amamesuavecito
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Alguien más que no duerme
Escucho el taconeo firme de pasos que suben o bajan escaleras, pisadas que van y vienen. No escucho voces, solo murmullos y zumbidos. El ruido se va desvaneciendo pero jamás se termina; es como un coro en el que las voces se van superponiendo en distintos matices de armonías. Son las primeras horas de la noche y hace calor. Camino por la calle 37 desde la avenida 9 hasta Broadway. Son pocas cuadras pero oscuras; no hay bares ni restaurantes en esa parte de Chelsea, solo basura y hombres durmiendo en la calle. Algunos se masturban y el sonido es como el de dos manos débiles intentando aplaudir. Escucho mis pasos por la calle 37: son largos y rigurosos. A veces me prendo un cigarrillo, a veces prefiero no evidenciar mi presencia y camino mordiéndome la comisura de los dedos hasta sentir que sangran y encontrar el sabor a herrumbre, que es el mismo que hay en la escalera de la parada de subway de Greenpoint Avenue. Sigo mi camino, doblo en Broadway. Atravieso Union Square. Podría entrar a la estación, sentarme en paz en algún vagón parcialmente vacío de la línea L, cerrar los ojos hasta Lorimer St y ahí cambiar a la G hasta Metropolitan Avenue, mientras escucho los timbres, las puertas que se cierran y se abren, la voz encantadora del señor que dice «stand clear of the closing doors, please». Podría, pero prefiero caminar unas cuadras más y pasar por Astor Place. Me gusta esa callecita tomada por personas vociferando y mozos apilando platos y cubiertos. Todo se vuelve una especie de música. No es propiamente música, son ruidos. La noche está llena de ellos y son, en términos de sonidos permanentemente evocables, únicos y a la vez iguales. Por ejemplo, el paso apremiante de ratas o comadrejas en apuros, que cruzan pastizales en el campo y corren detrás de —o escapando de— quién sabe qué alimaña no es muy distinto al de aquellos bichos en la ciudad. Aunque esas zancadas en el campo se sientan por el mullido ruido del fardo o los pastizales y acá sobre charcos de agua y cemento, hay algo que los reúne: la urgencia, la huída. Hay dos recuerdos que tengo de la noche cuando era niña. Uno es en el campo, cuando me atemorizaba el fantasma del farol, una luz que, decían los lugareños, aparecía de noche flotando en el campo. También decían que no debíamos temerle, porque el fantasma estaba atrapado entre los vidrios de un candil. Pero las veces que la vi, a lo lejos, tuve tanto miedo que no pude dormir. Y en esas noches de insomnio recordé siempre una misa del padre Gabriel a la que había ido con mi madre, que decía:
Entonces San Francisco de Asís dijo: Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego, por el cual iluminas la noche, y es bello y alegre y vigoroso y fuerte. Y es por esto que debemos alabar a nuestro Señor con humildad: por haber creado la lumbre; por habernos dado el amanecer después de la oscuridad. Por sus llamas que, con pasión y vehemencia iluminan Su creación.
Pensé, entonces, que el fantasma del farol era una creación de Dios para alumbrar la oscuridad. Pero ahí vino mi padre a explicarme que esa fosforescencia no era ni un fantasma ni algo celestial: era un efecto producido por la descomposición de materias orgánicas sobre el suelo, es decir, cuerpos de animales muertos. Aquella interpretación me resultó mucho más repulsiva. Recuerdo haber tenido la sensación de haber llegado a mi primer descubrimiento, pero a mi padre no le gustaban esas ideas, entonces prefirió que pensara, ya no que creyera sino que, efectivamente, supiera, viera, entendiera que se trataba de carne en descomposición. La espera de la línea G en Court Sq. es verdaderamente penosa. Un hombre se pone a blasfemar pero no lo entiendo porque está borracho, aunque distingo perfectamente las palabras God, fuck y shit. Señala las vías del tren. No hay nada en las vías, salvo ratas que, a esta hora, pueden caminar por los tirantes sin arriesgar ni un pelo de su bigote. Me subo al tren. El hombre golpea la puerta y grita algo ininteligible que luego, como si se presentara ante mí una revelación, resultó ser «screw you, bitch». Me pregunto si logré escapar a tiempo o si la borrachera lo había acobardado tanto como para insultarme desde la plataforma de la estación mientras mi tren se iba. Es solo una parada hasta Greenpoint Ave El calor agobiante, el viento que arde, el olor a herrumbre (¿o será sangre?) me saludan como una hilera de marineros al capitán. El edificio en el que vivo tiene tres pisos y no tiene ascensor. Se puede subir al techo si tenemos cuidado y caminamos por las vigas. Subo al techo bastante seguido y veo, frente a mí, del otro lado del East River, una infinidad de luces. Pienso en que hay alguien más que no duerme. Muchos más no duermen. Imagino qué pensarán o si estarán pensando en lo que hay de mi lado, aunque yo dejé las luces apagadas. Entonces me enciendo un cigarrillo. La brasa parece ser lo único que ilumina cerca de mí. No hay luces en este barrio, solo las de neón de la pizzería Triangolo, en la esquina. Levanto el cigarro y lo pongo a la altura de las luces de la gran ciudad. Entrecierro un ojo para enfocar, acerco y alejo el cigarrillo hasta que la brasa tiene el mismo tamaño que una ventana de las del otro lado. En ese momento pienso que algo me incomoda de lo cercano y algo de lo remoto. Algo sobre lo luminoso y la fe.
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Ovulación
Hoy, en una reunión de trabajo, vi a la criatura más hermosa que ha creado Dios. Siempre me pasa lo mismo cuando estoy ovulando. Dios mío, qué belleza. Mi suegra me diría que para no creer en Dios lo menciono demasiado. Cuando veo a este tipo de seres es que dudo de mi ateísmo. Una piel rubia, fina y ligeramente arrugada. No sé si era más alto o más bajo que yo. Sí que su espalda era más angosta que la mía y su cara de un calibre magnífico. Gabriel. Gabriel, pasé la reunión imaginando una serie de episodios. En un bar, de noche, donde nos cruzaríamos de casualidad. Luego besándonos contra un árbol, camino a su casa. No aguantándonos a llegar a la cama y teniendo sexo contra la puerta, del lado de adentro. Planifiqué nuestra primera aventura en Manhattan: un falso viaje de trabajo. Nos vi levantando comida barata en El Sabroso, yendo a beber y bailar a Havana Central. Imaginé la fiesta para celebrar nuestras nupcias: bailaremos música folclórica de los Balcanes en la playa. Compraremos una casa antigua, en Nueva York y Hermano Damasceno. Tal vez acepte tener una mascota. Dejaremos el auto en algún lavadero de avenida Italia los sábados. Los domingos nos juntaremos con mi cuñada —divorciada—, con quien tendré muchas cosas en común y no se entrometerá en mis decisiones. Mis suegros serán finados. No le daré hijos por más que su cara esté tallada por las mismísimas manos de nuestro creador. No debo ir a reuniones de trabajo ovulando. Las hormonas son astutas y embusteras: me hacen sentir el falaz deseo de ser fecundada. Reunión terminada. Dijeron que mi texto estaba correcto. Me siento sucia. No es justo para Gonzalo que esté comenzando una presunta nueva vida a sus espaldas. No merece que esté planeando mi segunda boda sin siquiera un acuse de recibo. Deseo sentarme a comer pasta, pero no quiero una pasta exquisita, me voy a poner en penitencia. Quiero una pasta de bar. De bar que no sirve o cuya especialidad no son las pastas. Entonces las porciones no son pequeñas ni vistosas: son desproporcionadas y de un atractivo muy pobre. Voy al Bar Yaguarón. Tiene tantas yucas como soberanos bebiendo vino suelto. Entro y me siento en una mesa que da a la ventana de calle Mercedes porque le da el sol. La mesa tiene un mantel blanco y otro rojo por encima, formando un rombo dividido en cuatro por las arrugas del doblez. Pido la única pasta que hay en el menú. Ravioles con salsa. No sé de qué están rellenos los ravioles ni cuál es la salsa. El mozo tampoco sabe ni le importa saber. La pido de igual manera. Tengo hambre. No hay grisines ni panera con mayonesa en el Bar Yaguarón, está bien: eso hace mi penitencia más mortificante. Llega la botellita de agua tónica que pedí. Es de vidrio. Me la traen antes que la comida para que me la tome y después me pida otra. Lo acepto. La tomo y cuando la termino llegan los ravioles. No son ni más ni menos de lo que esperaba. Una masa uniforme. Masa rellena de otra masa indescifrable, harina con harina. Un ñoqui de harina. Intento levantar un raviol pero es imposible, necesito del cuchillo para separarlos: están todos pegados y estoy segura que los del medio están congelados. La salsa, dios, la salsa. Ácida y maltratada. Directo de la lata —que solo dios sabe desde cuándo está en esa cocina— al plato. Ni sal, ni azúcar; el rigor del tomate enlatado y el sabor amargo de una albahaca que alguna vez estuvo fresca como recordatorio de lo cotidiano. Le agrego el queso y la acidez escala. Cada bocado sabe a que toda aventura concluye en mañanas de sábados en lavaderos de autos y domingos de mesas familiares. Los ravioles del centro del plato están fríos y amalgamados, como alegoría de una pareja que ya caminó por ciudades, playas y montañas sin mayores sobresaltos. Me pido otra agua tónica. No hay. Me ofrecen otro refresco, que me acercan en un vaso sin hielo ni presión. No me atrevo a preguntar por un postre, que de todos modos no merezco. Cuando pase por el súper me voy a hacer de un buen chocolate. Tengo que comprar queso mascarpone y cacao en polvo. El domingo me toca llevar el postre y mi suegra adora el tiramisú.
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Recuerdos de balneario.
Estuve dos años soñando que Gonzalo me engañaba: llegaba a casa y lo encontraba con alguien más en la cama. Con otras, con otros, da igual. Hasta que un día mi analista me dijo: «la que lo quiere ver con otras personas sos vos», una sentencia ante la que decidí claudicar, no tanto por su potencia retórica sino porque simplemente era cierto. Entonces decidí separarme. Ionit es toda dramática: se queja porque no ha conseguido un buen marido, o uno malo, es indistinto. «Los de la cole ya están todos casados o son estúpidos», repite hasta el cansancio. Por eso me vine a buscar helado: para apoyarla emocionalmente y, también, escaparme un poco de sus quejidos. Una vez caminando por Piriápolis —ella no lo sabe—, como hoy pero hace años, entré a un negocio donde vendían recuerdos del balneario. Entonces, y pese a los carteles de «toque a su riesgo», tomé un San Antonio y le dediqué una oración. Le pedí novio para Ionit. Esa misma noche conoció a Fernando. No era judío pero tampoco estúpido y fue su novio por dos años: Nuevo Testamento 1, Talmud 0. Ionit dejó a Fernando a los dos años porque no era muy ambicioso; no tenía avidez por llegar muy lejos en su carrera, estaba cómodo. Creo que lo dejó por pobre. Yo no hubiera dejado a Fernando. Fernando bailaba muy bien, era buena persona y lindo de cara. A mi me gustaba Fernando. A veces me gustan los novios de mis amigas. Más de una vez me imaginé que nos escapábamos juntos dejando todo atrás. Siempre me atrajo la idea de una existencia llena de odiseas en medio de nuestras vidas civilizadas y fútiles. El hombre que resultó ser casado con el que me vi las últimas veces podría haber sido una anécdota más en mi listín bovariano de idilios, pero no; eligió ser un cretino que me hizo perder el tiempo y no resultó ni tragedia ni farsa. Me molesta mucho la gente que existe en este planeta sin entender que construimos tejidos secretos de deseos y memorias. Me desagrada la gente que, pudiendo dejar un recuerdo fuerte —así sea agrio��� elige dejar uno insípido. Se puede ser lamentable, doloroso, triste pero nunca soso. Eso sí que es trágico. En fin, el hombre casado a esta altura me repugna; no sabría explicarlo exactamente, pero tiene más que ver con que su aporte dramático a mi existencia fue muy pobre. A decir verdad, yo también soy toda dramática. En un auto viejo estacionado, una adolescente con el pelo fucsia se aprieta la cara frente al espejo. Me mira, ve que la estoy mirando y yo veo cómo se incomoda, de manera que detengo mi observación con premura. Ojalá no se toque más, se va a dejar marcas y nada va a cambiar; ese acné horrible va a seguir ahí, inamovible, como la torpeza humana. ¿Debo entrar a algún negocio a tomar un San Antonio de yeso y pedir por ella? ¿Por mí? No puedo pedirle nada, encuentro encantadora la idea de vivir experimentando —en carne propia o ajena— aventuras y calamidades.
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La intertextualidad es un artefacto desperfecto.
El viento cambió de dirección y entró por las ranuras. El aire que no lograba pasar se volvió silbidos y el que sí, creaba —entre la persiana y la ventana— una pequeña pero incontrolable tromba, porque además llovía. La luz que atravesaba los orificios de la persiana ya era más violeta que naranja. No hay nadie más en la habitación. Moví el cubrecama, asomé la mirada y entrecerré los ojos, con la ilusión de que si afinaba la vista o la enfocaba en cierto puntos, iba a encontrar otra escena. Estaba sola en la cama pero también estaba la presencia recóndita de Gonzalo y todos los que alguna vez fueron sus trastos. Pensé en quedarme quieta y mirar los rayos de luz hendidos por esas micro partículas flotantes que se revientan contra la cómoda repleta de retratos, perfumes y ropa doblada. En cómo sería esa puesta en escena si yo me prendiera un cigarrillo y alguien pudiera captar, a través de una fotografía, el humo, los haces de luz, el polvo que flota. Pensé en levantar los enseres de Gonzalo y llevarlos a la volqueta de la esquina, atravesando el viento y la llovizna y, de esa forma, por un rato, estar menos sola en la intemperie. Pero, ciertamente, esa secuencia iba a ser mucho menos delicada y bastante más penosa de lo que la imaginaba. También pensé en lo mucho que quería que Gonzalo volviera, pero no quería ser yo quien saliera a buscarlo. Prefería que lo trajeran de vuelta: la fuerza del universo, una Mae o un Pae, su profundo deseo, un juez —¿un dios?—, los sahúmos, algún especialista en regresar personas que se han ido y que solo yo quiero de vuelta en esta habitación en la que me siento una intrusa.
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Pedro
Pedro está siempre vestido con un pantalón pinzado color gris azulado y camisas aburridas que se escapan del pantalón por culpa de su panza. Pedro es un hombre deslumbrante. O lo que hoy creo es deslumbrante: tiene una cara linda, unos kilos de más, se viste mal, no le interesa su estado físico, y es un apasionado por sus convicciones. Pocas cosas me resultan más atractivas que el varón entregado a la desidia. Detrás del abandono, a cierta altura de la vida, hay una personalidad magnética y un intelecto seductor. Es un hombre excedido de peso que al volver del trabajo huele a transpiración. Ese olor no es mugre sino una decisión política. Así es Pedro: inteligente, lindo, sudoroso, altruista. Y como si fuera poco, baila bien. Además, cuando Pedro se arregla; es decir, se pone sus zapatos oxford, el pantalón negro entallado, su camisa blanca inmaculada, y el cinturón de cuero haciendo juego, logra una fascinante antítesis con su habitual estilo negligé. Y no importa que la camisa se le escurra por la curvatura de su abdomen. Pedro es deslumbrante porque no necesita de accesorios para impresionar.
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conductora designada
Otra noche sin poder tomar. ¿Quién me manda a manejar? Es eso o una espirometría. Prefiero tomar una Coca Zero. Él se va a emborrachar. Yo lo miraré con pena. Lo he mirado así sobrio. Otra noche sin poder emborracharme. ¿Por qué soy tan prolija?
Está ahí sentado. Lo miro desde la oscuridad sin que me vea. Belleza. Es tan hermoso. A veces siento que su hermosura es inagotable. Voy a la mesa. Está vacía pero él huele a cerveza. Me lo va a negar y yo voy a enojarme, por eso no voy a preguntar ni decir nada, voy a pedir mi Coca Zero y sentarme a disfrutarlo hasta que empiece a desvariar a medida que pide más bebidas alcoholicas.
Lo llevo en mi auto hasta su casa. Ebrio. Triste, luminoso, hermoso e insolente. Como siempre, pienso en bajar con él. Pero no.
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mi amiga y yo
Queríamos algo distinto. Escurrirnos un rato de nuestro ser. Hacía un calor infame. Subimos al techo del edificio. No había barandas ni medianeras. Un tropiezo y seis pisos abajo. Pusimos unas cumbias. Montamos una especie de campamento con una botella de Cointreau y una cubetera improvisada. Un encanto de noche. Caía una garúa que no sé si era garúa o una nube baja. Pensar que estábamos adentro de una nube me entusiasmaba. Estaba borracha.
“Bo, pariente, viene Pedro.” Quién es Pedro, pregunté. “Uno nuevo, que trabaja conmigo en la oficina.” Entendí que debía buscar un taxi. Mi noche había cumplido su ciclo. Me subí al taxi del que se bajaba Pedro. Pude ver su culo peludo, mientras él, orondo, realizaba las maniobras para descender del vehículo. Cómo habrán transpirado.
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Aventuras
Si hubiera aceptado aquella invitación a mojarnos los pies en el Solís Chico no estaría acá. Pero no. “Otro cocainómano, bohemio, y depresivo, no, gracias”, pensé en ese momento, aunque la propuesta era tentadora. Decenas de niños pasados de azúcar corren a mi alrededor; desagradables, insoportables. Algún adolescente sin sentido de pertenencia ocupa los juegos infantiles: un castillo inflable pequeño y emparchado; una especie de fuerte de madera lleno de astillas y clavos oxidados que asoman por doquier; hamacas hechas con llantas que tienen adentro agua podrida de alguna lluvia. Los niños corren, cada tanto se lastiman, lloran y gritan. De la enfermería salen nenas con vendajes en la pera, debajo de la nariz, en codos y rodillas. Todos gritan. Estoy sentada y veo como mis hijos saltan en el castillo, peligrosamente cerca de bebés que apenas caminan pero cuyos padres igual dejan a merced de acrobacias ajenas. Van a terminar en enfermería. “Este lugar es el mismísimo infierno, no vengo nunca más”, pienso, mientras imagino todas las aventuras que me perdí durante estos 12 años.
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Polvo
Odio la playa. Los protocolos de la playa. Tener que depilarme. Buscar una malla acorde al estatus depilatorio. Saludar vecinos y conocidos. Siempre hay un montón. Los del recambio de quincena. Argentinos o del interior. Ellas espléndidas, ellos impresentables. Los adolescentes cada día mas insufribles. Por suerte tengo lentes de sol. Los lentes de sol me dan inmunidad —e impunidad— diplomática. Te estoy viendo. Vos sabes que te estoy viendo. Pero podemos hacer como que no. “Hola”, me dijo un desconocido. ¿Quién es? ¿Habré trabajado con él? ¿Será un cliente? ¿Algún excompañero de facultad? Ni idea. “No te acordas de mí, soy el amigo del exnovio de Laura, tu amiga, nos conocimos un verano en La Pedrera, creo que era enero de 2008”. “Ah, si”, le dije y callé. Me contestó que andes bien. Igualmente. Los lentes de sol me cubrían. Pobre. ¿Se habrá dado cuenta de que fue el peor polvo de mi vida?
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revenge fantasy (solo el final)
La rana hojarasca misionera se tiende de espalda, estira las patas y los brazos, cierra los ojos. Permanece así, fingiendo su muerte, unos dos minutos; tiempo suficiente como para ahuyentar al depredador. Yo aprendí a contener la respiración un minuto y medio. Ese tiempo basta para hacerle creer a una bestia (con el perdón de las bestias) como vos que ya logró quitarme la vida. Me tiendo boca abajo, inmóvil, con la cabeza ladeada. No respiro. Entonces veo cómo te alejas con mis ojos entrecerrados. Tu paso triunfal y cobarde, con ese vaivén de brazos que delata lo facineroso y ese desenfado digno de quien ha triunfado y no sospecha de que todo fue un timo. Te veo desaparecer detrás de la nube de tierra que deja tu vehículo. Respiro. Huelo el barro y la herrumbre; la tierra húmeda y sangre. Mi sangre. Y tal vez un poco de la tuya. Voy a demorar en levantarme; no por dolor o miedo, sino para asegurarme de que ya te encuentres lejos, que te vayas glorioso, te limpies las manchas satisfecho, que te veas al espejo, orondo, y que las gotas de la ducha te laven todo menos la arrogancia de haberme matado. Me levanto. Me quito como cáscaras la sangre coagulada que se formó debajo de mis fosas nasales. Camino sin dirección. Solo sé que voy a perseguirte para siempre y arruinarte la vida.
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la belleza de los monstruos
Cuando yo era chica tenía pesadillas. Soñaba que un monstruo repugnante me decía que si moría iba a tener que sacarme los ojos.Hay un hombre que siempre veo cruzando la calle. Lleva un carrito desvencijado. Ese hombre vive con un perro en el ombú del parque. Los domingos se para sobre un monolito vandalizado y da un sermón. Dice muchas cosas, pero siempre termina su homilía diciendo que el morirá y volverá, en su nave interplanetaria, para salvarnos a todos. Cuando habla de dios, habla de luz, pero no mira al cielo, mira a otras personas, invisibles, que se encuentran entre los pocos que nos detenemos a escucharlo. Cuando termina, sigo mi rumbo. Las peluquerías del barrio están llenas de señoras con sus hijas que se arreglan para ir a misa. También es día de oración en la Sinagoga. Los judíos ortodoxos caminan adelante con sus bucles y sus kipá; las mujeres —cubiertas con velos, pelucas y faldas largas— y los niños detrás. En los umbrales de las casas abandonadas siempre encuentro alguna macumba: los cuerpos degollados de gallinas, flores muertas, entrañas, velas y puñales. Composiciones involuntarias, belleza trágica en la cotidianidad de protagonistas que no pudieron resistir a sus pasiones y le arrancaron —o mandaron a arrancar— el pescuezo a un pollo para atraer a un ser amado. Para apechugar mis pesadillas comencé a dibujar al monstruo porque lo aberrante se vuelve aceptable si se lo representa de manera hermosa. Me apena notar que el sol en invierno esté lejos, caliente y alumbre menos, pero eso no detiene mi caminata dominical. Le dedico tiempo a la ceremonia del señor del carrito, que vive en el ombú. A él sí le ofrezco mi diezmo, es lo mínimo que puedo hacer con alguien que duerme en la calle y promete salvarnos a todos. El señor reza, pero le reza a un dios que sí ve, que es una corriente luminosa que convive entre nosotros, acá en la tierra. Las señoras en las peluquerías del barrio se peinan y se hacen la manicure junto a sus hijas. Me pregunto si sus maridos se pondrán elegantes para ir a misa o si aprovechan el tiempo en soledad para realizar otro pasatiempo. Me pregunto, también, por qué se atavían de tal forma para ir a realizar un acto de alabanza y de gratitud. Los judíos ortodoxos cruzan el parque hacia la Sinagoga. Los hombres adelante y las mujeres y niños detrás. Las mujeres y niños solo vamos adelante en caso de desgracia; los hombres harán el trabajo heroico y nosotras nos haremos cargo de los restos. Las macumbas siguen ahí: mágicas y sombrías, obrando para encantar al destinatario. Lo feo carece de la armonía en la que se basa la belleza. El monstruo de mis sueños dejó de ser repugnante cuando comencé a retratarlo porque lo desmoralicé otorgándole cierta belleza: le quité su entidad de engendro y le conferí una cadencia más humana.Los domingos salgo a caminar. Escucho atenta al señor del ombú, parado en el monolito hablando de dios. Su dios, al igual que el de muchos otros, es la personificación del sol; es un torrente lumínico que nos atraviesa, que está en el cielo y que está en la tierra. La luz del sol y el resplandor de los astros son magníficos, son bellos y son buenos. Lo bello es bueno y es algo que deseamos poseer, como un alimento exquisito, una refinada joven católica que va a misa con sus mejores ajuares, unos haces de luz en el rostro un domingo. Pero que lo bello convoque al deseo no quiere decir que todo lo bello sea deseable: puede ser bueno algo que se ajusta a las leyes de la belleza pero que provoca dolor, y por eso no nos provoca deseo. Como la muerte de esos hombres que, en una gesta heroica, dejarán descender de un barco en llamas a mujeres y niños primero. Hay belleza en el caos, en las escenas lúgubres y sentimentales de un sacrificio que le costó la vida a una gallina que hubiese muerto de todos modos. Los domingos salgo a caminar y contemplo la belleza de lo ordinario, el encanto de lo habitual. Veo personas que creen, seres hermosos, hombres y mujeres tan exquisitos como crueles.
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Las mañanas de primavera me gustan más que cualquier mañana. Si son de noviembre mucho mas. El sol a las 9 está fuertísimo. En el auto hay un olor desagradable que se oculta de inmediato entre mi perfume y el aceite que uso para el pelo. La charla que tuve anoche con Micaela fue de antología, o eso creí anoche, pero estoy segura de que lo fue. Ay. Este vientito que entra por la ventana me mueve el pelo de una manera muy cinematográfica. O de videoclip, da igual. ¿Habrá alguien mirándome con fascinación? Debe haber. A ver esta cara, cara de puta. Voy a poner cara de puta. La mía es mordiéndome sutilmente los cachetes del lado de adentro, así resaltan los pómulos y los labios parecen más carnosos. Con Mica hablamos de que vivir sin coquetear con la idea de saltar al abismo no es vivir. O simplemente coquetear.
“Qué bien tenes la piel”, me van a decir hoy, como siempre. Voy a responder que sí, que gracias, que tomo un vaso de exprimido de naranja y dos litros de agua por día, fruta y una variedad de vegetales (orgánicos) porque decir que la base de mi alimentación es café y ciruelas pasas del Macro, y que si tengo la piel sana es por cremas carísimas y buena genética, no da. Además de espléndida, tengo que ser ambientalmente consciente; cuidarme, quererme, a mí y al resto de los seres vivos. Cómo sea, estoy radiante. Ojalá me cruzara a mi ex. No va a suceder, siempre me lo cruzo cuando voy al súper vestida de pordiosera y con 3 días sin bañarme. Ojalá algún día diosito me compense poniéndomelo al lado en algún semáforo, aunque sea, y vea cómo el vientito me vuela el pelo y los rayos del sol rebotan en las lentejuelas de mi remera creando un efecto bola de luces en mi cara. En su cara.
Todo es una mierda. Un enorme e indomable mierd. Refugiarme en charlas con Micaela, Pamela, Candela, Lucía, Jésica, Iael o Lorena mejora todo. No soporto un día mas mintiendo sobre lo bueno que está ser mi propia empresa y no cobrar un aguinaldo hace 11 años. Quiero irme a trabajar a un chiringo en alguna playa de Brasil. Y ser varón, así no me ningunean, me pagan mejor y de paso no tengo que rechazar tipos que me quieran coger. Dios, qué largo es este semáforo. Al menos me da tiempo de revisar los mensajes o el labial. Cada segundo qué pasa es un lugar menos para estacionar. Un lugar menos donde estacionar es tener que esquivar más preguntas incómodas y comentarios pasivo agresivos acerca de mi forma de vestir o sobre el color de mi pelo. Ah no, mira ese huequito, nos está esperando.
*3 minutos de silencio*
—mamá, sonó el timbre, ¿nos acompañas a la puerta?
—sí, amores, vamos.
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-Cuidado, no se paren que se pueden resbalar.
Qué cagona que soy. Desde chica. Me levantaba por las noches sin que nadie se diera cuenta a revisar si las hornallas estaban apagadas. Le tenia miedo al gas, o eso le decía a la gente cuando me preguntaba a qué le tenía miedo. En realidad era miedo a morir, pero dónde se vio una niña diciendo que le temía a la muerte. Igual me daba miedo a que se mueran los demás y quedarme sola, o con mis abuelos, o con mi tía, como Eliana, mi compañerita la huérfana.
No puedo dormir, porque tengo miedos. Y me despierto asustada recordando cuando no tuve miedo e hice cosas que me arriesgaron mucho, como irme a dedo de Montevideo a Rosario subiéndome a cualquier vehículo a cualquier hora en cualquier lugar. Y sigo sin dormir. Me levanto, voy a sus camas, los miro, los abrazo. Les digo que los amo mucho y aunque no escuchen me gusta creer que el mensaje les llega de manera subliminal. Vuelvo a la cama. No me puedo dormir. Papá ronca. Le pego una y otra vez para que deje de hacerlo. Papá es bueno. No es un santo ni es perfecto. Yo tampoco. Pero él ronca mientras yo no puedo dormir. Entonces pienso. Qué pasa si se abre la puerta del ascensor y el ascensor no está. Y si voy caminando y se me cae encima el hormigón ese que equilibra las plumas de las obras. Por qué les dije eso hoy. Por qué no tengo más paciencia. Por qué soy una mierda. Por qué no soy mejor. Dormir se torna cada vez más difícil y los pensamientos cada vez más más indignos. ¿Y si entro al perfil de mi novio de 6to de escuela? Pablo Tamargo. Era lindo, pero todos le hacían bullying por el apellido. Pelado, con bolsas y sobrepeso, parece ser mecánico de motos de carrera o algo así. Comparte fotos de culos de mujeres que dicen cosas como “la verdadera carne de exportación argentina” y chistes sobre una foto de Francella. Jamás hubiera prosperado lo nuestro, Pablo. Ni con Cristian, ni con Walter, con Gino menos, con David puede ser. Con Mauricio pensé que sí. El resto es historia. Sigo pensando. Ya no tengo esperanzas de dormirme. Me re cago de odio. Pero más de angustia. La angustia tiene que ver, siempre, y en mi caso, con lo desconocido. El futuro es desconocido. Me angustia el futuro, la existencia de dios, por qué a mi las plantas me quedan horribles, por qué no duermo, si ustedes son felices, cómo un avión se mantiene en el aire, cuándo vamos a morir, los partidos definidos por penales, cómo les va a ir a ustedes de grandes, si estaré para acompañarlos. Lo desconocido, lo indescifrable me angustia y no me deja dormir. Les prohibo acercarse a cualquier enchufe. No pueden pararse en la bañera ni subirse a un auto sin sillita. Espero no hacerles daño con tanta represión, pero tengo miedo de que se lastimen y no estoy preparada para verlos sufrir. Lo peor de todo es sentir que cualquier daño pueda causarlo yo, obvio, solo yo. Eso es lo que siento y no hay nada que cambie mi opinión. La angustia crece y sigo sin dormir. Comienzo a pensar cosas más banales, como escribir un corto o filmar un video cuyo contenido sean imágenes atractivas en colores pasteles lavados, tipo publicidad de perfume. Mañana mismo agarro cualquiera de mis 15 libretas donde anoto cosas que nunca van a ningun lado y arranco con eso. Tengo tantos proyectos, tantas ganas de hacer cosas, tantas ganas de ser mejor, todos los días, de dejar tirado el celular cuando estoy con ustedes, de hacerlos felices, de no fallarles nunca, de
-Mamá, ¿viste esa burbuja gigante que hice? Llegó al techo.
-Si, mi amor, claro, tremenda.
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Falovepa
Las artes, el cine y, por ende, el subgénero comedia romántica siempre fueron un reflejo supeditado a las inquietudes de cada época. Una especie de fórmula básica para la comedia romántica moderna (y hollywoodense) es la «shakespeareana»: dos personas se encuentran, surge un conflicto, se resuelve y viven felices para siempre. Durante los 30, en la época de la depresión, surgió el subgénero de las comedies of manners, películas románticas en las que una persona «rica» se enamora de otra que no lo es. De alguna manera, la industria buscaba bajar una línea que sugiriera que el dinero no lo era todo, que había esperanza, que el amor podía salvarlos. Sin embargo, no es hasta la revolución sexual de los 60 y 70, gracias a Woody Allen, que veremos comedias románticas con un enfoque en el que no solo puede no haber final feliz, sino que puede no haber felicidad en absoluto. Además de hablar abiertamente de sexo, en las rom-com (romantic comedies, ¿o deberíamos llamarlas sex-com?) nos encontramos con personajes neuróticos, imperfectos, estúpidos, que descubren que el amor puede no ser la salvación o la cura de nada. En los 80 (amamos las rom-com de los 80, a Molly Ringwald y las escenas de Pretty in Pink y Sixteen Candles) de alguna manera se revalorizan las diferencias sociales: el popular y la pobre, el roto y la mean girl; pero los corazones rotos que finalmente sanan eran el plot que conducía las historias. Pasemos rápido por los 80, 90 y dos mil: When Harry Met Sally, 10 Things I Hate About You (por favor, qué ícono que, sin embargo, es una adaptación moderna de La fierecilla domada de, oh, Shakespeare), Clueless (chica hueca que solo piensa en chicos y ropa termina con chico activista, lector, con «conciencia social»), Never Been Kissed, How to Lose a Guy in 10 Days, My Best Friend’s Wedding… En fin, una cantidad de filmes que —mejores o peores— nos hicieron fantasear a los que vamos por la mitad de los 30. Ahora: ¿por qué me sensibilizó tanto Love? Y por «sensibilizó» quiero decir que me encantó, que me sentí plenamente identificada y me pareció tan realista que dolió. Tomaré esto último: es realista. Es realista porque aquel destello de sensibilidades hegemónicas está representado por treintañeros miserables que no pueden dejar ir el pasado y cuya existencia acontece mientras el futuro es tan turbio que apenas se ve. ¿Ya te deprimiste? Hay más: adultos que se niegan a entrar al mundo de la adultez porque, entre otras cosas, no logran atravesar emociones de la adolescencia (o lo que es peor: extrañan la intensidad de esos años) y destruyen los vínculos con dramas ridículos, elogios al autoboicot, conceptos cómodos y autoconfortantes de la felicidad y las libertades, y mucha mucha pachorra. Gus es un mediocre autodestructivo que está cómodo y no tiene deseos (o lo revienta cuando tiene uno), y Mickey, además, tiene adicciones: al sexo, al ¿amor?, a las drogas, a ser una mierda en términos generales y a creer que todo lo puede lograr a través del sexo o del beboteo (en el mejor de los casos); lo cual no es moralmente reprochable —at all—, solo que parecería banalizar los (¿sus?) vínculos y creer que puede ser buena y conseguir cosas solo de esa forma. En este sentido, Love le pega a nuestra generación: los nacidos entre 1975 y 1985, que parecemos estar haciendo cebo mientras los años pasan y nuestra vida transcurre (¿¿¿transcurre???) en las redes sociales, mirando series con personas con las que somos incapaces de imaginar una relación a largo plazo no tanto por temor a salir heridos (as if!… eso es re de los 90) sino porque conocemos nuestras carencias. Y esas carencias, repartidas entre dos, no resultan en una división, sino en tristeza, tristeza y más tristeza. ¿Será, entonces, que Love le pega a los vínculos posmo, signados por la inconducencia y el cinismo (algo como, según la academia, impudencia, obscenidad descarada, falta de vergüenza a la hora de mentir o defender acciones que son condenables)? ¿Ya estamos todos tristes? Deberíamos. ¿Y entonces, por qué Love, especialmente la primera temporada, me conmovió tanto? La miseria que ambos exhiben, sus imperfecciones y defectos, los hacen fácilmente reconocibles entre cualquiera de nosotros, los inmortales que hacemos planes para mirar Netflix y dormir la siesta (no al mismo tiempo… o sí). Pero no es solo eso: no existe el maniqueísmo en Love. Ambos son buenos, ambos son malos, ambos son una mierda. Y lo son porque son humanos. Humanos de más de 30 viviendo en los 10 del siglo xxi. Se comportan como basura porque pueden, y sin excusas (no como en los antiguos culebrones, o las rom-com clásicas, en las que el o la infiel llega al engaño porque su pareja es demasiado violenta): nos separamos porque sabemos que el amor puede no ser para siempre, somos infieles porque amamos a nuestra pareja pero también sabemos que la atracción por otras personas es real, somos malos porque sí. En Love no operamos como piezas de un engranaje en el que nos mueven las miserias que nos hace vivir el otro: llevamos a cabo nuestros actos por nuestras propias miserias. Y eso es liberador (como un balde de agua helada en la cara), porque de alguna manera tenemos que agarrar la pala y hacernos cargo. Y hacernos cargo —o mejor: no hacernos cargo— debe ser uno de los main issues del adulto posmo. La escena en que Gus se va de la casa donde convivía con su ex y empieza a tirar los dvd que, según él, habían sido el génesis de aquellas fábulas de amor que terminaron por devastarlo no representa una disrupción en el paradigma del guión cinematográfico, pero tiene la simpleza —casi imperceptible— de decirnos que el amor no es el problema, sino su concepción y cómo ella se nos impone y nos coacciona. Y un poco por eso Love me tocó directamente en la fibra de mis cuestionamientos sobre el amor, la pareja, el presente y el futuro: sí, las películas donde el amor triunfa son sobre todo falaces y en realidad todo es mucho más complejo, pero es preciso tirar abajo (y rompernos en el proceso) esas concepciones obsoletas, hacernos cargo y volver a construir. Como dijo Judd Apatow en una entrevista para Vice cuando le preguntaron qué consejo le daría a una pareja de muchos años: «Nos levantamos los domingos a la mañana y miramos Oprah’s SuperSoul Sunday y eso nos limpia; aprendemos cosas que después tratamos de aplicar, y al final de la semana nos olvidamos de todo, entonces miramos uno nuevo».
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presbiterios inexistentes I
una cocina a leña engrasada
una antigua maquina de escribir cubierta por una mantilla amarillenta
el carácter ilusorio de la realidad
momentos que sintetizan nuestra historia
sillones con funciones alternativas
esquinas, siempre las esquinas
la intro de she’s a rainbow sonando como canción de cuna mientras me acaricias la cabeza para dormirme
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Conversaciones inexistentes II
Interior/Día
Plano general Cocina interior luminosa, mesa, mate de por medio, ella y él enfrentados.
Ella: —¿Te acordás de cuando te mencioné lo de la intertextualidad en el amor? Algo así como un diálogo entre todas nuestras relaciones, vínculos, affaires —llamalos como quieras— pasados, presentes o futuros. Imaginate que existe un conjunto de vínculos con los que dialoga tu relación actual, generando un cotexto a través del cuál se comprende, explica y produce más amor. Te estoy aburriendo, es obvio. Disculpa pero últimamente, debido a mis comportamientos paupérrimos, subordino mis ideas a rigurosas teorías inventadas por mí misma que de una manera u otra me justifican.
Plano medio, ellos de perfil, enfrentados, él le ceba un mate, ella sigue hablando.
¿Y qué si en el afán de ser feliz caminando hacia un abismo me caigo? Una vez sentí un mareo —insustancial— sobre el que no diré mucho más pues esto no se trata de relatar mis padecimientos, sino de ver qué pasa con esa pasión que tengo por traspasar límites.
PP. Él de frente en foco, ella de espaldas, fuera de foco. Él le ceba otro mate.
Cómo me gusta que me cebes mates, aunque nunca antes me hayas cebado. Y que me escuches. Yo también disfruto de escucharte narrar tu pasado con un dolor atenuado por el tiempo y tus amores.
PP. Ella de frente en foco, él de espaldas, fuera de foco. Ella le pasa el mate. Continúa hablando.
Volviendo al tema: pienso que dormir juntos sería hermoso pero ya no habría vuelta atrás. El camino a la felicidad está allá abajo, al final del abismo, pero no sé cuán dispuestos a saltar estamos, ¿eh?
Plano medio, ellos de perfil, enfrentados, él le ceba un mate.
Fades to black.
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Cómo es posible que me acuerde a la perfección de
los olores de las tardes de enero en bici,
las caras de la gente que me crucé cuando caminaba el día que elegí perdernos,
la remera que tenías puesta cuando me dijiste que no eras vos pero sí eras,
las arrugas de tu frente,
tu risa y suspiros con olor a cigarrillo
pero no me acuerdo bien cuándo fue el último día que te vi.
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