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RAMÓN CANALÍS
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ramoncanalis-blog · 7 years ago
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Poemas profanos
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ramoncanalis-blog · 7 years ago
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Melazas idas
Melazas idas
  Me encantaba ir de vacaciones a la casa de mi abuelo, quedaba en la ciudad de Monteros, provincia de Tucumán, donde él y mis padres habían nacido. Uno de sus grandes orgullos era el “ser oriundo de Tucumán, la Provincia de la Independencia de la Patria” , repetía a quien quisiera escucharlo.
La llamábamos “la casa del abuelo”, en singular, porque la abuela había muerto muy joven, yo no llegué a conocerla. Dicen que era bella como mi madre.
Sólo un verano dejamos de ir, fue cuando tuve el sarampión, salvo por aquella situación, todos los años, a partir de los primeros días de enero, mis padres y yo, nos subíamos al “Estrella del Norte”, en Retiro e iniciábamos el largo pero prometedor viaje.
Mi vida cambiaba diametralmente al llegar allá. Un automóvil nos trasladaba desde la capital hasta Montero, localidad del interior de la provincia, cuya prosperidad giraba alrededor de la actividad del ingenio azucarero Ñuñorco.
Mi abuelo era cañero independiente, es decir un minifundista que obligatoriamente debía entregar su producción al monopolio. De todas maneras, en años de bonanza, las cosas andaban bien por lo que pudo mantener y mejorar la casa de sus mayores, ubicada en pleno centro, frente a la plaza de la ciudad.
Vuelven a mi memoria su caballo y su perro, ambos totalmente blancos como la nieve. Al caballo lo llamaba “Siempre” y a la perra “Loba”. Con el tiempo me explicó que, a su parecer, los animales no debían llevar nombre de personas porque de lo contrario, se ofendía tanto a unos como a otros.
El abuelo era generoso pero, a la vez, metódico por lo que siempre tuvo un buen pasar. En una de nuestras visitas nos sorprendió, esperándonos en San Miguel de Tucumán, con un Ford que se había comprado. Creo que notó mi decepción, de alguna manera, se excusó aclarando que el tránsito en Monteros se había complicado, demasiados autos y los nuevos tractores que arrastraban a varios acoplados cargados de caña, ocasionaron muchos accidentes en los que los sulquis   eran los grandes perdedores.  Yo no era quién para juzgarlo pero mi decepción creció cuando supe que al “Siempre” lo habían llevado al lote. Notó mi desánimo por lo que se apresuró en aclararme que el caballo se sentía mucho mejor allá, con todo el campo para retozar y liberado de tirar del carro, ahora guardado en el galpón. Esto, junto a la promesa de ir a verlo muy pronto, me reanimó bastante. él lo notó y sonrió guiñándome un ojo, reiterando: “Ya lo iremos a ver mi bien lleguemos, no te preocupes”.
Pero el Siempre y el Sombra no eran los únicos animales, en el fondo de la enorme casona, el abuelo criaba, conejos, gallinas, y palomas, mientras en las galerías una decena de pájaros enjaulados alegraban los amaneceres y las siestas con sus cantos. Otro habitante destacado era el “Chino”, un gato negro cuyas únicas tarea eran las de ahuyentar a las lauchas y dormir plácidamente en su mullido sillón.
Él Siempre tuvo, en el establo, un lugar de preferencia y la Loba era la ama y señora del resto de la casa.
El abuelo criaba, también, chanchos aunque, por razones obvias los tenía en el lote.
Yo, que vivía en un departamento en Buenos Aires, era feliz entre todos aquellos bichos.
Era cuestión de llegar para que la Loba, una perra casi más alta que yo, me hiciera notar la diferencia.  Le encantaba saltar sobre mi pecho dándome la bienvenida, tenía una lengua larga, roja y húmeda con la que me acariciaba la cara. Mi padre, que era médico, se enojaba mucho y decía que aquello era antihigiénico, el abuelo sonreía sin tomar partido.
Si algo me gustaba, por sobre todas las cosas, era acompañar al abuelo en su sulqui hasta el lote de caña. El galope del Siempre bamboleaba al carruaje de uno a otro lado, yo sobre el pescante disfrutaba de aquel vértigo incomparable mientras la Loba nos seguía corriendo con su larga lengua afuera. Me dio pena que la compra del Ford me privara de aquel placer.
Otro grato recuerdo de mis andanzas por el lote es el de las cálidas siestas en las que el abuelo, acercaba el catre a la sombra de un añoso algarrobo. Desde allí, dormía con un ojo abierto y disfrutaba viéndome jugar en las aguas de un pedregoso arroyito, afluente del Río Aguilares. Yo me remojaba y pescaba mojarras bajo la mirada atenta de la Loba, a quien, él delegaba parte de la responsabilidad de la vigilia.
Si algo no me atraía era cazar pájaros, mi abuelo me decía que eso no era bueno, que no había que “dañinear” porque sí, una cosa era tener un animalito enjaulado y bien cuidado, para escuchar su canto y otra, matarlos innecesariamente. Tal vez por la misma razón respetaba la vida de los otros bichos, es más, me gustaba observarlos y aprender sus formas de vida.
Una tarde pasó algo bastante fuera de lo normal, estaba yo trepado a la higuera, que daba sombra al chiquero, cuando vi que mi abuelo y mi padre entraban apresuradamente al corral. Parecían excitados, hablaban fuerte y gesticulaban, cosa rara en ellos.
Desde lo alto, miré hacia el rudimentario cobertizo y me percaté que la chancha gruñía de manera extraña, estaba pariendo, rodeada, ya, de varios chanchitos.
─Se le ha atravesado un lechoncito ─opinó mi abuelo.
─Esto está complicado ─dijo mi padre, ya de rodillas junto al animal.
─Sería una pena que se muriera.
─Veré que es lo que puedo hacer ─dijo mi padre, con ese tono de autosuficiencia profesional que utilizaba frente a dificultades.
Mientras tanto, la chancha seguía gruñendo con muestras de dolor. Para mí, fue casi una carnicería pero, finalmente, todo terminó bien, el ultimo integrante de la lechigada salió vivito y coleando, la madre, ya recuperada, le comió una envoltura húmeda y blanquecina, lo lamió hasta reanimarlo y mi abuelo y padre se dieron la mano, aún enguantados y  orgullosos por el feliz desenlace. Desde las alturas, fui privilegiado espectador, por primera vez, de la traumática manera en la que se viene a este mundo.
Mis padres también eran tucumanos, amaban a su terruño así que cuando ellos tenían la posibilidad, pasábamos allá, también las vacaciones de invierno.
Monteros parecía otro lugar en los meses de julio, nada que ver con la tranquilidad de enero. La zafra estaba en su apogeo y toda la actividad convergía desde los lotes minifundistas hacia las entrañas insaciables del ingenio.
La migración golondrina acercaba a miles de zafreros que, junto a sus familias, a fuerza de machete, cortaban, despuntaban y pelaban la caña sobre el surco mismo.
Era gente muy pobre que venía, desde provincias vecinas o desde el Paraguay y Bolivia, atraída por la posibilidad cierta de un trabajo.
Para sus chicos no había otra escuela que la de trabajar junto a sus padres, amontonando la caña recién cortada. En general vivían hacinados al borde de los lotes. Mi abuelo era uno de los pocos que les había construido unos modestos ranchitos. “No es de buen peronista tener a los trabajadores como animales”, me decía.
En la época de zafra el pueblo era un hervidero. Hileras de carros cañeros tirados por mulas formaban colas interminables frente al ingenio cuyos obreros trabajaban a destajo, noche y día, frente al trapiche, las calderas, las refinadoras y embolsadoras, .
A mi abuelo no le caía bien el “Ñuñorco”, decía que eran unos oligarcas explotadores.
Él  formaba parte de la Unión de Cañeros Independientes de Tucumán y hablaba con respeto sobre el Sindicato de la F.O.T.I.A. Yo era chico y mucho no entendía, pero notaba   la gran diferencia de vida entre los chicos zafreros y la mía. A él le dolía la injusticia, “por eso soy peronista, hijo” me decía, con una mezcla de orgullo y rebeldía.
 A través de los años, se modificaron las prácticas de cultivo, muchos productores aprovechaban las últimas heladas para quemar y deshojar la caña en pie, de esta manera se ahorraban unos pesos a costa de los cosecheros. Todo parecía evolucionar, todo menos la vida de los zafreros que devenían en unos verdaderos demonios, tiznados hasta el alma, trabajando entre los surcos todavía humeantes.
Mi abuelo siguió con el método clásico. “Vea, hijo, si parece que esta gente ha caído al infierno sin ser demonios. Yo prefiero un poco menos de ganancias para mí pero un poco más de cielo para ellos”, me decía cuando pasábamos frente a zafreros totalmente cubiertos por el tizne, en medio del negro surco.
También las mulas desaparecieron yendo a parar, seguramente a algún matadero. Los tractores comenzaron a remplazarlos y años después, aquellos mismos fueron suplantados por camiones cada vez más potentes.
El abuelo tampoco escapaba a los efectos del tiempo, cansado de discutir en los pesajes y en la administración del ingenio y ya con algunos achaques de salud, decidió jubilarse, vendió su lote con todo lo que tenía adentro. Le dolió, sobre todo el tener que abandonar al Siempre y a su viejo sulqui. “En el pueblo ya no hay lugar para pastajes y en la casa, está bien que es grande, pero no da para tanto. Me apena, fueron muchos años de tirar juntos”. El pobre me daba unas explicaciones que yo no pedía pero que, de todas maneras, me consolaban.
Ya no volvimos al lote, de igual manera seguimos yendo cada año, la ciudad y la vieja casa pasaron a ocupar mi mayor atención aunque ya no estaba la Loba, un auto la había atropellado cuando cruzaba hacia la plaza.
 Mi curiosidad e imaginación se conservaban intactas. Comencé a valorar cosas  que antes me habían resultado intrascendentes, tal vez por eso nunca me detuve a describirla, a bucear en sus intimidades.
Creo estar a tiempo.
Era una edificación antigua, de gruesas paredes de adobe y amplios y confortables espacios, de las primeras que se construyeron en el pueblo.
Su fachada de color blanco, como el Siempre y la Loba, con dos ventanales a la izquierda y otros dos a la derecha de un portón central de pesadas hojas de madera, pintadas de verde.
Descubrí que aquella casa tenía su rostro: las ventanas extremas eran las orejas y las centrales sus ojos, mientras que el amplio portón era la enorme bocaza encima de la cual asomaba una nariz con forma de claraboya.
La casa tenía memoria y me recordaban a aquellos viejos amigos a los que ya no volvería a ver pero que estarían siempre presentes, en aquella fachada.
Recurrí a mi imaginación para entender la ubicación de una nariz tan elevada. La casa de mis abuelos había sido muy distinguida y por eso, como las señoras de alcurnia, siempre llevaba su ñata apuntando hacia arriba.
Pronto nos hicimos amigos, percibí su indisimulado cariño que hacía que, cada vez que yo llegaba, ella intentara abalanzarse sobre mí como la hacía la Loba, aunque yo extrañaba aquella húmeda lengua.
Debía mantenerme muy firme ante estos excesos, por suerte, cuando le ordenaba, con voz sostenida, que permaneciese quieta, entendía mi enojo y se sosegaba.
Esto era agotador pero, por el momento, lograba mi cometido, aunque ni bien atravesaba sus pesadas puertas de madera, siempre abiertas, avanzaba con pequeños saltos, me apoyaba sus dos columnas sobre el pecho y me introducía, con mucho afecto, en el zaguán, dándome la bienvenida. Me sentía muy feliz pero ¡hay cariños que matan!
Recordaba a la Loba mientras avanzaba hacia el interior, rodeado por los festejos,
rogaba al destino que la casa aquella no tuviera el triste  final de mi querida perra, temía que  le sucediera alguna desgracia. Ella también se iba haciendo viejita y no fuera a ser que, por algún motivo se acercara, distraídamente, y la atropellara uno de esos pesados camiones cañeros que empezaban a aparecer. Aunque no lo comentaba a mis padres, cada año, al volver a Buenos Aires, esta angustia profunda, me invadía.
El zaguán desembocaba en un patio interior rodeado por amplias galerías que conducían a las habitaciones, a la sala, a la cocina, al baño y a un pequeño depósito.  En el centro del patio adoquinado lucía un aljibe de mármol blanco, rodeado de naranjos. Las galerías estaban perfectamente embaldosadas y, desde enormes macetones, malvones, jazmines, helechos y rosales, perfumaban los atardeceres de verano y alegraban la vista.
Cuatro pérgolas, en cruz, señalaban los accesos al aljibe. Las sólidas estructuras de madera, estaban cargadas de uvas con las que, durante muchos años, el abuelo elaboraba su vino. “Cómo mis abuelos”, me decía orgulloso.
De todas maneras, el verdadero señor de este patio era el antiguo aljibe, con sus mármoles tallados con sus caras de pumas, indios, flechas, guanacos y árboles en flor, todo constituyendo un perfecto cilindro ininterrumpido de figuras evocativas. Según se decía provenían de una misión jesuita y había sido hecho por los indios.
 Un amplio portal, comunicaba con el fondo. Allí estaba la huerta, el gallinero, las conejeras y el antiguo establo del Siempre, que el abuelo mantuvo ordenado como en los buenos tiempos en los que se escuchaban sus relinchos y el golpe seco y señorial de sus cascos contra el piso.
En sus últimos años, el abuelo se encerraba en el establo yo lo oía dialogar con su caballo, le ponía avena en el morral, lo acariciaba, lo cepillaba y hasta pude escuchar el ruido seco de la tijera de tusar.
Vecino al pequeño monte frutal, un paño de terreno bien nivelado, otrora pleno de verduras que abastecían el consumo familiar. comenzaba a extrañar las manos laboriosas del horticultor
Del baño tengo grabada la ceremonia de mis baños -valga la redundancia-  invernales.
Cada domingo, cuando el sol ya calentaba la mañana, mi abuela encendía el brasero y luego de observar el perfecto rojo de las brasas, lo metía en el pequeño lugar para templar el frío del invierno.
Desde muy temprano estaba encendida la cocina económica, sobre sus chapas, doña Segunda, la empleada, calentaba, en una hornalla, la cascarilla para el desayuno, con galleta y manteca, mientras en otra bullía aquel puchero que hervía y hervía durante toda la mañana, en una tercera la infaltable pava con agua caliente para el mate amable
La cocina olía a humo, a hollín que se pegaba, rebelde, en las paredes, en el techo y en el culo de las ollas. Olía a calidez, ternura, a galleta de campo colgada tras la puerta, al alcance del hambre. Sabía a laurel, a ajo, a ese aroma inmemorial de la sopa de verdura. Olía a albaca, a tomillo, a las manos hacendosas de mi abuela fallecida, a la ternura de sus caricias y a los pequeños sueños que todos y cada uno, durante generaciones, dibujamos en el humo que ascendía por el copete de la chimenea de cinc.
Un día, el abuelo también falleció, como la abuela, como la Loba como el Siempre, seguramente. La casa fue vendida y ya no volvimos a visitarla. ¡Han pasado tantos años!, mis padres también murieron. Un primo me comentó que la casa del abuelo ya no está, en su lugar han construido un edificio de varios pisos.
Dicen que la demolieron, yo no lo creo, prefiero quedarme con mi idea de niño, seguro que de tanta ausencia un día bajó a la calle, para ver por qué yo demoraba tanto y de viejita y distraída, la mató aquel maldito camión cargado de caña.
¿Por qué no estuve allí para contenerla?
 Rulo, San Cristóbal, 19 de abril de 2018.
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ramoncanalis-blog · 8 years ago
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    Volteretas
         del Tigre
 A mis padres
a mis hijos
al don de la amistad
a quienes me acompañaron
  Impreso artesanalmente
y editado por el autor
 San Cristóbal, 28 de marzo de 2017
   Volteretas del Tigre
 Ramón Canalís
Capítulo I: Orígenes
 La lección de piano
(a  mi madre niña)
 Vuelvo a Maipú, al preciso lugar donde Laprida se corta con la vía, allí frente al viejo caserón donde nací, donde nació, pasó su niñez y juventud mi madre. Siento que los gastados ladrillos me reconocen, una sonrisa triste se dibuja en sus paredes desfiguradas por la cruda usura rentista. Disimulo una lágrima, trato de responder a la sonrisa, no sé si lo logro. Cierro los ojos, el reloj se compadece y fraternal, retrocede. El verano atardece, un cerco de cina-cina cosquillea en el vientre reluciente de un sol pampero que se resiste a caer. Un amor de muro se monta en las ruborizadas paredes de ladrillo, preñadas de frescura y verdor. La parra generosa se pinta de rojo en el zorzal ensangrentado que le diezma el racimo tentador, ante el rezongo del abuelo. Fermín y "El Gringo” han de volver pronto del rancho de la tía Petrona. Su marido, Agustín Cabral, resero de oficio, ha traído un recado de un pariente de Parravicini.
María Antonia, Fefa, Tona, y Tita, las mayores, leen alguna novela romántica, bordan primorosas carpetas y se cuentan sus cuitas, animadas por una discreción de puertas cerradas.
Sara y Sofía, las más chicas, juegan a la rayuela dibujada entre el ladrillo de la amplia galería y un cielo aún azul lejano de horizontes.
Sólo Isabel -“la Beca”-, mi madre, permanece junto a la suya, la abuela Pepa, en la cocina. El olor a cascarilla y leche quemada anuncia la hora de la merienda. Mi madre cierra, como yo ahora, los ojos. Arrima el pequeño banco de madera hasta el imaginario teclado de bronce de la vieja cocina económica. Retira los repasadores que, colgados, se están secando. El tibio metal se enternece al roce de las yemas de sus dedos cargados de una inocente e inalcanzable melodía. Desde lo alto del tala, una calandria gorjea en contrapunto. El bronce alza su lomo como un gato seducido por el contacto. sin igual, de la caricia. Ella responde con más mimos, mece la cabeza e imagina la melodía de su vals predilecto.
Han vuelto los hermanos mayores. La larga mesa viste de hule verde sus rústicas espaldas. Nueve tazones de loza, algo cascados, juguetean humeantes con las galletas de campo que ofrece, generosa, la bolsa colgada tras la puerta de madera.
La abuela pega el grito convocante, nadie falta a la cita, tampoco mi madre, aun con el sinsabor de su melodía trunca. El teclado pierde su magia, sólo queda la barra de con sus repasadores húmedos. Húmedos como incrédulos ojos de una niña y sus sueños truncos…
Ella creyó tener otra oportunidad, pero lo lo cruel y lo grotesco volvieron a golpearla con más fuerza.
Siempre fue una alumna aplicada y solidaria que sacaba, a sus compañeras de escuela, de más de una dificultad matemática.
Gracias a esto y por especial pedido de su hija, el dueño del único cine de Maipú, permitió a mi madre, cumplir su sueño, sentarse frente al viejo piano a rodillo que acompañaba a las películas con su desafinada melodía recurrente.
Fue durante un sábado de matiné, puso el alma en sus dedos, evocó su amada melodía, cerró los ojos y, balanceando su cabeza recorrió el teclado. El estrépito del piano desafinado, la sacó de su éxtasis. El endemoniado rodillo comenzó a girar, alocadamente, imponiendo la tosquedad de su música. Sorprendida, como tocada por un rayo, cayó de espaldas sobre el escenario entre la estupidez y la crueldad de las carcajadas de los presentes. Le costó despertar, volver a la realidad, lloró, lloró mucho.. Su corazón gorrión sintió un dolor de alas y dedos mutilados. Ya no tuvo otra chance, condenada por el hecho de haber nacido pobre.
A pesar de todo, no se dio por vencida, cantó a la vida cual una calandria, frente a la adversidad o cuando la dicha, Su gorjeo  enamoró mi infancia y vuelve, en mi recuerdo sabiendo a letanía.
 A mi padre
 Padre:
Por qué mis dedos se agarrotan de ternura,
por qué mis ojos se nublan por las lágrimas,
por qué mi mente se cierra protectora
y no puedo escribir sobre tu infancia, feliz y pobre?
Por qué las anécdotas tantas veces escuchadas,
en las sobremesas en casa de los abuelos,
se anudan en mi garganta y se niegan a brotar?
Porqué no he podido amanecer
tus bonaerenses mañanas mercedinas,
camino de la escuela, hasta el cuarto peldaño,
-luego tuviste que trabajar aún más duro-
el pasito compadrón, el guardapolvo gris,
heredado de José, que ya había dejado.
La bolsita de género cosida por la abuela Salvadora
en la que restos de lápices, la pluma cucharita,
y una goma gastada por errores emendados
junto al vaso –tarrito aún rojo de conserva,
la pequeña pizarra, descascarada, en la que escribías
con un cacho de yeso y volvías a borrar,
tus sueños de abecedario y la tabla del dos.
¿Por qué me han sofrenado tus locas cabalgatas
montado en el noble y sudoroso Cuervo
o las largas caminatas de tu alma inocente,
blanca como la leche que vendías, al pie de la vaca?
Por qué no me he zambullido en las siestas calientes,
escapadas al Río Luján, que nos bendijo?
Por qué Padre, tanto amor había quedado, hasta ahora,
en lo hermético de un tintero reseco,
en la mudez de una pluma cucharita olvidada?
  Capítulo II: Génesis
  Romance lunar Paco y la Isabel
 a ellos...
El terror hacía cenizas de Hiroshima, la Europa aún su herida no lamía y aquí, en la inocencia pueblerina, en lo alto de un viejo conventillo, para ser más preciso, en el altillo, donde el cielo fugaz viste de chapa y la triste glicina se hace escarcha. Allí aconteció la dulce historia que en mi cuna, dejaran, entre arrullos las sedosas almohadas de la luna.
Era junio muriendo en la tristeza, un invierno colaba su crudeza, por el tajo del tiempo hecho una hendija, en el triste machimbre de la pieza.
Era junio y helábase el brasero, sonrosada su piel tras de la puerta, con vergüenzas de porfías derrotadas, dolor de madrugada y brasa muerta.
Misterios del amor y resolana, en el centro preciso de la pieza, en regazos de linos y el cobijo de la manta entretejida que fue lana; en el seno profundo de la cama, al calor de un  abrazo de cansancios, de la larga semana y poca paga.
Fue entonces, casi al llegar la medianoche, blanca luna de humilde carricoche, doncella enamorada del lucero, filtró su luz argenta hecha agujero, por la vieja gotera y la  cascada. Así se descolgó, mágico hecho, sobre cuerpos palpitantes y los pechos, en un canto de amor de rosa y lecho. Ella y él meciendo en el beso, cuando labios y pieles entrelazas, al hijo concebían, en el acto ritual que me dio vida.
  Naciéndome
 Allá donde Laprida
se abraza con la vía,
un marzo atardecer,
bañándome  de sol,
perfume de jazmín,
me vió nacer.
Caricias de un candil,
luz primera, sutil,
que hirió mis ojos.
El aire de Maipú,
de niebla y humedal
copó pampa el pulmón
que alzó en mi voz,
el primer llanto,
la fría sensación
de andar en soledad,
de allí a  la muerte.
  Capítulo II
De mi  niñez
 Cara sucia
               a la manzanita islera y criolla
              a los amigos de la infancia
  La Sudestada nos mojaba,
hasta la horqueta,
y algo más,
cuando nos conocimos,
purretes.
No tenías el nobre
colonizado
de la “Grani Esmit”,
ni el amarillo enfermizo
de la “Golden Yelou”
ni el sello “for export”
de la engrupida “Deliciosa”.
Vos eras fea, algo pecosa,
embarrada, arañada,
pero que nos importaba
cuando calzando justo
en mi manito cálida,
recibías aquel mordisco
travieso y cómplice.
  Días de  Tigre y Enero
 Las vacaciones de verano eran, para nosotros, una verdadera bendición. Como a ninguna familia del vecindario se le ocurría  siquiera, ir a veranear, las pandillas de chicos se multiplicaban como se multiplicaban las horas “de ocio”, ratos libres, decíamos en aquellos tiempos.
Después del almuerzo nos juntábamos frente al conventillo y   acordábamos cuál sería nuestra actividad para la larga tarde. Las alternativas eran variadas, ir a pescar mojarras, cazar ranas, afanar ciruelas, ir al club, al campito del useo o jugar un picadito en la calle.
La democracia funcionaba bastante bien, la voluntad de la mayoría era aceptada sin chistar, salvo cunado de ir al río o las largas expediciones en busca de frutas ajenas. En ambos casos, ya sea por razones de lejanía o de peligro, pendía sobre nuestras cabezas, la amenaza de una buena paliza cuando regresáramos.
Entonces se charlaba un poco más pero finalmente los más remisos eran convencidos y se armaba la expedición.
Una vez en marcha, jugando, tirando piedras, haciendo bromas. Sentíamos que el mundo, aquel pequeño mundo de un Tigre pueblerino, nos pertenecía por completo. Calles, campos, bañados, costa, frutales estaban allí puestos para nuestro placer.
El camino era largo, bordeábamos la costa, nos refrescábamos, tomábamos agua, y así, casi sin darnos cuenta, llegábamos al destino elegido.
Trepábamos a los ciruelos preñados de las suculentas “remolachas”, luego del atracón, hacíamos las mil monerías, jugábamos “a Tarzán”, arrojándonos por la cabeza, los carozos pelados, en un clima de total y feliz algarabía.
Pero El Tigre iba cambiando, aquel territorio liberado a nuestras travesuras se fue acotando.
Hacíamos la primera excursión del verano, al mote de los ciruelos, con sorpresa e indignación nos encontramos frente a un alambrado que, perpendicular al río, impedía nuestro acostumbrado paso, decidimos saltarlo. Cuando el último de nosotros lo lograba, aparecieron tres tipos, con cara de poco amigos, que  nos dijeron que por allí, no se podía pasar, que aquello era “ propiedad privada” , Desde aquel día odio estas dos palabras. Seguimos nuestro viaje, comimos las ciruelas remolacha como si fuera la última vez. Era, lamentablemente, la última vez.
Al regreso nos esperaban con tres enormes perros, nos dejaron cruza bajo amenaza. De puro tercos, olvimos, al tiempo, el cerco estaba coronado por punzantes alambre de púa los perros ladraban como demonios. Sentíamos haber perdido una parte importante sde nuestro territorio. Pensé en los querandíes.
De regreso, frustrada la aventura, uno de los chicos gritó, con bronca, “¿qué carajos nos importa, nos quedan la costa y el picado en la calle que nadie nos podrá quitar¡”. Repuntó nuestra moral herida y el andar fue menos pesado.
Pero, en el fondo, estábamos derrotados. Con el correr del tiempo, en el campito del Museo Naval pusieron una guardia militar, los autos nos ganaron la calle, a la costa le quitaron los muelles desde los que zambullíamos, el río se contaminó y las mojarritas desaparecieron.
Nuestra generación tuvo, de alguna manera, suerte ya que disfrutamos felices cuando el paisaje de nuestra niñez era de todos y no era de nadie.  En el que nuestra imaginación volaba libre y como los pájaros o se zambullía en la fantasía de las charcas, como una verde rana.
Niñez feliz, tiempo y pasado.
 Casi olvidada
                  a Tito Correa
 Allá,
en un pibe paisaje duradero,
trazado hasta aquel cielo de baldosas
destino saltarín de mi  rayuela,
con un trompo zumbón y compañero,
en el fondo – girando-  de las cosas,
dónde  huérfana la calle hace su escuela.
 Allá,
tras la piedra feroz  y  la gomera,
bajo plumas, heridas en el combate,
aquel vuelo que no fue sino quedarse.
Tragedia que la vida devolviera,
quebrándome las alas en el embate,
por querer, por solo ser, por animarse.
  Allá,
dónde el  sauce llorón  pare una   sombra,
cuando el río cansado  hace su  siesta,
mi niñez  brilla en un salto de mojarra,
pincelada tigrense que la nombra,
bajamares  de ausencia manifiesta,
que bebieran los duendes de la jarra.
 Allá,
en la casa que la brisa de marzo construía,
con  perfumes de azahares y de aljaba,
en jardín hecho de flores y el cariño,
que en maternos labios –madre sonreía,
en el vals , cuando  mi padre lo cantaba,
se forjó el corazón de mi alma niño.
 Allá,
casi agarrada de una horqueta,
con un perro ladrándole a la luna,
en el cuento aquel de "había una vez..."
olvidada la sonrisa en la cuneta,
como un viejo carozo de aceituna,
quedó, triste  olvidada, mi niñez.
  Capítulo III
 Hola, muerte...
              Morires
 Entre todos los muertos  están  mis muertos, mis muertos venerables,
-carezco de otros muertos-
mis muertos   compartidos y  aquellos  sin más deudos ni más  rezos que los míos ,
–los muertos que re-mueren con mi muerte-
¿Serán los muertos nuestros,  aquellos  muertos y su epopeya,
en  la piel, la carne, el hueso o lo que reste, en el  frio silencio de su tumba?
¿O  estarán en  los espíritus alegres,  transgresores   que en sus coplas  le cantan a mi  almohada,
o al oído me cuentan sus andares   despertando   noctámbulos anhelos?
¿Así como en su muerte,  habrán vivido o confunden las loas cuando evocan?
¿Habrán sido, geniales,  buenos tipos  o he forjado su gloria en los infiernos
de la fragua pequeña de mi amnesia  que no guarda lugar para villanos,
-los que aún muertos jamás serán mis muertos-?
Yo me muero por morir para saberlo,
cuando muero por morir, por ser tu muerto,
el muerto sólo tuyo, tu sólo muerto, el guardián de aquel ��ntimo secreto.
que omitiera el cincel de la memoria en la piedra falaz de mi epitafio.
Quiero serte el que fui – atardeceres-   entre tus brazos,
un andar por la  vereda de tu pasos cuando  en sueños
acunaba el  poema - a flor de labio- nunca escrito.
Ser tu trigo  de abril, el pálido jazmín que aún aroma,
un clavel encarnado, en el rizado viento de tu pelo,
la caricia inaugural  que nos paría, un aroma de beso en madreselvas
y la luna, y los grillos y la alameda y la noche gentil que nos mecía.
El rubor matinal de nuestras pieles, desnudas, entrelazas, virginales
aquel fuego de amor adolescente naciéndose  entre linos de distancias
-pagana comunión de nuestras almas, instante-eternidad que nos podía-
No me busque tu llanto bajo el mármol de la lápida guardiana del olvido
seré  sólo “luz buena” en camposanto, una brisa bañada de cipreses,
el errante cometa  que allá guíe cuando ausentes las lunas, en la penumbra ,
en el  vuelo gorrión más proletario y ese  canto matrero del jilguero,
en la cuna lodal del viejo río y el  abrazo raigal de mis ancestros.
Allá me encontrarás hasta otra muerte - mi muerte del  final, del no retorno-
Cuando caigan   de tus no-brazos mis despojos,  cuando ruede rota mi alma sin-luceros
en la lágrima nonata que en tus ojos, en la flor en la que ayer me  has olvidado.
  La Tía Rufina
 Fue allá por el verano de 1950 que tuve la primera noción de la muerte. Junto a otros chicos del barrio, jugábamos a la bolita, sobre un pequeño rectángulo pelado de todo pasto, de aquellos que se formaban en las las baldosas faltantes de las  veredas de barrio.  Un hoyo, un lazo y un tiro y a jugarse a cara o cruz en cada encuentro de hoyo y quema, con cuarta o sin cuarta, o el “rompe paga” y la bronca de “garpar” cabizbajo, una bolita, en un crudo tributo en la derrota. Entregar, en mala racha, la más fea, la cachuza, y sufrir en la sangría que no cesa, y se van las moteaditas, el ojito, el bolón y la lechera y, al final, pedir el humillante perdón para que se te cobrara la puntera.
El sol del mediodía caía a pique sobre nuestras peladas cabecitas, como música de fondo, las chicharras ensayaban aquel canto de amor, desde la parra.
Estábamos totalmente enfrascados en la magia del juego, nuestro pequeño mundo se restringía a aquellos pocos metros cuadrados de tierra gredosa en los que poníamos en juego nuestras habilidades, nuestro prestigio y nuestro capital lúdico, las bolitas.
El  Josecito llegó con la mala  noticia “se murió doña Rufina” dijo con un chillido histérico,  excitado por ser portador de la noticia que él mismo había escuchado en el almacén y a sabiendas del misterio y temor que la noticia de una muerte cercana traería sobre nuestras mentes .
Doña Rufina era nuestra vecina inmediata, una señora mayor que emigrara, junto a su marido, desde su Valencia empobrecida y se instalara en un extraño edificio de madera totalmente forrado con chapas acanaladas de zinc. Digo extraño por las enormes dimensiones que, en sus dos plantas, albergaba a ocho familias que, de a pares, compartían retretes, piletas de lavado, entradas y espacios comunes del amplio fondo.
Para la jerga barrial, aunque los inquilinos tratábamos de elevar su categoría, aquel caserón era sólo “el conventillo de Emilio Mitre”.
Yo la quería mucho, con mis pocos añitos, solía hacerle algún mandado, al almacén, por el que generosamente me retribuía.
Solíamos encontrarnos luego de la siesta, ella fregaba la ropa, en la pileta común, vestida con un viejo batón, negro como el delantal y el pañuelo con que cubría   su cabeza.
De ojos eran claros y  piel arrugada. Sus manos sarmentosas, curtidas por el trabajo y la edad nunca fueron escollo para poder  disfrutar de sus caricias.
Me acercaba y ella estaba ya lista para hacerme el encargo que era solo un pretexto. Me daba las monedas necesarias y salía yo disparado hacia el almacén.
Esperaba mi regreso aun fregando. Con una sonrisa, recibía el paquete envuelto en papel de estraza, me daba las gracias, acariciaba mi cabecita pelada, se detenía ora sobre mi  mechón blanco, ora en alguna cicatriz, resabio de algún certero piedrazo. Llena de ternura, me pedía que le recitara aquel verso que ella me enseñara, entornaba sus ojos y sonreía dulcemente, como volviendo a su niñez al tiempo que   mis labios ceceosos pronunciaban:
  “Jesucito chiquitito,
fuiste niño como yo,
por eso te quiero tanto,
con todo mi corazón”  
 Luego, se persignaba y me regalaba una monedita de níquel o cobre, de cinco o diez centavos y yo salía, nuevamente, disparado hacia  el almacén a comprar aceitunas.
Quise mucho a la “tía Rufina” y la noticia de su muerte me conmovió en lo más profundo.
Era la hora del almuerzo, mi padre no me llamó con su silbido inconfundible, esta vez, salió a la puerta indicándome, en voz baja, que ya íbamos a comer.
Una nutritiva sopa y una fuente de milanesas con puré, constituían aquel generoso almuerzo, de todas maneras, no las sentí sabrosas, como otras veces.
Mi mamá estaba mejor vestida que otros mediodías, parecía haberse adelantado al atardecer. No llevaba su ropa de entrecasa, vestía aquel conjunto gris que tan bien le quedaba, lucía su cabello recogido, prendido con aquel peinetón de la abuela, sus mejillas matizadas por un “colorete” y el rojo de sus labios rojos señalaban que  algo fuera de  lo común estaba sucediendo.
Hablaban más bajo que de costumbre y la radio estaba apagada. Fue aquel ambiente de pesar el que me llevó a preguntarles si era cierto que había muerto la tía Rufina.
Hubo un pesado silencio, mi madre me respondió con cierta ambigüedad que la tía Rufina se había ido al cielo.
El almuerzo fue callado, yo me sentía inquieto, apoyaba y soltaba mis pies sobre el transversal de la vieja silla de madera torneada y junco, tenía ganas de salir de aquella cocina de piso de madera que me atrapaba, cruzar el marco de madera de la puerta en la que una laucha había hecho un agujero por cuyo control luchaban el pequeño roedor, a fuerza de tozudez, y mi madre taponándolo con un corcho, una y otra vez.
Nunca había deseado tanto que el almuerzo terminara. Finalmente llegó la naranja y luego de un té con bombilla, mi padre se levantó, nos saludó y se encaminó, no sin cierta contrariedad, a completar su hornada de trabajo.
Me quedé un rato junto a mi madre luego, con el pretexto de facilitar el barrido de la cocina, me fui, con disimulo,   hacia la calle.
Algunos de mis amigos estaba con su pelota rayada de goma bajo el brazo como convocando al picado de la tarde, de a poco nos fuimos juntando, estábamos desganados, finalmente, no hubo fútbol. Quedamos sentados sobre el cordón de la vereda, bajo la sombra de plátano y dejamos transcurrir el tiempo. Muchas vecinas, con sus mejores vestidos de tonos apagados entraban a la casa de la tía fallecida. Llevaban una pañoleta sobre su cabeza, en una mano,un pequeño y grueso libro negro y uno de esos collares con una cruz, con los que en la casa de Leonor se rezaba el Rosario, en la otra, un ramo de flores  recién cortadas de los propios  jardines. Blancas calas, pimpollos de rosas aterciopeladas o la más humildes, rosas pálidas de cerco, gladiolos, dalias, y margaritas, algún jazmín,   aromados alelíes.
Solo aquellos que han cultivado su jardín saben el gesto de desprendimiento, afecto y reconocimiento que una ofrenda de este tipo significa.
Los ramos estaban envueltos con papel celofán y atados con una cinta de la que pendía una tarjeta con el apellido familiar.
La tarde fue avanzando en aquel clima de duelo, vueltos de sus trabajos, los hombres, vistiendo también sus mejores galas, comenzaron a llegar para saludar a los deudos.
Aquella vez nos olvidamos de Tarzán y Poncho Negro. Al anochecer, los padres volvieron a sus casas y los chicos, tras de ellos, a cenar y acostarse temprano.
Mi habitación lindaba con la del velatorio por lo que me resultó difícil conciliar el sueño ante el constante ruido apagado de pasos, sollozos y murmullos, finalmente lo logré.
Me desperté temprano, ya mis padres estaban levantados, seguían vestidos con elegancia, mi madre me preparó el desayuno que apuré mientras ellos tomaban mate, luego  levantó la mesa, ordenó ligeramente la cocina, se quitó  el delantal, mi padre tomó el sombrero, salieron del brazo.
Al Salir me dijeron que estarían al lado, en la casa de la  tía Rufina, que me portara bien y que, si me juntaba con mis amigos, no hiciéramos alboroto; luego, ellos irían al cementerio, me insistieron que me cuidara, que no me moviera de la cuadra, que  muy pronto regresarían.
Otra vez aturdido, salí poco después que ellos,  me dirigí a nuestro lugar de encuentro, en el  cordón de la vereda, bajo el plátano.
Los chicos nos fuimos juntando de a poco en nuestro lugar de encuentro. La concurrencia a la casa de la tía Rufina iba en aumento.
Notábamos una atmósfera de tensión, el nerviosismo se acrecentaba. Algo importante estaba por suceder.
Los presentes abandonaban la casa de duelo y se reunían en la vereda.
Miraban hacia la esquina de Alsina, por allí aparecieron dos briosos caballos percherones negros arrastrando sudorosos una brillante y negra carroza coronada por una gran cruz, la seguían otros tres carruajes pequeños igualmente negros y lustrosos. “en el más grande se lleva el cajón, el otro es para llevar las flores y en los dos últimos van los parientes”, nos decía, por lo bajo, el José que no estaba dispuesto a perder protagonismo. De todas maneras, agradecíamos a su fina vocecita que nos sacaba por un instante de aquel momento oprobioso.
Aún no todo estaba dicho para nuestra conmovida mente infantil, cada carruaje era conducido por un par de cocheros de capa y galera totalmente negras, uno de ellos con un largo látigo que hacía chasquear sobre la cabeza de los caballos. Sus manos enguantadas con contrastantes guante blancos completaban una imagen de misterio y ultratumba que nos atemorizaban hasta la médula.
Apretujados, no nos movíamos del lugar, la boca reseca y las manitos húmedas marcaban ese temor a lo desconocido con que la muerte nos embargaba.
El carruaje principal paró frente a la casa, seguido por los tres restantes.
Desde adentro se escucharon llantos más fuertes. “Están cerrando el cajón”, acotó el José, en voz baja.  Los
acompañantes de los cocheros, comenzaron a sacar y acomodar las ofrendas florales en el carruaje correspondiente. Dos palmas y una corona –que así se llamaban, según nuestro inagotable relator, eran reservadas para la carroza principal.
Las muestras de dolor se multiplicaron cuando,  por el estrecho vano de entrada, apareció la caja de madera lustrada,  llevada a pulso por los hombres, entre ellos y para mi orgullo, mi padre.
“Ahí adentro va doña Rufina”, dijo el José. Todos lo miramos desconcertados. Mi confusión fue en aumento.
Tras acomodar las flores, el primer carruaje arrancó lentamente, al chasquido del látigo. La carroza era seguida por el cortejo, los hombre se relevaban para llevar el féretro.
Pasaron frente a nuestros ojos, sin pensarlo, nos paramos siguiéndolo en silencio, desde la vereda.
Llegados a la calle Alsina, casi al doblar, subieron el féretro a la carroza y reacomodaron las flores. Todo estaba listo para el viaje final.
Los familiares subieron a los pequeños carruajes de duelo, algún vecino aportó un viejo Ford, otro una chatita, alguno que otro auto. En estos vehículos se acomodaron las más viejos, el resto tomó un colectivo de la línea 68, todos se perdieron, al final de la calle. Alguno de los que se quedaron  dijo, al pasar: “ pobre doña Rufina, ya va camino al  cementerio”, otro le contestó “allá iremos a parar todos” y se persignó.
Sentí ganas de gritarle que estaba equivocado, que ella se había ido al cielo como me había dicho mi madre. Una duda me contuvo. La angustia se apoderó de mí, al no poder saber, con toda certeza, cuál sería el destino de mi querida tía Rufina.
  Los Angelitos.
 Yo no sé si las muertes de niños eran más frecuentes. Tal vez la pobreza, una mayor exposición a las enfermedades y la falta de los medicamentos adecuados, fueran causas determinantes de un fenómeno que, por presentarse con toda crudeza podría haber incidido en la subjetividad de mi apreciación. La casualidad y la mayor exposición de mi temprana edad pueden haber contribuido a mi exagerada percepción.
Lo cierto es que recuerdo, de aquellos tiempos primeros,  la muerte de varios  niños y jovencitos muy cercanos. Sólo me referiré, aquí, a tres de ellos.  
En aquel conventillo disfruté de mis tiempos más bellos pero la muerte supo mostrarme su cruel y trágica contracara.
Digo esto porque poco después de la muerte de la tía Rufina, la tragedia volvía a pegar muy cerca. La víctima un bebito cuyos padres vivían también pegados a nosotros, separados por el otro delgado tabique divisorio
La parca volvía a presentarse ante mí, me rodeaba y yo, en mi inocencia, la recibía con un “hola muerte”.
Pasó un tiempo, la tragedia se alejó, solamente, dos cuadras para llevarse al hermano menor de un compañero de escuela. Un poco más adelante, volvía a la cuadra, una adolescente amiga, “La Ñata”, sería su víctima
¿Para qué más? Desempolvo mi dolor para tratar de entender este duro aprender a la muerte que sólo concluye con la muerte misma.
    Morir naciendo
 A mis frescos nueve años, la muerte volvió a sacudirme.  El pequeño había nacido con graves dificultades, estuvo internado en la maternidad de Tigre, durante cuatro meses hasta que falleció a pesar de los esfuerzos de los médicos, por salvarlo.
La muerte, que no llega sola, encontró al padre sin trabajo y a la familia sumida en la pobreza. Los vecinos hicieron una colecta para comprar el cajoncito blanco y ordenar un velatorio ajustado a tan paupérrima situación. Restaba resolver el tema del sepelio. Se comentaba que el padre había recibido unos pocos pesos de la municipalidad pero que los había tenido que destinar a la compra de remedios para la esposa cuya salud se había resentido, entre el trajín y la desgracia.  Apurado por la morgue que ya mantenía el cadáver más allá del tiempo que marcaba el protocolo, el buen hombre consiguió a través de algún alma piadosa, una autorización para hacer el traslado del cuerpo al cementerio de una manera muy original, evitando los costos de  la empresa fúnebre.
Empecinado en que su hijo muerto no fuera enterrado de oficio, rogó a las autoridades competentes le permitieran trasladar al angelito con la dignidad que se merecía. La idea era transgresora pero en aquel Tigre pueblerino y bonachón, todo era posible
Su propuesta, basada en su situación económica y el poco peso del ataúd, consistía en organizar una suerte de sepelio épico en el que el pequeño cajón fuera llevado, a pulso, por un grupo de niños del barrio vistiendo su guardapolvo escolar que se alternaría en la tarea.
A través de un vecino policía, tuvo la confirmación de que el comisario haría la vista gorda y que el encargado del cementerio no presentaría ninguna objeción al recibirlo, mientras se presentara el acta de defunción. Faltaba conseguir la aprobación de los padres ya que los chicos estaríamos totalmente predispuestos a participar en aquella extraña aventura.
Con más de veinte chicos convocados, el traslado y las postas para cubrir el largo camino al cementerio. Estaban garantizados.
El pequeño difunto fue velado a cajón cerrado, unas pocas horas de un día sábado. Pasado el sol del mediodía, la caravana se puso en marcha. Adelante, portando una gran cruz de madera, el padre, flaco, de barba larga y tupida, de expresión mística, calzando unas gastadas botas de cuero y bombachas pardas sujetas por un ancho cinturón, luego el cajoncito blanco llevado por los chicos de blanco y almidonado guardapolvo y aún más blancos guantes, inmediatamente después, los que portaban las humildes ofrendas florales, luego los relevos y finalmente unos pocos y discretos acompañantes.
Ninguno de nosotros había querido perderse la oportunidad de conocer el misterioso cementerio, en mi caso pesaba, además, el desvelo por despejar mis dudas sobre el destino final de los muertos, tema que no dejaba de angustiarme.
Aunque mis ávidos ojos deben haber registrado cada detalle de aquel hecho, mi memoria, piadosa, los borró definitivamente.
Fui el único que se aferró a una manija y no la soltó hasta llegar frente a la fosa, mi curiosidad podía más que el cansancio. No quité los ojos del ataúd, atento a cualquier maniobra evasiva del chiquito muerto.
El Josecito que, naturalmente, había sido de la partida, sentenció: “los chicos que se mueren son angelitos y van al cielo directamente”.
Esto aumentaba mi temor al no saber si, en caso de que el féretro comenzara a volar, debía yo sujetarlo aun a costa de ser arrastrado con él hacia el cielo.
Por suerte, nada de esto sucedió y llegamos a destino sin mayores complicaciones. El sepulturero  y la negra fosa me conmovieron en un acto inaugural que aún me acompaña: el golpeteo de los terrones sobre un ataúd .
Enterrado, bajo unas cuantas paladas de tierra quedaba el bebito en su cajón ¿o sólo el cajón? ¿Habría volado o volaría más tarde?
En de una plaza cercana, comimos unos sándwiches de mortadela, regados con abundante agua para aplacar nuestra sed.
Luego del corto descanso, emprendimos el regreso a pié, parecíamos una pequeña majada volviendo al corral.
En mi relación con la muerte, había dado un paso importante, sabía, ya, cuál era el real camino de los muertos, aunque no todavía, su destino final.
  El mojarrero
 Desapareció un mediodía, su familia vivía justo frente al Río Lujan. Tenía solo cinco años, trató de imitar a sus hermanos mayores, tomó la cañita y el tarro de lombrices y cruzó la Victorica. Soñando con pescar alguna mojarra, se acercó al muelle de madera, ahí nomás, pegadito al club de remo.
Se dio la alarma, el vecindario lo buscó por todo el barrio, los chicos imitábamos a los mayores, voceábamos su nombre, aún sin dimensionar el drama en ciernes.
El hermano mayor notó la ausencia de su mejorero y el tarrito de lombrices. Tuvo un presentimiento que se haría realidad
Fue hasta la costa, allí, flotando junto al muelle, estaba la pequeña caña de pescar, enredada en un peldaño de la escalera, más allá, enganchado a una amarra, su gorrito blanco.
No hubo dudas, los muchachos se zambulleron y bucearon, repetidamente, pero fue en vano.
La Prefectura, trajo a remolque un pequeño bote de rastreo.
Tres marineros tiraban el grampín arrastrado una y otra vez hasta que finalmente lo localizaron, bajo la rambla del Argentino.  El cuerpo, sin vida, salió a la superficie, enganchado de su pantaloncito
Mi madre cortó unas flores de nuestro jardín, armó un lindo ramo que llevé con dolor y recogimiento.
El impacto emocional debe haber sido muy fuerte, el ambiente acongojado, los llantos, la escenificación, y ese particular olor de las flores ofrendadas, quedaron definitivamente asociados a la muerte institucionalizada. Junto al féretro, me encontré frente a frente con el rostro de la muerte. Aquel rostro infantil, pálido como las mortajas que la rodeaban, me aportaba la certeza necesaria, los muertos iban, casi con seguridad, dentro de su ataúd, a una fosa en el cementerio. Mis dudas, en este aspecto, se habían disipado, una nueva pieza del rompecabeza era colocada aunque me llevaría más de una vida el completarlo. Al día siguiente, temprano, la carroza blanca partía hacia el destino ya conocido.
Comencé a aceptar que el Josecito, tal vez, tenía algo de razón.
  La parálisis infantil
 La Ñata era la hija única de un matrimonio mayor, humilde, querido y respetado por el vecindario, Don Roca y doña Luisa.
Él era carpintero y vestía los 365 días del año con un pantalón y una camisa azul de trabajo, ella era ama de casa.
No eran muy dados aunque buena gente. Por las tardes, veían pasar la vida apoyados sobre la barandilla del alto corredor que daba a Emilio Mitre.
Tuvieron una hija poco mayor que yo. De carácter seco, al igual que sus padres, sin embargo buena amiga mía.
Heredó de doña Luisa una filosa y larga nariz y una miopía que la llevaba a usar anteojos permanentemente. La apodaron “la Ñata”, mote con el que convivió durante su corta vida.
Era el desvelo de su padres quienes, a pesar de su humilde condición, trataron de darles la mejor educación. Era una eximia pianista. Yo era uno de los pocos chicos que frecuentaba su casa En el barrio, no creo haberla visto en un solo cumpleaños, sus padres fueron siempre temerosos de que ella se contagiara de las frecuentes epidemias de la época.
Ironías de la vida, salvó, tal vez, del sarampión, la tos convulsa, las paperas, la varicela, y otras enfermedades corrientes, pero fue víctima del más cruel flagelo de aquellos tiempos, ¡la parálisis infantil! o poliomielitis, como luego se la llamó.
Corrían los años cincuenta, la epidemia asolaba y aterrorizaba, no existían vacunas y las únicas medidas sanitarias eran: lavarse las manos, evitar lugares muy concurridos y, sobre todo, no dejar de llevar, colgada en el cuello, una bolsita de alcanfor, al que se le atribuían propiedades preventivas. Se suspendieron las clases y se comentaba quie, las familias adineradas se refugiaban del flagelo en la soledad de sus estancias. Para los pobres, solo era cuestión de aguantárselas con el alcanfor y la ayuda de Dios.
A mi amiga la Ñata, Dios no la ayudó a pesar que sus padres fueron de los más precavidos.
Un día nos desayunamos con la terrible noticia: a la Ñata le había agarrafo la parálisis infantil. La mala nueva corrió como un reguero de pólvora. Estaba internada en el Hospital de Tigre, la enfermedad se fue extendiendo por su cuerpo, le atacó el pecho, no podía respirar, la cosa iba de mal en peor. Don Roca y doña Luisa dejaron de verse apoyados en la baranda, permanecían todo el día en el hospital.
Una pequeña luz de esperanza se abrió cuando llegaron los pulmotores, unos aparatos que facilitaban la respiración, en este tipo de casos. Evita, a través de la Fundación, compró una cantidad de estos novedosos ingenios. “Ahora, ya está en el pulmotor” fue el comentario alentador. No hubo caso, la Ñata murió una triste mañana, el barrio vistió luto.
Desde entonces asocié pulmotor a muerte preanunciada y supe que la muerte, también, podía ser preanunciada.
Las autoridades sanitarias pusieron ciertos reparos pero, finalmente, la Ñata fue velada en su casa de Emilio Mitre.
Ya tenía edad y experiencia para concurrir a un velorio. Allá fui, meticulosamente aseado, con el consabido ramo de flores.
Hice coraje para pasar bajo la vieja pérgola, subir las escaleras y dirigirme al cuarto en el que la velaban.
A pesar de mi conocimiento, la muerte parecía sorprenderme en cada oportunidad.
Otra vez el cajón blanco, cerrado por razones de higiene, la gran cruz de la cabecera, las flores y su olor particular, aún el dolor y la desesperación de los deudos formaba ya parte de mi tétrico panorama.
Mi angustia mayor estaba allí vinculada a una fuerte sensación de vulnerabilidad frente al flagelo, el lazo afectivo, su cercanía, me harían sentir de allí en más, que yo también era pasible de la muerte y que esta me acosaría durante el resto de mis días.
Saludé a sus padres y permanecí un largo rato en aquel cuarto donde solíamos jugar. Intenté distraerme para bajar el agobio, observé con detalle el movimiento de la gente y las pequeñas rutinas que hacen al desarrollo de un velorio. El Josecito se iba haciendo grande y alguien debería tomar la posta para a vivar a los más chicos.
Al otro día, temprano, volví en compañía de mis padres. Luego se iniciaría una segunda parte del ritual al que ya me estaba acostumbrando y, por lo tanto, no me sorprendía. Llegaron los carruajes blancos, sacaron las flores, el ataús, llevaron, a la Ñata, a pulso una decena de metros, la cargaron en la carroza y partieron, todos, hacia el cementerio. Ya no dudaba sobre el itinerario de los muertos. Solamente me acuciaba la incertidumbre respecto a su camino alternativo hacia el cielo. Confiaba ciegamente en mi madre y sabía que aún quedaban misterios por develar.
 Capítulo III
 De mi clase
 A la Escuela nº 6 de Tigre
  Alfabetizado.
                   a la otra escuela.
                   a mi Vieja
  Mi mamá me ama,
amo a mi mamá.
Así en la escuela
conocí la “eme”,
pero a querer mi Vieja
me enseñó la vida.
  "La Perla Negra"
 A María Cecilia,
         a aquel amor niño
              que renace.
                 La señorita Lydia, mi maestra de cuarto grado me notó extraño.  No era para menos, estaba preparando la hazaña más maravillosa de mi vida: rescatar la famosa perla negra de las fauces de la ostra gigante del Mar de Coral Rojo, allá, en el   temible Océano Índico.
Nunca había  estado allí, pero reconocía  todos y cada uno de sus vericuetos, contaba, ya, con un preciso mapa.. La ayuda de Sandokán (El Tigre se la Malasia) me resultó valiosa, sin su aporte radial, nada hubiera sido posible. El intento era inminente y la sensación de riesgo exaltaba mi romanticismo.
María Cecilia, a mi amada María Cecilia, entregaría el botín de mi aventura:
¡La perla negra! ¡La que ni el propio Sandokán y ni su mismísimo contramaestre habían podido rescatar! Llegó por fin el jueves. No demoré, a la salida del colegio, ni figuritas ni bolitas ni peleas.
Como de costumbre, la merienda estaba lista y humeante cuando llegué a mi casa.
Mi madre había salido por lo que dejé la taza del caliente cacao y me fui a la pieza.
Encendí la vieja radio, su ojo mágico y verdoso como el de un calamar gigante, me puso en clima.
Todo se daba según mis planes. Tenía, todavía, algunos minutos. Saqué de un baúl las prendas necesarias.
Me puse un holgado pijama de seda en desuso de mi madre, que aseguré con un grueso cinturón, até sobre mi cabeza, un pañuelo rojo de igual paño.
En el alhajero me esperaba un aro de gran argolla que prendí en mi oreja izquierda.
Un infaltable par de botas de mi padre completó la vestimenta. Luego solo fue cuestión de pintarme una barba y los bigotes y calzarme, a la cintura, la enorme cuchilla que pendía sobre la pared de la cocina.
Me miré al espejo,¡ parecía el mismísimo Sandokán!  
Tenía aún cinco minutos, repasé mis rutinas, todo estaba en orden.
Pensé en el asombro y alegría de María Cecilia al verme, sombrero en mano, arrodillado frente a ella,  entregándole la ofenda,  fruto de mi hazaña.
¡Reinaría, junto a mi amada, ante la admiración de amigos y adversarios!
Unos últimos retoques frente al espejo y ¡A navegar, Tigrecito, sobre la cama matrimonial!
La radio anunciaba la llegada de Sandokán!
El bergantín pasó, frente a mí, a las dieciocho y tres minutos. Me colgué del cable de la araña, volé en un movimiento pendular calculado y caí en la bodega, entre unos sacos de arroz. La tripulación no pudo observarme. Actué rápidamente. Acomodé mi vestimenta y fui directamente a hablar con el Tigre. ¡Con el Gran Sandokán! Enmudecí frente a su figura. Tragué saliva y grité con todas mis fuerzas. "¡Soy el grumete ErreCé, embarcado en Puerto Valientes. A sus órdenes señor!
Enfrentó mi dura mirada. "¡A fregar la cubierta!" me gritó. "Algún día seré vigía" pensé, resignado, mientras observaba,
con admiración, al tuerto pata de palo que, entre cordajes y velas oteaba el horizonte desde lo alto del mástil mayor.
Debía apurar mis planes, si es que quería lograr mi objetivo.
En cuclillas, cepillando los sucios tablones, fui arrastrando el balde con agua enjabonada hasta quedar detrás del timonel. Era el momento crucial, necesitaba de todo mi poder mental. El hombre barbudo, imperturbable, acariciaba con firmeza la enorme rueda del timón.
Me concentré, tratando de dominar con mi mente, su tosco pensamiento.
Él permanecía inmutable, a pesar de la energía con la que mi cerebro emitía las órdenes. ¡”Ciento ocho  grados a babor"! ."¡Rayos y centellas!". "¡Ciento ocho grados a babor, he dicho"!
El enorme esfuerzo dio su resultado, el timón comenzó a virar buscando el rumbo ordenado: hacia el Arrecife Rojo, dominio de la Ostra Gigante que guardaba en sus entrañas la Perla Negra.
Los vientos borrascosos soplaban a mi favor, nadie notó el cambio de rumbo.
"¡Extiendan el velamen completo!", ordené, tensando mis neuronas. "¡Adelante a toda vela!".
Consulté la pequeña carta, sacada de un extenso relato de mí héroe, referido a la codiciada perla. Un viejo mapa de Oceanía, hallado en un cajón me ofrecía mayores datos.  
Mi corazón latía aceleradamente. ¡Estábamos ya sobre el arrecife!
Me preparé para lanzarme por la borda. Un serio imprevisto me detuvo. Estábamos en plenamar, el arrecife de coral no alcanzaba a emerger sobre las turbulentas aguas.
Dudé.  Era mi única oportunidad, el tiempo volaba, el episodio estaba en pleno desarrollo y la nave dejaría muy pronto aquel punto remoto y anhelado.
Pensé en María Cecilia besándome la frente, en el asombro y admiración de mis compañeros y en la Señorita Lydia que, finalmente, tendría que mandarme a la Bandera.
¡"Ni un solo instante más!, me dije.
Apreté el grueso cuchillo entre mis dientes, me quité las botas de mi padre, pues según él, era muy difícil nadar con ellas puestas".
Y... ¡Al ataque!
Aspiré profundamente, antes de tocar el agua. Con el mismo envión de la zambullida, me sumergí varias decenas de metros. El arrecife rojo apareció frente a mi vista. Lo veía como una fotografía corrida, tal era la velocidad con la que nadaba hacia el fondo mismo del océano.
Aunque con una buena reserva de aire puro, sentía que el tiempo escapaba de mis manos. Dupliqué el ritmo de brazadas. Finalmente la vi.
¡La ostra estaba allí!
Sobre un fondo arenoso, en el centro de un jardín de algas floridas, rodeado de miríadas de pececillos de colores, me esperaba el botín más preciado.
Sus valvas entreabiertas dejaban sobresalir unos largos tentáculos, dos de ellos remataban en enorme ojos redondos.
Me vió, intuyendo mis intenciones. Abrió sus valvas amenazadoramente. Confieso que casi logra disuadirme.
Pensé en María Cecilia, en  el valiente Sandokán, en mis amigos. ¡Mi suerte estaba echada!
Di las últimas brazadas, el monstruo extendió sus tentáculos y abrió aún más su enorme boca. Yo tomé el largo cuchillo y arremetí con todas mis fuerzas, no quería lastimarlo,. El choque desprendió un chisporroteo debajo del agua. Los peces se alejaron, las algas cerraron sus flores. El cuchillo quedó trabado entre sus abiertas fauces. El aire comenzaba a faltarme.
Alcancé a divisar la enorme perla negra en el fondo de sus carnes.
No tuve fuerza para el intento final, dejé la cuchilla allí encajada, emergí rápidamente, trepé por un cabo de popa.
¡Menos mal!, el Tigre de la Malasia y sus valientes tigrecitos, se despedían hasta el próximo episodio.
Me descolgué por el mismo cable de la lámpara y caí, exhausto en la cama de mis padres, consiente de mi fracaso.
No pude volver a mirar a los ajos azules de María Cecilia, frente a mis compañeros seguí siendo uno de los del montón.
Desde entonces, mis expectativas de arriar la bandera azul y blanca de mi escuela quedaron tan sepultadas como aquella Perla Negra, en las profundidades del Océano Índico.
Cuando mi madre regresó, ya estaba todo en orden, una aburrida radionovela gemía por el parlante de la radio, mientras una lágrima parecía correr por el ojo mágico.
Estuvo   un tiempo preocupada, buscando el desaparecido, viejo cuchillo carnicero de la abuela.
Yo, por mi parte, no me animé a dar, jamás, explicación alguna.
  Palabra escrita
a Pichi, a Pibín, a Susana, a Sara, a Lydia Beatriz
ellos me iniciaron en  la mágica aventura de leer y escribir,
a la Srta. Directora que, seguramente,   insistiría, en el final de mi cuaderno con un    "muy bien, sigue así y serás felicitado"
Muchacha que se desliza,
magia del trazo elegante    
sobre un pedazo de tiza,
un respiro y adelante
sobre la negra pizarra.
Queda de blanco tu huella,
como volar de cigarra,
como en la noche una estrella.
El saberte es como amarte,
con tu hilacha firme y mansa
teje la obrera con arte,
la frase de su esperanza.
La mano tosca del hombre,
al correr se vuelve niño,
el niño aprende a decirte:
Patria, pan y libertad,
Padre, mañana, lucero,
Madre, trabajo, ternura,
Hermana, rosal, jilguero.
Vida, justicia, hermosura,
Sudor, lucha, compañero.
Muchacha que te deslizas
sobre un pedazo de tiza,
caminitos hecho sueño,
de los andares sin dueño,
cosechera de memoria,
Pueblo que escribe su Historia.
 Gomita
a su arte humilde                                                                                         a mis compañeros de escuela primaria
A Alberto Gómez, lo llamábamos “Gomita”, vivía a cuatro cuadras de mi casa y fuimos compañeros, de primero inferior a sexto grado, en aquella escuela nro. 6, pública, laica y gratuita. Le pusimos aquel apodo combinando,  con es saña que denominábamos “picardía” y que servía para resaltar más una limitación que una virtud. Porque “Gomita” era un antojadizo diminutivo, derivación   de su apellido, que lo estigmatizaba por su baja estatura, ya que ocupaba  el primer lugar de la fila Seguramente que si hubiese sido el más alto del grado no lo hubiésemos apodado “Gomota”, por dos motivos, el primero porque si al grandote no le caía bien, tenía las herramientas físicas como para desalentar al primer atrevido.  Ser grandote era un atributo positivo socialmente reconocido y reverenciado. Por contraposición, “Gomita”, ha sido uno de los grandes compañeros de mi infancia. Lo recuerdo con especial cariño por muchos motivos valorables, entre ellos, el permitirme ser el segundo o tercero de la fila, evitando así gran parte de los desplantes que él se cargaba.                                                ¡Grande Gomita!, nunca supimos agradecerte el que nos hubiera evitado a cualquiera de nosotros ser el petizo del grado y esto, aunque sólo fuéramos unos pocos centímetros más idiotas.                                                                                            Gomita era un alumno del montón en un curso sin poco ni mucho brillo. Eso sí, tenía una virtud en la que superaba, largamente, al resto de sus estirados condiscípulos, su envidiable capacidad para el dibujo que nunca fue destacada lo suficientemente por las maestras, tal vez por su humilde origen o porque sus padres no participaban activamente en la vjda de la escuela.                                                                                                Porque los padres de “Gomita”, seguramente por esa autolimitación de aquellos que se sienten excluidos, no frecuentaban al grupo de padres que, en parte solidariamente y en parte con algún afán de figurar, colaboraban en las tareas de apoyo a las autoridades escolares.                                                                 En mi caso debo aceptar que fui casi un buen alumno en la primaria, rápido para matemáticas, bueno para la “composición”, aceptable en gramática, regular en conducta y bueno en aseo, pero el dibujo fue siempre mi mayor frustración. Mis ilustraciones, eran realmente un verdadero desastre.  Aún hoy puedo constatarlo en la colección de mis cuadernos, de primero inferior a sexto grado, que conservo gracias a la dedicación de mi madre.                                                   Gomita no solía destacarse –ni bien ni mal- en ninguna de las materias “duras”. Pasaba desapercibido, durante todo el año, salvo para los más cercanos en orden de estatura, porque así nos ubicábamos en los bancos.                                               Los de su cercanía  reconocíamos la magia de su trazo certero en el dibujo, de su manejo  armónico de los colores, un raro talento  que le hubieran permitido lucir sus cuadernos, cosa que su timidez le negaba .¡Cuántos,  habremos recurrido a su arte y generosidad para salir del apura frente a un dibujo requerido! Para el resto de los compañeros era casi ignorado y desestimado.                                                                                           Esta era sólo una de las muchas pequeñeces que salpicaban a  la igualdad propuesta por el guardapolvo blanco común y se colaban, con crueldad, en nuestros infantiles corazones. No todos éramos iguales, sólo éramos un poco más iguales.                             Durante todo una año de bajo perfil, Gomita alcanzaba su real notoriedad y reconocimiento con la llegada del fin de curso.           Entonces todos olvidaban que era el primero de la fila, que sus padres no participaban en la cooperadora y que su guardapolvo no era tableado sino liso y tantas otras estupideces discriminatorias.  Desempolvando nuestro el espíritu solidario nos agolpábamos frente a su pupitre para pedirle que nos ilustrara, al estilo pergamino, la hoja del cuaderno que nos serviría para recolectar las firmas de salutación y buenos augurios que, cada final de año, se repetían, sistemáticamente. Gomita, generosamente, no paraba hasta que el último pedido no hubiera sido satisfecho.                                                                   Luego venían las vacaciones, el olvido, el anonimato, el próximo grado, la subestimación. Todo esto, hasta que el nuevo fin de curso requería de su arte.  Así fue durante largos siete años.                                                                                                              En una oportunidad se enfermó y me honró con el pedido de  que  le acercara los deberes durante su convalecencia . Allí conocía a sus padres, la mamá era una señora menuda, de pelo recogido, calzaba  gruesos anteojos ,zurcía  y bordaba “para afuera” reforzando el magro presupuesto familiar; el padre, pintor, retacón de rasgos fuertes, muy callado. La humilde vivienda me pareció gris y triste. Todo cambió, cuando se  encendieron las luces.             Mágicamente aparecieron cortinas y manteles bordados y cuadros, bellísimos cuadros desparramados por doquier. Paisajes, personajes, rostros, animales, naturalezas. Me sentí conmovido por esa alegría interior que guardaba la casa. Totalmente sorprendido, indagué sobre el autor. “Es mi viejo” me respondió mi amigo, con timidez. “Él es letrista, pinta carteles, pero cuando tiene tiempo y guita, e dedica a estos cuadros”, continuó, como disculpándose.                                                                                                De vuelta a casa, les conté a mis padres sobre las maravillas que había descubierto, en la casa de mi compañero.                 Recuerdo que mi madre me respondió: “Él no prejuzgar te ayudará, siempre, a disfrutar de estas gratas sorpresas”.
Terminamos el ciclo primario a mediados de los años cincuenta. La última semana de noviembre fue, también, la última semana de gloria escolar para “Gomita”, dibujó, con placer y gracia, los últimos pergaminos solicitados por sus compañeros de clase.                                                                                       La vida nos separó, nunca supe más de él. Imagino que será pintor, cómo el padre. Si así fuera, le deseo que haya podido romper el cerco gris del ostracismo y sorprender y deleitar con su talento innato de pintor.
 Capítulo V
 Amando
   Carta de amor.
de mi diario personal
 Amada Candela:
¿Cómo podrían estos insignificantes arabescos expresar, aunque más no fuera, superficialmente, el cúmulo de sentimientos que hoy me abaten?
El tiempo ha pasado, inconmensurable, desde tu partida. Si bien intuyo la crueldad de un exilio que los obligara a dejar Colombia,
mi corazón no puede aceptar que tu retorno se transforme en mi propio exilio, de  soledad y de la distancia que me aleja de tu presencia, la  más bella geografía a la que, con candidez adolescente me entregué, deseé y amé en el furtivo despertar de un primer beso.
El tren partió, implacable, sentí las lágrimas de tu rostro amado, asomando por la ventanilla. Padecí la crueldad de la curva donde se perdía tu mano agitando el blanco pañuelo.
También yo lloré. Lloré desconsoladamente sobre el viejo andén de la Estación retiro del Ferrocarril San Martín.
Allí quedé, como petrificado, sin intentar otra señal que la de mi pesadumbre.
Los padres de Celia se apiadaron de mí y me ofrecieron traerme de vuelta a Tigre. Pero ya no hay regreso, para mí. Las veredas, las calles, los árboles, los pastos, hasta nuestro Río, adquirieron un brillo especial desde que te conocí. Hoy todo aquí es gris, dolor, monotonía, ausencia.
El sonido de los toletes, acariciados por los cueros de los remos, hoy suenan a tristeza, han dejado de ser aquella dulce melodía que acunaba mis oídos, cuando remaba, a tu encuentro.
Candela de mi vida, tu luz ya no ilumina mi paisaje. Marcho ciego y sin rumbo hacia un tétrico horizonte de penares.
Mi lira que tantas veces te cantó, hoy calla aturdida. Déjame que te exprese mi dolor en los sentidos versos del poeta mexicano, Manuel Acuña, aquel que a sus jóvenes veinticuatro años, coronada por mil lauros su poesía, decidiera poner fin a su vida, con el disparo que volara sus sueños y el dolor del amor no correspondido.
 "Niños y soñadores,
cuando de dejar acabábamos la cuna,
cuando la aurora del primer cariño
no despuntaba a descorrer el velo
que la inocencia virginal del niño
extiende entre sus párpados y el cielo.
Cuando las almas al dolor ajenas,
Se deslizaban dulces y serenas,
Cómo el ala del cisne en la laguna.
Temprano las abrimos,
Temprano nos trajeron
Al término del viaje."
  Dulce amada, quisiera mostrarme más optimista pero sé que el tren, primero, y luego el barco, irán acrecentando la distancia, ahondando la herida de mi pobre corazón acongojado.
Te amo, te extraño, te recuerdo.
  Rulo.
 Han pasado, ya, sesenta años
  Aquellos dieciocho
                     a NB
 Como no recordarte
volviendo a la frescura
de aquellos dieciocho.
La brisa, primavera jugándote
en los labios,
en la tierna mirada
de tus ojos rasgados,
en toda vos, un sueño
cercano y tan distante,
creciendo en letanías.
Caminito de piedra
de los álamos viejos,
tenue puente colgante
coloreado de amor.
La cortada de tierra
oliendo a madreselva,
más allá de la esquina
del último beso.
Atardecer de grillos,
las manos de la mano,
asomaba tu casa,
trepando ligustrinas,
para vernos llegar.
Aquel irse despacio,
rebelde de dejarnos,
tal vez fuera el presagio
que obscureció temprano,
tras la vetusta ochava,
chaleco de almacén.
  Capítulo IV
 Crecer de golpe
  Alumbramiento
            a Albertito
 Casi hasta tuvo suerte
cuando llegó,
las moscas y las diarreas
se las habían picado
llevándose de la mano,
como todos los veranos,
una larga caravana de pancitas hinchadas.
La invernal pulmonía
no había comenzado aún
su trabajo febril
y sin concesiones,
colándose por el machimbre
o la chapa picada.
Digo casi,
porque si hubiera sido
por la mala pasada
que le jugaron aquellas
sifilíticas espiroquetas
que la miseria regaló
a su Vieja.
O por la borrachera
crónica,
en la que el Viejo
quemaba la vida
como un pucho,
entre changa y changa,
tal vez hubiese visto,
sorprendido,
aquella tarde soleada
de un marzo villero.
Casi hasta tuvo suerte
cuando llego,
pero nació,
entre otras cosas, ciego.
  Canciones infantiles para no olvidar.
 Aserrín, aserrán,
los maderos de San Juan,
piden pan, no le dan,
piden queso, le dan hueso
y le cortan el pescuezo.
...
Frente a un plato de trigo,
vacío,
claman tres tristes pobres,
tres tristes pobres claman
frente a un plato de trigo,
vacío.
...
Nadie nos escucha,
¡qué dolor mi niño!,
el hambre ya es mucha,
pan de tu cariño,
me guía en la  lucha.
 Frente a un plato de trigo,
vacío,
claman tres tristes pobres,
tres tristes pobres claman
frente a un plato de trigo,
vacío.
Pablito robó un clavito,
clavito robó Pablito,
una mañana,
Pablito robó un clavito
Por un clavito Pablito,
está en cana.
...
Mientras muy ufana
Una  señorita muy aseñorada,
puesta a funcionaria,
muy desenfadada
la plata se afana,
junto a mi esperanza
mi sueldo no alcanza.
Una señorita, muy aseñorada,
burla la justicia,
pasa por el agua
no se moja nada.
...
Pablito robó un clavito,
clavito robó Pablito,
una mañana,
Pablito robó un clavito
Por un clavito Pablito,
está en cana.
...
Aserrín, aserrán,
los maderos de San Juan,
piden pan, no le dan,
piden queso le dan  hueso
y le cortan el pescuezo.
Aserrín, aserrán,
los maderos de San Juan
por justicia volverán.
 Leonor
Había venido a este mundo allá por el Centenario, en un rancherío situado sobre la costa de un riacho afluente del Paraná, en el Partido de Zárate. Su madre murió, luego, en el hospital a causa de una infección posparto. De padre desconocido, nació, prácticamente huérfana. Se la apropió una vieja quien la bautizó “Leonor”, sin pila bautismal ni sacerdote, sólo algún baño, tal vez, en las aguas barrosas que la vieron llegar. No tuvo identidad hasta la llegada de Perón, de todas formas, nunca dijo su apellido inventado. Creció sin muñecas, sin niñez, sin escuela; alguien la estafó y no pagó por esto. A cambio de un húmedo colchón tirado en un rincón, de palos sobre el lomo, pan duro y agua, lavó y planchó ropa ajena desde los ocho años.
A los diez, la madama de un prostíbulo de la zona portuaria la vino a buscar, le tiró diez pesos a su tutora y  se la llevó a trabajar como esclava, a lavar sábanas, a quitar las manchas  de los placeres de niños bien y las humillaciones de las mujeres explotadas.
No había llegado a los trece cuando la madama se la entregó, como obsequio , y por una noches, a un viejo  caudillo conservador, reconocido putañero,  afecto a la carne joven.
Joven y atractiva, prisionera de una realidad que la superaba, su alma se fue cargando de amargos sinsabores.
Pasaron muchos años, era todavía, una linda mujer cuando lo conoció a Héctor, Héctor de Mario, patrón de a bordo de un arenero, frecuentador de los piringundines portuarios.
Estaba solo el hombre, peleado a muerte con su anterior mujer, le gustó “la morocha”, le ofreció irse con él, al Tigre, ella aceptó agradecida. Por unos pocos pesos, el tipo arregló con la madama y se la llevó, nomás.
Tendría hembra y quién le lavara la ropa cuando atracaba en el Canal San Fernando.
Por buena persona, por solidaria, Leonor supo ganarse el aprecio de aquel barrio humilde y solidario.
Dijo llamarse Leonor de Mario, la mujer de Héctor, nadie preguntó más. Trabajaba duro, lavaba y planchaba como ninguna, además limpiaba casas. El alquiler, naturalmente, lo pagaba ella, bastante había hecho el Héctor sacándola del burdel.
Nunca habló de su pasado, fue fiel y servicial con su marido en los pocos días por mes que permanecía con ella, entre viaje y viaje.
Le dolía enfrentar las ausencias de su hombre. Sabía que preparar el bolso con ropa limpia era su  señal de partida. Se ponía un traje cruzado, corbata, chambergo, zapatos abotinados bien lustrados y, en invierno un poncho sobre sus hombros. Se perdía en la esquina de la costa, fumando un Fontanares, tomaba  el colectivo 60 y desparecía hasta quién sabe cuándo.
De pibe recibí todo su afecto y apoyo. Ya en edad de poder retribuirle, la militancia y el exilio me lo impidieron.
La maldición de la dictadura  golpeó con dureza, el tipo la había abandonado sin decirle nada, simplemente no volvió, ella sufrió el impacto.
Empezó a andar de mal peor. Sufrió un accidente, se quebró una cadera, no pudo trabajar más. Los vecinos la ayudaron como pudieron, eran tiempos difíciles, y  ella tenía su orgullo y se negaba a aceptar una mano.
La desalojaron por falta de pago. Tuvo la posibilidad de alojarse en la “Casa de los pobres”, un asilo de caridad, a la vuelta, nomás, de nuestra cuadra.
Mi madre fue su última amiga. En cada una de mis cartas desde el exilio enviaba, en un sobre aparte palabras de aliento y agradecimiento para ella. Nunca reconoció ser analfabeta, decía no poder leer porque la vista no le daba. Mi madre le leía mis cartas, tal vez la hayan ayudado.
Se la notaba más y más deprimida, para peor, a mis viejos también los desalojaron, se mudaron un poco más lejos y mi madre no podía verla con tanta frecuencia.
Recibí la carta presagiada, Leonor se había suicidado arrojándose a las aguas del Río Luján, aguas aleonadas cómo las de sus orígenes. Después de una creciente, su cuerpo apareció boyando por San Fernando. Allí la enterraron de oficio, lejos de su barrio. Dios y el cura faltaron otra vez a la cita. Bendecían las armas genocidas mientras mis lágrimas rodaban sobre el frío hielo de Estocolmo.
 Capítulo VI
 Sueños rebeldes en tiempos de plomo
  Jirones
 A Oscar, al Colo, a Elsa, al Guille,
a Cristina, al Negro, a Norberto, a Hernán,
a todos los que dieron su vida
por una Patria mejor.
 Cuando caiga la luna
opresora,
bajo el Pueblo horizonte
igualitario.
Cuando renazcan soles
de todas las edades,
en una cara niña,
curtida o laburante.
Cuando el Pan y la Rosa,
y un Vino enamorado,
compartan cada mesa,
cada día.
Cuando la muerte muera
vencida por la vida,
habrá Paz en tu tumba
que no debió ser.
 Canto de amor descamisado.
   a la Juventud  Peronista,
  a la Resistencia.
 Dejame contemplarte
muchacha,
en tus ojos de asombro
en los míos.
Dejame refrescarme
en tus labios,
manantiales de miel
de rocío.
Dejame que repose
en tu pecho,
en el trigo carnal,
campesino.
Dejame un arrullo
en tu canto,
en su magia
volver a ser niño.
Dejame la caricia
en tu mano,
hacedora de pan
compartido.
Dejame  tu ternura,
me marcho,
la jornada es dura,
me espera.
Dejame contemplarte
muchacha,
dejame demorar
la partida.
  Allá, por los 70`
Corrían tiempos difíciles, allá, por los principios del 70´, la resistencia popular a la dictadura se iba consolidando y los milicos no le encontraban la vuelta para frenarla. Estaban como enloquecidos, pegaban sin ton ni son, al bulto, y el Pueblo Peronista respondía con más organización y una mayor combatividad en la que las organizaciones político-militares tenían una marcada preponderancia.
De la improvisación de los primeros operativos y en la medida que los represores ajustaban sus mecanismos, la insurgencia hubo de avanzar en la planificación más acabada para garantizar no solo el éxito sino también la seguridad de los compañeros intervinientes y sus organizaciones.
Una distracción, un choque había privado a la columna norte de uno de sus vehículos de mayor versatilidad y eficiencia, era un Peugeot 605 con lucarna desplazable que permitía, en situaciones de retirada, que un compañero la abriera y se asomara por ella para contener, a fuerza de balazos, a los perseguidores.
Si a esto sumamos su pique, velocidad, ductilidad, no será necesario ser un entendido para reconocer la importancia que se le atribuía a aquella pérdida involuntaria.
Teníamos que poner a pleno nuestra capacidad operativa, por lo que la necesidad de reemplazar al Peugeot era imperativa.
Se armó el grupo operativo y se designó al responsable. Comenzamos la búsqueda, no nos fue difícil localizarlo, recibimos el dato de que un vehículo con esas características, totalmente impecable, perteneciente a una multinacional radicada en Escobar.  La información, facilitada por un compañero de base, detallaba que aquel, conducido por un chofer contratado, efectuaba un viaje de rutina diario, de lunes a viernes. Partía de la planta, pasaba por el domicilio de tres ejecutivos de la empresa a los que transportaba al lugar de trabajo para, por la tarde hacer el camino inverso.
Nos interesó y decidimos hacer el chequeo del recorrido y de las circunstancias vinculadas. Con total regularidad, el vehículo salía de la fábrica a las 06:30 hs., andaba un corto trecho por la autopista, tomaba la colectora oeste a la altura de Maschwitz, avanzaba por una lateral de tierra, tomaba a sus dos primeros pasajeros un kilómetro adentro, luego, por un camino de ripio, en dirección al sur, llegaba a una elegante mansión en la que esperaba el otro ejecutivo. De allí emprendían el regreso, recorriendo casi dos kilómetros por un camino vecinal poco transitado. Este nos pareció el trecho ideal para el aprete, se eligió el punto de intersección en una curva pronunciada, en un bosquecito totalmente descampado.
De la planificación fueron surgiendo las necesidades logísticas, todo se iba armando como en un gran rompecabezas. La posta sanitaria, los vehículos operativos, los fierros, la documentación, la caracterización (maquillaje), la evaluación de imprevistos y las maneras de resolverlos. Nada quedaba librado al azar, teniendo en cuenta que en cada operación estaba en serio riesgo la vida de los compañeros y mucho más.
Lo ejecutaríamos un lunes ya que contábamos con que estarían más relajados. Participarían dos vehículos, uno de contención y el otro, el operativo. Me tocó intervenir desde este último junto al “Tordo”, al “Pollo” y al “Gordo Mario”; éste último y yo portaríamos, aparte del nuestra arma personal, una metralleta Uzzi, cada uno.
El planteo era sencillo, montándonos en el caos existente, estableceríamos una “pinza”, mecanismo de control de vehículos y pasajeros que los milicos realizaban muy a menudo.
Cruzaríamos el auto casi entrando en la curva y los esperaríamos con una baliza azul sobre el techo para evitar mayores sospechas, el coche de contención quedaría oculto entre unos arbustos.
La planificación era un juego de niños frente a la ejecución del operativo. En esta última llegaba la hora de la verdad y no podíamos fallar. Es difícil, en los tiempos actuales, comprender el desajuste y zozobra que un error de cálculo o de ejecución podía generar en el conjunto de la organización.
No era fácil salir con esa carga, dejar parejas, hijos, sin saber qué carajos podía pasar. En la calle, con el fierro en la cintura y hasta encontrarnos con los compañeros, éramos, cada cual, uno solo frente a un aparato represor, cruel y al acecho.
Vivíamos en permanente tensión aunque esto no nos impedía disfrutar delos gratos momentos en los que el amor o la amistad iluminaban nuestros rostros, alegraban los corazones retemplando el espíritu.
Pero nadie se achicaba, primaban los ideales y el compromiso por una Patria mejor y un Pueblo feliz y dueño de su destino.
En el punto de encuentro nos esperaba el responsable, quien efectuaría un disimulado control sobre combatientes, vehículos y logística. Con todo en orden, solo era cuestión de encaminarse hacia el objetivo de acuerdo a lo previsto.
Conduciría el “Pollo “un tipo simpático y entrador con el que aún solemos vernos, amaba al futbol más que a su santa viejita sin embargo, la militancia lo llevó a colgar los botines.
En el asiento delantero, lo acompañaría el Tordo un médico del Barrio Norte con un aspecto de garqueta que se caía pero totalmente jugado, en aquellos tiempos. Peinado a la cachetada, podía pasar por un cafiolo o un oficial de calle. El sería el encargado de la presentación y el chamuyo cuando el coche se detuviera. Esto era fundamental, necesitábamos ganarnos sus confianzas, que nos consideraran “de ellos” más aún, que los estábamos protegiendo y la pinta del Tordo era la ideal..
En el asiento de atrás, el Gordo Mario y yo, con sendas metralletas que aumentaban nuestra capacidad de fuego e imponían un particular respeto.
Cuando el objetivo se aproximara haríamos funcionar la baliza adherida al techo, el Gordo Mario se atravesaría en el camino mostrando sus dos poderosos disuasivos, la metra y su abultada panza,  el Tordo, desde l orilla opuesta, se acercaría, con una credencial policial en `la mano, haría la venia, se presentaría y les explicaría, de la forma más convincente, que esto era solo un control de rutina en el marco de un operativo mayor para evitar que un grupo de subversivos que merodeaban la zona, pudieran evadirse. Les pedía que supieran disculpar la molestia pero esto era para el bien y la seguridad de la gente decente.
Medianamente convencidos, comenzó un interrogatorio de rutina en que les preguntaba quiénes eran, qué hacían, de dónde venían. Los tipos se deshacían por contestar, no sin un dejo de desprecio. Yo me había apostado un poco atrás para evitar cualquier intento de huida.
Siguió preguntando tratando de lograr una mayor distensión, les pidió los documentos del coche y los personales, entregándoselos al responsable para un supuesto control de antecedentes. Le pidió al chofer que dejara puestas las llaves y que todos bajaran, que iban a ser palpados de armas y luego revisado el vehículo. Nuevamente se disculpó y dijo, como resignado, que debíamos cumplir con los protocolos y achacó a los extremistas la causa de estas molestias.
Los tipos comenzaron a inquietarse, salir del auto, en aquel descampado, aumentó su inseguridad, de todas formas no tuvieron más remedio. Apoyados contra el auto se miraban entre sí, el Gordo Mario entraba en acción. Si los apretados pudieron suponer que aquel, por ser rubio y de ojos azules podría tener un trato más condescendiente o ser un aliado potencial, le erraron por la mierda. Sin decir agua va o agua viene,  el Gordo le incrustó el caño de la metra en  la espalda al jerárquico se oyó un chasquido metálico como si los disparos fueran inminentes y con voz cortante les dijo: “este es un operativo montonero, el vehículo está incautado, nada les va a pasar mientras se vayan caminando, de uno en uno, por el mismo camino por el que llegaron, no levanten la cabeza, no se den vuelta, métanse en la casa y no se les ocurra hacer la denuncia hasta pasada una hora; tenemos sus documentos, no lo olviden”, turros explotadores.
El convencimiento actuó de maravillas, caminaban tan rápido que levantaban polvareda. Tan al pié de la letra siguieron las instrucciones que no tuvimos ningún tiempo de inconvenientes en el regreso
Un último control antes de desconcentrarnos, volvíamos eufóricos con la satisfacción del deber cumplido.
¡Habíamos recuperado el vehículo necesario para la lucha por la Patria, por Perón y por su Pueblo!
Luego, cada uno por su lado, a cruzar la ciudad en soledad, con el fierro calzado en la cintura sabiéndonos en desventaja frente a la trama represiva, cruel y poderosa, que debíamos atravesar y que se cobraría, con la vida, el más mínimo error.
 La galleta mordida
         un cuento corto y un “38” largo
     A Cristina Ruiz, al “Negro” Sicardi
           a los sueños compartidos
 Le llevó un tiempo el ubicarlo, se mudó a una pensión cercana
y esperó el momento oportuno.
Era un día soleado, esos días que uno asocia con la vida.
Desempolvó el “38” largo paterno, en la franela bordada, que lo cubría, se leía: “Una flor y mil sueños”.
Supo que, su padre, un viejo luchador, estaría de acuerdo.
Tomó la única bala, sobre el plomo ennegrecido talló con precisión de orfebre. Las delgadas virutas, con su brillo gris,
fueron  descubriendo, letra a letra, latido a latido,
aquel querido nombre: “Cristina”.,
Acarició el proyectil, hizo girar el tambor hasta siete veces,
como en un juego. Caviló sobre esa suerte de ruleta que es el destino.
Él tantos años en cana, ella vejada por la tortura, asesinada sólo por el delito de soñar, de luchar por un mundo mejor.
Finalmente cargó la bala, con delicadeza, en el agujero elegido.
Tomó dos o tres mates, prolongó la pitada final, pausada, profunda.
No aplastò el pucho, lo apoyó sobre el borde del cenicero,
Sin rozar las caras gastadas de Perón y Evita.
Se calzó el revólver en la cintura, le pegó un mordisco a la galleta, dura como su niñez, apagó la luz del cuarto.
Ya en el patio de la pensión, apoyó sus cuatro dedos
por encima de la puerta de la pequeña jaula.
El jilguero dudó, al principio, luego se acercó al umbral,
flexionó sus flacas patitas  y se lanzó a la aventura
de ser libre otra vez.
“El gallego me comprenderá,” se dijo, mientras cortaba un jazmín del macetero rojo, había sido la flor preferida de su viejo.
“Sólo por esta vez”, murmuró, mientras se lo ponía en el ojal izquierdo, el del cuore, pensó mientras salía.
La pesada puerta de madera labrada, orgullo de otras épocas, quedó entreabierta, como despidiéndolo.
Caminó calle abajo, silbando la marchita.
Legó antes hasta aquel lugar, con el tiempo preciso, esperó con la paciencia de los justos, lo vio salir como desde un infierno.
Con calma, apuntó a matar, la primera falange de su dedo índice, traccionó el gatillo, lentamente, como dejándose sorprender por el disparo.
Mantenía el pulso firme como en los buenos tiempos.
Contuvo la respiración, durante el breve recorrido del gatillo.
Un montón de sentimientos encontrados se cruzaban.
Nunca creyó que hubiera querido matar así, en frío.
Sonó el disparo, la gorra y los sesos del represor
volaron en mil pedazos por el aire.
Después, los gorilas de la custodia lo acribillaron.
Alcanzó a murmurar “la Flaca vive”
Los canas de la morguera le taparon el rostro con un trapo.
Los cagones le tenían miedo, aun viéndolo muerto,
aquella mirada desafiante y esa sonrisa socarrona a flor de labios como diciendo: “hijos de puta,  no nos han vencido”.
  Capítulo VII  
 Exilios
  Lluvia.
a mi vieja casa, de la que me desalojaron.
 Amanecer
de inquietos hormigueros,
con patadas de perros hasta el cielo.
Pesados cosquilleos
de moscas reincidentes,
esquivado frustrados
asesinos manotazos.
Atronando,
matinales nubarrones
iluminan,
persignantes relámpagos
de espejos cubiertos,
aroma inmemorial
de tierra mojada.
Chaparrón,
mediodía burbujeando pucheros,
con corridas de camas,
un canto de goteras
revive melodías,
rebalsando tarritos
sobre la blanca alfombra
de noticias caídas.
Albañiles, mojadas
alpargatas,
se acercan al brasero,
en la tarde de tortas fritas
y medio jornal,
mientras gime la radio
novelones y descargas
eléctricas, en la oreja
paterna impaciente,
de paredes estrechas.
Sopa caliente, algo más,
ha llegado la noche,
que invita,
con un té con bombilla
y un beso,
al soñar infantil
de paredes y manchas de humedad,
o aquella cama amante,
de lluvia y cuerpos entrelazados.
  Muchacha
         a aquella muchachita de Estocolmo.
 Te he visto en el sendero
muchacha, primavera,
renaciendo verdes desesperanzados,
el humo y una nube te llevaban,
sin rumbo, Mari u  Ana.
Doblaste una esquina, sedienta
de veranos, sin soles,
embriagada hasta tu última
ilusión, que no vino.
Deshojándote, amargo
te despidió el otoño, vencida,
con la sonrisa hipodérmica, feroz,
de un baño en Sergel Torget.
Arrastrando inviernos, sola,
esperaste tu último amigo,
subterráneo que no te falló
en su abrazo de ruedas
y carnes laceradas.
 Oda molusca al Rio de la Plata
                A  Raúl Cancela
 Caracol milenario ,
el del viaje orogénico
que elevo tu estatura
desde lo profundo
marino de Neptuno,
a las glaciares cumbres
Caracol, extranjero
del nácar desgastado,
heridas de los tiempos
implacables,
adolorida huella,
de cruel exilio.
Caracol invencible,
que aún conservas
el sonido del mar,
-Patria arrancada-
en tus entrañas..
Caracol compañero,
me invade lo tenaz
en tu ostracismo.,
me resisto con vos
al infortunio.
Silbo apagado
un tango,
allá, a lo lejos.
   CapítuloVIII
  Querer volver
  ¡Presente señorita!
 A Sara Buscaglia, mi maestra de tercer grado
 El sol de aquella tarde otoñal, se multiplicaba en mil espejuelos dorados en las hojas pequeñas, dispuestas a soltar amarras desde lo alto del viejo paraíso de la calle Emilio Mitre, a escasos cincuenta metros del Río Luján.
Bajo esa sombra, que jugueteaba con mi infancia, estacioné el auto, lentamente. Mis dos hijos mayores, Alejo y Luz del Valle, me acompañaban, en aquel retorno al viejo barrio.
Alguien me había robado pedazos enormes de mi pasado. Algunas casas, árboles añejos, grietas en el macadán que no cicatrizaban, y poco más.
El Río convocaba, llegábamos casi a la esquina de Paseo Victoria, fue entonces cuando la ví, asomada a la ventana del viejo chalet, entre el oro de unos fresnos amigos estaba usted, Señorita Sara.
Tomé a cada uno de mis hijos de la mano, cerré los ojos, me puse el guardapolvo blanco tableado a fuerza de amor y plancha, por las manos mágicas de mi madre, me calcé la cartera de cuero, en bandolera, respiré hondo y crucé.
Nos paramos bajo su ventana.  Apreté, con fuerza, las manos de mis hijos.
Balbuceante, haciendo mi apuesta a los recuerdos, le pregunté: " ¿A que no sabe quién soy, señorita Sara?"
Usted, desde su ventana, me miró, observó a mis dos hijos y volvió la vista hacia mí.
Una sonrisa iluminó su rostro cuando me dijo: "¿Cómo no voy a reconocerte, Rulo, si te paras cómo cuando eras un niño?
Un torrente de cariño y agradecimiento corrió por mis mejillas. Me recompuse como pude
"¿Cómo está Señorita Sara?". "La encuentro tan linda como cuando era mi maestra de tercer grado allí, en la escuela número 6"
Ella sonrió.
Le presenté a mis hijos, le conté de mis viajes, mis sueños y del éxito en mis estudios que me había permitido graduarme como universitario
"Se lo debo a usted y a aquellos maestros de mi escuela primaria". "¿Recuerda, la señorita "Pichi", la señorita Susana, "Pibín", el maestro, la señorita Lydia Beatriz?"
"¡Cuánto han sembrado en mí!"
Comencé a lagrimear nuevamente. ¡Eso que en la escuela nunca lloraba!
La miré, me miró, sonrió. La noté un poco fatigada.
Sentí aquella su mirada, la del aula de los bancos y pupitres de madera, con un blanco tintero de porcelana, encajado en el centro.
Suavemente me dijo: "Siempre fuiste un chico bueno y un alumno inteligente. Sabía, Rulo, que ibas a llegar".
Percibí un doble sentido y una doble satisfacción en sus palabras. Sabía que yo iba a llegar, en la vida, pero también que iba a llegar hasta allí, hasta su ventana de la calle Emilio Mitre a despedirme.
No pude responder, un nudo atenazaba mi garganta, a manera de saludo levanté mi mano, como cuando ella pasaba lista y yo respondía, a mi nombre: “¡Presente señorita!".
Nos saludamos, me fui, lentamente, caminando con mis hijos, hacia la costa.
Volví, en soledad, un invierno. Una fría llovizna y el viento Sudeste, pegaban en mi rostro. El paraíso y los fresnos mostraban ya, la desnudez de sus ramas. El Río amenazaba, como tantas veces, a salir de madre. Las ventanas de su casa estaban, extrañamente, cerradas.
Pregunté por usted en el negocio de la esquina.
Me dijeron que ya no estaba.
¡Quise correr hasta mi vieja casa de Emilio Mitre 78, ponerme nuevamente el guardapolvo blanco!
¡Pedirle a mi madre la rosa más bella del jardín de mi inocencia, para entregársela, envuelta en un trocito de papel de estraza, para adornar la magia de su escritorio!
¡No pude!
¡Mis padres y el jardín de mi vieja casa fueron desalojados, ya no me pertenecen!
Fui, entonces, a la costa del Río Luján, a ese muelle que la acogería, camalotito isleño, recién recibida de maestra.
Las aguas embravecidas llevaban hacia el estuario un jacinto azul que se erguía sobre las olas.
Nuevamente la reconocí, señorita Sara!
¡Era usted desde el medio del Río que me prodigaba, entre lágrimas y gotas de lluvia, el sabor agridulce de la última despedida!
 Los espejos
   A quienes en sus ojos
                me vi reflejado.
 Hasta aquella noche, me habían disgustado los espejos a pesar de haber sido compañeros de toda mi vida o tal vez, por esa misma razón.
Volvían a  mi memoria, aquellas dos frías  superficies plateadas que, gratuitamente, me habían agraviado desde mi más temprana edad. Se destacaban del resto del humilde mobiliario de la habitación de mis padres (y mía), en aquella vieja casa  del Tigre.
La del espejo rectangular de la puerta central del ropero ha logrado, a pesar de los avatares, sobrevivir a personas y objetos diversos y aun a su propio mueble.
La otra, aquella odiosa luneta oval de la cómoda. Entre las dos, se autoreflejaban hasta el infinito, atrapando y deformando todo lo que se les cruzara.
Con el espejo del ropero me debo haber topado aún antes de tener uso de razón, pequeño e indefenso.
Entre imaginación y recuerdo, reviven señales de aquel estúpido bebé que, desde las entrañas plateadas, me pegaba en la mano con un sonajero igual al mío, o en respuesta a mis besos aplastaba mi nariz y ante mi gesto amable, respondía con un feroz cachetazo que provocaba mi desconsolado llanto.
Pero todo aquello no fue nada comparado al vejamen posterior de tener, ante la insistencia de mis mayores, que identificarme con aquel perverso que no sólo creció en sus adentros, sino que, marcó mi personalidad como un virtual y no querido auto- censor.
Fue el maldito obstáculo que demoró mi derecho a ser por mí mismo. Menos mal que por razones ajenas a mi voluntad, pude evadirme.
La luneta ovalada era más perversa, sabía pegar donde más me dolía. Atrapaba a mi madre durante horas y horas. Sentada frente a ella, me arrebataba cruelmente su cariño, cada tarde. Ella perdía la noción del tiempo en su banqueta forrada de género, cuando cepillaba su larga y ondulada cabellera, luego, tomaba el lápiz labial, pintaba, con un mohín, sus labios rojos y dibujaba sobre sus pómulos dos grandes manchas que luego desparramaba sobre su blanca tez. Esto último, podría resultar hasta gracioso pero no para mí, en aquella situación. Antes de concluir su tarea, se ennegrecía las cejas y doblaba las pestañas hacia arriba.
Para mi mayor humillación ella. Primero consultaba con el espejo. Se miraban, se hacían mohines hasta que una común sonrisa daba la aprobación.
Luego, sólo luego de esto, me tenía en cuenta, me alzaba y me daba un beso que pintarrajeaba mi cachete. Me ponía frente a mi rival, yo me miraba y aunque me provocaba gracia, no estaba dispuesto a sonreír.
En esa suerte de mutuo encantamiento especular que me alejaba de mi madre fue uno de los motivos centrales de permanente rechazo a los espejos que, con el tiempo fue tomando carácter de irreversible.
Realizaban un verdadero trabajo de equipo, el de la cómoda asumía el rol de adulón de mi madre, el del ropero, fue una suerte de inexorable capataz de mi higiene y prestancia personal.
Tomé una real conciencia al inicio de la escuela primaria, concurría al "turno tarde". Cada mediodía, previo al último vistazo de mi madre, pasaba, forzosamente, por el espejo. Eran largos minutos diarios en los que el tiranuelo  me imponía sus reglas.
Que el pelo engominado, que la raya al medio (recta y precisa), que el jopo levantado, que la pequeña corbata bien centrada, que las tablas del blanco guardapolvo almidonado perfectamente plegadas, que las medias tres cuartos tensas, hasta las rodillas,, que el cordón de los zapatos con el moño bien hecho, que la cartera de cuero colgada en bandolera,  de izquierda derecha, como correspondía.
Lo que más me dolía no era precisamente esta rutina, sino, más bien, su inmutabilidad, su cara de poco amigo. Jamás, a pesar de mi esmero, logré un pequeño reconocimiento, una miserable sonrisa de su cara de lata presuntuosa.
Se sabía ganador, yo debía obedecer ante tanta humillación ya que, en la entrada, me esperaba mi madre, impaciente por completar la obra del espejo con su retoque final: inspección de orejas, uñas y rodillas.
¡No era de extrañar que ellos sacaran "aseo muy bueno" en mi boletín!
Me parece mentira la pertinacia de los tozudos espejos. Yo pude zafar, no sin esfuerzo y luego de años, del rígido contralor de mi madre, pero del especular tirano del ropero, jamás.
Durante la época del secundario, el control de mi madre fue disminuyendo en la medida que el tiempo pasaba y yo crecía. Pero el espejo, lejos de amilanarse, no sólo continuó con su sádico rol, sino lo fue incrementando. Ocupaba, con creces, los espacios que mi madre dejaba vacantes. ¡Llegó a convertirse en el amo y señor de mi apariencia!
Yo, resignadamente, lo odiaba y a la vez lo aceptaba.
Los detalles se agregaban  en tanto  que el imbécil de adentro también crecía: que la sombra de un bigote incipiente, que los pelos hirsutos de la barba, que las patillas afeitadas desparejas, que la raya del pantalón arrugado, que la corbata otra vez torcida, que una fina lluvia de caspa sobre el paño azul de mi único saco de estudiante.
Para colmo, vino la época del pavoneo. Necesitaba de él para sentirme seductor. No tuve más remedio, claudiqué frente a él. Lo notó y cual cínico magnánimo dominador, solía despedirme con una falsa sonrisa de aprobación.
Tuve revancha, a los dieciocho comencé a trabajar en una fábrica de calzado en Boedo.
Salía de mi casa a las cuatro y media de la mañana para llegar a horario. Ya en mi propio cuarto y con la complicidad de la oscuridad, evitaba su mirada inquisidora ya que el pequeño espejo del baño me permitía reemplazarlo.
Después vino una etapa más relajada. Tras un corto noviazgo estaba a punto de casarme. ¡Qué época! Ya no necesitaba ni me interesaba presumir.
<nuestra relación se hizo, aún más fría. "Arréglate como puedas" creía yo interpretar en las miradas y le respondía con  un corte de manga.
Esto empate duró hasta el día de mi casamiento. Allí volvió con toda su saña. Me tiranizó como nunca. Mi madre y mi hermana daban los últimos toques a mi ridícula vestimenta alquilada. Una camisa de pechera blanca que remataba en un moño rojo, un traje gris a rayas que me hacía traspirar como si estuviera en el mismo infierno. Para mejor, mi viejo conocido, el maldito tipo del espejo, sentenció: "demasiado holgado para él"… "Va a hacer un verdadero papelón"... "Hay que tomarlo bastante". Ambas mujeres obedecieron apresuradamente. En el apuro, clavaron un doloroso alfiler en mi espalda mientras el muy cretino se burlaba haciéndose el herido.
! Nunca llegué a odiarlo tanto ¡
Me devolvió el puñal de la mirada. Compartimos un sentimiento de rencor irreconciliable y definitivo que hice extensivo al resto de los espejos.
Me fui con la renovada rebeldía primera, para sorpresa de mi madre y hermana le espeté:
"¡Jamás pudiste doblegarme!" "¡Jamás lograrás hacerme a tu imagen y semejanza, mal que te pese!"
Decidido a no volver a verlos, partí hacia la ceremonia religiosa, luego vendría la luna de miel y mi nuevo hogar.
Con los años me separé. Nada es definitivo, como no fue definitiva mi mala relación con los espejos.
Todo cambió cuando la conocí, el espejo del colectivo en el que viajábamos fue nuestro cómplice y partícipe necesario. Viajábamos en los primeros asientos, la miré, me miró, le guiñé un ojo, sonrió. Naturalmente bajé en su misma parada. Nos gustamos y aceptó la cita. Llegamos casi juntos, yo, con un ramo de rosas, ella con su sonrisa seductora, atardecía, en la confitería, los espejos apostaron a nuestro romance. Acertaron, nos amamos, por primera vez, en un hotel de la calle Yerbal.
Fue como redescubrirme descubriéndola a ella. Fue un amor de ojos abiertos, la imagen de la mujer amada y amante regocijaba en mi mirada y virtualmente, duplicaba el placer al verla, abrazada, sobre mí, desde el enorme espejo pendiente sobre el lecho amoroso.
Fue, esta, mi reconciliación total con los espejos.
Pasaron los años, seguimos cumpliendo fielmente con la magia de una rutina amorosa renovada y compartida con aquel espejo del hotel.
Aquel tiempo feliz, también, concluyó. Sentí el deber de reivindicar a mis viejos espejos.
¡Ha pasado toda una vida!
Volví al Tigre de mi niñez, al Tigre de mis padres mozos. Volví a la casa abandonada de la calle Emilio Mitre. Todo ha cambiado, el espejo oval de la cómoda, erosionado por la humedad y las mareas fue a para a las manos de un botellero que se llevó, en su carro.
Sólo la placa cuadrangular, de vidrio platinado, del viejo ropero, ha quedado en pié, solitario, en un rincón obscuro, con su marco de madera apolillada. Con toda la ternura, quité algunas telarañas y el polvo que opacaban su olvidada superficie. Me alejé unos pasos, conmovido.
¡El hombre del espejo estaba aún allí dentro, cómo esperándome!
Quise acercarme. Noté en él el cruel paso del tiempo. Tenía dificultades para caminar.
Bajo el cansado bigote blanco como la nieve, ensayó una sonrisa, aquella que esperé de él toda mi vida.
Nos acercamos, como cuando era pequeño y mi madre coqueteaba con la otra luneta.
Apoyamos, esta vez fraternalmente, las palmas de las manos, unas sobre otras, como dos prisioneros separados por la reja. Las sentí calientes por primera vez, a pesar de la fría superficie del vidrio. Quise prestarle el sonajero, ya no era posible.
Tomé, con ambas manos, la cabeza encanecida. Lo besé en la frente, mirándolo fijamente a los ojos, me devolvió la mirada, una lágrimas se deslizaba por nuestras mejillas.
Nos despedimos para siempre. Le di la espalda y abandoné, con prisa, la habitación, de la casa que pronto sería demolida.
No pude volver la vista hacia él. No quise sorprenderlo contemplando mi partida, preguntando, en vano, por aquel niño que ya no volverá.
 Capítulo IX
 La última voltereta
                      …yéndome…
 La rosa solo tuya
     (Voltereta póstuma)
 Golpeará la amiga Parca, aquí a mi puerta,
de las chapas picadas de esta vida,
anunciando que ya acerca, que se queda,
más allá de los dolores y la ausencia
Mensajera de muerte que me incita,
desandando los vientos y los tiempos,
al instinto final, último intento,
del retorno ancestral  a mis raíces.
Allá iré, sobre mi flaco buen jumento
enancado en el jinete de mi historia,
llevaré solo por saco este pellejo
y por toda propiedad los tristes huesos.
La amistad será solo  un perro viejo
con los nombres queridos, olvidados,
en las caries grabados de su aliento.
Allá iré, hacia los nortes de mis ríos,
hacia el bosque sauzal y en su madero,
labraré tosco ataúd con estas manos
en antiguo ritual del carpintero.
Tomaré por el sendero de los tigres,
el del barro corcel y funebrero,
de los lutos que pueblan las lechuzas,
en el viaje final al cementerio.
Llegaré cuando los soles del poniente,
se arrodillen para honrar las sepulturas,
que albergan lo esencial y la osamenta
misterio del no ser y los recuerdos.
Besaré junto al jazmín  tu manto Padre,
pediré allá a tu diestra un pedacito,
de la tierra que abonas con tu delta.
Cavaré  antiguo el silbo plañidero,
que ensayaba entre dientes desparejos,
con su pala el dolor sepulturero.
Con los ojos ya prestos al descanso,
grabaré con esta piedra en una estaca
el sencillo  epitafio de mi suerte:
“Yace aquí el Ramón de Malavida,
a quién  Dios no le conceda Malamuerte”.
Volveré así a mi pueblo y al xilema,
que acunara mis sueños cuando niño.
De la dicha de amar en la quimera
llevaré solo una rosa, será tuya,
cuando cierre  la caja lentamente,
en un canto de brisas y el lucero.
Con tu nombre en mis labios y aquel beso,
moriré como me gusta, sin lamento,
solo el grito de adiós del fiel jumento.
Arañares de tierras de mi perro,
cubrirán mi ataúd y su excremento.
 FIN
                                                        H��L�t��s��4
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ramoncanalis-blog · 8 years ago
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No soy
No soy,
ni voz, ni grito, ni el eco,
ni viento, ni polvo, ni el desierto,
ni corriente, ni ola, ni la laguna,
ni perro, ni hueso, ni el ladrido
ni dolor, ni gemido, ni la herida,
ni piel, ni  caricia, ni la arruga,
ni luz, ni oscuridad, ni la penumbra,
ni  zángano, ni  néctar,  ni la rosa,
ni barro, ni estiércol, ni el ladrillo,
ni poeta, ni verso, ni el escriba,
ni palabra, ni sonrisa, ni los labios,
ni verdugo, ni hacha, ni el patíbulo,
ni vivo, ni muerto, ni el fantasma,
ni cuerpo, ni alma, ni la nada.
No soy, ni estoy, ni voy,
aunque en la farsa cotidiana así parezca.
 Ramón, San Cristóbal, 7 de septiembre de 2017
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ramoncanalis-blog · 8 years ago
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Cartas alejandrinas
Cartas
  alejan
    drinas  I.  A título
                       de presentación
 Durante gran parte de mi vida he intentado ser un buen escritor y mejor poeta, a pesar de no haberlo logrado, no desisto de dar rienda suelta a esta verdadera vocación.
Quienes no me quieren bien afirman que mis cuentos cortos tienen el alcance de mi talento. A mis poemas, directamente, los ignoran. Mis amigos, por el contrario, me alientan, con generosidad, en esta, mi quimera deslucida.
Parado entre ambos extremos, acepto mis limitaciones y proyecto, desde allí, mis humildes insulsas creaciones.
Carezco de continuidad en ese empeño y son largos los períodos faltos de creatividad en los que me sumerjo a la espera del llamado de Baco, el dios de, entre otras, el vino, el delirio, el entusiasmo, el éxtasis, pero también de la tragedia y las fiestas.
Vengo, ahora, de uno de mis más prolongadas abstinencias literarias. Comenzaba a pensar en el agotamiento definitivo de mi duende, cuando algo comenzó, dentro de mí.,  a entrar en ebullición                                                                                                             Yo (o mi yo de turno), apático y adormecido, fue sacudido por algunos de sus tantos alter egos que medran en mi oscuridad retozando al calor de mis entrañas.
Alguien o algo los incitaba a aflorar para convertirse en protagonistas de un nuevo instante de esta tragicomedia que es la (mi) vida.
Apelaron a las musas convocantes más sugestivas y seductoras ante las que sucumbió el romántico y abúlico yo instalado.
Logrado su propósito y, libres de ataduras, hicieron su acto de presencia con toda su potencia.
No me han sorprendido, son, siempre, mis viejos conocidos que calzan diferentes ropajes y expresan a sus distintos personajes con una fidelidad que me enaltece.
Pueden dar vida y esencia a objetos abstractos o inanimados, también a distintos personajes en situaciones distintas aunque todos
reconocen que son parte y  habitan en mi yo más profundo.
Forcejeamos, una vez más, demuestran que no tienen límites y tratn de apropiarse, por completo, del relato.
Apelo a la cordura, acordamos que, luego de la presentación de cada uno  y algunas breves aclaraciones, será solo “Él” quien  intente plasmar, en tintas letras, nuestro intento.
Ruego, al amable lector, se nos permita presentarnos en este pequeño y fugaz escenario de la imaginación. ¡Con ustedes “nosotros”, los actores…!
“Hola, soy el el alma del barrio de San Cristóbal que aún guarda en sus calles señales de su estirpe rebelde y proletaria”.
“Permítanme presentarme, yo soy el niño que acompaña desde siempre, nos criamos en el Tigre, a orillas del Río Luján, será por eso que navego por las venas del recuerdo a cada instante”
“Desde hace más de mil años, soy su alondra pero también su zorzal, su gorrión, su chingolo, su calandria, vuelo en él y sus alegrías e ilusiones”. Soy la dicha que en suaves aleteos se “aleja” o “drina”
“Anido en su corazón, no sería sin él. Soy “el amor empedernido”.
“Yo, la diminuta cortada de Barcala la de los viejos aromas de octubre y paraísos; la del empedrado, tenaz y resistente . Dicen que soy tan poca cosa, que quepo entre mis dos esquinas.” Respondo “para qué más, si esto me basta”
“Nosotros, los toscos y grises adoquines sabedores de barricadas y semanas trágicas y de tantas historias que el granito va guardando en sus entrañas y nos son develadas. Él nos llama <hadoquienes > y nos gusta”.    
“Aquí, don Pietro Tagliapettra, hacedor de estas nobles piedras, conocedor, como ninguno, de sus secretos. Anarquista, presidiario, anarquista y justiciero”.
“Yo, Amón-Ra, por haber tenido la suerte (o la desgracia) de llevar una birome tras la oreja, soy el encomendado de plasmar en letras y rubricar esta historia.
Me toca a mí hacer mención de muchos otros heterónimos (como los denominara don Francisco Pessoa( y que aquí nos acompañan, aparecerán por doquier y sabrán presentarse en su momento.
Además tengo el honor de presentar a la musa inspiradora de esta historia. A la piba de barrio de la que estamos todos enamorados.
Alejandrina, es su nombre y si bien ella es un personaje aparte, también es un poco-mucho de nosotros. Con sus artes ayurvédicos, su magia seductora, sus encantos de mujer, su hechizo sin límites; nos ha ido atrapando a todos y cada uno.  
La saludamos y nos rendimos ante su sugestiva belleza y exquisita personalidad. Sin ella no hubiésemos existido ni podido volar tan alto.  Le agradecemos por habernos dado, vida, alma, afecto, comprensión y sobre todo, por la bonhomía de, esa, su dulce sonrisa que aún nos acompaña y deleita
A vos, querida amiga Alejandrina, dedicamos este humilde fruto de tu maia hortelana.
Finalmente me hago cargo de presentar al incomparable Krios , un verdadero imprevisto que, en forma totalmente  inconsulta, me arrebató la pluma y se hizo cargo del epílogo. Por suerte, lo hizo bastante bien. Pareciera tener delirios de grandeza. Nunca lo hemos visto y rogamos al lector sepa  considerarlo como uno de los nuestros a pesar de sus desvaríos extra terráqueos. De todas maneras dejo constancia de que hemos llegado a quererlo muchísimo y lo extrañaremos
Quiero aclarar que soy sólo un orgulloso escriba y de nada me hubiesen valido mil lapiceras sin el aporte medular de Jotaerre, nuestro relator. Un verdadero amateur de las letras, un laburante de la palabra, un cosechero de ilusiones y realidades. Reconocemos en él, esa capacidad de poder navegar, cuál barquito de papel, entre la ilusión de un final de puerto niño y la realidad de un naufragio fatal de alcantarilla.
Ha sido su mérito el poder hilvanar este verdadero caos narrativo, del que nos hacemos cargo, para ello se ha valido de la argucia de una comunicación (nótese que no hablamos de correspondencia) epistolar, mensajes más o menos breves en los que hemos volcado  lo mejor de nuestros sentimientos, ilusiones y, ¿por qué no?,  nuestras  utopías y delirantes sueños.                                                      
Pero no todas han de ser rosas, tampoco han escapado a la mirada sagaz: dudas, pesares y desencantos que supieron golpearnos a lo largo de esta historia, compuesta por   alrededor de treinta episodios concatenados que se corresponden  con igual número de “Cartas Alejandrinas”, de las que toma su título este trabajo.
El lector se preguntará por las respuestas a estas cartas, si es que las hubo. Dejo que se él quien resuelva el acertijo. Nosotros, como partes de un hombre de honor, honesto y reservado, llevaremos este secreto hasta la tumba”.
Amó-Ra & alter egos asociados.
Terminado el trabajo, vuelvo al yo cotidiano mientras  mis heterónimos, descansan plácidamente o tal vez estén pensando en nuevos roles y ropajes para irrumpir en una nueva aventura literaria.Ya totalmente fuera (o no) de nuestros personajes y esta historia ilusoria, agradezco a mis hijas, Ana y Luz del Valle, quienes me acercaron la buena nueva de la existencia, en cercanías, de un pequeño templo soterrado en que, el Nirvana estaba al alcance de los espíritus sensibles y ¡vaya, si pudimos comprobarlo! Sepa el lector, compartir y disfrutar de esta humilde obra.
José Ramón Canalís, San Cristóbal 31 de Octubre de 2016
  Cartas
  alejan
    drinas      II  Sensaciones
   Querida amiga:
Gracias por el masaje ayurvédico, una bella experiencia, un cúmulo de sensaciones gratas que perduran   con tus aromas envolviéndome en esa nube de etéreo regocijo.
Te agradezco esta vivencia única que, a mis largos años, me ayuda a sentir que la vida aún puede sorprenderme.
No me resulta sencillo expresar con palabras, gestos y sensaciones que envuelven mi espíritu y lo elevan en un torbellino que me atrapa. Tengo la firme sospecha de que esta atmósfera gratificante acompañará permanentemente, a éste y a los sucesivos mensajes.
Tal vez tu magia de “terapeuta” no alcance para percibir y, por ende, compartir con plenitud todo lo que el “mortal paciente” recibe de tu arte. En este sentido, mi avanzada edad, es una ventaja  ya que me libera de ataduras y falsos rubores que, dicho sea de paso, han quedado totalmente sepultados por el devenir de los acontecimientos.
Vayan, entonces,  estas cartas como contraprestación y reconocimiento, bajo el entendimiento de  que el compartir lo vivido y expresarlo desde otra  óptica, puede serte entretenido, interesante, hasta  un poco incitante, tal vez. Te propongo, por esto, que compartamos su lectura como compartimos estos fugaces instantes de tu hechizo…
Creo haber entrado con el pie derecho (aunque no sé si esta expresión se compadece con las los principios de hinduismo) a mi primer masaje ayurvédico.  Tu nombre cantarín, me transportó, mágicamente, a mi primera infancia.
Se llamaba Alejandrina, concurríamos a la nunca olvidada escuela pública nº 6 del Tigre de las calles arboladas, de los jardines floridos y esa esencia de barrio, fraterno y solidario.
Ella vivía justo frente al pequeño y antiguo edificio escolar, en uno de los tantos conventillos que poblaban, aquel, mi barrio pobre.  Su madre y una tía –ambas costureras- constituían su familia y sostén.
A pesar de las dificultades económicas, ambas mujeres, se las arreglaban para costearle un curso de danzas españolas, en el  que la agraciada niña  iba forjando su talento.
No es necesario aclarar que, para la madre y la tía, no resultaba nada difícil el diseñar y coser los hermosos  vestidos de baile, de torso entallado y extensos y livianos volados destinado a realzar, aún más, la prestancia de   su danzar andaluz. Por el contrario, ambas se sentían plenamente retribuidas compartiendo, de alguna manera, los aplausos que la niña cosechaba.
Por cercanía y talento Alejandrina era la figura estelar de cada acto escolar, ella nos sacaba del aburrimiento supino de los procedimientos protocolares que remataban con el discurso insulso de alguna maestra sarmientina. Ella, por lo contrario,  era como la dulce frutilla  del  postre insulso de aquellas celebraciones escolares en las que lucíamos nuestros mejores guardapolvos blancos, almidonados y planchados engalanados por una  escarapela  celeste y blanca.
Aparecía, con su mejor atuendo, al instante, se hacía dueña total de la situación. Nos miraba con su sonrisa angelical, desde lo alto del escenario, montado, al efecto, sobre largas mesas de madera que, en días lectivos, servían de apoyo al jarrito de aluminio hirviente en el que celebrábamos el mate cocido preparado por doña Josefa Lemos.
Todo era aplausos cuando la maestra la anunciaba. Luego, en un silencio total, esperábamos con ansiedad el inicio de la música de lo que se daba por llamar “la Madre Patria”
El paisaje gris del patio de tierra se transformaba, cuando ella aparecía con su mágico colorido y su gracejo, agitando su   vestido floreado, con la mantilla inquieta sobre los hombros y el pelo recogido por un gran peinetón mientras un picaresco rulo jugaba entre su frente.
Acompañaba sus desplazamientos con el taconeo rítmico de unos zapatitos negros y un sonar de las castañuelas entre sus dedos, mientras sus   brazos se subían  y bajaban rítmicamente como   en un volar de cisnes.
Endiosábamos, con inocencia, su cuerpo menudo y enfundado, el contorneo de su cintura, la vivacidad de su mirada y el desparpajo de faldas alzadas hasta casi las rodillas. Fue la reina de nuestras celebraciones escolares.
Pasaba la fiesta y al día siguiente, volvíamos a la escuela , ella  dejaba su sitial,  se transformaba, nuevamente, en  una compañera más.
A pesar de las pocas veces que la disfrutábamos en el escenario, dentro de un año escolar largo y tedioso, sólo la recuerdo allí, sobre el entarimado de madera, con sus ropitas de gala danzando para nosotros.
Es curioso, pero no tengo, de ella, ningún registro de los días comunes, vistiendo, como todos,  su guardapolvo blanco.
Plenitud, obscuridad; obscuridad, plenitud, parecen ser el sino de una existencia que devora las instancias intermedias en aras de momentos rutilantes. Cruel verdad, aunque en aquellos tiempos no lograra comprenderla.
Hay algo encriptado en esta invocación en la que convergen, un nombre, una belleza, una vitalidad expresiva, una alegría lanzada a volar, un ángel que se reitera más allá de los tiempos y el espacio.      Me embarga la percepción de dos acontecimientos muy distantes que confluyen en mí, tras un hilo conductor mágico e intangible.
Es un muy buen comienzo para una amistad que evoca y renueva encantos.  Vaya por todo esto, mi primer agradecimiento.
Hecha la  aclaración y ya en tu templo, vencidos los pudores, hablando a calzoncillo quitado, otra serie de fantásticas sensaciones me han ido invadiendo, apoderándose de mí a medida que crecían los masajes.
Cómo los danzares de aquella Alejandrina, las manos hacedoras, los aromas el hechizo, de una nueva Alejandrina me atrapaban. Yo, totalmente entregado, no oponía resistencia.
Percibí y disfruté de, tu maestría, tu arte desde una armonía pocas veces conocida. Volé en alas de una sensualidad mágica y candorosa que sabía navegar en plenitud sin transponer el sutil límite que la diferencia del erotismo.
Tus manos son, hoy, mis manos amigas, las seguí y las gocé en cada caricia.  Al principio fueron anónimas mensajeras de un placer que las envolvía.  Luego se corporizaron cuando tomaron contacto con las mías, fue uno de los momentos sublimes, no quería que la caricia de tus palmas, en el suave pasar de tus yemas, terminara. Las elevaba, siguiéndote, tratando de hacer infinito aquel contacto y aquel momento.
Ya casi al final, nuevamente reinaron apoyadas sobre mi rostro, pude verlas, recortados los perfiles de tus finos dedos tras una pálida luz, sentirlos sobre mis labios temblorosos. Fue otro de los momentos rutilantes. Me invadió el deseo enorme de besarlas.
Luego, como una brisa te esfumaste, no podía aceptarlo,  te buscaba en la penumbra, sentí desolación, angustia, desamparo.  Entregado al ritual, había bajado totalmente mis defensas. Tardé en recuperar el equilibrio emocional. Me vestí, fui a tu encuentro, éramos otras personas. Me negaba a aceptarlo mientras blandía nerviosamente mi billetera. En una tregua, inspiré profundo redescubriendo el aroma de tus esencias - tu aroma- impregnado en mi piel. Aquel también resistía la partida y prolongaba el grato momento.
Volví a casa, nos encontramos con Luz, mi hija mayor, en el abrazo padre-hija ella reconoció los aromas orientales y mi plena felicidad, reíamos como niños, alborozados.
 Ana percibió de inmediato la alegría chispeante de su padre. Algo les conté, alborozado,  brindamos, padre e  hijas, por la vida.
Sólo he escrito sobre los masajes al alma pero mi cuerpo ha sido también un gran favorecido y brinca como un cabritillo ante los impulsos del alma renovada.
Vestido ya de cuerpo entero, te digo Gracias estimada amiga. Son estas notas un pequeño y respetuoso homenaje a la gran hacedora de un momento pleno y dichoso.
 Todo el aprecio y reconocimiento.
 Amón-Ra, San Cristóbal, 22 de agosto de 2015
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    drinas      III  Intermezzo
 Querida amiga
Érase  una vez una burbuja placentera que mi  mundo interior iluminaba. Un mágico instante en que mi espacio-tiempo me elevaba al influjo de manos hacedoras. Todo era belleza y armonía a mi alrededor. Respiré dichoso un aire compartido. Luego el ocaso golpeó con sus incertidumbres.
Entre cielos y abismos, tener la sabiduría necesaria, gozar, convivir en armonía con incógnitas y   el misterio, sin pretender  dilucidarlo. Eruditas palabras que me resultan difíciles de llevar a la práctica porque te admiro y te quiero  y no puedo dejar de preguntarme:
  ¿Quién eres?     ¿Qué eres?
  La sacerdotisa o el rito?
La hechicera o el hechizo?
La maga o la magia?
La ilusionista o la ilusión?
La hacedora o la burbuja?
La caricia o la esencia?
 A quién me entrego cuando tus manos?
 No busco tu respuesta, sólo dejo el testimonio y mi incerteza.
Mientras tanto viene a mi memoria un poema que, tal vez premonitor, escribí en 1998.  
 Nocturno
…Canto vacuno de amor desconocido
Quién eres
que a la cansada res de mi existencia
encuentras en la noche y su inclemencia
que te fundes, te refundes, te confundes,
en el hueso esencial de mi inocencia?
Quién eres
que me nombras, me dices y me cuentas,
que estoy, que voy, que doy, que soy,
que relumbro, que deslumbro, que te alumbro,
que respiro, que suspiro, que te inspiro,
que te llamo, te reclamo, que te amo?
Quién eres
que en el páramo instante de mi vida
gusto la hierba fresca de tu pelo,
bebo la sabia dulce de tus ojos,
peino la suave risa de tu aliento
gozo de lo ancestral de tu cintura?
Quién eres
que al caer hacia el Oriente del lucero,
al final de la noche y el sentido
al treparse el son por el sendero
al querer retenerte mi mugido,
te alejas sutilmente y me desvelo
rumiando por tu hechizo que se ha ido?
Quién eres?
no te pido tu nombre, sólo vuelve.
Otra vez, se entrecruzan espacios, tiempos y sentires en la magia de tu templo. Hechos, gratos momentos y situaciones entrelazas en la trama sutil de la existencia. Pleno de nuevos y gratificantes interrogantes, te saludo, agradecido, con todo mi aprecio.                                                          Tuyo.                                                                                                                            Amón-Ra, San Cristóbal, 26 de agosto 2015
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    drinas      IV.    De “alejas y drinas” Introductoria
 Querida amiga:
En alas de tu nombre sobrevuelas un cielo de caricias védicas. Gozosa y agradecida trata mi mente de encontrar la correspondencia entre tu mensaje y mi percepción. Señales que afloran en comunión,  momentos estelares en que tus manos se encuentran con las mías.
Es allí cuando el reinado de tu “drina” aparece triunfal, al ritmo de castañuelas, en trinos de alondras, en ese rumor de agua cristalina corriendo por acequias. Soy entonces, tu súbdito más fiel y enamorado.  Mis manos te siguen en el ritual, pretendiendo prolongar el instante, se aferran a tus brazos, mis dedos se elevan sin respuesta  cuando” aleja” te lleva, nuevamente, hacia el misterio insondable  de tu ausencia                                                                                                                                    En soledad, beso la almohadilla,  los poros de mi piel te buscan, te  presienten, te sienten, te imaginan, te reclaman; mientras caigo en el éxtasis.                      
Al final del camino, giro mi cuerpo y apareces con todo el esplendor de tu figura, menuda y excitante, cual la perla deseada del Oriente.   Quedo anonadado, pequeño, frente a vos, mi Diosa sub-solar de San Cristóbal. Ofrendo a tu deidad este cofre apasionado  de palabras que te halagan.
Una anteojera balsámica cubre luego mis ojos, me apacigua, mi búsqueda continua, a tientas.
Percibo tu energía en cercanía y envuelto en tus esencias, disfruto cuando “drina” y sufro la orfandad de la distancia cuando “aleja”.
Gozo del vértigo surcando los espacios siderales en el mágico hechizo de tus alas.
Con todo el afecto.                                                                                                   Amón-Ra, San Cristóbal, Septiembre de 2015
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    drinas V.  De duendes y paisajes
 Entrañable amiga:
De mi padre heredé lo invalorable, ese don de disfrutar, en plenitud, de una vida sencilla y apasionada, en sutil armonía con la naturaleza. La suya fue una docencia gestual, de pocas y oportunas palabras, de mucho amor, entrega y testimonio. Como no podría ser de otra manera su ejemplo ha calado muy hondo desde mi más tierna infancia.
Conté, afortunadamente, con un paisaje amable, el Tigre de mi niñez. Sus ríos, sus sauces y ceibales;  sus zorzales, calandrias, gorriones, chingolos, benteveos, ratuchas, gallinas, palomas;  caballos, perros, gatos, lauchas, comadrejas, conejos, tortugas, culebras y otros tantos animalitos de toda laya que compartieron, circunstancialmente, aquella verdadera Arca de Noé, que era el  fondo de mi vieja casa –alquilada, pero no por ello, menos mía-.                                                                       Fue también él quien me introdujo en  el conocimiento del maravilloso mundo de los insectos y sus misterios.  Mariposas, hormigas, abejas, avispas, orugas, hormigas, langostas, arañas, fueron permanente objeto de mis observaciones, ampliadas por los efectos de una lupa que  él supo regalarme.  
“Todo tiene su razón de ser” o “tanto vale la hoja del rosal como el hambre de la oruga”, solía decirme.
Mi niñez transcurrió entre todos estos especímenes, bajo la sombra de los sauces, higueras, ciruelos y  otros frutales  que también aprendí a querer, cuidar y saborear,  sus frutos,  en tiempos de cosecha.                                                                                                                Cada año, entre fines de Agosto y comienzos de Septiembre, las péndulas ramas grises comenzaban a cubrirse de un tenue verde claro, sus yemas explotaban rebosantes de vida e indicaban el inicio de una primavera cercana. La vida entraba en ebullición y apareo fecundo.   Un nuevo ciclo se abría y mi espíritu se preparaba, dichoso, a disfrutar de lo porvenir.
Un ciruelo colorado anunciaba buenas nuevas, cubriéndose de pequeñas flores de pétalos blancos y tersos que eran visitadas por las abejas, diminutas proletarias del néctar y la miel.
Descubrir aquel armónico entramado, me ayudó a ser mejor. De nuevo se lo agradezco a mi padre y maestro.
Lejos ya de aquellos tiempos y de seres queridos, intento, cada septiembre, volver a la maravilla primaveral que se reitera. El Delta del Paraná, me ofrece, generoso, la oportunidad de renovarme, en el encanto que reinicia con recobrados bríos.
Pero algo ha cambiado en mi paisaje, sin afectar su esencia, mejor dicho enriqueciéndola. Navegábamos, con un grupo de compañeros, hacia el Delta profundo.  Recostado en la popa, compartía el navegar pero, a la vez, soñaba en soledad, al abrigo de en mi burbuja íntima, de sol, aire y río.
La pequeña embarcación se desplazaba ágil y veloz sobre las aguas aleonadas. En la costa, ciento de sauces desparramaban aquel suave verde virginal de niñez primaveral. De vez en cuando, un montecito de ciruelos en flor, completaba el paisaje más mío.
Sin embargo,  ya no era lo mismo. Un hada milagrosa, repintaba el feraz escenario, lo embellecía y mis ojos, incrédulos, agradecían la magia de tu encanto.
No pude dejar de pensar en mi padre, él estará disfrutando, desde algún lugar, a través de mis ojos,  esta nueva dimensión de la belleza de este amado paisaje tocado por tu impronta.
 ¿Cómo no agradecerte, querida amiga?
 Con todo el afecto.
Tuyo.                                                                                                                            Amón-Ra, San Cristóbal, Septiembre de 2015
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    drinas      VI  Desvelos
    Querida amiga:
Son apenas las dos y media de la madrugada, miles de sensaciones navegaban a flor de piel sin dejarme dormir, es más, no sé si tengo ganas de que el sueño me gane.  Tus  caricias ayurvédicas  de esta tarde han tenido un efecto muy particular. Llegué a tu templo deprimido, angustiado. No sé por qué motivo sentía que eran tiempos de“ aleja” y mi tristeza. Tu magia no pudo sacarme de ese estado hasta muy entrada la “terapia”.
Sin embargo, el juego en la inocencia de nuestras manos encendió una pequeña llamita. Necesité, sólo, verte. Al girar mi cuerpo, estros rostros se encontraron y huyeron las tinieblas. Todo fue paz y dicha.
Te dije “hola” y reímos por primera vez, aquella tarde, pude, así, disfrutar de tu magia en todo su esplendor. Gracias por haberme quitados las anteojeras de lavanda durante un tiempo mayor al de costumbre. El deleite de tu figura cargó mi espíritu de nuevas energías y robusteció mi ánimo.
Por pudor, me reservo el detalle de algunas de las más bellas sensaciones que me embargaron
No me canso de repetir que “sos un fenómeno” y te lo agradezco.
 Tuyo.
 Amón-Ra, San Cristóbal,   Septiembre de 2015
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    drinas      VII.      Misterios védicos
  Dulce amiga
Vuelvo a preguntarme, ¿quién y qué eres. ¿Hechicera o hechizo? ¿Circunstancia o eternidad?
Todo es confuso en mis adentros mientras intento encontrar el hilo intangible que nos vincula, a través de tiempos y de espacios. En mi ansiedad, no logro hallarlo, sin embargo, algo me sugiere la existencia de pretéritos encuentros placenteros.
Apuesto a que nunca hemos dejado de transitar fugaces tramos de la existencia, en comunión, tomados de la mano.
Me resulta difícil entender, de otra manera, esta fuerte sensación de que me habitas, que creo conocerte y que te espero. Que estás, junto a mí, cuando más te necesito.
Emerges, mágicamente, en todo lo agradable, a cada instante en que mi dicha se sublima.
No hallo otra manera de entender  esta fuerte certeza de saber que sos una parte de mí, que irrumpes en mi historia y me deslumbras,  trascendente, soberana que  mitigas mis tristezas y avivas mi alegría,
He intentado armar el cuadro de mis momentos cardinales y ubicar, sobre cada uno de ellos, el bienhechor rayo de luz de tu presencia.
Llego a la conclusión de que sos vos quien repintas y alumbras, con tu hechizo, el pequeño universo en el que moro.                                                     Trato de no enamorarme y no es sencillo.                              
 Tuyo.
                                                                                                                                         Amon-Ra. San Cristóbal, Septiembre de 2015
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    drinas    VIII. Ausencias
 Añorada amiga:
Comienza el calvario de una nueva semana de tu ausencia. Este mensaje desnuda sentimientos y acortará la espera.
Vuelvo a vos y a esta tarde hechizada en la que, conmovido “hasta la médula”, he sido agraciado por la sabiduría y el  encanto de tu arte que    me ha llevado hasta las puertas mismas del  Nirvana.                             No soy un entendido en estos temas, sólo siento que fue maravilloso.
Pero todo tiene su costo, vuelto de tu paraíso, un duro y cruel acertijo desangra mi alma sin que pueda resolverlo.
Recurro, entonces,  a vos porque sos mi gurú  cercano, único e incomparable. Pienso que, si en otras vidas, nos hubiésemos encontrado en Entre Ríos, por ejemplo, vos hubieras sido mi “Gurú-Gurisa”.  
Por esto te consulto, camino sobre el filo de la navaja, por senderos que, no por transitados, dejan de envolverme en un vértigo descontrolado que conduce a la incertidumbre y el vacío.                                                                                                                         Planteo la situación: Un tipo (yo), concurre, cada viernes y desde hace no mucho tiempo,  a un lugar misterioso (tu Templo), donde una bella y exquisita mujer (vos) lo guía, por senderos de  felicidad y éxtasis, con el don y la magia de esas caricias ayurvédicas que ella (vos) maneja con sin igual maestría.                                                                                     Resulta que el tipo (yo), a medida que pasan los viernes,  se siente más y más atrapado por el arte-magia de la “sacerdotisa” (vos). Él  tipo (yo) se deja llevar, encantado, hechizado, cautivado, seducido. Sólo se fija un límite en la porfía: no enamorarse. Resiste estoicamente en   cada encuentro hasta que, como era de imaginar, el tipo (yo), cae rendido y el amor lo puede mansamente.  
Siendo el tipo (yo), un hombre de convicciones, en un último gesto heroico de resistencia, se dice a sí mismo: “Es sólo una ilusión”.                                                                                                                                                                                                                                             Pero una voz interior le replica: “qué es  una ilusión sino la conjunción, tiempo-espacio, en la que los espíritus amantes se encuentran, celebran sus sueños,  sus rituales de caricias, de besos y de abrazos y se amalgaman hasta ser un mismo todo, para, desde allí,  convocar a las pieles y cuerpos terrenales, a compartir el reino del placer y los instantes”.    
Debo rendirme ante tanta contundencia. No busco ya más defensas ni  excusas, ni las quiero. ¡La suerte está echada!  
  Hasta acá los hechos, ahora mis preguntas.
¿Debo, en esta situación,  renunciar a   tus caricias, a tus aromas, al   privilegio de poder contemplar la plenitud de tu belleza, a renegar de tu encanto y de tu hechizo?                                                                                                                                                 ¿Se puede lastimar tanta pureza?                                                                                                                      
¿Podrán alguna vez mis toscas manos preñadas de caricias devolver las tuyas, generosas?  
¿Seré culpable por transgredir, en inocencia, los límites sutiles por los que hemos transitado?
¿Cuál es tu parecer y  cuál el temperamento que vos,  mi deidad védica,  me aconsejas seguir?        
Espero con ansiedad las respuestas –si es que las hay-.
Una vez más. ¡Que dolorosamente larga es la semana de tu ausencia!
Gracias, con todo cariño y respeto, siempre tuyo.                                                                              
 Amón-Ra y sus locuras (que tu magia ha reavivado)                                                                                        
San Cristóbal,  3horas 44’ del  sábado 12 de Septiembre.  
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    drinas      IX.    Después de vos
  Querida amiga:
Viernes, me despido de vos, cruzo Barcala, tu sonrisa juega entre mis labios que te cuentan sentires - hechos calle- de este barrio porteño  que transito.
Los grises adoquines comparten mi alegría como comparten el  origen proletario que nos hermana, una fuerte vinculación me une a ellos, ya te contare´ en otro momento.
Estoy en las antípodas del neoliberalismo portuario. Mi sonrisa es auténtica porque en mí, se hace verdad aquello de que “en todo estás vos”.
Camino las viejas veredas de San Juan, mejor dicho voy sobre la tenue nube de tu aroma.
Creí saberlo todo sobre amores y bellezas –hasta que te conocí-. Hoy trato de aprenderte plenamente.
Deambulo por San Cristóbal, todo es más bello, para mí, vos repintás mi barrio y mi mundo interior, con tus colores.
Mis dedos se acarician en la esquina y las yemas se cuentan impaciencias de viernes y tu ausencia.
Tu energía me eleva hasta los cielos. Los poros me interrogan, sí aquella es tú morada.
Tus aromas me envuelven y me pueden. Manso, yo me entrego, al abrazo germinal de tus hechizos, mientras sueño.
Mi alma y mi cuerpo se desnudan bajo el manto ritual de tus caricias.
Tengo toda una vida para imaginarte. Para verte, sólo el instante.
Regreso por Urquiza, un acontecimiento minúsculo me lleva  a cambiar el rumbo. Cruzo la calle, desando hasta San Juan, rodeo la manzana por Rioja, llego a Barcala sin pensarlo.
 Ya en la esquina me percato transitando por  tu reino. Mis sentidos a flor de piel te buscan entre suaves aromas de paraísos, que presienten el  encuentro.
Nuevas fragancias me seducen tras  la pequeña puerta roja. Después el bar y la vidriera dónde tantas veces  mis ojos hallaron a los tuyos.
Barcala me regalaba  otro milagro. Nos vemos tras el vidrio,  la alegría desborda nuestros rostros y el saludo.
Nos tiramos un beso, al mío lo rescato del bolsillo de la más pura inocencia.  Vuelvo a ser niño,  me siento dichoso. La espera de los viernes  se ha acortado.  
Luego, la noche. Amputadas mis manos de caricias te buscan en confines de la ausencia, cansados ya mis ojos penetran las tinieblas de las pálidas velas encendidas, sin hallarte.                                                                 Sólo  - tuyos- aromas en mis pieles me conceden la ilusión de cercanías.
Gracias, una vez más.
Amón-ra, San Cristóbal, 18 de septiembre
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    drinas      X.    Tres avecillas
  Querida amiga:
Tirado sobre el césped, miro un cielo azulado de glicinas, dos pequeños pájaros pasan cerca de mí, fugaces y rasantes. “Son golondrinas,” me dije, sonriente recordando que, en el antiguo Egipto, su presencia significaba “un amor que se renueva”.                                                                                                                                    Pienso en tu nombre alado, portador de buenas nuevas que se alejan.  Golondrina-Alejandrina, notable coincidencia en mis  tres avecillas  que alegran mi tarde y me transportan al goce del último encuentro y de un adiós latente. Anoche no hubo ducha, desperté entre tu aroma y las caricias, tu beso imaginado me juega acá en la frente, en alborada. Huelo a tus esencias cautivantes. Me prometo no ducharme jamás. ¡Seré en tu aroma!    Me invaden las  ansias de verte y me reitero entristecido: “Tengo toda una vida para imaginarte pero para contemplarte sólo el instante”.                                                                                                                                       Vuelven las tres, esta vez en aleteos de drinas , mi imaginación vuela  y goza con ellas.                                                                                                                                     Sin las anteojeras de lavanda puedo verte mejor y disfrutarte aún más. Irrumpes en el Templo en un unísono, de cuerpo y espíritu. Crece el regocijo cuando juegan tus manos en caricias y mi   mirada soñadora va, tras tus ojos,  al misterio. Mis sedes desatadas se aplacan en el cáliz  pagano de tu esencia. Mi boca se hace apega en tu  sonrisa, paren   mis labios, en respuesta, travesuras de un beso imaginario, sin respuesta.                                                                                                                 Tu torso es novedad, en la penumbra, que juega en el vaivén de aquel que escarda, mientras urde tu lana entre mi pelo un afán descabellado en cercanías.                                                                                                                      Una y mil veces: ante tanta beldad y epifanía, ¿cómo quieres, mujer, que no te quiera? Todo el afecto más puro y la ternura.
¡Felices primaveras!                                                                                                                           Amon-ra, San Cristóbal, 21 de septiembre
        Carta
  aleja
    drinas   XI.   Artesanias poéticas
    Querida amiga:
Todo mi afecto se vuelca en el quehacer artesanal de un pequeño presente floral. Las yemas de mis dedos adhieren el delgado papel sobre la diminuta  superficie de cristal que espera.
Todo es paz y armonía y mis manos celebran esta forma de devolver tus caricias entre flores.  
Me pedías algunos poemas. ¿Cómo no complacerte desde el halago?
 Ritual                                                                                            
A la magia ritual de tus caricias
respondo humildemente con poemas
que pintan el rubor de tus mejillas
 A tu belleza
Peregrino del tiempo, buscador de belleza
sueño y camino.
Misterio en roja piedra del camino,
en la nieve del monte que se despeña,
en la oruga que repta tras las alas,
ansias de mariposa,  postergadas.
En la madre semilla del árbol sombra,
en la flor y la espina, el gajo y nido,
en el fruto añorado que aquí te nombra.
La encontré en el sendero cuando mi ocaso,
sabedor de hermosuras, ya nada supe,
avecilla,  mis viernes y tus caricias,
empedraron cortadas,  luz y vida.
 A veces,
Cuando las nubes negras del presagio,
desangro en el dolor del  hondo tajo
que aparta mi ilusión de tu imposible.
 Entre tus flores.
Florecen los ciruelos en el huerto
me renuevo -antiguo tronco-
entre tus flores ,
en el vuelo  -abejorro-  que te besa.
 Octubres
Me nazco en los azahares
del   naranjo
y  tu aroma me acuna,
en primaveras.
 La caja                                                                                                     Desatadas palabras
sobrevuelan el caos
en que  te quiero.
Una  tarde de Enero
- de tapa abierta-
te entregarás, Pandora,                                                                                                                 ante el requiebro
 Nocturno
Cuando la soledad gana la noche
de mi pieza,
vos me entrás por la ventana del recuerdo,
te abrigás en las cobijas de mi alma
compartiendo desvelos y los versos
entre  sueños que dicen que me quieres.
   Cartas
  alejan
    drinas      XII.      Otros poemas
  Encuentro:
Golpeo tres veces a tu puerta,
alegres adoquines me saludan,
agitan  gorra gris y la ternura.
Uno me guiña un ojo,
-entre palmadas- otro sonríe,
un tercero me dice “querela mucho”
y tu puerta se abre en la caricia.
 Caricias
Las yemas de mis dedos recorren,                    
-una a una- la geografía de tu rostro
-el más mío-
guardo el paisaje en mis  memorias dactilares
… por si el olvido.
 Suspensivos                                                                                                                                   Caigo, fatalmente, caigo.
Descarnadas mis manos se aferran
a la nada de una ilusión.
Me estrellaré, sin pena,
en el desierto.
Tal vez, una semilla,
germine en mi osamenta.
Allí me encontrarás,
entre humildes zarzales, renaciendo
 Tuyo,
Amon-Ra, San Cristóbal, 21 de septiembre., día de la Primavera
   Cartas
  alejan
    drinas      XIII.      Rastros
  Mi querida y joven amiga:
 Amar, entiendo, es reconocer, disfrutar y agradecer el gesto amable; intentar retribuirlo con el halago merecido, mediante actos rituales, pequeños, humildes, terrenos y cotidianos. He aquí una heterodoxa forma de definir tan complicado verbo.
Encontrarnos fue el aliciente tras el que intenté remontarme más de mil años en mi historia. Buscándote en mis orígenes, desanduve generaciones y generaciones, hasta despertar más allá del milenio.
Me saludó un niño -mi niño pretérito- , en el Bajo Aragón,   gobernado, en  aquellos tiempos, por los árabes,  con sabiduría, en paz y armonía.  
Todo era dicha, para mí, a orillas del Río Cinca, pescaba, juntaba caracoles, cazaba pájaros. Por suerte, nunca llegué a herirte, mi pequeña alondra, compañera y guía de, estos, mis primeros pasos hacia tu encanto. Disfrutaba de tu cercanía sin saber, en realidad, si serías tú - pequeña avecilla- o tu trino o tu vuelo, quien indicaba mi feliz sendero.
El tiempo pasaba, yo sólo te seguía. A tu influjo supe que la hora del amor me estaba llegando y mi sangre bullía, encendida cual brasas que avivara tu aleteo.
Un hecho ¿fortuito? descorrió mi velo virginal, cuando en una tarde de verano, infortunado en la pesca –si es que se puede hablar de infortunio a aquella edad- regresaba yo siguiéndote, mi pequeña alondra. Abstraído andaba cuando al llegar al   recodo, escuché un coro de voces jóvenes y cantarinas de mujeres.
Nuevos trinos que se unían al tuyo y regocijaban mi alma.  
Eran muchachas del pueblo, habían cumplido, ya, con el lavado de la ropa y confiadas en la íntima soledad del lugar, jugaban, bellas y desnudas, sumergidas en las aguas claras del río que dejaba traslucir sus encantos.  Hipnotizado ante tanta belleza y desparpajo, mi joven corazón, parecía estallar dentro del pecho, mis piernas paralizadas, temblorosas y un calor extraño naciéndome entre piernas.
Era demasiado tarde para retroceder, quieto, callado, agazapado, temeroso, allí quedé, sumergido en el éxtasis del placer develado.
A viva voz y, entre risas cristalinas, comentaban, sin ningún tipo de reparos, sus amorosas ilusiones.
No cabía en mi dicha al escuchar a la niña de mis sueños que, con inocente erotismo, acariciaba sus turgentes senos, proclamando, alegre y con desparpajo, que era a mí a quién los tenía prometidos.
Por un instante tu cuerpo alado se confundió con aquella piel rosada. Fue demasiado para mí, avergonzado, emprendí una torpe retirada. Corrí hasta quedar agotado. Lejos ya, me eché bajo la sombra de un olivo, mi cuerpo ardía por la corrida pero más aún por aquello que -sin quererlo- mis ojos habían visto, mis oídos, escuchado y mi espíritu, gozado.
La vida me premió, fuimos marido y mujer, las aguas más puras de la fuente de Belver bendijeron nuestra pagana unión.
Todo era dicha, hoy me atrevo a afirmar que allí estabas vos, encarnada en el éxtasis.
Eras mis ojos y mi piel, mis manos y la caricia vedada, esas ganas de amar y eras mi amada.  En mí anidabas, conmigo volabas y éramos trinos y el impulso vital que compartíamos.
Después nuestro rastro, aquel andar de la mano y de tus alas se pierde entre los tiempos de guerras, de muerte y el olvido. Vanos han sido mis esfuerzos por reconstruir el sutil puente que nos une con el presente. No encuentro la evidencia suficiente, sólo un suave cosquilleo debajo de mi piel que me sugiere nuestro andar, volando en la utopía común, que nos trasciende.
Solo aquel recuerdo, este grato hormigueo y un pequeño cuadro hallado entre antiguos trastos, hoy me hablan de vos, desde el origen.
Por esto es que celebro en el largo milenio del reencuentro.
Te agradezco esos tantos instantes que, seguramente compartiéramos a lo largo del tiempo y el olvido
Tuyo, como hace mil y más años.
 Amón-ra, San Cristóbal, 3 de octubre de 2015
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    drinas    XIV. Sobre    amores
                          aryuvédicos
                               y  los otros
    Querida amiga:
Rastros de un milenio de existencias han quedado, seguramente, grabados en miel ADN pero, si en algún gen inmutable siento este devenir en permanente ebullición apasionada, éste es, sin lugar a duda, el gen del Amor.                                                                 Porque intuyo un pasado refrendado por éste presente que me acredita como un  pertinaz y eterno enamorado, quiero dejar sentado el mejor y más puro de los homenajes a quienes amé y me amaron, aquellas que anidan en mi corazón y están en mí cuando el mágico misterio del amor me convoca, una vez más.
Amores y desamores habrán dejado sus huellas en mi ancestral pellejo desde más allá de los siglos y sigo cosechando rosas y cicatrices, en esto tantos años de mi existencia. Solo por tal motivo y basado en una rica experiencia, me atrevo a dar opinión sobre tan complejo tema, motivo del sentimiento más vehemente.
Manos a la obra y,  ya que obras son amores y que, además, hay amores y amores, ensayo, a continuación,  mis teorías,  con el solo afán de entretenerte.
 Los agrupo, desde una perspectiva práctica, en:
Amores no consumados: algunos que aún persisten y guardan una melancólica y agri-dulce presencia en el recuerdo; otros, intrascendentes, sepultados ya en el olvido.
Amores consumados-consumidos: han pasado en el tiempo con más pena que gloria. Son de aquellos que uno trata de no recordar porque ya no valen la pena.
Amores consumados indelebles; duermen en lo más profundo del ser y despiertan sin nombre y sin rostro, cuando el amor, nuevamente, llama a la puerta del alma. Celebran en comunión la buena nueva y se funden en un abrazo del pasado.
 Me atrevo a ordenarlos, también, en base a mis vivencias terrenales más íntimas:
Amor eterno: el de mi Madre que no requiere mayores explicaciones.
Mi amor pretérito: en aquellos días de Belver cuando el agua de la fuente bendecía.
Amor niño:   María Cecilia, sus ojos azules se mimetizaban con las glicinas florecidas que cubrían los frenes de aquel conventillo del Tigre, en el que compartimos nuestros días tempranos  y nuestros primeros sueños. Va para ella mi homenaje y mi mejor recuerdo.
Amor de juventud: era hija de exiliados políticos que encontraron en el Tigre su lugar de amparo para un triste destierro. Vivían cruzando el Río Luján (nuevamente el río) Una calandria (¿vos?), fue testigo, teníamos trece años cuando le declaré un amor. Me respondió con un tímido beso que aún guardo entre mis labios que no resecan.
Como en el Cinca todo era paz, felicidad, armonía en aquel tiempo. Me permito citar un fragmento de un poema que solíamos compartir:
…niños y soñadores cuando recién
de dejar acabábamos la cuna
y nuestras almas se deslizaban, dulces y serenas,
cómo el ala del cisne en la laguna,
cuando la aurora del primer cariño
no despuntaba, aún, a descorrer el velo
que la inocencia virginal del niño,
extiende entre sus párpados y el cielo…”
 Bordeábamos los quince, cuando una noticia inesperada nos sacudió. La situación política había cambiado en su Patria y regresarían de inmediato. No lográbamos entender ni aceptar que nos separaran, llorábamos tomados de la mano y las lágrimas parecían vengarse de nuestras prístinas miradas ilusionadas. Fue un hachazo atroz que partió en dos nuestra ilusión con su partida.
La luz roja del furgón de cola del tren   se perdió en una curva, fue aquella la triste evidencia de un adiós sin retorno.
Amor de mi vida: con ella llegamos casi agotar los placeres de la vida en una experiencia única e irrepetible que   aún conserva el desasosiego del último carozo de aceitunas que juega en nuestra boca como un beso  cuyo sabor se aplaca, lentamente, entre la letanía y el recuerdo.
Amores  apasionados: fueron más de uno, los llamo también “amores verdaderos” ya que jamás pude entender al amor sin la pasión. En ellos entregué lo mejor de mí, a cambio, recibí el goce y el placer a manos llenas. ¿Cómo no amarlas cuando aún amo?
Amor literal: compartirnos largos y fructíferos años. Su docta poesía me abrigaba en su regazo, allí abrevé de su arte, también reavivamos el fuego del amor y ardimos en lírica sublimación. Vivimos y amamos en poesía durante mucho tiempo. Me gusta releernos, fuimos un mensaje de amor y locura compartidos pero hasta la mejor tinta se agota con el tiempo, aún la que riega la utopía.
Amores frustrados:  los hubo y creo mejor no recordarlos. Sospecho que no fueron reales.
Amor imposible: y no por ello menos bello: “mi Muchacha del río” entre aromas de glicinas y madreselvas en flor y un rojo ceibo, en la magia de un arroyo y la canoa tosca y cómplice.
Amor angustiante: el que me entregó aquella joven y bella mujer pelirroja, hechicera y amante. Jamás he vuelto a verla. La distancia y su ausencia, me invaden de misterios e incertidumbres que, con pesar,  temo no podré aclarar, jamás,  y que me pesan.
 Amores del  alma: creo que mi vida última se parte en dos desde el momento que, frente a una bella y cautivante mujer y en total intimidad me desnudé sobre una colchoneta y sumergido en una atmósfera de aromas y de hechizo, mis instintos se entregaron, mansos,  a su magia.                                                                                              Como nunca antes pude transitar por esa delgada cornisa, entre sensualidad y erotismo sin desbarrancarme. Amar desde lo más profundo del alma, sin importar saber si será este un instante fugaz. Sólo sentir que se ama como solo pude amarse desde el alma
Aquí y ahora, siento esa fuerza poderosa rediviva en su persona, alimentando mis mejores sentimientos, mis más puros deseos y mis más locas fantasías.
Debo a su magia, a su hechizo, a su deidad, el poder transitar este último sendero con la alegría que hace más llevadera la brecha entre mi ilusión y su imposible.
Por lo entrañable, por lo puro, por lo esencial, por lo intangible, por lo permanente, ¡Salud, oh amor de mi alma!
 No sé si lo he logrado pero he intentado, a lo largo de esta reseña caracterizar los amores que, como el sol, nacen y renacen luego de cada ocaso, anunciando amaneceres.
Rescato, valoro y agradezco, una vez más, esta energía vital y apasionada, de beneplácito sostenido, con que el hechizo ha nutrido mi longevo y afortunado espíritu, por los siglos de los siglos.                                                                      
¿Cómo no quererte tanto?  Gracias una vez más.
 Tuyo.
 Amón-Ra, San Cristóbal, 5 de octubre de 2015
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    drinas XV.      Acostumbrando
                        a no acostumbrarme
 Querida amiga:
Tal vez la casualidad haya  querido que en esta tarde gris de San Cristóbal un esperado “viernes ayurvédico” se postergara, es la primera vez que esto sucede. No soy devoto de las premoniciones pero no dejo de tenerlas en cuenta y me pregunto ¿Por qué revienta una cañería, sólo unos minutos antes de nuestro encuentro e inunda aquel santuario?                                                                                                                                                                           Esa tarde te noté contrariada, también por primera vez. Del asombro pasé a la pena solidaria y a las ganas de ayudarte. Ya estaba todo bajo control y a pesar de que “el agua purifica” me dolió la “medialuna amiga” sola y empapada, colgada sobre el frío respaldo de la silla.
Esta vez los adoquines no pudieron entender el porqué de mi retorno apresurado y mi tristeza. Acongojado, dejé la explicación para otra oportunidad.                                                                                                                                   He debido luchar conmigo mismo para no aceptar la posibilidad del “recuperatorio” del lunes. Es una buena oportunidad para acostumbrarme a no acostumbrarme. No es sencillo, duele un poco, desgarra, aunque siempre queda la esperanza de que haya sido solo  un simple y azaroso hecho, ¿por qué no?                                                                            De todas maneras intuyo, siento a flor de piel que una fuerza superior a nosotros nos acerca, nos orienta, nos condiciona y que alguna vez nos alejará.                                                                                                                              Es difícil de explicar, mi querida amiga,  pero así lo presiento. Me desgarra,  el pensamiento de futuros con tu aroma en lejanía, mientras duelen aleteos del “aleja”.                                                                                                                                       En esta amarga espera, he insistido en descifrar el viejo enigma  de mis primeras cartas: saber si eres, la hechicera o el hechizo, la encantadora o el encanto, la maga o la magia. Una fantasía alada sobre las que cabalga esta ingenua ilusión en la que asumo                   ser el ilusionista y el ilusionado y lo hago plenamente, sabiendo que  bordeo el abismo entre mi quimera y tu imposible.                                                                                               Sé que nunca podré dilucidar el acertijo. Te ruego sepas disculpar mi empecinado empeño pero éste es fruto de mi fantasía y de tu hechizo.                                                                                          Nuevamente me digo: “espero que estos quince días de la ausencia me ayuden a entender que debo  acostumbrarme a no acostumbrarme”, aunque duela.                                                               Con todo el afecto.  
                                                                                                                    Tuyo
 Amón-Ra, San Cristóbal, 15 de Octubre de 2015.
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    drinas    XVI. El    retorno de las
                       alfombras mágicas
 Querida amiga:
Contra todas las angustias, la semana pasó relativamente rápido. Los mensajes  para desechar un posible encuentro el día lunes, otra confirmándolo para el jueves, además de una ¿falla? de mi celular que involuntariamente te llamó, recibiendo tu gentil respuesta, hicieron mucho más breve esta espera. Debo confesarte que de poco valen los motivos formales de mis llamadas,  el escuchar tu suave voz  me llena de vida y alegría, refleja en mis labios tu sonrisa y  me eximen de cualquier  excusa.                                                           Nuestra cita había quedado para el jueves por la mañana. Me levanté temprano, cumplí mis rituales pre-ayurvédicos y me encaminé hacia tu templo con unos minutos de anticipación.                                                                                                       Necesitaba compartir algunas reflexiones con mis adoquines. Fue muy positivo puesto  que  pudieron narrarme un extraño suceso que habían presenciado durante el fin de semana.                                                                                             Ocurrió en la quietud del domingo, estando ellos en su acostumbrada actitud contemplativa. Una misteriosa flotilla de alfombras voladoras apareció, sorpresivamente, por el Sur.                                                                                                                           Para su asombro y beneplácito, giraron varias veces sobre la Plaza Martín Fierro, pintando de color  anaranjado y morado, el monótono cielo triste y gris de aquella tarde.  El placer fue aún mayor al contemplar a la bella muchacha conductora de la mágica escuadrilla. “Creemos haberla reconocido” me dijeron con un aire de picardía cómplice.  Tras un vuelo rasante sobre Barcala, pudieron apreciarla en todo su esplendor. “¡Es hermosa!” exclamaron exaltados y continuaron: “una bella y extraña avecilla, dueña de un trino melodioso y cautivante, acompañaba su vuelo.                                                                                                                                               Te recordé en alondra y sonreí dichoso.   No se equivocaban.                                                                                                                                  A pesar de sus cansados ojos grises,    intentaron deletrear el nombre que pendía de su collar. “Aladina”, dijo el más listo y aquel nombre fue coreado de piedra en piedra entre suspiros, recordando, tal vez, aquel cuento que un viejo presidiario les narrara, haciendo menos triste los  desgarros.                                                                                                                     En una segunda pasada, aguzaron sus miradas y rescataron otras cinco  letras, hasta formar tu verdadero nombre, Alejandrina. “¡Era ella!, exclamaban sus cuadradas bocas desencajadas. “¡Es tan bella como nos contabas!”. ¡Felicitaciones compañero!”                                               Como comprenderás, fui a tu encuentro hipersensibilizado y feliz esperando   que aparecieras con tu amable sonrisa, tu conjuntito blanco de tareas y tu abrazo cálido. Juro que ni la escalera vi cuando bajábamos. ¿Cómo pretender ser indiferente, querida amiga? Escribo esto y siento, nuevamente, que en todo y siempre, estás vos.
Con todo el afecto. Tuyo
Amón-Ra, San Cristóbal, 15 de Octubre de 2015.
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    drinas      XVII.      Repechando
 Querida amiga
Acepto lo descabellado de mis pensamientos y hablando de esto, aún no me he peinado, dejo y disfruto de la obra estética de tus caricias sobre mi pelo, es más, siento que luzco agradable.               ��                                                                                                                Ya en tu templo, la “paz de las alfombras” se hizo en mí.                                                                                                   Todo estaba en orden, después de la inundación. El encuentro con mi almohadilla “medio alunada” fue sentido y emocionante.  Conmovidos sellamos, allí, un pacto de amistad eterna. Me confesó que, antes de conocerme, nunca había sido objeto de tantos mimos. “Esto tiene su lógica”, le contesté, “ya que a vos destino las caricias que en mis manos nacen con destino vedado”.                                                                                                               Luego, ya entregado, de cuerpo y alma a tu magia, disfruté de aquel arte ritual. Fue un encuentro distinto, (recordé a los adoquines).  En tu voz sensual y seductora gorjeaba la alondra milenaria, mientras la deidad reinaba entre aromas de tu esencia.                                                                                            El reloj voló, como vuela la alondra, un placer abarcador me invadió, envuelto en tu burbuja, más allá del tiempo y del espacio. ¡Sos un mágico fenómeno mi querida amiga!                                                                                                                              Si algo faltaba para sentirme el tipo más feliz, me propusiste que fuéramos juntos hasta el subte. Agradezco y valoro  tu gentil delicadeza.                                                                                                                                              Como creí intuir, en la despedida, el  tenue reclamo  de un poema postergado, plasmé mis sensaciones de aquel lindo caminar, en este verso:
 Camino inaugural
Ciento veinte pasos, pasos ciento veinte,
que a  tu puerta roja unen  con la boca
que abierta bosteza, demoras de un subte.
Ciento veinte pasos volaron, antiguos,
mis cansados huesos que no sueñan glorias
bajo los cipreses de los  cementerios
y mi alma niña,  volvió entre baldosas ,
gambeteó los años que en el lomo pesan,
balbuceó tu nombre, bebió tu sonrisa,
que en la suave brisa mi alma envolvía.
Eras primavera lanzada a los tiempos
un cantar de alondra que mudó su nido
cuando un paraíso le ofrendó tu aroma.
Saludó la esquina que gentil doblaba,
entre aleteos de un gorrión fantasma
tus  gatos de gala, treparon  cornisas
y yo, por los cielos, en la magia-alfombra
de tu compañía, naranja-morada.
Soles de avenida y en  la hoja blanca
que sin titulares me dio un canillita
escribí el poema del bello sendero:
ciento veinte pasos , pasos ciento veinte
que a  tu puerta roja unen  con la boca
que abierta bosteza, demoras de un subte.
Escalera abajo se alejó  tu cuerpo
a la nueva espera, rumbo a no sé dónde,
mientras  en abrazos de la despedida,
quedaba tu alma, y entre   cascabeles
jugaba mi niño soñando el reencuentro.
  Buen viaje, feliz regreso y todo este cariño que me brota a montones y que te nombra.                                                                    Tuyo.                                                                                                      
 Amón-ra, San Cristóbal, 17 de Octubre de 2015. Día de la Lealtad Popular.
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    drinas   XVIII  Tiempo de paraísos
 Querida amiga:
Es tiempo de paraísos, de paraísos en flor, su aroma dulce y gentil me invade durante el corto trayecto de mi casa a tu santuario, me sabe a preanuncio. Todo lo agradable, lo bello queda, de inmediato, ligado a tu persona y a nuestro encuentro.                                                                                                                                 Fragancias de floresta suburbana acompañan, desde siempre, mi existencia.
Octubre atardeciendo, asombradas tertulias, pétalos azulados, frágiles y fugaces, cual la vida y este aroma que me vuelve y me envuelve, en paraíso.
Diciembres que han ardido y la siesta y el tilo aplacando, en aromas, ansiedades crispadas.
Eucalipto gigante, el señor del baldío, vengador de resfríos en la olla pulida, destilando aquel vaho que, materno y  balsámico, inundaba la pieza.                                                                                                                                                                              Aromas de eucaliptos que tu mano y mis pieles hoy consagran en el sacro recinto de tu templo y mis poros conservan en este gesto niño de un no-baño.                                                                                                                                   En verdes humedales, un encantado bosque de sauces y de álamos; de ceibos y casuarinas, te espera. Me siento en deuda, sus ramas me preguntan por vos, quisieran conocerte. Me resulta imposible describir tu belleza, la magia de tus manos y el hechizo. Insistiré y mejoraré en mi intento, no me atrevo a descorazonarlos por tu negativa.                                                                                                     En otro orden de cosas, te reitero el agradecimiento por “tú amistad cibernética”.  He recorrido las publicaciones.  Lo que más me ha impactado es tu foto de la portada. ¡Qué bella expresión!, me alegro de haberte presentido.   Se te ve deslumbrante con aquel peinado, los hombros descubiertos, tu boca aún más sensual y tu mirada vivaz   y penetrante. De todas maneras, me gustás, aún más, cuando el encuentro tras la pequeña puerta roja, con tu estampa laburante y tu belleza cotidiana me guía, solícita, hacia tu templo.    
Tuyo.                                                                                                                                                                             Amón-Ra, San Cristóbal, 20 de octubre de 2015.
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    drina    XIX  Andares cibernéticos
 Querida amiga.
Una vez más, me siento un privilegiado y agradecido que no puede dejar de preguntarse “¿cómo describirte mejor si mis pobres palabras ya no alcanzan?”                                                                                                     Recorriendo tu amena página, sólo un detalle me descolocó. Luego, lo atribuí a algo que a veces nos sucede, pegar algo, por error, en la “página”, después, darse cuenta y enfadarse mucho consigo mismo.  Seguramente debe tratarse de algo de eso.                                                                                                                                            Vuelto a tu magia, con afán de templanza,   intento escribir “masaje” en lugar “de caricia”. Es un acto formal, mezquino y desafortunado ya que, en tu caso, “caricia”, es la maravillosa conjunción de un arte-magia. Espero asumirlo definitivamente.                                                                                                                 Como tantas otras veces, hoy, el efecto de tu hechizo golpeó fuerte y me dura aún en plenitud. En este estado, traté de destejer –en una versión masculina de Penélope- todo aquello mágicamente tejido con tus caricias.
Me cuesta, una dulce desgana concentra mi mente en tus aromas y el recuerdo. Siento que no es  tan fácil el destejer, la trama está fuertemente anudada en el afecto. Sigo agradeciéndote, infinitamente, la oportunidad de este goce aryuvédico.                                                                                                                         Han pasado algunas horas desde el encuentro, vuelto a casa tu burbuja me envuelve y dentro de ella, vuelo por mi habitación, reboto en las paredes, el techo, el piso y de nuevo a ascender. Estoy inmerso en un caótico estado, de destino impredecible.          
Es la vida misma, ¿no te parece?
Tuyo.                                                                                                                                                                              
Amón-Ra, San Cristóbal, 23 de Octubre de 2015.
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    drinas      XX.      Circo y ausencia
 Querida amiga
Siento la necesidad de compartir algo grato que me ha sucedido. ¿Con quién mejor que con vos?                                                                                                                              Recibí una invitación para concurrir al teatro, decidí aceptar. La obra era una épica gauchesca, el “Juan Moreira”.                                                                                                           Nunca pensé que las sensaciones vividas fueran tan fuertes y por partida doble. La puesta en escena, ambientada a la campaña bonaerense de fines del siglo XIX, rescataba lo hecho por los hermanos Podestá, padres de nuestro teatro nacional y popular.                                                                                                                          Por ser el sobrino mayor de una extensa familia he podido disfrutar, desde pequeño, de las largas y bien regadas tertulias en casa de mis abuelos paternos. En ellas, era costumbre que, los siete hermanos, más eventuales agregados, discutieran apasionadamente, sobre política, artes, deportes y todo aquel acontecimiento importante que mereciera ser tema de debate.                                                                                         Nuestro origen español ponía sobre el tapete, a Franco y sus crímenes (uno de los pocos temas en el que el repudio era generalizado).  Los tíos Alejo y Conchita, mis primos Rosa María y Antonio, que allá sobrevivían, era un tema infalible.  Sus cartas eran leídas en ruedo y con ellos sufríamos y a ellos tratábamos de ayudar.  La España raigal también se hacía presente en los anuncios de giras teatrales de doña Lola Membrives o del espectacular arte de don Miguel de Molinas. De mi abuela Salvadora heredé el placer por el teatro, ella siempre encontraba la  oportunidad para que alguno de sus hijos la  acompañara a aquellos eventos nostalgiosos.                                                                                                                                                          La problemática nacional, no les era tampoco ajena, por el contrario, aquí surgía la pasión aragonesa. Peronismo, socialismo y anarquismo, eran cuestionados y defendidos con igual ardor. El fútbol ocupaba también su lugarcito en la trifulca.                         Todo volvía a su remanso cuando el arte popular, orillero o campestre, afloraba en la charla. Era tema de los más jóvenes, tango, folclore, teatro gauchesco o de arrabales, ocupaban gran parte de las tertulias.
A pesar del tiempo transcurrido, todos tenían recuerdos del circo criollo, humilde y trashumante,  que esporádicamente llegaba y se instalaba en Mercedes, pueblo bonaerense en el que vivieron su infancia y juventud.    
 En la evocación, volvía, con sus viejos animales, bigotudos domadores, desgarbadas equilibristas, audaces trapecistas y tristes y pintarrajeados payasos; el circo criollo, Una parte importante del espectáculo era asignada al teatro nacional y popular en el que la épica gauchesca ocupaba un lugar central.
Las desventuras del gaucho, las injusticias a las que era sometido, la impunidad con la que milicos, estancieros y el alambrado lo iban acorralando en su pobreza.
Si una obra teatral pintó, con crudeza y realidad, aquella trise situación, esa fue el “Juan Moreira” que casualmente iría, yo, a presenciar.
Nada de la obra debiera haberme sido ajena ya que había registrado los innumerables comentarios y controversias que se daban en el transcurso de aquellas interminables reuniones familiares. Las discusiones abundaban pero las controversias desparecían cuando se trataba de repudiar aquella injusticia histórica que, como remezón, también a ellos los golpeaba.
Ya en el teatro, me conmoví al imaginar a mi padre, en aquel circo criollo, sentado, sobre los duros tablones del “gallinero”, devaluada versión del “paraíso” actual de los teatros.. Allí estaría él, reflejando en su expresivo rostro, las  penurias del gaucho perseguido, víctima y rebelde frente al hecho común de la injusticia.                                                                                                                     Mis emociones se agolpaban a raudales y sin tregua. Sentí tu ausencia, necesitaba compartir aquel momento. A mi lado, una butaca vacía convocaba a mis desvaríos frecuentes. Estabas sentada allí, a mi lado. Busqué el bálsamo de tu sonrisa. Con lágrimas en los ojos, quise comentarte mis emociones.
No me fue posible, eras mi fantasía cabalgando sobre la dualidad de tu ausencia-presencia.                            
Esta vez, aquel  no-estar me golpeó, como nunca,  ocupando el lugar en una vecina butaca vacía de teatro.                                                                                                                             De todo esto resultó un menú mixto, criollo-ayurvédico, que aún trato de digerir y a pesar de sentirme atragantado, reconozco el mérito de su encanto.                                                                                                           Escribo esto a la medianoche del viernes, seguramente los días venideros irán destejiendo mis utopías a las cuales pretendo poner coto aunque sin éxito alguno.                                                                                                           No es fácil mantenerse en el hechizo como tampoco lo es volar en la magia de tu alfombra pero ¿qué es la vida sin un sueño fugaz e inalcanzable?                                                                                                                                   ¿Será mi destino el compartir con la más bella, allí, en tu templo y bailar con la más fea, en mi intemperie?                                             Aun así, no me quejo, disfruto lo posible y dejo lo imposible para otro día.                                                                                                                                               De últimas, como dice el entrañable Silvio Rodríguez: “yo me muero como viví”.
Gracias, cuídate.
Tuyo.
Amón-Ra, San Cristóbal, 25 de Octubre de 2015
  Cartas
  alejan
    drinas    XXI.  De náufragos
                        y barquitos de papel
  Querida amiga:
 Cómo buen hombre “de aguas”, a lo largo de mi vida he sabido y he padecido de naufragios, grandes o pequeños, colectivos o individuales. No solo mi vida, sino también mi muerte, parecen ligadas al líquido elemento
Dejo la espectacularidad y el horror del Titánic para los interesados en grandes y taquilleras catástrofes,
Quiero contarte sobre los otros, los   pequeños, personales, íntimos; tan humanos como insignificantes, tan vulgares como cotidianos, los que no encabezan portadas en los   diarios ni reciben consideración alguna entre la gente.
Son pedazos de humanidades con sus sueños e  ilusiones, frustraciones y desesperanzas. Navegan por cunetas desmadradas, aferrados al velamen de frágiles barquitos de papel que, fatalmente, se hunden en turbulentos remolinos o naufragan en un destino final de alcantarilla.
En ambos casos, son sólo víctimas inocentes de la oscuridad y el olvido que los devora para siempre,  un último gesto de rebeldía en medio de la debacle personal, un manotazo desesperado en busca de la mano fraterna, un grito en soledad que clama por el oído solidario pero además,  el efímero intento de dejar la huella de un fugaz  andar que ya concluye. De todas maneras, he aprendido que en ellos supervive, siempre, la remota esperanza del rescate salvador.                      
Amo las lluvias copiosas, me gusta ver las gotas cuando caen, voluptuosas, sobre el adoquinado que aún resiste, a pesar del asfalto que, insidiosamente  lo va borrando.
La tormenta impetuosa, el viento desbocado, el relámpago y el trueno, la lluvia torrencial, las ramas crujientes de los árboles, las hojas desprendidas y ese olor a azufre endemoniado, han conformado el escenario predilecto al que asistía, como deslumbrado espectador, apoyado contra un viejo paraíso o sentado en el cordón, sumergido, de la vereda e impregnado, de cuerpo y alma por la magia del meteoro.
Fueron muchas las lluvias como mucho fue el tiempo que tardé en percatarme de aquellos pequeños barcos-mensajes navegando a la   deriva, sin brújula y sin retorno.
Pero un día cualquiera, bajo una  lluvia cualquiera, todo cambiaría  y para siempre.
Noto tu curiosidad, seguiré mi relato, si así lo quieres, cuando la próxima.
Déjame ahora disfrutar de la intriga en tu mirada y del asombro y frescura en tu sonrisa.
Con el sólo afán de entretenerte.
Tuyo.
 Amón-Ra, San Cristóbal, 28 de Octubre de 2015.
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  alejan
    drinas XXII. La mujer    del barquito
  Querida amiga
 Era la tarde de un viernes de verano, un verdadero diluvio se había desatado, las aguas, salidas de madre, inundaban la calle y ascendían varios centímetros por sobre  la vereda,  haciéndola  intransitable.
Como en cada tormenta, disfrutaba yo del beso de la lluvia.  Junto al paraíso amigo contemplaba conmovido, la majestuosidad de las fuerzas desatadas de la naturaleza.
En un   reflejo gris-plateado, los adoquines abandonaban su quietud , inmersos  en un elegante minué acompasado por las pequeñas olas concéntricas provocadas por el caer cristalino de las gotas mientras  familiares sonidos circundantes musicalizaban la escena.
Un suave perfume de mujer me indicaba que no estaba solo. Busqué, con afano, el origen de aquella esencia. Al desviar levemente mi mirada, sobre el curso del agua, todo calmó por un instante. En  el espejo del remanso pude verla  reflejada como en un cuadro genial. Era la frágil figura de una bella mujer de pelo corto y renegrido como sus ojos rasgados, de extraña y vivaz mirada, cálida y lejana. Contrastando con el gris de la tarde, una sonrisa franca y cautivante, la iluminaba.                                                                                      Fue una imagen fugaz, el estruendo de un rayo sacudió la tarde, me miró sonriente, inclinó, con gracias su cabeza, como en un saludo, y desapareció subiendo a un fantasmal colectivo 127 surgido de la nada.  La rauda partida los perdió entre relámpagos y una densa cortina de agua.  Con  asombro,  observé que, desde el lugar en el que  había desaparecido, navegaba,  pasando frente a mí, un pequeño barquito de papel que luchaba por no zozobrar entre las olas encrespadas. Un poco más allá, la negra alcantarilla, sellaría su destino.  Mi corazón latía, aceleradamente, algo me decía que aquel
 era su mensaje, el que dejara caer cuando el misterio de su prisa. Me abalancé, pude rescatarlo antes que  la tétrica boca de metal comenzaba a tragarlo.
Lluvia y adoquines pasaban totalmente a un segundo plano. Sólo pensaba en resguardar aquel pequeño tesoro. Lo llevé prontamente a mi casa, lo sequé, con cuidado, junto a una estufa, lo desplegué de manera tal de poder, luego, reconstruir su armado original. Era un papel delicadamente perfumado, conservaba, a pesar de la lluvia, la exquisita fragancia que te caracteriza. Traté de entender su raro mensaje, no me fue posible, eran, tal vez, caracteres orientales, de la India, según intuí.  Estaba encabezado por la imagen de la diosa védica que hoy luce en el inicio de estas cartas. No logré descifrar una palabra aunque para mi mayor confusión, el texto concluía en castellano, con un “Adiós amigo, que la lluvia y el viento sean contigo…” y una cita final quedaba borroneada e inconclusa.
El perfume ha permanecido intacto como intacta ha quedado la imagen de aquella hermosa mujer, grabada en mi retina.
Desde entonces, querida amiga, se han incorporado barquitos de papel y tu recuerdo al objeto de mis largas vigilias tormentosas.
 Con todo el afecto de un navegante, solitario y al garete, que busca el amparo de tu puerto.
 Tuyo.
 Amón-Ra, San Cristóbal, 1º de Noviembre de 2015
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    drinas      XXIII.      La pequeña flotilla
   Querida amiga
 Desde entonces, he agregado, a mis tardes de lluvia, el rescate de barquitos de papel en riesgo de naufragio.  Nunca imaginé que podrían ser tantos. Esto me pone tenso ya que debo estar muy atento para intentar salvarlos antes que la fatídica alcantarilla los degluta.  
Cuando tengo éxito, hago una somera lectura del mensaje y, según la gravedad de su contenido, salgo disparado aguas arribas, tratando de encontrar y ayudar a aquellos desdichados que, con urgencia, lo necesitan.
No es fácil porque, en general, posan la pequeña nave sobre las aguas y desaparecen, movidos, tal vez, por la vergüenza del fracaso.                                                                                    Luego sí, vuelvo a mi puesto de salvataje sintiendo que una delgada capa de humanidad me protege. No es jactancia, sólo la alegría de sentirme útil y solidario.
A todas las navecillas trato con igual consideración, las voy guardando en una bolsa de plástico, al amparo del agua. Pasada la lluvia, vuelvo, con ellos, a mi casa donde, luego del tratamiento correspondiente, los releo, clasifico y guardo en enormes cajas que he hecho a tal efecto. Quedan así, incorporados a mi pequeña flotilla rescatada.
Debo decirte que, durante  todo este tiempo,  he auxiliado a  un sin número de navecillas portadoras de mensajes que, en general, manifiestan desazones,  desencuentros, tristezas, desilusiones,  fracasos, penas, desencantos o desesperanzas. Muy rara vez expresan alegrías, augurios o ilusiones. Aunque, todas, sin excepción, translucen el deseo íntimo de que alguien solidario les tienda una mano, que los reconozca. Después de cada copiosa lluvia regreso a casa portando los papeles que evidencian los naufragios.
Acostumbro a   releerlas en los ratos libres de mis días soleados. Duelen tanto su dolor, que éste se va impregnando en mi gastada piel. ¡Tengo cada vez, menos espacios en mi cuero y menos fuerza para nuevos rescates! Pero allá estoy, con cada lluvia.
Sé que todo tiene un final, cuando éste llegue, sin escribir ya más, me plegaré como aquel primer barquito y, bajo el torrencial aguacero, me dejaré llevar, por las cunetas. Rogaré a mis hermanos adoquines que no me detengan aunque, al final del viaje me espere la oscura alcantarilla y el olvido.
Aquel primer barquito tiene su sitial de honor, sigo sin entender tu mensaje pero el papel conserva intactos el hechizo y tu fragancia. A ellos recurro en mis tardes de lluvia y de desgano y siento que tu recuerdo y me da fuerzas para seguir con la tarea aunque el remanso me oculte aquel reflejo que endiosa tu presencia.
 Sin otra intención que el afán de entretenerte.                                                                                                                    
Todo el aprecio.
 Tuyo.
 Amon-Ra, San Cristóbal, 3 de Noviembre de 2015.
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    drinas    XXIV  Ser en “hadoquienes”
  Querida amiga:
 Un manto de angustia y pesimismo me va envolviendo lentamente, intuyo que esta increíble aventura va camino a su fin, aun contra mi voluntad.
Aleja golpea con sus malos augurios.  Intento sobreponerme, apelo a  tu sabia sentencia: “No te preocupes por el ayer, porque ya fue, ni por el mañana que aún no llegó, preocúpate por el ahora y cambiarás el mundo”.  Trato de aplicarlo en este momento pero me cuesta.
Mucho te he hablado de los adoquines que han empedrado, poniendo el lomo, las calles de Buenos Aires y mantienen su terca vigencia a pesar de ir desapareciendo, año a año, bajo la mortaja irreverente de una capa de asfalto.
Te aseguro que me duele, somos leales amigos y confidentes.
Hace tiempo te prometí contarte esta historia, creerás que estoy totalmente loco, yo también lo pensé en un momento. Ya verás como cambias de opinión a lo largo de este apasionante relato.
No puedo dejar de ligarlos a tu magia, por lo que, por esta única vez, los llamaré “hadoquienes”, en alusión a tu encanto y a su misterio.
No estoy delirando, ni mi imaginación se ha desbordado, todo lo que a continuación te contaré se corresponde con una extraordinaria experiencia que he vivido.
Si desde niño, el río y la lluvia marcaron mi destino de “aguas”, en una segunda etapa de mi vida, fueron los adoquines quienes me signaron. A partir de conocerlos, fui transformándome, además, en un hombre de “piedras”.
Todo comenzó en mí viejo Tigre, el Río Luján fue mi segundo padre y de sus aguas desmadradas recibí el bautismo pagano, cuando las sudestadas.
No es novedad que la lluvia fue mi hermana de aventuras. Amaba las tormentas, el resplandor del relámpago, el estallido del rayo, conmoviendo a la tierra. Andar y recibir el acicate acariciante de las gruesas gotas cristalinas que embebían mi cuerpo y mis sentidos.
Adulto ya, en ocasión de una de aquellas tormentas desatadas, apoyado contra el viejo paraíso, un enceguecedor relámpago cegó mis ojos.
Tardé en reaccionar y al abrirlos, me topé con un sujeto tan estrafalario y empapado, como yo. Creí que era otra mala jugada de mi fértil imaginación, instintivamente exclamé: ¡El viejo de la lluvia!
Pero mi vista no me engañaba, una voz gruesa y aguachenta me contestó, no sin cierto fastidio:
“No jovencito, ni hombre de las lluvias, ni nada que se le parezca, sólo un amante del meteoro pluvial, como usted, por lo visto. Pero además, si usted quiere saberlo, soy un empedernido admirador de estas grises y sensible criaturas que conforman el empedrado de las calles de la ciudad. Conozco de estos seres de granito casi tanto como de mí mismo, nos hemos dedicado muchos años a forjar una sólida amistad. Soy un preferencial testigo de su rica y fina espiritualidad que aflora de sus opacas superficies. Son inteligentes, memoriosos, fraternos, locuaces y gentiles. Todo es cuestión de aprender a conocerlos.
He dedicado gran parte de mi vida a éste menester pero, lamentablemente, nada es eterno y menos yo. No se imagina lo que lamentaría que todo este saber se vaya, conmigo, a la tumba.
Ya hace tiempo que busco a alguien que se anime a tomar mi posta, a alimentar la llama de esta pétrea antorcha para que no se extinga.
Te noto interesado, muchacho, creo haberte encontrado y esto es un acontecimiento digno de celebrar.
Si es que te consideras a la altura de las circunstancias y estás de acuerdo, te invito a que, cuando conozcas algo más de mi historia, te juramentes, repitiendo conmigo, esta liturgia que te inicia: ¡Venimos de la lluvia y  de la piedra, un destino empedrado  nos convoca al ritual ancestral que  nos hermana indisolublemente. De aquí y ahora seremos uno más, en la gris  cofradía de los nobles y pétreos adoquines!
No te asustes ni te preocupes, sólo dale tiempo al tiempo.
No creas que estoy loco, solo tengo una larga historia que contarte. Te interesará de sobremanera, aunque no creo que sea éste el momento ni el lugar adecuado. Encontrémonos mañana, aquí, en el boliche, a esta misma hora, si no llueve. Charlaremos largo y tendido sobre todo esto. Magia y misterio, te atraparán, de una vez y para siempre, te lo aseguro”
.
Mi querida amiga, supongo que este relato te ha sorprende tanto como a mí me ha sorprendido
Como aquel viejo, debo decirte: “No, no estoy del todo loco” y si tu curiosidad se siente estimulada, seguiré, en próximas cartas, con la historia.
Presiento que así será, me alegra y me congratula.
Abona mi afán de entretenerte y encontrarme en tu sonrisa cautivante y en tu mirada incrédula. Esta es mi humilde manera de quererte
¡Empedraré el sendero de tu dicha con todo este naciente cariño adoquinero!
 Tuyo.
 Amón-Ra, San Cristóbal, 6 de noviembre de 2015.
   Cartas
  alejan
drinas   XXV      Don Pietro                               Tagliapetra
  Don Pietro
 Querida amiga:
 La historia continúa.
Al día siguiente, nos encontramos en el viejo bodegón de Urquiza y Barcala.
Ansioso, llegué poco antes de lo acordado. Él fue puntual, entró, se acercó a mi mesa, extendió la mano y me saludó con un fuerte apretón que no parecía corresponderse con su añosa figura. La blancura, de su cabello ensortijado,  su larga y descuidada barba, también blanca, su arrugado rostro,  sus manos rústicas y sarmentosas,  hacían suponer que superaba, con creces los cien años,  en contraposición, su cuerpo era espigado, magro, de movimientos, ágiles y vivaces.
Tomó una silla, se sentó y dijo:
Hola amigo, me llaman Pietro, Pietro Tagliapetra
No ha supuesto mal, soy ya muy viejo, varias veces viejo.  
Larga podría ser mi historia pero no se asuste, no lo voy a cansar, sólo quiero contarle sobre esta extraña relación forjada con estas piedras grisáceas que visten nuestras calles, poniendo el lomo a todo, sin quejas y sin arrugues”
Soy hijo de un anarquista italiano muerto por los carabineros, cuando participaba de una huelga, en su Nápoles natal.  Mi madre –su compañera- fue presa y jamás volví a saber de ella.                                                                                                                     Era casi un niño, logré escapar gracias a la ayuda de camaradas de mis padres.  Me embarcaron como polizón en un buque carguero con destino a España. Allí estuve, clandestinamente, durante largos meses. No fue  en vano ya que con mis nuevos compañeros aprendí el idioma y me inicié como aprendiz en la imprenta  clandestina de un periódico libertario.
El ambiente político y social madrileño, entraba en ebullición y mi situación de vulnerabilidad aumentaba.
Con la convicción de que “era preferible un lejos y libre que un aquí y prisionero” me propusieron viajar hacia Sudamérica (nuevamente como polizón). Ellos se encargarían, durante el trayecto, en Buenos Aires, ese era mi destino, compañeros de la F.O.R.A. se encargarían de facilitarme radicación y encuadre político.
Todo salió tal cual fue planeado, si bien era un indocumentado, comencé a trabajar en el taller tipográfico del Barrio de Boedo.   A pesar de mi corta edad, mis arraigadas ideas libertarias y el profundo conocimiento de una profusa literatura afín a nuestro ideario, fueron motivo para que, al poco tiempo, me ofrecieran la conducción político-técnica del periódico. Fue para mí un alto honor que acepté sin dudar.
Tal distinción me duró muy poco, meses más tarde, la tipográfica fue allanada y fui preso como el resto de los camaradas del taller. Se nos acusó de: asociación ilícita, difusión clandestina de ideas ajenas y contrarias a los intereses de la Nación, incitación a la subversión del orden público, resistencia y atentado a la autoridad y varios otros delitos que ya no recuerdo.
Mis compañeros, todos inmigrantes, fueron deportados por aplicación de la “Ley de extranjería”. El hecho de ser menor de edad y carecer de un documento que indicara mi nacionalidad, hizo que recibiera un trato especial. Fui enviado sin juicio ni sentencia al Penal de Sierra Chica donde quedé olvidado.
No todo me fue mal en aquella horrible prisión, un viejo prisionero italiano me ofreció su protección, rebautizándome “Pietro Tagliapietra”, en alusión a   la tarea de picapedrero que la cárcel me tendría reservada por muchos y largos años.
Fue como un padre para mí, con él supe los secretos del duro oficio. Condenado a cadena perpetua, ya muy viejo y medio loco, según los guardias.  Supo explicarme los misterios que encerraban los bloques de granito arrancados a la sierra.; cómo tratarlos con respeto, cómo cortarlos siguiendo las vetas, sin dañarlos más de lo necesario, quererlos y valorarlos, aprender a escucharlos y a ser escuchado por ellos.
Al principio, creí, como el resto, que deliraba, con el correr del tiempo, lo conocí en su más profunda humanidad y compartimos un afecto mutuo.
De su mano, fui aprendiendo los secretos de esta noble roca, desde el bloque desgarrado a la sierra, hasta el adoquín tallado, listo para empedrar las calles. Su erudición rozaba con el delirio cuando, en plena exaltación, contaba que aquellas piedras hablaban, que sabían y decían cosas que solo él escuchaba.
Por su supuesta alteración mental y su avanzada edad, , tenía ciertas libertades que, de paso,  servían para  divertir y sacudir la pobreza de espíritu de  aquellos cancerberos.
Era al único recluso que tenía permitido permanecer en la cantera bajo las lluvias más torrenciales.
Los penitenciarios rompían su tedio viéndolo, totalmente exaltado, frente a las enormes pilas de adoquines, a las que hablaba mientras y gesticulaba con grandilocuencia.
Pasado el chubasco, se calmaba y volvía mascullando: “¡ellos me han dicho que mi injusta detención cesará pronto¡” y reía con fuerza, haciendo un corte de manga a los guardias que festejaban sus  desaforadas ocurrencias.
Comencé a prestarle más  atención cuando me mostró un cuaderno con anotaciones sobre sonidos emitidos por los adoquines y su significado. Una suerte de código “pica-pica”, por llamarlo de alguna manera. Generosamente, me lo ofreció, diciendo: “Guárdalo muchacho,  es mi único tesoro y en ti confío. Te enseñaré a escuchar a los adoquines en los días de lluvia, ya verás que conservan muchos tesoros en su prodigiosa memoria noble e inquebrantable.  Te paso la posta, hay sólo una forma de profundizar su conocimiento y esta es, aprender a quererlos. Algo me dice que no te vas a arrepentir. Yo, mientras tanto, voy concluyendo mi misión. Siento un profundo alivio y ellos me dice que pronto terminarán mis sufrimientos”.
Días después, bajo una lluvia pertinaz, más exaltado que de costumbre, paró frente a sus piedras, parecía despedirse, corrió hacia las sierras. El guardia del retén quiso suponer que el viejo pretendía huir.  Cuatro certeros disparos de Máuser, acabaron con su sufrida vida.
Lo extrañé, oculté el cuaderno entre mis cosas. Lo hojeaba de noche, en secreto, cuando el brillo la luna me lo permitía.
Tal vez por falta de otras alternativas, me fui interesando más y más en el asunto.
Cambié mis rutinas, encontraba los tiempos para permanecer, en soledad, junto a las piedras. En días de lluvia, era el último en volver de la cantera. Por inercia, los carceleros fueron aceptando mis demoras, tal vez con la esperanza de tener un loco de reemplazo que los divirtiera.
Aprovechaba para prestar la máxima atención a los imperceptibles sonidos cada vez más familiares e inteligibles.  Incorporé señales y significados al viejo diccionario, logré un primer grado de comunicación, con aquellas piedras”.
 Quedamos en encontrarnos al día siguiente.
 Veo que no merma esa bella expresión de curiosidad e intriga que juguetea en tos ojos. Esto me mueve a continuar con el relato, salvo que opines lo contrario.
 Todo mi aprecio.
 Tuyo.
 Amón-Ra, San Cristóbal, 12 de octubre de 2015.
   Cartas
  alejan
    drinas   XXVI. Tiempos    de libertad
  Mi querida amiga:
 Al día siguiente, don Pietro continuaba, de esta manera, con su relato:
“Tiempo después quedaba yo en libertad, amnistiado, por ser un detenido sin juicio ni sentencia, olvidado por la burocracia judicial en aquel tétrico lugar.
En una tarde lluviosa, atravesé, por última vez,  el portón de la prisión, me guarecí junto a unos adoquines apilados, listos para despachar. Un profundo temor de sentirme en libertad y no saber qué hacer con ella, me embargaba.
De pronto, percibí sonidos conocidos, provenían de los adoquines. Pude entender su mensaje: “No olvides a tu Maestro, no nos olvides a nosotros, no te des por vencido, pide trabajo al carrero, todo andará bien.
Sin mucha expectativa, seguí el consejo, tenían razón, el hombre  se había quedado sin ayudante y me ofrecía el reemplazo. La propuesta era simple. Me llevaría hasta Buenos Aires, a cambio debía yo colaborar en la carga y descarga de los adoquines y hacerme responsable de la   alimentación y cuidado de los ocho caballos percherones. Compartiríamos la comida y, llegado a destino, me daría unos pesos como para hacer pié en la ciudad. Allí concluiría nuestro trato.                                                                                                     Era un hombre derecho. Le caí bien, aun , sabiendo mi situación y, ya cerca de Buenos Aires, me ofreció hablarle a su paisano, a cargo del adoquinado del barrio de San Cristóbal, tal vez tuviera algún trabajo para mí. Acepté, agradecido.
Fueron varias semanas de penurias que, para mí, sabían a libertad. Llegamos finalmente a nuestro destino. Comencé a descargar y a acomodar  los adoquines. El carrero charlaba con su amigo él que, viéndome trabajar, me ofreció sin más, un conchabo. No pude quejarme de mi suerte, ni dejar de agradecer a aquel buen hombre, recién llegado a la ciudad, tenía trabajo. Recordé  las estibas que me despidieron, allá, en el patio de cargas.
Me sentía en mi salsa, colocaba los adoquines con precisión y ternura, me destacaba por mi habilidad y esmero. A tal grado valoraron mi tarea que me ofrecieron un cargo de capataz.    Por supuesto, no acepté –yo no había nacido para mandar a nadie.
Terminado el empedrado, me volvieron a tentar, esta vez con el cuidado y mantenimiento de la obra concluida. Trabajaría solo, tendría a cargo algunas manzanas, esto me gustó más, acepté y me hice cargo de la nueva tarea.
Mi vida, por quién sabe qué raro designio, se iba ligando más y más al destino de estas piedras grises y cálidas. Bueno amigo, no quiero cansarlo, la seguimos, si le parece, mañana o cuando usted disponga, vea que para mí, los plazos siempre se acortan”.
 Asentí con un movimiento de cabeza, “mañana” - le respondí-, mientras él, con ojos enturbiados, por los recuerdos, ganaba la puerta.
Mi querida amiga, como aquel hombre, sentía yo que, también mi destino comenzaba a ligarse a lo grises adoquines del empedrado.
Si te entretiene, con todo gusto seguiré con el relato.
 Con todo afecto.
Tuyo
Amón-Ra, San Cristóbal, 19 de octubre de 2015.
   Cartas
  alejan
    drinas XXVII
                  .Más sobre adoquines
   Mi querida amiga:
 Dos nuevos descubrimientos.
 A pesar de haberme anticipado a la hora de la cita,  el hombre estaba esperándome, observé en su rostro una mayor ansiedad como deseando concluir  una  historia que comenzaba a pesarle. Me saludó con su mano extendida, señaló la silla desocupada. Pedimos lo habitual y sin esperar las copas llenas, se lanzó a una nueva maratónica charla:
 “Sólo un vez utilicé un adoquín como arma, fue en esta esquina, cuando la semana trágica. Un milico ametrallaba a los trabajadores en huelga. Rodilla en pie disparaba a mansalva contra los indefensos.  Tomé la piedra amiga que estaba a punto de colocar. Apunté a la gorra, la piedra voló por los aires y dio en el blanco.
La ametralladora cesó su trágico canto de fuego y muerte.
Tuve suerte, en el tumulto, no fui identificado, me perdí entre la multitud. Decidí alejarme de las luchas, mis antecedentes no me auguraban nada bueno, si volvía a caer preso. Volqué mi afecto y pasión a mis adoquines. Ellos pasaron a ser mi razón y sostén.
Me adentré más y más sobre sus misterios. Aprovechaba los días lluviosos para contactarlos, enriqueciendo aquel diccionario heredado. Muchos de sus secretos me fueron develados. Me sentía entre ellos, casi como uno de ellos, afortunado de poder acceder a sus relatos guardados en su pétreo archivo”.
 Hizo una pausa, clavó la mirada profunda de sus ojos, en los míos y embargado por la emoción me dijo:
“Espero, muchacho, legarte este privilegio”
Luego continuó:
“He recopilado en voluminosos cuadernos las cosas de mayor interés. Mi espíritu curioso me llevó a nuevos descubrimientos que facilitaron aún más, la relación.
Mis huesos cansados me dieron otra pista. Contemplaba una lluvia torrencial.  Me senté sobre el cordón de la vereda, ya totalmente superado por las aguas desmadradas en las se sumergían mis sentaderas y parte de mis piernas.
Concentrado en la comunicación, noté que recibía las vibraciones con mayor potencia. Era un efecto “cable a tierra” simple y eficaz, en el que nunca antes había reparado. Lo corroboré en varias nuevas experiencias hasta incorporarlo, finalmente, a mis apuntes.
M i curiosidad y el destino, me pusieron frente a otros secretos.  En un local de compra-venta de libros usados encontré un antiquísimo texto de alquimia. Tenía un capítulo especial destinado a rocas graníticas. Resaltaba que: < estas, debido a su composición y estructura cristalina, poseían una alta concentración energética que intercambiaban, fluidamente, con su entorno. Estos flujos se darían bajo la forma de emisiones sonoras, vibraciones y aún como transferencia de  de infinitésimas cantidades de materiales  sub-atómicos, hasta aquel momento, desconocidos. Como frutilla de un postre, remarcaba que estos procesos aumentarían su intensidad en medios acuosos o sub-acuosos…>.
Tuve así los elementos teóricos mínimos para comprender este nuevo fenómeno físico-químico.
Me llamó la atención una cita en la que se que indicaba que pueblos de la antigüedad, conocían y utilizaban asiduamente estas propiedades de las rocas graníticas, para vehiculizar  su relación cósmica y contactos con  la Madre Tierra, que veneraban.
Chamanes, brujos y hechiceros conocían estos secretos que les permitían actuar como interlocutores válidos con el más allá. A lo largo de muchos siglos de observación y experimentación, desarrollaron no sólo la capacidad de descifrar los mensajes acumulados sino además (y esto fue lo deslumbrante) la de poder registrar los suyos propios, en el seno de las rocas, conservándolos, así, para conocimiento de las generaciones venideras.
Me resultaba, todo, maravillosos y apasionante, ya no creo que sólo haya sido una casualidad.
Para colmo de mi avidez,  más adelante, detallaba el procedimiento de acopio de información.  Guardaban, por lo general, mensajes rituales grabados, con pinturas sagradas, sobre láminas vegetales secas. Estas eran, luego, quemadas en pequeñas vasijas de arcilla, totalmente herméticas. Dejaban enfriar el contenido hasta la condensación de los gases y precipitación de las cenizas. En este material residual quedaba registrado el mensaje, bajo un nuevo código molecular.
El paso siguiente era el de diluir, aquel material, en agua pura, y verter el contenido final, en pequeñas grietas de rocas graníticas, al pié de sus montes sagrados. Todo el proceso era acompañado por cantos y danzas que invocaban a sus dioses, a la naturaleza y a sus antepasados.
También lograron precisar lo que yo descubriera tantos años después: las lluvias copiosas facilitaban la recíproca comunicación.
Así, los días lluviosos no sólo fueron considerados como portadores de buenas cosechas sino , que, también  quedaron ligados a los actos rituales en los que   aquellos se comunicaban con la Madre Tierra y rescataban relatos que hacían a su propia historia e incorporaban otros que servirían a quienes los sucedieran.
Embargado por la mayor excitación, adecué el proceder a mis posibilidades. A título experimental, escribí una encendida arenga anarquista sobre un papel, lo quemé en una lata cerrada, lo dejé enfriar, luego agregué agua pura, cerré nuevamente el recipiente y esperé, con ansiedad, un día lluvioso. Vertí el contenido en las comisuras de estos adoquines. Días después, bajo otra copiosa lluvia, el mensaje me era retrasmitido”.
 Solo lo vi una vez más, llegó al lugar con un bolso marinero cargado de cuadernos y anotaciones que, según dijo, eran el fruto de tantas y tantas observaciones hechas sobre aquellas nobles piedras.
Parecía, haber envejecido otros cien años, como si hubiera volcado, en aquel bolso,  aquella energía interior que mantenía su firmeza de  cuerpo y espíritu. Me detalló el contenido del bolso, me dijo que siempre debiéramos seguir aprendiendo y que sabía de mi compromiso que garantizaba la continuidad de todo un esfuerzo que lo trascendía.  Su misión estaba cumplida y el final de su vida podía, ya, llegar en paz y armonía.
Me honraba con su legado. Recordé  las palabras de su viejo maestro.
Me rogó, nuevamente, que no dejara morir estos conocimientos,  que los sostuviera y los trasmitiera, por lo menos, una vez aunque fuera a una sola persona.
Fue nuestro primer abrazo, noté lágrimas en sus ojos.  Salió como había entrado, esfumándose en la tarde ya brumosa.
No volví a verlo.
 Eres, mi querida amiga, la primera persona a la que me atrevo a contar esta experiencia inigualable.
No puedo, desde el afecto, dejar de pensar en que seas vos una las personas elegidas para el futuro legado. Tengo la total seguridad que sabrás sostener, preservar y transmitir estos misterios y secretos del maravilloso mundo de los graníticos “hadoquienes”.  
Espero tener la fortuna de Pietro Tagliapietra  para poder  partir de este mundo, así como él,  en  paz y armonía.
 Con todo el cariño y al sólo afán de entretenerte.
Tuyo
 Amón-Ra, San Cristóbal, 28 de Octubre de 2015.
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    drinas      XXVIII.      Cuesta abajo
  Querida amiga:
Me cuesta abandonar meteoros y empedrados afables porque, fuera de ellos, el destino nos enfrenta a tiempos de divergencias.                                                                                                                                   Mal día para empezar esta carta, me ha resultado difícil superar un viernes, como el pasado, cargado de amarillos globos engañosos.                                                                         A mis dudas y frustraciones se sumaban a las tinieblas nacientes de tu templo, las velas encendidas renegaban de su oficio. No brillaba, tampoco, tu luz propia, todo mal en mi ceguera; y por si algo faltaba, tu té, siempre exquisito, y hospitalario, estaba frío e insulso.                                                                                                                                 Todas pequeñeces que, acumuladas, iban convirtiendo a   mí tarde en un verdadero fracaso.
Te eximo de toda responsabilidad, eran tal vez, sólo alteradas percepciones, y estas corren, exclusivamente, por mi cuenta.                                                                                                           Todo mal, querida amiga pero todo mal porque yo venía mal y esto merece alguna explicación.   No debe haber escapado a tu observación que mi vida se funda sobre dos pasiones: la política y el amor, a ambas he tratado y trato de ser leal.                                                                                                       Soy, hasta ingenuamente, peronista. Un fanático sentimiento me vincula, indisolublemente, a mi Pueblo y a su destino. Sé que, lamentablemente, no compartimos pareceres, en estos temas.                                                                                                         Acepto el pluralismo, como no niego la existencia de las “grietas que “alejan”.                                                                                                                           En pocos días se juega el destino de los que amo y por los que he dado y seguiría dando mi poca vida. Me duele mucho y me frustra el no poder contarte entre nosotros.  Respeto tu derecho, tu voluntad y tu sentimiento. Trato de no apreciarte menos, de seguir estimándote porque   te quiero y te admiro como a pocas personas. Siento que un abismo comienza a abrirse. Soy un barquito al garete, desafío al destino, lucho porque lo sueños compartidos no naufraguen.                                                                                                                                                                              Se acercaban las elecciones, la suerte está echada, que los dioses iluminen a nuestro Pueblo y “que en todo y siempre estés vos”, aunque sería mejor tenerte de nuestra parte. Este es mi deseo.                                                                                                                                       Gracias por todo lo lindo de estos viernes ayurvédicos.                                              
 Todo el cariño más sentido.
 Tuyo.
 Amón-Ra, San Cristóbal, 13 de noviembre de 2015.
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    drinas XXIX.         E-lecciones de amor
    Querida compañera:
Sostenemos distintos pareceres, sobre temas trascendentales que llevarán a diferente puerto y no creo equivocarme. Es una de las pocas ocasiones de contradicción profunda, por eso, con mucho afecto van estas Veinte Verdades convocantes, nacidas desde adentro de uno de “estos”.  Es sólo una manera de expresar este culto pagano de amor y entrega que desde el sentimiento nacional y popular cultivamos y ofrecemos compartir,  aun cuando el disenso.
Porque somos un sentimiento:    
  Nuestras veinte Verdades
 Amor es mi culto pagano que te endiosa.
Amor es ese sentimiento que, aunque los contiene, está más allá del abrazo, del beso o la caricia; está más allá del tiempo o el espacio, está en el Pueblo y el Pueblo es inmortal.
Te quiero a cada instante, en cada gesto, en cada pensamiento y mi soledad me dice que tal vez me quieres.
Un pedazo de pan y un vino compartido, una rosa y el canto enamorado de la alondra, todo esto y mucho más, serás junto a mi Pueblo, querida amiga.
Esto de andar los trechos del camino de tu mano me vuelve a la niñez de mi inocencia aunque los años muerdan desencantos.
En medio de tu hechizo me he preguntado una y mil veces quién eres. No intento, hoy, saberlo. Mi tiempo ya no alcanza para quererte.
Si se rompe tu encanto, no estaré para verlo.
Sé que voy a enamorarme de vos en cada una y todas las veces que yo ame.
Cuando mi alma golpea a tu puerta, yo te espero, feliz, en el abrazo.
Si he desnudado mi alma frente a vos, ¿qué importa el cuerpo?
Magia de una almohadilla enamorada guardiana del secreto.
Tus manos me recorren en tu Templo y celebran mis pieles las caricias.
Me entrego a tu magia soberana que me eleva –en alfombras- hacia los cielos.
Vencerás a mi muerte, en mis cuencas vacías reinará tu mirada y en mis labios ausentes pintará tu sonrisa.
¿Por qué si te encuentro los viernes, fugazmente, te ama apasionada mi semana?
Yo ya no creo que el amor sea un misterio. El misterio sos vos, sencillamente.
Sé que voy a partir cuando una tarde, no guardes mi recuerdo, él tiene su lugar entre adoquines de Barcala y mi Pueblo.
Porque tanto te quiero, ruego a los Dioses, te iluminen y elijas con tu Pueblo por “Victoria”,
De no serte posible, que tus labios lo callen, ya lo dirán tus ojos en mi tristeza.
Pase lo que pase, te voy a querer con mucho más “convencimiento”.
                                                                                                                                                                                        Con afán, una vez más, de entretenerte y convencerte.                                                                      
 Tuyo, pero más que todo, de mi Pueblo
 Amón-Ra, San Cristóbal, 8 de noviembre de 2015.
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    drinas      XXX.      Remezones
 Mi querida amiga.
Mientras espero el acto eleccionario, un fatalismo cruel sobrevuela mi pensamiento y cuando creo que todo está perdido aparece tu magia reavivando esta agónica relación.                                                                                                  Todo era oscuridad pero allá estaba tu luz, más radiante que nunca. La diosa del templo volvía, con su hechizo, por sus fueros y yo rendido a sus pies, de cuerpo y alma.
Eres, mi pequeña amiga, encantadora, no exagero al decir que respiro, agradecido, tu atributo que me acerca a las  puertas del Nirvana.                                                                                          He vuelto a renacer en la caricia, he volado en aromas y en esencias por un mundo de alfombras celestiales, he reído y llorado como un niño, he gozado de tu hechizo, ha cantado la alondra y la almohadilla amiga ha vestido de fiesta en sus lunares.
Celebraba, la vida, su reinado y yo, vivía aquel ahora.                                                                                     De pronto, el hechizo cesó y fue la realidad, triste tiniebla. Ya no eras vos, la maga, solo eras la magia en que partías (Aleja), y el encanto un recuerdo moribundo.                                                                                                                                         Nada es eterno, acepto –bajo protesta- esta amarga jugada del destino y a él agradezco el milagro del encuentro.                                                                                                             Lo importante es el hoy, aunque éste sea el último de una larga serie de presentes felices e ilusorios.                                                                                                                                                       Como ya he dicho, “la suerte está echada”.                                                                       ��                                   Una vez más te digo que, te quiero, te admiro y te respeto.
Te abrigaré, naciente, en el recuerdo.
 Más tuyo que nunca.
 Amón-Ra, San Cristóbal, 13 de noviembre de 2015.
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    drinas   XXXI.      Vuelos que “alejan”
 Querida amiga
De poco ha servido mi humilde intención, el Pueblo ha sido derrotado políticamente y las nefastas consecuencias recién comienzan a sentirse. Todo es duro y muy triste.                                                                                                         El pasado ya fue y es un hecho irreversible, pero, a veces, mi querida amiga, en tiempos aciagos, el pasado deja heridas que duelen  y sangran en un presente que, sin dudas, pesará en las espaldas del futuro.                                                                                          Somos, mal que nos pese, sujetos de la historia que nos puede y es, inagotable, colectiva, irredenta y justiciera. Nadie escapa a ella. Discrepamos y te respeto, no hay enfado, sé que la razón política es solo la excusa divergente que nos separa, cumpliendo con un designio insoslayable.                                                                          Soy la hoja otoñal arrastrada por los caprichos del viento desatado. La misma fuerza misteriosa que nos acercó, hoy nos aparta, mi pequeña amiga. Un ciclo se cierra y otro se abrirá seguramente. Son tiempos de “Aleja” mientras “Drina” calla sus penares en la copa reseca del paraíso perdido.                                                                                       El tiempo de andar caminos, tomados de la mano, llega, fatalmente, a su fin.                                                                                               Gracias por tu mágica amistad que iluminó, radiante, instantes y espacios compartidos.                                                                                       Seré huella de rumbos divergentes que vuelvan, cada viernes, a salvar el abismo, a celebrar en el cáliz de tu esencia, instantes que han nacido en el fugaz encuentro de mi loca ilusión y de tu magia.                                                                                                                    No me “aleja” la derrota, somos parte de un Pueblo en el que el “siempre“  es un  “ ahora” de lucha y esperanza, un camino a transitar en el que nuestros espíritus, tal vez, confluyan andando, de la mano, nuevos tramos .                                                                                       Cuesta partir, y en la partida, crece este bello sentimiento de amor más puro, de amistad, de reconocimiento, de agradecimiento por tu inigualable hechizo, por tu magia hacedora de encantos y caricias.
Hasta el milagro del reencuentro.
Qué la dicha te acompañe.
Una vez más, tuyo.
 Amón-Ra, San Cristóbal, 29 de noviembre de 2016
  Cartas
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    drinas XXXII.    Final    cantado,
                         triste, ma non troppo
 .
 Mi querida amiga:
Cuando en el fugaz instante llamado “presente” hacía el duelo necesario, para proyectarme desde una envolvente melancolía y el recuerdo amable, hacia un futuro alado, sin ataduras; de rosas, sin espinas;  un nuevo acontecimiento me lleva a escribir estas últimas líneas.                                                                                       Dispuesto a dejar atrás antiguas rémoras decidí entregar mi amada colección de barquitos de papel, al ritual ancestral de la
Incineración y entregar, luego las cenizas a los hermanos adoquines para que fueran ellos los custodios de aquellos amargos testimonios del infortunio.                                                                                                                              Entendí que era, éste, el mejor homenaje para a aquellos que, en los plegados del papel, intentaron la ciclópea quimera de dejar su lábil huella. Fue, tal vez, la manera más sencilla de atender sus deseos. La misión ya está cumplida.                                                                                                                                                       Sólo perdurarían, en mí, estas etéreas cartas, frutos de una pasión incontenible, de un hechizo total, de una amistad sincera.                                                                                                                                   Como aquellos náufragos, me hubiese dolido que, este testimonio, un grito estentóreo, puro y bello, se pudiera perder por los laberintos del olvido y la intrascendencia.                                                         Pienso en participar de mi angustia a los adoquines. Me reclamarán, seguramente, ser ellos,   los custodios de esta historia.                                                                                                       He querido, por esto, consultarte e invitarte a compartir aquel ritual de los pueblos milenarios.  Será un viernes lluvioso cualquiera después del mediodía, junto al viejo paraíso de Barcala.                                                                                                                                                                                                                                                                       Allí te esperaré, entre fantasmas, sólo seré lluvia y llanto. Estarás, querida amiga, junto a mí, reflejada en el remanso, aunque no vayas.                                                                                              Lo esencial de estas amadas cartas, anidará en mi imaginación y en tu sensible espíritu. Debo confesarte que dudo haberlas escrito, alguna vez, por lo que difícilmente llegarán a tus manos, pero sí a tu alma, por ser vos parte de un maravillosos  hechizo que te ha elegido como  protagonista y destinataria  imaginaria de esta historia; lo esencial de ellas, digo,  estará a resguardo eternamente.                                                                                                                      Cumpliremos, aunque más no sea, en espíritu, con el rito final. De todas maneras, el recuerdo está salvado. No sé quién, ni cómo, ni cuando ha trasmitido esta mágica historia a nuestros adoquines quienes la conservarán con el mejor esmero y fidelidad.
Durante la última lluvia me lo han comentado y se sienten dichosos de ser nuestros custodios.
Como ves, tu hechizo y mi ilusión quedan en las mejores manos.   Ya no importa tanto que el antiguo ritual quede pendiente, el tiempo nos ayudará, alguna vez, a consumarlo.
Aquí concluye este fugaz andar llevados de la mano de tu encanto y mi ilusión. Nuestra huella, perdurará eternamente, entre adoquines aun cuando el oscuro asfalto, intente, en vano, sepultarnos en olvidos.
  Que nada contraríe tu paz y tu armonía,
Todo mi amor, mi embeleso.
Todo mi agradecimiento y reconocimiento.
Celebro tu belleza, tu magia y el hechizo.
Hasta que nuestras almas se reencuentren
 Tuyo, por siempre.
Amón-Ra, San Cristóbal, 8 de diciembre de 2016.
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    drinas      XXXIII.      Epílogo
  Me llamo Krios y me toca a mí epilogar esta bella y mágica saga de amor. Provengo de un lugar que pocos conocen, se llama Epticón, es una de las pequeñas lunas – y la única habitada- que  gira alrededor del planeta Niburi, conocido y temido   por su órbita  errática e imprevisible, por lo que siempre se lo asocia  a cualquier potencial choque cósmico. Erraticidad e imprevisibilidad han marcado, históricamente, la conducta de los epticóneos, según los tiempos.
A pesar de eso, o tal vez por eso, hemos sido un pueblo tenaz que, aunque poco numeroso y conocedor de sus limitaciones, logró amalgamar una sociedad, justa, fraterna, igualitaria con un alto desarrollo intelectual, con una alta responsabilidad ambiental y una gran capacidad tecnológica. En síntesis, pudimos alcanzar un desarrollo del que nos sentíamos muy orgullosos.      
Dentro de la pequeñez de nuestra luna, pudimos armonizar progreso y sustentabilidad en nuestro frágil ecosistema.
Nuestros pueblos vecinos habían sucumbido en el intento, tanto Niburu como sus otras lunas estaban devastadas y desiertas.  Sólo Epticón, tal vez por su pequeñez, quedó al margen de la catástrofe.
Un híper consumo basado en la sobre expoliación de los recursos y innecesario fue la causa de aquellas    decadencias, así aprendimos la sencilla lección que nos ayudó a sobrevivirlos.  
Erráticos y a la vez, previsores, logramos durante milenios sobrevivir sin mayores complicaciones hasta que una catástrofe natural, previsible pero incontenible, cambió nuestro destino para siempre.
Me parece necesario aclarar que nuestro eco sistema funcionaba en forma bastante similar al terráqueo, con la diferencia que sus cadenas orgánicas, sobre las que se estructura la vida, tuvieron como base al Hierro y no al Carbono.  Nuestra energía vital provenía de procesos metabólicos de óxido-reducción   férrico-ferrosos que posibilitaban los intercambios de energía que sustentaban la vida epticoneana.
Todo se desarrollaba casi con normalidad hasta que comenzamos a avizorar la hecatombe. El errático Niburu se acercaba peligrosamente al sol y nuestra luna, con él. Fatalmente, vendrían tiempos muy duros en los que el sobrecaliento global nos afectaría gravemente.
Tomamos las medidas del caso y el riesgo hubiera sido conjurado si,  a esta amenaza  en ciernes, no se hubiesen sumado potentes explosiones solares que ocurrieron en simultáneo. Para cualquier civilización hubiera sido el acabose. Nosotros, aunque maltrechos, logramos sortear las tremendas consecuencias del cataclismo. Una situación fortuita nos ayudó, dentro de la gran tragedia.  Epticón, nuestra luna, se encontraba más o menos protegida por la posición en su órbita. Niburi funcionó como pantalla y absorbió lo más potentes de las ondas solares liberadas, direccionadas a Epticón
Sin embargo, superamos lo que considerábamos “lo peor”, podríamos habernos recuperado pero tremenda hecatombe dejó, en nosotros, secuelas muy graves no solo en lo físico sino y sobre todo en lo psíquico.  Nuestra sociedad lunar, basada en la organización, fraternidad y equidad social, se desbarrancó. Comenzaron a imperar el individualismo y el sectarismo.
Volvieron rencores del pasado, se iniciaron las reyertas por los menguados bienes dejando de lado criterios solidarios. Dos bandos enfrentados, se consolidaron y disputaron la hegemonía sobre la nada.
Los esfuerzos, que debimos haber destinado a la reconstrucción, se desviaron hacia una carrera armamentista sin sentido. Los arsenales nucleares se multiplicaron. Un pequeño incidente encendió la mecha, en pocos tiempo se desató una guerra de todos contra todos, en la que, naturalmente, perdimos todos.
Esta vez la devastación fue total, nos habíamos auto aniquilado.
Explosiones nucleares, en cadena, hicieron el resto aunque, increíblemente, “algo” quedó y somos la evidencia.
No nos resulta sencillo, ni aún hoy, reconstruir, por completo,  la trágica y confusa historia que nos tocó en desgracia.
Trataré de explicarlo desde mi propia experiencia, a la que sumo el aporte de una ciencia antropológica reveladora que henos comenzado a desarrollar en busca de nuestra identidad pretérita.
Aquel fenomenal cataclismo nos borró literalmente del mapa, nuestra frágil materia se transformó, calcinada.
Evidentemente, no éramos solo materia ni una forma clásica de su energía equivalente, algo distinto, que no pudo ser destruido, aun bajo aquellas condiciones extremas, no sólo perduraría sino que se constituiría en la base de nuestra reconstrucción como emergentes de la tragedia.
Debe haber pasado mucho tiempo hasta que comenzara a recuperar conciencia sobre mi nueva existencia. Sé que es imposible entender esta situación sin haberla vivido. Al principio, fue un suave cosquilleo acompañado por la tenue sensación de poder percibirlo. Fue un duro y angustiante camino el de reconocerme como un ser, superviviente de algo trágico y desconocido que no llegaba a dimensionar.
Después, quién sabe cuánto tiempo después, comencé a superar mi angustia individual. Surgieron evidencias de que no estaba solo, supe que éramos algunos más los ¿privilegiados? Que nos fuimos redescubriendo mediante señales inequívocas.
El sentirnos acompañados y la posibilidad de poder registrarlo inteligentemente   nos dio el impulso necesario para encarar, con éxito, todo lo que después vendría
No nos resultó sencillo pero logramos averiguar que, luego de las explosiones, cuando todo parecía devastado, el núcleo de nuestro ser, inmaterial, intangible y nunca antes tenido demasiado en cuenta; aquello que nuestros filósofos denominaban: “alma” o “espíritu” o “esencia”, había permanecido, indestructible, flotando en esa atmósfera incandescente.
La menguada fuerza gravitacional de Epticón, nos permitió, a unos pocos, persistir en su entorno sin perdernos en el espacio infinito. Esto no ha sido un detalle menor ya que un sentido de pertenencia espacial  compartido nos permitiría lanzarnos, más adelante, al proyecto común.
Mientras tanto, flotábamos libremente, en una atmósfera de gases incandescentes que comenzaba a enfriarse.
De allí partió nuestra lenta evolución siguiendo un patrón increíblemente similar. Nuestros núcleos protoplasmáticos comenzaron a “alimentarse”, por decirlo de alguna manera, del flujo energético más inmediato que intermediaba con el exterior, sobrecalentado.
A medida vez que nos alejábamos del sol, la temperatura descendía, facilitando los sucesivos cambios, lentos e irreversibles.
Alrededor de los 1600ºC comenzaron a condensar moléculas de hierro que, absorbidas por los núcleos esenciales, permitieron reiniciar la reconstrucción de nuestras cadenas orgánicas. Dimos un paso trascendental, nos transformamos en “proto-seres” en los que, esencia y materia, comenzaban a confluir.
A partir de allí, no sólo tomamos conciencia de nuestra existencia colectiva, sino que logramos comunicarnos mejor. Debimos ensayar nuevos códigos para entendernos. Este intercambio de experiencias aceleró nuestro proceso evolutivo.  Reafirmamos que lo esencial de nuestra inteligencia había permanecido inalterado en nuestro núcleo madre.
 Entrábamos en una nueva y promisoria etapa, no tardamos en ingeniarnos para cubrirnos con una tenue membrana de Titanio. Esto nos posibilitó regular el intercambio de energía y materia con el medio que circundaba a nuestros novedosos organismos.
Luego, ideamos un complejo sistema de intercambio energético que nos permitió rodear a la recién adquirida   membrana, con una  capa de contacto refrigerada. Adquirimos una mayor ductilidad en nuestros movimientos.  Orientamos los desplazamientos de aproximación mediante emisiones energéticas. Los ajustes posteriores los hacíamos mediante movimientos ameboideos facilitados por nuestra incorporada elasticidad.
 Pero todo era insuficiente para la precisión requerida en la ejecución práctica de las órdenes emitidas por  nuestro núcleo. El siguiente paso fue forzar la conformación de pequeñas evaginaciones de nuestra membrana. Pudimos, así, contar con una serie de diminutos órganos prensiles ciliados de alta sensibilidad y precisión.
Todo fue más sencillo, a partir de allí. Habíamos reforzado los conocimientos sobre el manejo de la energía y nuestros cilios actuaban como herramientas de precisión en el armado de los nuevos ingenios que diseñábamos.
Avanzamos en lo organizativo, con chatarra espacial, construimos nuevas naves en las que convivíamos en pequeños grupos. Recuperamos, así, el sentido de comunidad para cuyo funcionamiento acordamos un sistema de participación que emuló, instintivamente, nuestras prácticas ancestrales.
Por métodos no convencionales fuimos recuperando la memoria histórica, aplicamos una suerte de arqueología virtual y con información que encontramos archivada en rocas de granito (no se asombren), reconstruimos un relato de nuestro pasado. Lo que, aún hoy, no logramos saber es cómo era el paisaje de nuestra luna y cual el aspecto de nuestra flora, fauna y aún nuestra propia fisonomía.
Iremos resolviendo estas incógnitas, con el tiempo. Hemos avanzado sobre la recuperación de nuestra perdida identidad. Llegamos a un punto de inflexión a partir del cual comenzaremos a ocuparnos, más, de nuestra espiritualidad porque son, entendemos, las cuestiones del espíritu las que dan el verdadero sentido y trascendencia de la vida.
Nos encontramos en una etapa fundacional de una nueva sociedad que demorará, seguramente, pero que finalmente se consolidará.
Todo es excitación mientras tratamos de acordar las futuras bases rescatando y valorizando lo mejor de nuestras experiencias pasadas e intentamos enriquecerlas para asegurarle a las generaciones futuras, que alguna vez habrá, su mayor felicidad.
Buscamos, en otros planetas, información sobre las formas de relacionarse, sentimientos, conductas, actitudes que, aplicados a nuestra proyectada sociedad, aporten los elementos para una armónica convivencia.
Fue así que consultando archivos graníticos, encontramos algo que nos resultó, desconocido, novedoso, sugestivo y atractivo.  Un
término, una palabra, un vocablo, denominado “AMOR” que nos era desconocido y que, según pudimos entender, era algo así como un sentimiento, una sensación, un estado en el que los seres, en forma particular o colectiva, se sienten fuertemente atraídos por un apasionado deseo de unirse en proyectos comunes y participar, en comunión y dicha, en la concreción de los mismos. Este fenómeno, ajeno a nuestra experiencia, estaría, además, ligado a la reproducción. La fuente aclaraba que, este era un fenómeno emotivo en extinción y que sólo en contados lugares de unos pocos planetas, aún se manifestaba con cierta intensidad. Daba como ejemplo de área relicto al planeta Tierra y a una ciudad en particular, Buenos Aires.
Demás está aclarar nuestra voluntad y entusiasmo por poder incorporar algo tan maravilloso a nuestro modelo de sociedad soñado.
La misión fue aprobada por aclamación y yo tuve el honor de ser su responsable y ejecutor. El objetivo, entonces, recabar la información disponible sobre este extraño comportamiento, teniendo como base del seguimiento de un caso terráqueo, lo más cercano a lo imaginable y posible
Mi éxito sería evaluado en función de la calidad de la información recabada, de práctica aplicación, que trajera a Epticón.
¡Enorme tarea la que me tocó, enorme y alucinante!                                                                               Pusimos manos a la obra. Dado lo irregular de nuestra órbita era necesario apurar los tiempos, pronto estaríamos en una posición de aproximación ideal para alcanzar la Tierra sin dificultades y esto no se repetiría en milenios.  Tampoco tenía yo más de seis meses, en términos terráqueos y contados a partir del lanzamiento, para ejecutar mi misión. Pasado ese lapso,   Niburi iniciaría el alejamiento, a velocidades exponenciales por lo que, mi retorno sería imposible.
Nos dividimos en grupos de trabajo, uno se encargó de la construcción de la sonda espacial, otro de lo relacionado con los cálculos de trayectoria, aproximación y retorno. Otro de la logística y comunicaciones y un cuarto, el mío, a resolver todo lo concerniente a la ejecución, sobre el terreno, de la misión misma.
Fuimos estrictos y eficientes en la aplicación de los conocimientos científicos. En mi grupo optamos por la simulación, como método de trabajo de aproximación a la problemática en cuestión. Si bien teníamos a la Ciudad de Buenos Aires como epicentro, fue necesario acotar el escenario a un barrio, más aún a unas pocas cuadras en las que debíamos direccionar todo el poder de nuestras antenas.
El requisito físico: la presencia de masas graníticas, de fuerte magnetismo, y un espacio verde. Ambas condiciones facilitarían el fluir e intercambio de las comunicaciones. Seis fueron los sitios preseleccionados.
Más difícil aún fue detectar a los protagonistas centrales de esta historia, un escritor romántico, soñador, apasionado y enamoradizo empedernido. La suerte estuvo de nuestro lado ya que además localizamos, en la vecindad, a una agraciada mujer cuyos encantos inspirarían a nuestro personaje provocando en él, una verdadera explosión de amor desenfrenado que nosotros registraríamos, en detalle y absoluto respeto.  el satisfacer el requerimiento de un escritor apasionado, un loco por la vida, un poeta enamorado, con la capacidad intacta y la energía vital suficiente como para que, puesto frente a un nuevo desafío amoroso, pudiera expresar sus sentimientos con la mayor naturalidad, con toda su fuerza, sin filtros ni reparos.
Solo uno de los seis lugares preelegidos cumplía, mínimamente, todas las exigencias planteadas. Se situaba en el barrio de San Cristóbal y tenía como epicentro a la Plaza Martín Fierro y calles circundantes, entre ellas, la cortada Barcala que aún conservaba intacto su original adoquinado y aportaba la masa granítica necesaria; El espacio libre necesario para nuestra comunicación quedaba asegurado por la extensión de la plaza. .
 Confieso que por razones de urgencia, hemos actuado, como facilitadores de encuentros, relaciones y situaciones y hemos favorecido el ágil desarrollo de los acontecimientos mediante el aporte de personajes secundarios, contextualizando los hechos de manera tal que, toda esta aventura, llegara a un final  deseado.                          
Confieso no saber a ciencia cierta si estas Cartas alejandrinas fueron solo fruto de la imaginación del entrañable personaje o si alcanzó a plasmarlas en el papel. Si debiera arriesgar una opinión, les diría que creo que, realmente, las ha escrito.
De todas maneras no regresaría tranquilo sin que quedara testimonio de tan grata historia entre ustedes, los verdaderos hacedores.
Queda, entonces, esta fiel transcripción de los hechos que, siguiendo rituales ancestrales,   he depositado en el registro de los adoquines de Barcala. En ellos sobrevivirá a las contingencias y será material de consulta para los estudiosos y para las nuevas generaciones terráqueas.
Para mis coetáneos y los más perezosos dejo esta copia escrita                                            Espero sepan disfrutarla.
Me alejo de la esfera de atracción de la Tierra, mis señales son, cada vez, más débiles, escucho un tango y se me pianta un lagrimón. Agradezco a Alejandrina, a don Pietro y a Amón-Ra, a los adoquines, al barrio de San Cristóbal, a la cortada Barcala, a la Plaza Martín Fierro, a mis hijas, toda la dulzura, todo el afecto volcado en estas amorosas páginas.
Esto y todo lo demás ha sido, en su mayor parte, producto de mi imaginación en concurrencia con la del compañero, amigo, heterónimo y autor a quién, reitero, los Epticones le estaremos eternamente agradecidos.
A título de despedida, quiero agregar que, con mis renovados cilios, he logrado construir un barquito de papel el cuál, misteriosamente no se ha quemado.
En su velamen he escrito un “te amo”.
Lo llevo, con toda ternura, hacia mi luna. Ya tiene una feliz destinataria.
Al lector, podrá parecerle extraño pero, “a estas alturas”, me siento total y erráticamente enamorado.
 Krios
Rumbo a Epticón, 28 de diciembre de 2015.
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ramoncanalis-blog · 8 years ago
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Caminos
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Caminos de andar andados,
Caminos de pasos idos.
Caminos, sólo caminos,
Caminos del bien perdido
Cae el sol en el poniente
Tu sombra cubre el olvido.
Anochece y tu pelo
Vuelve en cielos  renegridos
Vuelven, luceros, tus ojos
Y en la luna más plateada,
Cascabel de tu sonrisa
Vuelven perlas nacaradas.
 Caminos de andar andados,
Caminos de pasos idos.
Caminos, sólo caminos,
Caminos del bien perdido
 El hechizo de tus besos
Vuelve al clavel de tu boca,
de tus pechos los azahares,
vuelven en tu piel morisca
Vuelven verdes caracolas
que  enlazaran tu cintura,
vuelve en la brisa tú alma
de lejanos firmamentos
vuelve en la nube tu cuerpo.
Porque sé, ya  no eres mía,
jardinero en tierra yerma,
vuelve a mi noche la pena.
 Caminos de andar andados,
Caminos de pasos idos.
Caminos, sólo caminos,
Caminos del bien perdido.
 Ramón, San Cristóbal, 31 de marzo de 2017
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ramoncanalis-blog · 8 years ago
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De unos labios rojos
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palabras  huecas ,  palabras  húmedas, viscosas,
apresuradas, apretadas, apremiadas,
toscas, oscas, como moscas,
hijas putativas del  fórceps,
paridas para no decir.
Borbotones ruidosos y ruinosos,
roja herida, oxidado  caño  suburbano,
contumaz alboroto,  
chapoteo que inunda mis oídos,
enloda estrechas calles
de barrio y los zapatos
de mis pies ensordecidos.
Cascada torrencial de agua y nada.
ahogo que sumerge en los vacíos.
Ladronas del silencio,
sólo verborragias de unos labios rojos.
 Ramón, San Cristóbal,  7 de abril de 2017.
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