«Ahora advierto que escribía cada vez que era infeliz, que me sentía solo o desajustado con el mundo en que me había tocado nacer. Y pienso si no será siempre así, que el arte de nuestro tiempo, ese arte tenso y desgarrado, nazca invariablemente de nuestro desajuste, de nuestra ansiedad y nuestro descontento. Una especie de intento de reconciliación con el universo de esa raza de frágiles, inquietas y anhelantes criaturas que son los seres humanos.» —Ernesto Sabato.
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Los encuentros siempre conllevan matices lacerantes que a duras penas puede sobrellevar. Abren heridas que siempre cree cerradas bajo una piel lisa, descubriendo sólo una capa fina fácil de rasgar con un suspiro. El corazón late a la expectativa, compases que marcan un tiempo fatídico en esa intrigante partitura simplona que pone en evidencia la vida y ese valor malsano que le entregan los defensores a raíz de la ignorancia a la que están sujetos. Kei tiene puñales que alteran la musicalidad tan abruptamente y con tanta violencia, que los dolores se sobreentienden como una carga que llevar hasta que finalmente las dos líneas al término del pentagrama marquen el esperado deceso.
Había evitado a toda costa a lo largo de los años encontrarse con ojos que en un tiempo u otro hubiesen formado parte importante de su historia, arrebatando momentos que con recelo les atribuye importancia y realidad. A veces ahogándose en ese absurdo escenario que le agrega adornos descabellados con tal de restarle verdad y pensarlo como un sueño demasiado real, pero sueño al fin y al cabo. Mas sus actos son tan dados a ser consecuencias de un hecho intempestivo, que los disparates se quedan como disparates y el trasfondo mantiene la claridad de siempre que se aprecia con cada vestigio de cordura que gobierna ciertos segundos al día, dentro de esos minutos en los que al dejar de hacer demasiadas cosas, peca de caer en el espiral de pensamiento y reflexiones. Sus noches se atiborran de cruda nostalgia, dibujando figuras en el cristal empañado acunado por la obscuridad, el secretismo.
Sin embargo, de cara a esos ojos que había memorizado casi a detalle, los que se niegan a la expresividad propia y abrazan los grises tal como si se le fuese la vida en ello, no había podido resistirse a buscarlos tiempo después, un tiempo obscenamente largo. Un insulto a los recuerdos que Kei atesora; un insulto a todo eso que los años pudieron zurcir con tal de juntar partes y sanar, finalmente, sanar seguro y firme para un encuentro en el ya no hubiesen pesares y se instalara la indiferencia en los saludos; exento de anhelos y hechos frescos como la carne caliente de un cuerpo abandonadotras ser apuñalado con ahínco por las pasiones propias de los que sienten demasiado, incluso en el mutismo.
Con el tiempo desdoblado, desfigurado por el encuentro entre dos fuerzas que absorben caóticas todo a su paso, pudo apreciar los labios que aún así remecieron en sus piernas y le hizo sentir liviano; arrebató su concepción del espacio y se pintó un cuadro sin piso, sin adornos, sin líneas que determinaran paredes, techos, esquinas o suelos: sólo ellos, en un blanco cegador que tensa un enfrentamiento y sentencia su castigo por haber sobrepasado todo aquello que bajo ojos corrientes no debió sobrepasar. El Gato, siendo el caos, había pasado a llevar todo y no temió derrumbar pilares y caer sobre la vida del pintor como el castigo bíblico que describe el Apocalipsis sobre Babilonia. Llegó con trompetas y copas, ansioso de sangre y como un prostituta desvergonzada dispuesta a seducir a costa de la propia vida con tal de instalarse como reina en el sofá principal de una estancia que le entregase poder a su alrededor. Otrora había llegado con reclamos, recelos; disfrazando tras cada silencio anhelos y hambre de utilidad propia de un objeto cualquiera. Se había descubierto a sí mismo una noche dispuesto a ser tan poca cosa con tal de que se le asignase un lugar en el piso, a la sombra o a la luz. Porque a diferencia de Babilonia, Devian podría defenderse con el mismo cuchillo que Kei le entregó, un pase a su debilidad y desbaratar su cuerpo a placer y consciencia.
Aunque se lo había guardado, ese poder oculto que le había entregado la misma noche que le había rogado que, por favor, no se vistiera de máscaras y le privara de las líneas que trazan sus facciones.
Risa que lapida el pálpito en su pecho, roba el aire cual despiadado criminal y lo golpea con una ferocidad que pone en riesgo esa determinación enferma que lo lleva a estar de pie. En contraposición a esa necesidad que se instaló de acariciar el cabello negro que realza la palidez, trazar las ojeras siempre tan propias y preguntar con la curiosidad de un niño por cada dibujo nuevo en la piel. Lo estudió tal como fue estudiado y se enfrentó a esa aura que pretende ser tranquila y que tiene tantas tormentas como él mismo. Vio el diluvio el un gota, el Holocausto en sus labios, Armagedón en la dureza; tanta destrucción que acaba con el sonido seco de un portazo y que instala el silencio sobrecogedor que se recuesta tal como ese manto que le abriga cuando el libro acaba y ya no hay más. Cuando sabe que debe de girar sus pies y regresar por donde vino, apretando puños y aguantando el aguacero que quiere buscar refugio en uno más divino, más solemne como el que se desata más allá de las paredes. Le había visto de frente, escasos segundos, y ya se sentía desarmado como la misma noche de antaño que había abandonado Londres, afligido.
El sopor le clavó en el piso y robó la voz. Su garganta se cerró con tanto desconsuelo que no fue sino la melodía de la lluvia, haciéndose camino poco a poco en su mente en blanco, la que le sacó poco a poco de ese limbo al que se había sujeto repasando una y otra vez la imagen que abrió la puerta: tan cambiado y, sin embargo, tan igual. El primer paso le hizo consciente de que su historia tiene contexto, del temblor en sus labios y de ese vendaval que reprimió desde el mismo primer momento que le vio. Apoyó la mano en la puerta, que pareció quemarle como el infierno al tacto. Deseó poder atravesar como si no tuviera suficiente ya, imparable en eso tan propio de él de causar daños irremediables, dejar una huella de sangre a su paso y cuya firma viene de su puño y letra.
Lo había visto tantas veces y de tantas formas: en sueños y alucinaciones. Nunca supo si de las propias o de aquellas que son consecuencia de la desintoxicación. No supo discriminar objetivamente luego de tantos años el origen de las películas que pasaron por su cabeza, y no lo haría ahora. Lo único claro y de lo que está seguro, es que incluso huyendo de la espina que Devian le había clavado, está se había enterrado con tanta intensidad que se había arrastrado por el piso, balbuceando sinsentidos, vociferando odios y perdones, porque su imagen lo persiguió como un castigo, uno al que no estuvo dispuesto a renunciar.
La mano en la puerta y su nariz rozando la misma con esa cercanía necesaria e infecciosa, cerró el ojo y descansó la frente. La ganzúa vibra en su bolsillo y aún así siente cierto respeto de usarla. En cambio, con muda insistencia, quiso cambiar de postura y apoyó la espalda, tomó asiento en el suelo, erguido, con los costados de sus manos apegados a la rendija pequeña entre el suelo y la madera, un deseo inocente de saber si el pintor tendría las manos a la misma altura al otro lado, si el juego entre la luz y la sombra transmitirían su forma en el suelo para que él se percatase sin importar en qué parte estuviese, que sigue ahí. Tiene deseos tan puros en tantos distintos escenarios, que se sorprendió a sí mismo esperanzado como nunca antes lo había estado.
Incluso si el pintor decide empuñar el arma para acabar con su vida, tal como Castel hace con Iribarne.
Es lo justo.
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Dream
No te conoce el lomo de la piedra, ni el raso negro donde te destrozas. No te conoce tu recuerdo mudo porque te has muerto para siempre.
Tinta que resbala por las paredes, cual lágrimas de escritor entumecido de sus tristezas. Palabras desfiguradas y letras desmayadas en medio de una hoja que, cual cataclismo, expande en su universo los vestigios de lluvia que emergen desde el centro de un bomba nuclear. Barren realidades y presentes; remontan a pasados y viajan a futuros. Un abanico de posibles y deseos que se figuran como planes y caen violentos como otrora hicieron los imperios.
Es un dolor en el pecho, una espina en el alma que se ensarta como una estaca que drena la vida de un terror nocturno, que clava sus colmillos en la linfa y roba raudo los anhelos antes de que se extingan por natural ley del orden y del tiempo. A sus ojos enturbiados por el vendaval alojado en su pecho, la línea que se extiende por la pluma de sus actos, parece borrosa y lejana, con remembranzas de antaño que le saben agridulces. Con mañanas cuyas fotografías están partidas en dos, mostrando su rostro sonriente y un par de ojos irregulares por un gesto radiante y sincero, encuadrado por lo que fue en un presente la felicidad más pura y brillante danzando en su vientre. Con pasados cicatrizados y retratos cubiertos por un velo blanco; la tonada firme en una nota que marca el deceso de lo que alguna vez llenó de vida lo que decora los muebles. Es una figura de arena, que se esfuma por la suave brisa y desaparece en medio del Sahara. Construyó un edificio con ladrillos de deseos. Desde los más pequeños y simples, en la inocencia de su infancia, entre triunfos y olvidos, cambios de dirección por la madurez propia de una fruta en crecimiento. Bajo una infinidad de cielos, trazó con sus dedos en el firmamento constelaciones y esbozó estrellas fugaces para pedir lo que a ojos cerrados veía en sus próximos despertares. Entre dolores del vivir y el caminar de frente con heridas dispuestas a cicatrizar, se estrelló contra un par de ojos que le supieron a futuros hermosos. Erigió el muro de fortaleza bajo palabras endulzadas, seducido por la ambición de ya no obtener sólo palabras y deslizarse entre las caricias y la oda del viento al tacto suave que encaminó las raíces firmes y gruesas en lo profundo del suelo. Pasos seguros y sincronizados con los latidos que marcan uno tras otro todo aquello que pintaron en un nuevo lienzo, anotando nimiedades como un acuario o una cita en París, compartir los rasgos de los años en la piel y el llanto de una nueva vida en sus brazos. Se figuró en el metal que visten los dedos que conectan al corazón y en la espera de una noche consumada. Se revistió con tesoros y promesas, seguro pese a las inclemencias del tiempo, como un faro en medio del océano que no se deja amedrentar por las olas de un huracán embravecido. Pero la tierra se divide y el cemento se hace arena. La que cae lenta y dolora por los dedos cuando se toma, como vestigios de lo que fue y lo que es; testigo fiel de las direcciones distintas y que de pronto, las marcas del tiempo en la piel ya no serían compartidas como el corazón sigue anhelando. Ya no serían testigos en conjunto de lo que crearon y el faro hubo agotado su energía y ya no brilla. Perdióse en la obscuridad. Lo desea, en el mutismo, aferrándose al cuerpo muerto que dejaron los sueños, llorando su partida. Porque Amor nunca fue suficiente.
No te conoce nadie. No. Pero yo te canto. Yo canto para luego tu perfil y tu gracia. La madurez insigne de tu conocimiento. Tu apetencia de muerte y el gusto de su boca. La tristeza que tuvo tu valiente alegría. 𝐀𝐥𝐦𝐚 𝐀𝐮𝐬𝐞𝐧𝐭𝐞, Federico García Lorca.
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