring o Heidrich Himmler.
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Infierno II, o instrucciones para construir una escalera al cielo
La Vita nuova [Vida nueva], esa curiosa mezcla de poemario y autobiografía juvenil que Dante escribió antes de comenzar la Comedia, cuenta que cuando tenía nueve años el poeta vio en una reunión a una niña de quien quedó prendado para siempre. Se llamaba Beatrice di Folco Portinari, era hija de un rico banquero florentino, se casó con un tal Simone dei Bardi y murió a los 25 años. Dante la vio sólo dos veces a lo largo de su vida. La primera fue aquella, y la segunda tuvo lugar años después en una calle de Florencia. En un famoso poema también incluido en la Vita nuova, Dante confiesa, o tal vez sólo imagina, que ella le sonrió al verlo. Eso fue todo. Nunca intercambiaron palabra y aun así Alighieri le dedicó casi la totalidad de su obra. El último poema de la Vita nuova declara que el suspiro de amor de Dante por Beatrice se proyecta oltre la spera che più larga gira [más allá de la esfera que gira con mayor amplitud.] En clave medieval, lo que eso significa es que Dante intuye que su amor supera los confines del universo, que se dispara más allá de lo humano, que presiente en él la posibilidad de ver a Dios. Luego de comentar ese poema, Dante declara que no volverá a escribir sobre su amada hasta que sea capaz de decir de ella quello che mai non fu detto d’alcuna [aquello que no se dijo jamás de otra mujer.] Su intento de decir eso, de superar todo límite poético y físico por medio de su amor por Beatrice, es la Comedia; y el canto donde esto se revela por primera vez es el segundo del Infierno, en el cual el autor se pregunta por qué habría de ser digno de emprender un viaje de tal magnitud, un viaje del que sólo han sido capaces los héroes y los santos. Virgilio le responde que así lo quiere Beatrice. Por supuesto, la amada de Dante no es la primera de la cadena de donne benedette [mujeres benditas] que conduce de Dios a Virgilio, y por vía de este a Dante. La primera es la Virgen, quien acude a Santa Lucía, de quien el poeta fuera muy devoto. Es esta segunda quien busca a Beatrice en la rosa celestial, y le cuenta que aquel que por amor de ella sobresalió de la volgare schiera [masa vulgar] está perdido en la selva del pecado y necesita su ayuda. Pero de todas las mujeres que se preocupan por él en el cielo, es Beatrice quien baja al infierno para salvar al protagonista, en una especie de eco en clave lírica del descenso de Cristo en busca de los padres de la Iglesia. Y ella, por supuesto, no requiere a Abraham sino a Virgilio, para encomendarle la misión de conducir a Dante por los dos primeros reinos de ultratumba. Más allá de la densa red de significados alegóricos que puedan colegirse o no de este episodio, lo fundamental es tener en cuenta que Dante, a diferencia de los neoplatónicos radicales herederos de Agustín de Hipona, considera que el amor por una mujer histórica, de carne y hueso, es capaz de conducir a Dios. A Eneas se le permitió descender al Hades porque su misión era fundar a Roma, el imperio por excelencia de la humanidad; a San Pablo, porque habría de dar inicio a la Iglesia Católica. Pero a Dante se le otorga el mismo permiso sobrehumano en razón de su pasión por una mujer. Aunque desconocía el griego y nunca pudo leer a Platón, la convicción de Dante del valor de su amor personal como herramienta de trascendencia espiritual lo acerca mucho más a la intención original del autor del Simposio de lo que estuvo Plotino o cualquiera de los neoplatónicos. Para Dante, el amor che muove il sol e l’altre stelle es el mismo que lo motiva a escribir para Beatrice; amor divino y pasión lírica son, en este primer momento, uno y el mismo. De esta manera, en Infierno II la Comedia se revela de nuevo como un replanteamiento, casi una humanización, de las ideas de Agustín. Para este último, sobre todo en su fase juvenil del deificari in otio, la carne y sus pasiones eran un lastre del cual el creyente debía librarse para acceder a Dios; para Dante, por el contrario, el amor humano le da alas al alma.
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Inf 1 l. 7 es difícil de escandir: "Tant’ è amara che poco è più morte;" e incluso de comprender. En varias grabaciones hacen sinalefa en "poco_è" y dicen un decasílabo en lugar de endecasílabo (p.e. Benigni). Sería más claro el sentido y más fácil de escandir si una agrega "la": "Tant’ è amara che poco è più la morte;". Esto permite la sinalefa en "poco_è" y acento en "più", que el sentido parece requerir. Es posible que haya corrupciones en el texto en Dante, como es el caso con Shakespeare?
Por supuesto que es posible; de hecho, yo argumentaría que es inevitable, dada la naturaleza azarosa de la transmisión de los textos medievales. Antes de la imprenta no existía otra alternativa que copiar a mano los libros palabra por palabra, y ese proceso de copia es propenso a los errores. Por eso no hay texto antiguo o medieval alguno que no tenga variantes. La versión estándar de la Comedia hoy en día es la establecida por Petrocchi en los años sesenta, y le recomiendo las copiosas notas de su edición en cuatro volúmenes si le interesa profundizar en los detalles de sus decisiones filológicas. En cuanto a la inclusión del artículo en el verso 7 para facilitar la comprensión, no tengo noticia de que exista manuscrito alguno donde se lea esa versión, y por supuesto, no se puede simplemente “corregir” a Dante sin precedentes filológicos que lo justifiquen. La pronunciación de Benigni y de las otras grabaciones me parece un fenómeno natural; si se dice rápido, “poco è” prácticamente se convierte en “poch’è”. E incidentalmente, si le interesa el tema le recomiendo el artículo de John Ahern sobre la terza rima. Tal vez usted sepa que Dante inventó ese esquema métrico para escribir la Comedia. El brillante argumento de Ahern es que, entre otros motivos, la razón fundamental para escribirla en terza rima fue blindar el texto contra los frecuentes errores de los copistas. La repetición encadenada de rimas a lo largo de todo el poema asegura que el copista no se equivoque nunca en la transcripción de la palabra rimada, lo que a su vez aumenta el nivel de atención en el momento de copiar el verso entero.
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Infierno I, o el principio del fin de la Edad Media
A la Comedia de Dante la precede una rica tradición de viajes a los reinos de ultratumba. En una tableta del Gilgamesh (1200 a.C.) que las versiones estándar no suelen incluir, el guerrero Enkidu visita en un sueño el “mundo subterráneo,” donde ve a los reyes, princesas y dioses de antaño vestidos de plumas, alimentándose de tierra en total oscuridad. Y para los griegos la catábasis (de κάτα, “abajo”, y βαίνω, “caminar”) era un topos de las historias épicas, que además del famoso libro XI de la Odisea incluía episodios como el de Hércules, que debió descender al Hades para capturar a Cerbero, o el de Orfeo, que maravilló con su lira tanto a la bestia infernal como al dios de la muerte y aun así no pudo rescatar a su amada. Por el lado cristiano los antecedentes no son menos ilustres. Por nombrar apenas un par, la Visio sancti pauli, un apócrifo evangélico del siglo III d.C., detalla la visión que tuvo el apóstol durante un rapto místico, tanto del cielo como del infierno; y la Visio tnugdali, del siglo XII, reporta las experiencias ultramundanas del caballero irlandés Tungdale, que vio allí tormentos que inspiraron los cuadros inquietantes de Jerónimo el Bosco. Hay dos elementos, sin embargo, que hacen de la Comedia el ejemplo supremo de catábasis, al menos en lo que a la literatura occidental se refiere. El primero es la precisión alucinada con que su autor imaginó los tres reinos, al punto que hoy en día su retrato de ellos nos resulta irremplazable, casi “oficial”. Ninguna otra obra osa mapear con tanta exactitud la vida después de la muerte, y su rigor es tal que tendemos a creerle a Dante incluso si no creemos en Dios. Y el segundo elemento, acaso el más importante, es la valentía intelectual de la obra, que solemos olvidar precisamente porque su mapa del otro mundo se ha convertido en la versión estándar. Tendemos a pensar que a Dante siempre lo asiste la más férrea ortodoxia, cuando en verdad su versión de la ultratumba y de la teología que la informa no puede ser más autónoma y original. Un primer ejemplo de esa intrepidez lo encontramos mediando el primer canto. El poema ha comenzado en evidente clave alegórico-religiosa. Durante la Semana Santa del 1300, año en que el papa Bonifacio VIII declaró el primer Jubileo universal, un protagonista de 35 años, es decir en la mitad exacta del “camino de la vida,” extravía el sendero correcto y debe huir de tres bestias que simbolizan la soberbia, la lujuria y la avaricia. Para este punto, cualquier lector cristiano de la época habría entendido que la selva oscura donde Dante se había perdido representaba el pecado, y que lo que vendría a continuación sería un gesto de misericordia divina y un arduo camino de conversión. Pero es precisamente en ese punto que Dante se encuentra con su guía, y este resulta ser no otro que Virgilio, poeta romano de religión pagana conocido por su Eneida y por la perfección de sus hexámetros latinos. La mayoría de comentadores tiende a minimizar el carácter radical de esta elección recordando la caprichosa tradición medieval según la cual la Égloga cuarta se refería al advenimiento de Cristo, que el romano habría escrito en un arrebato profético. De esta manera, escoger a Virgilio como guía para un viaje cristiano no sería tan extraño. Pero hay que tener en cuenta que ninguno de los numerosos viajeros cristianos que emprendieron el descenso al infierno antes de Dante osó hacerlo en compañía de figuras seculares. El guía típico, como es de esperar, es un ángel u otro personaje religioso. Así, al decidir que el maestro que lo conducirá por el camino contrario al pecado será el más grande poeta latino de todos los tiempos, Dante deja claro que su objetivo es nada menos que la reconciliación de dos culturas que para la mayor parte de la Edad Media occidental, al menos desde las Confesiones de San Agustín, resultaban incompatibles: la clásica y la cristiana. Para Dante es posible, tiene que serlo, llegar a Dios por los mismos caminos que los romanos y griegos transitaron, siempre y cuando se reconozca con humildad la necesidad de la gracia. Así queda claro desde el principio por qué la Comedia es a la vez la culminación de la Edad Media cristiana, que quiso salvar al hombre volcándose hacia Dios, y el comienzo del Renacimiento, que se volcó hacia el pasado clásico en busca del hombre, y terminó, como era acaso inevitable, convirtiéndolo en el único dios posible.
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