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animalmetafisico · 4 years
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La tormenta mental de Luis Ortega. Películas, piñas y noches de Farmacity. La sensibilidad temeraria de un artista existencial. Por Enrique Symns.
Rolling Stone - Octubre 2008
Hace unos días hablando después de muchos años con Fito Paez, le comenté que había conocido a Luis Ortega y que su presencia me resultaba impactante. “Sí, Enrique –me respondió-, es tremendo. La matriz del mundo ya no hace tipos de esa madera.”
Cuando vio Caja negra, la primera película de Luis, Leonardo Favio (a quien considero el director de cine más talentoso de todos los tiempos en estas latitudes) le escribió una carta intensa y desbordante. Una de las frases más asombrosas de ese texto fue: “Tenés que tener cuidado, porque tu sensibilidad es temeraria”.
Debo confesar que nunca vi Monobloc, la que vino después. Hace poco, a raíz de esta nota, no sin cierta pereza, le pedí que me enviara una copia de Caja negra. En cuanto la vi, lo llamé:
-Luis, es impresionante. Después de ver Caja negra mi instinto me dice que no debo ver Monobloc.
-Sí, por favor, no la veas nunca –me respondió-. Esperá la próxima. Esa va a ser como Caja negra.    
  Caja negra tiene algunas escenas tan extraordinarias, ciertos climas mágicos que constituyen la esencia del cine. Hay películas impecables como El padrino, pero carecen de este tipo de escenas que menciono. Rebuscando en mi memoria (y sabiendo que dejo afuera decenas de otros films de esa especie), recordé inmediatamente El enigma de Kaspar Hauser, de Herzog, y también Querelle, de Fassbinder. En realidad, todos los films de Fassbinder son alucinatorios. También comparte ese poder la filmografía de John Cassavetes. Y La zona, de Tarkovsky; y No matarás, de Kieslowski. Y, más que nadie, David Lynch, con la que es sin duda la mejor película de todos los tiempos: Imperio. En Caja negra se perciben chispazos conmovedores de ese cine.
Cuando conocí a Luis, no le presté atención. En el Bar Británico, me encontré casualmente con Julieta Ortega. Quedé fascinado con ella. Su poderosa hembritud, ciertos extraños reflejos feroces y misteriosos en su mirada y, luego, nuestras vacilantes pero sinceras charlas. Después de su embarazo, casi dejamos de vernos.
Pero esa noche, de aquellos viejos tiempos, ella me invitó a cenar a una cantina. Y allí estaban sus hermanos y su pareja, Iván Noble. Ninguno de ellos me llamó la atención, y mucho menos un tipo delgadito abrazado a una niña y en compañía del genial Fernando Noy. Es más, me pareció otro boludo más abrazado a su nenita.
Hasta que un día, en una entrevista telefónica que le hizo Gillespi en Falso impostor, por Rock & Pop, Luis pidió hablar conmigo y alcanzó a escupirme: “Yo sé que vos nunca me vas a dar bola, debés pensar que soy un boludo. Pero sos un tipo que necesito conocer. Y capaz que vos también me necesitás”. De inmediato, acepté el cariñoso reto.
Nos encontramos de inmediato en el salón de fumadores de La Perla y, cuando la noche nos arrolló, bien tarde, salí mareado, como aplastado por un alud. En su pasión por abordarme no me dejó respirar ni hablar, me largó una andanada de historias personales que me quemaron como la lava de un volcán.
Al realizar esta entrevista, comprobé alborozado que este muchacho había realizado el mismo viaje extraviado y riesgoso por esos escabrosos parajes que yo había atravesado en esta dolorosa expedición por la existencia. Por las mismas soledades, por la misma caótica infancia, por los mismos libros, películas y drogas. Este hombre me hace acordar el nombre de mi raza. Amigos. Ese es el nombre de mi país y de mi raza en extinción. Esta entrevista narra las vicisitudes de su viaje.
  En la niñez, ¿cuándo empezaste a notar la diferencia con los demás niños, la diferencia que te otorgaba el hecho de ser un Ortega?
Eso me pasó casi de grande. Cuando yo era muy niño, a los 2 o 3 años, toda mi familia dejó el país y nos fuimos a vivir a Estados Unidos. En Miami fui al colegio, pero nunca entré en la sociedad, nunca me incluí en eso que llaman modo de vida americano. Más que en el colegio, me eduqué con las películas que pasaban tres o cuatro veces por día, en un canal que se llamaba Showtime. Viví en Miami hasta los 10 años. Lo primero que me acuerdo es que mi viejo me llevaba a pescar. Mi papá no era Palito Ortega, y eso fue perfecto. Yo no lo viví a él como lo vivieron mis hermanos mayores. Los más grandes lo conocieron como un ídolo. Me llevaba al mar, donde pescábamos langostas, con hilo, con tanza; después nos compramos un adminículo especial para pescar langostas. Nos cagábamos de risa. Pero “simpático” no es una palabra que defina a mi padre. No es simpático. Es alguien que te enseña desde la ausencia, no necesita estar a tu lado para enseñarte, fue alguien que siempre estuvo muy presente en mí. Creo que nunca se sentó y me dijo “esto es así o esto no es así”. Fue un hombre que me permitió descubrir el mundo.
¿No había cariño, caricias?
No con él. El tacto fue de mi madre. Mi madre me enseñó siempre desde la presencia. Es una enseñanza muy de raíz, muy básica. Mi madre me hizo un dependiente de ella, un pincheto del amor. Esa adicción al amor maternal te caga la felicidad, porque cuando deja de estar, el mono [la abstinencia] es muy doloroso. Las mamás deben querer menos. Cuando fuiste así de querido, la primera piña que te dan hace nacer el odio. Si de chiquito tenés más contactos con la realidad, si te comés palizas, resultan un entrenamiento que te prepara para el mundo.
¿Y los amigos en aquella época?
Nunca tuve amigos. Mis hermanos no eran mis amigos. Un poquito con Emanuel, pero duró muy poco, porque la diferencia de edad te distancia. Estuve en Miami hasta los 10 años, en la más hermética soledad. Después nos mudamos a Tucumán. Y recién ahí empecé a vincularme con otros.
Ahí sí, ya eras el hijo de un hombre notable, nada menos que el hijo del gobernador.
En Tucumán no necesitás ser el hijo del gobernador para hacer lo que te venga en gana. Ahí todo el mundo hace lo que quiere. Yo no sabía que los tucumanos eran tan picantes y me enteré después de un tiempo, porque yo llegué con 10 años, el pelo largo y rubio. Al principio, no me comí palizas. Todos me miraban como a una maricona demasiado atrevida. Pero cuando vi cómo se pegaban hasta matarse, empecé a tener un poco más de cuidado.
Los tucumanos se pelean todo el tiempo, se patean la cabeza y lo hacen desde muy chicos. Me subí rapidísimo al tren tucumano. Empecé a correr en motocross y no había categoría para mi edad, así que corría con los más grandes y sufría accidentes brutales para el cuerpo. Me caían motos encima, tuve accidentes fuertes. Tucumán, para un chico, es como vivir en una película de Fellini. Nosotros vivíamos al pie del cerro y pasaba de todo. Subía el viejo Batata, yo le compraba vino para que él me mostrara su huevo herniado; era enorme, grande como un zapallo. O venía la vieja Nati, que hacía monólogos en la calle y nosotros salíamos a escucharla. No te cansabas nunca de eso. Para mí, vivir en el Jardín de la República fue maravilloso.
Después, ya casi de adolescente, iba a jugar al poker. Las casas de juego de poker y ruleta estaban por toda la ciudad. Eran chocitas puestas al lado de la avenida Mate de Luna, que es una avenida que cruza todo el centro y después cambia el nombre. Yo vivía en Yerba Buena y había una o dos casitas por cuadra con los vidrios polarizados. Entrabas y había un aroma delicioso que para mí era perfume del paraíso. Después me di cuenta que era un desodorante de ambiente bien berreta marca Huevo. Entrabas y venían las ficheras, con sus polleras bien cortitas, metían la llave en la máquina y te cargaban 10, 15 o 20 mangos para jugar al poker. Cuando acertás, la máquina aúlla como un lobo, y cuanto más doblás y más ganás, más fuerte es el grito de lobo de la máquina. Yo iba por ese aullido, por el color de las bombachitas de las ficheras, por el aroma a paraíso y por la maravillosa ausencia de tiempo que tenía ese lugar.
La ausencia de tiempo… qué maravilla. Es como vivir en la eternidad. El pintor Jorge Pirozzi me dijo una frase que me salva la vida aún hoy: “Hay que sentarse frente a las puertas de la eternidad, a perder el tiempo”.
¡Maravillosa! Nos pasábamos días ahí adentro. Los pibes les robaban la plata a sus padres para ir. Yo también les robaba a los míos para ir a jugar. Los pibes se jugaban la plata del colegio al poker. Eran lugares calentitos, te servían un fernet con coca y a veces nos metían en cana porque teníamos que ser mayores para poder jugar. Pero los dueños de todo eso, los hermanos Ale, era la familia más pesada de Tucumán. Manejaban la hinchada de San Martín y el negocio de los remises y también las casas de poker. Así que los Ale nos sacaban y nos llevaban de vuelta porque el negocio del poker funcionaba más con los pibes y no tanto con los más grandes.
¿Te hiciste peleador en Tucumán?
No me gusta la violencia, pero igual soy peleador, a pesar de que no me gusta. En realidad, donde más peleas tuve fue en Estados Unidos. Porque es una sociedad cagona. Yo veía la película de Coppola Los marginados, una maravillosa película. Para mí, que era un chico de 10 años, la contracultura en Estados Unidos era llevar la navaja. Fue la primera identificación con algo terrenal. Estaba más cerca de las navajas que de las mujeres en aquel entonces. Actualmente, a veces reacciono instantáneamente ante cualquier provocación. Casi siempre he perdido las peleas, salvo en Estados Unidos, que son cagones. Viste esos tipos que entran en los colegios con metras y matan a todos. Bueno, fue por culpa de chicos como yo, que los cagaban a trompadas todos los días.
¿Cuándo empezás a acercarte a las mujeres? En mis tiempos, adolecer era no coger jamás.
Para mí fue igual. Me gustaban las chicas, pero era muy complicado, era acabar en los pantalones. Mucha franela, pero no la poníamos. Ahora las chicas están más sueltas. Me relacioné primero con prostitutas. Yo las amaba con toda mi alma y les decía “te amo”. En Tucumán cogíamos por siete o diez pesos. Y yo tenía acceso a muchos siete o diez pesos por día. Así que cogía todos los días. El burdel todavía existe. Es el Hotel Crillón. Las chicas estaban todas sentaditas mirando la tele, elegías una y te la llevabas. No existía usar forro. Y nunca me pesqué nada. A los 14 años, me agarró un ataque de pánico y le pedí a un amigo que me acompañara a hacerme un test. No tenía nada. Ni siquiera una infección. Y yo había estado con docenas de prostitutas. Nunca reparé en la roña, en la higiene ni en ningún límite que hoy día tienen todos con las prostitutas. Para mí, esos encuentros eran el amor. Ellas eran como novias para mí.
¿A qué edad llegás a Buenos Aires? Imagino que fue muy chocante.
A los 15. Yo no quería venir. No quería saber nada. Pero en cuanto entré en la ciudad, fue igual que cuando llegué a Tucumán. Me dije: ¡Esto es lo que necesito! En Estados Unidos, para mí el mundo había sido virtual, una película. En Tucumán el cine fue por la calle y las historias reales de la gente. Mientras que en Miami tenía la sensación de que si hacías un gesto poderoso todos los edificios y la gente se iban a esfumar, en Tucumán me encarné en mi cuerpo y apareció el miedo. En Buenos Aires descubrí las drogas, la gran ciudad y el cine. Ana María Picchio empezó a llevarme al cine y al teatro. Hasta ese momento, para mí no existía eso de ir al cine. Pero en Buenos Aires la soledad empezó a adquirir mucha importancia en mi vida. Así que me fumaba un porro y me iba solo al cine. Las drogas también fueron muy importantes. En esa época tomaba de todo: anfetaminas, cocaína, free base con bicarbonato. Pero la droga que más me impactó fue el LSD. Más que ir a la escuela o todas las demás influencias culturales, lo que más me formó como persona fue el LSD. Para mí el LSD era la presencia de Dios en la Tierra. Eso de consumirlos en el campo está bien. Pero yo los tomé muchas veces en la ciudad y era lo mismo. El efecto estaba más allá de dónde y cómo. Yo lo he tomado en mi casa, o para ir a comer con mis viejos y hasta para charlar con el psicólogo o ir a la escuela. Tomé cartones y también gotas, empapábamos los caramelos Mogul con ácido y los íbamos comiendo. Tomé ácido tres o cuatro años e intensamente. No dormía durante días y me quedaba solo. Al amanecer, veía salir el sol y al portero que barría la calle y la manguera que largaba el agua y daba gracias por estar vivo. No fue artificial lo que viví, porque eso que pasó quedó en mí hasta hoy. La primera piña fuerte me la di cuando los ácidos empezaron a pegarme mal. Fue el terror. Un shock de miedo. Nunca más tomé ni volvería a hacerlo.
¿Cómo conseguiste heroína en esos años?
Nunca me inyecté. Tomaba uno y uno. Un saque por la nariz y otra dosis la fumaba. No sabía picarme. Había leído Yonqui y todo lo demás de Burroughs. Sabía mucho de la heroína porque Burroughs te la explica muy bien. Tenía un amigo marinero que murió hace poco. Tenía 80 años y era dealer de toda la vida. Él vendía merca, nada más. Pero yo lo jodía siempre para que me consiguiera opio. Hasta que un día me dijo: “Lo que yo puedo conseguirte es heroína”. Durante unos meses la consumí casi a diario. Para mí la heroína no fue reveladora como el LSD. Es cierto que te lleva al nirvana, pero no te revela nada. Yo en ese momento estaba en pareja y los dos la tomábamos. Eso que llaman amor es muy parecido a la heroína: te saca el dolor y por lo tanto es como el amor. No tuve ningún mono cuando la dejé. Dicen que vomitás solamente la primera vez. Yo vomité siempre. Era muy incómodo. Era una gran pérdida de tiempo, no hacés nada. Nunca la añoré.  
Y los libros… ¿cómo llegan los libros a tu vida?
Lo primero que leí fue un libro que me regaló mi hermano Sebastián y me influyó mucho, aunque no por los motivos que él tuvo para regalármelo. Era la biografía del Che Guevara escrita por Jon Lee Anderson. Pero en los libros entro de lleno con Dostoievski. El primer libro extraordinario que leí es Crimen y Castigo. Creo que es un libro sobre la moral. Es un libro que te introduce profundamente en el tormento. Si me decís que me acuerde de algo, no te puedo contar ninguna escena, y sin embargo fue un impacto tremendo. Los siguientes libros muy poderosos fueron Las enseñanzas de don Juan de Carlos Castaneda, El innombrable de Samuel Beckett y A sangre fría de Truman Capote. Fernando Pessoa me dio vuelta el mundo para siempre. Su Libro del desasosiego es uno de los textos más extraordinarios jamás escritos. Y Antonin Artaud, que fue una bomba que detonó: “¿Esto es lo que estabas buscando? –me dijo Artaud–, pues aquí lo tienes”. Él me mostró la espiritualidad denigrada en los síntomas corporales. El espíritu retorciéndose en el aparato digestivo y el respiratorio.
Tengo entendido que estudiaste filosofía.
No anduve bien en el sistema escolar. Terminé en un colegio que era un Centro Educacional de la Mujer y el Hombre, y que me permitía no hacer nada y me dejaba concurrir en el estado de conciencia que me apeteciera. Al mismo tiempo, me permitía hacer la facultad, Filosofía y Letras en la UBA. Con la filosofía no pasó nada. Pero hubo algunos libros fundamentales, como Más allá del bien y del mal o Así habló Zaratustra de Federico Nietzsche. Hubo un libro de Sartre sobre Baudelaire que también me impactó. Y, por supuesto, Cioran, que es devastador.
Creo que, a diferencia de Cioran, Nietzsche llega a esos mismos parajes desoladores, pero con una exaltación briosa y hasta entusiasta.
Alejandro Urdapilleta es un gran amigo mío, lo amo con toda mi alma. Leí una entrevista que le hicieron y él dijo una frase que es casi como leer a Cioran: “A mí, estar vivo o estar muerto me da igual”. Yo sé que lo dijo de verdad, porque lo conozco. Yo todavía le encuentro encanto y hasta romanticismo a este tremendo error de existir. Pero Urdapilleta no. Lo que él dijo no tiene que ver con esa taradez que te endilgan “es un pesimista, un depresivo”. No, eso es poesía, constatación, saber que la vida no está dividida por la muerte. Yo puedo ser un tremendo pesimista feliz. Lo que pasa es que cualquier cosa que se diga y que no intente advertir algún progreso en la vida es considerada depresiva. No existe ese progreso.
¿Y Bukowski?
La gilada cree que la poesía es solamente escribir en verso y Bukowski te cuenta una escena de la vida que es pura poesía. Bukowski dice que el amor se da cuando, en un embotellamiento, el tipo que maneja el auto de al lado te dice: “Pasá vos”.
¿Hubo directores de cine que te hayan producido el mismo efecto que esos poetas y narradores?
Tarkovski lo consigue. Sobre todo en Stalker [La zona]. Y John Cassavetes; su cine es lo más visceral, un tipo que está contando una historia desde el fondo de su alma. Imperio de David Lynch, un film excepcional. Me marcó mucho Fassbinder y también me hizo daño un libro que leí de él, porque me identifiqué profundamente con eso que afirma sobre la existencia. Para él, la vida no existía. Sólo existía el trabajo y la merca que usaba para filmar. Pero Querelle y Un año de trece lunas me volaron la cabeza. Sam Peckinpah es un grande: La pandilla salvaje es una magistral clase de cine. Andrzej Zulawski es el que más recomiendo. Su película más famosa es La mujer poseída con Isabelle Adjani. Pero hay que ver Diabel, La tercera parte de la noche, Lo importante es amar.
¿No te impactó La celebración (Thomas Vinterberg, 1998)?
Mucho. Sobre todo me impactó el hecho de que se puede hacer una muy buena película con nada, y gracias a ese descubrimiento filmé Caja negra. Actores y una cámara. Lo que me decepciona es que hay en el film una intención intelectual que supera el peso de los hechos que se filman. Es poco fresca esa intencionalidad. Es un burgués que odia la burguesía, no es que no me identifique con esa realidad, pero no debe notarse en el film.
¿Te interesaron los géneros menores? No sé, Pulp Fiction, por ejemplo.    
Me daba un poco de rechazo el hecho de que pudieran meterse con la violencia con tanto desparpajo. De todos modos, Tarantino es brillante. Esa película me partió la cabeza. Pero yo no me identifico con eso. Por ahí es una cosa de sudaca resentido, pero creo que no, porque a diferencia de Tarantino, Cassavetes le está poniendo el cuerpo a su obra. Estos tipos como Tarantino me dan la sensación de que saben escribir muy bien un film, pero no hay alma.
¿Creés que en Argentina alguien haya superado el cine de Leonardo Favio?
No. Crónica de un niño solo es una obra maestra. Después de Caja negra, Favio me escribió una carta. Yo quedé congelado cuando la leí. Te hablo de cartas, no de mails. Su carta fue tan impactante que me hizo llorar.
Y el rock & roll, que siempre estuvo entre nosotros, ¿te dio su shock?
A los 15 años, el rock & roll fue lo que me orientó para saber hacia dónde me quería dirigir. Más que cualquier otro rocker, el más grande fue Lou Reed: su manera de escenificar las canciones, de mostrar a cada persona con su propia forma y su propia manera de hablar y su sentir. Fue como si Lou me susurrara: “Oye, Luis, es en esta dirección. Cuidate, este camino es hermoso pero también peligroso”.
Me dije: “Yo quiero ser puto y drogadicto”.
También fue Burroughs, porque los conocí juntos. Cuando tenés 17 años y conocés la obra de esos tipos, los amás. Son tipos que son vos y vos podés ser ellos. El hachazo del rock fue Lou Reed y sigue siéndolo. Para colmo, se casó con Laurie Anderson, una de las mujeres que más amo en el mundo. La pude conocer en Toronto, y es mágica. En esa época yo escuchaba música todo el tiempo. Ahora ya no.
Cuando llegué de Tucumán, iba a ver a Las Pelotas. Después Spinetta. Para mí fue más novedoso Pescado Rabioso que Sumo. Spinetta me ha salvado la vida, por eso uno ama a esos tipos que te acompañan desde la ausencia.
Son tipos que dijeron lo que hubieras dicho vos pero en forma perfecta.
¡Eso! Amo de esa manera a Kerouac. Él está conmigo. Como están Macedonio Fernández y Jacobo Fijman. Todos esos hombres los llevo conmigo. Qué extraña es la vida. A Yukio Mishima lo conocí en la casa de Walter Quiroz. Él tenía un libro de color rosa tirado en el piso. Se lo veía a Mishima atado con una soga. Le agradeceré toda la vida a Walter que haya dejado tirado ese libro en el piso. Eso fue hace quince años y ahora ese mismo texto de Mishima será la próxima película que voy a filmar: Verano maldito.  
También estás grabando un disco en los estudios de Fito Páez. ¿Cómo llegaste a la música?
No sé tocar ningún instrumento. Pero hace unos dos años, un amigo mío paró en mi casa y me enseñó unos acordes. Después mi viejo me enseñó otros acordes y, en cuanto empecé, fui voraz. Hice muchas canciones seguidas. Me estaba queriendo escapar de la desesperación de no filmar. Cuando pasa el tiempo, te enloquecés… uno espera y espera para filmar, conseguir la plata. Es una espera muy angustiosa.
¿Y de dónde te vienen las canciones si no sabés un carajo de música?
Es un misterio para mí. No sé. Por ejemplo, estoy en la calle diciendo “all the medication, hallucination every day in my head”. Después de un tiempo descubrí el Re, que es el verdadero sonido, y lo empecé a tocar tanto que me empezaron a salir palabras. Redescubrí la felicidad que había olvidado. La música te permite ausentarte del mundo de una manera muy sana. Puedo hacer una película entera en una canción y no necesito de nadie.
¿Y cómo aparece Fito con esa propuesta de grabar?
No nos veíamos desde hacía muchos años y le mostré las canciones. Al toque me dijo: “Vos grabás”. Me llamó el asistente de él y me dio las fechas para grabar en el estudio. Seleccioné diez canciones y los músicos con los que estoy grabando son de primera línea. Le pasé las músicas al pianista Leandro Chiappe, un amigo mío de hace muchos años, y él me indicó el camino para que me comunicara con los músicos con imágenes. Yo tengo telepatía con el Chapa. Al final, el concepto del disco y el probable nombre es Farmacity Nights, que es de la canción final del disco, que se llama “All the Medication”, que se pregunta cómo era todo antes de la educación, antes de la medicación, antes de la formación de la percepción, antes de que las cosas tuvieran nombre. El disco lo grabó Mario Breuer. La guitarra la toca Gringui Herrera. El bajo, Sato Valiente; y la batería, el Zurdo Alaguibe. Fueron cinco días tan intensos, sobre todo los primeros tres, que me parecieron como una vida entera pasada ahí. El sonido del disco es de la concha de su madre. Yo canto y toco guitarra rítmica, pero como tocan ellos es alucinante. La mayor recompensa: la alegría de todos los que participaron. Todos teníamos 8 años. Volveré al cine, es mi pasión, pero la dicha que me suministró la música es inolvidable. La música fue como un porro alucinante que calma la desesperación de la espera. No hay mayor dolor que esperar. Y eso es el cine para mí, una tremenda espera.
Luis Ortega apareció en la escena argentina en tiempos del réquiem menemista, vuelto de Miami y con una película –Caja negra, filmada entre rateadas de la escuelita de cine– que lo convirtió rápidamente en el más díscolo y existencialista del clan tucumano. Después de ese experimento desarrolló, a fuego lento, una segunda obra (Monobloc, de la que hoy reniega) y en estos días preproduce dos largometrajes: Verano maldito, basado en un cuento de Yukio Mishima (con su hermana Julieta como protagonista), y Los elegidos, con Alejandro Urdapilleta. Pero este año fue inaugural para él en un par de sentidos. Por un lado, compuso algunas canciones, armó una banda y grabó un disco titulado Farmacity Nights. Y por el otro, concretó su debut como director de televisión bajo las órdenes de su hermano Sebastián, quien lo convenció de que formara parte de la etapa inicial de Los exitosos Pells, la nueva tira de Telefe protagonizada por Carla Peterson y Mike Amigorena. Luis dirigió el piloto y después grabó los exteriores de los primeros capítulos durante un mes de trabajo bestial. “Al principio lo hice sólo porque necesitaba la plata -confiesa Orteguita-. Pero me llevé una gran sorpresa. Terminó siendo una práctica laboral impresionante. Grabábamos diez escenas por día. Venía el productor y me decía: « ¡Pizza, pizza! Esto es pizza».” Si bien la experiencia fue aleccionadora para él, no cree que haya podido dejar su marca autoral. “La línea estaba muy bajada. Sebastián tiene muy claro el relato en su cabeza, el tipo de humor que quiere. Es la mirada desde adentro de un tipo de la televisión, pero al mismo tiempo es un fumón que se hace a un costado y delira con el mundo que conoce. Creo que es muy valioso que salga por Telefe; como tira, además, asume bastantes riesgos”. Después de eso, Sebastián le propuso dirigir un unitario sobre un paseador de perros. “Me encanta la idea -dice Luis-. Tengo muchos perros, pero tampoco estoy seguro de que Sebastián y yo tengamos la misma idea de cómo realizar eso. Él ya tuvo éxitos y se le haría difícil bajar de ahí. Y quizá yo no sea garantía de un éxito”.  
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animalmetafisico · 6 years
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Tengo insomnio. La causa es que ya no puedo proyectar ni imaginar un escenario de felicidad. Hace rato que perdí la fantasía salvadora que me auxiliaba en las noches de confusión adolescente. Para ser justa, tengo que reconocer que pude hallar una virtud en la gran insatisfaccion que atravieso, al menos existe, lo que no es poco en un mundo donde todo parece estar envuelto en un halo de simulacro. Sólo puedo sentir paz cuando camino a la mañana fumando, sin dormir, habiendo tomado ansioliticos y viendo una belleza singular en cada casa que probablemente no tenga nada de extraordinario ante otros ojos. En ese momento tengo la sensación de recorrer un mundo simple, bello y amable. Supongo que busco desesperadamente algun tipo de desvío en la falta de esperanza. No es eterno, lo sé. Me despierto siendo otra persona. La experiencia anterior me parece vergonzosa y ridícula y adolescente como cuando llamas a un ex llorando (tal vez esto sea mi llamar a un ex llorando). Pero en el fondo sé que más allá de que el mundo no sea ese lugar virtuoso, esta es mi máxima cercanía a lo transcendental: la ridícula, vergonzosa y adolescente. Luego lo racionalizo, lo cubro, lo resguardo, la belleza de lo cotidiano se diluye y las interacciones se endurecen y vacían. Odio, me enojo, me aburro, veo el plástico, percibo la monotonía de las cosas hasta el extremo de lo asqueroso. El día me drena y empiezo desesperada a buscar un poco de destrucción, toda la que haya hasta saturarme. Espero, que cuando pase el horror, llegue de nuevo este momento en su máxima expresión y pueda volver a recorrer mi hora de paraíso. Ya sé que cuando vuelva a leer esto será mediocre, tonto, infantil, poco estético, estará mal escrito. Pasado el momento volverá a ser sobrio mirar las noticias, los debates, los precios, los mails, y también odiar todo eso, empuñar el sable del cinismo. Pero cuando vuelva a este lugar sabré una vez más que aquí encuentro la belleza. Escribo esto, pese a mi futuro arrepentimiento, porque tal vez sé que mi hora de fantasía se merece mi cursilería mucho más que lo que las demás horas de realidad se merecen mi austeridad.
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animalmetafisico · 6 years
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Sé que la tristeza y el enojo indescriptible que siento en este momento son producto de una cadena de factores que indefectiblemente cambiarán, pero en este momento parecen eternos y tal vez lo eterno sea su regreso. Leo opiniones y pienso que todas están mal, y siento ajenos los objetos que me rodean, hasta me dan asco de lo ajenos que son. Leo sobre dólares y me pica la piel, charlo con la gente y me canso: nunca entenderán el punto. ¿Acaso yo lo entiendo? He ido y vuelto de esta situación muchas veces y cuando salgo, todo es pacífico, y comprensible, lo entiendo y parece fácil, vivir la vida que los otros viven. Pero hay un vacío latente que me pide suavemente o no tanto la tristeza y el enojo. Enojarme para sentir algo, que existo. Angustiarme para salvarme de un vacío que me dé asco. Por más horrible oscuro peligroso que sea, se acerca tanto a "la verdad" que me atrapa y me droga y me envuelve. En esa dicotomía fue y vino y volvió mi vida eternamente. No puedo descifrar el código exacto si es que existiera. A veces creí y fallé, me enoje aún más, nada peor que las esperanzas cuando sos inmadura. Me frustré, como una nena enojada. Como lo que soy siempre. Una nena enojada porque no puede comprar a Dios o al amor ideal o a la alegria. No crean que mi sentimiento es trascendental, todos los sentimientos son un capricho, pero aún así me sigo preguntando por qué son más reales que la paz.   
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