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Entre aulas y almas.
Este 15 de mayo, el Día del Maestro en México, se ha grabado en mi alma de una forma inusualmente profunda. Días antes, una serie de pequeños gestos comenzaron a tejer un presentimiento, una anticipación de emociones que hoy desbordan mi corazón. Para quienes me conocen, saben que mi vocación me lleva a impartir clases en diversos niveles educativos, desde la efervescencia de la secundaria hasta la madurez de la maestría, lo que me brinda el privilegio de encontrarme con un universo de perfiles estudiantiles.
Casi al inicio del ciclo escolar, una de mis queridas alumnas de secundaria se me acercó, sus ojos reflejaban una profunda tristeza. Con voz entrecortada, me confesó que este sería el "último" año en que me vería, y la sola idea la atribulaba hasta el alma. Mi corazón se encogió. La consolé, explicándole que, aunque sus caminos en esa escuela llegaran a su fin, nuestra conexión no tenía por qué hacerlo. Le ofrecí mi apoyo incondicional, la certeza de que podía contactarme siempre que lo necesitara, y, con la sinceridad que me caracteriza, le aseguré que, generalmente, mis respuestas son casi inmediatas. Un poco más adelante en el tiempo, surgieron rumores y cambios que, paradójicamente, me apuntaban hacia una nueva responsabilidad: la dirección del centro de cómputo. Mientras me recuperaba de una gripe, los chicos, con su energía juvenil, casi orquestan una revolución silenciosa ante la posibilidad de mi ausencia en las aulas. Afortunadamente, no fue necesario; todo volvió a la normalidad, y mi lugar siguió siendo el aula, entre ellos.
Por alguna razón que aún me conmueve, mi oficina se ha convertido en un refugio para mis alumnos. Entran con una confianza desarmante, con la certeza de que encontrarán un espacio seguro para compartir sus inquietudes y problemas. Quizás mi capacidad para resolver sus dilemas sea limitada, pero lo que sí puedo ofrecer es una escucha atenta, una atención que cada uno de ellos merece y que, curiosamente, siento que me reconforta más a mí que a ellos. Me llena de una profunda satisfacción saber que se sienten queridos, escuchados y atendidos. Por otro lado, en el ámbito universitario, a menudo me advierten: "Es un grupo complicado". Y, sorpresivamente, han sido grupos extremadamente agradables, a pesar de que el perfil académico no siempre coincide: yo, ingeniero, y ellos, estudiantes de ciencias sociales. Hemos congeniado maravillosamente, y disfruto cada sesión con una alegría inmensa.
Este año, en particular, ha sido especialmente conmovedor, sobre todo con mis chicos de secundaria. Es el año en que mis "niños" egresan, esos mismos que vi llegar hace tres años: inseguros, llenos de miedos y de dudas, pero con una mochila repleta de ilusiones y sueños por cumplir. A ellos, me ha tocado el inmenso privilegio de verlos crecer, verlos llorar (¡tantas veces!), verlos desilusionarse de la vida, pero también, y esto es lo que atesoro, los he visto reír a carcajadas, ganar y triunfar. Anhelo verlos conquistar muchos más triunfos cerca de mí y espero con emoción la llegada de muchos más a la distancia. Cada uno de ellos, una historia, un trayecto, experiencias que a veces me han hecho pensar: "Es demasiado joven para haber pasado por todo esto".
Este año es doblemente especial, porque, por azares del destino, podría ser el último que pase en esa escuela. Sin embargo, las emociones se desbordan al recordar tantos encuentros significativos. He tenido la dicha de toparme con numerosos exalumnos convertidos en profesionistas exitosos, de quienes me enorgullezco profundamente. Muchos se han acercado a saludarme, reviviendo con una sonrisa las anécdotas propias de un salón de clases, pero, sobre todo, recordando y agradeciendo lo que para mí era simplemente mi trabajo. Sin embargo, con el tiempo, se ha transformado en una verdadera misión de vida, casi imposible de cuantificar el alcance y la trascendencia de mi aula a lo largo de los años. Para quienes me conocen, les resultará extraño que me haya vuelto profundamente emocional estos días; incluso, he "echado" mis lloraditas, algunas detonadas por mensajes cargados de cariño, otras por recuerdos imborrables, pero todas, sin excepción, lágrimas de pura felicidad.
Y así, solo llego a una conclusión, una verdad que me abraza el alma: la misión de impartir clases, en el área que sea, es, sin lugar a dudas, lo mejor que me ha podido pasar. Más allá de los conocimientos que he podido diseminar con pasión, son los aprendizajes invaluables que me ha dejado cada uno de mis queridos estudiantes los que han enriquecido mi existencia de una manera indescriptible. Comencé este escrito hablando del Día del Maestro, sí, pero es fundamental recordar que maestros no existen sin estudiantes. Ellos son el latido de nuestra vocación, la razón de ser de cada despertar en el aula.
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