Tumgik
byaguscortes · 1 day
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En un mundo donde la visión se ha convertido en tabú, una enigmática institución se alza como símbolo de una nueva era. Dentro de sus muros, la oscuridad reina y la verdad se oculta tras una frágil venda.
Cuando un joven rebelde se adentra en este universo de sombras, descubre que la realidad es mucho más compleja y aterradora de lo que jamás imaginó.
Este libro nos nos sumerge en un laberinto de conspiraciones, rituales y luchas de poder, obligándonos a preguntarnos: ¿Qué sucede cuando una sociedad decide cerrar los ojos a la verdad?
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byaguscortes · 6 days
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Capítulo 6
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Cuando Erik entró al despacho, encontró que el Maestro no estaba sentado en su humilde silla, frente a su sobria mesa como había esperado. Hacía un buen rato, en la sala le habían llamado. Le explicaron que tendría cita con él nada menos. Había recorrido largos pasillos hasta llegar a este lugar en vano.
—El Maestro te recibirá ahora —le habían dicho justo antes de entrar.
Pero no estaba. Esperó, pensando que quizás se había ausentado temporalmente y aparecería en cualquier momento.
Había en la misma habitación, pero en el lado contrario, una mesa con varias personas trabajando con ahínco. Los cuatro hombres discutían, enormemente excitados, cuando encontraban algo que les parecía reseñable.
—"El hombre actual está hambriento y sediento de una relación segura con las fuerzas sagradas que hay en su interior", ha dicho.
—También dijo: "El hombre moderno se ve perdido, vive en el temor. Mira hacia su exterior y su interior para que se le proporcione algo de lo que ha sido despojado".
—Esto es profundo: "Tenemos actualmente una vida intrincada y compleja, llena de artefactos mecánicos, de radios, películas con lo que pretendemos sustituir lo que hemos perdido: la conexión con lo numinoso". Lo incluiremos también en su próximo discurso.
Uno de ellos advirtió, al cabo de un rato, la presencia de Erik y le preguntó si necesitaba algo. 
—Me dijeron que el Maestro me esperaba —respondió Erik.
—No tiene previsto volver en todo el día. ¿Estás seguro de que entendiste bien?
Por detrás comentaban: "¿Quién es este?", "Nadie, será una de sus obras de caridad". Los cuchicheos llegaban a Erik, que se sentía algo avergonzado.
—¿Por qué quieres verlo?
—Acabo de llegar a la Casa y quiero ofrecerle mi respeto.
Asintieron satisfechos. Llamaron al asistente del Maestro y este apareció en un instante. Pero le pareció a Erik que no era el mismo que le había acompañado desde la sala donde dejaron a Lars. Aunque tampoco estaba seguro: la venda le hacía complicada la labor de reconocer los rostros. Quizás sí era la misma persona y estaba confundido. En cualquier caso, les confirmó las sospechas porque dijo que quizá hubo un error: no estaba prevista una reunión con él. Erik tendría que irse con las manos vacías.
El hombre que se había dirigido a él en primer lugar preguntó que dónde debía estar ahora el Maestro. El asistente revisó la agenda y le informó que en la sala de juntas. Tenía una reunión con representantes del instituto Ahnenerbe.
—¡Sígueme! —dijo entonces muy animado—. Vamos a intentarlo, aunque sea un instante tienes que hablar con él.
Se pusieron en marcha y fueron recorriendo distancias que a Erik le parecieron muy largas. Recorrieron pasillos y pasillos. Subiendo ocasionalmente de piso. Finalmente llegaron a la sala de juntas, una habitación con paredes cubiertas con maderas nobles y una gran mesa ovalada en el centro. Erik comprobó, desalentado, que estaba vacía a excepción de un par de personas que estaban marchándose.
—La reunión acabó hace cinco minutos. El Maestro ya no está —le informó la última persona que quedaba allí.
El hombre que les contestó se acercó con lentitud a una ventana alta desde la que se dominaba la entrada y se quedó unos segundos observando cómo una fila de coches negros y relucientes cruzaba las puertas de la Casa. Los vehículos se detenían frente a la entrada principal. El hombre sonreía para sí mismo.
—Acércate, hermano, mira. Nuestro trabajo no es solo espiritual. También hemos de dejar huella en el mundo de los infieles. Mira esa gente…
Estaba sin venda, pero se estaba sacando una del bolsillo y se la puso mientras continuaba hablando. 
—Vienen porque aprecian nuestro consejo —continuó—, necesitan orientación en sus conflictos. Desprecian nuestra fe pero aprecian la penetración intelectual del Maestro. Les gustaría usarla para sus fines, pero ellos son usados para los nuestros.
Erik observó cómo descendían de los coches personas, en su mayoría, con uniformes militares.
—El Maestro lo hace por el bien general. Y, bueno, siempre puede haber quien se ilumine y se una a nuestra comunidad... ¿no crees? Y si fracasamos y terminan matándose entre ellos, ¿nos importa acaso?
Se formó una expresión de desagrado en Erik.
—El ejercicio de la política consiste en no tener escrúpulos. Y menos con los infieles. 
No quedaba nadie más en la sala salvo ellos dos. El hermano que lo había acompañado hasta aquí había desaparecido. ¿Se marchó sin despedirse? El otro dijo:
—El Maestro siempre dice: "Hemos de sobrevivir y, para sobrevivir, hemos de prevalecer. No hay otra opción". 
Entonces, al citar al Maestro con esa seguridad, le surgió la duda a Erik. ¿Estaba hablando con el hermano que le había acompañado hasta aquí o era el que habían encontrado al llegar? ¿Cuál de ellos se marchó y cuál había permanecido en la sala? 
Erik expresó su frustración por perder la oportunidad de encontrarse con el Maestro no una, sino dos veces. El otro le contestó, animadamente:
—Ahora iba a dar una pequeña charla en la capilla de los Justos. Si te apresuras, quizá puedas llegar a encontrarlo allí… ¡Te llevo!
Caminaron a buen paso en esa dirección. Hubo que subir varios pisos y atravesar varias grandes salas, hasta que llegaron a la puerta de acceso a esa zona del edificio. Antes de entrar, el hermano le ofreció un paño: para acceder debía ponerse la venda.
—Tendrás que llevar esto —le informó.
Erik sintió una enorme emoción. Estaba entrando en una comunidad de seres iluminados. ¡Cuánto deseaba formar parte de esto! Rechazó la que le ofrecía y sacó la venda que traía de casa. Lentamente se la puso con la ilusión del que empieza un camino nuevo, después de haber perdido demasiado tiempo deambulando por uno lleno de cardos y espinos.
Oyó cómo el otro abría la puerta. 
Erik se conducía lentamente, evolucionando con torpeza por la habitación pues, como todos, estaba acostumbrado a confiar en la vista como un guía infalible.
—Los Justos son la vanguardia de nuestro movimiento. La fuerza de choque que abre el camino que el resto transita —le explicaban.
Se dedicó un rato a atender las conversaciones, pues no tenía otro medio de orientarse. Escuchaba a la gente con la esperanza de reconocer al Maestro. Un espíritu así, por fuerza ha de revelarse. Ha de significarse de alguna forma. Sin duda su voz rebosa  de significado, dando una señal imposible de ignorar por otra persona.
Pero sólo oyó voces normales hablando sobre temas que no acababa de entender. Con decepción, llegó poco a poco al convencimiento de que el Maestro no estaba tampoco aquí.
La voz de su reciente guía sonó a su lado, sobresaltándolo.
—El Maestro se dirige ahora al salón de actos. La fecha de la próxima ceremonia está cerca y quería revisar el avance de las obras. ¿Vamos?
Esta vez, corrieron sin pudor por los largos pasillos. Le confirmaron que el salón de actos estaba muy cerca. Era muy posible que llegara a tiempo para verlo, por fin.
—¿Qué ceremonia prepara?
—Claro, no lo puedes saber… Ocurre que para algunos la venda no es suficiente. Quieren expresar un compromiso más fuerte. Así que celebramos una ceremonia donde el aspirante hace ese sacrificio. Acto seguido el iniciado pasa a formar parte de la comunidad de los Justos.
Quiso seguir preguntando pero enseguida llegaron a su destino.
Era un espacio muy amplio, preparado para cuidar el sonido, un lugar excepcional para sostener y ensalzar la voz, pero que ahora estaba lleno de toda clase de ruidos derivados de la frenética actividad general, un muro de sonido imposible de atravesar. Había un escándalo de golpes y voces que flotaban en un espacio del que Erik no tenía, por ahora, brújula. En esa maraña, por fin, oyó la voz del Maestro por primera vez.
Estaba ensayando un discurso. ¿Cuánta gente habría escuchándolo? Lo ignoraba. Pero durante esa media hora, el Maestro le habló exclusivamente a él. Erik sintió que examinaba su alma y le ofrecía lo que le faltaba o anhelaba. Le explicó quién era. Cuál era su destino. Cómo, a pesar de lo que él creyera o los demás le dijeran, estaba destinado a la grandeza. Una nueva familia, una familia espiritual le iba a acoger. Cómo formaba parte del grupo de aquellos cuyas vidas valen la pena de ser vividas. Cómo la vista era un instrumento del engaño. Y que su negación abría nuevas estancias de nuestro ser en una transacción espiritual que nos beneficiaba de forma absoluta. 
Fue memorable. El ruido de la actividad de los trabajadores volvió, aunque Erik comprendía que siempre estuvo allí, solo que la voz del Maestro había hecho la magia de hacerlo desaparecer. Cuando el Maestro terminó de hablar, Erik era un ferviente creyente.
Tenía que volver: quedaban muchos trámites antes de poder considerarse miembro de la Casa. Caminó hacia la puerta, guiado por un hermano. Justo antes de salir, se giró. Sin poder evitarlo se levantó la venda y pudo ver al Maestro en un enorme sillón que, desde esta distancia, semejaba un trono. Su postura (inclinado hacia un lado, con la frente apoyada en uno de sus puños, el rostro en sombra…) le daba el aspecto de un rey. Un rey especialmente riguroso para con sus súbditos. Pero también, un rey visionario y ambicioso. Soñando un futuro donde no quedase lugar de la tierra sin su huella.
Erik se marchaba renovado, exultante de energía espiritual, listo para enfrentar la ignorancia y la maldad desde la sabiduría y la calma. Sintiéndose parte de una comunidad que cambiaría el mundo.
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byaguscortes · 9 days
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Capítulo 5
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Lars entró a una sala, por llamarla así. Era más bien un espacio cavernoso ubicado en los sótanos del edificio. Eso le daba igual a Lars, que se sentía feliz de haber conseguido un puesto en la Casa. Este espacio estaba iluminado por bombillas desnudas que colgaban del techo. Las sombras se acumulaban en los rincones, dando la impresión de que la oscuridad estaba viva. Los trabajadores, con sus uniformes grises manchados, se movían como fantasmas entre las mesas y estanterías repletas de herramientas oxidadas. Qué más daba, pensó Lars, lo había logrado.
Llegó cuando algunos estaban comiendo, en una gran mesa. El grupo estaba constituido, en su mayor parte, por gente de mediana edad de rostros como tallados con un cuchillo. Caras con personalidad. No le costaba nada comprender a Lars que eran personas que, como él mismo, habían renunciado a puestos mejor pagados por alguna razón. Y esta razón, importante claro está, e incluso con casi toda seguridad una razón vital, gravitaba alrededor de cada uno de ellos, dando a esa gente un halo de misterio poco común. 
—¿Svante? —preguntó a uno. Ese nombre le habían dado arriba. Era su responsable, al que se tenía que presentar. La persona a la que preguntó movió la cabeza en una dirección, indicándole, sin dejar de masticar su comida.
Señalaba a un trabajador bastante anciano pero, por su aspecto, todavía suficientemente vigoroso como para dedicarse a ese tipo de trabajo tan exigente físicamente. Destacaba en este entorno. A pesar de su edad, sus ojos brillaban con una vivacidad que despuntaba. Su cabello blanco y desordenado formaba un halo luminoso alrededor de su cabeza, como si fuera inmune a la oscuridad circundante.
—¿Svante? —volvió a repetir.
El viejo le miró valorándole, levantó la mano para indicarle que se acercara. Dijo algo al que estaba a su lado que Lars no oyó. Pero la respuesta del otro, sí.
—¿Una visita especial con el nuevo? Mira a ver que no te vuelvas a meter en líos, hombre —le dijo.
Lars se presentó al momento y Svante le hizo un par de preguntas banales.
—Pues empezamos. Me acompañas a un trabajo y así comienzas a aprender cosas. Deja todo, no hace falta que lleves nada.
Se acercó a un armario con varias herramientas dispuestas de forma rigurosa y ordenada. 
—Coge esa maza. Y… una pregunta: ¿no llevas venda? —Lars negó con la cabeza. Un poco harto—. No importa. A veces es útil llevarla. De acuerdo, sígueme. Yo camino rápido. No te quedes atrás. El orientarse en la Casa puede ser algo complicado, a veces. Por alguna razón, a veces olvidamos sus dimensiones y nos confiamos. El resultado si no te orientas con minuciosidad es acabar muy lejos de tu destino, donde no querrías.
Salieron del cuarto y atravesaron un par de pasillos. La maza pesaba bastante y hacía que para Lars la marcha fuera un poco penosa. Accedieron a unas escaleras. Subieron varios pisos. Pararon en el rellano de la escalera. Svante parecía estar pensando en algo y le dijo de pronto:
—¿Por qué estás aquí? 
—¿Cómo que por qué? Necesito el trabajo, necesito el dinero.
—Si necesitases el dinero, no estarías aquí, muchacho. Estarías en las plantas superiores, caminando con una venda por los pasillos —dijo, mientras reía.
—Pues eso no va conmigo.
—Pues tendrás que explicarte mejor.
Svante esperaba una aclaración o que se extendiese un poco más en la respuesta, pero Lars no hizo esfuerzo alguno para eso. Eso le molestó.
Puso la mano en el picaporte de la puerta y se giró hacia Lars:
—No creo que por aquí nadie nos pueda ver, pero si alguien te dice algo por no llevar venda, echa a correr. Nadie nos conoce, así que si te escapas es posible que no haya reprimendas y puedas continuar con tu trabajo aquí. 
Lars no entendía. ¿Qué iban a hacer?
—Vamos a pasar por el lugar más transitado y menos visto de la Casa. Es un espectáculo que pocos ven, porque verlo implica un despido inmediato. ¿Tú te atreves?
Antes de que Lars pudiese decir nada más, Svante le echó una mirada torva, abrió la puerta y cruzó al otro lado.
Se encontraron entonces en medio de un amplísimo pasillo, un cañón de mármol blanco que se extendía más allá de donde alcanzaba la vista. El espacio estaba abarrotado de cuerpos en movimiento, una marea humana que ondulaba como un organismo vivo. No llevaban venda la mayoría, pero sus miradas denotaban la imposibilidad de ver: eran ciegos. Caminaban guiándose por sus manos, que acariciaban las paredes en busca de orientación, cosa que lograban por toda clase de textos escritos en braille que se encontraban por todas partes en las paredes, pero al ser estas de un ininterrumpido blanco eran difíciles de apreciar para la vista. 
Toda esa gente abarrotaba el espacio junto a las paredes dejando libre la zona central del pasillo que aparecía despejada. Lars y Svante estaban parados de pie en esa parte precisamente, eran los únicos allí y destacaban como una anomalía. Lars miró para ambos lados, el pasillo se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
—Es la hora de la cena —aclaró Svante.
Lars estaba fascinado por el espectáculo. Había una actividad febril, como de colmena. Vio ese aluvión de personas de todo tipo y condición, todas ellas ciegas. Y sus manos. Sus manos flotando por la pared mientras caminaban. Las manos como un río que iba encontrando el camino a lo largo de las paredes. Haciendo ondulaciones, pequeños rizos; avanzando siempre. La visión mareaba y finalmente solo veías esas corrientes de manos, ese universo de manos que avanzaban sin destino y sin tregua, como una estampida de pequeños animales, libres al fin de algún yugo ancestral.
Sintió un tirón en la ropa y vio cómo Svante abría otra puerta y entraba a otro cuarto. Era una sala de herramientas pero contenía, también, una escalera que el viejo usó para subir a otro piso. Se movía con una habilidad envidiable. Svante estaba cada vez más alerta. Lars sudaba porque portaba el enorme martillo.
El viaje a través de los pisos superiores fue una experiencia surrealista. Los pasillos, de un blanco cegador, estaban llenos de huéspedes ciegos que se movían como una corriente constante. Sus manos, pálidas y con dedos largos, se deslizaban por las paredes dejando rastros invisibles. ¿Cómo es posible que hubiese tantos?
Al cabo de subir un par de pisos más, Svante hizo algo extraño. Se puso la venda sobre los ojos. Se giró a Lars y le dijo:
—Sígueme. Si te llaman la atención, corre. Hacia cualquier dirección. Recuerda, si huyes, hazlo bajando siempre. –Dijo Svante
Entonces comenzó a moverse a toda velocidad por los pasillos como el resto de los transeúntes. Ponía la mano en la pared y caminaba con la palma pegada a ella, descifrando inscripciones o indicaciones que, aparentemente, encontraba en el muro. Lars lo seguía pero no podía dejar de mirar el extraño espectáculo que resultaba de todo esto. Svante empezó a correr ahora.
Lars tenía enormes dificultades para seguirle, el otro no miraba atrás. No parecía preocuparle si se perdía. De hecho, a los pocos minutos, comenzó a pensar que buscaba precisamente eso: dejarle tirado.
Tras unos minutos de esa carrera que se había convertido en persecución, llegó hasta la puerta que Svante había cruzado apenas algunos segundos antes, la abrió y entró. Lars se encontró en este pequeño cuarto sin aliento. En él había otras tres personas con su misma ropa de empleado. Eran robustas y de rostros agresivos.
—¡Pero qué ha pasado, hombre! —gritó Lars a Svante.
El otro respiraba pesadamente y le miraba con frialdad. 
—Si yo te pregunto, tú me contestas.
Hizo un leve gesto con la cabeza y las tres personas lo inmovilizaron con rapidez. Una le rodeó el cuello con un brazo y los otros dos le sujetaban los brazos. Esto volvió loco a Lars que se removió violentamente pero no pudo soltarse. Svante le dio un puñetazo que le dejó sin aliento.
—¿Qué puñetero problema tienes con la venda? —espetó Svante.
—No me gusta —siseó Lars que todavía luchaba por respirar con regularidad.
—Ni a mí madrugar. Pero aquí estoy.
—¡Soltadme!
Volvió a forcejear. 
—¿Y eso que eres amiguito del Maestro?
—¡No es cierto! ¿Qué estás diciendo?
—¿Eres su espía?
Siguieron forcejeando mientras Svante volvió a preguntarlo un par de veces. Pero Lars no escuchaba porque luchaba por liberar uno de sus brazos. Solo necesitaba eso y podría tumbar a estos memos. 
Svante iba a preguntarle una última vez cuando le paralizó un grito terrible. Lars había girado la cabeza a la derecha y se había encontrado con que el tipo que le sujetaba por detrás había inclinado la suya de forma que su oreja estaba a su alcance. No había dudado y le dio un terrible mordisco con todas sus fuerzas. El otro aulló de dolor y le soltó, llevándose las manos a la oreja herida, que comenzó a sangrar profusamente. Los otros dos que sujetaban sus brazos también dudaron durante un instante. Uno de ellos más de la cuenta. Lars dio un tirón con su brazo derecho y lo liberó también. Sin perder un segundo, continuó la trayectoria del movimiento, su mano convertida en una garra. Sus dos dedos, como lanzas de carne y hueso, se dirigieron con precisión hacia los ojos del que aún le sujetaba. El impacto provocó un estallido de dolor.
Dio un puñetazo al tercero pero no consiguió tumbarlo y este le devolvió el golpe. Lars sacudio un poco la cabeza para despejarse y enseguida se abalanzó sobre él. Le asestó  un cabezazo en el puente de la nariz que le dejó finalmente inconsciente.
Lars tenia el rostro ensangrentado. Presentaba un aspecto lastimoso, el de haber perdido la pelea, pero no era asi. Sabia que a veces pasa. Cuando levantó la cabeza comprobó que Svante le miraba atónito. Se quedaron inmóviles un segundo hasta que Svante se giró y salió del cuarto. Lars le siguió al otro lado. 
Continuaron la persecución por un pasillo y hasta el piso superior, que estaba vacío. Nadie caminaba por él. Lars alcanzó a Svante lo suficiente como para darle un empujón que le hizo desequilibrarse. Lars le sostuvo para que no cayese a plomo y ambos se derrumbaron por el suelo.
—¡Estáis locos! ¡Estáis todos locos por aquí! —gritó Lars.
—Creo que estamos en la zona de los Justos. Eso no es bueno.
—¿En la qué?
Se quedaron jadeando durante un minuto. Svante escuchando, muy tenso.
—¡No podemos quedarnos aquí!
Se levantaron con dificultad y avanzaron por el pasillo hasta una puerta. Svante no parecía seguro pero la abrió y entraron. Una sala de trastos para el servicio con escalera para acceder. Estarían seguros.
Se sentaron a recuperarse. Sus respiraciones se fueron serenando hasta que llegaron a un ritmo normal.
—Estáis todos locos por aquí —repitió Lars.
—Me tienes que contestar, no te queda otra.
Lars le contó la historia de cómo conoció al Maestro y su despido de la tienda de Gustav. Cómo le había encontrado de casualidad y la forma tan extraña de dirigirse a él que tuvo en sus primeras horas en la Casa. Durante ese rato, Svante le miraba con intensidad. A veces escéptico y a veces divertido. Al final, cerró los ojos y estuvo un rato así, como reflexionando. Cuando los abrió, su mirada era seria.
—Le cabreaste mucho al hablarle de esa forma. Probablemente el despido le supo a poco como castigo. Cuando supo que estabas en la Casa pensó que podía acabar la faena. Al tratarte así se encargó de marcarte para que pudiese ocurrir algo como lo que ha pasado.
—¿Hablas en serio? Parecía muy amistoso.
—Si no tienes poder, no lo va a ser contigo de ninguna manera… –y luego añadió –no se si esto ha acabado, tengo que serte sincero. Quizás tengas más problemas.
Lars calló. Se sentía frustrado: nada era lo que parecía ser, y todo tenía un doble sentido que hacía que las personas y las situaciones resultasen imposibles de valorar. 
Svante le lanzó su venda.
—Límpiate la sangre, chaval. Estás horrible.
Intento adecentarse la cara, pero la sangre ya estaba seca y no hubo mucho que hacer.                          
—Es por mi padre —comentó de repente Lars.
—¿Perdona?
—Lo de la venda, es por mi padre.
—¿Cómo es eso?
—Mi padre trabajó aquí —comentó Lars de repente—, también la odiaba. Pero se la ponía. Pero decía que no era cierto que los débiles buscan debilitar a los fuertes por rencor y deseo de dominio, como dicen a veces. No, los fuertes buscan debilitar a los ya de por sí débiles, y así su dominio resulta incontestable.
Svante le escuchaba con atención.
—Era pintor. Tuvo que renunciar a la vista por el capricho de un loco. Yo no quiero que eso me pase… No voy a renunciar a ver por trabajar para un demente.
—Yo puedo respetar eso. No creo que seas un espía, ¿sabes? Por si esto te tranquiliza.
Volvieron a un paso apresurado pero no corriendo. Svante se encargaba de que fuese así. A Lars la caminata le pareció más larga y no paraba de mirar a todos lados, esperando un elemento de alerta.
Finalmente, llegaron al cuarto de donde habían partido hacía siglos, según le parecía a Lars. Svante se desplomó en un banco mientras se secaba el sudor con la venda.
—El primer día en la Casa es algo que habitualmente no se olvida. Provoca una impresión duradera y de por vida. Bienvenido —le dijo Svante sonriendo con sorna—. Vete a descansar.
En ese momento Lars no sabía si había conseguido un amigo o un nuevo enemigo.
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byaguscortes · 12 days
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Capítulo 4
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El interior de la Casa era un laberinto de pasillos serpenteantes bullendo de actividad. Les escoltaron hasta una sala amplia y les pidieron que esperaran allí. La sala era un rectángulo perfecto de blancura cegadora. Sillas de líneas sobrias, frías e idénticas, se alineaban contra las paredes desnudas. La ausencia total de decoración hacía que la mirada rebotara inquieta de un lado a otro, buscando en vano algún asidero. La luz del sol, que entraba por las amplias ventanas, era de tal intensidad que casi cegaba. Y al impedir la vista en lugar de ayudarla, casi parecía como si la Casa expresara un recelo hacia esa facultad y la estuviese poniendo en cuestión nada más entrar al edificio.
Poco antes, mientras caminaban hacia la entrada, habían visto, a la altura de la puerta principal, un gentío compuesto por personas, casi en su totalidad, de uniforme. Lars identificó los uniformes de varios países y también algunos uniformes inéditos que no supo identificar.
—¿Vamos a entrar en una guerra? —preguntó Lars.
—Puede ser, quién sabe... —había bromeado Erik.
La curiosidad tampoco había dado para más: los huéspedes eran innumerables, así que tampoco era raro encontrarse con grupos tan grandes o con indumentarias llamativas.
Al cabo de un rato, Lars continuaba esperando en la sala donde les habían dejado. Hacía rato que Erik se había despedido de él para dirigirse a su propia entrevista. No lo había vuelto a ver. Entonces le nombraron y se levantó. El sonido rebotó en varios sitios antes de llegar a él y continuó todavía más una vez que él se hubo ido, flotando en el aire. Estaba clara cuál era la preferencia de la Casa en cuanto a los sentidos humanos.
Al cruzar el umbral, Lars sintió como si entrara en una cámara presurizada. El aire era denso y frío, con un ligero olor a desinfectante que le hizo picar la nariz.
—Buenos días.
El entrevistador, de edad indeterminada y rostro inexpresivo, vestía un traje negro que se fundía con las sombras, dando la impresión de una cabeza flotante. La inevitable venda ocultaba sus ojos.
—¡Bienvenido! ¿Ha encontrado algún problema para llegar hasta aquí?
Lars confirmó que ninguna pega, el autobús fue puntual y el trayecto, sin incidentes. Cuando le preguntó por sus credenciales, Lars fue honesto:
—Me da igual. He trabajado como aprendiz. Sé hacer un poco de todo.
—¿Qué sabe de nuestro establecimiento?
—Que es un sanatorio para ciegos.
—Sabe más que la mayoría. Esta Casa fue un centro de salud y ahora es un hotel—dijo, hojeando un libro de páginas en blanco— Claro, su madre es... antigua empleada. Ya veo. Veo muchas recomendaciones en base a su difícil situación…
—Sí, bueno...
—Su fundador, el doctor Eklund, era en su momento un famoso oftalmólogo que se propuso erradicar la ceguera de la faz de la tierra. Un verdadero benefactor de la humanidad —señalaba repetidamente a la pared, como si pensase que había una foto o un cuadro del fundador, pero no había nada—. Pronto tuvo un enorme éxito. Acudieron pacientes de todo el mundo y tanto el personal como las instalaciones crecieron de forma rápida. Cuando lo perdimos, tuvimos que buscar de qué otra forma servir a nuestros clientes.
Todo eso lo sabía Lars más o menos. Pero no era lo que más le importaba. 
—Siento que su experiencia nos puede ser útil. Es usted un muchacho capaz, según tengo entendido —hizo una pausa—. Nos queda el tema de la venda.
—Sí.
—Normalmente comento que es una exigencia del puesto y punto. Pero últimamente gerencia permite elegir.
—Me alegro mucho. Era un tema que me preocupaba, honestamente.
—Bueno, lo entiendo. Esta oferta da una idea de la postura aperturista de la nueva gerencia. Yo, por ejemplo, lo veo excesivo. Pero, aparentemente, es bueno para nosotros al tiempo que para los de afuera.
—Perfecto entonces.
Lars expresó entonces, de manera todo lo prudente que pudo, sus reservas sobre el uso de la venda.
—Fue gerencia, con el apoyo de los huéspedes, los que establecieron la predilección de que fuesen atendidos por personal que compartiera su condición de invidentes. Cuando el volumen de contrataciones hizo inasumible ese requisito, se exigio a los nuevos trabajar con los ojos vendados. Así, los trabajadores se orientaban en la enorme mansión de la misma manera que los huéspedes, con las mismas incomodidades e imposibilidades y, en realidad, con las mismas limitaciones y dificultades. Eso les hace empatizar en gran medida y el servicio mejora enormemente.
Se expresaba con tono de ligero hartazgo, como si se le forzase a explicar lo evidente pero evitase ser maleducado.
—No crea que obligamos a nadie, no somos salvajes. Ni antes ni ahora. Cada cual puede elegir ponerse la venda o no. En función de su elección se le asignará un trabajo u otro, claro está. En cualquier caso, nadie le obliga a nada.
—Entiendo —afirmó Lars pensativo.
—¿Qué escribo en su ficha a ese respecto?
Lars le indicó, por segunda vez, que no le interesaba.
—Listo —dijo en un tono animado y ligero, aunque su boca se torció en una expresión de disgusto.
Se quedó pensativo unos instantes.
—Estamos necesitados de jóvenes con talento y trabajadores. Quizás no me expliqué bien y me dolería que por ello escogiese mal. ¿Le importa si llamo a alguien para que se acerque y le conozca?
Lars dijo que no aunque sintió un poco de recelo.
El entrevistador cogió el teléfono y marcó un número. Habló brevemente. Lo hizo encorvado, como si se forzase a un gesto de sumisión para la persona con la que se comunicaba.
Tras colgar le sonrió a Lars.
—Está aquí al lado. Es nuestro gerente, un responsable del más alto nivel. He pensado que podría interesarle conocerle. Tengo extraordinarias referencias de usted y no quisiera que se malograra por una mala decisión.
Ignoraba cuáles podrían ser esas "extraordinarias referencias" y qué cosas había referidas a él pero dudaba que fuesen otra cosa que vulgares y comunes, sin capacidad para llamar la atención. Sin embargo, esperaron. Con una incomodidad que crecía en Lars a medida que pasaban los segundos. Nada ocurría y el silencio se alargaba.
En un momento dado se abrió la puerta y apareció una persona ancha y baja, también con venda. Por un momento, la silueta del recién llegado creó la única sombra en la blancura impoluta de la habitación, antes de que la puerta se cerrara de nuevo, restaurando la uniformidad del espacio. Este mostraba una elegancia natural y su simpatía transmitía una sensación de calidez a su interlocutor, el cual se sentía tratado como a un viejo amigo. Los saludó afectuosamente y escuchó brevemente las explicaciones del entrevistador. Se giró y miró a Lars, pero aún tardó unos segundos en comenzar a hablar.
—Necesitamos gente. La situación en Europa ha mermado los trabajadores de los que disponemos. Realmente nos encantaría contar contigo.
—No hay problema, al parecer estaba ya contratado.
—Sí, sí... pero yo estaba pensando en puestos con más responsabilidades... más salario, por supuesto.
—Por supuesto, yo encantado.
El entrevistador original indicó al recién llegado:
—Estaba asignado a la sección nueva, sin venda.
—¡Ah! —la expresión de sorpresa del recién llegado fue ligeramente más exagerada de lo normal, apenas un poco. Pero fue suficiente como para que Lars comenzase a recelar. 
—Bueno, este puesto que te estoy comentando exige venda, desgraciadamente. Pero las contraprestaciones son mucho mayores. —Comentó un salario que tendría que haber motivado a cualquiera.
—Decepcionarías a tu madre si aspirases a menos. —Añadió.
La frase dicha con lentitud y convencimiento, estaba totalmente fuera de lugar. Le miraba sonriendo y de haberle visto los ojos, Lars estaba seguro de que brillaban con malicia. Pero realmente le hizo pensar. Sabía que su elección implicaba una miseria, que le garantizaba un trabajo sin futuro. ¿No podía intentar la otra opción? La triste respuesta es que no. Se odiaría por ello y pronto su vida sería un infierno: No, la respuesta era no.
En la mesa había una venda, impoluta y perfectamente plegada. En un par de ocasiones, en un gesto casual, el entrevistador se la había acercado unos centímetros, aunque Lars la había ignorado. Parecía haber ido adquiriendo densidad a medida que avanzaba la entrevista y, en ese momento, su peso era tal que la Casa entera pugnaba por sostenerla.
–No tenemos todo el día –comentó uno de ellos. No supo identificar la voz. La mirada de Lars estaba en la venda.
—Prefiero no llevar venda.
La sonrisa de su interlocutor se mantuvo, pero estaba claramente contrariado. Fue como si la temperatura de la habitación bajase unos grados y el trato ya fue más distante. Se mantuvieron todos inmóviles unos segundos. Lars no sabía si la entrevista había terminado. Y si estaba todavía contratado o ya no.
—Entonces... —Comenzó a decir Lars para romper el silencio.
—¡Claro! —El recién llegado se dio una palmada en la frente— ¡Le hemos malinterpretado! ¡Qué tontos! ¡El muchacho quizás es un idealista al que el dinero no le importa!
—¿Llamo al Maestro? Quizá pueda proponerle algo interesante.
—Está ocupado, ¿tú crees que le podemos molestar con esto?
—Creo que sí. Voy a avisarle.
Su entrevistador original salió de la sala y quedó el otro, de pie con los brazos cruzados. Dio un par de pasos atrás y se quedó cerca de la pared, en silencio. Volvió el otro y se quedó de pie, junto a su compañero. Ambos inmóviles y en silencio.
Durante este tiempo, Lars comprendió que estaba intentando manipularlo. Todo este teatro, las preguntas, la llegada del supuesto gerente... ¿era una elaborada estrategia para presionarlo a aceptar la venda?. Le parecía increíble y sin embargo, la única explicación. La irritación creció rápidamente en su interior. Él solo quería un trabajo, ¿por qué tenían que complicarlo todo con estos juegos psicológicos? La idea de que una tercera persona continuase con esta farsa le resultaba insoportable. Lars sintió que su paciencia estaba llegando al límite. Si alguien más entraba en esta sala con la misma actitud condescendiente, no estaba seguro de poder (o querer) contener su rabia.
Un leve estremecimiento del aire anunció la entrada del esperado "Maestro". Lars se incorporó en la silla para reaccionar como lo requiriese la situación, fuese de la manera que fuese. Pero quien entró fue el converso que se había presentado, días atrás, en la tienda de Gustav. Era la misma persona, sin duda. Ahí estaba, igual de arrogante. Lars se quedó helado y palideció. Pensó que tendría alguna oportunidad si no le reconociera, aunque no lo creía posible: en cuanto empezase a hablar, el otro iba a identificarle sin ninguna duda y todo habría terminado. Volvería esa tarde en el autobús con las manos vacías.
Tras él entraron otras cuatro personas que se mantuvieron en el lado opuesto de la sala, en silencio pero con una evidente impaciencia contenida en todos sus gestos.
—¡Lars, mi querido amigo! —comenzó a decir—. Debo decirte que lamento mucho lo ocurrido. No era mi intención que te despidiesen ni causarte ningún percance. Siento cómo se resolvió todo. Pero me alegra que acudas a mí y poder enmendar el asunto.
Hablaba con la misma seguridad que Lars recordaba. Este no entendía cómo era que él le conocía, ni el inesperado afecto que expresaba, trato que, pudo verlo en las reacciones de los demás, no debía ser común en él, porque miraban a Lars con una extrañeza nueva. 
Llamaba la atención el efecto que tenía este Maestro en las personas a su alrededor: mantenían una actitud alerta, como un galgo atento a la próxima orden del cazador para cobrar la pieza, listos para actuar en cuanto fuesen requeridos.
—¡La comisión alemana ya está aquí! —dijo alguien que se asomó a la puerta.
—¡No hagamos esperar a nuestros vecinos del sur! Ahora es imposible Lars, pero hablaremos en otra ocasión —y dijo, dirigiéndose a sus entrevistadores—: Ofrecerle el puesto que pida y no le deis más vueltas.
Acto seguido, desapareció con su séquito.
—Permíteme tutearte Lars, bienvenido. Espero que su estancia aquí sea fructífera. –dijo su entrevistador, repentinamente empalagoso y adulador.
Pasó a detallar la organización, horarios y responsabilidades. Lars tuvo que prestar toda su atención y olvidó su irritación anterior. Al parecer, había conseguido su objetivo, pensó con alivio.
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byaguscortes · 15 days
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Capítulo 3
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El amanecer llegó con una luz gris y difusa, apenas distinguible de la noche que se desvanecía. Lars esperaba en la parada de autobús, una estructura destartalada de metal oxidado y cristal manchado. El día era ventoso y nublado. Su aliento formaba pequeñas nubes en el aire frío, difuminando aún más los contornos del mundo a su alrededor. Lars esperaba, resignado, al autobús que les llevaría desde el pueblo a la Casa.
Esa mañana había recorrido el camino hasta la parada solo, pues su madre apenas se tenía en pie y no podía acompañarlo. Había dormido mal, se levantó tan agotado como se había acostado.
—Verás cómo te cogen. El que yo haya estado tantos años es una ventaja para ti. No tendrás problema aunque se presenten muchos para el puesto. Saben que estoy enferma y tendrán una deferencia con nosotros. Pero tienes que ser responsable y trabajar duro. ¿Lo prometes?
Lo prometió, claro. Pero no estaba nada seguro de que fuese a durar más de una semana.
Era muy temprano y tenía mucho sueño cuando llegó. Allí no encontró a nadie más esperando, lo que le llevó a pensar que se había equivocado todo el tiempo. Sin embargo, en la parada estaba el famoso símbolo, así que tenía que ser allí. Pero se mantuvo dudando todo el rato. Estuvo a punto de volver a casa en varias ocasiones, pero siempre comprendía angustiado que no tenía otra opción. Permaneció allí. 
Finalmente llegó el autobús, como un fantasma en la niebla matutina, sus faros perforando la bruma como ojos amarillentos. Cuando paró a su lado y abrió las puertas subió atropelladamente, tropezando en uno de los escalones. Al entrar, Lars se encontró en un interior sorprendentemente luminoso, el contraste con el exterior gris era casi doloroso para sus ojos cansados.
Los pasajeros eran un estudio en blanco y negro. Los conversos, con sus vendas inmaculadas y ropas oscuras, se sentaban rígidos e inmóviles. Los demás, vestidos con tonos apagados, se encogían en sus asientos, evitando el contacto visual.
Estaba casi lleno. Casi todos eran miembros del servicio y llevaban la venda. Solo unos pocos la mantenían todavía guardada en el bolsillo y se les veía inseguros, mirando al resto, seguramente perplejos al comprobar cómo, día a día, aumentaba el número de los que participaban en esta peligrosa pantomima. Nunca había visto tantos conversos juntos y le causó una impresión de desasosiego, como si el autobús, en realidad, fuese a trasladar unos reos al lugar de su ejecución y estos, ignorantes, disfrutaban del paseo sin sospechar nada.
Por fortuna el fondo estaba ocupado por un grupo de jóvenes que, como él, irían a probar suerte para entrar a servir en la Casa. Aunque intimidados por el viaje, el verse en compañía les daba el suficiente arrojo como para armar algo de bullicio. Lars caminó hacia un asiento libre en los alrededores de ese grupo para refugiarse de la seriedad adulta del resto de los pasajeros a la que parecía estar destinado más pronto que tarde.
—Me llamo Erik.
—¿Qué tal? Yo soy Lars.
Erik era delgado y pálido. Contenía su entusiasmo con dificultad. No participaba de la conversación del grupo de atrás pero tampoco podía quedarse callado. Al poco volvió a hablar con Lars.
—Es una oportunidad única, ¿no crees?
—¿De dónde eres?
Le comentó el barrio del que provenía. Si bien no era uno demasiado próspero, tampoco había conocido la miseria. Estaba habitado por comerciantes y profesionales, abogados o médicos. Aunque vivieran con estrecheces todos ellos creían que se asegurarían, en cuanto mejorasen las cosas, un lugar cómodo en la sociedad. No tenían intención de rebelarse ante nada y pensaban que solo era necesario esperar para que todo volviese a su sitio.
—Mi padre tiene contactos y me ha conseguido una entrevista. ¿Qué te parece?
Miró a Erik y le pareció un ejemplar perfecto de ese barrio y esa gente.
—Mi madre me ha dado esto.
Se sacó del bolsillo un pañuelo. Había un motivo bordado dos veces sobre él. Se inclinó a verlo y resultó ser el símbolo de la Casa: una línea horizontal que atraviesa un círculo. El pañuelo era, en realidad una venda, que, convenientemente doblada mostraba ambos símbolos sobre los ojos, dando una impresión inquietante.
—Estoy deseando ponérmela. La vista es corruptora. No veo el momento de deshacerme de ella. Espero ser fuerte y perseverar en el camino.
Lars le miró atónito. ¿Había oído bien? ¿Dónde pensaba que iba este tío? ¿A un seminario? Miró al resto del pasaje y percibió ahora una uniformidad en la gente que no venía de su ropa o de la actitud sino que tenía raíces más profundas. Le dieron la fugaz impresión de ser un ejército emboscado. Se preguntó entonces Lars si era él mismo, en realidad, quien no sabía adónde iba. 
Ese destello de inquietante lucidez duró un segundo, y luego fue olvidado. Erik era ingenuo y entusiasta. No paraba de hablar y despertó en Lars sentimientos de protección pues entendió que el otro necesitaría algo de instrucción sobre cómo funcionaba el mundo.
A medida que se acercaban a la Casa, el paisaje fuera de las ventanas empañadas cambiaba gradualmente. Los edificios grises y anodinos que antes lo ocupaban todo, comenzaron a escasear dieron paso a poblados bosques que ocupaban toda la vista y limitaban al fondo con el perfil azul de las montañas. Esperaban a cada momento ver la Casa, apareciendo en el horizonte, pero esta todavía se reservaba.
—Espera, ¿Lars? —dijo Erik, con un brillo de reconocimiento en sus ojos—. ¿Lars Eriksson? ¿De la escuela Södra?
Lars frunció el ceño, tratando de ubicar a Erik en sus recuerdos.
—Sí, ese soy yo. ¿Nos conocemos?
Erik sonrió ampliamente.
—¡Claro que sí! Bueno, más o menos. Yo era un par de años menor que tú en la escuela. ¿Recuerdas aquel incidente en el comedor? ¿Cuando defendiste a un chico al que estaban acosando?
Recordaba vagamente ese día: un grupo de matones molestando a un niño más pequeño, él interviniendo… pero no demasiado, su lista de situaciones similares era demasiado larga.
—Ese chaval era yo —continuó Erik, con una mezcla de admiración y vergüenza en su voz—. Nunca tuve la oportunidad de agradecértelo adecuadamente.
Lars se rascó la nuca, incómodo ante el recuerdo. Había tenido tantas peleas… unas por razones más nobles. Otras menos.
—No fue nada, en serio. Cualquiera hubiera hecho lo mismo.
Erik negó con la cabeza.
—No, no cualquiera. Tú fuiste el único que se atrevió a enfrentarse a ellos. Después de eso, los matones me dejaron en paz. Estaba muy asustado y no te pude dar las gracias, pero me arreglaste la vida allí.
Lars sintió una punzada de culpabilidad. Si Erik supiera la verdad sobre él, sobre cómo se sentía ahora...
—Las cosas cambian, Erik.
—Para mí sigues siendo un héroe —insistió Erik—. Y ahora estamos aquí, juntos de nuevo. ¡Debe ser el destino!, ¿no crees?
Lars asintió distraídamente, pensando en lo irónico de la situación. El chico al que una vez había defendido ahora estaba a punto de entregarse voluntariamente a algo que él consideraba una locura.
—Supongo que la vida da muchas vueltas —murmuró Lars, más para sí mismo que para Erik.
—Y la última nos ha traído a la Casa —respondió Erik con entusiasmo—. ¿No es emocionante?
Lars no respondió. No tenía el ánimo para destruir la ilusión de Erik, puesto que no compartía en absoluto su entusiasmo. El autobús se detuvo con un chirrido de frenos, sacando a Lars de sus pensamientos. Miró por la ventana y sintió que el aliento se le escapaba.
Ante ellos se alzaba, por fin, la Casa. Un edificio imponente que parecía desafiar las leyes de la arquitectura y el buen gusto. Era una estructura mastodóntica, una amalgama de estilos y épocas que se fundían en un conjunto a la vez fascinante y perturbador.
La fachada principal era de un estilo clásico, con sobrias columnas que se elevaban hacia un frontón triangular. Pero a medida que la mirada se desplazaba, el edificio mutaba. Un ala mostraba la ornamentación exuberante del barroco, mientras que otra se inclinaba hacia la sobriedad del gótico, con ventanales puntiagudos e incluso gárgolas que observaban con ojos vacíos a los recién llegados.
También encontraban adiciones modernas: estructuras de acero y cristal que se entrelazaban con la piedra antigua, creando un contraste chocante. Cúpulas de diversos tamaños coronaban el edificio, algunas de cobre verdoso, otras de un brillante dorado que reflejaba la luz del sol.
En conjunto parecía como un gigantesco animal antediluviano sufriendo una enfermedad que hacía crecer atroces excrecencias en su cuerpo.
Los jardines que rodeaban la Casa eran igual de eclécticos. Parterres geométricos al estilo francés se mezclaban con zonas de vegetación exuberante y casi selvática. Estatuas de mármol compartían espacio con esculturas abstractas de metal retorcido.
—Impresionante, ¿verdad? —susurró Erik a su lado, con los ojos brillantes de emoción.
Lars asintió, incapaz de encontrar las palabras adecuadas. La Casa era impresionante, sí, pero también inquietante. El espectador se sentía abrumado por un orden ajeno al que no le era posible encontrar sitio en las medidas humanas. Había algo en su asimetría, en su mezcla caótica de estilos, que sugería una mente perturbada detrás de su diseño.
Mientras bajaban del autobús y se acercaban a la entrada principal, Lars no pudo evitar sentir que estaban adentrándose en las fauces de alguna bestia antigua, como la que aparece en las Escrituras para tragar al profeta rebelde y hacerle saber que no se puede huir de la furia divina. Se sentía minúsculo y podía comprobar con toda claridad que el edificio generaba en los demás la misma sensación de opresión casi física. Fue evidente para él, desde el mismo momento en que llegó, parte de la fascinación que provocaba la Casa, algo incomprensible allí abajo. Parecía observarlos, evaluarlos, decidiendo si los aceptaría o los devoraría. A Lars no le parecía claro cuál era el destino más deseable.
En cualquier caso no era necesario comenzar con un espíritu tan negro, pensó Lars… ¡Quizás se equivocaba! Y se esforzó por animarse tratando de contagiarse del ánimo festivo y optimista de Erik mientras se dirigían a una de las entradas auxiliares destinadas al servicio.
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byaguscortes · 15 days
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Capitulo 2
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Lars volvió ya de noche a su casa. Estaba algo bebido, no pudo evitar ir a tomar algo para olvidar el desastre de la tarde. Se sentía derrotado. Siempre ocurría lo mismo. Cuando le pasaba algo bueno y se sentía por fin satisfecho, su carácter comenzaba a exhibir actitudes odiosas. Simplemente no veía por qué tenía que controlarlas, pues para él solo buscaban la justicia: un compañero que hacía trampas en un examen, un profesor que no cumplía sus obligaciones. Sentía que tenía que hacer valer la justicia y en su intento se comportaba como un martillo pilón que fácilmente arruinaba la vida del infortunado que no entendía el motivo de la repentina furia de la que era objeto por parte de Lars. Ni él ni nadie: Lars perdía la perspectiva. Todo saltaba por los aires y él terminaba confuso, sin entender de dónde había venido el golpe que había recibido pues veía su conducta como intachable. Como hoy. Quizá es que estaba incapacitado para el bien y solo podía actuar desde la confusión más turbia. No lo sabía.
El apartamento de Lars y su madre era un estudio en tonos apagados. Las paredes, alguna vez blancas, ahora tenían un tono amarillento por el paso del tiempo y el humo de cigarrillos. La escasa luz que se filtraba por las cortinas dibujaba sombras alargadas sobre los muebles desgastados, creando un ambiente de perpetuo crepúsculo.
Era un piso pequeño, de esos que ofrecen a buen precio a la, así llamada, clase trabajadora. Eran pisos de calidad ínfima. En los que convivías con los vecinos pues sus vidas y las tuyas se mezclaban a causa de las paredes que parecían de papel, tal era la falta de privacidad.
En esos pisos construidos para la clase más desfavorecida, para que tuviesen un hogar, tal y como había sido planteado por parte de las autoridades, estaba recluida, por así decirlo, la gente más humilde de la ciudad y todos ansiaban escapar. Por esto la envidia era moneda común cuando alguien comenzaba a salir adelante.
El barrio, visible a través de la ventana sucia, era un mosaico de edificios idénticos, bloques de hormigón gris que se alzaban hacia un cielo plomizo. Las calles estrechas serpenteaban entre ellos como grietas en un paisaje desolado. En ese barrio, la única opción posible era trabajar para la Casa. No había otra. Todo aquel que conseguía un puesto en ella constituía inmediatamente un objeto de rencor por parte de sus vecinos y conocidos. Y por ello y porque el barrio era un desastre en todos los aspectos es por lo que esta gente se marchaba en cuanto podía, huía, y nunca volvían a saber de ellos.
Es por eso que la incipiente epidemia de conversos era sospechosa. No había tanta gente trabajando para la Casa, ni mucho menos. Y por lo tanto eran gente que, sin ser parte de sus trabajadores, veía una ventaja en esa actitud y esa elección. La adoptaban, a pesar de los claros inconvenientes, sin trabajar para la Casa, ni pertenecer a la Casa (como a veces decían). Y uno no sabía qué beneficios podrían sacar de esa mímesis sino un alivio a su continua y aguda sensación de insignificancia. Parecía que, pasado algún tiempo, nadie quedaría sin usar la venda, pues no querría verse más marginado aún de lo que ya estaba y expulsarse de este nuevo orden social. Así que era de prever que, en algún punto del futuro, toda la población aportaría esa señal de respeto a la Casa y esa renuncia se extendería a todos. Esa idea repugnaba a Lars.
Él no quería trabajar ni formar parte de eso. Sin embargo, ¿qué podía hacer?
—¿Has llegado? ¡Hijo!
—¡Ya voy!
—¿Cómo estás?
—Mal. ¿Quieres algo?
Nadie le respondió.
—¡Mamá!
—¡No! ¡No quiero nada!
Su madre había trabajado para la Casa durante más de una década. Como su padre. Luego de que este falleciese en un accidente ella había caído enferma. Nadie supo lo que le ocurría hasta que un médico le diagnosticó melancolía, algo que sus conocidos consideraron extravagante y ganas de llamar la atención. Así que la trataron con dureza y ella y su hijo se quedaron solos. Fue despedida poco después.
Desde entonces vivía sin salir, apenas se levantaba de la cma y, como era previsible, su estado empeoraba con el tiempo. Siempre había sido maniática pero la inmovilidad y la tristeza le habían empeorado el estado físico y su carácter.
—No voy a seguir en la tienda…
—¿Te han echado? ¡Qué has hecho!
—No, mamá. Simplemente no iba a ningún lado. No vuelvo más.
Su madre guardó silencio.
—¿Qué vas a hacer entonces?
—Buscaremos otra cosa…
—¿Dónde?
Ella seguía en silencio, cada vez más compungida. Al rato se atrevió a sugerir:
—Puedo hablar con alguien de la Casa. Necesitas trabajar y seguro que puedo contar con alguien allí y pedirle un favor.
Lars sabía que en algún momento esa opción iba a ponerse sobre la mesa. Tampoco entendía él mismo la razón de su rechazo, casi cerval, a ese lugar y a sus costumbres. Mientras se preparaba para contestar a su madre, la habitación parecía encogerse, las paredes cerrándose sobre ellos. La luz mortecina acentuaba las arrugas en el rostro de su madre, dibujando sombras bajo sus ojos apagados.
—No tienes otra solución —dijo ella—. Ya sé que el asunto de la venda te irrita, pero… ¡qué quieres! No quieren a su alrededor a gente que pueda ver. Punto.
—Es absurdo, es inmoral.
—Es su deseo. Y la gerencia ha transigido con él. Durante mucho tiempo solo contrataron a invidentes. Eso fue hace mucho tiempo. Luego la Casa continuó creciendo, sus necesidades también. Y eso nos dio una oportunidad a nosotros.
—¡Indigno!
—Siempre igual, hijo. Pero al menos pudimos trabajar allí. Y si la condición era renunciar a la vista durante el periodo de trabajo, pues tampoco era para tanto.
Él se pondría la venda un segundo antes de entrar a trabajar y se la quitaría un segundo después de salir, dijo ella para tratar de convencerlo. No. Ni siquiera eso era aceptable, pensó Lars.
—Últimamente también comienzan a contratar gente que no use la venda. Pero son pocos, están fuera de la vista de los huéspedes y se emplean en las labores más bajas, duras o peligrosas. No suelen durar mucho, por eso están exentos.
Él consideró entonces esa opción, que no conocía. ¿La razón de su repulsa era la venda? ¿O era otra cosa? No sabía. Pero si eso era así, si la absurda e indigna imposición era el motivo de no querer ir a ese sitio, con esta nueva posibilidad ya no le quedaba objeción alguna para aceptar el trabajo e ir allí.
—Bueno, pregunta a ver si hay algún puesto para mí —cedió finalmente.
El silencio que siguió fue tan denso que parecía tener peso propio y Lars sintió que lo aplastaba contra el suelo.
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byaguscortes · 15 days
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Capítulo 1
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La tienda de alimentación de Gustav era un estallido de color en medio de la monotonía gris del barrio. Los estantes de madera pulida brillaban bajo la luz cálida de las lámparas de aceite, repletos de frascos y latas de todos los tamaños. Frutas y verduras frescas formaban pirámides coloridas en cestas de mimbre, sus tonos vibrantes —rojos intensos de tomates, verdes brillantes de manzanas, morados profundos de berenjenas— contrastaban con el blanco impoluto del delantal de Lars.
Trabajaba desde hacía poco tiempo. Lars solía ir al instituto de la zona alta de la ciudad. Pero no le gustaba: sus compañeros, los profesores… todos ellos le hastiaban: sus preocupaciones le parecían ridículas; sus intereses, superficiales; sus actitudes, hipócritas. No congeniaba con nadie. Los estudios le aburrían. Tenía peleas cada semana por cualquier razón que él consideraba valiosa. De esta manera podía dignificar ese tiempo que, de otra manera, era un desperdicio inútil. 
Así pues, tenía fama de agresivo e intratable. Un día, simplemente, no pudo más. Se dirigió a la oficina de empleo en lugar de a clase y solicitó uno cualquiera. Le dieron la dirección de la tienda de Gustav. Pasó por allí poco después. Le dieron trabajo y su vida mejoró de forma instantánea sin que él pudiera creerlo posible. Cuando comentó en casa que había dejado los estudios lo acogieron con indiferencia. A él le asombró lo solo que había estado y lo fácil que hubiese sido tomar esa decisión mucho antes, pues a su madre no parecía importarle en absoluto.
Gustav, el dueño, era una figura imponente detrás del mostrador. Sus ojos, pequeños pero agudos, escudriñaban constantemente la tienda. Su sonrisa, amplia y llena de dientes grandes y blancos, parecía iluminar el lugar cada vez que saludaba a un cliente.
Tenía un infalible olfato comercial. En este año mil novecientos cuarenta y tres que transcurría agitado, Suecia lidiaba con problemas de suministro y racionamientos. Para salvar estas circunstancias, desde hacía unas semanas, había habilitado una nueva cola para atender exclusivamente a los ciegos naturales o conversos que quisiesen hacer una compra en su tienda. Fue un movimiento genial, que ideó en un segundo y aplicó con una fe desesperada, pues a pesar (o gracias a) la difícil situación, la competencia arreciaba.
Su fe en esa idea era tal que contrató un nuevo aprendiz, dedicado en exclusiva a ella. Le convenía a Gustav: la Casa pagaba bien y por ello sus empleados más implicados y por lo tanto con más responsabilidades y estatus allí eran un cliente preferente. Y desde hacía tiempo, ese tipo de clientes eran fácilmente identificables porque, casi siempre, portaban la inevitable venda sobre los ojos fuera de la Casa. Tenían una capacidad económica enormemente superior al resto de los habitantes del barrio. Eran clientes golosos. El dinero que gastaban en la tienda era muy superior a los demás. Por eso, aunque esta nueva cola estaba gran parte del tiempo vacía, tenía como contrapartida que exigía un plus más de dedicación cuando algún cliente de esa categoría entraba a comprar. Por eso Lars siempre prefería la otra que, aunque siempre atiborrada con clientes cansados y maleducados, no necesitaba mostrar un servilismo que, a su modo de ver, era humillante.
Al patrón Gustav no le importaba lo más mínimo el servilismo. Notaba que, día a día, de forma casi imperceptible, el número de conversos aumentaba. Y eso era algo en lo que fijarse. En los últimos años, el negocio había rozado varias veces el desastre y le había generado toda suerte de preocupaciones. Eso lo sabía poca gente, que solo veía su voz potentísima, su amplia sonrisa en la que sus grandes dientes, como teclas de un piano, abrumaba a su interlocutor. Su impecable actitud de vendedor bocazas escondía una mentalidad muy aguda.
Ese era el aspecto del comercio hoy: La cola normal estaba llena de mujeres que venían a comprar. La otra, vacía. De vez en cuando llegaba un converso. Entraban del brazo de su lazarillo, habitualmente un muchacho que les guiaba (otra muestra más de su poderío económico). Muy derechos y hablando muy alto. A pesar de que su labor en la Casa pudiera ser planchar o pelar patatas, se comportaban como si su rol fuese el de diplomático de un país extranjero. Eso es algo que no sabía mucha gente, los trabajadores no decían cuál era su oficio allí. Simplemente que trabajaban en la Casa. A veces ni siquiera lo decían así. Era peor, más desvergonzado, afirmaban: "pertenezco a la Casa". Jugaban con el prestigio que esta tenía en los alrededores.
Con esta gente había ocurrido algo imprevisible: en algún momento, durante los últimos meses, un puñado de estos sirvientes permanecieron con la venda en los ojos fuera de su trabajo (en su jornada laboral era obligatoria) cuando volvían a los barrios donde vivían. Adquirieron esa costumbre como solidarizándose con sus empleadores y haciendo ostentación de su posición en la Casa. Tuvieron conflictos por eso en sus propios hogares: sus familiares señalaron como un exceso esa intención, les trataron de locos, pero en la Casa pagaban bien, entraba dinero, y la mayoría de esa gente sabía qué era la pobreza e incluso el hambre, así que transigieron. No pasó mucho tiempo hasta que algunos de estos familiares, tras soportar la burla de sus vecinos, decidieron asumir ellos mismos la venda para señalar que abrazaban voluntariamente esta condición, que no había nada malo o vergonzante. Que la renuncia valía la pena.
Lars observaba todo esto desde su puesto, sus ojos verdes llenos de desdén apenas disimulado. Su cabello rubio, siempre un poco despeinado, caía sobre su frente en mechones rebeldes, dándole un aire de perpetua irritación que se acentuaba cada vez que un converso entraba en la tienda. Gustav solía evitar que tratasen con él por eso. Pero era algo que hoy no le había sido posible.
Los conversos eran fácilmente identificables. Además de las vendas que cubrían sus ojos —trozos de tela blanca impoluta que contrastaban brutalmente con la piel de sus rostros—, su porte era inconfundible. Caminaban erguidos, con una seguridad demasiado llamativa, sus ropas siempre impecables y de calidad visiblemente superior a la del resto de los clientes. Sus lazarillos, generalmente muchachos jóvenes con expresiones de aburrimiento mal disimulado, los guiaban con una mezcla de respeto y resignación.
La atmósfera en la tienda cambió abruptamente con la entrada de un converso particularmente arrogante. Lucía una vestimenta que recordaba a la de un monje. Su actitud de suficiencia y seguridad, especialmente exageradas, activaron un odio soterrado en Lars de forma inmediata.
–¿No tiene bastantes problemas como para añadir otro nuevo impidiendo a sus ojos hacer su trabajo? –le espetó Lars en lugar de un seco "Buenos días".
–¿Cómo dice? –el tono del recién llegado debió de poner sobre aviso a Lars, puesto que era el de alguien con autoridad y, por lo tanto, poder. Alguien con el que querría tener buenas relaciones.
–Olvídelo, ¿qué le pongo?
–Nada, usted no me tiene que poner nada, joven –afirmó el converso, secamente.
Gustav vio su tienda cerrada y sintió angustia. Tomó una decisión. Sacó un pañuelo de su batín y, tras doblarlo, se lo puso sobre los ojos atándolo con un nudo en la parte posterior de su cabeza. Salió despacio de la trastienda, para evitar tropezar. Su entrada de esa manera, con un buscado efectismo, creó algo de desconcierto y la discusión cesó. El lazarillo susurró unas palabras al cliente, probablemente informando de la entrada del dueño y su cualidad de converso. Era un detalle importante pues la venda era una muestra de respeto a la Casa y, por ello, generaba en la gente que provenía de allí una confianza instantánea por el ciudadano que la portaba.
—Le ruego disculpe a mi empleado.
—Es muy impertinente. ¿Cómo es posible que esté de cara al público? Venía a proponerle un negocio, pero creo que no llegaremos a un acuerdo.
Gustav se sintió helado de nuevo. imaginó su comercio vacío y el material pudriéndose y acaparando polvo en el almacén. Entonces, despidió a Lars al instante, sin dudar. Le sorprendió la propia indiferencia. La rapidez con la que adoptó una decisión que impactaba tanto en la vida de alguien. Culpó a la venda de tal facilidad. 
—Hablemos.
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byaguscortes · 16 days
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Prólogo
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Lars despertó tosiendo. Volvía de una pesadilla y encontró que el mundo real no era mejor. Tenía la garganta seca, le picaba como si hubiese tragado ceniza. Trataba de respirar pero, por alguna razón, llenaba los pulmones de un aire contaminado que no le permitía sentir el oxígeno. Se ahogaba. Abrió los ojos asustado y vio que la habitación estaba ardiendo.hh 
Sorprendentemente, no se sintió arrancado de la cama para huir, porque la visión del fuego le atrapó de forma poderosa. Hacía tiempo que no veía esos colores tan vivos (naranjas intensos, rojos brillantes y azules profundos en la base de las llamas) y se sintió asombrado de que todavía existiesen. Las llamas danzaban hipnóticamente, lenguas de fuego que se retorcían y estiraban hacia el techo ennegrecido. Tuvo que forzarse a moverse, convencerse de que podía morir para así reaccionar, casi incapaz de apartar la mirada del brillo del fuego, que sus ojos disfrutaban como un banquete.
Se levantó tambaleándose, el suelo caliente bajo sus pies descalzos. Al salir de su cuarto, el pasillo se extendía ante él como un túnel infernal. Las paredes, antes blancas e inmaculadas, ahora estaban manchadas de hollín y lamidas por el fuego.
Avanzó con rapidez dejando atrás estancias ardiendo, con los huéspedes corriendo hacia cualquier dirección y chocando de forma salvaje con las paredes o entre ellos. Otros estaban quietos, con sus ojos ciegos muy abiertos, sin ver. Gritando.
La Casa entera ardía como una tea gigantesca. A través de las ventanas rotas, Lars podía ver el cielo nocturno teñido de un naranja enfermizo, iluminado por el resplandor del incendio. Este fuego tan violento no podía haber sido un accidente casual. Pensó que toda esta gente, sin guía, no tendría oportunidad alguna y sus cenizas se confundirían con las del edificio. No le importó. Pero entonces recordó que el cuadro, su querido cuadro, correría la misma suerte. Eso le hizo dar la vuelta y correr hacia el interior del edificio que se consumía.
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byaguscortes · 1 month
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Colección de relatos cortos que desafían los límites de la percepción y la realidad. Con una prosa evocativa y una imaginación desbordante, el autor nos lleva en un viaje a través de mundos donde astronautas comparten cuerpos con personalidades históricas, y hombres reconstruyen sus mundos emocionales a través de nuevos idiomas. Mezclando humor, drama y reflexión filosófica, estos cuentos exploran temas universales como la identidad, la moralidad y la naturaleza de la realidad misma. Perfecto para los amantes de la literatura contemporánea que buscan narrativas innovadoras y pensamiento provocador, este libro promete ser una experiencia literaria que resuena mucho después de cerrar sus páginas.
Disponible en Amazon.
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byaguscortes · 1 month
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Esa mañana, en el monasterio de Yunmen-Si, en tiempo de la dinastía Tang, el joven monje Eisai había perdido la compostura. Gritaba al cocinero que, sereno y con los brazos cruzados, le escuchaba en silencio, mirándole fijamente, aunque no con irritación. Eisai cuidaba cada ave enferma o atribulada que encontraba en los alrededores. Esa mañana había encontrado a su último huésped, un pequeño gorrión que había caído del nido y él había rescatado, muerto congelado en su habitación. El día anterior había pedido algo de leña al cocinero para calentar la estancia y hacer soportable la fría noche para el ave. Pero se la había negado.
—Los que, como tú o yo, nos hallamos en la Vía debemos practicar la compasión, pero no el apego —decía el cocinero, un monje veterano.
Eisai no podía parar. Maldecía al cocinero por su avaricia, que le había negado un poco de leña, solo para tener con qué calentar el té de los comodones monjes por la mañana. ¿Cómo había ignorado a esa frágil criatura? Abandonada de todos, sin posibilidades. ¡Un detalle muy pequeño hubiera bastado para salvarla! Era horroroso.
—Tu labor y la mía son solo expresiones de la Vía. Sin el espíritu de la búsqueda de la Vía somos solo dos locos, que se empeñan en un esfuerzo inútil, sin beneficio de principio a fin —continuaba diciendo el cocinero, sin alterarse.
Eisai no cedía y condenaba la hipocresía del cocinero, que prefería algo de calor en la fría mañana a salvar una pequeña vida y, en su opinión, escondía esa falta de compasión tras una serenidad postiza, pues solo guardaba en su interior una mezquina indiferencia con el sufrimiento de otros seres.
—Todo eso hierve en tu corazón. Va y viene por tu mente día y noche. Detenlo y sigue la Vía con diligencia —dijo por último el otro y dio por terminada la conversación.
Las palabras del cocinero quedaron colgando en el aire con una presencia casi tangible. Mientras volvía a su celda, Eisai recordó lo que conocía del cocinero: sabía que estaba siendo injusto. No era un hombre cruel sino todo lo contrario. Recordó sus primeros días en el monasterio, cuando la cocina había sido el primer destino. Le había resultado imposible continuar allí por el ruido, el calor, la interminable agitación y problemas sin fin. No estaba preparado. Le maravilló, sin embargo, la serena presencia del monje veterano. Con una energía desbordante preparaba la comida de sus hermanos: primero el arroz y luego las guarniciones de verduras. Una vez terminada, cuando la comida estaba lista, lavaba y secaba de forma minuciosa todos los utensilios, cacerolas, ollas y cucharones. Entonces servía la comida, dando a cada monje la cantidad justa en su ración según fuese su constitución o edad. Cuando terminaba esta labor, dejaba a sus hermanos comiendo y se dirigía a la despensa del monasterio, en donde recogía los ingredientes para el día siguiente. Seguía una minuciosa conversación con el abad donde se discutía qué plato se prepararía con ellos. Luego lo llevaba todo a la cocina y disponía de ello dejando todos los ingredientes listos tras estudiarlos con atención suprema. Todo esto era un continuo tropezar con problemas, prisas, nervios, imprudencias o accidentes. Sin embargo, el cocinero navegaba por este caos con serenidad y jamás se le vio que su responsabilidad le hiciese perder el sueño, fuese cual fuese la gravedad de la situación que le iba a deparar el día siguiente.
Cuando Eisai llegó al monasterio, tiempo atrás, estaba enormemente asustado. El monasterio era un lugar gigantesco con salas para todas las funciones. Sin embargo, las rígidas normas y estricta organización de la vida diaria le resultaron, paradójicamente, liberadoras. Era un acuerdo honesto, con términos claros acerca de lo que se debía hacer y cuándo. Con consecuencias claras y explícitas a los actos. Todo eso era nuevo para él y se adaptó con facilidad. Aceptó las responsabilidades que se le asignaron con alegría pues implicaba que se le daba mucha confianza y él agradecía tal cosa. Vivía con naturalidad el rigor monástico y sintió que tenía un hogar.
Fue al poco de llegar cuando, paseando un día, vio un bulto palpitante en el suelo. Se acercó, curioso, y comprobó que se trataba de un pequeño pájaro. Quizá un gorrión (entonces no entendía de aves) que había caído del nido o se había hecho daño y no conseguía arrancar a volar. El desvalimiento de ese animal se agrandó hasta alcanzar los límites del universo. Nada había aparte del sufrimiento de ese ser y nadie más que él para ayudarle. Si pasaba de largo, el mundo acababa para esa pequeña criatura. Si la ignoraba, la rueda de reencarnaciones continuaría, dolorosa y lánguidamente, sin prisa, una y otra vez, hasta que el ser aprendiese y, mediante el Despertar, superara el dolor de la existencia.
Había que intervenir, entonces. Le recogió y depositó entre los pliegues de su túnica y lo escondió bajo su cama. El cuidado del pájaro y su posterior liberación le llenó de una alegría inédita. Creyó haber descubierto una tarea satisfactoria y significativa. Una labor con su propio sentido. Continuó cuidando aquellos pájaros heridos o accidentados de la forma que mejor podía. Y así había sido, durante muchos meses, hasta esa mañana en la que esa pequeña desgracia había terminado por consumir su paciencia.
El abad fue informado de la discusión y Eisai fue llamado a sus estancias. Tras los saludos ceremoniales, el anciano monje le obligó a recordar las Seis Concordias y una vez que el joven las hubo recitado, le preguntó por la incómoda situación que había provocado. Le reprochó su causa: la excesiva afición a adoptar pájaros, cuidarlos y volver loco a todo el mundo con sus necesidades y exigencias. Su actividad había acabado por provocar a los administradores verdaderos dolores de cabeza, pues estaba fuera de todas las obligaciones, normativas y tareas que los monasterios Chan tenían en sus reglamentos. La única explicación que obtuvo fue esta respuesta del joven:
—Mi padre me odió siempre, desde que nací. Ignoro la razón. Me despreciaba, trataba con dureza y no tuvo jamás una palabra de cariño. Mi madre me protegía, pero ella misma recibía el mismo trato de ese monstruo. Ella quería a ese hombre y esperaba que cambiara, pero eso nunca pasó. Nunca. Lo que sí ocurrió fue que, consumida por el dolor, mi pobre madre murió muy joven. Tras eso, mi padre no tardó ni dos semanas en mandarme aquí. Cuando abandonaba mi casa, sentí que finalmente podía respirar. Me juré que jamás volvería. Sin embargo, desde que llegué a este monasterio no hay semana que no le dicte unas líneas al escriba para mi padre. Tengo la esperanza de que responda. ¿Usted lo entiende?
—No —le respondió el abad.
—Entonces, ¿cómo podría explicarle mi labor con los pájaros?
—No soy tan obtuso como crees. El apego a tus actos no debe de ser un obstáculo para continuar en la Vía, ni para el ejercicio, por lo demás virtuoso, de la compasión. No eres la persona que más ha sufrido, ni el único responsable de acabar con el sufrimiento. Esa es una tarea larga y colectiva. Estamos todos en ello, comprometidos para alcanzar el Despertar.
Nada más terminar la reunión, el abad, que era poeta, escribió esto:
El ciervo airado embiste la luna. La sombra del árbol no se inmuta. El río fluye sin apresurarse. Y las montañas, serenas, eligen la inmovilidad.
Le preocupó la arrogancia de la respuesta de Eisai. En cualquier caso, le fue prohibido adoptar nuevas aves hasta nuevo aviso.
Humillado por la reprimenda y el castigo, Eisai continuó con sus obligaciones a regañadientes. Pasaban los días y evitaba mirar a los árboles o el suelo, no fuese a encontrarse con un ave necesitada de ayuda. No miraba para no ver. Trataba a sus compañeros con distancia y frialdad. Especialmente al cocinero, al que culpaba de forma injusta de su castigo. Tal cosa le hacía sentir culpable, pero no podía evitar comportarse así.
Pasaba el tiempo hasta que, impacientado por la falta de cambios en su situación, comenzó a cuidar de aves de forma clandestina. Las recogía a escondidas y las curaba sin decirle nada a nadie. Esa práctica cotidiana de ocultación le convirtió en un monje huraño y esquivo.
Su inquina para con el cocinero crecía con el paso de los días, de forma que le culpaba de todos sus males. Cada cosa que necesitaba y pugnaba por encontrar de forma secreta (algo de comida o alguna hierba medicinal) era un nuevo agravio que lo martirizaba. Una noche, buscando unas semillas de trigo para alimentar a un gorrión, se encontró inspeccionando la cocina. Ese era el reino de su detestado hermano. Tal perfección en la disposición de las viandas le insultaba. La idea de fastidiarlo entró en su cabeza lentamente y con la misma parsimonia se desplegó en su imaginación mostrando todo su atractivo. Enseguida no hubo lugar en su mente para otra cosa que no fuese esta. Y así ocurrió que buscó una forma de causarle problemas. Había un gran perol con berenjenas. Armado con un pequeño cuchillo comenzó a realizar cortes en todas ellas, así al cocinarlas resultarían aceitosas. También roció con agua salada un grueso montón de setas. Eso terminaría por arruinar el equilibrio de sabores. Sabía que no hacía falta más. 
No pudo dormir ante la expectativa del desastre que él esperaba para la comida. Asistió legañoso y somnoliento a las oraciones y meditaciones. Y a medida que pasaba la mañana se sentía más expectante. Finalmente llegó el momento. La probó y confirmó su mediocridad. Pasable, pero lejos de la habitual excelencia. Capturó miradas de desconcierto entre los monjes que se llevaban con recelo los palillos con el arroz a la boca. La comida terminó con una sensación general de desasosiego, como alguien que se despertase por un sueño demasiado intenso y se encontrase de nuevo en su polvorienta realidad. No consiguió ver al cocinero durante el resto del día y ese fue el único punto negro de una jornada que vivió como una victoria.
La locura de Eisai no se calmó ese día. Así, se planificó un verdadero sistema para entorpecer la labor del cocinero. A veces humedecía ligeramente las láminas de masa, haciendo que se pegaran y fuesen difíciles de separar. Añadía un poco de vinagre a la harina, y conseguía afectar la elasticidad de la masa. Humedecía el arroz almacenado, y lograba que se pegase al cocinarlo. O diluía con agua la salsa de soja. Cosas minúsculas, ridículas, pero que en el estricto desempeño de su labor causaban al cocinero problemas y sobresaltos. No le preocupaba, por otra parte, el hecho de estar perjudicándose a sí mismo. 
Sin embargo, no conseguía su deseo de verle verdaderamente atribulado. Se cruzaban por el pasillo o lo veía conversar con el abad a lo lejos, pero no lograba percibir su nerviosismo. Escuchaba los chismes de los otros monjes en los que se aventuraban todo tipo de causas para su reciente torpeza. Los alentaba y ofrecía nuevas causas y explicaciones. Pero todo ello no conseguía saciar su deseo de perjudicarlo.
Un día en el que estaba especialmente irritado, fue a comer. Al instante su ración le resultó extraña. Solo por el olor ya se dio cuenta de que los alimentos habían recibido el peor trato en su preparación. El sabor apoyaba ese veredicto. Esto no era cosa suya: no había realizado ningún sabotaje. Alarmado por la pésima calidad de la comida, cosa que jamás había ocurrido hasta ese punto, preguntó por el cocinero dejando caer una maledicencia: ¿Tenía algún percance de salud? Sorprendidos por su ignorancia, ya que era algo de lo que todos estaban al tanto, le contaron: esta mañana habían traído la noticia de que su madre había fallecido y se había retirado a meditar a la montaña; su paradero, incierto.
Eisai quedó profundamente afectado por ese hecho, pero al mismo tiempo pensó que era el momento de verlo finalmente sufrir y quiso salir a buscarlo. No podía escapársele. La locura de Eisai no cedía. Había dos o tres sitios por los alrededores en los que a veces algunos monjes se retiraban cuando necesitaban una soledad especial. Decidió intentarlo en uno de ellos. Preparó un hatillo con algo de arroz y salió del convento en un día que transcurría desapacible; en el que las nubes, en lugar de impedir la luz del sol, parecía que la multiplicasen, ya que todo el paisaje refulgía con una claridad extraña. Desde lejos, mientras se acercaba a ese agreste rincón, vio la figura con la túnica negra del cocinero. Inmóvil, parecía meditar.
Cuando estuvo cerca, el cocinero abrió los ojos. Eisai pidió, hipócritamente, disculpas por su presencia y el otro le hizo un gesto amable para que le acompañase. Se sentó a su lado y adoptó la postura ritual. Se miraron a los ojos un momento y el cocinero pronunció la única palabra que se oiría en esos lugares durante las siguientes horas:
—Duele.
Acto seguido, cerró los ojos y se sumergió de nuevo en su meditación. Eisai contemplaba cómo el rostro de su compañero se contraía de vez en cuando, dando testimonio de su dolor, pero la mayoría del tiempo se mostraba sereno.
Pasaba el tiempo y se dio cuenta de que los sonidos habían ido desapareciendo, dejando paso a un silencio irreal. Entonces un gorrión, como salido de la nada, se le posó en el hombro al cocinero. Esa presencia sorprendió por la hora del día y la temperatura. Sin embargo, el pajarillo se quedó allí. Sintió una quietud extraña y cuando abrió los ojos de nuevo encontró que, en su otro hombro, el monje más veterano tenía ahora dos gorriones posados, descansando. Algo estaba pasando sin duda, puesto que el tiempo parecía detenido. Incapaz de volver a su tarea meditativa, contempló, asombrado, cómo los hombros, la espalda y el regazo de su compañero se poblaron, poco a poco, de decenas de estos pájaros que, como una manta viviente, parecían proteger y dar consuelo al cocinero. Su rostro no volvió a mostrar dolor, sino que adoptó una expresión similar a la que se contemplaba en las hermosas estatuas del Buddha que poblaban el monasterio.
Sin que pareciese que fueran asustados por movimiento alguno, los pájaros echaron a volar de repente. Eisai se encontró al cocinero mirándolo. Este le hizo una señal de que se levantase, pues volvían al monasterio.
—Ya ves: la naturaleza de Buddha está en todos los seres. ¿Quién cuida a quién? —le dijo el cocinero mientras se estiraba brazos y piernas, rígidos por la prolongada inmovilidad.
No hablaron más, sino que volvieron en completo silencio. Mientras, Eisai se sentía profundamente conmovido por lo que había presenciado.
Recibió al cabo de un par de días la noticia de que el abad levantaba la prohibición y le habilitaba una pequeña habitación en la cual los pájaros podían pasar su convalecencia de forma menos austera. El cuarto estaba junto a la cocina así que las paredes comunicaban parte del calor generado por esta y mantenían la temperatura en un nivel aceptable. Retomó, pues, su tarea de forma abierta.
De pronto, percibía un nuevo aspecto en su labor. Comprendía que no solo daba, sino que recibía afecto y sentido en su día a día de esos pequeños seres. Era una comunicación en ambas direcciones y le sorprendió haber estado tan ciego a un aspecto tan sobresaliente. "¿Quién cuida a quién?" La pregunta no paraba de presentarse, a todas horas, en los momentos más dispares. Las aves le enseñaban agradecimiento, resignación, lucha, esfuerzo, candidez. Pronto la balanza quedó claramente en su contra y su propia contribución a la relación era tan inferior frente a lo que recibía que no podía acometer su labor de cuidado a esas aves sino con una profunda humildad.
Durante esas semanas la comida volvió a ser excepcional en un grado nunca visto antes: todos los hermanos, cuando comían, se sentían algo avergonzados, como disfrutando un lujo inesperado que no merecían o al que habían renunciado al adoptar esta vida. El día a día en el monasterio comenzó a girar, lenta pero firmemente, en torno a ese momento. Comenzando la jornada se discutía qué prepararía hoy el cocinero. Había discusiones y opiniones, sugerencias y anhelos. Durante esas horas el tiempo parecía pasar muy lentamente. A medida que se acercaba el momento, se trataba de adivinar el menú por los olores de la cocina. Había partidarios y opositores para las diferentes propuestas que se hacían en base a los aromas. Discusiones muy entusiastas e incluso acaloradas. Entonces llegaba el momento de la comida, que galvanizaba a todos los hermanos. Una vez que había pasado, surgían partidarios y críticos que alargaban las disquisiciones sobre el asunto hasta la hora de retirarse a descansar. No sería exagerado decir que este tema llegó a monopolizar los sueños de todos los monjes. La situación, con una permanente distracción que evitaba a los hermanos dedicarse con rigor a sus obligaciones, llegó a ser tan embarazosa que el abad tuvo que intervenir. Realizó unos ajustes para asegurar una vida cotidiana acorde a la Vía. Esta fue la sorpresa: al cocinero lo asignó al cuidado de las aves y a Eisai le destinó a cocina.
La primera reacción de Eisai fue iracunda, aunque luego se fue calmando, al comprender la lógica de la situación y la inutilidad de protestar. Esto tuvo como consecuencia que Eisai y el cocinero tenían que ponerse al día cada uno en sus obligaciones, así que debían pasar juntos gran parte de su tiempo, trasladándose mutuamente los detalles y minucias de cada oficio.
Como con las aves, descubrió que en el trato con el cocinero también recibía mucho más que daba y eso le puso en una posición de humildad que hizo el trato entre ambos mucho más fácil y satisfactorio. Eso no quita para que ese periodo fuese fácil: los monjes vivieron ese cambio en las cocinas como una ofensa personal, lo que hizo que la recepción del nuevo cocinero no fuera fácil.
Su pasada conducta le torturaba y Eisai se debatía entre confesar u ocultarla. Todo esto se resolvió una mañana en la que encontró las berenjenas que había reservado para ese día llenas de pequeños cortes y las setas con un sabor en extremo salado. Recordó sus primeras trastadas y miró inmediatamente al cocinero que le observaba con un rostro inexpresivo. El rostro de Eisai se cubrió de rubor por la vergüenza que le provocaba recordar su pasada conducta. El caso es que, al ver la cara que puso el joven, el cocinero estalló en una enorme carcajada, como un crío travieso que descubre que su trastada ha dado el resultado esperado. Eisai supo entonces que él lo sabía y trató de explicarse, aturullándose, pero el cocinero se lo impidió. Todavía riendo, hizo un gesto como descartando todo el asunto y continuó explicándole algunos detalles de la organización de la cocina como si nada hubiese pasado. Eisai sintió a partir de entonces que toda su mezquindad se evaporaba, haciéndole sentir más ligero.
El cocinero comprobaba, ahora que convivía casi todo el día con Eisai, la frecuencia con la que su padre estaba en su mente. Resultaba ser muy a menudo. Todos los días tenía un par de frases que compartía con él. Pero no sabía qué escondía esta costumbre. Lo descubrió un día que el mensajero trajo unas líneas que su padre, por fin, le dedicaba. Descubrir que este tenía, finalmente, algo que compartir con él, le hizo entrar en un estado de parálisis pues no sabía qué temía más: el silencio o la palabra del padre. Compadecido del estado en el que Eisai se encontraba, el cocinero le propuso esto: él escucharía lo que el mensajero quería transmitirle, y este decidiría cómo contárselo con el mínimo de sufrimiento.
Aceptó. Cuando el mensajero procediese a leer el mensaje, Eisai vería la reacción del rostro del cocinero, y en función de este, decidiría si quería saber más o no.
El mensajero comenzó, pues, a recitar el mensaje. Eisai tuvo pocas dudas del sentido de esas líneas cuando vio cómo, poco a poco, se ensombrecía el rostro del cocinero. La sensación era todavía más inquietante cuando que no creía haber visto esos sentimientos jamás en él.
El cocinero, con una mirada compasiva, le explicó a Eisai que el espíritu de su padre parecía haberse aferrado a él, impidiéndole avanzar en su camino espiritual. Le propuso un ritual simbólico: liberar un pájaro que representaría su propio espíritu. Este acto, aunque simple en apariencia, podría tener un profundo significado para liberar a Eisai de la influencia que lo atormentaba.
Desesperado, el joven aceptó ese pequeño teatro. Salió al campo con un pájaro en una jaula que tendría que liberar de esta forma.
Sujetó al pájaro con sus manos y las abrió poco a poco. En ese momento se sintió abrumado por sus sensaciones. El pájaro rompió a volar hacia el cielo y al mismo tiempo se quedó en su mano, temblando, incapaz de moverse. ¿Cómo era posible que ambas cosas ocurriesen a la vez? El pájaro, que volaba ya hacia el sur, fue devorado por un halcón y alcanzó a los suyos con gozo. No lo uno o lo otro, sino los dos sucesos al mismo tiempo. Eisai se sintió enloquecer. El ave llegaba a su destino y, de forma simultánea, moría de sed antes de alcanzarlo. Todas estas imágenes se acumulaban sin que pudiera controlarlas de ninguna manera. Todos estos futuros los vivió el monje, sin entender cómo era posible. Vio en ellos al pequeño pájaro en su alegría o miedo, y se rindió a la realidad absoluta de cada uno de ellos. Los aceptó todos. En cualquier ámbito su labor era, igualmente, imprescindible y superflua, ambos aspectos a la vez, podía escoger el que quisiera, pero el otro continuaba allí, tozudo. Nada que obtener, nada que perder. Su propia vida estaba desplegada de la misma manera y las decisiones (errores o aciertos) se perdían en la intrincada realidad.
Pasaron un par de horas desde que la experiencia terminó hasta que pudo levantarse para regresar al monasterio. Finalmente, Eisai se recompuso y comenzó a caminar, entre la niebla, midiendo sus pasos para evitar despeñarse.
La experiencia le dejó ciertas secuelas, por así decirlo. En su interior, descubrió que el espacio dedicado a su padre había quedado libre y fue sustituido por algo ligero, levemente luminoso que no conseguía identificar. Se rindió a eso, fuera lo que fuese. Le dictó una última vez unas líneas para su padre con las cuales se despidió y, efectivamente, no volvió a sentir deseos de comunicarse con él. También pudo ceder sin mayor problema el cuidado de las aves al antiguo cocinero. No quedaba dentro de él nada que le urgiese a salvar al mundo para redimirse ante su padre.
Por su parte, en el cocinero los cambios resultaron aún más radicales. Demostró desde el principio una habilidad poco común en el trato con esos seres, los pájaros. Les manipulaba y curaba demostrando una sensibilidad y un juicio certeros. De forma callada y constante, fueron comprobando cómo rejuvenecía… ¡volvía a ser un niño! No es que desapareciesen sus arrugas, que seguían instaladas remolonas en su rostro, sino que demostraba una agilidad de adolescente y gestos espontáneos que tenían ahora una cualidad explosiva. Se entusiasmaba con las cosas sin pudor. Se volvió ingobernable y sus iniciativas le valían de forma reiterada los reproches del abad que, escandalizado, contemplaba impotente cómo el antiguo cocinero sustituía su comunidad humana del monasterio por una nueva forma de solidaridad que solo se sentía responsable de las aves que cuidaba. Sus antiguos hermanos pasaron a un segundo plano: su lealtad y compromiso se limitaban ahora a sus pájaros.
No tuvo mucho tiempo el abad para preocuparse por él, de todas formas, porque al poco tuvo otro desafío. Y es que Eisai demostró una pericia superior a la de su predecesor. Los monjes encontraron que la nueva comida excedía en calidad y excelencia a la del antiguo responsable y, justo como en la ocasión anterior, el espíritu del monasterio volvió a vacilar. Finalmente, el abad, después de mucho meditar sustituyó a Eisai por el monje más patán que pudo encontrar, lo que tuvo como consecuencia esperada que la comida se transformó, de forma súbita y permanente, en bazofia. Durante las comidas, verdadera prueba espiritual que debían superar todos los días se podía ver en los pobres monjes gestos de dolor no fingido cuando tragaban con dificultad las cucharadas de algo que, en su origen, fue arroz y ahora era un grumo pastoso infecto. El aspecto de los hermanos en el comedor en esas ocasiones era similar a los restos de un ejército vencido en un sangriento campo de batalla. En esta imagen dantesca, el abad era la única persona que llamaba la atención, pues mantenía un rostro sereno e incluso una sonrisa de alivio floraba a veces en él, para pasmo de todos.
Aasignó a Eisai de nuevo al cuidado de las aves, acompañando al antiguo cocinero. Ambos revolucionaban al monasterio con cierta frecuencia y, en una ocasión en que exigieron su expulsión, el abad afirmó:
—No seré yo el insensato que se atreva a echar de la comunidad a los únicos bodhisattvas que han florecido en ella.
El arroyo se arroja como cascada,
impaciente por oler a sal.
El mar, que espera, toma su color del cielo.
Pues no teme disfrazarse.
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byaguscortes · 4 months
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La última vez que fui a comprar marihuana, Pedro ya no estaba. Pedro era un enorme mastín, viejísimo. Apenas podía caminar. Pero aun así, se levantaba para recibir al invitado. Era un perro guardián: defendía la casa con su afecto. En cuanto el extraño se acercaba, Pedro caminaba un poco patizambo y con enorme dificultad hasta él y le lamía los zapatos, el pantalón, las manos. Se rozaba con él y expresaba una alegría tan pura que el visitante quedaba rendido y ya daba por buena la visita.
La casa estaba a las afueras de la ciudad, en el campo, rodeada de tierras con cultivos: naranjas, tomates, berenjenas, patatas... lo que tocase en esa época del año. De un único piso, era una casa de agricultor, reformada al cabo de los años. Con un generoso portal, típico de la zona, donde, desde hacía milenios, las familias salían, avanzada la tarde a descansar y contar historias.
Nunca he sabido cómo preguntar por esas cosas: sustancias ilegales. Mi acceso a las drogas siempre ha estado vedado por mi falta de habilidades sociales. Es normal que aprovechase cualquier oportunidad para recoger un contacto. En este caso fue a través de un amigo que merecía mi confianza. El caso es que me dijeron que vendía marihuana, un conocido común que era entendido también le compraba. Pues fui. Le contacté por wasap y le pregunté por sus tomates, estaba interesado. Me dijo que me acercara y me mandó la ubicación.
Me recibió Pedro y enseguida salió su dueño a saludarme. Un tipo delgado pero fibroso. Simpatizamos de inmediato. Era el único habitante de la casa. Completamente desordenada y caótica era, claramente, la casa de un hombre solo. Lo supe al instante porque era como la mía. Me atemorizaba en él un fondo de oscuridad o de locura que no acertaba a concretar. Sin embargo, era amable y tranquilo. Me comentó sus problemas con los frutales, la miseria en que se había convertido cultivar naranjas, y sus esfuerzos en conseguir una hortaliza o verduras con el mínimo de química.
Cuando le expliqué lo que buscaba se rió: había tomado de forma literal mi pregunta por los tomates. No creía que necesitásemos ese tipo de subterfugios para comunicarnos. Podía ser directo si quería.
Así pues, sacó dos tarros grandes llenos de cogollos y me hizo varias preguntas en las que destaqué por mi ignorancia del tema. Le dejé guiarme. Cada tarro era de una variedad diferente: uno de la variedad Somango, el otro de la Cheese. Me explicó los efectos de cada una de ellas y lo que podía esperar de consumir una u otra cepa. Desprendían un olor magnífico. No supe por cuál decidir. Tampoco había necesidad: me llevé un poco de ambos. Una vez resuelta la compra, me invitó a un café y charlamos un poco de todo durante un rato. Había estudiado una ingeniería y había elegido la vida de agricultor, no sé si por rebeldía o necesidad, probablemente lo primero, si tenía que fiarme de mi instinto.
Cuando estaba en la puerta me acordé de los tomates y le pedí un kilo. Lamentablemente ya no tenía, pero sí alcachofas. Me presentó unos ejemplares espectaculares. Me llevé un par de bolsas y decidí que esa noche me haría una tortilla con ellas. Los cogollos se borraron de mi horizonte ante esta nueva delicia.
Mientras me marchaba, pensé que había descubierto a un amigo y eso bastó para saber que volvería, más que el interés por la hierba.
Volví en otra ocasión, un domingo en el que me sentía tan solo que se me ocurrió que podía comprar un rato de compañía adquiriendo unos cogollos de marihuana. Suena feo, pero eso es lo que pensé. Me subí al coche y conduje cuarenta minutos hasta el lugar.
Me recibió, como la vez anterior, Pedro. Su alegría estaba entorpecida por sus esfuerzos por moverse. Resbalaba y se detenía a respirar porque perdía el resuello cada poco... Las patas, muy delgadas, apenas sostenían el peso de su corpachón. Se tumbaba entonces, muy digno y señorial, a recuperar el aliento con un único detalle de informalidad en su porte: la lengua colgándole, saltarina, a un lado del morro.
Como la vez anterior, Alfredo y yo nos sentamos en el salón y él trajo los dos botes, ya enormemente mermados. Le pedí la misma cantidad que la última vez.
Me llamó la atención la rapidez con la que descendía su reserva y me interesé por cuándo se repondría. Me confesó con orgullo que tenía una planta especialmente vigorosa: ya alcanzaba los tres metros y eso que no estaba plenamente desarrollada. La planta de hecho era enorme, con un tronco grueso que auguraba un tamaño aún más gigantesco. Me invitó a verla. Atravesamos la casa y llegamos a un patio en la parte de atrás donde estaban sus plantas. A un lado había un corral con media docena de gallinas, al otro una habitación donde guardaba sus aperos. Distribuidas a lo largo del patio, docenas de plantas de María que daban al lugar una impresión de frescura y sobreabundancia, como de un jardín mágico. No era para menos.
Yo caminaba por entre ellas sintiendo la potencia de su savia. Mostraban un verdor casi hiriente al sol de la tarde. Era un patio pequeño pero avanzando entre las plantas me pareció que el espacio se desplegaba y sentí como si estuviese rodeado de un paisaje antediluviano de dimensiones gigantescas. Finalmente llegamos hasta ella. Su aspecto justificaba la admiración con la que Alfredo hablaba de ella. A todas luces exudaba vida. Era como una especie de reina que superaba cualquier aspecto que señalases en el resto de plantas que la rodeaban. Sus ramas explotaban en todas direcciones y amenazaban con ocupar todo el espacio libre a su disposición.
La miramos en silencio un rato. Luego Alfredo se acordó que tenía que regar no sé qué cultivo y salimos de la casa para despedirnos. Soñé esa noche con un jardín similar por el que me movía con prisa buscando algo.
Cuando me acerqué esta vez, al cabo de dos o tres meses desde mi última visita, la ausencia del enorme perrazo era notoria. Nadie salió a saludarme. Esperé unos segundos de pie frente a la puerta, sin llamar al timbre, con la esperanza de verlo aparecer. Quise pensar que estaba en alguna otra parte de la casa. No verlo me irritó y entristeció de una forma que no entendí.
Me recibió Alfredo, algo inquieto. Sacó el tarro de cristal, pesó un poco y lo apartó para entregármelo, como hacía siempre. Me explicó que ya no le quedaba apenas nada de la cosecha de ese año.
Me interesé por el ejemplar gigante. Se puso serio. Me dijo con brusquedad que la había arrancado. El tono de voz me resultó inapropiado, y me quedé mirándole tratando de entender ese arranque. Me fijé entonces que tenía ojeras y las mejillas algo hundidas. Le pregunté con calma si ocurría algo y se levantó y me guió hasta su patio como la última vez.
Me contó que la enorme planta había comenzado a asomar por encima del muro del patio. Y empezó a preocuparle. Cuando un helicóptero pasaba cerca, pensaba en la policía, la guardia civil o quién sabe qué otra fuerza policial. Su ansiedad creció en exceso y decidió dejar de fumar unos días, antes de mover el asunto y tomar una decisión. Pero la sobriedad no ayudó y siguió dándole vueltas al tema. Finalmente, en una tarde frenética se deshizo de la magnífica planta y de algunas otras más hasta que su temor disminuyó a un nivel aceptable. Y este era el resultado. Lo que yo veía, ahora en su patio, era una modesta colección de cuatro escasas plantas que no podían generar el interés de la policía ni de nadie. Volvimos al salón en silencio.
Entonces le pregunté por su mascota. Se emocionó y se quedó callado un tiempo que me pareció muy largo. Al parecer durante las últimas semanas la vida del animal era casi imposible. Ya no podía moverse y Alfredo debía trasladarlo en una carretilla para dejarlo en un rincón soleado o devolverlo a su camita. En un momento dado, el muchacho llegó a esa extraña situación en donde nos convertimos en juez de la vida de otro ser. Hemos de valorar si merece la pena: ¿Es su vida solo dolor? ¿Tiene alguna posibilidad de mejora? ¿O solo puede ir a peor? Siempre sentiremos que no tenemos herramientas suficientes para decidir. Y a pesar de hacerlo correctamente, una parte de nosotros guarda una esperanza desquiciada y se ensaña despertando la duda de si hicimos bien o nos apresuramos.
Le llevó al veterinario para que le durmiesen. Esa es la expresión que los dueños de mascotas utilizan cuando deciden que estas no pueden seguir viviendo. No pudo enterrarlo en su finca, como hubiese querido, pues le devolvieron a Pedro en forma de ceniza. Un amanecer las esparció por la zona de las alcachofas y ahí acabó todo.
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byaguscortes · 5 months
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El capitán pirata no podía dormir y subía a cubierta.
Diríais que entonces ajusticiaba a un tripulante rebelde que quizás había convencido a unos cuantos corajudos y reclamaban el botín en lugar de repartirlo entre todos, que es algo que solo se le ocurre a un cobarde. Pensaréis que tras descubrir la conjura había luchado a brazo partido y vencido. Que ahora el traidor caminaba sobre la tabla, listo para alimentar a los peces. Y que el capitán pirata reía con una risa terrible y gozosa la derrota de esos necios.
Pero no, el pirata subía a cubierta y enrollaba escotas, fijaba drizas, sellaba escotillas, bombeaba la sentina, encendía faroles, tomaba rizos, ciaba drizas, enderezaba la botavara, comprobaba vientos, afirmaba voluntades. Hasta que, agotado, volvía a su jergón.
Diríais que seduciría a la hija de algún gobernador de unas islas. Que galantemente invitaba a la prisionera a una cena en el comedor principal y esta aceptaba. Aparecía allí engalanada, como el capitán. Y la cena era una delicia preparada por un cocinero que antes lo fue del rey pero, tras ser capturado, ahora preparaba esa maravillosa comida para estos forajidos. Y la conversación era un juego continuo de sugerencias veladas.
En realidad, una vida de violencia le había costado una pierna, una mano y un ojo. Las enfermedades, penurias, el sol y la brisa marina habían convertido su piel en un cuero lleno de agujeros. Solo comía con otros endurecidos marineros cuyos estómagos eran capaces de aguantar el espectáculo de verle deglutir la pitanza con las maneras de un cocodrilo.
Finalmente, podríais decir que pasaba la noche mirando el cielo estrellado. Admirando el mar, cualquiera que fuera el humor en que este se presentase: en calma chicha o con terroríficas olas como castillos. Y que, a menudo, durante ese tiempo le ocurría que sentía una compasión inmensa por todos aquellos que nunca fueron ni serían piratas.
Y en esto tenéis razón: exactamente así era.
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byaguscortes · 5 months
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Mientras Penélope esquivaba pretendientes o gorrones (a veces no era posible distinguirlos), Ulises, atado al mástil de su velero esperaba, con ansia y temor, escuchar el canto de las sirenas. ¿Sería el primer hombre que pudiera contarlo?
— Lo contrario de la libertad es el amor—, se dice por lo bajo Ulises sin saber por qué.
Había dado la orden de que lo atasen y no lo liberaran, dijera lo que dijera. Deseaba escuchar a las sirenas sin perecer y había encontrado esta ingeniosa forma de conseguirlo. Por su parte, Penélope se preguntaba a sí misma, allá en Ítaca, irritada, por qué no elegía a uno de estos hombres que se proponían como maridos y se olvidaba del dichoso Ulises. Hace veinte años que partió.
— Las personas libres lo somos por un motivo muy simple: hemos pagado el precio —. Ulises dice enloquecido mientras el viento le trae las primeras voces.— Para todos nosotros es así, lo vean o no. A menudo, si no siempre, se paga entregando el corazón. Entero o gran parte de él. El obstáculo para ser libre son las cosas que guardamos allí: gente que amamos, lugares que amamos, ideas que amamos. Es un hecho extraño y, sin embargo, es la verdad.
Penélope pasaba los días sin entender: ¿Qué necesidad tenía de esperarle? ¿De conservar la esperanza? ¿Por qué no declararse viuda y tomar otro esposo? ¿Qué razón podía señalar para no actuar con sensatez? Estos hombres sirven, todos poseen salud y patrimonio, son vigorosos y arrogantes. Idénticos en su simpleza. Podría elegir a cualquiera, lo mismo daba. Aquel que eligiese le proporcionaría el mismo placer y sustento que los demás. Los mismos hijos y los mismos recuerdos... Entonces, ¿por qué continuar con esta espera absurda? Se cuestiona esto porque la misma pregunta la hacen a todas horas los hombres, irritados por no entender, y la misma actitud cómplice encuentra en las mujeres, que sí lo hacen.
— Siempre es un precio altísimo —. Ulises no se da cuenta, pero ahora declama su discurso a voz en grito mientras el canto de las sirenas arrecia. — Seguramente encontraron toda suerte de razones para evitar pagarlo cuando fueron interpelados. Eso explica por qué nosotros somos libres y ellos no. En ese momento, agachar la cerviz no pareció tan mala cosa. Todos lo hacen, se dijeron a sí mismos. Lo contrario es boleto seguro para acabar mal; a esa conclusión llegaron.
A Penélope ya le ha dejado de ser difícil la situación y convive con el fantasma de su marido en la misma intimidad con la que lo hacía antes con su presencia. La esperanza o el deseo ha creado esta forma de vida. Pasa el día tejiendo, mientras habla a la ausencia de Ulises.
Parece que comienza a bajar la intensidad del canto, y eso permite a Ulises pensar. ¿Qué cantan las sirenas? Solo canciones de amor, eso es todo lo que necesitan los hombres para perderse y buscarlas a toda costa. El único misterio es la ignorancia en la que viven estos respecto de si mismos. Ahora susurra enfebrecido Ulises:
— ¿Y qué loco aceptaría semejante trato? Pero hay quien lo hace. El porqué se acepta es algo secundario: una vez se cruza al otro lado y tomamos posesión de nuestra libertad, la realidad se transfigura. La mayoría de la gente que antes nos parecía real se muestra ahora como meros autómatas sin interés. El mundo se extiende de forma enloquecedora: el horizonte ya no es un límite sino un camino. Y la tarea humana nos abruma en su vastedad, apenas la hemos comenzado.
De repente todo ha terminado y queda en silencio. El canto reverberó en la cabeza de Ulises aún un tiempo. Y cuando lo desataron todavía se sentía extraño.
— La tragedia es que el corazón ansía lo que amó. –afirma Ulises, dirigiéndose el mar –. Y nunca dejaremos de buscar con la mirada el lugar donde dejamos todo aquello: nuestro hogar. Al mismo tiempo, ni por un instante podremos engañarnos y pensar que es posible regresar. Solo queda avanzar hacia paisajes nuevos, a través de rutas sin compás.
Sin embargo, por primera vez mira al sextante y se pregunta dónde está su casa. Recuerda que es su orgullo intentar lo imposible. Lo toma rogando a Zeus que no le confunda esta vez. Al mismo tiempo, Penélope, desde Ítaca, mira el horizonte con esperanza. Una esperanza incomprensible para cualquiera. Ordena a Telémaco que desentierre el arco de su padre.
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byaguscortes · 5 months
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Desde la vaguedad de la vida cotidiana es imposible entender a los místicos. Se les contempla como a un embustero que pretende haber viajado a tierras lejanas y visto cosas increíbles. No se creen sus noticias ni su penar por el otro lado del mundo. Sus afirmaciones son como un sueño. Como mucho, se juzgaran como hermosas fruslerías sin sentido.
Sus mapas son confusos, contradictorios, improbables. Volvieron con las manos vacías. ¿Cómo no pensar que fingían? Son meros paisanos, no vemos su coraje ni su empuje. Se impacientan como nosotros con los imprevistos. A veces pasan la tarde mirando el horizonte en silencio, con expresión triste. Nada extraordinario hay en ellos que hable de hazañas. Blasfeman como cualquiera, miran a las mozas golosamente. Pensamos que imaginan cosas y de ahí vienen sus historias.
Solo tras un día de tormenta en que el viento arrancó ventanas, hundió techos, cegó pozos. Mató terneros, ahogó infantes. Y dejó tras de si tal desolación, que no quedó de nuestro pueblo sino una ruina. En ese día que transcurrió penosamente en una desesperación de lodo, yo comprendí, por fin, quienes eran: alguien cuyo hogar es la intemperie.
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byaguscortes · 5 months
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Yo reclamo justicia.
La lluvia no me molesta. La noche no me molesta. El frío no me molesta. Lo que me angustia, lo que no me deja dormir por la noche, por lo que hierve de ansia cada célula de mi cuerpo es la injusticia. Lo que me impide abandonarme del todo. Lo que exije que gaste la noche en vela, apostado con un arma. Esperando.
— No es necesario todo esto, ve a casa a descansar.
El mal es una tarea necesariamente colectiva. Y es que para hacer el mal se necesita un esfuerzo común. Cualquier crimen es imposible para un hombre solo. Es raro que una persona sojuzgue a otra sin ayuda. Se necesita un esfuerzo colectivo, muchas complicidades, con el que debilitar a la víctima gradualmente hasta que el culpable finalmente actúa. Por eso, el mal es tan resistente y ubicuo a pesar de sus evidentes inconvenientes (junto a sus innegables ventajas): es porque el mal siempre exige cómplices. Su naturaleza es infecciosa.
Yo decidí que atajaría tal infección.
—Mi niño perdido. Vuelve a casa, olvida esta locura, no es necesario todo esto.
Por el contrario, el bien es una labor solitaria: no se necesita más que un alegre despreocupado que ponga un billete en el bolsillo de un mendigo mientras este duerme, por así decirlo. O bien, alguien que se alce y diga no a una exigencia intolerable. Si en esta ciudad corrupta, si en esta ciudad podrida hasta su alma, hedionda, habitada por muertos vivientes que no les importa ser cómplices, si en cada calle hubiera habido uno, un único valiente que hubiese dicho no. Una persona que hubiese plantado cara, que hubiese arriesgado su vida, si hubiese sido así, entonces el mal no se hubiese extendido con esa descarada rapidez. Hubiese existido esperanza.
No puedo pensar en mi familia. En su ausencia. No debo pensar. No debo. Todo ese peso amenaza con estallarme en el pecho, en la cabeza, no, no. No es el momento. No ahora.
— Si consiguieses dormir una noche… mi pobre niño…
Uno pensaría que no hay salida. Que el mundo está definitivamente perdido, y el bien ha quedado para los museos. Que estamos arruinados. Pero aún hay esperanza de redención. Lo comprendí una noche, como hoy. En la que era imposible creer que pudiera amanecer y la oscuridad simplemente continuaría por siempre.
Ocurre con los que se consideran justos que fácilmente perciben el bien y el mal pues su óptica está deteriorada y solo ven dos colores sin solución de continuidad entre ellos. Es fácil entonces escoger y rechazar. No nos tienta lo que nos repugna y por ello no hay verdadera elección libre en ellos sino que un automatismo rígido sustituye a cualquier deliberación moral profunda. Por ello fácilmente se convierten en herramientas del mal sin saberlo. Eso es así porque este utiliza en su provecho los actos que la gente realiza persiguiendo el bien y esa es la razón secreta por la que los justos combaten de cuanto en cuando, sin saberlo y sin mérito, en las tropas del mal. Pero entonces comprendí, y esta fue la clave que me iluminó de esperanza y me aterró a la vez, que el bien también utiliza el mal para sus fines. Esta es una sutileza que queda oculta a la mirada de los justos.
— Es el dolor, es el agotamiento… si pudieses descansar lo verías diferente.
El justo se indigna y no distingue cuando alguien malo ejecuta el mal y cuando alguien bueno se fuerza al mal para que el bien triunfe. Son situaciones indistinguibles para él. Y es esta deficiencia óptica lo que me impide cualquier traza de simpatía por esa figura. Para él no existe la figura del sacrificio ni del mártir. El mártir participa del bien pero comprende que está a veces hermanado del mal. Sin embargo, este, al contrario que el justo, posee una óptica moral perfecta. No se engaña acerca del asunto: el acto malvado es malo. Ninguna justificación borrará esa mancha. Y esta es la razón por la que su acto es un sacrificio. Con su participación del mal se convierte en un monstruo y al mismo tiempo que permite a su comunidad alcanzar el bien, se enajena de ella.
—No, no, solo estás cansado...
Yo comprendí y acepté ese sacrificio para mí. Yo soy un mártir. Por eso antes de que amanezca cometeré un horror que hará despertar a esta ciudad. Que dará una razón para que la gente finalmente diga basta. Que al menos un valiente en cada calle, eso será suficiente, diga basta. Y la justicia, la verdadera justicia, tenga una oportunidad.
Espero un rato pero su voz ya no vuelve. Solo silencio. Aquí llegan. Es la hora.
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byaguscortes · 5 months
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El sueño se siente muy real. En él, fue (o irá), de la mano de una mujer que quizá amó o amará. A través de las calles de un pueblo andaluz que ya conoció o, con certeza, conocerá. Todo transcurre en este juego de espejos temporal donde los mismos hechos comparten la herida común de no existir: sucedieron ya o bien van a suceder pero quién sabe cuándo. Y en el sueño se siente cómo la acción se va alejando más y más: hacia el pasado (o al futuro, en este punto da igual), volviéndose brumosa en sus perfiles, pues él la contempla anclado en un presente expoliado de sucesos. Al fin, ya no queda nada en esta realidad exangüe donde no puede relacionarse con quien fue ni con quién será pues se perdieron de vista y el mundo es un amontonamiento de objetos sin memoria ni esperanza. Comprende, entonces, que más que un sueño es una pesadilla. Pronto despertará.
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byaguscortes · 5 months
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Esas semanas de marzo, Julio salía del hospital a eso de las seis y media. El sol, avanzado en su declinar, se mofaba de un mundo que temía la noche. Regalaba un tiempo de belleza absoluta, cubriendo de una finísima capa de oro las cosas más humildes: las calles, los edificios, los vehículos. Todo relumbraba. Empezaba a comprender que, de forma inevitable, pronto sería el último atardecer para él.
Comenzó a preguntarse cómo sería la última vez de una costumbre, una actividad, una afición. ¿Cuál sería el aspecto en la realidad de ese momento en la vida en que nos despedimos de algo? ¿Seremos conscientes de que es así? ¿O solo en nuestros últimos momentos, ya cerca de la muerte, nos daremos cuenta de que jamás volveremos a hacer aquello que nos gustaba: paladear ese sabor o encontrar a ese amigo que tanto queríamos? ¿Nos atormentará más que la propia muerte o conseguiremos reponernos a su ausencia?
Estas dudas, que siempre le habían molestado de una forma más bien abstracta, poblaron de forma insistente y carnal las semanas posteriores a su inesperado diagnóstico. Cáncer de pulmón. Los médicos mantuvieron la esperanza durante un tiempo a base de quimioterapia. Aguantó unas semanas ese procedimiento hasta que planteó la cuestión de manera descarnada a sus médicos y de la misma manera cruda le aclararon el diagnóstico: le dieron pocos meses de vida, quizá un año, excepcionalmente sería posible sobrevivir dos. No se podía hacer nada.
No tenía familia a la que comunicar las malas noticias ni tampoco de la que recibir consuelo así que su cometido era limitarse a esperar. Se le dejó solo para disponer de sus últimos meses de vida como quisiese. Se abandonó del todo. Se dejó caer, como cuando se lanza una piedra al fondo de un pozo: para medir por el sonido su profundidad.
La mayoría del tiempo no hacía nada. Se volvió un poco adicto a este canal de YouTube donde dos exploradores visitaban lugares abandonados. Durante un largo tiempo acompañaba a esa gente por interminables pasillos, asomándose a habitaciones inevitablemente vacías. Todo en un estado de abandono lastimoso. Dibujando el destino de las obras humanas cuando todos hubiésemos desaparecido. Contenían todo tipo de objetos en distintos estados de postración, que habían perdido su sentido al no tener quien les diese uso. Contemplaba desolado todo ese mobiliario destruido o, lo que era peor: intacto e inútil, como recordando que ningún esfuerzo individual iba a salvarlos de una decadencia general y aplastante.
Solo se puede explicar que ignorara todo el asunto que se estaba desplegando lentamente a su alrededor por ese estado de absorción en sí mismo tan intenso al que su situación le había llevado. Pero su aislamiento empezó a romperse por la omnipresente presencia de extraños términos en las noticias y las conversaciones cotidianas que le rodeaban.
Oía quejarse todo el día a periodistas por la radio o la televisión. Comentaban el reciente terremoto que había destruido Lisboa semejante en potencia al de 1755. O la declaración de guerra entre dos miembros de la OTAN, por primera vez en la historia, que había pillado por sorpresa a sus aliados los cuales temían que los contendientes utilizaran armamento nuclear. Todo lo ponían en relación con expresiones bíblicas entrando en un interminable ejercicio de exégesis e interpretación. Le costó un tiempo comprender que no pretendían utilizar metáforas sino que toda esa gente, que usaba esas herramientas para interpretar la realidad, lo hacían porque realmente pensaban que se acercaba el fin del mundo. Lo supo con claridad un día que detectó, en la voz de la persona que leía las noticias, una tonalidad que sugería que estaba consumida por un sentimiento al que, últimamente, Julio se había tenido que acostumbrar: el miedo. Toda esa gente estaba aterrada.
Comenzó a salir a la calle a pasear todos los días. En esas largas caminatas conseguía cansarse lo suficiente como para pasar sereno el resto del día. Hacía buen tiempo y la época de vacaciones había vaciado la ciudad que se quedaba disponible para los liberados de las exigencias del calendario, como él. El tema del fin del mundo había calado en la gente que, de repente, no encontraba excusa para hacer lo que deseaba. Y la mayoría de las veces eran cosas de lo mas inocentes... Así que el ambiente en la ciudad ese verano era de un despreocupado hedonismo que a Julio le pilló desprevenido. En uno de esos paseos se encontró a Gabriel (entonces no era Gabri todavía para él) en un parque, sentado.
Pareciera que toda desgracia tiene quien pretende sacarle provecho. En este caso habían aparecido los angeles. Así se llamaban a sí mismos. Vestidos todos ellos de la misma forma, con un traje gris de corte más bien pasado de moda, nadie sabía quiénes eran en realidad y a qué intereses representaban o si solo eran locos que aprovechaban el momento. Se expresaban con corrección y exactitud. Su tono de voz era, de forma inevitable, calmado y monótono. Y la forma en la que presentaban nuestro final era tan impersonal que el público que les escuchaba no sabía si estaban ahí para advertirnos, ayudarnos o confirmar nuestra perdición.
Pues bien, uno de esos “ángeles“ estaba allí mismo, dando apaciblemente de comer a unas palomas. A Julio le repugnaban esos pájaros así que la escena no tenía ninguna cualidad poética. Lo reconoció de haberlo visto un par de veces en las noticias. De sus apariciones le llamó la atención la sospecha de que, en forma secreta y bromista, buscaba asustar a su entrevistador. Era una idea disparatada pero en todas sus apariciones llegaba un momento en que eso ocurría y Julio lo contemplaba con una sensación de diversión e incredulidad. Se quedó mirándolo un rato, comprobando curioso cómo la gente se apartaba de él o daba un respingo cuando le descubría cerca suyo. Sin darse cuenta se había acercado demasiado. Cuando el otro reparó en su presencia y le habló, Julio no pudo evitar la conversación.
—Siéntese. Estoy de celebración, puede unirse si lo desea.
Se acercó y se sentó a su lado. Se admiró de que el sitio escogido seguramente fuera el mejor del parque. Nada hacía pensar que estuviesen en el centro de una ciudad porque allá donde se posaba la mirada solo había árboles y vegetación. Ese era con seguridad un sitio destinado a gente que deseaba evadirse de algún problema. Le preguntó qué celebraba.
—Un ascenso.
Le animó a seguir con la explicación, pero el otro permaneció en silencio. Había olvidado la presencia de Julio sin ninguna dificultad y parecía absorto en un recuerdo doloroso. Este estaba lejos de sentirse insultado y simplemente permaneció fumando a su lado.
—Me han hecho responsable del proyecto en el que estaba trabajando —, dijo al fin.
Entonces se molestó en aclarar cuánto iban a demorarse el fin del mundo, cosa que, al parecer, era algo ignorado por todos. Pero no parecía darle mucha importancia ni daba la impresión de que estaba revelando algún secreto preciado.
—Se necesitará algo de tiempo, un año por lo menos. Está todo hecho un desastre. Organizar tanta gente exige trabajo. Sí, un año o año y medio. Con seguridad puedo comprometerme a que en dos años tendremos listo el proyecto —, explicó.
Le señaló lo curioso que era que lo llamasen “el proyecto“. Así, de esa forma impersonal... Cuando el otro mostró su extrañeza por esa observación, Julio le indicó que parecían evitar el nombre real. Supuso que le repugnaba a esa conciencia angélica que debían tener que su trabajo fuera acabar con el mundo.
—No nos repugna. Ni nos agrada, si eso te interesa saberlo. Está en la naturaleza de las cosas el pertenecer al tiempo. Y todo tiene un principio y un final. El que este sea provocado por una causa o por otra es indiferente. Que sea ahora o sea en un milenio, también.
Julio se quedó mirándolo unos instantes, en silencio. No podía decidir si estaba hablando con un loco. El otro parecía tan convencido de su discurso que no pudo indignarse. Su visión de las cosas le dotaba de una suerte de indolencia para reaccionar a la desgracia que Julio comenzó a envidiar.
El caso es que se acostumbró a esa rutina. Tampoco es que tuviese demasiado que hacer. Pero le motivaba la conversación ocasional y la permanente serenidad de ese rincón del parque. Aparecía por allí a media mañana y Gabri ya solía estar con las irritantes palomas. Pasaban un rato allí y luego cada uno se marchaba a sus ocupaciones. Desde niño que no recordaba un verano igual. A veces durante la tarde, Julio lo veía en algún programa de televisión, asustando a algún periodista y se reía por lo bajo
Una mañana se encontró especialmente mal. Le costaba respirar y el dolor no le daba tregua. A diferencia de lo habitual, su incomodidad no cedió a lo largo de la mañana con el cóctel farmacológico de costumbre, sino que permanecía obstinada con la misma intensidad, molestándolo. Así que se quedó en casa.
Al tercer día en el que Julio le había resultado imposible salir a la calle, llamaron al timbre. Al principio ni se iba a molestar en abrir. Que le jodieran al repartidor de Amazon. Pero entonces aparecieron en su balcón de forma inesperada un enorme grupo de palomas y comenzaron a montar un escándalo con sus arrullos. Tuvo la intuición de quien podía ser y se levantó a abrir la puerta. Resultó que era Gabri, claro. Se miraron unos instantes. Recayó en Julio la tarea de resolver toda la extrañeza de la situación, pues el otro no parecía molesto por todo el conjunto de imposibilidades que ese momento conllevaba. Tampoco parecía necesitar ofrecer explicación alguna para hacerla razonable o justificarla. El asunto de las justificaciones era para los demás. Él parecía vivir en un mundo donde no eran necesarias. No mejor, claro, pero de ese fastidio, al menos, se había liberado.
Julio le puso al tanto de su situación.
—Siempre olvido lo frágiles que sois—, dijo Gabri —. No pienses que tengo consuelo para ti. Habitamos los mismos misterios. Para nosotros están escondidos en sitios diferentes, pero son inexorables también. La inmortalidad presenta la misma desesperación que la mortalidad.
Las palabras eran extravagantes pero aceptó esa pequeña muestra de compasión y de impotencia con gratitud. No sonaban falsas como tantas otras veces de comentarios similares a conocidos. Aparte de esa conversación, no volvieron a hablar del tema y Gabri no pareció reaccionar a esas novedades. Continuaron tratándose de la misma manera. Sí que es verdad que, con el paso de los días, Julio echó en falta el sentido del humor soterrado e irónico que había creído descubrir en él, pero que ahora había desaparecido.
Gabri se instaló en su casa. La mayoría del tiempo que estaba allí seguía ocupado en el proyecto. Mostraba una actividad sorprendente pero no le quedaba claro a Julio el objetivo de tanta reunión, ni las motivaciones de tanta gente con la que parecía necesitar tomar decisiones.
A medida que avanzaban las semanas, Gabri se mostraba más nervioso y agresivo, apenas dormía y siempre estaba discutiendo con alguien por algún detalle del proyecto. La relación entre ambos se tensó pues Julio se sentía apartado. Le reprochaba que nunca tenía tiempo para una cerveza a pesar de que sabía que no le quedaba apenas tiempo de vida y cada minuto era precioso porque cada vez eran más escasos. Gabri le señalaba la importancia del proyecto, su dificultad y la ineptitud de la mayoría de los implicados. Por otro lado le recordaba que tampoco tenía que quejarse: del Apocalipsis no se iba a librar nadie. El caso es que cada uno era impermeable a las razones del otro. No se ponían de acuerdo.
Toda esa tensión duró unas semanas. Una tarde, Gabri le pidió salir a pasear un rato. Parecía especialmente agotado pero también aliviado. Ambas cosas a la vez. No era algo habitual así que Julio aceptó encantado, a pesar del dolor punzante que soportaba en el pecho que le hacía difícil cualquier esfuerzo y al que había tenido que hacer sitio en su vida. Todas las calles estaban sobrecargadas por luces de navidad. El ayuntamiento había decidido tirar la casa por la ventana ese año que podía ser el último. La ciudad mostraba, de forma involuntaria, el aspecto desquiciado de un manicomio.
—Ya está todo listo —, dijo, en un momento, dado Gabri.
Julio se quedó callado, valorando las consecuencias de esa frase. Le sorprendía que hubiese llegado tan pronto. Le dijo que tenía que saber que no esperaba haber llegado vivo al evento.
—Sí, conseguí adelantar todo el asunto. Verás, es un regalo... no sé qué otra cosa podría ofrecerte. Estamos en primera fila —, se quedó parado e hizo un gesto majestuoso con el brazo, como mostrando el horizonte, —Recién comienza.
Lo primero que notó fue el olor. Un hedor terrible lo atravesaba todo y advertía de una desgracia inminente. Del interior de la realidad, una sobreabundancia de seres del aspecto más barroco imaginable aparecieron en el mundo. Se dedicaron de forma inmediata y aplicada a sembrar la destrucción. Todo daba la impresión de un caos absoluto, pero por las maratonianas jornadas de preparación, de las que Julio había sido testigo, sabía que estaba milimétricamente preparado. Contemplaba todo como si mirase una obra de teatro o un musical pues reconocía muchos detalles de sucesos que ahora estaban ocurriendo. Los efectos de luz y sonido se sucedían de forma conveniente, con el cielo estallando en cadencias de colores sorprendentes. Los eventos previstos continuaban ocurriendo en un crescendo de emoción que llevó, en el momento previsto, a un paroxismo general. Cuando los cielos se abrieron y apareció la plana mayor celestial, ya estaba claro para todo el mundo, incluso para el más tonto, que esto iba en serio.
Gabri le miraba de reojo, inquieto y ansioso, esperando su aprobación del magnífico espectáculo que contemplaban. Como Julio seguía sin decir nada, no pudo contenerse más y le preguntó:
—¿Qué opinas?
Julio comprendió entonces que se estaba cumpliendo el sueño secreto de todo hombre: que el universo entero acabase con su muerte. Quiso creer que la euforia que le provocaba esa idea era consecuencia de los ansiolíticos con los que se atiborraba pues nunca había creído ser una mala persona. Sin embargo, ahí estaba, indudablemente contento con esa perspectiva. De hecho, muy contento. Casi extático. Feliz.
—No está mal —, concedió.
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