Las chimeneas de las prósperas empresas del presente alcanzan los cielos de niebla de Oregón. Vomitan sin descanso.
Los ríos fluyen con una plasticidad asombrosa entre las sobras (¿sombras?) largas e imaginarias de los árboles recién cortados.
Los camiones de Amazon avanzan como elefantes atómicos por las carreteras perfectamente señalizadas y que ya nadie lee porque se las saben de memoria.
El aroma del Black Friday ha consumido Portland y ahora los hipsters duermen arropados en sus bigotes. Sueñan con nuevas nostalgias.
El edén siempre tan próximo.
Los pájaros se posan sobre los techos de las ramas de los arces porque ya no migran al inseguro sur.
Los señores hacen fila en el Drive thru para desayunarse un burrito y las señoras evitan la fatiga con tenis deportivos.
Están de moda las ventanas amplias y las fotos lindas en Instagram. Los cafés, la ropa de segunda mano, tostar tu propio café, vaporizar, no fumar, pedalear, las tiendas de discos viejos y los locos heroinómanos sin hogar, pero con agujas.
Mis ojos arden, están cansados de tanta belleza.
Los autos híbridos tienen stickers de Greta Thunberg. Las patinetas eléctricas se deslizan hábiles entre el tráfico y los niños aprenden a evitar balaceras en simulacros orquestados en escuelas públicas.
Las viejas fábricas de autos convertidas en cervecerías artesanales domestican los paisajes, y las chimeneas antiguas son faros inteligentes para turistas. Son museos de la gentrificación urbana pintadas oldstyle.
La nostalgia es tan profunda que da felicidad escuchar a Billie Holiday.
Tanta belleza. Tan junta.
Los nuevos clubes de comedia abren los lunes y los drones te zumban en los oídos con sus pequeñas hélices nanosincronizadas.
Los niños silenciosos babean sus tablets sin parpadear, mientras sus padres lloran bajo las gafas de sol porque hubieran preferido ser solteros. Nadie les enseñó a estar solos.
Los ciborgs andan las calles en busca de madera para sus máquinas vitales de vapor y pronostican el clima. Manejan buses eléctricos y nos evitan sorpresas desagradables. Son felices porque no tuvieron padres.
Los monster trucks conducidos por gordos mórbidos respetan los pasos peatonales y en la radio Alvin y las ardillas cantan villancicos clásicos con Michel Bubble.
Hay rumores de ciclones en el Pacífico. Es un bello día soleado.
Primero fue el frío. Todo lo que antes estuvo vivo, primero fue frío. Los glaciares se posaron sobre los volcanes, aún sabiendo que, cuando despertaran, el fuego que brotaría de sus gargantas gritaría que nunca estuvieron muertos.
Luego se hizo el viento y junto a él entendimos que no existen las casualidades en la naturaleza. Los hijos de los volcanes se vistieron de tierra negra.
Después vino el mar y con él la noción de que allí todo empieza y todo termina.
Luego estuvo todo quieto. Y con el tiempo la tierra aprendió a trazar sus límites. Apareció el color como manera de resistir el frío.
Por último llegó el vapor y con él llegó el sentido para todo lo que estuviera vivo. Se creó el mandato que obliga a que la vida sea caliente. Y se hizo color en los cielos y calor dentro de toda criatura. Si la humanidad fuera una isla rodeada por tanta inmensidad, los islandeses no tendrían más remedio que ser árboles.
Me llené de valentía y vine a cortarme el pelo al salón de belleza del barrio.
“Unisex”, se leía en el anuncio de neón afuera. Adentro, tres turcos de bluyín muy ajustado jugaban a enfrentar sus tijeras a tres clientes bien peludos. Dos niñas de seis años barrían el piso como podían. Pensé que seguro eran las hijas de los señores y que ahí las cuidaban mientras mataban el tiempo, llenándose de pelo, manejando una escoba que parecía tener tres veces su tamaño, viéndose tan pequeñas como me vi yo la primera vez que cogí un remo.
Wait. Wait. Dice uno de ellos.
Yo wait.
Todos los hombres estamos esperando. Si me incluyo, somos 12 peludos contando los que ya están en proceso de corte. En este salón reina el silencio. La mayoría de mis congéneres visten botas pesadas y chalecos de construcción. Chillones, amarillos, verdosos. Algunos los llevan en la mano. Otros hablan de cómo hacen los techos en drywall en los barrios. Cuando se enchapan los pisos. Cómo se ponen tuberías. Cosas de las casas canadienses. Hay un aroma a cerveza que hace pesado el ambiente, pero tal vez solo sea el tufo de alguno. Hoy está lloviendo. 20 grados centígrados y humedad.
Se acabó el verano, mano.
Una señora entra al salón porque su carro quedó atrapado entre otros dos. La mujer encuentra al culpable y uno de los turcos sale a darle espacio. Camina como si fuera una llama, aunque no sé si los turcos alguna vez habrán visto a una llama andina.
El mejor peluquero tiene pinta de que tiene dos trabajos y que el otro es conducir un camión de 18 ejes. O tal vez trabaja haciendo negocios. Todo peluquero es impredecible. Polivalente. Yo solo espero a que él se apiade de mí y no me deje como futbolista del Galatasaray. A mi lado está un señor de 45 haciendose un corte risky: rapado a los lados y frondoso arriba. Yo solo pienso que su señora estará contenta, sorprendida seguro.
Pienso muy bien en mis palabras. Dear mine: it’s up to you. Si quedo bien, esta será mi oportunidad de camuflarme como turco.
Las niñas ponen en los televisores una historia de princesas con pelos de colores. Es un musical donde una se vuelve dragón, se casa con un príncipe y luego se arma algo raro porque un muchacho quiere dañarles el romance y los persigue y cantan y los persigue y vuelven a cantar y así se rompe el silencio. En mis tiempos lo que veían las niñas era gente valiente subiendo una torre por el pelo de Rapunzel o la muerta a la que besan.
Todos acá bien machorros no podemos evitar caer en las intrigas de esa historia porque los televisores son como imanes. Hasta el señor que hace diseño de barba deja de parpadear cuando la princesa de azul sale herida después de un enfrentamiento fratricida.
Huele a sudor. Todos los hombres olemos a sudor. Yo sudo porque vine en cicla y, así uno no crea, eso se deja saber. Por eso me recibieron como parte de la manada. Son como leones. Están en el salón mientras las leonas salen a cazar. Y todos esperamos. Y la espera es padecimiento. Pienso en leonas turcas que están cazando y en leoneras. Ellos, por su parte, huelen a sudor porque trabajan duro: manejan máquinas que hacen huecos y trabajan con materiales para taparlos. Y solo hablan la lengua del trabajo.
Los chicos de la construcción también merecemos ser bellos.
Ahora somos 16 hombres y dos niñas los que vemos una historia de princesas. Yo solo espero quedar como Falcao. Wilson Hair Salon. Así se llama esta cueva de leones. El último Wilson que vi fue al esposo de una prima que era muy peludo. Lo tomo como buena señal. Los chicos bellos necesitamos que la edad nos agarre con pelo. Un último vestigio de dignidad. Mientras espero me estoy deconstruyendo.
Alerta: los peluqueros no han almorzado. Aparece una leona con una chuspa llena de cajitas de Icopor. Se nota que acá todos aman al planeta. Ahora pienso que no sé si es mejor que el peluquero que le está bregando las mechas a uno tenga hambre o que esté repleto de lo que sea que coma.
Hay una tregua de dos minutos para probar la presa. Es cebolla con algo y todos los sabemos. Cúrcuma, ajo y otra yerba.
Cada peluquero tiene su propio lava cabezas. Pero no lavan a los pacientes boca arriba, sino boca abajo. Eso me pone muy nervioso porque no me gusta estar con las nalgas expuestas. Pienso con nostalgia en las peluquerías colombianas en donde éstas se esconden debajo de una capa, pero acá no. Acá hay 15 señores observando mi cuerpo en una pose extraña, como si estuviera vomitando en la calle y ellos fueran ese amigo que ayuda a que uno no se caiga sobre la plasta tibia que sale por la jeta.
El peluquero más joven se destaca por su manejo del secador. Es como el Roger Federer del secador. Lo mueve grácil y atinado. Yo creo que así me debo ver cuando revuelvo el arroz antes de echarle el agua. Grácil y atinado. A los turcos les gustan los peinados con colitas. Cuando era más joven también me gustaban las colitas. Ahora pienso que podría usarlo como recurso de descripción. Señas particulares: “Ahí va el camionero turco de colitas”.
A los turcos no les gustan los tenis. Eso me extraña pero también me gusta. Estos leones me dan ideas sobre cómo combinar zapatos estilo gamuza informal con jeans para el otoño.
El Roger Federer del secador parece pintando un Monet. Lo de él es el impresionismo peluquerístico. Cambia de máquina, vuelve a la tijera. Revés de muñeca para secar. Smash para poner gel. Dejó listo a un muchacho mexicano ayudante de techos en 14 minutos. Erdogan debería darle medalla nacional. Turkey Open.
Las niñas están tragando por allá en un rincón. Por eso la película de princesas rueda sola en dos televisores Hachedé.
Ahora me siento como un desgraciado porque a mi lado se sentó un calvo que se parece mucho a ese humorista colombiano de Netflix. No quisiera saludar a un compatriota. Falsa alarma. El calvo es turco. Ha llegado la hora de derrocar un mito: en ese lado del mundo también hay calvos.
Un día un turco me bañó en un Hamman en Estambul. Siento que ese fue el momento en el que establecimos una conexión, los turcos y yo. Bueno, al menos yo. Ese recuerdo es algo que no puede despegar ningún jabón: un señor semidesnudo me lavó y fregó y masajeó durante dos horas. Fue tan intenso el baño que tuve miedo de que se me borraran las huellas dactilares. Nunca le había contado eso a nadie. Fue un ritual sagrado. Uno va y lo lavan unos señores y ya. Durante el baño pensé en lo complicado y caro que sería que repatriaran mi cadáver. También pensé en cómo esos señores le cuentan a sus familias en la noche cómo estuvo el trabajo. Bello Ramadán.
Se acabó el musical de las princesas. También el que yo escribo.
Vuelve el silencio. Ahora somos 18 hombres peludos en el salón unisex. 18 hombres y mucho silencio. Pienso que ellos, al igual que mi tía, deben llevar más de 46 años acá sin hablar inglés. Solo entienden la lengua del trabajo: Clean. Put. Do. That. Money. Early. Sorry. Please. How much. Food.