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Un hombre del pueblo de Negúa, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos. -El mundo es eso-reveló. Un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende. Eduardo Galeano Fragmento del libro de los abrazos
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Por Aimée Padilla “A veces, la vida no necesita grandes gestos, solo una ventana, un gato dormido y una taza de café para recordarnos que aún estamos aquí.” Ya tenía tiempo sin escribir, aunque como he dicho en otras ocasiones, eso no significa que mi mente no ande dándole vueltas al deseo de retomar el blog. Estos días han sido dichosos, sí, pero también muy demandantes, y el trabajo me ha absorbido gran parte del tiempo. Ese ritmo de vida tan rápido en el que hoy nos movemos me ha envuelto como en un celofán: puedo ver hacia dónde me dirijo, pero al mismo tiempo me siento atada, incapaz de detenerme a disfrutar de la magia que habita en las cosas pequeñas. Ayer, por ejemplo, me quedé un momento frente a la ventana y vi que un gato blanco se había subido a mi auto. Ese pequeño bribón acostumbra dormirse allí, pero hasta ahora descubrí quién era el autor de las huellitas polvosas que cada mañana aparecen en el techo y el parabrisas. Al principio me molestaba, lo admito, pero luego pensé: él ha elegido mi coche porque se siente cómodo, porque lo reconoce como un refugio. Dicen que los gatos nos eligen, y aunque hay más autos en las cocheras, ese blanquito ha escogido el mío para su siesta. Algo especial habrá visto en él. Y qué decir de esa sensación de seguridad y protección que nos envuelve al despertar junto a la persona que amamos. ¿Cuántas veces pasamos por alto ese regalo cotidiano, perdidos en la prisa por llegar al trabajo? ¿Cuántas veces olvidamos que la vida es apenas un suspiro, y que disfrutar de cada instante con nuestro compañero de vida es un privilegio que no siempre durará? Hay magia en esas pequeñas cosas que damos por sentado, como si fueran eternas. Me siento dichosa y plena cada vez que me detengo a reflexionar en todo lo que tengo, cuando logro sacudirme la rutina de la cabeza y hacer una pausa. Cuando el trabajo me abruma o las circunstancias me superan, me basta una taza de café por la mañana para reconectarme conmigo misma, para recordarme que estoy viva, y que en lo más simple encuentro la fuerza interior para seguir adelante.
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Sugerencia de escritura del día¿Hay alguna edad o año de tu vida que te gustaría volver a vivir?Ver todas las respuestas Por Aimée Padilla Aarón, un joven pelirrojo de sonrisa fácil y carácter alegre, cerró los ojos aquella noche sin imaginar lo que le esperaba al despertar. Se arropó con las mantas y, en cuestión de minutos, el sueño lo envolvió. Pero lo que parecía una noche más, se transformó en algo completamente diferente. Al abrir los ojos, no estaba en su habitación. Despertó en una cama extraña, en una casa que no reconocía, y lo más asombroso: todo era verde. Las paredes, el techo, el suelo. Incluso los muebles tenían un brillo esmeralda que lo fascinaba. Aarón, lejos de asustarse, se sentó en la cama y se rió para sí mismo. —Esto es increíble —dijo, con una mezcla de asombro y alegría. Al salir de la habitación, su asombro fue en aumento. Las casas, los caminos, los árboles, todo estaba teñido de ese color vibrante. Incluso las personas que caminaban por las calles tenían una piel verdosa, pero de aspecto saludable y amigable. Nadie parecía notarlo, era como si ese universo verde fuese completamente natural para ellos. Aarón paseó por el lugar, observando cada detalle con curiosidad. A pesar de no reconocer nada, no se sentía perdido ni asustado. De hecho, su corazón latía con una emoción que no había sentido en mucho tiempo. “¿Dónde estoy?”, pensaba, aunque no había una urgencia en responderse. Parecía más divertido seguir explorando. Caminando por un parque de árboles verdes, con hojas aún más verdes, Aarón se detuvo de golpe. Allí, junto a un lago de un verde cristalino, estaba una joven de cabellos naranja, como el fuego. Como el suyo. Ella se volvió al notar su presencia, y sus ojos brillaron con una mezcla de sorpresa y alivio. —¿Tú también? —le dijo ella, sin siquiera saludar. —¿También qué? —preguntó Aarón, acercándose. —Despertaste aquí, ¿verdad? —contestó, su voz dulce pero cargada de curiosidad. Aarón asintió, sin saber qué decir exactamente. —Me llamo Ana —dijo, sonriendo con suavidad—. Me acosté en mi cama y… aparecí aquí. Al principio creí que era un sueño, pero llevo tanto tiempo aquí que ya no estoy segura de nada. Todo es tan real, ¿no crees? Aarón se sentó junto a ella, ambos mirando el lago esmeralda. —Sí, es extraño, pero… no quiero saber si es un sueño. Me gusta cómo se siente —dijo él, pensando en la libertad de no tener que preocuparse por lo que dejaba atrás. Ana asintió lentamente. —Yo también lo pensé. Al principio quería volver, pero… aquí todo es tan… perfecto. No hay prisa, ni preocupaciones. Solo este verde que te envuelve. Si es un sueño, no quiero despertar. Aarón la miró y rió suavemente. —¿Y si nos quedamos? No tenemos que decidir si es real o no. —¿Quedarnos? —Ana lo miró, y una sonrisa cómplice apareció en sus labios—. Quizás no suena tan mal. Así, los dos pelirrojos decidieron que ese mundo verde sería su hogar, un lugar donde la realidad y los sueños se mezclaban, pero donde, al final, nada de eso importaba. Era su refugio, un espacio donde podían vivir sin miedo, en un universo verde que los acogía sin hacer preguntas. Y así, Aarón y Ana se quedaron en ese lugar que no conocían, pero que los llenaba de paz y maravilla. Dejaron atrás el deseo de saber si era real o un sueño. En ese mundo verde, ambos encontraron algo más valioso: una nueva vida donde el miedo no tenía cabida, y donde el verde lo envolvía todo, incluso sus corazones.
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Por Aimée Padilla Ahora soy un ángel plateado, pero hubo un tiempo en que todo era negro. Surqué los mares y espié las tinieblas, buscando una libación que me fuera exquisita. Hubo amores incomprendidos, su olor almizclado me era atrayente. Cuando abrían la boca, entendí que no era mi lugar. Herí a algunos, pero no con intención. Solo que mi espíritu no les pertenecía. Entre sombras y luces, me encontré. Me debatía entre la gloria y la perdición, sin saber si volar o hundirme en lo profundo, pues mi corazón, confundido, no hallaba razón. Pero entonces, llegaste tú, con tu mirada serena que atraviesa el alma, me abrazaste con alas de fuego me hiciste dudar de lo que era, ¿soy un ángel o un demonio en calma? En tu abrazo hallé paz, en tu risa, redención. Mas, en lo profundo, la duda persiste: ¿Eres tú la luz que me redime, o la sombra que me seduce en la noche? Ahora en tus brazos, soy lo que siempre fui Un alma redimida, con el calor de tu amor Un ángel plateado que resplandece en la oscuridad O tal vez un demonio, que ha encontrado a su redentor Así, en este vaivén me encuentro, entre lo celestial y lo mundano, pues al amarte, no sé si vuelo al cielo, o caigo en un abismo sin fondo.
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Sugerencia de escritura del día¿Cuánto pagarías por ir a la luna?Ver todas las respuestas Por Aimée Padilla Matías tenía noches sin dormir, el trabajo le robaba el sueño y lo mantenía en un estado de estrés constante. Aquella noche, cansado de la rutina, decidió salir al balcón para contemplar la luna, que lo bañaba con su suave luz plateada. Se sentó en una silla y admiró el cielo despejado y estrellado. Al observar la inmensidad del firmamento, sintió una paz que no había experimentado en mucho tiempo. Se había sumergido tanto en su trabajo que había olvidado lo pequeño que era frente al vasto universo. Ese pensamiento le recorrió el cuerpo como un escalofrío, obligándolo a levantarse. Entró rápidamente a la recámara en busca de una manta para protegerse del frío de la noche. Cuando volvió al balcón, una mujer de cabellos plateados estaba sentada en la silla que él había ocupado momentos antes. Matías soltó un grito ahogado. La mujer lo miraba con una expresión serena, casi perezosa, y sonrió con cierta diversión. —¿Te he asustado? —preguntó, su voz era tan suave como el viento nocturno. Matías quedó sin habla. Su corazón latía con fuerza y no entendía quién era esa extraña que se había colado en su balcón. Ella estaba vestida con una especie de armadura, brillante bajo la luz de las estrellas. Su cabello blanco caía como una cascada, adornado con un tocado que parecía asemejar alas. Su piel era pálida, y sus ojos azules, como el mar, lo observaban con calma. —No suelo bajar a conversar con los humanos, pero tus pensamientos me llegaron y decidí visitarte. Matías seguía sin poder hablar, apenas lograba mantenerse en pie, temblando de miedo y desconcierto. —¿Quién eres? —logró preguntar, con la voz apenas audible. La mujer levantó la cabeza hacia el cielo, y él también miró hacia arriba. La luna había desaparecido. Las estrellas titilaban en un cielo despejado, pero no había rastro del astro nocturno. —¿No adivinas quién soy? —La mujer lo miró fijamente—. Lo sabes, pero temes decirlo. Matías estaba petrificado. La mujer se levantó con gracia y se sentó en el borde del balcón, su belleza era casi irreal, como si no perteneciera a este mundo. Todo en ella irradiaba una majestuosidad que lo hipnotizaba. —Soy la guardiana de la noche —dijo suavemente—. Oí tu deseo de escapar, de huir de la vida que llevas. He venido a ofrecerte lo que tanto anhelas. —¿Escapar? —preguntó Matías, confuso. —Sí, escapar. Has deseado muchas veces huir de tus preocupaciones, de tus responsabilidades. Me preguntaste, en silencio, si podrías ir a la luna… así que aquí estoy, ofreciéndote la oportunidad. Matías, aún aturdido, intentó recomponer sus pensamientos. —¿Ir a la luna? —preguntó incrédulo—. No tengo nada que ofrecer… no soy nadie especial. Solo tengo el dinero que gano en mi trabajo. —El dinero no tiene valor en mi reino —respondió ella, casi divertida—. Lo que busco es tu alma, tu deseo más profundo. ¿Estás dispuesto a dejar atrás todo lo que conoces, para vivir en la luna? Matías se quedó en silencio, pensando. La luna lo observaba con sus ojos penetrantes, esperando su respuesta. —Sí —dijo al fin, con voz firme—. Renunciaría a todo. Mi vida ha sido una interminable búsqueda de cosas que no me hacen feliz. He sacrificado todo por el trabajo, y ahora lo único que deseo es paz. La mujer sonrió, satisfecha, y se deslizó del balcón, acercándose lentamente. Sus ojos azules se clavaron en los de Matías, y con un delicado gesto, tocó su frente con uno de sus fríos dedos. En ese instante, sintió como si se estuviera hundiendo en un abismo gélido. En cuestión de segundos, Matías se elevó sobre su propia realidad. Desde lo alto, contempló el mundo como nunca antes. Y allí, en la vastedad del universo, comprendió que los humanos son solo polvo de estrellas, atrapados en sus propias cadenas, cuando todo lo que necesitan es mirar al cielo y recordar lo pequeños que s...
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Por Aimée Padilla Víctor observaba el vacío una vez más, con esa sensación de nostalgia que lo envolvía cada mañana al pasar por la misma cafetería. No sabía con certeza por qué, pero desde hacía años, su rutina incluía un café en ese lugar, y cada sorbo le recordaba una época de su vida que nunca llegó a ser. —Señor, su café —dijo la barista con una sonrisa. —Oh, disculpa. Hoy decidió tomarse su tiempo. La nostalgia le apretaba el pecho, y se dejó llevar por los recuerdos de Natalia, la joven con la que había vivido un romance en su juventud. No es que no amara a Linda, su esposa, pero el pensamiento de Natalia siempre lo envolvía como una cálida manta, haciéndole imaginar cómo habría sido su vida si no hubiese dejado todo atrás. Su relación con Natalia terminó de manera abrupta. Víctor había recibido una oferta de trabajo en el extranjero, y con la inmadurez de sus veintitantos años, decidió poner fin al romance. Aún recordaba la expresión en los hermosos ojos almendrados de ella, la tristeza que reflejaban cuando le rogó que se quedaran juntos, que podían casarse. Pero él solo pensaba en su carrera, en lo que creía que era lo correcto en ese momento. La oferta laboral era demasiado tentadora para rechazarla. Pasaron los años y conoció a Linda. Una mujer serena y que provenía de una buena familia. Pero, por más que lo intentaba, no podía evitar las comparaciones. Natalia era diferente. Intrépida, soñadora, con un espíritu libre que no le temía a nada. Sus pecas, que ella intentaba cubrir con maquillaje, a él le fascinaban. Le decía que eran como constelaciones, pequeñas estrellas que cubrían su rostro, pero ella no lo entendía. Víctor se lamentó por no haber luchado más por Natalia. Meses después de haberse marchado, volvió a la ciudad para buscarla y pedirle perdón. Pero cuando llegó, descubrió que se había mudado, y nadie sabía decirle a dónde. Fue como si se hubiera desvanecido. A veces, en las calles o en algún café, creía verla, solo para darse cuenta de que eran ilusiones, fragmentos de su arrepentimiento. Con el tiempo, sus heridas sanaron, pero Natalia permaneció como un recuerdo encapsulado. Ese día, mientras miraba distraídamente hacia la puerta del café, algo llamó su atención. Entró una mujer, su rostro, a pesar de los años, seguía siendo el mismo. Esas pecas… esa mirada dorada… ¡Era Natalia! Víctor estuvo a punto de caer de la silla por la impresión. No podía ser real, después de tanto tiempo. Sus ojos se encontraron, y ella, con un gesto de sorpresa, caminó hacia él. —¿Víctor? ¿Eres tú? —¿Natalia? No lo puedo creer… ¡Qué alegría verte después de tantos años! Natalia sonrió y se sentó frente a él. Aunque habían pasado dos décadas, seguía siendo la misma mujer con ese encanto natural que tanto lo cautivó en su juventud. —¿Qué ha sido de ti? ¿Te convertiste en el famoso arquitecto que querías ser? —preguntó ella con una sonrisa. —No me puedo quejar, me ha ido bien —respondió él, apenado—. Volví a buscarte un tiempo después, pero ya no vivías allí. —Sí, después de nuestra ruptura decidí que era mejor cambiar de aires. Sufrí mucho, no te lo voy a negar, pero te perdoné. Al final, fue lo mejor para mí —respondió Natalia con tranquilidad, como si aquella vieja herida ya no le doliera. —¿Te casaste? —preguntó Víctor, tratando de sonar casual. —Sí —dijo ella, con una sonrisa cálida—. Tengo dos hijas hermosas… Y para mi pesar, heredaron mis pecas. Víctor rió levemente, aunque su risa estaba teñida de melancolía. —¿Eres feliz? —preguntó, sabiendo que la respuesta le afectaría. —Mucho. Mi esposo es un hombre maravilloso, hemos sido muy felices estos quince años. ¿Y tú? ¿Te casaste? —Sí, también. —¿Eres feliz? —le devolvió la pregunta con la misma curiosidad. —No me puedo quejar… —respondió, pero sin el entusiasmo de Natalia. El silencio que siguió fue pesado. Ambos sabían lo que esa respuest...
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Sugerencia de escritura del díaDinos algo que creas que todo el mundo debería saber.Ver todas las respuestas Por Aimée Padilla Desde pequeños, nos llenan de miedo. Tememos a los maestros exigentes, a reprobar un examen, a desobedecer a nuestros padres. Crecemos temiendo la pérdida de un ser querido, la mala salud o lo incierto del futuro. Nos enseñan a temer antes de enseñarnos a creer en nosotros mismos. Y así, vamos por la vida cargando una sensación de incertidumbre, como si algo malo estuviera siempre a la vuelta de la esquina. Nuestros padres nos educan como a ellos les enseñaron, con las mismas reglas no escritas que imponen la sociedad y las tradiciones. Y así, nos convertimos en adultos que siguen órdenes, que temen romper el molde, que sienten que alzar la voz puede ser peligroso o incluso incorrecto. Pero la realidad es que nacemos sin ese “chip” que nos impone la sociedad, ese que nos indica cómo comportarnos según sus expectativas. A lo largo de nuestra vida, nos adaptamos a esas reglas y, sin darnos cuenta, nos colocamos una especie de bozal que nos impide defendernos de las injusticias. Recientemente, mientras mi mamá estuvo hospitalizada, viví una situación que me hizo cuestionar esto más profundamente. Nos enfrentamos a la indiferencia del personal médico, una actitud fría e inhumana que parecía no tener fin. No fue hasta que tomé el valor de reportar a un médico que nos comenzaron a prestar atención. Me pregunté, ¿por qué tiene que ser así? ¿Por qué tantas personas a mi alrededor no se quejaban? Permanecían en silencio, aceptando el mal trato sin chistar. ¿Era acaso miedo? ¿Una falta de fe en que su voz podría hacer la diferencia? Esto me llevó a reflexionar sobre algo más grande: todos deberíamos saber que somos espíritus libres, con derecho a ser escuchados. Nuestra voz es poderosa, y debemos usarla ante cualquier injusticia o situación que nos oprima. Durante mucho tiempo, permanecí en una comunidad que no me hacía bien, por temor a ser rechazada, a perder personas importantes para mí. Tardé años en tomar la decisión de alejarme de los Testigos de Jehová, por miedo a que me dejaran de hablar. Hoy, al mirar hacia atrás, eso me parece ridículo. Nadie tiene poder sobre mi vida, más que yo misma. Somos los creadores de nuestra propia realidad, y vivir para agradar a los demás nos aleja de nuestra verdadera esencia. Vivimos en función de expectativas ajenas y permitimos que los miedos gobiernen nuestras decisiones. Pero cuando entendemos que la felicidad es nuestra verdadera meta, cuando nos damos cuenta de que tenemos el derecho de cortar relaciones que no nos aportan, de dejar trabajos que no nos hacen felices, empezamos a construir la vida que realmente queremos. El mundo sería un lugar mejor si, desde jóvenes, nos hubieran enseñado que nuestras voces importan. Que somos suficientes tal como somos y que merecemos ser tratados con dignidad. Si tuviéramos ese poder desde el principio, seríamos más valientes para enfrentar la vida, para defender lo que es justo y para alejarnos de aquello que no nos hace bien. Es hora de tomar las riendas de nuestras vidas, de romper con esos miedos infundados y de luchar por la vida que realmente queremos. Porque solo cuando vivimos desde el amor propio y la libertad, es cuando realmente comenzamos a ser felices.
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Sugerencia de escritura del día¿Cómo definirías a un buen vecino?Ver todas las respuestas Por Aimée Padilla María tenía una obsesión que la consumía lentamente, una fijación silenciosa por su vecino de enfrente. Él era un hombre solitario que, cada mañana, salía a pasear con su terrier ratonero. María se quedaba quieta, observándolo desde la ventana, como si ese paseo rutinario le ofreciera un destello de emoción en su vida cotidiana. Disfrutaba verlo alejarse, su andar desgarbado y despreocupado, una mezcla perfecta de confianza y desprecio por lo que el mundo esperaba de él. Lo que más la fascinaba no era solo su misterio, sino el aire de incertidumbre que lo rodeaba. No conocía a nadie de su familia, nunca veía visitas, solo a su inseparable compañero peludo. Entre los vecinos, circulaban rumores: algunos decían que era amable, pero extraño; otros especulaban que trabajaba desde casa o que vivía de una jugosa herencia; y unos cuantos lo llamaban vago. Pero a María no le importaba nada de eso. Lo que la atraía era el enigma, esa sensación de que él pertenecía a un mundo propio, al que ella ansiaba acceder. Muchas veces, María estuvo a punto de ser descubierta en su observación furtiva. Dicen que la mirada se siente, y ella lo sabía bien. Él giraba la cabeza, buscando los ojos que se posaban en su espalda, y en un abrir y cerrar de ojos, María se escondía tras las cortinas, su corazón latiendo con fuerza. En más de una ocasión, estaba segura de haber visto una sonrisa cómplice, un gesto picaresco en su rostro. Aunque no podía asegurarlo, la sola posibilidad la hacía ruborizar, añadiendo un toque de adrenalina a su obsesión. Una tarde, al regresar del trabajo, María notó algo diferente. Su vecino llevaba una pequeña urna funeraria en brazos, y sus ojos, normalmente tranquilos, estaban llenos de una tristeza abrumadora. Un extraño presentimiento le atravesó el corazón, como un nudo en el estómago. Su intuición le gritaba que la pequeña mascota había fallecido. En un arrebato de osadía, sintiendo que era su única oportunidad de acercarse, se decidió a hablarle. —Buenas tardes, soy tu vecina, me llamo María. Disculpa mi intromisión, pero noté que llevas una pequeña urna… ¿es tu perrito? El joven levantó la mirada, sorprendido por la pregunta directa. Su voz salió suave, cargada de dolor. —Sí, falleció ayer. Ya estaba muy enfermo. —Hizo una pausa, como buscando las palabras adecuadas—. Por cierto, me llamo Julián. Mucho gusto. Te he visto cuando sales a trabajar por las mañanas. María sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo, esa revelación la dejó sin palabras por un segundo. Había sido vista todo ese tiempo. —Lamento mucho lo de tu perrito. Sé lo que se siente perder a una mascota —respondió, su voz apenas un susurro—. A veces te veía cuando paseabas con él, pero me daba pena hablarte… Julián asintió levemente, como reconociendo la confesión sin darle mayor importancia. —Ahora no me siento muy bien, pero… quizás podamos hablar en otro momento. —Claro, por supuesto. —María sonrió nerviosa, pero sintió una punzada en el corazón al verlo alejarse—. Adiós… Julián se despidió con una inclinación de cabeza y desapareció tras la puerta de su casa, dejando a María con una mezcla de perplejidad y desasosiego. ¿Había actuado bien al hablarle? ¿O había cruzado una línea que no debía? Las dudas comenzaron a atormentarla. Pasaron los días, y el vecino dejó de aparecer. Ya no había paseos matutinos, ni siquiera una sombra de su figura en las ventanas. Era como si la tierra se lo hubiera tragado. Esto comenzó a inquietar a María, pero no quería parecer entrometida, después de todo, nunca habían sido amigos. Sin embargo, la ausencia de su presencia la consumía poco a poco, y su obsesión enfermiza comenzó a crecer. Una tarde, el tintineo familiar de la reja la sacó de su ensoñación. Se asomó rápidamente por la ventana y vio a Julián con una maleta de viaje. Su corazón dio un...
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Por Aimée Padilla En la penumbra de la noche oscura, mi mente grita, pero el cuerpo no murmura. Un peso invisible oprime mi pecho, y el aire se vuelve un cruel desecho. Los ojos abiertos, pero sin ver, la sombra se cierne, no puedo correr. Quiero despertar, romper el hechizo, pero estoy atrapada en este abismo. Mi voz se ahoga en un grito mudo, el terror me envuelve, todo es crudo. Siento que me hundo en un mar sin fondo, y el despertar se vuelve un sueño hondo. El reloj avanza, pero el tiempo se detiene, la sombra me atrapa, y burlona me contiene. Finalmente, la luz del alba me libera, y el grito silencioso se disuelve en la espera. Crédito de la imagen: Pinterest
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Por Aimée Padilla En la vorágine de nuestras rutinas diarias, es fácil perder de vista las maravillas que nos rodean. Nos levantamos, trabajamos, cumplimos con nuestras obligaciones y, al final del día, caemos rendidos sin haber dedicado un momento a la introspección. Pero, ¿qué pasaría si nos detuviéramos un instante para mirar al cielo? La luna, con su brillo sereno, y el cielo estrellado, con su vastedad infinita, nos invitan a reflexionar sobre nuestra existencia. Estos espectáculos celestiales, que a menudo pasamos por alto, nos recuerdan la belleza y el misterio del universo. ¿Cuándo fue la última vez que te detuviste a contemplar la luna llena o a contar estrellas? Además, en nuestra prisa, olvidamos agradecer por los cinco sentidos que nos permiten percibir el mundo. La brisa fresca de la noche, el canto de los grillos, el aroma de la tierra después de la lluvia, el sabor de una fruta madura, y la vista de un paisaje al amanecer son regalos que damos por sentado. Cada uno de estos momentos es una oportunidad para conectar con nosotros mismos y con el entorno. La gratitud es una práctica poderosa que nos ayuda a valorar lo que realmente importa. Agradecer por las pequeñas cosas, como el sonido del viento entre los árboles o el calor del sol en nuestra piel, nos permite vivir de manera más plena y consciente. Nos recuerda que, a pesar de las dificultades, siempre hay algo por lo que estar agradecidos. Te invito a que hoy, antes de dormir, salgas al balcón o al jardín, y mires al cielo. Deja que la luna y las estrellas te hablen. Escucha el canto de los grillos y siente la brisa en tu rostro. Agradece por estos momentos de paz y conexión. Redescubre la magia de lo cotidiano y permite que la introspección te guíe hacia una vida más consciente y agradecida.
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Por Aimée Padilla Los años se escapan como el viento, ligeros susurros en la piel, ayer corríamos al sol, contentos, hoy nos pesa el paso, sin poder volver. La juventud, esa llama tan brillante, se apaga lenta, casi sin saber, y cuando miramos atrás, distante, la nostalgia florece en el atardecer. Las manos tiemblan, la vista cede, el cuerpo ya no es lo que fue, en el espejo un rostro nos hiere, ¿dónde quedó el fuego que ardía ayer? Añoramos la risa, la fuerza, el deseo, los días de gloria que no vuelven más, y el corazón, aunque late en su seno, siente el peso del tiempo en su andar. Así llegan los años, sin pedir permiso, y en su paso nos dejan caer, hasta que un día, sin darnos aviso, solo somos sombras de lo que fuimos ayer.
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Sugerencia de escritura del díaCuéntanos algo que te gustaría intentar por primera vez.Ver todas las respuestas Por Aimée Padilla Hoy quiero compartir algo que he deseado hacer desde hace tiempo, pero que he postergado por los múltiples asuntos que me tienen atada: visitar las cabañas del mágico pueblo de Zacatlán de las Manzanas, en Puebla. La idea de perderme en la naturaleza, alejarme de todo lo que me aqueja y sumergirme en un entorno de paz absoluta, me resulta increíblemente atractiva. Pero, ¿por qué Zacatlán? Zacatlán de las Manzanas es un lugar que, solo de pensarlo, evoca serenidad. Rodeado de verdes montañas y campos cubiertos de neblina, es el escenario perfecto para dejar atrás el bullicio de la vida diaria. Sus paisajes ofrecen un refugio, casi como si el tiempo allí transcurriera de manera diferente. Las cabañas, ubicadas en lo profundo del bosque, invitan a dejarse envolver por el canto de las aves al amanecer, y a olvidar la rutina que muchas veces nos agobia. Llegar a Zacatlán es relativamente sencillo, partiendo desde la Ciudad de México. Un viaje de poco más de dos horas por carretera te lleva directo a este rincón escondido en la sierra poblana. Al llegar, el aire fresco te recibe con un susurro, el cual te invita a desconectar y a disfrutar de lo simple: una caminata por los senderos de bosque, el olor a tierra húmeda, y la calma que solo la naturaleza puede proporcionar. Es fácil imaginarse la paz que sentiría al ver una puesta de sol sobre los cerros, los tonos cálidos del atardecer tiñendo el horizonte. Y, al caer la noche, el silencio se apoderaría del lugar, dejando que la mente descanse y el cuerpo se relaje. En el amanecer, me imagino abrir los ojos para encontrar el cielo pintado de colores suaves y una neblina delicada que cubre las montañas. Sentiría que, por fin, todo lo que me ha preocupado se desvanece, aunque solo sea por un momento. El poder curativo de la naturaleza no tiene comparación. Lo invaluables que serían para mí unos días de desconexión, rodeada de paisajes que me reconectan con lo esencial. A veces, es necesario perderse para encontrarse de nuevo, y estoy segura de que Zacatlán de las Manzanas me ofrecería justo eso: la oportunidad de sanar, respirar, y dejarme envolver por su magia. Fuente de la imagen: Zacatlán de las Manzanas
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Por Aimée Padilla Beso tus labios trémulos que esperan con anhelo mi llegada… Hay besos tibios, besos frìos, besos robados, besos tiernos Besos delirantes, besos ardientes, besos alucinantes Besos puros, besos impuros, besos tìmidos, besos cual rubíes… Mis besos son inventados para tí y solo para tí. Besos procedentes de mi alma, besos procedentes de mi interior Besos que jamás nadie ha probado, besos hechos solo para tí Dulce y divino mortal que has robado mi corazón palpitante Que en mis noches mas oscuras iluminas mis pensamientos Que has hecho de este existir solitario un mundo mejor y resplandeciente Que me elevas a la dicha con tu sola existencia Que ahora es mejor gracias a tí. Cierra tus ojos, espera mi beso apasionado y ardiente Que te dejará sin aliento y te transportará a mi mundo. Son mis besos, nuestros besos, que nadie conoce. Besos nuestros, procedentes de nuestras almas.
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Sugerencia de escritura del día¿Cuándo fue la primera vez que te sentiste adulto de verdad (si es que te ha pasado)?Ver todas las respuestas Por Aimée Padilla La vida está llena de ciclos, y uno de los más desafiantes es el de cuidar a nuestros padres en sus años dorados. Me siento afortunada de tener a mi mamá, una mujer de 81 años que ha sido un pilar de fortaleza en mi vida. Sin embargo, desde hace un mes, comenzó una lucha constante con su salud que me ha traído mucho pesar. Tras una operación hace cuatro años, parecía que todo iba bien; pero los recientes problemas de salud han traído consigo desvelos, consultas médicas y estancias en el hospital que me han hecho cuestionar no sólo el estado de ella, sino también el mío. Ver cómo su salud física se deteriora, al mismo tiempo que su estado emocional se ve afectado, es doloroso. Ha llegado a expresar su enojo hacia Dios, reclamando por qué, a pesar de sus súplicas, no se le concede el deseo de descansar. Este sufrimiento no solo la afecta a ella; también me ha impactado profundamente. Ausentándome del trabajo, descuidando mis responsabilidades en casa y lidiando con el insomnio y un constante malestar, he sentido el peso de esta situación aplastando mis hombros. A pesar de contar con el apoyo incondicional de mi hermano, soy yo quien está al frente de sus cuidados y la incertidumbre me abruma. No sé si estoy tomando las decisiones correctas. Cada acción que tomo, desde llevarla al hospital hasta administrarle sus medicamentos, está impregnada de dudas y cuestionamientos internos. Esta experiencia me está empujando a una madurez que antes no había sentido. No es que no haya sido adulta antes, sino que ahora la salud de otra persona se encuentra en mis manos, y eso implica una responsabilidad colosal. Ahora comprendo de manera diferente a mi propia madre. Aquellas veces que la criticaba por decisiones que tomaba, que en mi mente infantil parecían equivocadas, ahora me parecen decisiones llenas de amor y la mejor intención posible. Ella hizo todo lo que pudo, guiada por su instinto y los consejos que recibió en su momento. Hoy, sin embargo, las cosas han cambiado; mi madre me reprocha haberla llevado al hospital, sugiriendo que debí permitirle morir en casa. Pero, ¿realmente no hice lo que consideré correcto en ese momento? Reflexiono sobre esto y llego a la conclusión de que las decisiones en el cuidado de los seres queridos son, en última instancia, un acto de amor. Como hijos, tendemos a juzgar duramente a nuestros padres, olvidando que en algún momento, ellos sostuvieron nuestras vidas en sus manos sin un manual que les indicara el camino. Y aunque podamos encontrar sus decisiones cuestionables a lo largo de nuestra vida, es esencial recordar que todas sus acciones estaban dirigidas hacia nuestro bienestar. Este viaje, aunque doloroso, me ha enseñado lecciones valiosas. A medida que avanzamos en nuestras vidas, todos llegaremos a esa etapa en la que, al igual que nuestros padres, seremos vulnerables y necesitaremos del cuidado de otros. Por lo tanto, debemos cultivar paciencia y empatía hacia ellos, entendiendo que su camino es igual de complicado y que su amor por nosotros siempre ha sido incondicional. En este momento de dificultad, quiero rendir homenaje a mi madre y a todos los padres que han hecho lo mejor que han podido por sus hijos. Aprender de su experiencia es también una forma de honrar su legado. El amor y el cuidado son ciclos que se repiten, y aunque el camino a veces se presente difícil, la esperanza y la gratitud nos guiarán hacia adelante.
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Por Aimée Padilla Don Carlos era un hombre de 72 años y una vida llena de costumbres que nunca rompía. Entre esas costumbres estaba evitar a toda costa al dentista. Desde que era joven, su fobia al sonido del taladro dental lo había acompañado como una sombra que nunca se iba. El simple eco metálico del aparato en su cabeza lo aterrorizaba más que cualquier dolor de muelas. Y aunque con los años había aprendido a soportar muchas molestias, esta vez no podía más. Una punzada constante en su diente izquierdo lo estaba volviendo loco. Postergó la visita al dentista todo lo que pudo, hasta que un día el dolor fue tan intenso que no tuvo opción. El consultorio estaba tal como lo recordaba, con ese olor a desinfectante y a ansiedad acumulada en las paredes. Mientras el doctor encendía el temido taladro, Don Carlos sintió cómo su cuerpo se tensaba, pero ya no había marcha atrás. Para su sorpresa, el taladro no sonó como esperaba. En lugar de un ruido agudo y penetrante, escuchó una melodía suave, como si alguien hubiera sintonizado una vieja radio. La música lo relajó, y antes de que pudiera comprenderlo, el Dr. Hernández había arreglado su diente. Así que salió del consultorio con una mezcla de alivio y asombro. Pero los días siguientes, algo extraño comenzó a suceder. Una noche, mientras estaba en su sillón descansando, escuchó música. Al principio pensó que era algún vecino con la radio encendida, pero la música estaba demasiado clara, como si estuviera dentro de su cabeza. Movió la cabeza de un lado a otro, tratando de localizar la fuente del sonido, pero no había ninguna radio encendida. La música continuó, y con ella comenzaron las transmisiones. Fragmentos de viejas estaciones de radio que recordaba de su juventud: voces de locutores hablando de noticias antiguas, comerciales de productos que ya no existían. Él empezó a preocuparse. ¿Se estaría volviendo loco? ¿Sería efecto de la edad? Sin embargo, las transmisiones eran demasiado reales. Una mañana, mientras preparaba el desayuno, la música se detuvo y una voz grave y distorsionada se apoderó de su mente. —He llegado para quedarme —susurró la voz. Don Carlos dejó caer la taza de café al suelo, la cual se rompió en mil pedazos y un escalofrío le recorrió la espalda. —¿Quién… quién eres? —murmuró, tratando de no perder la cordura. —No te molestes en buscar respuestas —dijo la voz—. No hay médicos que puedan ayudarte. Estoy dentro de ti, y no te irás de aquí hasta que tu tiempo se acabe. Desesperado, visitó a varios médicos. Un neurólogo, un psiquiatra; incluso hasta un chamán, pero ninguno pudo encontrar nada inusual. “Todo está en tu cabeza”, le decían, como si fuera un consuelo. Pero él sabía que no era solo su imaginación. La voz era real, y estaba dentro de él. Los días pasaron, y las transmisiones de radio fueron reemplazadas por susurros siniestros. La voz le hablaba todas las noches, hasta que ya no pudo dormir. Cada vez era más clara, más directa. —Estás muriendo, Carlos. Y cuando te vayas, yo me quedaré. Me quedaré en tu cuerpo. El miedo lo invadió. Se encerraba en su casa, apagaba todas las luces, pero la voz no lo dejaba en paz. —Pronto, muy pronto —repetía la voz, una y otra vez. Una noche, incapaz de soportarlo más, se levantó de la cama y se miró al espejo. Sus ojos estaban hundidos, y su rostro había perdido todo color. Fue entonces que vio algo aterrador: una sombra oscura que se movía tras su reflejo. La sombra le sonrió con una mueca que no era suya, y la voz le susurró por última vez. —Estoy listo, Carlos. ¿Y tú? A la mañana siguiente, se presentó al café donde acostumbraba desayunar con sus amigos. Tenía el rostro inexpresivo y una calma inquietante. Para ellos, parecía que Don Carlos seguía allí. —¿Qué sucede Carlos? ¿Por qué tan serio el día de hoy? Su cuerpo se movía, hablaba, y aunque algo parecía diferente, nadie notaba realmente el cambio. Pero si su esposa aún viviera, ella lo habría re...
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