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Alberto Hernández Moreno
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albertohernandezmoreno · 6 years ago
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Las falsas tragedias feministas de Federico García Lorca
En cualquier obra literaria los conflictos que se desarrollan pueden ser de tres naturalezas distintas. Para nombrarlas emplearemos la terminología geométrica y neutra empleada por el filósofo Gustavo Bueno en su descripción del espacio antropológico ya que en este artículo utilizaremos el sistema filosófico desarrollado por Bueno, el Materialismo filosófico, para realizar crítica literaria:
 - El eje circular es aquél en el que se desarrollan las relaciones que las personas mantienen entre sí, y que pueden ser de tipo político, económico, social, jurídico, legal, familiar, amoroso…
 - El eje radial es el espacio físico que rodea al hombre, es decir, la naturaleza, y todas aquellas fuerzas primarias que emanan de ella.
 - El eje angular es el espacio en el que el hombre se relaciona con lo sobrenatural, lo divino o lo religioso.
La crítica literaria feminista e ideológica ha repetido sistemáticamente que la raíz de las tres tragedias rurales de Federico García Lorca (Bodas de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba) es de tipo circular, al presentar a mujeres llevadas a situaciones extremas causadas por la sociedad patriarcal y machista en la que viven, pero aquí sostendremos que el origen de los conflictos en estas obras es radial, al presentar siempre pasiones primarias que se imponen a las voluntades racionales, para desmontar el mito del supuesto feminismo del autor. García Lorca ha sido usado como abanderado de causas que no sólo no entendía, sino que sencillamente están en una situación antípoda a su pensamiento, y con estas líneas intentaremos desautorizar esa instrumentalización de la que ha sido objeto.
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 Comenzaremos aclarando qué es una tragedia: una tragedia es una sucesión de hechos terribles impredecibles y de consecuencias irreversibles. Sabiendo esto, que en estas tres obras de García Lorca los personajes sufran una desgracia que no han podido evitar y cuyas consecuencias son fatales (la muerte) ¿es por causa del machismo y el patriarcado, o por causa de las fuerzas pasionales que suspenden su razón y su voluntad? Nuestra respuesta es la segunda, y la vamos a argumentar comentando algunos aspectos de estas obras, una por una.
Bodas de sangre
 Como todo sabemos, en esta obra asistimos a la fuga de una recién casada anónima con Leonardo, su amante casado y con hijos, en plena noche de boda. La pareja huye a un bosque poblado por seres mágicos y sobrenaturales, pero la familia del novio los encuentra. Leonardo muere en un duelo a cuchillo con el novio, y la novia, al verlo, se quita la vida.
 Podría pensarse que, como se produce un enfrentamiento en un triángulo amoroso la tragedia es de signo circular. Pero el detonante que genera estas consecuencias terribles no son las desavenencias personales o familiares, sino el sometimiento de la novia y Leonardo a unas fuerzas pasionales que se apoderan de su voluntad y los arrastran fatalmente. El novio lo explica perfectamente, cuando dice lo siguiente:
 Que yo no tengo la culpa,
que la culpa es de la tierra
y de ese olor que te sale
de los pechos y las trenzas.
Es decir, unas fuerzas más poderosas que la razón, unas fuerzas de naturaleza radial, son las que impulsan a la pareja a la fuga, sabiendo que no es lo correcto. Lo social queda totalmente al margen, ya que ambos manifiestan su desprecio por lo circular, es decir, por los procesos en los que se producen las relaciones humanas:
Que no me importa la gente
ni el veneno que nos echa.
Pero más significativas son estas palabras de la novia:
También yo quiero dejarte
si pienso como se piensa.
En ellas vemos que ella sabe distinguir perfectamente entre las normas del espacio circular (las normas del grupo, de la comunidad) y las fuerzas que dirigen sus actos. Ella es capaz de ver que, según el espacio circular, debería dejar a Leonardo y volver con su marido, pero no afirma que no es capaz de hacerlo porque hay una fuerza superior. Esta distinción nos indica que la novia no es una mujer presa de la moral tradicional o católica, porque si así lo fuese, no sería consciente de que lo que está haciendo no es lo socialmente establecido.
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Tampoco hay en esta obra un conflicto de tipo angular (de tipo religioso o espiritual, pese a que están presentes personajes simbólicos de carácter sobrenatural, especialmente la Luna, que en la obra de García Lorca siempre alude o representa a la Muerte. Así, la Luna expresa su sed de sangre y tragedia:
 Pero que tarden mucho en morir. Que la sangre me ponga entre los dedos su delicado silbo. ¡Mira que ya entre mis valles de ceniza despiertan en ansia de esta fuente de chorro estremecido!
Lo sobrenatural está, pero no es determinante. El final de la obra es trágico no porque los dioses o el destino obliguen a los protagonistas (eje angular) ni porque Leonardo y la novia no piensen como piensa la gente (eje circular). Lo angular y lo circular son el contexto y el escenario de la obra, pero no sus fuerzas desencadenantes, que son fuerzas naturales, primarias e instintivas, o lo que es lo mismo, fuerzas radiales. García Lorca construye su argumento a espaldas del Estado y la política, aspectos sistemáticamente ausentes en su obra, y por eso el desenlace es un acto de justicia tribal y no legal, propio de grupos sociales que viven al margen del Estado como los gitanos, tan presentes en la obra poética del autor.
Yerma
En esta tragedia asistimos a la desesperación que siente una mujer, llamada simbólicamente como la propia obra, porque no es fecundada por su marido, Juan, que manifiestamente es incapaz de mantener relaciones sexuales plenas. Yerma no es la tragedia de la mujer estéril, sino de la mujer insatisfecha. Tal es su dolor que acabará matando a Juan, porque para Yerma la culminación de la femineidad es la maternidad. ¿Cómo se puede sostener que es una actitud feminista el cifrar la existencia de la mujer en lo sexual y lo maternal?
 A Yerma le dan igual las consecuencias sociales o legales del crimen (consecuencias circulares), como ir a la cárcel y perder todos sus bienes e incluso la vida. Las consecuencias religiosas (angulares), tampoco le importan lo más mínimo: en ningún momento se le pasa por la cabeza que con el crimen está renunciando a la salvación de su alma. Lo que Yerma no puede soportar es romper el curso de la naturaleza: no procrear. La ley de la naturaleza, la ley radial, es más potente que la ley humana o la religiosa.
Por eso podemos cuestionar que esta tragedia se inscriba en el ámbito político o social del feminismo, sino en el ámbito de las fuerzas primarias, salvajes y animales. Insistiendo en el nulo feminismo de esta obra podemos recordar estas palabras que la protagonista le dice a su marido:
  Cuando nos casamos eras otro. Ahora tienes la cara blanca como si no te diera en ella el sol. A mí me gustaría que fueras al río y nadaras, y que te subieras al tejado cuando la lluvia cala nuestra vivienda. Veinticuatro meses llevamos casados y tú cada vez más triste, más enjuto, como si crecieras al revés.
 ¿Este es el discurso de una mujer sometida al patriarcado, o de una mujer insatisfecha. Muy poéticamente le está echando en cara a su marido, al que describe con bastante desprecio, que no la haya dejado embarazada. ¿Quién maltrata a quién aquí? Juan, por su parte, relata una actitud de Yerma que la psicología contemporánea llamaría pasivo-agresiva, y que otros calificarían directamente de maltrato psicológico:
 Lo estás haciendo desde el mismo día de la boda. Mirándome con dos agujas, pasando las noches en vela con los ojos abiertos al lado mío y llenando de malos suspiros mis almohadas.
¿Se merece un hombre impotente este martirio por parte de su mujer, viéndola velar noche tras noche, clavándole la mirada y lanzándole sugestivoss suspiros? Si hay en esta obra violencia de género es la que sufre Juan, un desgraciado impotente que soporta una humillación tras otra desde el día de su boda hasta que acaba siendo asesinado.
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Yerma no es la víctima de un matrimonio infeliz al que la han condenado fuerzas humanas o divinas, sino una mujer distinta, que está por encima de lo circular y lo angular. Yerma no vive en la sociedad, habita una naturaleza salvaje y primaria que permite que, al contrario que la inmensa mayoría de las muchachas de su época, no afrontase la amenazante noche de bodas con miedo a lo desconocido, sino con una euforia sexual inusitada:
 Yo conozco muchachas que han temblado y lloraron antes de entrar en la cama con sus maridos. ¿Lloré la primera vez que me acosté contigo? ¿No cantaba al levantar los embozos de holanda? ¿Y no te dije “¡cómo huelen a manzanas estas ropas!”?
  Yerma se entregó entusiasmada al matrimonio porque a través de él pudo por fin satisfacer su impulso sexual, poderoso y radial. Por eso cuando su frustración está cerca de llegar al límite no acude a su familia (eje circular) o al cura (eje angular), sino a una anciana hechicera o curandera que, en lugar de lanzarle un discurso emancipador contra el patriarcado, le advierte que su juventud y vitalidad están siendo desaprovechadas al lado de un hombre como Juan:
 ¿Quién puede decir que este cuerpo que tienes no es hermoso? Pisas, y al fondo de la calle relincha el caballo.
Yerma, según la anciana, tiene tanto que dar, es sexualmente tan potente, que en cuanto pone un pie en la calle el caballo, que en la obra de García Lorca es siembre el símbolo de la pasión y el desenfreno sexual, se pone a relinchar. La anciana también excluye a lo divino, a lo angular, del problema, e insiste en que se trata de una cuestión puramente sexual y biológica:
 A mi no me ha gustado Dios. ¿Cuándo os vais a dar cuenta de que no existe? Son los hombres los que te tienen que amparar.
Y cuando habla de los hombres no se refiere a sus familiares o vecinos varones, sino al macho, a sementales capaces de cubrir y preñar a una hembra, usando unos términos animales totalmente adecuados para este tipo de tragedias.
Yerma, además, descarta las soluciones de tipo circular (del ámbito de las relaciones humanas) porque su conflicto es de otra índole. Por eso rechaza la posibilidad de la adopción de un sobrino, que podría ser la solución a los supuestos deseos de maternidad que la atormentan:
 JUAN: ¿Por qué no te traes un hijo de tu hermano? Yo no me opongo.
 YERMA: No quiero cuidar hijos de otros. Me figuro que se me van a helar los brazos de tenerlos.
 Y otra posible solución de tipo circular ni se menciona en la obra: la posibilidad del divorcio, que en España era legal desde hacía dos años antes de que se escribirse la obra. Sólo una solución radial, como es el asesinato impulsivo, es la válida en una tragedia que se plantea en términos puramente primarios y nunca sociales o políticos.
La casa de Bernarda Alba
En la última tragedia del autor, tal vez la más perfecta, el conflicto queda planteado al comienzo: tras fallecer su marido, Bernarda Alba impone a sus seis hijas un luto de ocho años que prohíbe hasta que salgan de la casa. La mayor de las hermanas, Angustias, está a punto de conseguir salir mediante un matrimonio concertado con un joven y apuesto vecino, Pepe el Romano. Pero mientras se producen todos los pasos previos necesarios (cortejo, pedida de mano, firma de la dote…), la hermana menor, Adela, consigue convertirse en amante de Pepe, y goza con él cada noche en el corral, enfrentándose a otra de las muchachas, Martirio, que también desea a Pepe y conoce el secreto de Adela. Bernarda, la madre, es incapaz de ver lo que está sucediendo y de entender que privar a unas chicas jóvenes del ejercicio sexual sólo puede terminar mal. Efectivamente, Adela acaba suicidándose tras creer que Bernarda ha matado a su amante de un escopetazo, y Bernarda decreta un nuevo luto y un manto de silencio sobre lo ocurrido.
Además de ser la mejor tragedia de García Lorca, La casa de Bernarda Alba es también la más antifeminista, o la más machista, si se quiere decir de otra forma. El centro invisible de la obra, el catalizador de las fuerzas primarias que se desatan, es Pepe el Romano, la encarnación abstracta del macho viril y sexualmente potente, la antítesis de Juan, el impotente marido de Yerma. Además, ¿puede calificarse de feminista una obra en la que dos hermanas llegan a las manos por copular con un hombre? Porque veamos cómo discuten Adela y Martirio cuando ésta descubre la relación de la hermana pequeña con el futuro esposo de la hermana mayor:
MARTIRIO: ¡Sí, déjame decirlo con la cabeza fuera de los embozos! ¡Déjame que el pecho se me rompa como una granada de amargura! Le quiero!
ADELA: ¡Martirio, yo no tengo la culpa!
MARTIRIO: ¡No me abraces! ¡No quieras ablandar mis ojos! Mi sangre ya no es la tuya, y aunque quisiera verte como hermana no te miro ya más que como mujer.
ADELA: Aquí no hay ningún remedio. La que tenga que ahogarse, que se ahogue. Pepe el Romano es mío. Él me lleva a los juncos de la orilla.
La familia, que es el vínculo circular más íntimo e importante, queda así completamente destruida por los instintos sexuales. Martirio sólo ve a Adela como una rival, como una hembra con la que disputarse al macho; Adela le responde que un conflicto de esta naturaleza no se resuelve con acuerdos o diálogo (circularmente), y vaticina la tragedia final. Cuando afirma “Pepe el Romano es mío” no hay alegato feminista porque no se dice que Adela sea de Pepe, sino al contrario, como si el hombre fuese un trofeo que las hermanas se disputan en una competición. Y sin que en ningún momento se hable de amor.
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 La violencia se hace, a partir de este momento, más intensa en la casa aún. Una violencia doméstica que realizan exclusivamente las mujeres contra otras mujeres: Bernarda encerrando a sus hijas, Martirio robando a Angustias el retrato de Pepe y casi llegando a las manos con Adela, y Adela traicionando a su hermana. Cabe decir a este respecto que las farsas juveniles de García Lorca como La zapatera prodigiosa, El retablillo de don Cristóbal o El amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín están llenas de episodios en los que los maridos son apaleados por sus esposas, y que nunca son vistos por la crítica como casos de violencia doméstica, sino como divertidos episodios cómicos. Si los roles se invirtiesen es probable que estas obras llevasen años sin representarse… De hecho, uno de los pocos momentos cómicos en La casa de Bernarda Alba es aquel en el que la criada de la familia, la Poncia, cuenta a las hijas que en una de las veces en que solía pegar a su marido estuvo a punto de dejarlo tuerto, y que en otra ocasión aplastó con el almirez de un mortero los jilgueros que él criaba…
Conclusiones
Hemos visto en estas tres tragedias cómo lo que las dispara no es ningún conflicto de tipo sociopolítico sino unas fuerzas desatadas de la naturaleza que, descontroladas, desencadenan la muerte. García Lorca despreció siempre en sus obras a todo lo relacionado con la justicia, la ley, la sociedad o la política. Jamás se esforzó en comprender cómo se organiza política o judicialmente una sociedad estatal, y por eso probablemente murió como murió, metiéndose voluntariamente en la boca del lobo.
Para él, muy freudiana o nietzscheanamente, la ley es la ley del deseo, y si alguien desea poseer a alguien, ese deseo es más fuerte y más legítimo que las leyes políticas, como el matrimonio. Sus mujeres sufren por limitaciones sexuales, no por limitaciones sociales; es más, García Lorca infravalora en sus obras a la mujer soltera o viuda (la protagonista de su penúltima obra, Doña Rosita la soltera, es una solterona ridiculizada), ya que vale menos que la que tiene pareja porque la vida plena, según el autor, es la que incluye lo sexual. No son mujeres empoderadas sino sexualmente insatisfechas y dependientes, y trágicamente resolutivas. Y son protagonistas relativas de estas tragedias ya que el centro gravitacional de todas es el hombre en su esplendor viril, al que la mujer le exige la máxima actividad sexual posible. Guste o no a determinados sectores, la mujer sólo aparece en la obras de García Lorca para subrayar las potencias (Pepe el Romano) o impotencias (Juan) del hombre, auténtico protagonista de su dramaturgia. Y es que la crítica feminista no ha sido capaz de explicar (ni de entender) estas tres tragedias porque ha hecho lo que nunca debe hacerse al enfrentarse con la Literatura: buscar en ella lo que se quiere encontrar.
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albertohernandezmoreno · 6 years ago
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La proclamación del Imperio Alemán, de Anton von Werner
La moda historicista en la pintura de la segunda mitad del siglo XIX y la necesidad de dejar testimonio del que se consideró la culminación de la civilización alemana mediante la unificación del país en un solo estado en 1871 permitieron que la obra de Anton von Werner (1843-1915) sea uno de los principales relatos que el naciente Imperio hizo de sí mismo para explicar su origen, sus gestas militares, sus fundamentos políticos y sus principios institucionales.
Nadie como Anton von Werner retrató lo que la Alemania Guillermina creyó ser y quiso que se creyese de ella. Sus cuadros sobre las campañas de los estados alemanes contra Francia en la guerra de 1870-71 muestran la eficiencia de unos ejércitos que acabaron desfilando por los Campos Elíseos de París, la ejemplar conducción militar con la que era dirigida por sus tácticos y estrategas, la constitución de un gran estado que supo alcanzar el equilibrio entre sus estructura federal y sus fuertes poderes centrales, la prosperidad económica e industrial del Imperio y la virtud de sus tres pilares fundamentales: el Ejército, el Canciller y el Emperador, como nexo entre ambos. Pero, sobre todo, el histórico momento en el que los muchos estados alemanes, débiles individualmente pero fuertes bajo el liderazgo prusiano, cedieron parte de su soberanía para fundar la nación política alemana. Este hecho, como es sabido, tuvo lugar precisamente en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles, para mayor escarnio de la derrotada Francia. El lugar en el que Guillermo I de Prusia fue proclamado Emperador Alemán no fue Berlín -capital prusiana- o Königsberg -la ciudad en la que los reyes de Prusia eran coronados-, sino la residencia real francesa, para recalcar que la unidad alemana se había logrado mediante la habilidad política de sus dirigentes pero sobre la victoria militar contra su poderoso enemigo occidental.
Von Werner hizo tres obras sobre este momento. La primera versión, ejecutada en 1877, estaba destinada al Palacio Real de Berlín, y fue un regalo de diferentes soberanos de estados del Imperio a Guillermo I. En dicho palacio fue destruida durante un bombardeo aliado al final de la Segunda Guerra Mundial, y de ella sólo tenemos una fotografía en blanco y negro. En este cuadro la figura de Guillermo I queda empequeñecida por la perspectiva que da más protagonismo a la masa de dignatarios frente a él congregados y al propio espacio, del que se da una visión amplia para que no quepa duda de que se trata del Salón de los Espejos.
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La segunda versión la pintó en 1882 para la Zeughaus, el arsenal de artillería construido en Berín por Federico I que en 1875 se convirtió en Museo de Historia Militar. No era un cuadro sino una pintura mural, y en ella cambió radicalmente el punto de vista al centrar la atención en el retrato de los personajes allí presentes. Tampoco sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial: la Zeughaus fue bombardeada en noviembre de 1943 y el muro sobre el que estaba pintada la escena se derrumbó.
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La tercera versión, única que hoy se conserva, fue un cuadro que el Emperador quiso regalarle a Bismarck por su heptuagésimo cumpleaños en 1885. Es muy similar a la segunda versión, pero contiene algunas modificaciones. En ella nada es casual, y el espectador debe reparar en los siguientes aspectos:
- Guillermo I aparece sobre el estrado rodeado por los demás soberanos alemanes, que lo reconocen como Emperador pero sin renunciar ellos a su condición. Por eso todos los príncipes aparecen en el mismo nivel que Guillermo I, no un escalón por debajo. Había que dejar claro que Guillermo I era un primus inter pares.
- Entre los soberanos alemanes son fácilmente reconocibles el Duque Ernesto II de Sajonia-Coburgo y Gotha en el extremo izquierdo y, a la izquierda de Guillermo I, su yerno el Gran Duque de Baden Federico I, que eleva el brazo mientras lanza los vítores. A la derecha del Emperador aparece el príncipe heredero Federico, efímero Rey de Prusia y Emperador durante apenas tres meses de 1888, que se desempeñó en la guerra contra Francia como uno de los principales comandantes alemanes. El pintor fue fiel al momento histórico y no situó en él a Luis II de Baviera, el “rey loco”, único soberano alemán que no asistió a la ceremonia, ya que no era precisamente un entusiasta de la unificación alemana.
- Frente a los príncipes y entre la multitud destacan dos figuras: en el centro, destacado por el blanco de su uniforme de coracero del Regimiento de la Guardia de Prusia, aparece Otto von Bismarck, Ministro-Presidente de Prusia en ese momento e inminente Canciller del recién proclamado Imperio. Bismarck representa el poder civil, pero viste uniforme militar para reflejar que, en tiempos de guerra, el Jefe del Gobierno también es un soldado que debe ponerse al frente de las tropas. El Bismarck que Anton von Werner retrató en esta versión no era el Bismarck de 1871, cuando tuvo lugar este momento, sino el Bismarck de 1885. También el Gran Duque Federico I de Baden fue retratado de nuevo con su aspecto de 1885, y por eso se ve con más edad que en la versión anterior. Otro anacronismo importante es que luce en su cuello la Pour le Mérite, la más alta condecoración militar prusiana, que no se le otorgó hasta 1884. La otra figura preeminente es el mariscal Helmuth von Moltke, Jefe del Gran Estado Mayor del Ejército Prusiano y, a todos los efectos, comandante de los ejércitos alemanes que vencieron a Francia en 1871. A diferencia de Bismarck, Moltke sí levanta su pickelhaube, el icónico casco puntiagudo  prusiano, en los vítores. Moltke no ocupa el lugar central del cuadro, reservado a Bismarck, porque la conducción de la guerra se hacía bajo las directrices del poder civil representado por el Canciller, pero es colocado por el pintor paralelo al Emperador, porque el poder militar, aunque emane del civil, reconoce una autoridad máxima superior en la figura del Soberano.
- Entre Guillermo I y los demás príncipes, y los dos representantes del poder civil y militar, el pintor sitúa a tres figuras importantes. De izquierda a derecha vemos en primer lugar, y de frente, a Albrecht von Roon, Ministro de la Guerra prusiano en ese momento. Von Roon no pudo asistir a la proclamación porque estaba enfermo, y por eso no aparece en las dos versiones anteriores. Pero como era un gran amigo de Bismarck (recordemos que esta versión era un regalo para el Canciller) y había muerto hacía poco, fue introducido en el cuadro como si realmente hubiese estado allí, a manera de homenaje. Y, a continuación, muy apretados, dos personajes que en la segunda versión disfrutaban de más espacio y protagonismo, cedidos al fantasmagórico Ministro de la Guerra. Se trata de los generales Jakob von Hartmann y Leonhard von Blumenthal, que se estrechan las manos a pesar de la estrechez del hueco que ocupan (en la segunda versión se ve mejor el gesto). Hartmann fue uno de los principales generales del Ejército Bávaro, el segundo en importancia tras el Prusiano en la guerra contra Alemania, mientras que Blumenthal era el Jefe de Estado Mayor del Tercer Ejército Prusiano, mandado por príncipe heredero Federico. Como hemos dicho, Luis II declinó la invitación de participar en el histórico momento, así que un modo de reconocer la aportación de Baviera a la victoria era dándole un lugar destacado a uno de sus generales más notables. Su apretón de manos con Blumenthal simboliza la alianza militar entre Prusia y Baviera, que no fue fácil de conseguir porque sólo cinco años antes ambos países se enfrentaron en la Guerra Austro-Prusiana. Hartmann queda individualizado respecto al resto de militares retratados en el cuadro porque, en lugar de la banda anaranjada de la prusiana Orden del Águila Negra que llevan sobre el pecho los principales personajes, él luce la azul, blanca y negra de la Orden de Maximiliano José, máxima distinción militar bávara.
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A través de sus versiones de este histórico acontecimiento Anton von Werner plasmó no sólo el momento, sino también las fuerzas que posibilitaron la unificación alemana (príncipes, políticos y militares), y que fueron el trípode sobre el que se sustentó el breve Imperio Alemán. Una empresa racional, militar, política y humana, como evidencia la ausencia de cualquier elemento religioso. Hubo una cuarta versión que el pintor realizó, muy anciano, en 1913 para el Real Instituto de Fráncfort. Este lienzo desapareció al final de la Segunda Guerra Mundial, y no podemos saber cómo era porque no se realizó ninguna copia de él.
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albertohernandezmoreno · 6 years ago
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El Patolli
El Patolli (que en nahuatl significa “judías”) era un juego muy popular en toda Mesoamérica. Lo practicaban los teotihuacanos (200 a.C. - 1000 d.C.), toltecas (750 - 1000 d.C), los habitantes de Chichén Itzá (1100 - 1300 d.C.) y los aztecas (1168 - 1521 d.C.), además de los distintos pueblos que éstos conquistaron. Era una diversión tanto de la gente humilde como de los nobles: los cronistas españoles cuentan que Moctezuma disfrutaba mucho viendo cómo se jugaba en su corte.
Parece que el Patolli tenía un sentido ceremonial y religioso que todavía no está muy claro: el ciclo de tiempo de los aztecas está basado en 52 años, la misma cantidad de casillas del juego. El códice Magliabecci dice: El dios del Patolli era Macuilxochitl, deidad de la música, la danza y los juegos de apuestas, llamado Dios de las Cinco Flores. Antes de empezar a jugar, los jugadores lo invocaban y le ofrecían incienso y comida. Apostaban mantas, plantas de maguey, piedras preciosas y adornos de oro. Los españoles prohibieron el juego durante la conquista porque lo consideraban pagano e idólatra.
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Este juego se practicaba sobre un tablero en forma de cruz, seis fichas por cada jugador y cinco judías con un punto pintado en uno de sus lados. Aunque el Patolli es un juego de carreras de fichas, su finalidad es también obtener dinero del oponente mediante las penalizaciones del tablero y la apuesta inicial.
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Las reglas eran las siguientes:
- Al comienzo del juego, los oponentes establecen un fondo común. El jugador que haga regresar sus seis fichas primero obtendrá ese fondo.
- Las cinco judías lanzadas establecen la cantidad de casillas que se deben mover según esta convención:
Un punto: 1 casilla
Dos puntos: 2 casillas
Tres puntos: 3 casillas
Cuatro puntos: 4 casillas
Cinco puntos: 10 casillas
 - Sólo se puede sacar una ficha obteniendo un 1.
 - Las ocho casillas de los extremos de los brazos del tablero permiten una tirada extra.
 - Las ocho casillas triangulares en mitad de los brazos del tablero obligan a pagar al rival dos tantos.
 - Las ocho casillas del centro del tablero permiten comer una ficha rival si se cae en ellas cuando están ocupadas. En ese caso, el jugador debe pagar un tanto a su rival y hacer volver a su ficha.
 - Las fichas, después de recorrer el tablero, deberán regresar al lugar de partida obteniendo la puntuación exacta.
 - Cuando un jugador logra hacer regresar a una de sus fichas, su oponente debe pagarle un tanto.
 - Una casilla no puede estar ocupada por dos fichas.
 - Los puentes y bloqueos no están permitidos.
 El tablero del Patolli es muy complejo, por lo que no podemos decir que sea un juego fácil de recrear de forma artesanal hoy. Esta es mi propuesta: 
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albertohernandezmoreno · 6 years ago
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El Hnefa-Tafl
Las invasiones de las tribus germanas y posteriormente la expansión de los normandos se encargaron de extender por el resto del continente europeo una interesante familia de juegos conocida como los Tafl (“tablero”, en alemán antiguo).
En los siglos XI y XII, antes de la introducción del ajedrez (en noruego Skak-Tafl), los escandinavos jugaban al Hnefa-Tafl o “Tablero del Rey”. Un fragmento de un tablero, fechado antes de 400 d.C. y encontrado en Wimose (Dinamarca), es la primera evidencia de este juego. También aparece representado en una de las ocho piedras rúnicas de Sigurd, concretamente la conservada en la iglesia de Ockelbo. Los vikingos lo extendieron desde Groenlandia, Islandia, Irlanda, Gran Bretaña o Gales hasta países del lejano oriente como Ucrania. De hecho, fue el juego más popular de la Europa septentrional durante la Edad Media. Tan sólo la aparición del Ajedrez y su extensión por esas latitudes durante el Renacimiento hizo declinar su fama, a pesar de lo cual a comienzos del siglo XIV es frecuente encontrar referencias a él en muchas sagas islandesas.
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Como el resto de juegos de su familia, reproduce una batalla entre dos fuerzas desiguales en número y potencia, con objetivos diferentes. Su mecánica es la siguiente:
- La ficha del Rey (llamaba Hnefi) se coloca en el centro del tablero (casilla denominada “Trono”), rodeada por las que representan sus hombres (los Hunns -“botones”- o Tæflor -"hombres del tablero"-).
- Las fichas contrarias se disponen alrededor del tablero, y son las que mueven primero.
- Todas las fichas se mueven ortogonalmente cualquier cantidad de cuadros libres.
- Una ficha es capturada y sacada del tablero cuando el oponente ocupa ambos cuadros adyacentes en una fila o columna. Este método se denomina captura de los guardianes.
- Una ficha puede moverse en forma segura sobre un cuadro vacío entre dos fichas enemigas.
- El Rey es capturado si los cuatro cuadros alrededor de él son ocupados por fichas enemigas, o si es rodeado por tres lados por fichas enemigas y en la cuarta está el Trono. Cuando el Rey es capturado, se termina la partida y el jugador que lo controla, pierde.
-  El jugador contrario pierde si el Rey llega a cualquier cuadro de la periferia del tablero.
Se trata de un juego muy sencillo de reproducir de manera artesanal.
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albertohernandezmoreno · 6 years ago
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Hermann Göring, pasión por las condecoraciones
ESTE ARTÍCULO FUE PUBLICADO EN EL NÚMERO 62 DE LA REVISTA DE HISTORIA MILITAR ARES.
 Hermann Göring es, posiblemente, el personaje histórico contemporáneo que mejor encarna la desmesura. Todo en él fue desaforado, desde su brillante carrera militar durante la Primera Guerra Mundial, hasta su insaciable sed de poder en los apenas trece años de Reich nacionalsocialista. Sibarita, petulante y tremendamente astuto, Göring sucumbió especialmente al encanto de las condecoraciones, y a lo largo de su vida atesoró un impresionante muestrario personal y sin parangón hasta entonces. Podría decirse que las coleccionaba, al igual que los cuadros, joyas y demás antigüedades que atesoraba en su fastuosa residencia de Carinhall. En este artículo repasaremos la amplísima nómina de condecoraciones que Göring reunió durante treinta años de trayectoria militar y política. Dado lo abrumador de la cantidad, las agruparemos en distintos bloques. Se ha intentado que cada condecoración vaya acompañada con la fecha de su concesión; cuando ésta no se indica se debe a que ha sido imposible recabar tal información.
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Primera Guerra Mundial
Aunque bávaro de nacimiento, a efectos de ciudadanía Hermann Göring era prusiano (su padre fue un destacado funcionario y diplomático imperial), y a efectos militares, soldado de ejército del Gran Ducado de Baden. Ciertamente, recibió su despacho de leutnant el 20 de enero de 1914, tras graduarse en la Academia de Oficiales de Karlsruhe, y comenzó la Guerra formando parte del 4º Regimiento de Infantería de Baden. Pronto se le integró en unidades aéreas, primero como piloto y observador, más tarde como piloto de caza. Terminó la contienda mandando el Ala de Caza 1 como sucesor del mítico Manfred von Richthofen, con el grado de oberleutnant y 22 derribos en su haber. Las condecoraciones ganadas por Göring responde a su doble condición de oficial prusiano y de Baden: del Reino de Prusia obtuvo las Cruces de Hierro de Segunda (15-9-1914) y Primera Clase (22-3-1915), la Orden de la Casa Hohenzollern en la categoría de Caballero (20-10-1917, otorgada solamente 7.612 durante el conflicto) y la Orden Pour le Mérite (2-6-1918, máxima condecoración militar prusiana, con 687 concesiones). Desde Baden recibió la Orden del León de Zähringen en la categoría de Caballero (19-8-1915) y la exclusiva Orden Militar de Federico Carlos (2-6-1918, una de las 288 otorgadas). Una lista impresionante, a la que hay que añadir los distintivos imperiales de Piloto y de Observador, la Insignia de Herido de Tercera Clase y la Medalla de Guerra del Imperio Otomano.
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Retrato con todas las condecoraciones obtenidas en la Primera Guerra Mundial. Las dos últimas del pasador son piezas conmemorativas no oficiales.
Periodo de entreguerras en Alemania
Göring se licenció como hauptmann en 1920, y tras una estancia en Dinamarca y Suecia trabajando en empresas aeronáuticas privadas, regresó a Alemania en 1921 y pronto se involucró en la lucha del incipiente NSDAP por el poder. De este periodo sólo podemos nombrar dos galardones: la Insignia Conmemorativa para Pilotos Retirados, y la Medalla Conmemorativa Alemana de la Legión de Honor, una condecoración otorgada de manera privada por la Unión Nacionalista de Combatientes, sustituida en 1934 con una medalla ya oficia para los veteranos, la Cruz de Honor. Por su participación en la intentona golpista de 1923 (el Putsch de Múnich), obtuvo, años después, la Orden de la Sangre (9-11-1933), que el NSDAP concedió a todos aquellos que tuvieron algún tipo de papel en ella, y no con mucha diferencia de tiempo, la Insignia de Oro del Partido (1-12-1913)
Será con la llegada al poder cuando los cargos y honores de Göring se multipliquen. Como Ministro-Presidente de Prusia desde el 11 de abril de 1933, y como Presidente del Parlamento desde el 30 de agosto de 1932, Göring se convirtió en la tercera autoridad del país, tras el Presidente (Hindenburg) y el Canciller (Hitler). Por estos cargos obtuvo la Gran Cruz de la Cruz Roja Alemana y la Condecoración por la Organización de las Olimpiadas de 1936 de Primera Clase.
El 5 de mayo de 1933 se convirtió también en Ministro de Aviación, y dos años después, el 1 de junio de 1935, en Comandante en Jefe de la recién creada Fuerza Aérea, cargos que le permitieron recibir el Distintivo de Piloto-Observador en Oro y Diamantes, el Collar de Presidente de la Academia Alemana de Aeronáutica (21-1-1938), la Medalla de Primera Clase de la Defensa Aérea (20-4-1938) y la Medalla por la Extinción de Incendios. Antes de la fundación de la Luftwaffe, Göring se había reincorporado al Ejército Alemán. Sorprende que, cuando en 1936, se instituyeron las condecoraciones por servicio prolongado para los militares en activo, las recibiese hasta la Primera Clase (25 años ininterrumpidos): Göring no formó parte del reducido Ejército que quedó en Alemania tras la Guerra, su antigüedad a efectos de estas condecoraciones comenzaba a contar a partir del 31 de agosto de 1933, por lo que sólo podía haber recibido, como mucho, la de Segunda Clase (8 años) en 1945. Pero no nos extrañemos: Göring era lo suficientemente veleidoso como para obviar incluso los reglamentos oficiales de condecoraciones. Finalmente, su poder político quedó agigantado, más aún, cuando el 18 de octubre de 1936 Hitler lo nombró Plenipotenciario del Plan Cuatrienal, un gigantesco programa encaminado a preparar económicamente a Alemania para la guerra en cuatro años, y que lo convertía en superior virtual de los ministerios de Economía, Trabajo y Finanzas. Bajo esta autoridad recibió la Medalla por la Construcción de las Defensas en el Oeste, la conocida como Línea Sigfrido. A modo de curiosidad, citaremos la concesión en 1939 del Distintivo de Combate para Submarinistas con Diamantes, de manera honorífica, obviamente, pues esta condecoración quedaba reservada a personal de la Armada.
El líder militar
Como Comandante en Jefe de la Fuerza Aérea, Göring sumó las medallas conmemorativas de las anexiones de Austria, la Región de los Sudetes y el Distrito de Memel, y tras la reincorporación de Dánzig al Reich el 2 de septiembre de 1939, la antigua ciudad libre lo obsequió con la Cruz de Dánzig de Primera Clase.
La actuación de la Luftwaffe en la Campaña Polaca fue clave para la consecución de la victoria, y Göring recibió simultáneamente el 30 de septiembre de 1939 los pasadores que se colocaban sobre sus Cruces de Hierro de la Primera Guerra Mundial para indicar que también se le otorgaban las de la Segunda Guerra Mundial, así como la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro, instituida por Hitler para cubrir el hueco dejado por las más altas órdenes militares de los desaparecidos estados monárquicos alemanes. No mucho después, el 19 de julio de 1940, tras la Campaña de Francia, se le reconocía con la máxima condecoración militar dispensada por el III Reich: la Gran Cruz de la Cruz de Hierro, de la que fue único receptor, y que remedaba a su antecesora prusiana, que entre 1813 y 1918 sólo había sido otorgada en 19 ocasiones). Y, junto a ella, el grado de Mariscal del Reich, también unipersonal, que le colocaba como la más alta jerarquía en el escalafón militar germano.
Pero el fracaso de la Luftwaffe en la Batalla de Inglaterra supuso que el prestigio de Göring declinase. Progresivamente fue desentendiéndose de la conducción bélica (estaba más preocupado por aumentar su colección privada de obras de arte, expoliando los países que iban cayendo en las garras del Reich), y las únicas condecoraciones militares que recibió en adelante provinieron de los países aliados de Alemania. De ellas hablaremos a continuación.
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Fotografía de Göring con el uniforme de Mariscal del Reich, diseñado por él mismo, y la más alta condecoración militar otorgada por Alemania durante la Segunda Guerra Mundial: la Gran Cruz de la Cruz de Hierro.
Los galardones extranjeros
Tras la muerte de Hindenburg y la fusión de los cargos de Jefe del Estado y del Gobierno en la persona de Hitler, Göring se convirtió en la segunda autoridad del país. Hitler siempre estuvo preocupado por adoptar una imagen extremadamente austera de sí mismo, así que delegó en Göring y en sus dos Ministros de Exteriores (Konstantin von Neurath y Joachim von Ribbentrop) la representación protocolaria del país. Por eso fueron éstos quienes recibieron los honores extranjeros que le habrían correspondido al Führer. En el caso de Göring, podemos distinguir claramente las condecoraciones extranjeras recibidas antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, a menudo procedentes de países que posteriormente Alemania invadiría, de las obtenidas por su supuesto liderazgo militar, ya durante la contienda. Lo más práctico será comentarlas según el país de procedencia. Obtendremos así un completo panorama de las relaciones diplomáticas de Alemania entre 1934 y 1945.
Comenzaremos hablando de la que es, sin duda, la más extraña y exótica condecoración extranjera recibida por Göring. Se trata de la Orden de Santa Tamara, otorgada por el Gobierno de Georgia en el exilio, constituido en Francia y que gozaba de cierto reconocimiento internacional. Desconocemos la fecha exacta en que Göring la recibió, pero debió de ser en época temprana, pues en 1934 Francia le retiró a este gobierno georgiano su reconocimiento.
Hungría, el particular reino sin rey, fue uno de los países con los que el Tercer Reich mantuvo unos lazos políticos, económicos y militares más intensos, desde su proclamación hasta su final. A Göring se le dispensó con su más alta condecoración, la Orden de San Esteban (creada por la Emperatriz María Teresa en 1764), así como con la Gran Cruz de la Orden al Mérito. Ambas eran condecoraciones civiles, y le fueron entregadas en tiempos de paz. Ya durante la Guerra, recibió la Orden al Mérito con Espadas y adornada con la Corona de San Esteban.
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Con la banda y estrella de la Orden de San Esteban de Hungría.
Otra compañera de armas en la anterior Guerra Mundial, Bulgaria, también fue una nación de la órbita diplomática alemana en los años treinta. Göring recibió sucesivamente la Gran Cruz con Diamantes y el Collar de la Orden de San Alejandro, así como el Collar de la Orden de los Santos Cirilo y Metodio, un galardón que se reservaba tradicionalmente a Jefes de Estado, especialmente monarcas. Ya durante la Segunda Guerra Mundial, se le concedió la prestigiosa Orden al Valor, en el Primer Grado de la Primera Clase, siendo ésta la categoría más elevada otorgada durante la contienda. De entidad infinitamente menor, pero igualmente proporcionada por Bulgaria, es la Medalla Conmemorativa de la Primera Guerra Mundial, que podemos apreciar en varios de los pasadores de gala de Göring.
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Durante el bautizo de su hija Edda Göring lució la Gran Cruz de la Orden de San Alejandro búlgara, así como la de la Orden de Dannebrog danesa.
El tercer gran aliado de Alemania, inmediatamente antes y durante la Guerra, fue evidentemente Italia. Hasta 1936, Italia había mantenido una postura muy crítica con Alemania. Promovió el Frente de Stresa junto a Gran Bretaña y Francia, con el fin de evitar el revisionismo de las cláusulas del Tratado de Versalles, y se constituyó en garante de la independencia de Austria frente a los afanes anexionistas alemanes. Sin embargo, la condena internacional por su aventura bélica en Etiopía hizo que Mussolini se echase en brazos de Hitler, y que en 1939 ambas naciones firmasen el Pacto de Acero. Göring fue obsequiado con la Gran Cruz de la secular Orden de los Santos Mauricio y Lázaro en 1938, pero se sintió muy agraviado cuando, con motivo de la firma del Pacto de Acero, Joachim von Ribbentrop, el Ministro de Exteriores, fue condecorado por Víctor Manuel III con la Orden de la Santísima Anunciación, fundada en 1362, y que otorgaba a sus poseedores el privilegio de ser considerados “primos” del Rey de Italia. Göring montó en cólera y movió cielo y tierra para que el Ministro de Exteriores italiano, Galeazzo Ciano, intercediese ante Mussolini, y éste ante Víctor Manuel III, para que finalmente y de mala gana, el monarca se lo otorgase dos años después, el 22 de mayo de 1940. Además de estas dos condecoraciones de carácter civil, Göring obtuvo la Gran Cruz de la Orden Militar de Saboya (27-11-1941), el más alto honor militar italiano, así como la Gran Cruz de la Orden Colonial de la Estrella de Italia (20-2-1939) y la Gran Cruz de la Orden del Águila Romana con Espadas, una tardía orden creada en plena guerra para recompensar únicamente a extranjeros.
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Göring, junto al generaloberst Bruno Lörzer en alguna base en el Mediterráneo en 1942, luciendo la Gran Cruz de la Orden Militar de Saboya, la más alta distinción italiana para hechos de guerra.
La joven Eslovaquia, creada en 1938 gracias a la insistente intervención alemana en la desintegración de Checoslovaquia, fue poco menos que un estado vasallo de Alemania, a quien no tuvo más remedio que acompañar en su aventura bélica desde el 1 de septiembre de 1939. A Göring se le concedió la Gran Cruz de la Orden de la Cruz de la Victoria, de carácter militar.
Otro estado nacido como consecuencia de la intervención militar alemana, esta vez sobre el Reino de Yugoslavia, fue Croacia. La levantisca nación fue un dolor de cabeza para sus protectores Alemania e Italia, y su esfuerzo bélico fue más bien discreto. A Göring se le dispensó la Gran Cruz de la Orden del Rey Zvonimir con Hojas de Roble, así como el Distintivo de Piloto de la Aviación Croata.
Rumanía fue, sin duda, el aliado militar más vigoroso de Alemania. Más incluso que Italia, cuyas iniciativas bélicas acababan siendo un quebradero de cabeza para el conjunto del Eje. La feroz rapiña territorial de sus vecinos llevó a finales de los años treinta a Rumanía a la órbita de Alemania. El pragmático Mariscal Antonescu, Jefe de Gobierno, entendió que Rumanía debía sumarse al Pacto Tripartito si no quería seguir sufriendo mutilaciones territoriales, y se unió de forma entusiasta a la invasión de la Unión Soviética. El máximo honor rumano, la Orden de Carlos I, cayó en manos de Göring, primero la Gran Cruz, y después el Collar. Y de carácter militar, la Orden de Miguel el Valiente (21-10-1941) en sus tres categorías, así como la Encomienda con Espadas de la Orden al Mérito Aeronáutico y el Distintivo de Piloto.
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Göring departe con varios oficiales rumanos y su Jefe de Estado Mayor, el generaloberst Hans Jeschonnek, delante del “Asien”, su tren blindado particular. Luce la Orden de Miguel el Valiente de primera y segunda clase, la más alta condecoración militar rumana.
El último aliado bélico de Alemania en Europa fue Finlandia, país que no tuvo más remedio que sumarse a la Campaña Rusa de 1941 para resarcirse de las pérdidas territoriales que había sufrido de manos de la Unión Soviética tras la Guerra de Invierno de 1939-1940. Antes de ella, Göring ya había recibido la Gran Cruz de la Orden de la Rosa Blanca, y ya en 1941, obtuvo la versión con Espadas. A ella hay que sumar la Gran Curz con Espadas de la Orden del León y, sobre todo, la Gran Cruz con Espadas de la Orden de la Cruz de la Libertad (25-3-1942). Como no podía ser de otro modo, también consiguió el Distintivo de Piloto con Diamantes (27-8-1941) del país escandinavo.
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En Finlandia, con el bastón de mariscal y la Gran Cruz de la Orden de la Cruz de la Libertad con Espadas.
Pero, por supuesto, el aliado de Alemania con mayor potencial bélico fue Japón, aunque la enorme distancia y los diferentes objetivos de uno y otro país imposibilitaron la menor coordinación militar entre ambos. La Gran Cruz de la Orden del Sol Naciente recibida en 1940 se vio empequeñecida cuando también se le concedió la máxima categoría, la Gran Cruz con Flores de Paulownia (29-9-1943), que hoy día constituye una orden independiente. Sólo la Orden del Crisantemo, reservada a miembros de la familia imperial japonesa y a monarcas extranjeros, quedó fuera de la colección de Göring.
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Firma del Pacto Tripartito, el 27 de septiembre de 1939. El embajador japonés, Saburō Kurusu, entregó a Göring la Gran Cruz de la Orden del Sol Naciente que aquí vemos.
Como hemos dicho, además de los países con los que forjó hermandad de armas, Alemania mantuvo relaciones diplomáticas estrechas con otros que, durante la contienda, se mantuvieron neutrales o acabaron en el bando contrario. Por parte de  España, en pleno trascurso de la Guerra Civil, Göring fue reconocido con el Collar de la Orden Imperial del Yugo y las Flechas (18-7-1938), y también recibió el Distintivo de Piloto. Suecia, país con el que Göring mantuvo una estrecha relación personal (sueca era Carin Fock, su primera esposa) lo distinguió con la Gran Cruz de la Orden de la Espada (2-2-1939). Y nos restan tres países que acabaron invadidos por Alemania en el trascurso de la Guerra: de Dinamarca recibió la Orden de Dannebrog con Diamantes (6-8-1938). De Grecia, el más alto honor nacional, la Orden del Salvador, en mayo de 1934. Y de Yugoslavia las Grandes Cruces tanto de la Orden de la Estrella de Karageorge (1-6-1939) como de la Orden del Águila Blanca.
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Con el Príncipe Regente Pablo de Yugoslavia en junio de 1939. Luce las grandes Cruces de las Órdenes de la Estrella de Karageorge y del Águila Blanca.
¿Qué fue de esta impresionante colección? ¿Dónde está ahora? Göring mandó construirse un gran mueble expositor en el que iba guardando cada nueva concesión. Dicho mueble se encontraba en Carinhall, y esta residencia fue demolida por órdenes del propio Göring el 28 de abril de 1945 para evitar que cayese en manos del Ejército Rojo. La mayoría de los tesoros artísticos de Carinhall habían sido evacuados a Berchstesgaden, en los Alpes Bávaros, a donde huyó Göring el 22 de abril. Podemos suponer que, entre los bienes rescatados, se encontraba el mueble de las condecoraciones.
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Göring se rindió a las tropas estadounidenses el 6 de mayo cerca de Radstadt, y todas sus condecoraciones fueron confiscadas para su destrucción. Sin embargo, unas pocas han sobrevivido, y ésta es su oscura historia: un oficial británico cuyo nombre no conocemos salvó las que pudo y se las llevó consigo a su país, donde las vendió a varios particulares. Una de las piezas supervivientes, la Insignia de Piloto-Observador en Oro y Diamantes, fue adquirida en 1948 por la prestigiosa joyería Hatton Garden, que inmediatamente se puso en contacto con el coleccionista Eric Campion para negociar su venta. A Campion le contaron en la joyería que el oficial británico traía consigo otras condecoraciones para su venta; Campion siguió el rastro, y una a una fue comprando todas las condecoraciones, reuniendo así las piezas supervivientes. Antes de su muerte en 1982, Campion legó el conjunto al Museo de la Real Fuerza Aérea, excepto la Insignia de Piloto-Observador, que fue comprada por el experto en condecoraciones del III Reich Christopher Ailsby, en cuya colección permanece. Las piezas mostradas en el museo de Londres son los pasadores de gala y de diario, unas pocas condecoraciones de Eslovaquia, Finlandia, Hungría, Rumanía y Bulgaria, y los distintivos de piloto rumano y croata. Del resto sólo nos quedan testimonios documentales y fotográficos, algunos de los cuales pueden verse en este artículo, que esperemos que haya sido instructivo y ameno para el lector.
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albertohernandezmoreno · 6 years ago
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El Mehen
Inventados en el Neolítico (6000-2700 a.C.), al menos dos lugares de Jordania testifican la existencia de agujeros circulares organizados en torno a uno mayor que evidencia que se usaron como un juego. Los más destacables ejemplos de estos tableros se han encontrado en Creta y, sobre todo, en tumbas egipcias. Los especialistas creen que su significado era también religioso, y relacionan el movimiento circular que las piezas debían realizar con  los ciclos del Sol y los demás astros.
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Este juego egipcio se denomina Mehen, y recibe su nombre de una divinidad menor, la serpiente que protegía la barca solar de Ra en su tránsito nocturno. Junto a los tableros se han encontrado otros elementos: varias piezas esféricas y fichas mayores con forma de león. Las reglas se han perdido, y sólo se puede acceder al juego mediante reconstrucciones de su presunta mecánica.
Hay tableros de Mehen datados en el año 3000 a.C. Se jugaba en los períodos del Antiguo Reino y Predinástico, pero su práctica parece que desapareció posteriormente, a partir del 2000 a.C. Se desconocen los motivos, aunque es posible que los motivos fuesen religiosos.
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El Mehen se juega en un tablero de casillas dispuestas en espiral para simular el cuerpo de la serpiente, y un número variable de fichas menores y una ficha mayor por jugador. A estos elementos se aplicaban unas reglas más o menos parecidas a éstas:
- Los jugadores deciden el número de fichas menores con las que jugarán (entre 3 y 5 es el número más aconsejable)
 - El número de movimientos lo determinan tres palitos con uno de sus lados pintados, según estas convenciones:
uno negro: 1 lugar;
dos negros: 2 lugares;
tres negros: 3 lugares;
tres blancos: 4 lugares y otro tiro.
- Para que las fichas puedan salir, entrar en el centro de la espiral, y regresar al punto de partida, se debe sacar un 1. A estos puntos se debe entrar con la cantidad exacta.
 - La ficha grande no puede salir hasta que todas las fichas pequeñas están sobre el tablero.
 - Las fichas pequeñas no pueden “comer”. Si coinciden en la casilla ocupada por una ficha rival, intercambian sus posiciones.
 - Dos fichas pequeñas contiguas bloquean el paso y se protegen (no pueden ser intercambiadas por una del rival). Es obligatorio abrir el bloqueo cuando se obtiene un 4.
 - La ficha grande sí puede comer a las demás fichas, obligándolas a regresar al punto de inicio.
Y, como siempre, cerramos la reseña mostrando nuestro Mehen artesanal.
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albertohernandezmoreno · 6 years ago
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El Tjau
El Tjau, o Juego de los Veinte Cuadrados, debió de llegar a Egipto a través de las invasiones asirias, ya que su parecido con el Juego Real de Ur es enorme. Su popularidad era grande, como indica el hecho de que en muchas ocasiones apareciese en el reverso de los tableros de Senet (que era un juego más reciente, aproximadamente unos 300 años). Se practicó entre los años 3000 a.C. y 400 d.C.
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Al igual que en el Senet, es un juego para dos participantes, cada uno de los cuales debe recorrer el tablero con sus cinco fichas y sacarlas. Y como en el resto de juegos egipcios, unas tablillas con las caras de distinto color indicaban el número de casillas que se podía avanzar, a manera de dados. La convención más usual es la siguiente:
- Una cara blanca: 1 movimiento
- Dos caras blancas: 2 movimientos
- Tres caras blancas: 3 movimientos
- Cuatro caras blancas: 4 movimientos
- Ninguna cara blanca: 5 movimientos 
El recorrido de las fichas comprendía las cuatro casillas inmediatas a la salida y las doce restantes. Cuatro casillas especialmente señaladas permiten una tirada adicional. Cuando la ficha de un jugador ocupa una casilla en la que hay una ficha del rival, ésta última vuelve al punto de partida. Se permite saltar casillas ocupadas. Y, finalmente, es imprescindible sacar a las fichas del tablero con la puntuación exacta.
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Los juegos de mesa egipcios son muy fáciles de reproducir. Éste es mi Tjau casero:
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albertohernandezmoreno · 6 years ago
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Borges y la libertad
Al hombre del que vamos a hablar en las siguientes líneas le gustaba considerarse no exactamente poseedor de una personalidad escindida, sino más bien, como el dios romano Jano, pensar que eran dos las personas que respondían al mismo nombre. Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico.
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“Borges y yo” es el título de la prosa poética de la que hemos tomado el anterior fragmento, y que podía haberse llamado perfectamente “Georgie y Borges”. Borges era el escritor consagrado, el políglota Homero de la Postmodernidad, el conferenciante de la Kábala o las literaturas escandinavas medievales y el coleccionista de doctorados honoris causa. Georgie, como siempre fue llamado por sus familiares y sus amigos, es el desconocido y ávido lector, el pudoroso caballero victoriano en la Buenos Aires del siglo XX, el hijo obediente y el enamoradizo y tímido galán chapado a la antigua. A estas alturas, con la multitud de biografías y estudios críticos publicados sobre la figura, resulta hasta farragoso hablar de Georgie o de Borges, es decir, del Jorge Luis Borges Acevedo biográfico o literario. Por eso proponemos examinar una faceta muy desatendida del Maestro, presente en ambas vertientes (la familiar y la literaria) y que creemos que es digna de ser resaltada: su firme compromiso con la libertad. Y es que, en una época y un ámbito geográfico en el que el pensamiento liberal entre literatos se encontraba desprestigiado y estigmatizado por una disciplinada legión de escritores enemigos de la democracia, Borges se erigió en el Atlante de la cultura argentina que, durante casi seis décadas, llevó sobre sus hombros los ideales liberales.
 La plenitud, si no literaria, sí al menos mediática, de Borges, coincide con unos años en los que ser escritor de fama hispanoamericano, activista político de izquierdas, furibundo anti-estadounidense y supuesto adalid de las libertades eran una y la misma cosa. Pero Borges no obedece a ninguno de los perfiles que podemos evocar, como García Márquez, Carpentier, Cortázar o incluso su compatriota y comprometido con los Derechos Humanos Ernesto Sábato. Borges no fue nunca una de estas estrellas del firmamento político-literario, ni el estandarte enarbolado por ninguna corriente ideológica. El compromiso de Borges con la libertad, inquebrantable y sólido, recuerda a la idea de un río subterráneo que recorre las entrañas de una montaña sin que se perciba su presencia. ¿En qué consistió, y cómo podemos descubrir, la lucha de este genial escritor, tan denostado por aquellos que han secuestrado y pervertido la palabra libertad? ¿Por qué podemos asegurar que este clarividente ciego, que parecía aislado de la realidad en su mundo de espejos, laberintos, tigres y bibliotecas, fue uno de los más inquebrantables bastiones de la libertad, en un siglo plagado de desmanes, atropellos y violaciones de ese derecho tan incuestionable, pero tan vulnerado? A estos interrogantes intentaremos atender a través de un itinerario biográfico e ideológico que muestra la actitud de Borges respecto a la libertad. Comencemos sin mayor dilación.
 El aprendiz de anarquista intelectual
La imagen pública de Borges en sus años de madurez está indisolublemente ligada a una figura femenina. Pero esta figura no es la de ninguna de sus dos esposas, Elsa Astete y María Kodama, ni la de cualquiera de la pléyade de secretarias, amanuenses, colaboradoras y discípulas que solían rodearlo. Esa figura es la de doña Leonor Acevedo, su madre, una criolla de hierro que consagró su vida a la de su hijo ciego. Borges la quiso tanto que llegó a decir que sentía no haber sido feliz no por sí mismo, sino por su madre, es decir, que hubiera deseado ser feliz para que ella también lo fuese. Doña Leonor, que murió a los noventa y nueve años totalmente lúcida y consumida por el tiempo, como la Sibila de Cumas, fue la auténtica compañera de Borges. En cambio su padre, don Jorge Guillermo, es una presencia fantasmal, ese hombre tan modesto y discreto que, en palabras de su hijo, hubiera deseado ser invisible. Borges lo evocaba a menudo, pero parecía que ese oscuro personaje no le había legado a su hijo, aparte del nombre y el apellido, más que su biblioteca en lengua inglesa y la ceguera, o, como dijo en su célebre Poema de los dones el propio Borges, los libros y la noche. Nada más lejos de la realidad. Doña Leonor pudo haber sido una madre posesiva y hasta tiránica, pero fue don Jorge Guillermo el que cinceló la personalidad de su hijo, quien le descubrió los arcanos de la Filosofía, le abrió la puerta del mundo de las letras, le transmitió la lengua de Shakespeare y Milton y, sobre todo, quien le educó para la libertad.
El padre de Borges era abogado y profesor de Psicología. Descendía a la vez de una estirpe criolla que se destacó en las guerras de emancipación y civiles en Argentina, y de una familia de piadosos y grises emigrantes ingleses protestantes. De esta segunda rama heredó don Jorge Guillermo su pragmatismo y buena parte de las ideas de las que fue impregnándose su hijo. A Borges le gustaba recordar que su padre se consideraba un anarquista filosófico o intelectual, a la manera de Herbert Spencer. Mi padre era anarquista. Él me dijo que me fijara en las banderas, en las fronteras, en los distintos colores de los diversos países de los mapas, en los uniformes, en las iglesias, porque todo eso iba a desaparecer cuando el planeta fuera uno y hubiera simplemente un gobierno municipal o policial, o quizá ninguno si la gente fuera suficientemente civilizada. Él creía que esa utopía estaba esperándonos; ahora no se nota ningún síntoma, pero quizás a la larga tenga razón. Al margen de las embestidas contra las instituciones más respetadas e intocables (patrias, ejércitos e iglesias), bastante insólitas en boca de un acomodado burgués argentino de comienzos del siglo XX, hay en las palabras del padre recreadas por el hijo un alegato a la virtud que para Borges, padre e hijo, iba indisolublemente unida a la libertad: el individualismo. Borges aprendió de su padre que la principal amenaza para la libertad no era la tiranía, sino la alienación, la negación de la individualidad y su anulación. Por eso Borges nunca se tomó demasiado en serio esas instituciones que tienden a encuadrar a la persona, a cuadricular su existencia y pensamiento, y a dirigir todos los aspectos de su existencia.
El padre de Borges no sólo desdeñaba al Estado y al intervencionismo; lo temía. Era tal su rechazo que, hasta los nueve años, no autorizó a que su primogénito fuese a la escuela pública. Como anarquista, desconfiaba de toda empresa promovida y conducida por el Estado, y se burlaba abiertamente del santoral oficial argentino que en los colegios se inculcaba a los niños, lleno de próceres ilustres, padres de la patria, invictos generales y demás figuras marmóreas, de estatua de plaza pública. No nos suena nada lejano todo esto, cuando la enseñanza y su instrumentación política son hoy continuo tema de debate.
 Borges pasó su niñez escuchando estas ideas, aunque nunca se propuso su padre la tarea de adoctrinarlo. Pasaban más tiempo hablando de libros o de Filosofía; resulta conmovedor repasar alguna vieja entrevista para oír a Borges, ya anciano, contar cómo su padre le enseñaba, siendo niño, las paradojas de Zenón con un tablero de ajedrez. Esta callada educación intelectual paterna hizo al joven Borges impermeable a las consignas que los maestros de la escuela pública, erigidos en sacerdotes de la religión de la Patria, inculcaban en sus alumnos. Borges fue educado para la libertad y para el individualismo. Se le enseñó a que las personas tienen el derecho a discrepar de una verdad, la verdad, oficialmente impuesta. Y se le enseñó a desconfiar de las intromisiones del Estado en las vidas privadas, uno de los tradicionales vicios de la izquierda desde sus orígenes.
Podría decirse que, al igual que el misterioso sacerdote persa de “Las ruinas circulares”, que sueña (y crea) un hombre a su imagen y semejanza, el profesor Jorge Guillermo Borges estaba en el camino de modelar a su joven hijo según sus patrones. Sin embargo, y demostrando haber aprendido muy bien la lección, el adolescente Borges tomó su propio camino. Fue en las lejanas tierras helvéticas.
  El “regreso” a Europa y el emblemático año 1917
Cuando la familia Borges cruzó el Atlántico, en 1914, para visitar Europa y pedir la opinión de los oftalmólogos suizos sobre la paulatina ceguera del cabeza de familia, el viaje no fue concebido como una partida, sino más bien como un retorno. Europea, británica concretamente, era la ascendencia materna del patriarca, y europeo era el ambiente cultural que se respiraba en el hogar familiar. Ignorantes del terremoto internacional que se avecinaba, los Borges partieron de la próspera Argentina casi en la víspera del estallido de la Primera Guerra Mundial. A causa de la misma, los cuatro años que duró debieron pasarlos confinados en Suiza, más exactamente en Ginebra, la ciudad de la adolescencia de Georgie.
Cuando se tuvieron noticias de la Revolución Rusa, Borges acababa de cumplir dieciocho años. Había cursado el Bachillerato en tierra extraña, y en un idioma hasta entonces desconocido como el francés. Era joven, y como joven en aquellos años estaba casi en la obligación de mirar con interés, con simpatía y con esperanza los sucesos que estaban teniendo lugar en el solar de los zares. Borges nunca fue comunista, ni siquiera en su juventud. Él no reparó en la ideología de los que guiaban al pueblo a sacudirse del yugo de los Romanov para uncirlo al de los bolcheviques; sólo veía un régimen caduco, anacrónico y medieval que era derrumbado al grito de libertad. Eso y poco más le bastó para convertirse en cantor de la Revolución en exaltados poemas que compuso entre 1918 y 1921, tanto en Suiza como en España (la familia estuvo viviendo en Mallorca, Sevilla y Madrid). Estéticamente, las simpatías de Borges por la revolución soviética se corresponden con su interés por la poesía expresionista. En Suiza se hizo asiduo lector de los principales poetas expresionistas alemanes, como Becher, Klemm, Städler o Stramm, muchos de ellos muertos en el frente, e imitó su estilo descarnado, impactante, casi tremendista, en los textos que iba componiendo. Sus títulos, como “Rusia”, “Épica bolchevique”, “Trincheras” o “Gesta maximalista”, lo dicen todo. Tenía el proyecto de reunirlos en un volumen cuyo título debía ser Los salmos rojos o Los himnos rojos, pero al final no se decidió, y sólo han sobrevivido algunos de los poemas, dispersos y fuera de sus Obras completas, al menos hasta que fueron rescatados en los valiosos volúmenes de Textos recobrados recientemente publicados por Emecé.
El rebelde y exaltado Borges, cantor adolescente de la lucha del pueblo ruso por su libertad, dio paso a una nueva etapa, tanto ideológica como estética, que se inaugura con el regreso de la familia a Argentina en 1921. A partir de ese momento, el escritor nunca dejó de considerar como una especie de “pecado de juventud” su breve idilio revolucionario, por más que su jacobinismo fuese estético y no ideológico.
 Nacionalismo, criollismo y decepción
Borges había salido de Argentina en 1914 siendo un niño, y volvió en 1921 como adulto. Tras los años de ausencia, durante la adolescencia, regresó con un insólito bagaje cultural, un conocimiento directo de las vanguardias literarias europeas y dos nuevas lenguas, el francés y el alemán. Volvía a casa, pero era en el fondo una especie de extranjero. El paso del tiempo y los propios mecanismos de la mente y su deformación de la realidad habían convertido a la Buenos Aires de 1921 en una ciudad irreconocible. La decimonónica capital poblada por la patricia aristocracia criolla se había transformado en pocos años en una megalópolis en la que se hacinaban ingentes masas de inmigrantes llegados de Europa. La nostalgia de esa Bueno Aires que apenas conoció, pero que para él era la auténtica, y la necesidad de reivindicar su argentinidad, puesta en duda por no pocos, llevaron a Borges a un cambio ideológico y literario cuyas manifestaciones se aprecian durante casi una década.
Se ha dicho muchas veces que Borges se convirtió en un simpatizante del nacionalismo, pero eso no es cierto. Borges jamás llegó a entender y a reivindicar a Argentina; en él no hay un auténtico argentinismo, sino un criollismo que entendía que era Buenos Aires el centro, esencia y cifra de todo el país. Por eso en los poemarios compuestos durante esos años (Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín) no aparece la Pampa, el escenario natural argentino por antonomasia, ni el gaucho, su figura emblemática. El escenario de estos poemas es la Buenos Aires de finales del XIX y principios del XX, recreada en una estética vanguardista (Borges llevó a Argentina el Ultraísmo, el movimiento de renovación literaria genuinamente español). Del mismo modo, en los tres primeros volúmenes de ensayos publicados también entre 1925 y 1928 (Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos), conviven la metafísica, los clásicos españoles y la preocupación por la búsqueda de unos rasgos del carácter y la lengua de los argentinos que los convirtiesen en peculiares. Si Borges hubiese sido realmente un nacionalista, habría cantado en sus versos a los hechos de armas de la historia de su país o reivindicado su expansión territorial en los litigios que tenía pendientes con alguno de sus vecinos (como el consagrado Lugones, que no mucho después proclamaba que había llegado para Argentina la hora de la espada), en lugar de intentar recuperar una Buenos Aires perdida en un tono elegíaco. También olvidan los que maliciosamente han tachado de “nacionalista” a esta etapa del autor que lo que Borges pretendía era universalizar aquellos elementos que se podían ver como típicamente argentinos. Por ejemplo, en su poema “El truco”, perteneciente a Fervor de Buenos Aires, el popular juego de cartas argentino se convierte en símbolo de la eternidad y pretexto para desarrollar la dialéctica entre lo efímero y lo perdurable:
Una lentitud cimarrona
va demorando las palabras
y como las alternativas del juego
se repiten y se repiten,
los jugadores de esta noche
copian antiguas bazas:
hecho que resucita un poco, muy poco,
a las generaciones de los mayores
que legaron al tiempo de Buenos Aires
los mismos versos y las mismas diabluras.
Si como “criollista”, y no “nacionalista”, podemos calificar al pensamiento y  la estética de Borges en los años veinte, más compleja es su definición ideológica. Los argentinos de la primera mitad del siglo XX padecían la misma enfermedad que algunos se empeñan en inocular en España: la “memoria histórica” selectiva, es decir, el guerracivilismo. Argentina padeció, como buena parte de las naciones hispanoamericanas, una cruel guerra civil a mediados del siglo XIX en la que se enfrentaron las facciones unitaria y federal, liberal y centralista la primera, y reaccionaria, militarista y regionalista la segunda. Los federales acabaron haciéndose con el poder, detentado de forma dictatorial y omnímoda por el sanguinario Juan Manuel de Rosas, quien hizo la guerra contra todos sus vecinos y se enfrentó con británicos y franceses. Todas las familias argentinas en la época de Borges tenían muy presente a qué bando habían pertenecido sus ancestros, y la división entre unitarios y federales seguía latente y muy viva, sin un ápice de perdón u olvido. Los Borges, y muy especialmente los Acevedo, la línea materna del escritor, habían sido militares y políticos unitarios. Se sabe que doña Leonor, ya nonagenaria, respondía cuando era preguntada por política, incluso en los años sesenta y setenta, que ella sería siempre una salvaje unitaria, como si las facciones y enfrentamientos de hacía un siglo siguiesen vivos.
La lucha entre unitarios y federales es la base del texto capital del pensamiento político argentino, el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento, obra seminal escrita en 1845. En ella quedan recogidos y formulados, como dos polos, los conceptos de civilización y de barbarie, encarnados por ambos bandos de manera respectiva. Para Sarmiento, el culto a la violencia, el nacionalismo exacerbado y el autoritarismo de los federales de Rosas eran el sinónimo de la barbarie, mientras que el modelo político y social liberal, copiado de los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, constituía la civilización, el ideal que debía importarse a Argentina para hacer que el país progresase. Los Borges, como dijimos, eran unitarios, especialmente doña Leonor, pues su marido descreía de ideologías. Borges se crió en ese ambiente, pero al regresar a Argentina tras siete años de ausencia vio en la facción contraria un elemento de identificación nacional. Hay que decir que el periodo de simpatía de Borges hacia los enemigos históricos de su familia, y de apoyo a la Unión Cívica Radical, el izquierdista y populista partido del antiguo presidente y entonces candidato Hipólito Yrigoyen, no parece sustentado en sólidas y auténticas convicciones ideológicas. Es verdad que en 1928 formó parte de un comité de apoyo electoral al viejo político, que en ese año fue elegido para un segundo mandato,  pero en ese mismo año, con Yrigoyen ya presidente, Borges comenzó a sentirse decepcionado no sólo con el líder radical, sino con la política en general, y se distanció de su órbita. Tanto es así que cuando en 1930 un golpe militar derribó al Gobierno constituido, y puso en la presidencia al general José Félix Uriburu, no pasó de manifestar su preocupación por la subida al poder de un general simpatizante de Mussolini, y no dedicó ninguna palabra de solidaridad con el mandatario depuesto.
Borges quedó profundamente decepcionado con la política de la Unión Cívica. En ella acabó viendo un partido casi tan dogmático y peligroso como el socialista, la única alternativa seria y verosímil. El populismo de Yrigoyen, la demagogia de muchos de sus colaboradores, sus apelaciones fáciles a las masas, sus reivindicaciones imposibles y su enfrentamiento con las potencias democráticas extranjeras, que eran presentadas como invasoras y entrometidas, eran intolerables. Es significativo que, a partir de ese momento, Borges se dedicase exclusivamente a la creación literaria. En 1931 se convierte en uno de los sostenes de Sur, la revista cultural, cosmopolita y elitista, de la rica hasta decir basta Victoria Ocampo, y paralelamente comienza a escribir los maravillosos ensayos que en 1936 aparecieron recopilados bajo el título de Historia de la eternidad. Aquí es cuando la crítica comienza a hablar del nacimiento del “gran” Borges, el hermeneuta del tiempo y arquitecto de laberintos, en oposición al joven vanguardista y criollista de los años veinte. Sin embargo, iban a comenzar los años de mayor compromiso de Borges con la libertad, en un periodo en el que su actitud fue una auténtica rareza en el panorama ideológico argentino.
Yo, judío
Argentina ha sido tradicionalmente el más europeo de los países iberoamericanos. Quizá por la casi total ausencia de sustrato indígena, Argentina siempre miró hacia Europa, convirtiéndose en su caja de resonancia en el Nuevo Mundo. Así se explica lo hondo que calaron las doctrinas del estado corporativo y totalitario italiana y alemana en la cúpula militar que estuvo gobernando Argentina durante los años treinta y cuarenta. Y no sólo entre los militares. La crisis del 29 se hizo notar en los sectores agrícola y ganadero, principales motores de la economía de la república, y las masas descontentas y empobrecidas comenzaron a acoger con gusto un discurso político basado en la idea de un Estado fuerte e intervencionista, el fortalecimiento del nacionalismo y la hostilidad hacia Gran Bretaña, en cuya órbita económica se encontraban tanto Argentina como Uruguay.
En 1936 Borges comenzó a escribir en El Hogar, una revista cultural popular de gran difusión. Cuando en Argentina la persecución de los judíos, el revisionismo alemán, la destrucción de la cultura y el racismo quedaban aún demasiado lejos y a casi nadie interesaban, Borges empleó la tribuna que le proporcionaba la revista para denunciar las prácticas de los gobiernos de Berlín y Roma, y para advertir a sus compatriotas de lo nefasto que sería que esas ideas se implantasen en Argentina. El Hogar, no obstante, era una revista destinada a un público popular (hay quien se ha referido a ella, un poco despectivamente, como una revista “para amas de casa”), y las advertencias de Borges no tuvieron repercusión. Lo que realmente molestaba era su labor en Sur, precisamente la publicación más despolitizada por su dedicación puramente cultural. Como adalid de la aristocrática Sur, Borges fue criticado tanto por nacionalistas, que lo acusaron de extranjerizante y apátrida, como por izquierdistas, que lo tildaron de clasista y reaccionario, y poco comprometido con la lucha social. Vemos cómo hoy sigue a la orden del día que haya personas con la presunta potestad de declarar extranjeros en su propia patria a los que no piensan como ellos, y de tachar de enemigos de la libertad a los que no son de su cuerda. Borges fue víctima de la doble calumnia, pero continuó firme en su compromiso de denuncia. Así era su carácter: en enero de 1934 la revista Crisol insinuaba el presunto origen semita de Borges, quien respondió con un texto publicado en Megáfono titulado, simplemente, “Yo, judío”. En él se sorprendía de la preocupación que causaba en ciertas personas en Argentina que otras tuviesen antepasados hebreos, y no que los tuviesen fenicios, garamantas, escitas, babilonios, persas, egipcios, hunos, vándalos, ostrogodos, etíopes, dardanios, paflagonios, sármatas, medos, otomanos, bereberes, britanos, libios, cíclopes y lapitas.
Durante la Guerra Civil española se mantuvo prudentemente alejado tanto de los tics autoritarios de los sublevados, como de los desmanes y atropellos de anarquistas, socialistas y comunistas. El compromiso de Borges no podía ir más allá, pues en una España tan fracturada y radicalizada no encontraba a nadie que sintonizase con sus ideas liberales, moderadas y escépticas. Pero estalló la Segunda Guerra Mundial, durante la cual Borges hizo valer su condición de anti-nazi, pero también de anglófilo y liberal. En este momento ya podemos hablar de nazismo en Argentina. Existía un periódico claramente nazi, llamado El Pampero, y los gobiernos de Roberto Marcelino Ortiz y Ramón Castillo simpatizaban con el Eje. En la calle, las masas se declaraban abiertamente partidarias de Alemania, y aprovechando esa singular afinidad, Borges escribió el que seguramente es su más agudo, irónico e incisivo artículo político: la “Definición de germanófilo”, publicado en El Hogar el 13 de diciembre de 1940. En él Borges demuestra que los supuestos germanófilos argentinos ignoran por completo a Alemania: he tenido el candor de conversar con muchos germanófilos argentinos; he intentado hablar de Alemania y de lo indestructible alemán; he mencionado a Hölderlin, a Lutero, a Schopenhauer o a Leibniz; he comprobado que el interlocutor “germanófilo” apenas identificaba esos nombres y prefería hablar de un archipiélago más o menos antártico que descubrieron en 1592 los ingleses y cuyas relaciones con Alemania no he percibido aún. Borges desenmascara al germanófilo argentino, que en realidad es un antibritánico, y a su manera profetizaba las trágicas consecuencias de enfrentarse con las armas a Gran Bretaña por las islas Malvinas, como sucedió finalmente en 1982. A Borges no se le escapa lo paradójico del sentimiento racista en un país formado por miles de inmigrantes de distintas procedencias, y advierte del antisemitismo de algunos compatriotas: (el germanófilo) es, asimismo, antisemita; quiere expulsar de nuestro país a una comunidad eslavogermánica en la que predominan apellidos de origen alemán (Rosenblatt, Gruenberg, Nierenstein, Lilienthal) y que habla un dialecto alemán: el yiddish o juedisch. 
Otro esclarecedor artículo, la “Anotación del 23 de agosto de 1944” (día de la liberación de París), perteneciente a su mejor colección de ensayos, Otras inquisiciones,   también contiene un aviso, lamentablemente desoído, sobre una de las epidemias ideológicas más nefastas que está sacudiendo hoy toda Iberoamérica: el indigenismo y la reivindicación de un pasado precolombino apócrifo, unido a un fuerte componente racista, para fundamentar todo tipo de atropellos y prácticas totalitarias y dictatoriales: ser nazi (jugar a la barbarie enérgica, jugar a ser un viking, un tártaro, un conquistador del siglo XVI, un gaucho, un piel roja) es, a la larga, una imposibilidad mental y moral. El nazismo adolece de irrealidad, como los infiernos de Erígena. Es inhabitable; los hombres sólo pueden morir por él, mentir por él, matar y ensangrentar por él. Nadie, en la soledad central de su yo, puede anhelar que triunfe. Contundentes palabras escritas, recordemos, en unos años en los que pocos argentinos pensaban igual, y muchos menos estaban dispuestos a publicarlas.
Desde el inicio de la Segunda Guerra Mundial, la bajada de las importaciones acarrearon la proliferación de la pequeña y mediana industria en Buenos Aires, y con ella la llegada masiva de obreros provenientes de las provincias que formaron un proletariado despolitizado en el que el nuevo hombre fuerte del régimen, el coronel Juan Domingo Perón, responsable de la Secretaría de Trabajo desde 1943 y después vicepresidente y ministro de la Guerra, intuyó el semillero de su maquiavélico plan para hacerse con el poder. Borges lo vio desde el principio. Perón creó grandes sindicatos estatales, prohibió los que le incomodaban, persiguió a la oposición de izquierdas (aunque, a la larga, terminó absorbiéndola) y aplicó unas políticas paternalistas y demagógicas basadas en aumentos salariales y mejoras sociales que siempre dependían de la lealtad hacia su persona. En Perón vio Borges a dos de sus grandes fantasmas: el fantasma familiar de Juan Manuel de Rosas, el siniestro caudillo federal, precursor del populismo en Argentina e icono de los afectos a Perón, y el fantasma del fascismo (del que Perón, que había sido incluso agregado militar en Roma durante los años de gloria de Mussolini, era simpatizante). En su oscuro puesto de funcionario de la biblioteca municipal Miguel Cané, Borges escribía en silencio los cuentos de Ficciones y El Aleph, tal vez su particular manera de esquivar el oscuro futuro que se avecinaba. Sus amigos más cercanos festejaron el final de la Segunda Guerra Mundial y la derrota alemana, pero él vislumbró el futuro inmediato de Argentina. Rememorando esa época llego a decir, mucho después: esos nueve años son sólo una tarde monstruosa en cuyo curso clasifiqué un número infinito de libros y el Reich devoró a Francia y el Reich no devoró a las Islas Británicas y el nazismo, arrojado de Berlín, buscó nuevas regiones. Borges estaba persuadido de que Perón iba a representar para Argentina lo que Hitler fue para Alemania. Sintió que el espectro del nazismo se iba a alojar en su país, y notó en la Argentina de finales de los años cuarenta el mismo clima que se respiraba en los estertores de la República de Weimar. En 1946 Perón se convirtió en presidente, y Borges pagaría caro su firme oposición al tirano.
 El ostracismo y la gloria
A Borges le gustaba pensar que había sido Perón quien, personalmente, le había destituido de su puesto de bibliotecario en la Miguel Cané, para adjudicarle un cargo cuando menos, chocante. Seguramente en 1946 Perón ni siquiera sabía de la existencia de Borges, y fue algún nuevo gobernante local, resentido con nuestro escritor, quien le nombró “inspector de huevos, gallinas y conejos en mercados municipales”. El cargo resultaba humillante, pero lo era más aún aceptarlo, así que Borges renunció y quedó sin trabajo. Precisamente a raíz de este hecho, y de la escasez de dinero, comenzó una de las actividades que más fama mundial le reportaría: la de conferenciante. Pese a que sus puestas en escena no eran precisamente ciceronianas, su originalidad, erudición y densidad le facilitaron un empleo como profesor en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa. Sus amigos, bueno es decirlo, no lo abandonaron, y le organizaron un acto de desagravio en las páginas de Sur. En el discurso de agradecimiento Borges dijo cosas tan rotundas como la siguiente: Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y mueras prefijados, muros exornados de nombres, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez… Combatir esas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor. Después de leer estas palabras, nadie decente puede seguir diciendo que Borges no fue un escritor comprometido. Jamás un escritor hispanoamericano se expresó posteriormente en tales términos contra el totalitarismo en los años en los que las vacas sagradas del “compromiso” paseaban por La Habana y pedían a gritos crear dos, tres, muchos Vietnam entonando la necrófila consigna del Patria o muerte, venceremos.
El acoso al que el peronismo sometía al mundo de la cultura era inmenso. Francisco Ayala, que había huido de España tras la Guerra Civil, no pudo resistirlo y volvió a exiliarse. Y escritores más jóvenes como Héctor Bianchiotti o Julio Cortázar también prefirieron huir a Europa. Borges se quedó, escribiendo cuentos fantásticos, ensayos, prólogos, y agudas sátiras del mundo social, cultural y político argentino con su amigo e íntimo colaborador Adolfo Bioy Casares. El 8 de septiembre de 1948 un grupo de mujeres contrarias a las políticas de Perón se reunieron en la bonaerense calle Florida para cantar el himno nacional y distribuir unos panfletos. Entre ellas estaban doña Leonor y Norah, la madre y la hermana de Borges. Fueron condenadas a un mes de cárcel, que en caso de doña Leonor, debido a su edad, fue sustituido por arresto domiciliario. Para Borges fue una segunda afrenta personal (la primera fue su despido) del tirano populista. Eran los años en los que, según su propia confesión, lo primero que pensaba al levantarse cada mañana era en que Perón seguía en el poder. La ceguera iba también haciendo estragos, y lo último que pudo ver Borges con nitidez fue cómo desaparecía, ya para siempre, la Buenos Aires tradicional que cantó en sus primeros libros de versos y que sobrevivía en algunos barrios de las afueras, para convertirse en una ciudad grosera empapelada con los obscenos rostros de Perón y de su esposa Evita, y adornada con lemas y consignas políticas alienantes en todos sus rincones. El terror aumentó en 1953, tras la muerte de Eva. Las prisiones se llenaron de reclusos, y Perón arremetió contra la Iglesia, que no había dejado de condenar duramente su autoritarismo. En septiembre de 1955 un golpe militar, encabezado por la guarnición de Córdoba, tradicional bastión de los conservadores, y por la Armada, muy crítica con Perón, derrocó al tirano, que huyó a Centroamérica y luego a España. Era la llamada Revolución Libertadora.
El nuevo gobierno premió de inmediato a los intelectuales que se habían mantenido firmes contra Perón: Eduardo Mallea fue nombrado embajador en la UNESCO; Manuel Mujica Lainez, director general de asuntos culturales; y Borges, director de la Biblioteca Nacional. Con magnífica ironía, el destino le regaló infinitos libros cuando ya no era capaz de leerlos, pero nunca Borges fue tan feliz como en los siguientes dieciocho años, paseando en un laberinto de anaqueles y rodeado de volúmenes cuyos lomos acariciaba con devoción. Fue su época de esplendor, un esplendor también literario, pues en 1960 apareció su mejor libro de poemas, El hacedor, que rivaliza en calidad y hondura con Ficciones u Otras inquisiciones. Fue la época de su breve y anodino matrimonio con Elsa Astete, a los sesenta y ocho años, de la que se divorció tres años después. Y fueron también los años en los que se convirtió en profesor de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires, durante los cuales recorrió todo el mundo libre iluminándolo desde la penumbra de la ceguera con sus conferencias y clases. Austin, Oklahoma, Londres, Manchester, Edimburgo, Madrid, París, Ginebra, Bonn, Estocolmo, Tel Aviv o Santiago de Chile son solo algunas de las ciudades que visitó y en las que deleitó a multitud de auditorios charlando sobre los gnósticos, las Mil y una noches, Dante, Edgar Allan Poe, el tiempo circular o Quevedo. Lo significativo de estos itinerarios es la exclusión de países socialistas, con regímenes totalitarios o revolucionarios, actitud muy digna, por cierto, pues eran legión los escritores hispanoamericanos que hacían cola para viajar a La Habana a hacerse una fotografía con Fidel Castro y presentarle sus respetos al tirano. La izquierda mundial odiaba a Borges. Lo odiaba literariamente, pues sus cuentos estaban muy lejos del realismo social, pedestre, vulgar y sectario, que ellos defendían. Borges seguiría siendo siempre frívolo, escapista y poco comprometido. Y lo odiaba por sus pequeños gestos, como su visita a Israel, país a quien siempre quiso y por el que siempre manifestó gran simpatía, y que la izquierda (que nunca ha dejado de sentirse íntimamente antisemita) interpretó como una auténtica provocación. El nombre de Borges encabezó la declaración de la “Comisión Argentina de apoyo a Israel agredida”, en la que se condenaba la alianza militar árabe que en 1967, durante la Guerra de los Seis Días, se propuso lisa y llanamente acabar con la existencia del Estado de Israel y del pueblo judío: Nosotros, integrantes del pueblo argentino, por nuestro hondo sentimiento de justicia y profunda vocación por la libertad, nos dirigimos a todos los amantes de la paz a fin de que expresen su solidaridad con el democrático Estado de Israel, en la lucha por su existencia en la Tierra Sagrada de la que emanaron los principios éticos sobre los que se basa la convivencia de todos los hombres civilizados. Los futuros nóbeles García Márquez, Asturias o Neruda permanecieron mudos como sepulcros.
De esta época cuentan que cuando Borges era profesor en la Universidad de Buenos Aires, un día irrumpió un estudiante en el aula y se dirigió a él en los siguientes términos:
 - Profesor, tiene que interrumpir la clase.
- ¿Por qué? -preguntó Borges.
- Porque una asamblea estudiantil ha decidido que no se den más clases hoy para rendir homenaje al Che Guevara (que acababa de morir en Bolivia).
- Ríndanle homenaje después de la clase -respondió Borges.
- Vamos a cortar la luz -argumentó desafiante el estudiante.
- Me he tomado la precaución de ser ciego. Corte la luz.
Borges se quedó en el aula, habló a oscuras, fue el único profesor que dictó su clase hasta el final y sus alumnos, impresionados, no se movieron de sus pupitres. Cosas así eran las que sacaban de quicio a la izquierda. También comentaba cómo en sus visitas a universidades estadounidenses sistemáticamente era preguntado sobre por qué  no odiaba a los Estados Unidos, pues la gente entendía que, siendo escritor iberoamericano, estaba en la obligación de hacerlo. La gente parecía decepcionada, un par de insultos contra los Estados Unidos era lo menos que podían esperar de alguien que era anunciado como “gran escritor hispanoamericano”…
En el prólogo a su colección de cuentos El informe de Brodie (1970) el propio Borges explicó los motivos que le llevaron a adoptar formalmente una adscripción política: Me he afiliado al Partido Conservador, lo cual es una forma de escepticismo, y nadie me ha tildado de comunista, de nacionalista, de antisemita, de partidario de Hormiga Negra o de Rosas. Creo que con el tiempo mereceremos que no haya gobiernos. No he disimulado nunca mis opiniones, ni siquiera en los años arduos, pero no he permitido que interfieran en mi obra literaria, salvo cuando me urgió la exaltación de la Guerra de los Seis Días. En estas palabras perdura el anarquista intelectual que fue su padre, y que Borges tampoco dejó de ser jamás.
 La vuelta del innombrable y el gobierno de los caballeros
Pero en 1973 volvió Perón, tras hacerse con la victoria electoral el Partido Justicialista, y tras renunciar a la presidencia su candidato títere, Héctor Cámpora. Horrorizado por el retorno del déspota, Borges dimitió inmediatamente del cargo de director de la Biblioteca Nacional, pues era un puesto oficial y no deseaba tener vinculación alguna con el poder. No duró mucho en la Casa Rosada el antiguo general, pues falleció en 1974. Como si de una monarquía se tratase, le sucedió en la magistratura su segunda esposa, María Estela Martínez, quien, a diferencia de la anterior, Evita, era sumamente impopular. La breve presidencia de María Estela estuvo dominada por el enrarecimiento de la vida política argentina en grado sumo. La inflación, la fractura social y la violencia en las calles condujeron a que, una vez más, los militares interviniesen. En 1976 fue depuesta por una Junta encabezada por el general Jorge Rafael Videla. Al producirse el hecho, Borges respiró aliviado: por fin tendremos un gobierno de caballeros. Pero los acontecimientos de 1976 no eran los mismos que los de 1955. La Junta Militar estaba muy lejos del espíritu cívico y regenerador de la Revolución Libertadora, y condujo al país a la locura: en el interior, se desató una lucha sin cuartel contra la subversión en la que se cometieron toda clase de atropellos y violaciones de los Derechos Humanos. Y en el exterior se estuvo a punto de ir a la guerra con Chile en 1978 por la soberanía del Canal Beagle y los tres islotes que guardan su entrada. Al primer respecto, Borges condenó, en Buenos Aires, la represión en una entrevista concedida al diario La Prensa en abril 1980: no puedo permanecer silencioso ante tantas muertes y tantos desaparecidos. Y en agosto firmó el manifiesto escrito por Ernesto Sábato y publicado en el diario Clarín pidiendo cuentas al Gobierno por los desaparecidos. En cuanto a la crisis con Chile, Borges censuró la campaña anti-chilena impulsada desde el poder y destinada a movilizar a la población argentina contra el vecino en caso de conflicto. Llegó incluso a visitar Santiago, donde proclamó la insensatez de una guerra que no servía para otra cosa que no fuese la perpetuación en el poder de los militares. Allí recibió de Pinochet la máxima condecoración civil chilena, la Orden de Bernardo O’Higgins, lo cual contribuyó, sin duda, a que el Premio Nobel de Literatura del año 77 fuese para Vicente Aleixandre y no para él, como estaba previsto. Borges entendió que su visita pudo haberse interpretado como un gesto de apoyo al gobierno militar del país andino, y se disculpó asegurando que él sentía que quien le condecoraba era la nación y los lectores chilenos, y no el general Pinochet. Los atildados académicos suecos, que perdonaron a Neruda su fervor estalinista, a García Márquez su profunda devoción por la dictadura de Fidel Castro, y a Miguel Ángel Asturias su aplauso a los regímenes corruptos y tiránicos de Centroamérica, le cerraron para siempre las puertas del Nobel a Borges, razón de peso para no tener demasiado en cuenta la calidad literaria de los premiados, cada año más desconocidos, que van engrosando la lista de afortunados. Mencionemos ahora, pues ha aparecido su nombre, que Borges siempre guardó un eterno rencor hacia Neruda no sólo por estar en las antípodas ideológicas, sino especialmente por el hecho de que en el Canto general del poeta chileno aparecen condenados todos los tiranos y dictadores de Iberoamérica… o más bien los tiranos y dictadores de derechas, porque Neruda se cuidó muy bien de no nombrar a Perón, quien, a pesar de haber perseguido a los comunistas y socialistas durante sus mandatos, siempre despertó gran fascinación en las izquierdas por su retórica populista y anticapitalista. Borges sabía perfectamente que la omisión de Neruda no era un olvido involuntario, y jamás se lo perdonó.
La Junta Militar argentina carecía de cualquier tipo de iniciativa política y su popularidad, si es que alguna vez la tuvo, estaba en números rojos a comienzos de la década de los 80. Tras la breve presidencia del general Viola, su sucesor, el general Leopoldo Galtieri, cometió la increíble torpeza de invadir el archipiélago de las Malvinas, bajo soberanía británica pero reivindicado por Argentina, en un intento de desviar la atención de la galopante crisis económica y de aglutinar a todo el pueblo contra un enemigo común. Los argentinos respaldaron masivamente la acción militar, no así Borges. Y no sólo por su condición de descendiente de ingleses, y de anglófilo. Era una acción insensata, cuyas consecuencias no se habían medido: si Argentina salía victoriosa, los militares se perpetuarían en el poder. Y si Argentina perdía, la derrota militar dejaría al país al borde del colapso institucional. La voz de Borges fue de las pocas que se oyeron contra esa guerra absurda e improvisada que Argentina perdió estrepitosamente. Su alegato por la paz fue una prosa poética titulada “Juan López y John Ward”, que se incluiría en el que fue su último libro de versos, Los conjurados:
Les tocó en suerte una época extraña. El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un  pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras.
López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil;  Ward, en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer el Quijote. El otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido  revelado en una aula de la calle Viamonte.
Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a  cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel. Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen. El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.
La embajadora estadounidense en las Naciones Unidas lo leyó ante el Consejo de Seguridad al término del conflicto. No sirvió para reconciliar ni acercar posturas, pero sí para demostrar que el compromiso del octogenario escritor con la libertad y la paz seguía vigente. Borges mostró en ese momento la lucidez, la honestidad y la decencia que no tuvieron los diferentes sectores sociales e ideológicos argentinos (militares, medios de comunicación, políticos de diferentes tendencias), y señaló la perversión de conceptos que se había hecho para justificar una agresión militar en toda regla confundiendo dos realidades: Una, el derecho de un Estado sobre tal o cual territorio; otra, la invasión de ese territorio. La primera es de orden jurídico; la segunda es un hecho físico. Se ha invocado el derecho internacional para justificar un acto que es contrario a todo derecho. Esa transparente falacia, que no llega a ser un sofisma, tiene la culpa de la muerte de un indefinido número de hombres, que fueron enviados a morir o, lo que es mucho peor, a matar. No es menos raro el hecho de que se hable siempre del territorio y no de los habitantes, como si la nieve y la arena fueran más reales que los seres humanos. Los isleños no fueron interrogados; no lo fueron tampoco veintitantos millones de argentinos.
La Junta Militar cayó poco después que la guarnición de las Malvinas, rendida a las tropas británicas el 14 de junio. Se volvieron a convocar elecciones, y en ellas resultó ganador el candidato radical Raúl Alfonsín. Borges estaba ya demasiado viejo como para volver a tener ilusión con un proyecto político, y dedicó los pocos años que le quedaban a viajar por Francia, Estados Unidos, España, Italia, Israel, Japón, Grecia y Marruecos con María Kodama, una de sus antiguas alumnas, que desde 1975, el año de la muerte de doña Leonor, solía ser su inseparable acompañante. En noviembre de 1985, enfermo de cáncer y decepcionado de la vida política argentina, Borges se instaló en Suiza para morir en Ginebra, la ciudad de su adolescencia. Una cuestionable boda por poderes en Paraguay convirtió a María Kodama en su esposa y única heredera poco antes del 14 de junio de 1986, el día de su fallecimiento. Cumpliendo su última voluntad, fue enterrado en el cementerio ginebrino de Pleinpalais. Ese mismo día, en Buenos Aires, el Senado de la Nación le privó de un homenaje póstumo por falta de quorum. Los resentidos diputados de izquierdas se negaron a reconocer al que a buen seguro es no ya el mayor escritor argentino de todos los tiempos, sino probablemente el mayor que hay existido hasta hoy en lengua española.
Epílogo
Borges murió hace dos décadas, pero su voz, titubeante, apagada y sabia, sigue sonando. Nos quedan sus muchos libros de poemas, sus colecciones de cuentos, sus compilaciones de ensayos, sus recopilaciones de prólogos y recensiones, sus artículos periodísticos, sus guiones de cine, sus ediciones, traducciones y antologías y la maravillosa obra en colaboración que hizo con su compañero de letras, Adolfo Bioy Casares. Pulió endecasílabos con la destreza de un clásico del siglo XVII, elevó a la prosa en español a su máximo nivel de pureza, perfección y elegancia, tejió los argumentos más sorprendentes y profundos, y fatigó las literaturas de todo el mundo sin perder jamás la ilusión por la lectura. Erudito imprevisible, cosmógono y padre de utopías, huésped de cielos y de infiernos y urdidor de conjuras invisibles, fue sobre todo un hombre consagrado a la defensa de la libertad. Borges murió hace dos décadas, pero nos quedan sus palabras. Cuando se acerca el fin, escribió el anticuario Joseph Cartaphilus, que fue Homero, y que fue también el tribuno Marco Flaminio Rufo en “El inmortal”, acaso su mejor cuento, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras propias y de otros fue el inmensurable tesoro que les dejó Borges a las horas y a los siglos.
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albertohernandezmoreno · 6 years ago
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¿Cuándo ocurrió la Segunda Guerra Mundial?
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Es algo comúnmente aceptado que la Segunda Guerra Mundial fue un conflicto militar global en el que participaron la mayor parte de los países del orbe, pero no es posible completar esta definición si no se precisan sus límites cronológicos. Y ahí surgen problemas, porque las fechas tradicionalmente asumidas del 1 de septiembre de 1939 y el 2 de septiembre de 1945 son bastante arbitrarias, y sólo válidas para determinados países. Ambos hitos (invasión alemana de Polonia y capitulación japonesa) pueden ser aceptables desde una perspectiva británica, pero nada más. Para alemanes e italianos, la guerra acabó bastante antes del verano de 1945. Un ruso no hablará de Segunda Guerra Mundial, sino de Gran Guerra Patriótica, y su comienzo lo marca el inicio de la ofensiva alemana contra la Unión Soviética el 22 de junio de 1941. Para un japonés, la Segunda Guerra Mundial se denomina Gran Guerra del Asia Oriental, y su comienzo es bastante anterior a la Campaña Polaca en Europa.
 El intento de marcar la duración de esta gran contienda desde una perspectiva generalista, y no desde puntos de vista estrictamente nacionales, nos lleva a conclusiones bastante rupturistas que, bien explicadas, permiten explicar a la vez qué fue realmente la Segunda Guerra Mundial. A ello dedicaremos las siguientes líneas.
Si partimos del supuesto de que la Segunda Guerra fue mundial porque gran parte del mundo (Europa, África, Asia, Oceanía e incluso América) se convirtió en campo de batalla, 1939 no puede ser, en ningún caso, el punto de inicio, ya que desde julio de 1937, Japón se encontraba en guerra contra la República China. En efecto, el intervencionismo nipón en China, que había sido intenso desde la Primera Guerra Sino-Japonesa de 1894-1895, culminó con la invasión japonesa a gran escala, una campaña inicialmente imparable que en pocos meses arrolló Pekín, Tianjin, Nankín, Shangai, Cantón y una buena parte del norte de China. Nadie, sin embargo, consideraría que este conflicto asiático era más que una guerra regional, y en ningún caso una guerra mundial. Pero, del mismo modo, la invasión de Polonia por parte de Alemania y la declaración de guerra a la segunda realizada a los pocos días por Francia, Gran Bretaña y los dominios del Imperio Británico, suponían una guerra mundial: durante septiembre, el campo de batalla fue únicamente Polonia, doblemente invadida por Alemania y la Unión Soviética. Gran Bretaña y Francia no defienden a su aliado polaco, y se produce un largo parón hasta que en abril del año siguiente Alemania comienza la Campaña de Escandinavia. Antes, la Unión Soviética invadió Finlandia y obtuvo su pírrica victoria en la Guerra de Invierno, sin que ni alemanes ni británicos ni franceses interviniesen en dicha contienda. Europa se convierte por fin en el campo de batalla global cuando Dinamarca, Noruega, Bélgica, Países Bajos y Francia sean invadidas por Alemania. Pero estas ofensivas no dejaban de formar parte de una guerra realmente mundial, sino europea, simultánea a la guerra que en Asia mantenían China y Japón. Pero sin ningún tipo de conexión entre ambos conflictos: había una guerra europea paralela a una guerra asiática, totalmente ajenas. Cuando en junio de 1940 Italia entró en guerra, el teatro de operaciones europeo aumentó (con la invasión de Grecia, a la que siguió la campaña germano-italiana en los Balcanes), y se extendió, por fin, a otro continente, ya que Italia, a diferencia de Alemania, contaba con importantes posesiones en África desde las que se lanzó a la ofensiva de las posiciones británicas vecinas (Egipto, Somalia Británica, Kenia y Sudán). Pero estos choques entre italianos y británicos (desastrosos para los primeros) no eran más que ecos o consecuencias del estado de cosas en Europa. Ni siquiera la Operación Barbarroja, y la invasión a gran escala de la Unión Soviética llevada a cabo por Alemania y sus aliados suponía una conexión entre la guerra europea y la asiática. Es cierto que la firma del Pacto Tripartito el 27 de septiembre de 1940 entre Alemania, Italia y Japón suponía el germen de un bloque de alianzas propio ya de una guerra a escala mundial, pero el acuerdo nunca llegó a funcionar. Ciertamente, el Pacto Tripartito se ideó para disuadir a los Estados Unidos de intervenir en Europa contra Alemania e Italia apoyando a Gran Bretaña, y en Asia contra Japón apoyando a China. Era un acuerdo de carácter defensivo, que obligaba a los firmantes a defenderse en el caso de que cualquiera de ellos fuese agredido, cosa que nunca llegó a suceder. Progresivamente fueron incorporándose a él Hungría, Rumanía, Eslovaquia, Bulgaria y Croacia,  a manera de ratificación por parte de estos países de las esferas de influencia propias que los tres firmantes iniciales se habían establecido. En ningún caso el Pacto Tripartito tuvo presente un escenario en el que Alemania y Japón compartiesen enemigos. Es más, en abril de 1941, un par de meses antes de la Operación Barbarroja, Japón y la Unión Soviética ponían fin al conflicto de baja intensidad que venían manteniendo en las zonas fronterizas de Manchuria mediante un tratado de neutralidad que se mantuvo hasta agosto de 1945.
 Fue la dramática decisión japonesa de hacerse con los preciados recursos naturales de los territorios del sudeste asiático en poder de británicos, franceses, holandeses y estadounidenses lo que empezó a poner en marcha la auténtica Segunda Guerra Mundial. El asfixiante embargo económico al que los países occidentales habían decidido someter a Japón por su agresión a China prácticamente empujó a la nación a hacerse por la fuerza con los recursos que no podía obtener mediante el comercio. Se estimó que era necesario un efectista golpe de mano anulando a la flota estadounidense del Pacífico, basada en Hawái, y el 7 de diciembre de 1941 se produjo el minuciosamente calculado ataque con seis grandes portaaviones de escuadra a la base de Pearl Harbor. Japón declaró la guerra simultáneamente a los Estados Unidos y a Gran Bretaña, e inició la fulminante campaña que expulsó a todas las fuerzas navales estadounidenses, británicas, australianas y holandesas del Pacífico Sur, y la ocupación de la Península de Indochina y los archipiélagos de las Filipinas y las Indias Orientales. Con esa declaración de guerra a Gran Bretaña por fin se enlazaban el conflicto europeo con el asiático: Gran Bretaña, y su Imperio, se encontraban en guerra tanto contra los firmantes europeos del Pacto Tripartito, como con Japón. En una decisión aún hoy discutida, ya que no existía obligación al haber sido Japón el país agresor y no el agredido, Alemania e Italia declararon la guerra a los Estados Unidos el día 11. E incluso dos días antes, el 9, la propia China declaró la guerra a los dos firmantes europeos del Pacto.
Por tanto, los sucesos acaecidos entre el 7 y el 11 de diciembre de 1941 marcan el inicio real de la Segunda Guerra Mundial, entendida por fin como un conflicto global en el que dos bandos claramente establecidos iban a convertir en campo de batalla a los cinco continentes. Había algunas pequeñas asimetrías: por ejemplo, la pequeña Bulgaria, pese a ser firmante del Pacto Tripartito, no estaba en guerra con la Unión Soviética (mientras que Finlandia, que no era firmante, sí lo estaba), pero la principal, sin duda, era que la Unión Soviética no apoyaba a británicos, estadounidenses y chinos en su lucha contra Japón, mientras que Japón no apoyaba a alemanes e italianos en su lucha contra la Unión Soviética. Pero sí podemos hablar de dos bloques sólidos confrontados entre diciembre de 1941 y septiembre de 1943 en todo el mundo: se lucha en el norte de África, en la Unión Soviética desde el Báltico hasta el Cáucaso, en las frontera entre la India y Birmania, en el norte y este de China, en Nueva Guinea y las islas de la Melanesia, y en las aguas del Mediterráneo, el Atlántico, el Pacífico y el Índico. El Pacto Tripartito se desquebrajó con la capitulación italiana inmediatamente después de la conquista aliada de Sicilia el 3 de septiembre de 1943, y la deserción de Finlandia, Rumanía y Bulgaria justo un año después. Con los ejércitos aliados avanzando hacia Berlín desde Francia, Italia y la Unión Soviética, Alemania se rindió incondicionalmente el 7 de mayo de 1945, y ahí podemos decir que acaba la Segunda Guerra Mundial ya que el escenario bélico vuelve a ser únicamente Asia. Japón continuó luchando hasta septiembre, y sólo el lanzamiento de dos bombas atómicas y la declaración de guerra por parte de la Unión Soviética forzaron su rendición, el día 2.
Así pues, si consideramos que entre 1937 y 1945 tuvo lugar una guerra a gran escala en Asia, y entre 1939 y 1945 otra en Europa (extendida a África al ser dos de los contendientes potencias coloniales), la guerra únicamente fue mundial cuando ambas se superpusieron: entre diciembre de 1941 y mayo de 1945. Antes de la primera fecha hubo una guerra europea y una guerra asiática (simultáneas a partir de 1939), y después únicamente cuatro meses más de guerra asiática. Entendemos, por tanto, que la Segunda Guerra Mundial sólo lo fue realmente mientras hubo dos bloques de alianzas enfrentadas, y dos grandes teatros de operaciones continentales. No comienza en 1937, con la Guerra Sino-Japonesa, ni en 1939, con la invasión alemana y soviética de Polonia y la insatisfactoria reacción británica y francesa, porque en ambos casos nos encontramos con guerras continentales y no mundiales. Sí es cierto que ambas fueron simultáneas entre 1939 y 1941, pero los contendientes y bandos enfrentados en ambas eran totalmente distintos. Sólo en diciembre de 1941 se enlazan ambas, al declarar Japón la guerra al Imperio Británico, y Alemania e Italia a los Estados Unidos, y este enlace es imperfecto ya que el tratado de neutralidad entre la Unión Soviética y Japón estuvo en vigor hasta los últimos meses de la guerra en Asia, con Alemania ya derrotada.
 La conclusión que obtenemos de estas reflexiones es que las percepciones de la Segunda Guerra Mundial son tan distintas dependiendo de a qué país se interrogue, que las fechas tradicionales de 1939 y 1945 sólo son válidas realmente desde las perspectivas británica y alemana. Para la antigua Unión Soviética y la actual Rusia, los sucesos en que se vieron involucrados entre 1939 y 1940 (invasión de Polonia, anexión de los estados bálticos, guerra con Finlandia) son silenciados y permanecen fuera de su Gran Guerra Patriótica, para así presentar su participación en la Segunda Guerra Mundial como una lucha de salvación nacional, y nunca como una campaña agresiva y expansiva. Para los estadounidenses, los sucesos europeos anteriores al ataque a Pearl Habor eran algo bastante ajeno, y preocupaba muchísimo más lo que estaba sucediendo en Asia y el creciente poderío naval nipón. Para chinos y japoneses, la fecha del 1 de septiembre de 1939 es totalmente anecdótica e insignificante, ya que para aquel entonces ambos países ya llevaban dos años de lucha. Y para los vencidos europeos la capitulación nipona firmada a bordo del acorazado Missouri el 7 de septiembre de 1945 no se sentía como el broche de la derrota, ya que todos se habían rendido previamente. Al ser imposible establecer, por tanto, una datación de la Segunda Guerra Mundial compartida unánimemente por todos los contendientes, parece adecuada esta propuesta que delimita qué fueron dos guerras continentales distintas y una gran guerra global, resultado de la superposición de las dos primeras entre diciembre de 1941 y mayo de 1945.
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albertohernandezmoreno · 6 years ago
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Celso Albelo y el Fa sobreagudo de Il Puritani
Seguramente la popularidad de la expresión “dar el Do de pecho” con el significado de realizar un esfuerzo extremo para lograr un objetivo ha hecho creer al público general que es la nota más difícil de alcanzar para un cantante lírico. Es cierto que el Do de pecho o sobreagudo es la nota más alta en la tesitura del tenor, y han pasado a la historia los ejecutados por Pavarotti en el aria de Tonio (Ah, mes amis) en La hija del regimiento de Donizetti, un total de nueve. 
Hay sin embargo una ópera caracterizada por la extrema exigencia con los intérpretes que se atrevan a acometerla, que contiene una nota más difícil aún. La obra en cuestión es Los puritanos, de Vincenzo Bellini, una bella e inverosímil historia de amor ambientada en la guerra civil inglesa entre los puritanos -los republicanos liderados por Oliver Cromwell- y los monárquicos -partidarios de la restauración de los Estuardo en el trono-. 
En el acto tercero el protagonista Arturo, un caballero monárquico, es capturado por los republicanos. Va a ser ejecutado, y él implora piedad no pensando en sí, sino en su amada Elvita, y en los sufrimientos que su muerte le producirá. Ahí se inserta el aria Credeasi, misera, que contiene el temible Fa sobreagudo que muy pocos tenores han sido capaces de alcanzar, y muchos menos los que lo han hecho sin sonar como un pollo estrangulado. La mayoría lo sustituyen sin traumas por un Mi mayor o un Re bemol. El gran Juan Diego Flórez, por ejemplo (minuto 4:35). Pavarotti prefirió siempre emplear el falsetto cuando tenía que ejecutar el Fa sobreagudo, en la más pura tradición de los belcantistas del siglo XIX (minuto 4:48).
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Tenores como Nicolai Gedda, Gregory Kunde o Chris Merrit se atrevieron a dar la nota con bastante fortuna en interpretaciones contadísimas y excepcionales. Ningún español figuraba en la lista de distinguidos ejecutores de este Fa sobreagudo. En el año 2011 el joven tenor canario Celso Albelo fue llamado para encarnar a Arturo, y en varias entrevistas en las que se le preguntó por la famosa aria y la célebre nota respondió que en alguna representación intentaría alcanzarla. Y llegó el día. El 17 de abril de 2011, en el Teatro Verdi de Salerno, nuestro compatriota pasó a la historia de la ópera con un impecable Arturo y un no menos impecable Fa sobreagudo (minuto 4:25). Desde entonces, asistir a Los puritanos con Celso Albelo en el cartel es sinónimo de paciente espera de ese momento mágico, que ojalá este gran tenor pueda seguir ejecutando durante muchos años más.
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albertohernandezmoreno · 6 years ago
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Rastros argumentales de G.K. Chesterton en tres relatos de Borges sobre la nadería de la personalidad
ESTE TEXTO CONSTITUYÓ MI PONENCIA EN EL CONGRESO INTERNACIONAL “BORGES, FERVOR DE LA MEMORIA”, CELEBRADO EN LA UNIVERSIDAD DE MURCIA ENTRE EL 7 Y EL 9 DE MARZO DE 2016.
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 El género policíaco, al igual que la épica, la literatura gauchesca o la fantástica, ocupa un lugar prominente en los escritos ensayísticos y críticos de Borges. Tales testimonios son normalmente comentarios a obras y autores concretos pero casi nunca disertaciones de carácter más general ni postulaciones de modelos teóricos: Borges concibe más la literatura como tradición, como una larga cadena de textos y de escritores en continuo diálogo extratemporal, que como un fenómeno de carácter semiótico o pragmático susceptible de ser analizado al margen de sus ejecuciones en la práctica. Por eso incluso cuando se dispone a tratar sobre un tema universal, como en el caso de la conferencia El cuento policial[1], acaba hablando sobre la vida y la obra de Edgar Allan Poe. La única excepción es el importante artículo “Leyes de la narración policial”[2], que junto a opiniones dispersas en las numerosas notas y ensayos dedicados a los cultivadores del género, conforma la sintética teoría del relato detectivesco de Borges.
 Ahora bien, no hay que confundir “teoría del relato detectivesco de Borges” con “teoría del relato detectivesco en la obra de Borges”. La teoría esbozada en sus textos críticos responde al modo en que Borges entiende lo policiaco y a cómo debían escribirse narraciones de este género sin incurrir en defectos formales o temáticos. Sin embargo, Borges nunca puso en práctica dicha preceptiva porque no llegó a escribir ningún relato policial exactamente a la manera de Poe o Chesterton, que eran los autores de los que se valía para plantear su teoría: Poe y Chesterton representan el cuento policial clásico, con una intriga bien definida basada en el esclarecimiento de un hecho oscuro; Borges no quiso imitarlos porque sus aproximaciones al ejercicio del relato policiaco responden a diferentes intenciones, aunque de ellos toma el rigor constructivo y el afán por la precisión para componer las alambicadas narraciones que constituyen su aportación al género. También algunos elementos de intriga, personajes, ambientes y situaciones, pero todo ello subordinado al propósito central del cuento, que es metaforizar una visión del mundo y del hombre en él. Y siempre, insistimos, concibiendo el argumento y la trama como símbolos de una idea superior, y en las coordenadas de lo fantástico.
Es significativo que de los dos relatos que inauguran la cuentística borgesiana, el primero sea precisamente una narración policial (“Hombre de la esquina rosada”), mientras que el segundo (“El acercamiento a Almotásim”, su primer relato fantástico) sea una falsa reseña a una imaginaria novela detectivesca. Y policiales serán muchas otras piezas como “Tema del traidor y del héroe”, “La muerte y la brújula”, “El jardín de senderos que se bifurcan”, “La forma de la espada”, “Emma Zunz” o “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”.
 La presencia de Gilbert Keith Chesterton inunda toda la actividad de Borges relacionada con el género policial, que fue especialmente intensa en los años cuarenta. A Chesterton dedica ensayos, reseñas, recensiones y prólogos. Dos veces lo selecciona para las dos entregas de 1943 y 1951 que constituyen la canónica antología Los mejores cuentos policiales elaborada junto a Bioy Casares. Y en las tramas de sus propios relatos pueden encontrarse innumerables rastros argumentales del británico. De ellos, examinares los tres en los que la deuda con Chesterton es más patente.
¿Por qué es este autor el cultivador del género policial más admirado por Borges? El primer motivo es su rigor formal y apego al modelo policial inglés, de rigurosa construcción y resortes analíticos, que Borges siempre prefirió. También, y en segundo lugar, por el significado profundo de sus relatos, que “simulan ser policiales y son mucho más”[3] (como los del propio Borges) porque en Chesterton lo sobrenatural es transformado por la magia del intelecto en racional.
Hay otra causa más, nunca reconocida expresamente por Borges, que explica por qué la literatura del polígrafo británico le fue tan atractiva y le inspiró no pocos cuentos: de sus narraciones se desprende que Chesterton tuvo cierta intuición de esa “nadería de la personalidad” expuesta tempranamente por Borges en Inquisiciones, el primero de sus libros de ensayos desterrados[4], y que evolucionaría hacia los conceptos de panteísmo, pluralidad del yo e identidad de todos los hombres.
Posiblemente Chesterton nunca tuvo conciencia plena de la idea de panteísmo que Borges quiso ver en sus relatos, como tampoco le movieron en el momento de escribir sus narraciones policiales inquietudes metafísicas, ni siquiera teológicas, como pudiera desprenderse de una primera lectura. Más bien parece que Chesterton actúa como apologista del catolicismo en un país tradicionalmente hostil a él. Lo que sí hizo fue intensificar y llevar a sus más altas cotas de originalidad una serie de recursos bastante comunes en la literatura policial conocidos como “efectos de  inversión” o de “subversión”[5]. Tales efectos consisten en presentar los sucesos como lo contrario de lo que son con el fin de proporcionar un golpe de efecto al final del relato; la realidad concreta se enmascara de forma que, por ejemplo, el detective es el sospechoso o el asesino, el inocente se convierte en culpable, la víctima en verdugo…
Pues bien, Chesterton explota todas las posibilidades de la inversión y crea relatos en los que un personaje suplanta la personalidad de otro o crea a otro inexistente, las personalidades se confunden involuntariamente… También lleva la inversión al plano de las acciones, no sólo de los personajes, y presenta un crimen disfrazado de suicidio, el suicidio disfrazado de crimen, la muerte natural disfrazada de crimen e incluso el crimen disfrazado como un crimen distinto. De la confusión extrema de las personalidades y sus acciones a afirmar que esa confusión no es aparente, sino que responde a que todos los hombres comparten una identidad común, hay sólo un paso que Chesterton no dio pero sí Borges, quien descubre en los mecanismos de inversión de Chesterton la esencia misma del panteísmo y la disgregación de la individualidad de la personalidad en la pluralidad: en el cielo, según Plotino, -cita Borges[6]-, “todo está en todas partes, cualquier cosa es todas las cosas, el sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol  (Enneadas, V, 8,4)”.
En sus cuentos “La forma de la espada”, “Tema del traidor y del héroe” y “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”, Borges lleva al esquema policial, como Chesterton, el gran tema de la identidad al que tantos otros relatos, poemas y ensayos dedicó. El primero de ellos, escrito en 1942 e insertado en la sección “Artificios” de Ficciones, presenta una trama vagamente policial porque no consiste en el esclarecimiento de un misterio por las vías de la investigación sino en el esclarecimiento del mismo mediante una confidencia. Tal misterio es el origen de la cicatriz que surca la cara de un personaje irlandés, apodado el Inglés de La Colorada, narrado por éste al que es, a su vez, el narrador principal de la historia (el propio Borges): es la técnica del relato hipodiegético unida al empleo, tan grato para Borges, de la estilización literaria de una voz oral que el formalismo ruso llamó skaz.
Este personaje cuenta que durante los enfrentamientos entre los patriotas irlandeses -de los que él formaba parte- y los británicos fue traicionado por uno de sus camaradas, John Vincent Moon, al que hacía poco que había salvado la vida. Traidor y traicionado luchan cuerpo a cuerpo y Moon recibe en el rostro un profundo corte asestado con un alfanje. El “Inglés” interrumpe en ese instante su relato; el narrador no parece haber comprendido su sentido último (“Aguardé en vano la continuación de la historia. Al fin le dije que prosiguiera”). El final, en el que el enigma queda aclarado, es lo más “policial” del cuanto, por su carácter de golpe de efecto que le da la coherencia a todo lo anterior: el “Inglés” es en realidad Vincent Moon, el hombre que delató a su mayor benefactor.
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La inversión final, en la que la víctima se revela como verdugo, es típicamente chestertoniana y aparece, muy notablemente, en el cuento “La penitencia de Marne” (de la colección El secreto del padre Brown), donde el supuesto marqués de Marne es su auténtico asesino, que también decide ocultar su infamia suplantando la personalidad de su víctima. La efectividad de la anagnórisis en el relato de Borges es sin embargo mayor por el empleo de la primera persona narrativa, que actúa como elemento de distanciamiento entre el narrador y su lector u oyente para que el giro último en el que la verdadera identidad es revelada sea más impactante. No es una técnica nueva en la narrativa de Borges; apareció ya en “Hombre de la esquina rosada”, donde el anónimo narrador insinúa que fue él quien mató a Francisco Real, y aparecerá muy notablemente en “La casa de Asterión”
La inversión de “La forma de la espada” tendría el mismo valor de estrategia narrativa que presenta en los cuentos detectivescos clásicos como el de Chesterton de no ser por unas palabras que Vincent Moon intercala en su historia:
“Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano;  por eso no es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon”.
Este párrafo contiene el sentido último del relato, más allá del caso individual del irlandés, que queda como anecdótico: las identidades individuales se difuminan y deja de tener sentido hacer distinciones entre un hombre y otro porque esencialmente todos coinciden en uno solo. Al intercalar estas palabras en su discurso, Moon anticipa el desenlace de su narración pero además, y  lo que es más importante, le resta al recurso de la ocultación de la personalidad su valor de artificio retórico -el único que poseía en las narraciones policiacas tradicionales, incluidas las de Chesterton-: contar los hechos propios atribuyéndolos a otra persona no es una treta del que narra la historia ni un ardid para engañar al oyente porque aquí la individualidad no tiene razón de ser: todos somos el insurrecto irlandés traicionado y después fusilado, como todos somos el taimado John Vincent Moon. Por eso en los cuentos de Borges el protagonista se suele escindir en un héroe y un cobarde, en una víctima y un victimario, en un creador y en la criatura creada. Precisamente el cuento que nos ocupará ahora será el titulado “Tema del traidor y del héroe”.
Escrita, dice el propio texto, “bajo el notorio influjo de Chesterton (discurridor y exornador de elegantes misterios)”, esta otra narración de Ficciones con trama puramente policíaca está también ambientada en Irlanda, como en el relato anterior. El armazón narrativo alrededor del cual Borges estructura su historia es de mayor complejidad porque el Borges real, biográfico, se proyecta en un Borges literaturizado, también escritor, dispuesto a escribir un relato fantástico influido, como se dice al comienzo, por Chesterton. El cuento “Tema del traidor y del héroe” es el resumen que el Borges ficcional hace de este relato que planea ejecutar. Y este relato es precisamente la historia de otro proyecto literario, la biografía de un héroe independentista irlandés de comienzos del siglo XIX, Fergus Kilpatrick, planeada por un bisnieto del personaje, Ryan. Éste actúa como narrador del cuento del Borges literaturizado, como el Borges literaturizado es el narrador de la historia del Borges real.
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Este Ryan, mientras se documenta para escribir la historia de su antepasado, descubre en las circunstancias de su muerte importantes coincidencias con las de la muerte de Julio César (ambos fueron traicionados por sus compañeros, ambos fueron héroes nacionales, ambos fueron advertidos por presagios y vaticinios de su destino inminente). El planteamiento de la historia no puede ser más propio de Chesterton: del examen de un episodio histórico surge un enigma -el asesinato de Kilpatrick- con aparentes implicaciones sobrenaturales -la posibilidad de la circularidad temporal- y una primera hipótesis igualmente fantástica: César, o su historia, pudo reencarnarse en Kilpatrick y en la suya.  
Lo que para Ryan es un hecho excepcional no sorprende tanto al lector de Borges, acostumbrado a que en otros momentos de su obra se especule con el carácter cíclico del tiempo; desde un poema bastante anterior, “El truco”, de Fervor de Buenos Aires, y los ensayos “La doctrina de los ciclos” y “El tiempo circular” de Historia de la eternidad, a textos posteriores: el ensayo “El enigma de Edward Fitzgerald” de Otras inquisiciones, las prosas “La trama” e “In memoriam J.F.K.” de El Hacedor, los poemas “La noche cíclica” y “Poema conjetural” de El otro, el mismo o el cuento “El Evangelio según Marcos” de El informe de Brodie. Es más, la cita que encabeza el relato, tomada del poema “La torre” de Yeats, predispone al lector a que piense que está ante una narración sobre el tiempo circular.
Pero como en este relato Borges sigue a Chesterton, el enigma no puede tener una causa tan sobrenatural, sino otra mucho más terrena a la que Ryan llegará estudiando otros documentos: en ellos descubre que entre los patriotas irlandeses había un traidor, que la mano derecha de Kilpatrick, James Alexander Nolan, descubre que ese traidor es el propio Kilpatrick, y que Nolan orquesta una compleja ejecución del desleal de forma que su muerte, una especie de representación teatral a gran escala, lo convierta en un mártir de la independencia irlandesa. El plan de Nolan, que había sido traductor de las obras de Shakespeare al gaélico, estaba inspirado en Julio César y en Macbeth; por eso Ryan detectó esas conexiones entre la muerte del general romano y la de su antepasado.
Lo que hasta ese momento se pensaba que era una historia sobre la virtualidad de la doctrina del tiempo circular se convierte al final en su propia negación, en una pirueta típicamente borgesiana paralela, por ejemplo, a la de otro texto que también versa sobre la temporalidad, el ensayo “Nueva refutación del tiempo”: en este texto, Borges defiende una concepción idealista de la realidad y se vale a continuación de textos de Hume, Berkeley y Schopenhauer para negar el tiempo y el espacio -el mundo exterior, en definitiva-; la irrealidad del mundo aparencial desemboca para Borges en la irrealidad de la individualidad. Sin embargo, en el último párrafo Borges niega su propia refutación del tiempo y reconoce que sólo ha sido un “consuelo secreto”: “El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el  río; es un tigre que en destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”[7].
El hallazgo de una explicación racional para lo aparentemente sobrenatural no es el único rasgo chestertoniano que presenta esta narración. El propio argumento puede encontrarse en dos de los cuentos del autor inglés:
“La muestra de la espada rota” (de El candor del padre Brown) tiene como tema también la dialéctica entre la historia y la literatura, o realidad y ficción, y presenta un planteamiento y un desenlace idénticos a los de “Tema del traidor y del héroe”: se parte de una historia sobre la extraña muerte de un general inglés en Brasil junto al resto de sus fuerzas en una carga inexplicable por su insensatez contra el enemigo, muerte extraña porque no se tiene constancia de que los brasileños capturasen o ejecutasen al general. Tras las indagaciones que ocupan las páginas centrales, el padre Brown descubre que el heroico general fue un traidor que asesinó a su ayudante de campo y que, para esconder el cadáver, en lugar de ocultarlo ordenó la carga suicida en la que sabía que iban a perecer la mayoría de sus hombres (se multiplican los crímenes para ocultar un asesinato, o lo que es lo mismo, el bosque oculta al árbol). Los soldados supervivientes descubren la traición, lo ajustician y juran guardar silencio por el bien del honor de Gran Bretaña, para cuyos intereses es preferible que el traidor pase a la historia como un héroe.
Los cuentos de la colección El poeta y los lunáticos ya no tienen como detective al padre Brown, sino al excéntrico pintor y poeta Gabriel Gale. Uno de ellos es el titulado “El dedo de piedra”, que constituye el segundo modelo que Borges sigue muy de cerca: esta historia narra la desaparición de un geólogo darwinista experto en los procesos de fosilización, y cómo su principal partidario, un escultor que acaba de concluir una reproducción en piedra del científico recién colocada en la plaza de la ciudad, acusa al clero reaccionario y hostil a la ciencia de haberlo asesinado. La verdad del asunto, sacada a la luz por Gale, es que el geólogo se arrepintió de sus teorías científicas contrarias a la interpretación literal de la Biblia (no olvidemos que estamos ante un relato de Chesterton) y le comunicó a su amigo el escultor que estaba dispuesto a retractarse ante la Iglesia. Enfurecido por lo que consideraba una traición, el escultor lo asesinó y sumergió su cadáver en las aguas de un arroyo cercano que, según le dijo el propio geólogo, petrificaban rápidamente la materia orgánica: el cuerpo fosilizado fue puesto en la plaza como si se tratase de la escultura en memoria del mártir de la ciencia. Aunque según la peculiar lógica interna del cuento de Chesterton el traidor era el escultor y no el geólogo, lo cierto es que el argumento es semejante al de Borges al pretender hacer del traidor un héroe de la causa de la que había abjurado.
Hay un cuento más de Chesterton que ya no trata sobre la escisión y relatividad del individuo, que puede ser a la vez traidor y héroe. De este relato, titulado “El paraíso de los bandidos” (en La sabiduría del padre Brown), Borges pudo tomar la idea de un gran teatro a escala mundial para ocultar la infamia: en “Tema del traidor y del héroe” Nolan orquesta el asesinato de Kilpatrick como si fuese una representación teatral de enormes proporciones: “de teatro hizo la ciudad entera, y los actores fueron legión, y el drama abarcó muchos días y muchas noches”. En “El paraíso de los bandidos” un millonario inglés finge un viaje en carro a través de Italia en el que unos supuestos bandidos locales -en realidad actores pagados por él- le roban la fortuna que llevaba encima, conseguida a través de desfalcos y que por eso convenía que “desapareciese” por arte de un falso atraco. Se trata éste de otro recurso de inversión que convierte a la víctima en culpable. Borges, sin embargo, amplía el alcance de la representación teatral en su cuento y hace que el propio Ryan, al descubrir la verdad y aun así no querer revelarla en su futuro libro por el bien de Irlanda y Kilpatrick, se convierta en un personaje más previsto por Nolan un siglo atrás para su calculado plan.
 Queda un cuento en el que Borges vuelve a cuestionarse el problema de la identidad individual mediante una trama policial. Es de hecho el que mantiene una estructura policial más sólida, más incluso que el único relato en el que aparece un verdadero detective, “La muerte y la brújula”. El que ahora nos ocupa, “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”, es uno de los cuatro que Borges añadió a la segunda y definitiva versión de El Aleph.
El enigma propuesto en esta historia también es típicamente policial: la muerte de Abenjacán el Bojarí, rey de una pequeña tribu egipcia, en el laberinto que mandó construirse en su exilio inglés para huir del espíritu vengador de su primo y visir Zaid, al que asesinó en Egipto para no compartir su tesoro.
El hecho queda durante más de un cuarto de siglo en suspenso y acaba por convertirse casi en una leyenda local por sus aspectos maravillosos hasta que un personaje, Unwin, asume el rol de detective para explicar tan extraño suceso: “El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos”, se dice en un momento de la narración. Juego de manos equivale aquí a juego de inversiones característico de la literatura policial basado en las personalidades: quien se tenía por Abenjacán el Bojarí era en realidad el visir Zaid, que robó el tesoro y escapó con él a Cornualles; allí construyó el laberinto de muros rojos no para esconderse del auténtico el Bojarí (“para quien verdaderamente quiere ocultarse, Londres es mejor laberinto que un mirador al que conducen todos los corredores de un edificio”, argumenta Unwin) sino para atraerlo, matarlo y librarse así de su persecución.
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Este cuento de Borges tiene también su correlato en otro de Chesterton, quien se nos está así revelando como un autor mucho más importante en la literatura del argentino de lo que podría creerse. Nos referimos a la historia “Los pecados del Príncipe Saradine”, incluida en la serie El candor del padre Brown.
En el cuento de Chesterton, el rey de la tribu del Nilo es sustituido por un príncipe italiano amenazado por un perseguidor implacable (un joven siciliano) que ha jurado acabar con su vida para vengar la muerte de su padre, asesinado por el aristócrata. Para ocultarse de su perseguidor se enemista con su hermano y se humilla ante él cediéndole su título de príncipe y rebajándose a ser su criado. Bajo esa nueva personalidad, el príncipe sólo tiene que esperar a que el perseguidor dé con ellos, asesine a su hermano creyendo que es el verdadero príncipe y sea detenido por la policía inglesa por esa muerte. Cediendo su personalidad a otro y asumiendo una nueva, el príncipe logra esquivar a la muerte y se deshace de sus dos enemigos: su hermano y el siciliano.
El crimen perpetrado por Zaid, sin embargo,  no deja de ser un caso anecdótico porque lo que a Borges le interesa subrayar de nuevo es la relatividad de la identidad: Zaid no sólo fingió ser Abenjacán el Bojarí, sino que durante su estancia en Inglaterra fue el Bojarí tanto para los que lo rodeaban como para él mismo:
 “Lo esencial era que Abenjacán pereciera. Simuló ser Abenjacán, mató a Abenjacán y finalmente fue Abenjacán.
-Sí -confirmó Dunraven-. Fue un vagabundo que, antes de ser nadie en la muerte, recordaría haber sido un rey o haber fingido ser un rey, algún día”.
Los verbos ser, fingir o parecer, viene a decir este relato, son sinónimos y cualquier intento de distinción o precisión, una falacia: Zaid es Abenjacán como Joseph Cartaphilus es Homero pero también Marco Flaminio Rufo, o el alma que habita en Shakespeare es “César, que desoye la admonición del augur, y Julieta, que aborrece a la alondra, y Macbeth, que conversa en el páramo con las brujas que también son las parcas”[8].
El panteísmo que se esconde tras lo que podían ser unos inocentes cuentos policiales como los de Chesterton es el tema de los tres relatos que acabamos de examinar. Las evidentes semejanzas entre sus tramas y las que se han mencionado del autor británico no impiden la singularidad de estas historias, magníficas muestras del alcance que Borges era capaz de dar a un tipo de literatura, la policial, tan a menudo considerada como meramente lúdica.
 [1] Conferencia pronunciada el 17 de junio de 1978 en la Universidad de Belgrano, y recogida en el volumen Borges oral. Alianza Editorial, Madrid, 1998.
[2] Hoy Argentina, Buenos Aires, nº 2, abril de 1933. Contenido en Textos recobrados 1931-1955. Emecé, Barcelona, 2002.
[3] “La cruz azul y otros cuentos”. En Biblioteca personal. Alianza Editorial, Madrid, 1997.
[4] “La nadería de la personalidad”. En Inquisiciones, Alianza Editorial, Madrid, 1998.
[5] Cfr. Fereydoun Hoveyda. Historia de la novela policíaca. Alianza Editorial, Madrid, 1967, pp. 126-127.
[6] “Nota sobre Walt Whitman”. En Discusión, Alianza Editorial, Madrid, 1997.
[7] Otras inquisiciones. Alianza Editorial, Madrid, 1997.
[8] “Everything and nothing”. En El Hacedor, Alianza Editorial, Madrid, 1999.
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albertohernandezmoreno · 6 years ago
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Perros y chacales
Llamamos así, a falta de otro nombre y a propuesta de Howard Carter, a un juego de mesa del Antiguo Egipto cuya existencia podemos rastrear hasta el año 2000 a.C. El nombre se debe a las cabezas de animales que decoran los palitos que realizan las función de fichas. Los tableros que se han conservado se presentan como pequeños muebles, algunos de madera y otros aún más elaborados, en ébano y marfil, lo que nos hace pensar que no era un juego tan popular y fácil de elaborar como el Senet.
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Como los demás juegos de mesa egipcios, Perros y chacales está concebido para dos jugadores. Cada uno de ellos dirige una jauría de cinco perros o de cinco chacales que deben competir en una carrera alrededor de una palmera a través de un tablero de 58 casillas dividido en dos caminos, uno para cada jugador. Los movimientos están regidos por el lanzamiento de unas tablillas con caras de diferente color que, dependiendo de cómo caigan, establecen el número de casillas que pueden avanzarse:
- Una cara blanca: 1 movimiento
- Dos caras blancas: 2 movimientos
- Tres caras blancas: 3 movimientos
- Cuatro caras blancas: 4 movimientos
- Ninguna cara blanca: 5 movimientos
El lado derecho del tablero corresponde a los perros y el izquierdo a los chacales. Ambos equipos comienzan con todas las fichas fuera del tablero, bajo las ramas de la palmera, y deben rodearla hasta salir de nuevo por el tablero en el punto situado en la cúspide, sobre la copa del árbol. Para hacerlo deben obtener puntuaciones exactas. Hay en cada camino cuatro casillas unidas por atajos, que pueden hacer avanzar o retroceder a la ficha que en ellas caigan. También hay cuatro casillas (dos por circuito) marcadas con el jeroglífico Nefer (que en egipcio significa “hermoso” o “afortunado”), y que permiten una tirada adicional cuando se cae en ellas
No es complicado elaborar de forma casera este juego:
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Más bonito que el mío es, desde luego, el tablero con el que juega Nefertiti, interpretada por Anna Baxter, en la película Los diez mandamientos...
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albertohernandezmoreno · 6 years ago
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Submarinos rumanos en la Segunda Guerra Mundial
ESTE ARTÍCULO SE PUBLICÓ POR PRIMERA VEZ EN EL NÚMERO 104 DE LA REVISTA SERGA DE HISTORIA MILITAR DEL SIGLO XX.
 Desde su nacimiento como estado independiente en 1878, Rumanía miró más a las aguas fluviales que a las marinas. El Danubio parecía más importante para la seguridad y la economía de la nación que el Mar Negro, y así se explica que hasta bien entrados los años veinte no se pensase en dotar a su pequeña armada de submarinos.
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En esos años no eran demasiados los astilleros europeos dedicados a exportar este tipo de buques. Los italianos gozaban de gran fama, así que se eligió al astillero estatal de Fiume (creado cuando la ciudad pertenecía al Imperio Austro-Húngaro) para la construcción de un submarino derivado de la clase Sirena que en esos momentos se fabricaba para la Regia Marina. Se trataba de una unidad costera que desplazaba 650 toneladas en superficie y 900 sumergida. Medía 68 metros de eslora, 5’9 de manga y 3’6 de calado. La propulsaban dos motores diesel Krupp que le permitían navegar a 14 nudos sobre la superficie y 9 en inmersión. El armamento estaba formado por cuatro tubos lanzatorpedos de 533 mm. a proa y otros dos a popa, además de un cañón de 102 mm. La dotación prevista era de cuarenta tripulantes.
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Los trabajos en el buque comenzaron con total normalidad en 1929, y el 22 de junio de 1930 se produjo la botadura en presencia del ministro plenipotenciario rumano en Italia. Fue bautizado con el nombre de Delfinul (“Delfín”). Problemas en los pagos pospusieron considerablemente la entrega, que no se produjo hasta mucho después, nada menos que el 9 de mayo de 1936. Se trataba, por tanto, de un buque que ya estaba algo desfasado desde el mismo momento de su entrada en servicio. El 27 de junio llegó a su base en Constanza, y a partir de ese momento cumplió el importante papel de formar no sólo a los submarinistas rumanos, sino también a los tripulantes de los destructores de la flota, encargados de la lucha antisubmarina. Numerosos cruceros de instrucción por el Mar Negro, el Mediterráneo e incluso el Atlántico sirvieron para ponerlo a punto, algo que iba a resultar muy necesario porque el clima político en Europa estaba muy enrarecido: Rumanía se encontraba rodeada por naciones hostiles (la Unión Soviética, Hungría y Bulgaria) que reclamaban a Rumanía la devolución de los territorios cedidos tras la Primera Guerra Mundial, lo cual llevó al país a una política de sumisión y de entrega de esos territorios (Bukovina, Besarabia, Transilvania y Dobrudja), y después a la alianza con la victoriosa Alemania, con la esperanza de detener el expolio y lograr la recuperación de alguna de esas tierras. Con sus dos principales aliados militares en la región (Checoslovaquia y Polonia) borrados del mapa por Alemania, mientras el ejército francés era apabullado por los panzers, el nuevo gobierno rumano presidido por el general Antonescu se echó a los brazos de Hitler y se convirtió en su principal apoyo para la realización de la Operación Barbarroja.
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Cuando se rompieron las hostilidades (22 de junio de 1941), el Delfinul era el único submarino del Eje presente en el Mar Negro. A pocas millas se encontraba la potente flota soviética, con el acorazado Parizhskaya Kommuna, los modernos cruceros Molotov y Voroshilov, los cruceros ligeros Krasnyi Krym, Chervona Ukraina y Krasnyi Kavkaz, dieciocho destructores, ochenta y cuatro lanchas torpederas y cuarenta y cuatro submarinos. Pese a esta desproporción de fuerzas (Rumanía sólo contaba con cuatro destructores), la simple existencia del submarino rumano obligó a los soviéticos a estar continuamente alerta durante sus navegaciones. De igual modo, el Delfinul fue empleado con mucha prudencia por parte rumana, dado el enorme valor del buque. Entre 1941 y 1944 realizó nueve patrullas, y en todas ellas su tripulación dio buenas muestras de pericia y profesionalismo.
La primera tuvo lugar entre el 22 y el 27 de junio de 1941, y consistió en una misión de reconocimiento del área cercana a su base en Constanza. Detectó la presencia de una fuerza soviética que se aproximaba a la ciudad, y pudo poner en alerta a las baterías de costa: el destructor Moskva fue hundido, y su gemelo Kharkov y el crucero Voroshilov resultaron alcanzados.
En la segunda misión (10 - 20 de julio de 1941), el Delfinul patrulló el sur de la Península de Crimea para inspeccionar las defensas de la base naval de Norovosiysk. La rotura del girocompás le obligó a regresar, y por el camino se cruzó con otro submarino soviético. Cuando se disponía a entablar duelo artillero, dos hidroaviones hicieron acto de presencia y el Delfinul desistió, sumergiéndose bajo las aguas.
La tercera patrulla (12 - 20 de agosto de 1941) era una misión ofensiva. El objetivo era atacar el tráfico marítimo en el área de Odessa. Era una zona muy hostil, plagada de patrulleros, lanchas torpederas y aviones enemigos. Únicamente en dos ocasiones se tuvo oportunidad de atacar, pero en ambas se perdió el contacto con los blancos. El día del regreso el Delfinul estuvo a punto de ser alcanzado por un torpedo del submarino soviético M-33 a sólo cuatro millas de Constanza.
En la cuarta misión (3 - 19 de septiembre de 1941) se volvió a adentrar en aguas controladas por los soviéticos. El día 9 fue descubierto por el crucero minador Komintern cerca del Cabo Otrishenok, pero se libró de ser atacado realizando una inmersión de emergencia. Al día siguiente divisó un convoy formado por dos buques grandes, pero una de las lanchas torpederas que lo escoltaban detectó al submarino, obligándolo a retirarse. Idéntico episodio se repitió el día 16, al oeste de Norovosiysk. Un petrolero se le puso a tiro, pero los escoltas forzaron la retirada. Hay que tener en cuenta que el Delfinul había recibido órdenes de evitar cualquier riesgo innecesario ya que era un buque único en su tipo e irreemplazable. Durante el regreso fue hostigado por aviones y cazasubmarinos, pero volvió intacto a su base.
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En la quinta patrulla (2 - 7 de noviembre de 1941) el submarino pudo realizar, por fin, su primer (y último) ataque con torpedos. La misión consistía en atacar los convoyes que abastecían Sevastopol. Cerca de Yalta se entró en contacto con un transporte soviético, al que se lanzó un torpedo desde uno de los tubos de proa. La tripulación del Delfinul escuchó dos explosiones, y una hora después hicieron acto de presencia los cazasubmarinos, que le lanzaron unas noventa cargas de profundidad. El Delfinul esquivó todos los ataques y pudo alcanzar la costa turca, para llegar finalmente a Constanza. El buque atacado y hundido fue probablemente el Uralets (1.975 toneladas), aunque fuentes rusas aseguran que este transporte fue bombardeado por la Luftwaffe en Yevpatoria el 29 de octubre. En cualquier caso, el comandante del Delfinul, capitán de corbeta Constantin Costachescu, fue recompensado con la Orden de Miguel el Valiente de tercera clase por esta misión.
La sexta patrulla debía atacar las comunicaciones entre Batumi y Estambul. El Delfinul zarpó el 30 de noviembre, pero el 3 de diciembre tuvo que regresar debido al mal tiempo.
La séptima (6-13 de diciembre de 1941) se planteó con los mismos objetivos, pero no se encontró ningún convoy enemigo.
La primera misión de 1942 (18-30 de mayo) llevó al buque al norte de la costa turca, pero de nuevo fue imposible localizar blancos. EL día 27  fue atacado por aviones soviéticos, pero no sufrió daño alguno.
La última patrulla del Delfinul (25 de junio - 3 de julio de 1942) lo llevó al este de Yalta. Un avión de patrulla enemigo lo detectó el 27, y dio la alarma al resto de las fuerzas cercanas. En menos de doce horas el submarino fue atacado con unas doscientas cuarenta cargas de profundidad, una de las cuales dañó un tanque de combustible. Al día siguiente otro avión lo sorprendió en superficie y ametralló la torre. El 1 de julio otra vez fue detectado desde el aire. Doscientas sesena y ocho explosiones, entre bombas y cargas de profundidad, se contaron desde el submarino.
Cuando el Delfinul regresó a Constanza requirió reparaciones intensivas, y permaneció en el dique seco hasta el final de la guerra. Los soviéticos lo confiscaron tras la capitulación rumana y el cambio de bando el 23 de agosto de 1944.
Conscientes del limitado servicio que podía prestar un único submarino, las autoridades rumanas decidieron expandir la flotilla poco después de la incorporación del Delfinul. La adquisición de nuevas unidades urgía, y para ello se recurrió a diseños de I.v.S, una empresa creada por Alemania en los Países Bajos durante la época de la República de Weimar para poder diseñar y construir submarinos lejos de las trabas del Tratado de Versalles. Debemos percatarnos del hecho de que en esos momentos Alemania ya estaba libre de construir submarinos para su propio uso, y que I.v.S. ya no tenía razón de ser, pues sus objetivos (desarrollar los futuros proyectos alemanes clandestinos actuando como tapadera) habían sido cumplidos con creces. No obstante, sus diseños eran dignos de tener en consideración, así que no es extraño que el gobierno rumano iniciase negociaciones con la empresa germano-holandesa para construir localmente submarinos en el astillero Santieri, ubicado en la ciudad de Galati.
Las unidades contratadas fueron dos, de diferentes características. La primera de ellas era un submarino minador mediano, no costero, bautizado como Rechinul (“Tiburón”). Su construcción fue lenta pues, si bien comenzó en 1938, hasta el 5 de mayo de 1941 no fue lanzado al agua, quedando completado el 9 de mayo de 1943. Concienzudas pruebas de mar, justificables por ser el primer sumergible construido en Rumanía, pero inoportunas dado el feo cariz que la guerra estaba tomando para las potencias del Eje, hicieron que sólo en abril de 1944 recibiese el visto bueno para entrar en combate.
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El Rechinul realizó únicamente dos patrullas de guerra. La primera tuvo lugar entre el 20 de abril y el 15 de mayo de 1944, y en ella su misión era la de vigilar la actividad del puerto turco de Zonguldak, desde donde se exportaba principalmente carbón. En esos momentos, Turquía estaba bajo una fuerte presión por parte de los Aliados para unirse a ellos. En tal caso, el objetivo del Rechinul era desbaratar el tráfico impidiendo que los barcos que zarpasen de Zonguldak llegasen a sus destinos. Como los aliados no podían garantizar a Turquía la defensa de sus costas, el país desestimó su participación en la contienda, así que el submarino rumano recibió inmediatamente una nueva misión: desplazarse hasta el puerto soviético de Batumi, desde el que operaban numerosas unidades navales que podían poner en peligro la evacuación de las tropas del Eje en Crimea. Las defensas antisubmarinas eran densas, y el Rechinul tuvo bastantes encontronazos con patrulleros y aeronaves enemigas que aconsejaron su regreso a Constanza, a donde arribó el 15 de mayo.
La segunda y última patrulla consistió en una misión de vigilancia en Novorosiysk entre el 15 de junio y el 29 de julio. Por desgracia, en lugar de hostigar a las fuerzas navales soviéticas, el Rechinul no hizo otra cosa que intentar evadir el acoso al que estuvo sometido. El día 17 fue atacado con dieciséis cargas de profundidad; el 18, con treinta y ocho; y el 21, con cuarenta y tres. El dominio del Mar Negro por parte de los soviéticos era incontestable, y el día 27 recibió la orden de retornar a Constanza.
La otra unidad construida localmente era un submarino minador al que se le bautizó como Marsuinul (“Marsopa”). Medía 58 metros de eslora, 5’6 de manga y 3’6 de calado. Desplazaba 620 toneladas en superficie y 835 sumergido, y su aparato motor era idéntico al del Rechinul. Sus puntas de velocidad eran de 16 y 9 nudos en superficie y en inmersión, respectivamente. Los seis tubos lanzatorpedos, de 483 mm., se situaban cuatro a proa y dos a popa. Estaba previsto que pudiese llevar hasta veinte minas, pero antes de ser completado fue replanteado como submarino de ataque, así que los compartimentos destinados a alojar las minas fueron convertidos en tanques adicionales para fuel. Por eso gozó de mayor alcance y autonomía que los otros submarinos rumanos (8.000 millas, o cuarenta y cinco días de navegación). El resto de su armamento, el artillero, lo conformaban un cañón de 102 mm. y otro de 37 antiaéreo. La dotación estaba compuesta por cuarenta y cinco hombres.
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El Marsuinul fue botado el 25 de mayo de 1941, y entró oficialmente en servicio en julio de 1943. No obstante, al igual que el Rechinul, pasó casi un año hasta que fue declarado operativo por la Armada. Eso ocurrió en abril de 1944, así que al buque sólo le quedaron apenas cinco meses hasta la capitulación rumana. Sólo pudo realizar una patrulla de guerra, entre el 10 y el 27 de mayo. Su misión era continuar el cometido del Rechinul vigilando el área de Batumi. Durante la breve y accidentada empresa sufrió ataques por parte de un patrullero alemán, que lo confundió con una unidad soviética, y luego por un avión de la Luftwaffe y una lancha patrullera tripulada por marinos croatas por idéntico motivo, lo cual lo obligó a sumergirse hasta una profundidad de 90 metros. Solucionados estos “malentendidos”, el Marsuinul intentó cuatro veces, en vano, llegar a Batumi, pero cuatro veces fue atacado por los patrulleros y destructores soviéticos, que le arrojaron entre el 18 y el 22 de mayo hasta ciento noventa y nueve cargas de profundidad, según el cómputo de los propios submarinistas rumanos. A esas alturas del mes la evacuación de Crimea había sido completada, y no existía necesidad de que el Marsuinul se aventurase por quinta vez en aguas peligrosas para proporcionar una cobertura que ya no hacía falta, así que el 23 recibió órdenes de regresar a su base. El día 25 ingresó en Constanza, y no volvió a navegar con la bandera azul, amarilla y roja.
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Hubo otros cinco submarinos que sirvieron durante la Segunda Guerra Mundial en la Armada Rumana. Se trata de unas diminutas unidades italianas del tipo CB. Con 15 metros de eslora, 44 toneladas de desplazamiento, dos tubos lanzatorpedos externos y cuatro tripulantes, eran buques de limitadísima utilidad. Llegaron por tren a Rumanía en septiembre de 1943, y tras un breve adiestramiento, el 30 de noviembre fue declarado operativo el Segundo Escuadrón de Submarinos. Su actividad se redujo a única misión de reconocimiento a treinta millas de la costa de Constanza. Uno de ellos, el CB-3, fue hundido el 20 de agosto durante una incursión aérea sobre la base.
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El 29 de agosto las tropas soviéticas entraron en Constanza y capturaron el trío de submarinos rumanos junto a las cuatro unidades menores supervivientes. El 14 de septiembre, dos días después de la firma del armisticio a través del cual los buques se cedían a la Armada Roja, fueron oficialmente dados de alta con su nueva insignia: el Rechinul se convirtió en el TS-1, el Marsuinul en el TS-2 y el Delfinul en el TS-3. No volvieron a entrar en combate, y pasaron la posguerra navegando poco a lo largo de las costas septentrionales del Mar Negro. En 1951, como gesto de buena voluntad de la Unión Soviética hacia su reciente estado-satélite, los submarinos fueron devueltos, pero su vejez y desgaste motivaron que fuesen desguazados inmediatamente. Además, el Tratado de París firmado en 1947 entre Rumanía y los Aliados prohibía al país carpático poseer este tipo de buques, por lo que el arma submarina rumana quedó sepultada hasta ya entrados los años 80. Fue entonces cuando un segundo Delfinul, de construcción soviética, se incorporó a la Armada. Hoy permanece oficialmente en servicio, pero desde 1995 no navega al no haberse destinado fondos a sus trabajos de mantenimiento mayor. Es, sin duda, un triste eco de la breve pero intensa historia naval en las profundidades marinas protagonizada por la Armada Rumana en la Segunda Guerra Mundial.
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albertohernandezmoreno · 6 years ago
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El Senet
El Senet era un juego de mesa muy popular en el Antiguo Egipto. Se han encontrado cerca de cincuenta tableros en diferentes tumbas y, sin embargo, no han aparecido sus reglas, ni en escritura sobre papiro ni en pintura mural alguna. Quizás porque era tan popular que no se consideró necesario hacer referencia expresa a las mismas. Su nombre significa “tránsito” y simboliza el paso del espíritu a una vida más allá de la muerte. El movimiento de las piezas sobre el tablero alude al errático caminar del alma en el otro mundo.
La referencia conocida más antigua al Senet está pintada en una pared en la tumba de Hesy, durante la dinastía III (2650 a.C.), que lo muestra siendo jugado con siete peones por jugador (en otras pinturas se representa con diez peones por jugador).
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Después hay varias referencias más en diversas tumbas como en la de Nefertari -que aparece en una pintura de su tumba jugando al Senet- o la de Tutankamón -que tenía cuatro Senet en su tumba para jugar durante la eternidad- o de Sennedyem -que aparece, junto a su esposa Inyferti, jugando al Senet en su tumba-. El juego se consideraba una referencia al sortilegio 17 del Libro de los Muertos, ya que representa el Juicio de Osiris, la victoria del difunto y su entrada en la Duat (el inframundo egipcio).
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Este juego guarda ciertas similitudes con el Juego Real de Ur y el Tabulae romano, por lo que se cree que el Senet puede ser un predecesor de éste último y derivado del primero. Es evidente que este juego gozaba de una gran importancia y prestigio en el mundo egipcio debido al descubrimiento de varios tableros en tumbas notables, como los cuatro lujosos juegos que fueron encontrados en la tumba de Tutankamón. Los egipcios creían que debían enfrentarse al alguna deidad jugando al mismo en su tránsito hacia el más allá, teniendo mucho que ver el resultado de la partida con su destino en el mismo. Podemos deducir esto último porque en algunas tumbas se representa al difunto jugando contra un contrincante invisible.
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Era posiblemente el juego más popular del Antiguo Egipto ya que, como hemos dicho, se han encontrado juegos de Senet o partes del mismo en un gran número de tumbas, tanto de nobles como del pueblo llano y hay varios frescos que representan a faraones o nobles y esclavos jugando. Los tableros, así como las fichas, se fabricaban en una gran variedad de materiales, probablemente dependiendo del poder adquisitivo del comprador. De este modo podemos encontrar piezas de barro cocido, de metal, de hueso o de piedras semipreciosas como el lapislázuli. Igual sucede con los tableros, en los que podemos apreciar una amplia gama desde el barro cocido hasta maderas nobles talladas y policromadas, o incluso nácar incrustado o formando las casillas.
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El objetivo del Senet es sacar tus piezas del tablero antes que el adversario, siguiendo una serie de reglas, avanzando tus propias fichas y, capturando y bloqueando las piezas del adversario. Aunque no han llegado hasta hoy día sus reglas, probablemente porque era tan popular que prácticamente todo el mundo sabía jugar o se transmitían de modo oral, hay varios arqueólogos que las han reconstruido gracias a sus investigaciones, con el resultado de varias versiones o que pudieron convivir (al igual que sucede hoy día con otros juegos de mesa que tienen varias formas de jugarse).
Es un juego para dos contrincantes y consta de un tablero de tres filas paralelas con diez casilleros cuadrados cada una y, de un número de piezas, que dependiendo de la variante del juego, pueden ser entre diez y veinte en total. Normalmente las piezas de ambos jugadores eran muy diferentes siendo las de uno de forma cónica y las del otro de forma cilíndrica entallada y, a su vez, unas de color oscuro y otras de color claro, aunque parece ser que el color dependía más del material del que estaban hechas y era la forma la que distinguía las de un jugador u otro siendo las cónicas ligeramente más altas. 
El orden de los cuadrados es del 1 al 10 de izquierda a derecha en la primera fila, del 11 al 20 de derecha a izquierda en la segunda fila y, del 21 al 30 de izquierda a derecha en la tercera fila, siendo este el sentido que deben seguir las fichas de los dos jugadores al avanzar saliendo sus 10 fichas de la primera fila colocadas alternativamente ocupando esta por completo y parte de la segunda en la modalidad de 14 fichas. Existen varias casillas especiales que contienen signos jeroglíficos: la 15 (la Casa del Renacimiento), la 26 (la Casa de la Felicidad), la 27 (la Casa del Agua), la 28 (la Casa de las Tres Verdades) y la 30 (la Casa de Ra).
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La cantidad de casillas que cada ficha puede avanzar está determinada por cuatro tablillas cuyas caras son de distinto color (normalmente blanca y negra), que al ser lanzadas establecen las siguientes cantidades, según como caigan:
- Una cara blanca: 1 movimiento
- Dos caras blancas: 2 movimientos
- Tres caras blancas: 3 movimientos
- Cuatro caras blancas: 4 movimientos
- Ninguna cara blanca: 5 movimientos
Dos fichas no pueden coincidir en la misma casilla. Lo que sí puede hacer un jugador es “comer” la ficha del rival cuando coloca la suya en una previamente ocupada por el rival. El único modo de proteger una ficha es situarla contigua a otra. Una tercera colocada en hilera forma una barrera que impide el paso a fichas enemigas. En cuanto a las casillas especiales, caer en la Casa del Agua obliga a la ficha a retroceder hasta la Casa del Renacimiento. Las Casas de la Felicidad, las Tres Verdades y Ra constituyen lugares seguros, pero sólo es posible abandonarlas obteniendo la tirada exacta que permita a la ficha salir del tablero. 
Como otros juegos de mesa de la Antigüedad, el Senet se comercializa en distintas versiones muy elaboradas, pero es posible reproducirlo artesanalmente.
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albertohernandezmoreno · 6 years ago
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El Juego Real de Ur
Los juegos de mesa han estado presentes desde hace milenios no sólo para hacer menos tedioso el tiempo libre de nuestros ancestros, sino también para codificar lúdicamente sus costumbres, creencias y modos de ver el mundo. 
El juego real de Ur es el más antiguo que se conoce. Entre 1922 y 1938, el arqueólogo británico Sir Leonard Woolley encontró varios tableros, utilizados hace más de 4.500 años, en la ciudad de Ur, capital principal de los sumerios en el sur de la Baja Mesopotamia. Se supone que este pueblo tenía por costumbre colocarlos en las tumbas, para que las almas de los difuntos tuvieran un pasatiempo con el que entretener su eternidad.
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Los sumerios fueron un pueblo fascinante. inventaron la escritura cuneiforme, dividieron el círculo en trescientos sesenta grados y el día en las veinticuatro horas de sesenta minutos que todos conocemos. E idearon, además, este juego cuyas reglas originales no se conocen, pero sí las que se utilizaban en el 177-176 a.C., fecha en la que se descubrió una tablilla cuneiforme que, haciendo uso del mismo tipo de tablero, relata las instrucciones por las que se regía en ese momento. Los primeros juegos muestran variedad de modelos en la decoración del tablero pero, en todos ellos, aparecen cinco rosetones, lo que conduce a suponer que son significativos, aunque no se puede descartar que otros símbolos también lo sean, o que haya varias reglas de juego.
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Durante sus excavaciones, Woolley encontró cinco tableros como éste, que se conserva en el Museo Británico. Todos contienen veinte casillas distribuidas en dos cuerpos principales y un pasillo de enlace. El juego precisaba, además, siete fichas diferenciadas para cada uno de los dos jugadores que se enfrentaban, y cuatro dados piramidales con dos de los vértices pintados de blanco, de manera que el número de vértices pintados que quedan como cúspides tras ser lanzados indican las casillas que pueden moverse.  El objetivo de cada jugador era sacar sus siete fichas del tablero siguiendo el camino que se muestra en el diagrama inferior. Todo según las siguientes reglas:
- Comienza la partida con todas las fichas fuera del tablero. Se introducen de forma sucesiva, y con la puntuación obtenida con los dados. Se puede tener sobre el tablero tantas fichas como desee.
- Cada jugador va recorriendo su itinerario según los puntos que le van otorgando los dados. 
- En cada casilla puede haber tantas fichas de un mismo jugador como se estime oportuno. Pero si una ficha cae en una casilla ocupada por el adversario todas las que la ocupan son expulsadas del tablero y devueltas a su propietario para que las introduzca de nuevo.
- Los rosetones permiten una tirada adicional.
- Ahora bien, las fichas sólo podrán ser atacadas por otras que vayan en su misma dirección, es decir, que presenten la misma marca en su cara visible. Por tanto, fichas de distinto color podrán compartir casilla si su dirección es distinta.
- Para salir del tablero, las fichas tienen que ir a parar exactamente a la casilla de salida. Gana el primero que consigue sacar todas sus fichas del tablero.
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La importancia del Juego Real de Ur radica no sólo en ser el más antiguo de los hasta ahora conocidos, sino en ser el primero en basarse en la mecánica de la carrera de fichas que deben salir de tablero mediante tiradas de dados y obstaculizadas por distintas mecánicas. Genéticamente de él derivan dos de los principales juegos egipcios, el Senet y el Tjau y sus procedimientos, bastante modificados, son los que encontraremos posteriormente en el juego que los romanos llamarán Tabulae (Tablas, conocidos en el mundo angloparlante como Backgammon), y los persas Nard, e incluso en el Pachisi indio, antecesor del famoso Parchís.
Aunque se venden réplicas de muy buena calidad de los tableros originales encontrados en Sumeria, es muy fácil fabricar de manera doméstica el Juego Real de Ur, como éste que hice en su momento.
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albertohernandezmoreno · 6 years ago
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Amadeo de Saboya, el Duque de Hierro
ESTE ARTÍCULO FUE PUBLICADO POR PRIMERA VEZ EN EL NÚMERO 45 DE LA REVISTA ARES ENYALIUS
La siempre controvertida participación italiana en la Segunda Guerra Mundial tradicionalmente ha puesto en tela de juicio a sus generales. A diferencia de Gran Bretaña, Alemania, Estados Unidos o la Unión Soviética, Italia no ha proporcionado a la memoria colectiva un Montgomery, un von Manstein, un Patton o un Zhukov; los grandes héroes italianos de la contienda suelen ser buscados entre las filas de los soldados y los oficiales. Pero si hubiese que encontrar a uno entre los generales, el más recordado hoy en Italia probablemente sería el Príncipe Amadeo de Saboya, Duque de Aosta.
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El Príncipe Amadeo de Saboya (Turín, 21 de octubre de 1898 - Nairobi, 3 de marzo de 1942) pertenecía a la segunda rama familiar de la Casa Real de Italia, la de los Duques de Aosta, de la que fue el titular durante buena parte del periodo fascista. El primer Duque de Aosta fue su abuelo Amadeo, efímero monarca español entre 1871 y 1873; su padre, Manuel Filiberto, fue durante ese breve periodo Príncipe de Asturias.
Cursó la Secundaria en el Colegio de San Andrés de Londres, y los estudios castrenses en la Nunziatella de Nápoles, la más antigua academia militar del mundo. Con dieciséis años se presentó voluntario para combatir en la Primera Guerra Mundial cuando Italia declaró la guerra al imperio de los Habsburgo. Su padre exigió que entrase en el Ejército como soldado raso, y dio instrucciones a su superior, el general Petitti di Roreto, para que no recibiese ningún privilegio. Combatió en la región del Carso, encuadrado en el Regimiento de Artillería a Caballo Voloire, y ascendió hasta el empleo de teniente al final de la contienda.
Finalizada la Gran Guerra se dedicó a explorar la Somalia Italiana en compañía de su tío Luis, Duque de los Abruzos, y el Congo Belga. También completó su formación académica, que había quedado interrumpida a causa del conflicto bélico, en Eton y Oxford, y se doctoró en Derecho por la Universidad de Palermo con una profética tesis titulada “Conceptos básicos de la relación jurídica entre los estados modernos y los pueblos indígenas de las colonias”, cuya conclusión era que la imposición de la soberanía de un estado sobre otro se justifica moralmente sólo por la mejora de las condiciones de vida del pueblo colonizado. Ya en Italia, se instaló en el bellísimo Castello di Miramare, a orillas del Adriático en Trieste, y tomó el mando del Regimiento de Artillería 29º, acuartelado en Gorizia. No obstante, descubrió que su verdadera pasión era el vuelo, y el 24 de julio de 1925 consiguió la especialidad de piloto militar.
Tras un breve servicio en las colonias como Inspector de los Grupos del Sahara, volvió a Italia y el 5 de noviembre de 1927 se casó con la princesa Ana de Orleans. Tres años después nació la primera hija, la princesa Margarita, y después de otros tres la segunda, la princesa María Cristina.
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El 4 de julio de 1931 se convirtió en Duque de Aosta tras el fallecimiento de su padre (antes ostentaba el título de Duque de Apulia). Un año después se enroló en la Regia Aeronautica y participó en la Guerra de Abisinia como piloto de combate. Con el tiempo llegó a ser uno de los cuatro oficiales de la Regia Aeronautica que alcanzaron el grado de Generale d’Armata Aerea, inferior únicamente a los de Maresciallo dell’Aria (sólo hubo uno, Italo Balbo) y Primo Maresciallo dell’Impero (reservado para el Jefe del Estado y el Jefe del Gobierno, es decir, Víctor Manuel III y Benito Mussolini). En la Regia Aeronautica estuvo al mando de la 1ª División Aérea “Aquila”, cuyo cuartel general se encontraba también en Gorizia.
El 21 de octubre de 1937 abandonó su residencia de Trieste para sustituir al Mariscal Rodolfo Graziani como máxima autoridad civil y militar (Virrey) en el África Oriental, conjunto de territorios bajo soberanía italiana que incluía las colonias de Somalia y Eritrea, y el recién conquistado Imperio Etíope. Amadeo presentaba un perfil menos politizado que Graziani (un fervoroso fascista) y carecía de la fama de cruel represor que su antecesor se había ganado como “pacificador” de las colonias libias de Cirenaica y Tripolitania (no en vano fue apodado “el carnicero de Fezzan”). Es en estos meses cuando desde ciertos sectores fascistas se propone al General Franco, que casi tenía a su alcance la victoria en la Guerra Civil, que el Príncipe Amadeo fuese coronado Rey de España. El principal argumento de quienes defendían la iniciativa era que, de no haber abdicado Amadeo I en 1873, el trono español lo estaría ocupando precisamente él, como nieto primogénito. No obstante, la Casa de Saboya no respaldó esta postulación por respeto a Alfonso XIII, en ese momento exiliado en Roma bajo la protección de Víctor Manuel III. Además, en España había escaso interés en la restauración de la monarquía, y menos aún de la lejana Casa de Saboya.
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El Duque de Aosta se ganó rápidamente en África el reconocimiento de los nativos, los colonos italianos y la guarnición militar. Cuando Italia declaró la guerra a Gran Bretaña y a Francia el 10 de junio de 1940, Amadeo se percató de la debilidad de las guarniciones británicas en los territorios vecinos, y lideró una ofensiva general con todas sus fuerzas disponibles sobre Sudán, Kenia y Somalia, en la que consiguió importantes avances en los dos primeros, y la conquista del tercero. Fue entonces cuando se ganó el apelativo de “el Duque de Hierro”. Contaba con unas fuerzas nada desdeñables, pero que tuvieron que combatir en varios frentes simultáneamente y completamente aisladas: unos 260.000 soldados (de los cuales casi el 70% eran tropas indígenas, incluidos los temibles askaris eritreos y dubats somalíes) organizados en dos divisiones de infantería (las mejores tropas disponibles; eran la 40ª “Cazadores de África” y la 65ª “Granaderos de Saboya”), treinta y tres brigadas coloniales, once batallones de Camisas Negras, dos compañías de tanquetas L3/35, dos de tanques medianos M11/37 y diez baterías de obuses; unos 240 aviones (los principales modelos eran bombarderos Ca.133, SM.79 y SM.81 y cazas CR.32 y CR.42); y la Flotilla del Mar Rojo, formada por siete destructores, ocho submarinos, cinco lanchas torpederas, un cañonero colonial y dos mercantes armados.
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En enero de 1941 los británicos contraatacaron e hicieron retroceder a las tropas del Duque de Aosta hasta posiciones defensivas en el África Oriental. En la Batalla de Keren perdieron el control de Eritrea, incluida Massawa, la principal base naval italiana. Totalmente incomunicado con la metrópolis, mermado de suministros y rodeado por el enemigo, Amadeo ordenó la fortificación de los puntos estratégicos de Gondar, Dessie, Gimma y, especialmente, Amba Alagi, en cuyas montañas y cavernas fijó su cuartel general. Allí resistió el asedio de 9.000 británicos al mando del general Alan Cunningham y 20.000 etíopes fieles al recién llegado Haile Selassi, entre febrero y mayo, con apenas 7.000 hombres, incluidos soldados, carabineros, aviadores, marinos y tropas indígenas. El 14 de mayo recibió desde Roma la autorización para rendir la plaza, y envió al general Giovan Battista Volpini a negociar con Cunningham, pero Volpini fue asesinado por rebeldes etíopes al intentar atravesar el cerco. El día 17, con el agua y los alimentos agotados, se acordó finalmente la rendición. El Duque de Aosta dio permiso a las tropas indígenas para que regresasen a sus hogares, pero nadie abandonó Amba Alagi. El día 19 los italianos salieron finalmente de las cavernas; el Duque salió el último mientras se arriaba la bandera tricolor. Los británicos, como reconocimiento de su tenacidad, le concedieron honores militares antes de trasladarlo a un campo de prisioneros en Dònyo Sàbouk, cerca de Nairobi.
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Por su tenaz resistencia recibió la más alta condecoración militar italiana, la Medalla de Oro al Valor, aunque no tuvo la posibilidad de que se la entregasen porque jamás volvió a su país: enfermo de tifus y malaria, a causa de las insalubres condiciones de la prisión, murió el 3 de marzo de 1942 en Nairobi. El título de Duque de Aosta pasó entonces a su hermano Aimón, que además era Duque de Spoleto y rey titular de Croacia con el nombre de Tomislav II, pues Amadeo, como dijimos, sólo había tenido dos hijas en su matrimonio. Fue enterrado en el Cementerio Militar Italiano de Nyeri junto a 676 de sus soldados que también perecieron en cautividad. Por lo que respecta a los que se habían quedado en África Oriental, siguieron resistiendo en sus fortalezas hasta que la última de ellas, Gondar, cayó el 11 de noviembre de 1941. No obstante, numerosos italianos (soldados que no habían sido capturados, camisas negras y colonos, apoyados por nativos eritreos y somalíes) mantuvieron una guerra de guerrillas contra los británicos hasta otoño de 1943, cuando se firmó el armisticio final entre Italia y los Aliados.
Inmediatamente después de su fallecimiento se instituyó una medalla como recompensa para todos aquellos militares, funcionarios civiles y de la Casa Real que sirvieron a sus órdenes. Como la mayoría de los receptores se encontraban prisioneros en África sólo pudo ser entregada tras la rendición italiana y el retorno de los cautivos a partir de 1945, pero no llegó concederse masivamente por dos motivos: las alusiones fascistas de su diseño (Mussolini había caído en julio de 1943) y el fin de la propia monarquía el 12 de junio de 1946. Así pues, muy pocas medallas realmente fueron entregadas. La pieza muestra en el anverso la efigie del Duque de Aosta, y en el reverso un extracto del decreto por el que se le concedía la Medalla de Oro al Valor. El texto completo decía lo siguiente:
Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas en el África Oriental Italiana, durante doce meses de lucha feroz, aislado de la Madre Patria, rodeado por el enemigo abrumadoramente superior en fuerzas y medios, confirmó su capacidad ya probada de líder competente y heroico. Osado aviador, guía incansable de sus tropas, a las que condujo por cualquier lugar por tierra, mar y aire en victoriosas ofensivas y en tenaces defensas contra importantes adversarios. Asediado en Amba Alagi, al mando de su grupo de guerreros resistió más allá de los límites de las posibilidades humanas, en un titánico esfuerzo que se ganó la admiración del propio enemigo. Fiel continuador de las tradiciones militares de la Casa de Saboya e símbolo de la virtud romana de la Italia Imperial y Fascista en el África Oriental Italiana, desde el junio de 1940 hasta el 18 de mayo de 1941.
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Amadeo, Duque de Aosta, es considerado uno de los generales italianos más brillantes no sólo de la Segunda Guerra Mundial, sino también de todo el siglo XX. Su impresionante hoja de servicios registra las siguientes condecoraciones:
- Caballero de la Orden de la Anunziata
- Gran Cruz de la Orden de San Mauricio y San Lázaro
- Gran Cruz de la Orden de la Corona de Italia
- Caballero de la Orden Civil de Saboya
- Oficial de la Orden Militar de Saboya
- Medalla de Oro al Valor Militar
- Medalla de Plata al Valor Militar
- Cruz al Mérito de Guerra
- Medalla por el mando prolongado en el Ejército (10 años)
- Medalla por el mando prolongado en la Aviación (10 años)
- Medalla conmemorativa interaliada de la victoria en la Primera Guerra Mundial.
- Medalla conmemorativa de la Guerra italo-austriaca, con pasador de 4 años en el frente.
- Medalla conmemorativa por la participación en la Guerra de Etiopía.
- Medalla por el Quincuagésimo Aniversario de la Unidad de Italia.
- Medalla de Oro al Mérito por la Salud Pública.
- Cruz de Guerra de la República Francesa
- Caballero de Honor de la Orden Militar y Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, Rodas y Malta.
Más allá del plano militar, Amadeo fue un administrador colonial benevolente y respetuoso con la población nativa, y un gran impulsor del desarrollo de las infraestructuras en el África Oriental Italiana. Como reconocimiento por el buen trato otorgado a los etíopes durante su periodo como Virrey en Addis Abeba, Haile Selassie invitó a visitar Etiopía en los años sesenta a su sobrino Amadeo, actual Duque de Aosta, en un notable gesto de reconciliación.
En 1952 fue consagrada la Iglesia Memorial de Guerra de Nyeri, mandada construir por el Estado Italiano en Kenya. Su interior alberga los restos de los 676 soldados muertos en cautiverio, y frente al altar se situó el sepulcro del Duque de Aosta. En el exterior están enterrados los soldados somalíes y eritreos musulmanes que perecieron a su servicio, siguiendo los dictados del ritual islámico. 
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Y en Gorizia puede visitarse un monumento levantado en su honor en 1962. Fue inaugurado el 4 de noviembre de ese año por Antonio Segni, Presidente de la República, lo cual es una muestra del reconocimiento que el Duque se ganó en su país, incluso 14 años después del fin de la monarquía, estando incluso vigente la ley republicana que prohibía a los varones de la Casa de Saboya regresar a Italia.
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albertohernandezmoreno · 6 years ago
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La estructura política y militar del Imperio Alemán en vísperas de la Primera Guerra Mundial
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ESTE TEXTO FUE PUBLICADO POR PRIMERA VEZ EN EL  NÚMERO 33 DE LA REVISTA ARES ENYALIUS
La finalidad de este artículo es dar a conocer la estructura política y militar del Imperio Alemán, el estado europeo que, pese a su tardía formación en 1871, se convirtió en la piedra maestra del juego de poderes mundial. Para ello, examinaremos de forma separada su organización política y su organización militar.
La Constitución Imperial alemana se promulgó el 16 de abril de 1871, proclamado Emperador el Rey Guillermo I de Prusia el 18 de enero de 1871. Vencida Francia ante una coalición de todos los estados alemanes liderada por Prusia, dichos estados se integraron voluntariamente en una misma entidad política bajo la forma federal: una unión libre que garantizaba el funcionamiento autónomo de cada uno de los integrantes en amplísimos campos, incluidos hasta la política exterior y la defensa. Los estados federados eran los siguientes:
 - Cuatro reinos: Prusia, Sajonia, Württemberg y Baviera.
 - Seis grandes ducados: Baden, Oldemburgo, Mecklemburgo-Schwerin, Mecklemburgo-Strelitz, Hesse (oficialmente denominado Gran Ducado de Hesse y del Rin) y Sajonia-Weimar-Eisenach (oficialmente denominado Gran Ducado de Sajonia).
 - Cinco ducados: Brunswick, Anhalt, Sajonia-Coburgo y Gotha, Sajonia-Meiningen y Sajonia-Altenburg.
 - Siete principados: Waldeck-Pyrmont, Lippe, Schaumburg-Lippe, Reuss-Gera, Reuss-Greiz, Schwarzburg-Rudolstadt y Schwarzburg-Sonderhausen.
- Tres ciudades libres: Hamburgo, Bremen y Lübeck.
- Un Territorio Imperial con autogobierno: Alsacia-Lorena.
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 Cabe destacar que dos y dos de estos estados estaban regidos por los mismos príncipes bajo la forma de unión personal, aunque conservando cada uno de ellos su gobierno, instituciones y representación en los órganos imperiales: Schwarzburg-Rudolstadt y Schwarzburg-Sonderhausen estaban regidos desde 1909 por el Príncipe Günther Víctor I, al extinguirse la rama de Sonderhausen en ese año. En Reuss-Greiz encarnaba la regencia el Príncipe Enrique XXVII desde 1902, debido a la incapacidad física y mental del Príncipe Enrique XIV (que tampoco tenía hijos, y cuyo heredero dinástico era también el propio Enrique XXVII).
Al margen de estos estados federados autónomos a todos los efectos, existían los territorios coloniales administrados por gobernadores nombrados desde Berlín. Se trataba de un imperio colonial bastante extenso pero muy disperso, sin la cohesión territorial de las posesiones francesas y británicas. Eso explica la rapidez con la que cayó en manos de los Aliados al poco de estallar la Guerra. Alemania se incorporó de manera tardía a la carrera colonial, y tuvo que contentarse con los territorios que aún no habían ocupado otras potencias europeas o negociar el cambio de soberanía de territorios ya administrados por otros países. Sus colonias alemanas, finalmente, eran las siguientes:
- El África Oriental Alemana (la actual Tanzania)
- El África Sudoccidental Alemana (la actual Namibia)
- Camerún (la actual República de Camerún y otras tierras anexas)
- Togo (la actual Togo y parte de Ghana)
 - Nueva Guinea Alemana (la mitad norte de la actual Nueva Guinea, además de los archipiélagos de las Bismarck, las Palaos, las Marianas, las Carolinas y las Marschall, y la isla de Nauru)
- La Samoa Alemana (la actual República de Samoa).
- En China, la ciudad de Tsingtao y una concesión territorial en la ciudad de Tientsin.
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 Como Jefe del Estado, a modo de primus inter pares, se encontraba el Rey de Prusia con el título de “Emperador Alemán” (y no “Emperador de Alemania”, para no herir las susceptibilidades del resto de príncipes). El Emperador tenía, aparte de atribuciones simbólicas como sancionar las leyes, declarar la guerra, firmar la paz y convocar al Reichstag y al Bundesrat, una potestad muy importante: nombrar al Canciller Imperial, interpretando el sentir ideológico de la nación a partir de la composición del Reichstag. En 1914, el Emperador era Guillermo II de Prusia, mientras que el Canciller Imperial era Theobald von Bethmann-Hollweg, un político de corte liberal pero no adscrito a ningún partido. Era usual que el Primer Ministro de Prusia fuese simultáneamente el Canciller Imperial, pero hubo periodos de tiempo en los que ambos cargos estuvieron deslindados.
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Antes de Guillermo II sólo hubo dos emperadores: Guillermo I (1871-1888) y Federico III (1888). Antes de Bethamn-Hollweg, los cancilleres imperiales fueron Otto von Bismarck (1871-1890), Leo von Caprivi (1890-1894), el príncipe Chlodwig de Hohenlohe (1894-1900) y Bernhard von Bülow (1900-1909). A partir de julio de 1917, durante un año caótico, la Jefatura del Gobierno fue ejercida por Georg Michaelis (1917), Georg von Hertling (1917-1918) y el Príncipe Heredero Max de Baden (1918), aunque el poder real, desde la dimisión de Theobald von Bethmann-Hollweg, lo ejercían Paul von Hindenburg y Erich Ludendorff, Jefe del Estado Mayor y Primer Intendente General, respectivamente, del Ejército. En 1909 se creó el cargo de Vicecanciller, desempeñado sucesivamente hasta el final de la Guerra por Clemens von Delbrück (1909-1916), Karl Helfferich (1916-1917) y Friedrich von Payer (1917-1918).
El Canciller gobernaba en Alemania de un modo bastante personalista; no existía gabinete ministerial como tal, sino una serie de Secretarios de Estado nombrados por él que gestionaban los aspectos de política común del Imperio. Sólo había Secretarías de Estado de Interior, Asuntos Exteriores, Marina, Justicia y Finanzas. Posteriormente, durante la Guerra, se crearon las de Economía y Alimentación.
Uno de los grandes retos de los juristas alemanes fue sistematizar y unificar las diferentes y heterogéneas leyes vigentes en cada uno de los estados, desde el liberal Gran Ducado de Oldemburgo hasta los feudales Grandes Ducados de Mecklemburgo. La institucionalización del Reich se realizó de manera progresiva y rápida: en 1872 se promulgó un Código Penal común; en 1873, la Ley sobre Pesas, Medidas y Moneda que unificaba los diversos sistemas existentes en cada estado; en 1875 se creó el Banco Nacional; y en 1879 se unificó la jurisprudencia y la organización judicial y se creó el Tribunal Imperial con sede en Leipzig. Pero el mayor fruto de ese esfuerzo fue el Código Civil o Bürgerliches Gesetzbuch, cuya redacción empezó en 1881 y que entró en vigor en 1900. Este texto, que ha inspirado a otros similares en otras naciones, sigue vigente en la actualidad, con diversas modificaciones.
La Constitución de 1871 apostaba por un sistema bicameral. El Reichstag, donde estaba representado el pueblo, equivalía a nuestras Cortes. Sus diputados eran elegidos por sufragio universal masculino de mayores de veinticinco años entre todos los partidos existentes. Aunque la lista de partidos era grande, seis eran los que protagonizaron la escena política alemana durante el periodo: el Partido Conservador (la voz de los nobles y terratenientes prusianos), el Partido Conservador Libre (defensor de los grandes intereses industriales y comerciales), el Partido Nacional Liberal (impulsores del liberalismo económico y la expansión colonial), el Partido Progresista (defensor de darle más poder al Parlamento en detrimento del Emperador y el Canciller), el Partido de Centro (de inspiración católica, conservador en lo político y progresista en lo social) y el Partido Social Demócrata (que planteaba la conciliación entre el impulso revolucionario y la lealtad institucional).
Los distintos estados del Imperio aportaban diputados para los 397 escaños en forma proporcional a su población. A esta institución le correspondían las tareas principales de elaborar leyes y aprobar los presupuestos del Gobierno, aunque no tenía competencias para autorizar o desautorizar sus decisiones. Inicialmente se renovaba cada tres años, pero desde 1890 lo hacía cada cinco. La otra cámara era el Bundesrat, asamblea de representación territorial equivalente a nuestro Senado a la que cada estado federado mandaba de manera proporcional sus representantes. El Bundesrat se ocupaba de los aspectos de la política común alemana a través de diversas comisiones permanentes: Ejército, Marina, Comercio, Hacienda, Transportes y Comunicaciones, Justicia y Relaciones Exteriores. El reparto de escaños en ambas cámaras se hizo del siguiente modo:
 - Prusia mandaba 235 diputados al Reichstag y 17 senadores al Bundesrat.
- Baviera, 48 y 6.
- Sajonia, 23 y 4.
- Württemberg, 17 y 4.
- Baden, 14 y 3.
- Hesse, 9 y 3.
- Mecklemburgo-Schwerin, 6 y 2.
- Mecklemburgo-Strelitz, 1 y 1.
- Oldemburgo, 3 y 1.
- Sajonia-Weimar-Eisenach, 5 y 1.
- Brunswick, 3 y 2.
- Anhalt, 2 y 1.
- Sajonia-Meiningen, 2 y 1.
- Sajonia-Coburgo y Gotha, 2 y 1.
- Sajonia-Altenburg, 1 y 1.
- Los dos principados de Reuss, 1 y 1 cada uno.
- Los dos principados de Schwarzburg, 1 y 1 cada uno.
- Waldeck-Pyrmont, 2 y 1.
- Lippe, 1 y 1.
- Schaumburg-Lippe, 1 y 1.
- El territorio de Alsacia y Lorena, 15 y 3.
- Las ciudades de Hamburgo, Bremen y Lübeck, 1 y 1 cada una.
La preeminencia prusiana en ambas cámaras era evidente. Los prusianos controlaban casi dos terceras partes del Reichstag y podían ejercer cómodamente en el Bundesrat el veto (que se lograba con 14 votos). No en vano, más del 60% del territorio y la población de Alemania pertenecían a Prusia. Aun así, cada estado federado tenía una autonomía interna absoluta, y en algunos casos hasta externa al contar con representación diplomática propia en el extranjero y hasta de sus propios ministerios de la Guerra, como veremos a continuación.
Desde el punto de vista militar, el Imperio supo conciliar de manera magistral los particularismos históricos de cada uno de sus estados componentes con la necesidad de formar un gran ejército nacional que pronto constituyó la máquina de guerra más formidable de toda Europa y, por ende, del mundo.
El Ejército Imperial Alemán o Kaiserliches Heer era federal. Su Comandante en Jefe era el Emperador, y lo formaba la unión coordinada de los ejércitos de los cuatro estados principales (Prusia, Baviera, Sajonia y Württemberg). A su vez, el Ejército de Prusia encuadraba las pequeñas Fuerzas Armadas del resto de estados, aunque éstos mantuvieron sus uniformes, nombres de regimientos, condecoraciones y demás peculiaridades propias.
En la base del sistema militar alemán estaban los regimientos. En 1914, justo antes de comenzar la Guerra, había 218 regimientos de infantería, 110 de caballería, 101 de artillería ligera o de campaña (cañones y obuses de hasta 105 mm.) y 25 de artillería pesada. Los estados realizaban las siguientes contribuciones:
- Prusia aportaba 114 regimientos de infantería, 77 de caballería, 60 de artillería de campaña y 18 de artillería pesada.
- Baviera aportaba 24, 12, 12 y 3.
- Sajonia, 17, 8, 8 y 2.
 - Württemberg, 10, 4 y 4 (no había regimientos de artillería pesada de Württemberg)
- Baden, 9, 3, 5 y 1.
- Hesse, 4, 2 y 2.
 - Los dos Grandes Ducados de Mecklemburgo, 2, 2 y 1 (eran unidades administrativamente de Schwerin, a las que Strelitz aportaba algunos batallones.
 - Oldemburgo y Brunswick, 1 de infantería y 1 de artillería cada uno.
 - Anhalt, los cuatro ducados sajones y las tres ciudades hanseáticas, un regimiento de infantería cada uno.
 - El territorio de Alsacia-Lorena, 17 de infantería, 9 de artillería de campaña y 1 de artillería pesada.
Los estados más pequeños -los principados- no tenían entidad suficiente para formar siquiera un regimiento cada uno, de modo que aportaban batallones a regimientos prusianos ya formados. Pues bien, estos regimientos se agrupaban primero en brigadas; dos brigadas formaban una división. En tiempos de paz había establecidas de forma permanente 50 divisiones. Por estados, esta es la distribución:
- Prusia aportaba 30 divisiones.
- Baviera, 6 divisiones.
- Sajonia, 4 divisiones.
- Württemberg, 2 divisiones.
- Alsacia-Lorena, 4 divisiones (aunque orgánicamente eran divisiones prusianas).
- Baden, 2 divisiones.
- Los dos Grandes Ducados de Mecklemburgo y las tres ciudades libres, 1 división.
- Hesse, 1 división.
Dos divisiones formaban un Cuerpo de Ejército, de manera que en periodo de paz había un total de 25 cuerpos:
- 16 cuerpos prusianos.
- 3 cuerpos bávaros.
- 2 cuerpos sajones.
- 1 cuerpo de Württemberg.
- 1 cuerpo de Baden.
- 2 cuerpos alsaciano-loreneses (administrativamente eran cuerpos prusianos).
 A su vez, los cuerpos se integraban en una unidad militar superior: la Inspectoría. Las ocho inspectorías en tiempos de paz se convertían automáticamente en Ejércitos al estallar la guerra: por eso a Alemania le resultó tan sencillo desplegar sus ocho ejércitos al inicio de la Primera Guerra Mundial. Los inspectores de cada una de estas zonas eran escogidos entre lo más selecto del eficiente cuadro de generales alemanes. En agosto de 1914 estaban a su cargo, por orden de numeración: Max von Prittwitz, Josias von Heeringen, Karl von Bülow, el Príncipe Heredero Roberto de Baviera, el Gran Duque Federico II de Baden, el Duque Alberto de Württemberg, Hermann von Eichhorn y Alexander von Kluck. Las comandancias respectivas se encontraban en Danzig, Dresde, Hannover, Múnich, Karlsruhe, Stuttgart, Saarbrücken y Berlín. Más adelante, durante la Guerra, se formaron nuevos ejércitos, cuerpos, divisiones y brigadas con las tropas de reserva y con la milicia territorial (el Landwehr).
En tiempos de paz, sólo existían dos divisiones de caballería de forma permanente: la de la Guardia Prusiana, y la Bávara. Los restantes regimientos de coraceros, ulanos, húsares, dragones, cazadores y chaveaulegers se integraban en cuatro Inspectorías de Caballería, cuyas comandancias eran Königsberg, Stettin, Estrasburgo y Saarbrücken. Las coordinaba desde Berlín el Inspector General de Caballería, cargo ostentado en 1914 por el General Georg von der Marwitz. En tiempos de paz, los regimientos de caballería se agrupaban en brigadas, estando siempre una brigada adscrita a cada una de las 50 divisiones de infantería. En tiempos de guerra, las divisiones de infantería se quedaron sólo con un regimiento de caballería. Los regimientos sobrantes se agruparon entonces en cuatro cuerpos que actuaban a la vanguardia de los ejércitos abriendo el paso de la infantería, con un total de 11 divisiones disponibles.
 El arma de artillería constaba de 126 regimientos. Artillería ligera y de campaña (pesada) eran responsabilidad de sendas Inspectorías, dirigidas respectivamente por los generales Max von Gallwitz y Ludwig von Lauter. En tiempos de paz los regimientos de artillería ligera quedaban agrupados de dos en dos en brigadas. Cada una de las 50 divisiones del Ejército alistaba, además de dos brigadas de infantería y una de caballería, una brigada de artillería ligera. Los regimientos de artillería pesada quedaban directamente bajo el mando de los comandantes de Cuerpo, y no inscritos en ninguna división.
La planificación militar alemana daba gran importancia a la capacidad de resistir una ofensiva a gran escala tanto por el este como por el oeste. Para ello se contaba con una serie de plazas fuertes en las regiones de Alsacia y Lorena (Mülhausen, Estrasburgo, Metz, Diedenhofen) y en Prusia Oriental (Danzig, Graudenz, Thorn, Königsberg), preparadas para aguantar las embestidas de los ejércitos francés y ruso. La Inspectoría de Fortificaciones, cuya sede se encontraba en Berlín, era la encargada de preparar la defensa de estas plazas estratégicas. Al comienzo de la Guerra ejercía el cargo de inspector el General Eberhard von Claer.
La sección más joven del Ejército era el Fliegertruppen des deutschen Kaiserreiches (“Cuerpo Aéreo del Imperio Alemán”). Fundado en 1910, agrupaba las unidades de dirigibles y aviones de observación, bombardeo, caza y ataque en 10 batallones (5 de observación y 5 de combate). Durante la Guerra, el Cuerpo Aéreo recibió el nuevo nombre de Deutsche Luftstreitkräfte (“Fuerza Aérea Alemana”), con el General Hermann von der Lieth-Thomsen como Comandante en Jefe.
Recapitulamos realizando el siguiente recuento de las fuerzas terrestres alemanas en verano de 1914:
- 8 Inspectorías (además de las de Caballería, Artillería y Fortificaciones)
- 25 Cuerpos
- 50 Divisiones
- 106 Brigadas de Infantería
- 54 Brigadas de Caballería
- 50 Brigadas de Artillería
- 218 Regimientos de Infantería
- 110 Regimientos de Caballería
- 101 Regimientos de Artillería de Campaña
- 25 Regimientos de Artillería Pesada
 - Un gran número de unidades no incluidas en ninguna Brigada o División: 17 batallones de cazadores, 10 destacamentos de ametralladoras, 15 destacamentos fortificados de ametralladoras, 35 batallones de zapadores, 10 batallones de telegrafistas, 10 batallones de aeronaves, 23 batallones ferroviarios y 8 compañías fortificadas de comunicaciones.
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  A   la cabeza del Ejército Federal Imperial se encontraba el Großer Generalstab o   Gran Estado Mayor General, una institución prusiana heredada para todo el Imperio. Su líder en 1914 era el Generaloberst Helmuth von Moltke. Anteriormente habían ocupado el cargo su tío el homónimo Helmuth von Moltke (1871-1888), Alfred von Waldersee (1888-1891) y Alfred von Schlieffen (1891-1906); a todos ellos se les premió a su cese con el rango de Mariscales de Campo. Durante la Guerra, tras la destitución de Moltke en septiembre de 1914, ejercieron como Jefes del Estado Mayor el General Erich von Falkenhayn (1914-1916) y el Mariscal Paul von Hindenburg (1916-1918). Hasta agosto de 1914 Baviera contaba con su propio Estado Mayor, un rasgo que ejemplifica el amplio abanico de prerrogativas y peculiaridades con que contaba este reino. Pero al estallar la Guerra fue suprimido y asimilado al Gran Estado Mayor General.
El Jefe del Estado Mayor era un puesto nombrado por el Emperador aunque rubricado por el Canciller, y tenía por responsabilidad ni más ni menos que la planificación de la guerra por tierra bajo las hipótesis de conflicto existentes, aunque a todos los efectos era un enfrentamiento con Francia y con Rusia el que se esperaba. El Gran Estado Mayor General convivía con un órgano que no dependía de la Jefatura del Gobierno, sino del Jefe del Estado; se trataba del Gabinete Militar Imperial, una especie de Estado Mayor personal del Emperador sin poder real en el campo de batalla. En 1914 estaba al frente del mismo el General Moriz von Lyncker, ayudante de campo de Guillermo II. Finalmente, una institución superior englobaba a las dos anteriores: el Gran Cuartel General, cuyo jefe era el Generaloberst Hans von Plessen, decano de los oficiales alemanes. Sus funciones eran más representativas que reales, ya que el propio Emperador, durante la Guerra, fue una figura decorativa y propagandística que recorría todos los frentes como símbolo del respaldo de la Corona a la labor de las tropas, y nunca un auténtico comandante militar con poder de decisión real.
En tanto que el Gran Estado Mayor General llevaba a cabo la conducción militar de la guerra, la conducción política la realizaban el Canciller Imperial con el concurso de los Ministros de la Guerra de los cuatro reinos y países principales. Obviamente era el Ministro de la Guerra prusiano, el General Erich von Falkenhayn, el que tenía el mayor peso. Es más, tras el fracaso alemán en el Marne, fue el propio Falkenhayn quien asumió el mando del Estado Mayor, tras abandonar el cargo de Ministro de la Guerra de Prusia. Los otros tres ministros, en vísperas del estallido de la Guerra, eran Otto Kress von Kressenstein por Baviera, Adolph von Carlowitz por Sajonia, y Otto von Marchtaler por Württemberg.
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  Mientras que el Ejército Alemán era federal, la Armada era Imperial. Eso quería decir que se trataba de un órgano supraestatal, y no la suma de las fuerzas navales propias de los países que las tuvieran. Se trataba de una institución de creación relativamente reciente, que recibió un impulso enorme para equiparar a Gran Bretaña en los mares, pese a que tradicionalmente Alemania había sido una nación continental y con poca proyección e interés marítimo.
El liderazgo militar de la Armada o Kaiserliche Marine lo ejercía el Jefe del Almirantazgo Imperial (Kaiserliche Admiralstab). Su cargo era análogo al del Jefe del Gran Estado Mayor General del Ejército: un puesto dependiente de la Cancillería Imperial, ejercido en 1914 por el Almirante Hugo von Pohl. Anteriormente ejercieron el puesto los almirantes Max von der Goltz (1889-1895), Eduard von Knorr (1895-1899), Felix von Bendemann (1899), Otto von Diederichs (1900-1902), Wilhelm Büchsel (1908-1908), Ferdinand von Baudissin (1908-1909), Max von Fischel (1909-1911) y August von Heeringen (1911-1913). En febrero de 1915 Hugo von Pohl cesó en el cargo por motivos de salud, y la Jefatura del Almirantazgo Imperial la ejercieron sucesivamente los almirantes Gustav Bachmann (1915), Henning von Holtzendorff (1915-1918) y Reinhard Scheer (1918).
 A efectos organizativos, existía un mando para el Atlántico conocido como Flota de Alta Mar, y un mando para el Báltico. Al frente de ambos, respectivamente, se encontraban el Almirante Friedrich von Ingelhol y el Príncipe Enrique de Prusia, hermano del Emperador. Los diferentes escuadrones de acorazados y cruceros, así como las flotillas de destructores, se asignaban a uno u otro mando según las necesidades. Existían también dos entidades autónomas: las escuadras del Mediterráneo y de Oriente, al mando de los almirantes Wilhelm Souchon y Maximilian von Spee, con base en Pola (Croacia) y Tsingtao (China), así como varios buques desplegados por el Índico o el Caribe. Asimismo, se creó durante la Guerra un mando autónomo para submarinos (capitán de fragata Hermann Bauer) y otro para la aviación naval (capitán de fragata Peter Strasser).
También el Emperador tenía su propio Estado Mayor personal: el Gabinete Naval Imperial. Su responsable era el Almirante Georg Alexander von Müller. Al igual que el Gabinete Militar Imperial, era un órgano de asesoramiento, pero sin poder real, ya que la planificación de las operaciones estaba a cargo del Almirantazgo Imperial. Dichas operaciones contemplaban operaciones limitadas en el Báltico para mantener encerrada en sus puertos a la flota rusa, un gran enfrentamiento con la Home Fleet británica, y acciones contra el tráfico marítimo francés y británico en el Mediterráneo, el Atlántico, el Pacífico y el Índico con las unidades desplegadas en las bases coloniales.
El liderazgo político de la Armada Imperial lo ejercía el Canciller Imperial a través del Secretario de Estado de la Marina, un cargo político equivalente al de ministro que no tenía equivalente en el Ejército (vimos que no había un ministro para el Ejército, sino los cuatro de cada uno de los estados principales). El Secretario de Estado para la Marina y gran arquitecto de la escuadra alemana era el Gran Almirante Alfred von Tirpitz.
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El Ejército Federal era la máquina de guerra mejor engrasada de toda Europa y presentó batalla durante la Gran Guerra simultáneamente en varios frentes (Francia, Rusia, Italia, Rumanía, Serbia y Grecia) con tal efectividad que se necesitó el concurso de cuatro grandes ejércitos para derrotarla (el francés, el británico, el italiano y el ruso -reemplazado por el estadounidense-). Por el contrario, la Armada Imperial se mostró inoperante con sus grandes buques de superficie y, salvo la gran acción de Jutlandia y las sonadas correrías de las escuadras de Oriente y del Mediterráneo, los laureles se los llevó el arma submarina. El gran error estratégico de Alemania durante la época Guillermina fue pretender ser a la vez potencia continental y marítima, y rivalizar al mismo tiempo con los grandes ejércitos ruso y francés, y con la poderosa Real Armada Británica. El lema de Guillermo II fue: política mundial como misión, potencia mundial como meta, poder naval como instrumento. Precisamente el error en la concepción del instrumento fue el causante de la derrota en 1918 y el final del Imperio: la quiebra del entendimiento con Gran Bretaña y su sustitución por una política de rivalidad colonial y naval insostenible para Alemania. El reemplazo de la Realpolitik de Bismarck por la Weltpolitik de Guillermo II.
En estas líneas hemos esbozado la estructura política y militar de esta gran potencia mundial desde su nacimiento en 1871 hasta su final en 1918. El Imperio Alemán, más allá de los tópicos sobre autoritarismo y militarismo, fue una democracia homologable a la los principales sistemas parlamentarios europeos, y sus súbditos disfrutaban de un régimen de derechos y libertades que perderían quince años después de la derrota tras la victoria nazi. Grandes estadistas y soldados llevaron a Alemania a la cúspide de su poder y prestigio, y sigue siendo una cuestión debatida la causa principal por la que se derrumbó internamente en apenas cuatro años. Esperamos que la lectura de este artículo despierte la curiosidad de quienes a él se aproximen y lo estimulen a aprender más sobre este apasionante periodo de la historia alemana.
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