Pequeña corriente de aguas cristalinas,que pretende mostrar valores que aumentén tu fe
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Porque vuestros pensamientos no son mis pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos...
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Actualidad comentada. Silencio, se mata. P. Santiago Martín
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(vía Profesor de Stanford asegura que si eliminas estas dos frases de tu vocabulario tendrás más éxito)
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BAUTISMO DEL SEÑOR
P. Jesus Hermosilla Parroco Monasterio Trapense Humocaro Alto Venezuela
Lecturas:
Is 42,1-4.6-7. Mirad a mi siervo, a quien prefiero.
Sal 28. El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Hch 10,34-38. Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo.
Mc 1,7-11. Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto.
O bien: Is 55, 1-11. Acudid por agua; escuchadme y viviréis.
Sal: Is 12, 2-6. Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación.
1Jn 5,1-9. El Espíritu, el agua y la sangre.
AL JORDAN A SER UNGIDOS POR EL ESPÍRITU
Termina el tiempo de Navidad. El primer gran ciclo del año litúrgico, adviento y navidad, concluye hoy con la fiesta del Bautismo del Señor. Mañana empezamos la primera parte del Tiempo ordinario. Buen día hoy para hacer balance y preguntarte: “¿cómo he vivido este tiempo litúrgico?, ¿cómo estoy espiritualmente?, ¿ha sido realmente tiempo de salvación o me he dejado llevar por tantas mundanidades que ahora, desgraciadamente, estoy peor que antes de iniciar el adviento (cosa no tan improbable)?” Si así fuera, no te queda otra que hacer un acto profundo de arrepentimiento, de contrición, y esperar que, en este último día del tiempo de navidad, Cristo te conceda unas gracias extraordinarias que reparen las negligencias y pecados cometidos durante las últimas semanas. Si afortunadamente no fuera así, para ti hoy es el pentecostés navideño. Con Jesús acércate al Jordán para ser ungido por el Espíritu.
Hiciste descender tu voz para que el mundo creyese que tu Palabra habitaba entre nosotros (prefacio)
El Bautismo de Cristo en el Jordán y los otros eventos relacionados con él, son también epifanía. No sólo de Cristo, el Verbo, el Hijo, sino de toda la Trinidad: del Padre y del Espíritu Santo. San Marcos hace un relato conciso, telegráfico, pero muy elocuente: “Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, mi preferido”. No parece interesarle mucho al evangelista el hecho del bautismo sino lo que sucedió después.
Jesús entra en el Jordán para ser bautizado por Juan, entra cargando con nuestros pecados que ha asumido al hacerse hombre, para que allá queden sumergidos, lavados, como profecía de su descenso al abismo de la muerte en donde expirará por ellos. Por la encarnación se unió a todo hombre y ahora toda la humanidad desciende también con él. “Hoy Cristo ha entrado en el cauce del Jordán –dice san Pedro Crisólogo- para lavar el pecado del mundo. El mismo Juan atestigua que Cristo ha venido para esto: este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. En el bautismo de Jesús está ya presente la Pascua.
Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo. El cielo, que estaba cerrado por la soberbia y el pecado de Adán, se abre gracias a la humillación de Cristo, el nuevo Adán, y, desde el cielo, desciende el Espíritu como una paloma. En la creación, el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas y después el diluvio una paloma le anunció a Noé que había llegado el momento de una nueva creación y una nueva alianza. Ahora, con Cristo, comienza una nueva creación y una alianza nueva, ya definitivas. Jesús es el Ungido, el Mesías. La unción de Jesús en el bautismo está unida a su concepción por obra del Espíritu Santo y a la vivificación de su cuerpo por el Espíritu en el momento de la resurrección. Ungido por el Espíritu Santo, es quien va a bautizar con Espíritu Santo. Nuestra salvación, como perdón del pecado y donación del Espíritu, está ya activa en el bautismo de Jesús.
Y se oyó una voz del cielo, la voz de Dios Padre. “Este es el testimonio de Dios, un testimonio acerca de su Hijo”. El Padre, que está pronunciando su voz, su Palabra, desde toda la eternidad, dando el ser, de su propia sustancia, al Hijo, le habla ahora, en el tiempo; al Verbo encarnado le confirma en su identidad: “Tú eres mi hijo amado, mi preferido”. Estas palabras recuerdan las que dirige, en el Libro de Isaías, Dios mismo al pueblo presentando a su Siervo: “miren a mi siervo, a quien sostengo, mi elegido, a quien prefiero”. Jesús es su Hijo, pero ha venido en condición de Siervo y va a realizar su misión como Siervo de Dios. San Juan nos recuerda en la segunda lectura: “Este es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo” y tres son los testigos: “el Espíritu, el agua y la sangre”. Es el Siervo que va a entregar su sangre en rescate por todos.
En el texto de Isaías que escuchamos este año, Dios afirma que su Palabra es como la lluvia y la nieve, que no descienden a la tierra y vuelven a subir al cielo sino después de haber realizado su voluntad y cumplido su encargo. Así será. El Hijo amado y preferido, el Verbo, la Palabra del Padre va a comenzar su misión pública y no hará otra cosa que llevar a cumplimiento la voluntad de su Padre, ella será su alimento. Al final, podrá exclamar “todo está cumplido”.
Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios
También el Padre da hoy testimonio para nosotros, al igual que el Espíritu, el agua y la sangre, de que ese hombre que acaba de salir del agua del Jordán es el Ungido por el Espíritu, el Hijo de Dios, el Siervo del Señor, que carga con nuestros pecados y nos bautiza con Espíritu Santo. ¿Y qué podemos hacer nosotros para participar de su Unción? Escuchar y creer. “Inclinen el oído, vengan a mí: escúchenme y vivirán” nos dice el Señor por medio de Isaías, en la primera lectura de hoy.
En días pasados oímos que la Palabra se hizo carne, que ha acampado entre nosotros, que nos está hablando continuamente y que, a quienes creen en su nombre, les da poder para ser hijos de Dios. Escuchémosle y creamos para nacer de nuevo, para nacer de Dios. “Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios”. El bautismo de Jesús en el Jordán nos lleva a pensar en nuestro propio bautismo. Hoy es un día propicio para reavivar el bautismo que un día recibimos y especialmente para reavivar la fe. Tras haber celebrado el ciclo litúrgico del adviento y la navidad, nuestra capacidad de escucha y nuestra fe -que van de la mano- deberían estar mucho más crecidas.
La fe, nos dice san Juan en la segunda lectura, es nuestra arma para alcanzar la victoria. “Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?”. Evidentemente no se trata de victorias al estilo del mundo. Las victorias de la fe son victorias, en primer lugar, sobre uno mismo, pues la fe nos hace libres del mundo, cada vez menos dependientes de él. La fe nos pone en una situación personal, real, de capacidad de victoria. Nos da ánimo y espíritu de vencedores. Es ciertamente una victoria paradójica, pues, aparentemente, pudiera parecer que estamos siendo vencidos: somos humillados, objeto de injusticias, relegados al último puesto, da la impresión de que no somos nadie en la vida o de que no conseguimos metas y logros socialmente apreciados. La victoria que nos da la fe recibida en el bautismo es una victoria al estilo de Jesús y participada de Él.
La fe nos impulsa a mirar al cielo, esperar al Espíritu y escuchar también nosotros la voz del Padre. El cielo está ahora constantemente abierto para quien, en actitud de siervo, baja cada día a las aguas del arrepentimiento. El Espíritu Santo está dispuesto a venir y permanecer con nosotros, darnos la vida eterna del Padre y de Jesús –nacidos de Dios- y conducirnos en la vida, desde dentro, como nuestro principio vital. El Padre cada día, al despertarte, te susurra con ternura al oído: “tú eres hijo mío amado, tú eres uno de mis predilectos”. Esa voz te dará fuerza para caminar, en fe, durante todo el día, en medio de los problemas y dificultades, con ánimo de victoria.
Hoy miramos al Jordán, donde ha sido bautizado el Salvador, pero la mirada interior se concentra en otro manantial del que brota agua viva, un agua que sacia gratis la sed del corazón: la Santísima Trinidad. El amor del Padre, que nos hace hijos, la gracia de Cristo, que nos lava del pecado, y la comunión del Espíritu Santo, que nos da vida eterna ¡he ahí la fuente esencial! Para esto hemos celebrado el misterio del Verbo encarnado: conocer al Dios vivo y verdadero que nos ha revelado Jesucristo, participar de su vida eterna y permanecer en comunión con Él.
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HOY PUEDO DECIR QUE TENGO UN CORAZÓN SACERDOTAL, ME PREOCUPA EL DESTINO DE MIS SEMEJANTES
Written by Pablo D'Ors
Todo comenzó cuando sentí que mi vida quedaba en suspenso y que, de dar un paso, me precipitaría en el abismo. Pero di ese paso adelante convencido de que aquel abismo, aunque oscuro y peligroso, era Dios. Y caí en él sintiendo, mientras me desplomaba, una felicidad inaudita, casi insoportable.
Sí, sí, sí -alcancé a decir mientras era absorbido por aquel abismo, hasta que de pronto, sin saber cómo ni por qué, volví a encontrarme arriba, como si nunca hubiera empezado a caer en sus manos divinas y como si todo aquello fuera un sueño del que ahora me despertaba para volver a la normalidad.
La opción por Dios pasa necesariamente por la perdición humana: no podemos llegar a Él sin vaciarnos o renunciar a lo que somos. Ese momento de renuncia, olvido o vaciamiento es muy raro en la vida de los hombres, pero cuando se produce, aunque sea por pocos segundos, se experimenta algo que a falta de otro nombre habrá que llamar milagro.
Mi acceso a Dios no fue un ascenso, como otros lo describen, sino más bien una caída en el abismo de sus manos. Él puso ese abismo ante mí y yo, evitando el pensamiento, di en un segundo el paso decisivo: "Sí, sí, sí". Aún resuenan en mí aquellas tres palabras que dije; y dije "sí", porque aquello que me estaba sucediendo lo deseaba ardientemente.
Desde entonces, aunque luego volviera a la superficie, entre Dios y yo quedó sellada una unión aún superior. Y supe entonces que ningún otro ideal del mundo, por sublime que fuera, satisfaría mi corazón.
Yo he sido llamado por Dios y solo en Él quiero descansar; este es mi deseo más profundo. Me pregunto cómo llegar a esta meta lo mejor y lo antes posible y, mientras tanto, visito a los enfermos y escribo mis libros, predico sobre el silencio y hago meditación. Mi corazón está en ese abismo por el que un día empecé a caer y por el que, según presumo, caeré también en el instante de mi muerte. Meditar es acercarse a ese abismo, convocarlo. Pero el abismo aparece cuando quiere y a nosotros compete tan solo, llegado el momento, dar un solo paso. Uno solo. Es así de sencillo. Toda la vida caminando para poder dar, en el instante cumbre, un solo paso.
Hoy puedo decir que tengo un corazón sacerdotal, pues percibo cómo me preocupa el destino de mis semejantes y cómo les miro y hablo como si fueran hijos que necesitan del cariño, protección y consejo de un padre. Nunca me he sentido padre hasta ahora; me entristece y enfada ver cómo se pierde la gente tomando derroteros equivocados e insensatos. "No lo hagas, por favor", les digo.
Me alegro cuando les va bien y me sonrío con indulgencia cuando veo cómo ponen su esperanza en cosas hermosas, sí, pero que pronto les decepcionarán. Lloro cuando lloran porque se han perdido y no les puedo ayudar. Tengo, por primera vez en casi 25 años de sacerdocio, un corazón auténticamente paternal. Será que me he hecho viejo, me digo, burlándome de mí. Pero no es eso. Es solo que hacen falta décadas para empezar a ser aquello a lo que habíamos sido llamados.
Hoy veo a mis semejantes sentados en los bancos de la Iglesia, o en los asientos del metro, o incluso en la calle, corriendo quién sabe adónde, y tengo ganas de decirles: "Venid a mí los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré". Así lo pienso, tal cual, como si yo fuera Cristo, sin ningún pudor. ¿Y qué haría si vinieran? ¿Qué hago, de hecho, cuando vienen? Les doy el único nombre que nos puede salvar, el de Cristo. Les digo que repitan esa palabra, solo "Jesucristo", y que esa palabra, sin nada más, les purificará.
Hoy soy un apóstol de la oración del corazón, en eso me he convertido. Y reparto estampas de la Virgen a los enfermos. ¡Yo, que nunca imaginé que repartiría estampas! Y rezo el rosario por las noches, caminando de un lado al otro en la iglesia de la que soy capellán. Me he convertido en un cura de los de antes, pienso. Y sonrío al comprender que hay que vivir tanto para volver al punto en el que fuimos engendrados en el Espíritu.
Un corazón sacerdotal. Solo con escribirlo me emociono como si fuera un niño. Ese corazón mío ha dejado por fin de ser duro y frío y es ahora, por fin, ¡qué tarde, Dios mío!, sencillamente el corazón de un hombre sencillo.
Pablo D'Ors, en Vida Nueva
Religión Digital
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CRISTO EL MISMO AYER HOY Y SIEMPRE
Segunda predicación de adviento del P. R. Cantalamessa
(Hebreos 13,8) La omnipresencia de Cristo en el tiempo
Cristo y el tiempo
Después de haber meditado, la vez pasada, sobre el puesto que la persona de Cristo ocupa en el cosmos, queremos dedicar esta segunda reflexión al puesto que Cristo ocupa en la historia humana; después de su presencia en el espacio, la del tiempo. En la Misa de la noche de Navidad en la Basílica de San Pedro, se ha retomado, tras el Concilio, el antiguo canto de la Calenda, tomado del Martirologio Romano. En él el nacimiento de Jesucristo se pone al término de una serie de fechas que lo sitúan en el transcurso del tiempo. He aquí algunas frases:
«Transcurridos muchos siglos después de la creación del mundo […]; trece siglos después de la salida de Israel de Egipto bajo la guía de Moisés; aproximadamente mil años después de la unción de David como rey de Israel […]; en la época de la 193 Olimpiada; en el año 752 desde la fundación de Roma. en el año 42 del imperio de César Octavio Augusto; cuando en todo el mundo reinaba la paz, Jesucristo, Dios eterno e Hijo del Eterno Padre, queriendo santificar el mundo con su venida, habiendo sido concebido por obra del Espíritu Santo, transcurridos nueve meses, nace en Belén de Judá de la Virgen María, hecho hombre».
Este modo relativo de calcular el tiempo, partiendo de un principio y en referencia a diversos acontecimientos, estaba destinado a cambiar radicalmente con la venida de Cristo, aunque esto no sucedió inmediatamente ni todo de una sola vez. Oscar Cullmann, en el conocido estudio «Cristo y el tiempo»[1] explicó de modo muy claro en qué consistió este cambio en el modo humano de calcular el tiempo.
Nosotros ya no partimos de un punto inicial (la creación del mundo, la salida de Egipto, la fundación de Roma, etc.), siguiendo luego una numeración que progresa hacia adelante, hacia un futuro ilimitado. Ahora partimos de un punto central, el nacimiento de Cristo, y calculamos el tiempo que lo precede de forma decreciente hacia él: cinco siglos, cuatro siglos, un siglo antes de Cristo…, y de manera creciente el tiempo que le sigue: un siglo, dos siglos o dos milenios después de Cristo. Dentro de pocos días celebraremos el 2.017 aniversario de aquel acontecimiento.
Esta forma de calcular el tiempo, decía, no se impuso enseguida y de la misma manera. Con Dionisio el Exiguo, en el año 525, se empezaron a calcular los años a partir del nacimiento de Cristo, en lugar de la fundación de Roma; pero sólo a partir del siglo XVII (parece que con el teólogo Denis Pétau, conocido como Petavio) prevaleció la costumbre de contar también el tiempo antes de Cristo según los años que precedieron a su venida. Se ha llegado así al uso general, expresado en las fórmulas: ante Christum natum (abreviado a.C.) y post Christum natum (abreviado d.C.): antes de Cristo, después de Cristo.
Desde hace algún tiempo se está difundiendo la costumbre, especialmente en el mundo anglosajón y en las relaciones internacionales, de evitar este modo de hablar, no grato, por razones comprensibles, a personas que pertenecen a otras religiones o a ninguna religión. Por eso, en lugar de hablar de «era cristiana», o de «año del Señor», se prefiere hablar de «era corriente», o era «común» («Common era»). La mención «antes de Cristo» (a.C.) se sustituye por «antes de la era común» (en inglés BCE) y a la de «después de Cristo» (d.C.) por la mención «era común» (en inglés CE). Cambia la mención, pero no la sustancia de la cosa; el cálculo de los años y del tiempo sigue siendo el mismo.
Oscar Cullmann clarificó en qué consiste la novedad de la nueva cronología, introducida por el cristianismo. El tiempo no avanza por ciclos que se repiten, como era en el pensamiento filosófico de los griegos y, entre los modernos, en Nietzsche, sino que avanza linealmente, partiendo desde un punto indeterminado (y en realidad no datable) que es la creación del mundo, hacia un punto igualmente no preciso e imprevisible que es la parusía. Cristo es el centro de la línea, aquel al que todo tiende antes de él y del que todo depende después de él. Al definirse como «el Alfa y Omega» de la historia (Ap 21,6), el Resucitado asegura que no sólo él reúne en sí el principio al final, sino que es él mismo ese principio indeterminado y ese final imprevisible, el autor de la creación y de la consumación.
En aquel momento, la posición de Cullmann encontró una fuerte reacción hostil por parte de los representantes de la teología dialéctica, dominante en aquel tiempo: Barth, Bultmann y sus discípulos. Esta tendía a deshistorizar el Kerygma, reduciéndolo a un existencialista «llamamiento a la decisión». Profesaba, por lo tanto, un marcado desinterés por el «Jesús de la historia» en favor del llamado «Cristo de la fe». El renovado interés por la «historia de la salvación» en la teología de después del Concilio y el retorno del foco de interés por el Jesús de la historia en la exégesis (la llamada «nueva investigación histórica sobre Jesús»), han confirmado la validez de la intuición de Cullmann[2].
Una conquista de la teología dialéctica permaneció intacta: Dios es totalmente otro respecto del mundo, la historia y el tiempo: entre las dos realidades hay una «infinita e irreductible diferencia cualitativa». Cuando se trata de Cristo, sin embargo, a esta certeza de la infinita diferencia, siempre le debe acompañar la afirmación de la igualmente «infinita» semejanza. Es el núcleo mismo de la definición de Calcedonia, expresado con las dos expresiones «inconfuse, indivise», sin confusión y sin separación. De Cristo se debe decir, de manera eminente, que está «en el mundo», pero no es «del mundo»; está en la historia y en el tiempo, pero trasciende la historia y el tiempo.
Cristo: figura, acontecimiento y sacramento
Tratemos ahora de dar un contenido más preciso a la afirmación de la omnipresencia de Cristo en la historia y en el tiempo. No es una presencia abstracta y uniforme. Se realiza de forma diferenciada en las distintas etapas de la historia de la salvación. Cristo «es el mismo, ayer, hoy y siempre» (Heb 13,8), pero no con la misma modalidad. Está presente en el Antiguo Testamento como figura, está presente en el Nuevo Testamento como acontecimiento, y está presente en el tiempo de la Iglesia como sacramento. La figura anuncia, anticipa y prepara el acontecimiento, mientras que el sacramento lo celebra, lo hace presente, lo actualiza y, en cierto sentido, lo prolonga. En este sentido, la liturgia nos hace decir en Navidad: «Hodie Christus natus est, hodie Salvator apparuit»: «Hoy Cristo ha nacido, hoy ha aparecido el Salvador».
Es una afirmación constante de san Pablo que, en el Antiguo Testamento, todo —acontecimientos y personajes— hace referencia a Cristo; es un «tipo», una profecía, o una «alegoría» de él. Pero la convicción se remonta al Jesús de los Evangelios que se aplica a sí mismo muchas palabras y hechos del Antiguo Testamento. Según Lucas, el Resucitado de camino con dos discípulos hacia Emaús, «comenzando por Moisés y por todos los profetas, les explicó en todas las Escrituras lo que se refería a él» (Lc 24,27). La tradición cristiana acuñó fórmulas breves para expresar esta verdad de fe, diciendo, por ejemplo, que la ley estaba «grávida» de Cristo; la liturgia de la Iglesia vive, prácticamente, de esta convicción y ley en referencia a Cristo cada página del Antiguo Testamento. Además, decir que Cristo está presente en el Nuevo Testamento como «acontecimiento», significa afirmar el carácter único e irrepetible de los acontecimientos históricos relativos a la persona de Jesús y, en particular, su misterio pascual de muerte y resurrección. El acontecimiento es lo que sucede semel, «una vez para siempre» (Heb 9,26-28) y como tal no es repetible, al estar encerrado en el espacio y en el tiempo.
Decir finalmente que Cristo está presente en la Iglesia como «sacramento», significa afirmar que la salvación realizada por él se hace operante en la historia a través de los signos instituidos por él. La palabra «sacramento» se debe entender aquí en el sentido más amplio que incluye los siete sacramentos, pero también la palabra de Dios, e incluso toda la Iglesia como «sacramento universal de salvación». Gracias a los sacramentos, el semel se convierte en quotiescunque, «una sola vez», se convierte en «cada vez», como afirma san Pablo de la cena del Señor: «Cada vez (quotiescunque) que comáis este pan y bebáis del cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que él venga» (1 Cor 11,26).
Cuando se habla de la presencia de Cristo en la historia de la salvación como figura, como acontecimiento y como sacramento, hay que evitar el error de Joaquín de Fiore (o al menos atribuido a él): es decir, el de dividir toda la historia humana en tres épocas: la época del Padre, que sería el Antiguo Testamento; la era del Hijo, que sería el Nuevo Testamento; y la era del Espíritu Santo, que sería el tiempo de la Iglesia. Esto no sólo sería contrario a la doctrina de la Trinidad (que actúa siempre conjuntamente en las obras ad extra), sino también contra la doctrina cristológica. El acontecimiento Cristo no es uno de los tres momentos o de las tres fases de la historia, sino el centro de ellos, aquello a lo que tiende el tiempo antes de él y de quien toma sentido el tiempo después de él. Es la bisagra que los une y los distingue. Esta es precisamente la verdad expresada por la nueva cronología que divide el tiempo en «antes de Cristo» y «después de Cristo».
El encuentro que cambia la vida
Ahora, como de costumbre, pasamos del macrocosmos al microcosmos, de la historia universal a la historia personal, es decir, de la teología a la vida. La constatación de que Cristo, incluso en la costumbre universal de datar los acontecimientos, es reconocido como el gozne y la bisagra del tiempo, el centro de gravedad de la historia, no debe ser para un cristiano un motivo de orgullo y de triunfalismo, sino la ocasión para un austero examen de conciencia. La pregunta desde donde partir es simple: ¿es Cristo también el centro de mi vida, de mi pequeña historia personal? ¿De mi tiempo? ¿Ocupa en ella un lugar central sólo en teoría, o también de hecho? ¿Es una verdad sólo pensada, o también vivida?
En la vida de la mayoría de las personas hay un acontecimiento que divide la vida en dos partes, crea un antes y un después. Para los casados, en general, es el matrimonio y ellos dividen su vida así: «Antes de casarme» y «después de casado»; para los sacerdotes es la ordenación sacerdotal: antes de la ordenación, después de la ordenación; para los religiosos, es la profesión religiosa. También san Pablo dividía su vida en dos partes, pero la línea divisoria no era ni el matrimonio ni la ordenación. «Yo era, yo era …» —escribe a los Filipenses—, y sigue la lista de todos sus títulos y garantías de santidad (circuncidado, hebreo, observante de la ley, irreprensible); pero de repente todo esto, de ganancia se convirtió para él en pérdida, de motivo de vanagloria en basura. ¿Por qué? «Debido, dice, a la sublime ventaja de conocer a Cristo Jesús como mi Señor» (Flp 3,5 ss.). El encuentro fogoso con Cristo creó en la vida del Apóstol una especie de «antes de Cristo» y «después de Cristo» personal.
Para nosotros esta línea divisoria es más difícil de detectar; todo es fluido, diluido en el tiempo y jalonado por los llamados «ritos de paso»: bautismo, confirmación, matrimonio, ordenación sacerdotal o profesión religiosa. ¿Cómo hacer para experimentar también nosotros algo de lo que experimentaron san Pablo, san Hilario y tantos otros con ellos? Para nuestra suerte, un acontecimiento de este tipo no es fruto exclusivo de los sacramentos; más aún, los sacramentos pueden perfectamente no representar ningún verdadero «tránsito», desde el punto de vista existencial. El encuentro personal con Cristo es un acontecimiento que puede tener lugar en cualquier momento de la vida. A propósito de él, la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium escribe:
«Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo (!) su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor» (EG 3).
En una homilía pascual anónima del siglo IV, concretamente del año 387, el obispo hace una afirmación sorprendentemente moderna, casi existencialista ante litteram. Dice: «Para cada hombre, el principio de la vida es aquel, a partir del cual Cristo fue inmolado por él. Pero Cristo se inmoló por él en el momento en que él reconoce la gracia y se hace consciente de la vida que le ha procurado desde esa inmolación» (Homilía pascual del año 387: SCh 36, p. 59 s).
Al acercarnos a la Navidad, podemos aplicar al nacimiento de Cristo lo que el autor dice de su muerte. «Para cada hombre el principio de la vida es aquel, a partir del cual Cristo ha nacido para él. Pero Cristo nace para él en el momento en que él reconoce la gracia y pasa a ser consciente de la vida que le ha procurado ese nacimiento». Es un pensamiento que ha atravesado, se puede decir, toda la historia de la espiritualidad cristiana, comenzando por Orígenes, pasando por san Agustín, san Bernardo, Lutero y los demás: «¿Para qué me sirve —dice— que Cristo haya nacido una vez de María en Belén, si no nace también por la fe en mi alma?»[3] . En este sentido, cada Navidad, también la de este año, podría ser la primera verdadera Navidad de nuestra vida.
Un filósofo ateo ha descrito en una página famosa el momento en que uno descubre la existencia, las cosas; es decir, descubre que existen en la realidad y no sólo en el pensamiento. «Estaba —escribe— en el jardín público. La raíz del castaño se hundía en la tierra, precisamente bajo mi banco. No me acordaba ya de lo que era una raíz. Las palabras habían desaparecido y, con ellas, el significado de las cosas, los modos de su uso, los tenues signos de reconocimiento que los hombres han trazado sobre su superficie […]. Y luego tuve este relámpago de iluminación. Se me cortó la respiración. Nunca, antes de estos últimos días, había presentido lo que quiere decir “existir”. Era como los demás, como los que pasean en la orilla del mar en sus trajes primaverales. Decía como ellos: “El mar es verde; aquel punto blanco arriba es una gaviota», pero no sentía que esto existía, que la gaviota era una “gaviota-existente”; normalmente la existencia se esconde. Allí, en torno a nosotros, no se pueden decir dos palabras sin hablar de ella y, finalmente, no se toca […]. Y luego, he aquí, de golpe, estaba allí, clara como el día: la existencia se había repentinamente desvelado»[4].
Algo similar ocurre cuando uno que ha pronunciado infinitas veces el nombre de Jesús, que conoce casi todo sobre él, que ha celebrado innumerables Misas, un día descubre que Jesús no es sólo una memoria del pasado, por muy litúrgica y sacramental que sea, no es un conjunto de doctrinas, dogmas, un objeto de estudio; no es, en definitiva, un personaje, sino una persona viva y existente, aunque invisible para los ojos. Cristo ha nacido en él; se ha producido un salto de calidad en su relación con Cristo. Es lo que han experimentado los grandes conversos, en el momento en que, por un encuentro, una palabra, una iluminación desde lo alto, de repente se enciende en ellos una gran luz, han tenido, ellos también, su «respiración cortada» y han exclamado: «¡Pero entonces Dios existe! ¡Es todo verdad!». Le sucedió, por ejemplo, a Paul Claudel que el día de Navidad de 1886 entró por curiosidad en la catedral de Notre Dame, en París y, al escuchar el canto del Magníficat, tuvo «el sentimiento lacerante de la eterna infancia de Dios» y exclamó: «¡Sí, es cierto, es cierto! Dios existe. ¡Está aquí. Es alguien, es un ser personal como yo! Me ama, me llama». En aquel instante, escribió más tarde, «sentí que entraba en mí toda la fe de la Iglesia»[5].
Hagamos un paso ulterior. Cristo, hemos visto, no es sólo el centro, o el centro de gravedad, de la historia humana, aquel que, con su venida, crea un antes y un después en el transcurso del tiempo; es también aquel que llena cada instante de este tiempo; es «la plenitud», el Pleroma (Col 1,19), también en el sentido activo que llena de sí la historia de la salvación: primero como figura, luego como acontecimiento y finalmente como sacramento.
¿Qué significa todo esto trasladado al plano personal? Significa que Cristo debe llenar también mi tiempo. «Llenar de Jesús la mayoría de instantes posibles de la propia vida»: no es un programa imposible. No se trata, de hecho, de estar todo el tiempo pensando en Jesús, sino de «darse cuenta» de su presencia, abandonarse a su voluntad, decirle rápidamente «¡Te amo!», cada vez que tenemos la oportunidad (¡mejor la inspiración!) de entrar en nosotros mismos. La técnica moderna nos ofrece una imagen que nos puede ayudar a entender de qué se trata: la conexión a internet. Al viajar y estar largo tiempo fuera de la propio casa, he experimentado lo que significa trajinar largamente para poder tener la conexión a internet, con hilos o sin hilos, y luego, finalmente, a punto de rendirte, que aparezca de golpe en la pantalla la visión liberadora de Google. Si antes me sentía aislado, sin poder recibir el correo, buscar una información, comunicarme con los de mi comunidad, ahora se me abría de par en par el mundo entero. Se produjo la conexión. Pero, ¿qué es esta conexión en comparación con la que se realiza cuando uno se «conecta» por la fe con Jesús resucitado y vivo? En el primer caso, se te abre delante el pobre y trágico mundo de los hombres; aquí se te abre delante el mundo de Dios, porque Cristo es la puerta, es la vía que introduce en la Trinidad y en el infinito.
La reflexión sobre «Cristo y el tiempo» que hemos intentado hacer puede obrar una curación interior importante para la mayoría de nosotros: la curación de la añoranza estéril de la «feliz juventud», la liberación de esa mentalidad arraigada que lleva a ver en la vejez sólo una derrota y una enfermedad, y no una gracia. Delante de Dios, el tiempo mejor de la vida no es el más lleno de posibilidades y de actividad, sino el más lleno de Cristo porque se inserta ya en la eternidad.
El año que viene verá a los jóvenes en el centro de la atención de la Iglesia con el Sínodo sobre «Los jóvenes y la fe» como preparación de las Jornadas Mundiales de la juventud. Ayudémosles a llenar de Cristo su juventud y les habremos hecho el don más hermoso. «Todo, excepto lo eterno, para el mundo es vano», escribió un poeta nuestro [italiano][6] . Nosotros podemos decir con igual verdad: «Todo, excepto a Jesús, para el mundo es vano». Hace falta poca fuerza para mostrarse, pero hace falta muchas para esconderse y borrarse. Dios es infinita capacidad de ocultamiento y la Navidad es su signo más claro. Santo Padre, venerables Padres, hermanos y hermanas, ¡Feliz Navidad a todos!
© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
[1] OSCAR CULLMANN, Christ et le temps (Neuchâtel-París 1947) [trad. esp. Cristo y el tiempo (Cristiandad, Madrid 2008)].
2 Cf. JAMES D. G. DUNN, A New Perspective on Jesus (Grand Rapids, Michigan 2005) [trad. esp. Redescubrir a Jesús de Nazaret. Lo que la investigación sobre el Jesús histórico ha olvidado (Sígueme, Salmanca 2006)].
3 Cf. ORÍGENES, Comentario al evangelio de Lucas 22,3: SCh 87, p. 302. ANGELO SILESIO (El peregrino querúbico, I, 6,1) expresó este mismo pensamiento en dos versos atrevidos: «Aunque mil veces en Belén naciera Cristo / si no nace en ti para siempre estás condenado» (“Wird Christus tausendmal zu Betllehem geborn / und nicht in dir: du bleibst noch ewiglich verlorn”).
4 JEAN-PAUL SARTRE, La naúsea (Milán 1984) 193ss. [trad. esp. La naúsea (Alianza Editorial, Madrid 2016)].
5 Cf. PAUL CLAUDEL, «Ma conversion», en PAUL CLAUDEL, Oeuvres en prose (Gallimard, París 1965).
6 ANTONIO FOGAZZARO, «A Sera», en Le poesie (Mondadori, Milán 1935) 194-197.
[1] OSCAR CULLMANN, Christ et le temps (Neuchâtel-París 1947) [trad. esp. Cristo y el tiempo (Cristiandad, Madrid 2008)].
[2] Cf. JAMES D. G. DUNN, A New Perspective on Jesus (Grand Rapids, Michigan 2005) [trad. esp. Redescubrir a Jesús de Nazaret. Lo que la investigación sobre el Jesús histórico ha olvidado (Sígueme, Salmanca 2006)].
[3] Cf. ORÍGENES, Comentario al evangelio de Lucas 22,3: SCh 87, p. 302. ANGELO SILESIO (El peregrino querúbico, I, 6,1) expresó este mismo pensamiento en dos versos atrevidos: «Aunque mil veces en Belén naciera Cristo / si no nace en ti para siempre estás condenado» (“Wird Christus tausendmal zu Betllehem geborn / und nicht in dir: du bleibst noch ewiglich verlorn”).
[4] JEAN-PAUL SARTRE, La naúsea (Milán 1984) 193ss. [trad. esp. La naúsea (Alianza Editorial, Madrid 2016)].
[5] Cf. PAUL CLAUDEL, «Ma conversion», en PAUL CLAUDEL, Oeuvres en prose (Gallimard, París 1965).
[6] ANTONIO FOGAZZARO, «A Sera», en Le poesie (Mondadori, Milán 1935) 194-197.
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TODO FUE HECHO POR ÉL Y PARA ÉL – CRISTO Y LA CREACIÓN- R. Cantalamessa 15 DE DICIEMBRE DE 2017 Las meditaciones de Adviento de este año (sólo dos, por razones de calendario) se proponen situar a la Persona divino-humana de Cristo en el centro de los dos grandes componentes que, juntamente, constituyen «lo real», es decir, el cosmos y la historia, el espacio y el tiempo, la creación y el hombre. Debemos tomar nota, en efecto, de que, a pesar de todo lo que se habla de Él, Cristo es un marginado en nuestra cultura. Está totalmente ausente —y por motivos más que comprensibles— en los tres principales diálogos donde la fe está comprometida en el mundo contemporáneo: con la ciencia, con la filosofía y el [diálogo] entre las religiones. Sin embargo, el objetivo último no es de orden teórico, sino práctico. Se trata de volver a situar a Cristo ante todo en «el centro» de nuestra vida personal y de nuestra visión del mundo, en el centro de las tres virtudes teologales de fe, esperanza y caridad. La Navidad es la época más propicia para semejante reflexión, puesto que en ella recordamos el momento en que el Verbo se hace carne, que entra, también físicamente, en la creación y en la historia, en el espacio y en el tiempo. 1. La tierra estaba vacía En esta primera meditación reflexionamos sobre la primera parte del programa anunciado: es decir, sobre la relación entre Cristo y el cosmos. «En el principio Dios creó el cielo y la tierra. La tierra era informe y desierta, y las tinieblas recubrían el abismo y el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas» (Gén 1,1-2). Un autor medieval, el abad inglés Alexander Neckam (1157- 1217), comenta así en su poema estos versículos iniciales de la Biblia: “La tierra estaba vacía porque el Verbo no se había hecho carne todavía. Nuestra tierra estaba vacía porque no habitaba en ella todavía la plenitud de la gracia y la verdad. Estaba vacía porque aún no estaba firme y establemente unida a la divinidad. Nuestra morada terrena estaba vacía porque no había llegado la plenitud del tiempo. «Y las tinieblas recubrían el abismo». Todavía, en efecto, no había venido la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”[1]. Creo que no se puede expresar de forma más bíblica y sugestiva la relación que existe entre creación y Encarnación que leyendo, como contrapunto, el comienzo del libro del Génesis con el comienzo del Evangelio de Juan, tal como hace, precisamente, este autor. La Encíclica Laudato si’ dedica a este tema un apartado que, dada su brevedad, podemos escuchar por completo: “Para la comprensión cristiana de la realidad, el destino de toda la creación pasa por el misterio de Cristo, que está presente desde el origen de todas las cosas: «Todo fue creado por él y para él» (Col 1,16). El prólogo del Evangelio de Juan (1,1-18) muestra la actividad creadora de Cristo como Palabra divina (Logos). Pero este prólogo sorprende por su afirmación de que esta Palabra «se hizo carne» (Jn 1,14). Una Persona de la Trinidad se insertó en el cosmos creado, corriendo su suerte con él hasta la cruz. Desde el inicio del mundo, pero de modo peculiar a partir de la encarnación, el misterio de Cristo opera de manera oculta en el conjunto de la realidad natural, sin por ello afectar su autonomía” (n. 99). Se trata de saber qué lugar ocupa la persona de Cristo respecto de todo el universo. Esta es hoy una tarea más urgente que nunca. Maurice Blondel escribía a un amigo: «Ante los horizontes ampliados de la ciencia de la naturaleza y de la humanidad, no se puede, sin traicionar al catolicismo, permanecer con explicaciones mediocres y con modos de ver limitados que hacen de Cristo un accidente histórico, que lo aíslan en el cosmos como un episodio postizo, y parecen hacer de él un intruso o un desorientado en la aplastante y hostil inmensidad del universo»[2]. Los textos bíblicos en los que se basa nuestra fe sobre el papel cósmico de Cristo son los de Pablo y Juan mencionados en la encíclica que aquí conviene recordar de modo amplio. El primero (también en orden cronológico) es Colosenses 1,15-17: «Él es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos y Dominaciones, Principados y Potestades; todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él». El otro texto es Juan 1,3.10: «Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho… El mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció». A pesar de la impresionante consonancia de estos textos, es posible encontrar entre ellos una diferencia de énfasis que tendrá una gran importancia en el desarrollo futuro de la teología. Para Juan, la bisagra que une creación y redención es el momento en que «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros»; para Pablo es, más bien, el momento de la cruz. Para el primero es la encarnación, para el segundo es el misterio pascual. El texto de Colosenses sigue diciendo: «Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col 1,19-20). La reflexión patrística, bajo el acoso de las herejías, valoró casi exclusivamente un elemento de estas afirmaciones: lo que dicen de la persona de Cristo y de la salvación del hombre realizada por él; poco o nada, en cambio, de lo que dicen de su alcance cósmico, es decir, del significado de Cristo para el resto de la creación. Respecto de los arrianos, estos textos servían para afirmar la divinidad y la preexistencia de Cristo. El Hijo de Dios no puede ser una criatura, argumentaba Atanasio, puesto que es el Creador de todo. El alcance cósmico del Logos en la creación no encuentra su correspondiente adecuado en la redención. El único texto que se prestaba a un desarrollo en este sentido —es decir, el de Romanos 8,19-22 sobre la creación que gime y sufre como con dolores de parto— nunca fue, que yo sepa, el punto de partida de una reflexión profunda por parte de los Padres de la Iglesia. A la pregunta del «por qué» de la Encarnación, desde san Atanasio (De incarnatione) hasta san Anselmo de Aosta (Cur Deus homo), se responde en esencia con las palabras del Credo: «Propter nos homines et propter nostram salutem descendit de caelis»: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo». La perspectiva es la antropológica de la relación de Cristo con la humanidad: no abarca, salvo incidentalmente, la relación de Cristo con el cosmos. Esto aflora, sólo indirectamente, en la polémica contra los gnósticos y los maniqueos que oponían creación y redención, como obra de dos dioses distintos, y consideraban la materia y el cosmos como intrínsecamente extraños a Dios e incapaces de salvación. En un determinado momento del desarrollo de la fe, en el Medioevo, se abre camino otra respuesta a la pregunta «Por qué Dios se ha hecho hombre». ¿Puede la venida de Cristo, se nos pregunta, que es el «primogénito de toda la creación» (Col 1,15), depender totalmente del pecado del hombre, que intervino a continuación de la creación? En esta línea, el Beato Duns Scoto[3] hace el paso decisivo, desatando la Encarnación de su vínculo esencial con el pecado. El motivo de la Encarnación, dice, está en el hecho de que Dios quiere tener, fuera de sí, alguien que lo ame en modo sumo y digno de sí. Cristo es querido por sí mismo, como el único capaz de amar al Padre -y ser amado por él- con un amor infinito, digno de Dios. El Verbo se habría encarnado también aunque Adán no hubiera pecado, porque él es la coronación misma de la creación, la obra suprema de Dios. El pecado del hombre ha determinado el modo de la Encarnación otorgándole el carácter de redención del pecado, no el hecho mismo de la Encarnación. Esta tiene un motivo trascendente, no ocasional. 2. La visión cósmica de Teilhard de Chardin Lo de Scoto es un primer intento de dar un sentido preciso a las afirmaciones bíblicas sobre Cristo «por medio del cual y en vista del cual todo ha sido creado»; pero no se puede ciertamente hablar todavía, con él, de una incidencia fáctica de Cristo sobre todo lo creado. Esto es posible, en cambio, si damos un salto de siglos y, desde Scoto, pasamos a nuestros días, a Teilhard de Chardin. Teilhard está preocupado, como decía Blondel, por evitar que, en una cultura dominada por la idea del evolucionismo, Cristo acabe siendo visto como «un accidente histórico, aislado del cosmos». Aprovechando sus indiscutibles conocimientos científicos, Teilhard de Chardin ve un paralelismo entre la evolución del mundo (la cosmogénesis) y la progresiva formación del Cristo total (cristogénesis). Cristo, no sólo no es ajeno a la evolución del cosmos, sino que, misteriosamente, la guía desde el interior y será, en el momento de la Parusía, su cumplimiento final y la transfiguración, el «Punto Omega», según su lenguaje. El autor deduce de estas premisas toda una visión nueva y positiva de la relación entre cristianismo y realidades terrenas. Por primera vez en la historia del pensamiento cristiano, un creyente compone un «Himno a la materia» y un «Himno del universo»[4]. Una llamarada de optimismo atraviesa un vasto sector de la cristiandad, hasta hacer sentir su influencia sobre un documento del Concilio Vaticano II, la constitución sobre «La Iglesia y el mundo», Gaudium et spes. Hay una revalorización de las actividades terrenas, ante todo el trabajo humano. Las obras que el cristiano realiza tienen un valor por sí mismas, como una mejora del mundo, no sólo por la intención piadosa con la que el cristiano las realiza. Teilhard de Chardin tiene la pluma particularmente feliz cuando aplica esta visión suya al sacramento de la Eucaristía. Mediante el trabajo y la vida cotidiana del creyente, la Eucaristía extiende su acción a todo el cosmos. Cada Eucaristía es una «Misa sobre el mundo». «Cuando, a través del sacerdote, Cristo dice: “Esto es mi cuerpo”, sus palabras van mucho más allá del trozo de pan sobre el cual son pronunciadas. Ellas hacen nacer todo el cuerpo místico. Además de la Hostia transustanciada, la acción sacerdotal se extiende a todo el cosmos»[5]. No creo, sin embargo, que se pueda definir esta espiritualidad cósmica, como una espiritualidad ecológica, en el sentido actual del término. Aún prevalece en el autor la idea evolutiva del progreso, de la ascensión de la creación hacia formas cada vez más complejas y diversificadas, mientras que no está presente, a no ser indirectamente, la preocupación por la salvaguarda de la creación. En su tiempo, no se había tomado aún conciencia clara del peligro que el desarrollo -especialmente el industrial- puede representar para la creación, o al menos para esa minúscula parte de él que alberga a la humanidad. La fe bíblica coincide con Teilhard de Chardin sobre el hecho de que Cristo es el Punto Omega de la historia, si por Punto Omega se entiende aquel que al final someterá a sí todas las cosas, para entregarlas al Padre (1 Cor 15,28), aquel que inaugurará «los cielos nuevos y la tierra nueva» y pronunciará el juicio final sobre el mundo y su historia (Mt 25,31ss.). El mismo Cristo resucitado se define en el Apocalipsis como «el Alfa y Omega, el primero y el último, el principio y el fin» (Apoc 22,13). La fe no justifica, en cambio, la idea de Teilhard de Chardin según el cual el acto final de la historia será una «coronación» de la evolución que ha llegado a su apogeo[6]. Según la visión dominante en toda la Biblia, el acto final podría ser lo contrario, es decir, una brusca interrupción de la historia, una crisis, un juicio, el momento de la separación del trigo y la cizaña (Mt 13,24ss.). La segunda Carta de Pedro, dice que los cristianos esperan «¡la venida del día de Dios, en el cual los cielos en llamas se disolverán y los elementos incendiados se fundirán! (2 Pe 3,12). Esta visión es la que ha marcado el sentimiento de la Iglesia como se ve por las palabras iniciales del Dies irae: «Dieae irae dies illa solvet saecclum en favilla: Día de ira será, cuando el mundo se haya reducido a cenizas». Un final, pues, del mal, más que un apogeo del bien, por lo que respecta al mundo presente[7]. Este lado débil de la visión de Teilhard de Chardin depende de una laguna señalada también por estudiosos admiradores de su pensamiento[8]. No logró integrar de modo orgánico y convincente, en su visión, el aspecto negativo del pecado y, por tanto, tampoco la visión dramática de Pablo, según el cual la reconciliación y la recapitulación de todas las cosas en Cristo tienen lugar en su cruz y en su muerte. 3. El Espíritu de Cristo ¿Existe entonces algo que permita escapar al peligro de hacer de Cristo, como decía Blondel, «un intruso o un desorientado en la aplastante y hostil inmensidad del universo»? En otras palabras, ¿tiene Cristo algo que decir sobre el problema candente de la ecología y de la salvaguarda de la creación, o ésta se desarrolla de modo totalmente independiente de él, como un problema que afecta si acaso a la teología, pero no a la cristología? La falta de una respuesta clara por parte de los teólogos a esta pregunta depende, creo, como tantas otras lagunas, de una escasa atención al Espíritu Santo y a su relación con Cristo resucitado. «El último Adán -escribe Pablo-, se convirtió en Espíritu dador de vida» (1 Cor 15,45); el Apóstol llega a decir, con una fórmula incluso demasiado concisa: «El Señor es el Espíritu» (2 Cor 3,17), para subrayar que el Señor resucitado actúa ahora en el mundo a través de su «brazo operativo» que es el Espíritu Santo. San Pablo hace la alusión a la creación que sufre con dolores de parto en el contexto del discurso sobre las diferentes operaciones del Espíritu Santo. Él ve una continuidad entre el gemido de la creación y el del creyente: «Ella (la creación) no es la única; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente» (Rom 8,23). El Espíritu Santo es la fuerza misteriosa que impulsa la creación hacia su plenitud. Hablando de la evolución del orden social, el concilio Vaticano II afirma que «el Espíritu de Dios que, con admirable providencia, dirige el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, está presente en dicha evolución» (Gaudium et Spes, 26). Lo que el Concilio afirma sobre el orden social vale para todos los ámbitos, incluido el cósmico. En cualquier esfuerzo desinteresado y en cualquier progreso en la custodia de la creación actúa el Espíritu Santo. Él, que es «el principio de la creación de las cosas»[9], es también el principio de su evolución en el tiempo. En efecto, ésta no es otra cosa que la creación que continúa. ¿Qué aporta de específico y de «personal» el Espíritu Santo en la creación y en la evolución del cosmos? Él no está en el origen, sino, por así decirlo, al término de la creación y de la redención, igual que no está en el origen, sino al final del proceso trinitario. En la creación -escribe san Basilio- el Padre es la causa principal, aquel del cual proceden todas las cosas; el Hijo es la causa eficiente, aquel por medio del cual todas las cosas son hechas; el Espíritu Santo es la causa perfeccionante[10]. De las palabras iniciales de la Biblia («En el principio Dios creó el cielo y la tierra. La tierra era informe y desierta y las tinieblas recubrían el abismo y el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas»), se deduce que la acción creadora del Espíritu es el origen de la perfección de la creación; él, diríamos, no es tanto aquel que hace pasar el mundo desde la nada al ser cuanto aquel que lo hace pasar de ser informe a ser formado y perfecto, aunque se debe tener siempre presente que cada acción que Dios realiza fuera de sí es siempre obra conjunta de toda la Trinidad. En otras palabras, el Espíritu Santo es aquel que, por su naturaleza, tiende a hacer pasar lo creado desde el caos al cosmos, a hacer de él algo bello, ordenado, limpio: precisamente un «mundo», según el significado originario de esta palabra. San Ambrosio observa: «Cuando el Espíritu comenzó a aletear sobre él, lo creado aún no tenía ninguna belleza. En cambio, cuando la creación recibió la operación del Espíritu, obtuvo todo este esplendor de belleza que la hizo resplandecer como “mundo”»[11]. Un autor anónimo del siglo II ve que este prodigio se repite, con impresionante correspondencia, en la nueva creación que se realiza en la Pascua de Cristo. Lo que «el Espíritu de Dios» obró en el momento de la creación, lo obra ahora «el Espíritu de Cristo» en la redención. Escribe el autor: “El universo entero estaba a punto de caer en el caos y de disolverse por el desaliento ante la pasión, cuando Jesús lanzó su Espíritu divino exclamando: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Y he aquí que en el momento en que todas las cosas eran agitadas por un rugido y turbadas por el miedo, enseguida, al difundirse el Espíritu divino, como reactivado, vivificado y consolidado, el universo encontró su estabilidad”[12]. 4. Cómo actúa Cristo en la creación Queda una pregunta que es la más importante de todas cuando se trata de ecología: ¿tiene Cristo algo que decir también sobre los problemas prácticos que el reto ecológico plantea a la humanidad y a la Iglesia? ¿En qué sentido podemos decir que Cristo, que actúa a través de su Espíritu, es el elemento clave para un sano y realista ecologismo cristiano? Yo creo que sí; Cristo desempeña una función decisiva también sobre los problemas concretos de la salvaguarda de lo creado, pero la desarrolla de manera indirecta, trabajando sobre el hombre y -a través del hombre- sobre la creación. La desarrolla con su Evangelio que el Espíritu Santo «recuerda» a los creyentes y hace vivo y operante en la historia, hasta el fin del mundo (Jn 16,13). Ocurre como al comienzo de la creación: Dios crea el mundo y confía su custodia y salvaguardia al hombre. La Plegaria Eucarística IV lo expresa así: . La novedad traída por Cristo a este campo es que él ha revelado el verdadero sentido de la palabra «dominio», como es entendido por Dios, es decir, como servicio. Dice en el evangelio: «Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20,25-28). Todas las motivaciones que los teólogos han intentado dar a la encarnación, al «por qué Dios se ha hecho hombre», se rompen ante la evidencia de esta declaración: «He venido para servir y para dar la vida por muchos». Se trata de aplicar esta nueva idea de dominio también a la relación con la creación, sirviéndose ciertamente de ella, pero también sirviéndola, es decir, respetándola, defendiéndola y protegiéndola de cualquier violación. Cristo actúa en la creación como actúa en el ámbito social, es decir, con su precepto del amor al prójimo. En relación al espacio, en sentido por así decirlo sincrónico, «prójimo» son aquellos que, aquí y ahora, viven junto a uno; en relación al tiempo, en sentido diacrónico, prójimos son los que vendrán detrás de nosotros, empezando por los niños y jóvenes de hoy, a quienes estamos quitando la posibilidad de vivir en un planeta habitable, sin tener que ir por ahí con una máscara en la cara para respirar o fundar colonias en otros planetas. De todos estos prójimos, en el espacio y en el tiempo, Jesús dijo: «A mí me lo hicisteis… A mí no me lo hicisteis» (Mt 25,40.45). Como todas las cosas, también el cuidado de la creación se juega a dos niveles: a nivel global y a nivel local. Un dicho moderno exhorta a pensar globalmente, pero a actuar localmente: Think globally, act locally. Esto quiere decir que la conversión debe comenzar por el individuo, es decir, por cada uno de nosotros. Francisco de Asís solía decir a sus frailes: «Nunca he sido ladrón de limosnas, al pedirlas o usarlas más allá de su necesidad. Cogí siempre menos de lo que necesitaba, para que los demás pobres no fueran privados de su parte; porque hacer lo contrario, sería robar»[13]. Hoy esta regla podría tener una aplicación muy útil para el futuro de la tierra. También nosotros deberíamos proponernos: no ser ladrones de recursos, usándolos más de lo debido y sustrayéndolos así a quien venga después de nosotros. Para empezar, nosotros que trabajamos normalmente con papel, podríamos tratar de no contribuir al enorme y descontrolado despilfarro que se hace de esta materia prima, privando así a la madre tierra de algún árbol menos. La Navidad es una llamada fuerte a esta sobriedad y austeridad en el uso de las cosas. Nos da ejemplo de ello el mismo Creador que, haciéndose Hombre, se contentó con un establo para nacer. Recordemos esos dos versos sencillos y profundos del canto «Tú bajas de las estrellas», de san Alfonso María de Ligorio: «A ti que eres del mundo el Creador – Faltan pañales y fuego, oh mi Señor». Todos, creyentes y no creyentes, estamos llamados a comprometernos con el ideal de la sobriedad y del respeto de la creación, pero nosotros cristianos, debemos hacerlo por un motivo y con una intención más y diferente. Si el Padre celestial hizo todo «por medio de Cristo y en vista de Cristo», también nosotros debemos tratar de hacer todas las cosas así: «por medio de Cristo y en vista de Cristo», es decir, con su gracia y para su gloria. También lo que hacemos en este día.
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Homilías Dominicales P. Jesús Hermosilla García Párroco Monasterio Trapense Nuestra Señora de Corómoto Humocaro Alto Venezuela
Domingo XXVII del tiempo ordinario
Lecturas: - Is 5, 1-7. La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel. - Sal 79. R. La viña del Señor es la casa de Israel. - Flp 4, 6-9. Poned esto por obra, y el Dios de la paz estará con vosotros. - Mt 21, 33-43.
Arrendará la viña a otros labradores. Parece que a Jesús le gustaban las viñas. Al menos, como imagen del reino de Dios… Para trabajar en su viña fue aquel propietario a buscar trabajadores en la mañanita, a mediodía y hasta el atardecer. A trabajar en una viña mandó el padre de la parábola del domingo pasado a sus dos hijos. Y hoy, por si fuera poco, tanto la primera lectura como el evangelio hablan de la viña de un amigo y de la viña que plantó un propietario.
En los años de mi niñez, había viñas en mi pueblo, no muchas, cada familia tenía alguna para el consumo anual de vino; sobre ellas tengo gratos recuerdos: la ida, con un cesto, a por los primeros frutos que maduraban a mediados de septiembre, la vendimia ya entrado el mes de octubre y la pisada de las uvas en el lagar (trujal le llamábamos) de mi abuelo; también alguna anécdota menos agradable, como cuando me fracturé el brazo derecho al caerme de la bici mientras íbamos a buscar agua, a un manantial cercano, para mi padre y otros tíos que cavaban y escamondaban la viña, un día de abril del año 1964 (ese año hice la primera comunión, con el brazo enyesado).
Mi amigo tenía una viña en fértil collado… El amigo es Dios, la viña es su pueblo, Israel. Una viña en la que puso todo su esmero y cariño, una viña en la que realizó todos los trabajos necesarios para que pudiera dar buenos frutos. Esperó que diese uvas, pero dio agrazones (uvas agrias). “Esperó de ellos derecho y ahí tienen: asesinatos; esperó justicia y ahí tienen: lamentos”. “¿Qué más cabía hacer por mi viña -se queja Dios- que no lo haya hecho? ¿Por qué, esperando que diera uvas, dio agrazones?”. ¿Qué puede hacer ya el Señor con su viña? “Quitar la valla para que sirva de pasto, derruir su tapia para que la pisoteen. La dejaré arrasada, no la podaré ni escardaré, crecerán zarzas y cardos, prohibiré a las nubes llover sobre ella”. En realidad, aunque el profeta pone como sujeto de todas estas acciones a Dios mismo, como su castigo, no son otra cosa que las consecuencias del pecado mismo del pueblo: no es Dios quien destruye su viña, es ella misma quien se autodestruye por no haber dado los frutos que cabía esperar de los trabajos recibidos. Es el pueblo quien, por su propia culpa, por no haber sido fiel y no haber correspondido a las gracias de Dios, se forja su propia ruina. No eches, pues, la culpa a Dios de haber arruinado tu vida, tu matrimonio, tu trabajo… lo que sea. Han sido tus propias decisiones y acciones.
Es el fruto de una larga cadena de elecciones desacertadas, contrarias a tu verdadero bien, una larga cadena de rechazos de la gracia de Dios y de obstáculos a su acción. Un edificio no se viene abajo de un día para otro. Un hogar no se destruye de la noche a la mañana. Un futuro brillante no se pierde porque sí, por mala suerte. Una vida fervorosa, en camino de santidad, no se trunca por haber dejado dos o tres días la oración… No es que Dios te haya dejado de su mano. Dios ha invertido en ti mucho tiempo y trabajos. Has sido tú quien ha desbaratado su obra, tú quien ha desaprovechado sus gracias y bendiciones y te has destruido. Dios tenía derecho a esperar de ti otra cosa. Dios tenía derecho a ver los frutos de su inversión, pero, en vez de ello, encuentra tus desastres. Reconócelo, arrepiéntete. Y Dios, que es fiel, te dará otra oportunidad. Todavía estás a tiempo.
Este domingo es un buen día para echar la vista atrás y hacer un balance de tu vida. Mira las gracias, bendiciones y oportunidades que has recibido de Dios a lo largo de tu corta o larga vida. Mira qué frutos se han producido. Mira cómo estás, dónde estás. Qué signos aprecias en ti de vida construida, realizada, de santidad, y qué signos de destrucción, de fracaso, de ruina, de pecado. No es para que te desanimes, al contrario, reconociendo todo lo que Dios ha hecho contigo y el amor que te tiene, puedes esperar que estará dispuesto a invertir otra vez en ti eso y mucho más. Llegado el tiempo de la vendimia envió a sus criados a percibir los frutos que le correspondían.
A la parábola del libro de Isaías Jesús le añade otros matices, podemos decir que compone otra versión. Ya no se trata de esperar de la viña misma los frutos sino de unos trabajadores a los que les es arrendada. Esos labradores no son dueños, sino administradores. Tampoco tú eres dueño de tu propia vida, ni de tus cualidades, ni de tu cuerpo, ni de los bienes materiales que posees, ni por supuesto de tus hijos, de tu esposo o esposa, ni mucho menos de los dones espirituales que, desde el día de tu bautismo hasta hoy, Dios ha ido depositando en ti, sino mero administrador. Habremos de rendir cuentas a Aquel que ha puesto en nuestras manos su “viña” y que tiene derecho a pedirnos los frutos que le corresponden.
No va el dueño de la viña en persona a exigir sus frutos sino que envía, en un primer momento, a sus criados. Jesús está pensando en tantos justos del AT que recordaron al pueblo lo que debía dar al Señor y fueron despreciados y maltratados. No es difícil darse cuenta que tampoco ahora, al menos mientras vivimos en la tierra, Dios nos pide directamente los frutos que le debemos; lo hace, más bien, a través de tantas personas que, de un modo u otro, tienen derecho a esperarlos: tus hijos, tu esposa, tus compañeros de trabajo, tus vecinos, tus feligreses, aquellos que Él va poniendo a tu lado en el transcurso de tu vida, aquellos con los que Jesús mismo se identifica (“tuve hambre y me dieron de comer, estuve enfermo y me visitaron…”)
En el relato, Jesús da un paso más, un paso sorprendente: “por último, les mandó a su hijo diciéndose: “tendrán respeto a mi hijo”; pero los labradores, al ver al hijo, lo agarraron y empujándolo fuera de la viña, lo mataron”. El hijo evidentemente es Jesús mismo, sacado fuera de la ciudad y crucificado, y los labradores los sumos sacerdotes y senadores del pueblo. La parábola, en esta última parte, va también por nosotros. ¿Qué hemos hecho con Jesús? ¿Está vivo o hemos dado muerte, por el pecado, a su presencia en nuestro corazón? ¿No estamos continuamente dilapidando su herencia y, de un modo u otro, destruyendo su vida en nosotros?.
Comentando esta parábola, decía Benedicto XVI en la Misa de inauguración del Sínodo de 2008: “Si contemplamos la historia, nos vemos obligados a constatar con frecuencia la frialdad y la rebelión de cristianos incoherentes. Hay quien, habiendo decidido que "Dios ha muerto", se declara a sí mismo "dios", considerándose el único agente de su propio destino, el propietario absoluto del mundo. Desembarazándose de Dios, al no esperar de Él la salvación, el hombre cree que puede hacer lo que quiere y ponerse como la única medida de sí mismo y de su acción. Pero cuando el hombre elimina a Dios de su horizonte, cuando declara que Dios ha "muerto", ¿es verdaderamente feliz? ¿Se hace verdaderamente más libre?” El evangelio termina con una seria advertencia de Jesús: “se les quitará a ustedes el Reino de los cielos y se dará a un pueblo que produzca sus frutos”. Benedicto XVI, en la homilía citada, recuerda las “comunidades cristianas, en un primer momento florecientes, que después desaparecieron y que hoy sólo son recordadas por los libros de historia” y se pregunta: “¿No podría suceder lo mismo en nuestra época? Naciones que en un tiempo tenían una gran riqueza de fe y vocaciones, ahora están perdiendo su identidad, bajo la influencia deletérea y destructiva de una cierta cultura moderna”.
Una seria advertencia también para nosotros. Más arriba he dicho que Dios está dispuesto a darte otra oportunidad. Es verdad, pero eso no anula la seriedad de la advertencia de que puedes perder el Reino de los cielos. No es Dios quien te lo va a quitar y se lo va a dar a otros, sino tú mismo quien lo va a dejar escapar de las manos. El quedarte sin el Reino es una posibilidad real. De ahí la necesidad de una conversión más profunda y la urgencia de evangelizar para que las Iglesias, parroquias, pueblos, hoy en decadencia puedan llegar a ser de nuevo florecientes. No podemos resignarnos a que el laicismo y secularismo acaben con la fe cristiana en nuestros contemporáneos o a que la Iglesia quede reducida al mínimo. Vivamos santamente y evangelicemos.
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El Domingo pasado no pude ir a la misa, me quedo una molestia, algo me incomodaba. Hoy me llegó la respuesta de lo que debo hacer cuando esto me suceda...
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Transitar la paciencia
http://www.es.catholic.net/op/articulos/55012/transitar-la-paciencia.html
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¡CUANDO DE LA MANO DE UN GENIO, DESDE EL CIELO CONTEMPLE A MACONDO! (VERSO)
Fui a un cielo mágico,
guiado por un genio
Allí me entere, que no existe
ni el tiempo, distancias, ni muros
que te impidan llegar
Allí no existen, visiones, sonidos, ni voces,
pero de algún modo, TODO lo has de captar
Abre tu alma y solo así lo entenderás
No son casualidades, ni cosas, SON SEÑALES,
que en tu senda de vida Dios te hace llegar,
solo tienes que unirlas,
Aprende a buscarlas que algún día las unirás.
El día tú no lo eliges,
…….solo te enteras, El lo elige por ti.
Tendrás una guía,
que El te enviara y te servirá de farol.
Oirás una voz conocida,
que a un mundo mágico te ha de guiar.
Solo síguela:
“anda y ve, no tengas miedo son cosas de Dios”
………..Te dirá esa voz
Y cuando ese día haya llegado
Confiado, sereno y feliz,
y ya triunfante por el marcharas.
Solo abriendo los ojos de tu alma
dejaras tus temores, fatigas y miedos
eliminaras, las barreras, saltaras, sobre
obstáculos humanos
y así VENCERAS, Y a lo Divino llegaras
“anda y ve, no tengas miedo son cosas de Dios”
………..Te dirá esa voz.
Y así…….. Abriendo las puertas de mi Alma,
La cual la abrí de par en par
Guiado por un genio me marche a Macondo
poemas # poesias
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¡CUANDO DE LA MANO DE UN GENIO, DESDE EL CIELO CONTEMPLE A MACONDO!
Yo tuve un sueño en el cual mi padre Jesús Ramón Jiménez fallecido hace casi cuatro años, me invitaba a escudriñar en su pasado para “descubrir sus faltas", ese día había estado conversando mucho con mi anciana madre y analizamos la relación que mi padre tuvo con su hija mayor Ana Cecilia, pues esta relación fue muy escabrosa y llena de conflictos.
Al principio sentí curiosidad por esa invitación, pero al momento de aceptarla, ya casi listo para iniciar ese viaje, me doy cuenta que debía ser guiado, acompañado o conducido por un "Genio", al percatarme de quien era ese “Genio”, sentí como una inquietud muy profunda, sentí mucho miedo, pues lo relacione con el mal, con la maldad en el mundo terrenal, ya que se trataba de Gabriel García Márquez, el Gabo, extraordinario escritor y por el cual siento una profunda admiración, pues considero que es el mayor exponente de la literatura moderna en lengua Castellana, pues es harto conocida la relación que este tuvo en vida con el comunismo, y particularmente con Fidel Castro, sentí miedo, mucho miedo y una inquietud muy profunda. Pero escuche una voz conocida que me tranquilizo diciéndome:
-! Anda y ve!
-! No tengas miedo!-
-! Son cosas de Dios!-
Esa voz era la de un Fraile Agustino al que conocí hace algún tiempo, al escucharlo me invadió una sensación de paz y ya no tuve miedo, sino mas bien mucha seguridad, abrí mi alma y me lance a los cielos, volé, volé, y volé. Donde fui no hay tiempo, ni distancias, nada es cerca, pero tampoco lejos, no hay barreras, todo lo ves, todo lo tienes, todo lo sientes.
El Gabo iba vestido con una ropa de lino muy holgada, todo de blanco, incluso sus zapatos; en ningún momento escuche su voz, pero de alguna manera comprendía todo lo que quisiera decirme, se le notaba muy sonriente y feliz, el siempre iba delante y yo lo seguía unos cuantos pasos detrás. Pasamos mares, cruzamos valles, ríos y montañas, llegamos a Bogotá y la contemplábamos desde el cielo y con su brazo derecho y la mano cerrada únicamente con el dedo índice extendido me señalo dos cosas: en la primera el aparecía acostado en una cama, la cabeza descansaba sobre una amplia almohada y una de sus piernas cruzaba a la otra como formando un cuatro, mientras leía "La Metamorfosis", se le notaba como sorprendido y como expectante.; en una de las paredes estaba como reflejado en un espejo "El Grito" y se veía a Gregorio Sansa de espaldas de frente al espejo contemplando esa imagen; en la segunda el Gabo estaba en un bar, acompañado de Plinio Apuleyo Mendoza, tomando cervezas, se le notaba feliz, y reía mientras le daba una nalgada a una de las mesoneras.
Después me hizo señas para que lo siguiera y nos marchamos, volvimos a viajar por los aires , cruzamos grandes montañas y un gran rio, al fondo se veía el mar Caribe muy azul y con todo su esplendor, entonces me mostro, haciéndome como una mueca frunciendo los labios hacia adelante y entonces allí vi que había como dos escenarios, uno era Aracataca y el otro Macondo, en uno guerras, generales, conflictos, trasnacionales, explotación y en el otro al ritmo de vallenatos mariposas amarillas se elevaban hasta el cielo, hermosos prados llenos de flores multicolores y muchas aves con melodiosos trinos. Eran como dos mundos, uno "Real" y otro "Mágico". Allí lo vi y lo entendí todo, no eran dos mundos sino solo uno, lo real y lo mágico es una sola cosa; allí me despedí del Genio yo debía marchar solo en el resto del camino, vi los caudillos que me indicaban el camino, que me señalaban la vía, entonces contemple mi senda, la que me conduciría a Moreco, la que me llevaría a Sanare, y entendí que no hay muchos mundos, no hay dos mundos, sino uno solo el que creo Dios, y entonces sin miedo, sin temor, sin dudas tome la senda que me conducirá hasta Dios.
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LOS DOS TALANTES
En un templo sagrado,
tierra bendita por Dios,
una anciana delgada,
de apariencia muy frágil,
con un vestido sencillo,
de minúsculas flores.
De cabello muy blanco,
en su rostro sereno, y tranquilo,
sus ojos cansados e inquietos
emanaban….!rayos de luz!.
Hermosa imagen, la anciana,
en su conjunto derrochaba Fe.
La joven no muy alta
de piel canela,
producto de la fusión
de razas,
de cuerpo ágil y esbelto,
de largas y hermosas piernas.
En su armonioso rostro,
los grandes ojos, brillaban como
adornados con sus pestañas
y hermosas cejas, y
como paraparas inmensas,
de amor parecía tener sed.
Cuando estuvieron al frente
la anciana, con ambas manos,
a la joven le tomo el rostro,
la miro fijamente a los ojos,
la beso en su cara y le dijo:
!Tú tienes la marca de Los Lovera¡.
Allí El Moro estaba feliz.
¡La Abuela de talante tierno
y la nieta de talante recio,
se fundieron en un abrazo
que fue regado por ríos de lágrimas
y Bendecido por Dios.
Allí en ese templo sagrado
quedo sellado por siempre
el profundo amor entre las dos!
Dedicatoria: A la memoria de Mamá Clorinda y de Ana Cecilia
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