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Cada cosa en su lugar
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cadacosaensulugar · 5 years ago
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cadacosaensulugar · 5 years ago
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Doña Emilia Inostroza
El rostro de mi abuela era una maraña de tinieblas enrevesadas. Sus ojos eran océanos misteriosos de los cuales prefiero no hablar; su piel, seda apolillada que amenazaba con desintegrarse al menor soplo del viento; sus labios, dos líneas de carne magra y amoratada; su nariz, un monumento resquebrajado que en su tiempo tuvo carácter, pero que ahora parecía querer derrumbarse. La Muerte se había llevado a mi abuela sin previo aviso, dejándome a solas con el cascarón de aquella mujer terrible y silenciosa.
El claro de luna apenas iluminaba la estancia. Quise prender una vela, pero no lo hice, no sé por qué. Afuera, llovía a cántaros; el otoño se hacía presente sin pudor alguno. Fui a la cocina a buscar fósforos y encendí un cigarrillo. La anciana había sido mala conmigo desde que tengo uso de razón; sin embargo, su muerte me impactó más de lo que esperaba. Estaba triste y me sentía solo, más que nunca. Emilia Inostroza, mi abuela, fue lo más cercano que tuve a una madre.
Mientras fumaba, perdía mis ojos en la oscuridad de la cocina. De noche, todo es distinto; los objetos adquieren un qué se yo tenebroso y profundo, incluso aquellos que uno estima carentes de cualquier gracia. Volví la vista al salón, donde se encontraba el cadáver. Ella, al igual que el diván, el candelabro y el librero, era una silueta borrosa, una alucinación nocturna. Me acordé, entonces, de unos versos de Bécquer que leí hace ya muchos años:
Del salón en el ángulo oscuro, de su dueño tal vez olvidada, silenciosa y cubierta de polvo veíase el arpa.
Le eché unas últimas caladas al cigarrillo, salí de la cocina y volví junto a mi abuela, quien me esperaba sentada en el sillón de terciopelo verde, sumida en pensamientos que solo los muertos pueden tener. La luz de la luna se reflejaba en sus ojos lechosos, iluminando el vacío de un cuerpo que había perdido la vida hacía tres horas, más o menos. Me quedé ahí, de pie, observando la fisonomía escuálida de aquel cuerpo que alguna vez le perteneció a una mujer severa, malhumorada y profundamente católica.
No tengo idea de qué fue lo que la mató. Jamás me interesó saberlo y todavía prefiero ignorarlo. Quiero creer que sufrió una muerte natural, ojalá indolora. Cuando llegué, ella ya se había ido. Una hora antes, me había llamado para pedirme que le llevara pan y huevos, porque tenía hambre y era muy tarde para que una mujer de su edad saliese a comprar. Apenas atravesé el portón que daba pie al terreno Inostroza, lo supe. Quizá fue la negrura espesa que parecía envolverlo todo, o tal vez el canto lejano y estruendoso de un concón que pronto se lanzaba a la caza; pudo haber sido el titilar incongruente de una estrella imposible o una brisa mortuoria la que me hizo caer en cuenta de que mi abuela había muerto. Pudo haber sido cualquier cosa. Apresuré el paso. Crucé la parcela desesperado. La lluvia, en ese momento, no era un hecho, sino una promesa. La casa de mi abuela —una maqueta de sombras recortada sobre el cielo— se alzaba en decadencia y humedad. Abrí la puerta y entré, temeroso. Mi abuela estaba sentada en el sillón, pálida, completamente ajena a mi presencia. Me acerqué a ella, despacio, y toqué su brazo: frío, como el agua del río en las mañanas.
Aquella noche salí corriendo de allí. ¿Por qué? Bueno, tarde o temprano tenía que llegar el rigor mortis. Y cuando llegó, lo hizo de tal forma que su rostro adoptó muecas que me son imposible de describir. Ese cuerpo, ese cascarón aparentemente vacío... cobró vida, o eso pensé. Sin embargo, no soy un cobarde: no fueron las contorsiones progresivas del cadáver las que me espantaron, sino lo que ocurrió después. En aquella penumbra, donde lo humano prácticamente no existía, un sonido atravesó el salón, como un cuchillo; una voz, un murmullo, casi nada, cuya profundidad parecía sugerir la existencia de un abismo anacrónico, declaró: «gracias por venir».
Hoy se cumplen veinte años de la muerte de mi abuela. Todavía puedo oír su voz, reverberando en los rincones oscuros de aquella casa abandonada a la luz de la luna.
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cadacosaensulugar · 5 years ago
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Escondido.
Simón puso el cuarto bloque en su torre, quedó un poco más torcido a la derecha que el anterior, así que intentó arreglarlo, aunque solo logro mover el problema hacia el otro lado. Se inclinó hacia la caja de juguetes para buscar el dinosaurio que iría en la cima, pero antes de alcanzarlo escuchó el auto. No podía perder tiempo, se acercaba a su casa. Dejó todos sus juguetes sobre la alfombra y se puso de pie. Oyó como el auto se estacionaba y como su padre caminaba hacia la puerta de entrada. Se quitó los zapatos, así no podría seguir el ruido de sus pasos. Salió de la sala e intentó moverse lo más rápido posible, aunque sus calcetines se deslizaban sobre la madera. Había oído que venía a dejarle unas cosas a su madre, quizá esta vez no lo buscaría, pero tenía que encontrar un buen escondite por si lo hacía. Entró en su habitación. La última vez se había metido en el closet y lo había descubierto enseguida. Esta vez lo haría mejor. A lo lejos ya se oía como sus padres hablaban con ella, no faltaba mucho para que preguntara por él. Decidió que el mejor lugar sería debajo de la cama. Se tiró al suelo y a patadas movió la caja de los zapatos, hasta que pudo meterse por completo. Con las piernas recogidas y los ojos bien abiertos esperó alguna señal. Su pecho subía y bajaba. Ya no escuchaba a nadie. Quizá se había ido. Ojalá se hubiese olvidado de él. Pero entonces oyó las pisadas en el pasillo y junto con éstas, su voz.
-          ¿Dónde está mi sobrino favorito? – dijo su tía con voz cantarina, acercándose por el pasillo.
El niño se encogió para hacerse más pequeño aún y se cubrió la boca con las manitos para hacer menos ruido al respirar. Oyó como su tía se detenía junto a la puerta y luego la abrió de golpe y junto con ella entro también su perfume, ese olor a fruta demasiado dulce, que le provocaba picazón en la nariz y que se quedaba con él todo el día. Simón dio un salto y aguató la respiración, taparse la boca ya no daba resultado. Vio como los zapatos se asomaban frente a él y luego se alejaban, avanzando hacía el closet.
-          ¿Te escondiste aquí otra vez? – pregunto mientras abría el mueble.
Por un instante Simón se alegró de no haberse metido ahí nuevamente, pero no duró mucho, obviamente lo seguiría buscando, siempre lo hacía. Se dio cuenta de que volvía, dando pasos lentos y deteniéndose justo frente a su rostro. Luego unos dedos de uñas rojas por debajo de las mantas que colgaban. Ya no pudo contener la respiración, soltó todo el aire de golpe y el rostro sonriente de su tía apareció. El niño intentó alejarse, pero ya no podía retroceder más y la caja que había pateado anteriormente no le permitía salir por la parte delantera de la cama. estaba atrapado
-          Sal a saludarme, estoy apurada. – le pidió entre risitas, mientras estiraba el brazo para alcanzarlo. – ven a darme beso, cariño.
-          No quiero – reclamó Simón.
-          Entonces te haré cosquillas.
El niño negó con la cabeza, pero ante esto la mujer rio, lo sacó de debajo de la cama y comenzó a jugar con sus dedos en las costillas y la pancita de su sobrino. Este se retorcía y quejaba sin poder librarse. No quería que lo tocara. No podía respirar. Movía las piernas y los brazos, pero no tenía fuerza para moverse. Sentía calor en el rostro y los ojos se le humedecieron. Entonces su tía paró.
-          ¿Te enojaste? – le preguntó seria
-          No – contestó simón volviendo a respirar
-          No puedes enojarte, estoy jugando contigo – se veía molesta y el niño se preocupó - si te enojas ya no jugaremos más
-          No estoy enojado – contestó un poco más fuerte que antes y limpiándose el rostro con la camiseta
-          Así me gusta – afirmó en tono alegre – ahora, levántate y cuéntame cómo te fue en el colegio ayer.
Cuando salieron de la habitación le tomó la mano, sus deditos, demasiado cortos, no alcanzaban a agarrarla por completo. Caminaron por el pasillo. En la sala, la torre se había caído, tendría que reconstruirla. Llegaron a la entrada donde los esperaban sus padres, quienes se reían y burlaban de que nuevamente habían logrado encontrarlo.
-          Tendrás que buscar otro lugar para la próxima – dijo su madre.
-          Siempre me encuentra – se quejó el niño.
-          Esta vez fue más difícil, estás mejorando – lo alentó su tía mientras le acariciaba el cabello.
Junto a la puerta, la mujer abrazó y besó en el rostro a la madre, para luego hacer lo mismo con el padre. después se agachó hasta quedar a la altura de su sobrino, este aún tenía las mejillas rojas y los ojos brillantes. Lo besó en la frente, le regaló una última sonrisa y le dijo que buscara nuevos escondites para la próxima vez. Cuando finalmente se fue, escondido tras las piernas de su padre, simón agitó un brazo a modo de despedida hacia el auto que se alejaba, mientras con el otro se rascaba la nariz.
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cadacosaensulugar · 5 years ago
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Fantasmagoría al filo de la noche.
 Estoy encerrado. Afuera llueve, llueve con fuerza. Escucho truenos. Es invierno, siempre lo ha sido. Si pudiera salir... ¿lo haría? Tal vez. Honestamente, no lo sé. Tengo el presentimiento de que hay alguien afuera, esperándome, gritando mi nombre, pero es mentira. Eventualmente, alguien tendrá que venir. Entonces, me esconderé todavía más. Aguantaré la respiración, dejaré de moverme. Me convertiré en un mueble de esta casa maldita y desapareceré en la penumbra. Yo soy el fantasma que embruja estos pasillos. 
No recuerdo la última vez que vi o sentí la luz del sol. ¿Se puede sentir nostalgia estando muerto? La vida se me fue; con ella, los rostros de mis seres queridos, las memorias y los placeres. Nada de eso importa ya. Estoy a solas conmigo mismo. Aquí los espejos no devuelven las sonrisas, los cuadros están vacíos y las escaleras llevan a ningún lado. La luz no puede existir en semejante oscuridad. Y aunque me sienta nostálgico de vez en cuando, no es un lujo que me pueda permitir con regularidad. 
El paso de los años me ha despojado de toda esperanza. El Cielo no existe, tampoco el Infierno. Todo fue una mentira. No hay vanidad en la vida posterior a la muerte, solo espera. La paciencia deja de ser una virtud para convertirse en una obligación. 
Ahora mismo, mientras doy vueltas por el salón, busco alguna grieta nueva. Si no es una grieta, será una mancha de humedad. De lo contrario, tendrá que ser algún tablón faltante. Siempre hay algo. La eternidad está contenida en las minuciosidades. El espacio que hay entre el piso y la puerta es infinitamente más importante que la puerta misma; una ventana rota siempre es terrible, incluso cuando no lo es; la disonancia que se produce entre dos peldaños que crujen no puede ser explicada sin que se pierda algo en el proceso. Uno comprende estos fenómenos como la consecuencia del encierro indefinido y la falta de contacto humano. 
Le temo a los vivos. Me aterran. La carne me resulta, cuando menos, vomitiva. Alguna vez fui como ellos. El frío solía entumecer mis manos y el calor quemaba mi piel. En ese entonces, sufría fatigas constantes y se me secaba la boca. Tenía que comer y beber agua constantemente. La mortalidad era un suplicio. Es cierto que viví momentos bellos, pero también los hubo dolorosos y decepcionantes. Estos últimos marcaron mi existencia. Sé de lo que es capaz el ser humano cuando desea destruir. Lo conozco de cerca. Por eso, vivo con el miedo de que alguna vez llegué alguien a tocar la puerta. Quizá tenga un juego de llaves. Quizá no lo necesite. Quizás entre y lo despedace todo. La sola idea se me antoja pavorosa. 
¡Ah! ¿Qué fue eso? ¿Hay alguien ahí? Escucho pasos. Botas que chapotean en la lluvia. Alguien se acerca. Debo esconderme. ¡Rápido! No puede verme, lo sé; sin embargo, sentirá mi influjo. Se dará cuenta de que hay algo fuera de lugar. Un escalofrío recorrerá su espalda. Se le pondrá la piel de gallina. Reconocerá mi sombra en las paredes, tan real como la suya. Ahora mismo, saca las llaves. ¡Dios mío! La lentitud de sus movimientos me parece fetichista; se está burlando de mí, ¡eso es! Se mofa porque sabe que no puedo defenderme. Apenas soy un espanto. Nada más. Rechina la puerta. Cuando los vivos acosan a los muertos, ¿quién está maldito? El aire se torna caliente. Los truenos cesan. La lluvia para. El silencio entra galopando, indiferente y brutal.
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cadacosaensulugar · 5 years ago
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Yo te quiero.
Un rayo de sol se cuela por la ventana y brilla sobre la pared frente a la cama. Cierro los ojos nuevamente, te rodeo con los brazos y pongo mi rostro contra tu espalda. Falta poco para que se te haga tarde. No quiero salir del calor de las sábanas, afuera está frío. Me quedo ahí, respirando cerquita de ti, sintiendo tu olor, siguiendo el ritmo de tu respiración. Me tranquiliza estar así. Contigo. Me permito disfrutarlo unos minutos y luego te aprieto un poquito y susurro en tu oído que ya es hora de despertar. Te mueves lento, estiras los brazos, después las piernas. Y me miras.
—¿Qué hora es? – tienes la voz seca.
—No sé. Las nueve y algo… cerca de las diez – retiro un mechón de pelo que cae sobre tus ojos. Aún no los abres por completo.
—Tengo que irme – dices, pero permaneces inmóvil. Afuera está frío.
—¿Quieres comer algo antes? Puedo tostar pan. No sé qué hay en…
—Me gusta estar contigo – tu voz es apenas un murmullo - ¿qué va a pasar cuando deje de ser sí?
—Para empezar, deberías contármelo. ­
—¿Tú me lo dirías? – no me atrevo a mirarte, sé que tus ojos se pusieron llorosos. Siempre te pasa – ¿me vas a decir cuando ya no me quieras?
—Sí – quiero decirte que nunca dejaré de quererte, pero sé que te molestaría. Me dirías que es mentira y probablemente lo sea, pero me gusta creerlo. Te sientas y miras la luz reflejada en la pared.
—Gracias – contestas después de unos segundos – perdón por preguntar eso – te sales de la cama y buscas la ropa que dejé en el respaldo de la silla. Te pones los pantalones y luego las zapatillas.
—A veces las cosas no funcionan... – digo titubeando, esperando a que me calles. Me siento en el borde de la cama y sigo – eso no significa que…
—No hablemos de esto – respiras profundo, como intentando no estallar. Te acercas y me abrazas. Puedo oír tu corazón. – sé que quieres hacerme sentir mejor, gracias por eso, pero inténtalo con otra cosa, de esto tengo suficiente.
— Está bien – contesto y te sonrío – entonces ¿quieres las tostadas?
—No, prefiero apurarme – me das un beso en la cabeza y me sueltas – voy a comer algo cuando llegue. – quiero insistir, pero sé que no estás de ánimo.
           —Bueno, pero para la próxima desayunas aquí, conmigo
           —Lo prometo – terminas de abrigarte y te acompaño hasta la puerta.
—¿A qué hora llega tu papá? – frunces un poco el ceño cuando lo nombro.
—A las doce – pienso en que nunca he hablado con él en persona. Ahora será más difícil conocerlo – aunque siempre se atrasa.
—Igual que tú – sueltas una risita y aunque no sea la más alegre, es suficiente para hacerme feliz – Háblame cuando llegues – nos despedimos y te abrazo fuerte. Quiero que sepas que estoy para sostenerte, quiero que sepas que puedes quedarte un rato más.
—Te quiero – Susurras y me besas.
—Te quiero – contesto y sales al frío.
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cadacosaensulugar · 5 years ago
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Historias de terror.
La tercera vez que mi mejor amiga de la clínica psiquiátrica, de treinta años y con un hijo, trató de suicidarse, le pregunté a mi pareja si alguna vez había pensado en que yo era mucho para él. Si, frente al recuento tortuoso de la preocupación causada por la enfermedad mental, había considerado que la vida que nos hemos imaginado ya sea en broma o en serio, no es algo que pueda llevarse a cabo sin sacrificar su propia calma.
-          No pienso en eso – respondió, acompañado de un sticker de un gato de colores bailando – Nunca he pensado eso.
Pienso en las historias de terror que escribimos, de pura suerte común, para una de nuestras clases el año pasado, y en cómo cada una de ellas me recordaba que somos muy poco capaces de relacionar nuestras propias vidas con las cosas que escribimos.
Por ejemplo, uno escribió sobre un hombre que se encontraba consigo mismo en una cabaña en medio de la nada y terminaba encerrado en un bucle eterno, volviendo a reunirse y asesinarse, olvidando cómo había llegado ahí. Ese cuento, muy bien escrito, me hizo pensar, no mucho después de esa prueba y poco antes de salir del hospital, en que nos encontramos regresando constantemente a nuestros infiernos, sin recordar que somos los causantes de las heridas que nos dejan enterrados en pozos repletos de los cadáveres de las personas que solíamos ser. Nos damos, como en la historia, con palas de fierro en la cabeza, sin piedad.
En esa misma prueba, escribí mi primer cuento, que luego fue publicado en el Instagram de esta revista sin un nombre, sin una identidad. Y creo que eso dice mucho de lo que significó para mí el dibujar, por primera vez, los monstruos que llegan a la casa de uno. Invitados inesperados pero conocidos, a quienes dejamos entrar sin preguntar qué hacen ahí o por qué regresaron después de tanto tiempo. Si alguien se acuerda, si es que alguien lo leyó, un monstruo deforme llega a la casa de alguien de sorpresa y ella, entre parálisis y costumbre, lo deja entrar. Es una historia de terror, supongo, en la que, sentados uno frente al otro, se ven cada uno como el horror de sus vidas, y quizás quise decir que somos todos unos desgraciados que apuñalamos a la gente a nuestro alrededor y nos aseguramos de destruir lo más que podamos frente a la sola idea de vernos heridos. Puede, también, que haya querido decir que la bestia asquerosa que llega a la casa somos nosotros mismos, nuestros propios demonios que regresan para devorarnos con la calma que les otorgamos, bajo la costumbre, bajo la cotidianidad de nuestro odio. Quizás quise decir, que un día, que puede ser tan bueno como cualquier otro, lo que fuimos puede volver a comernos vivos, sin decir nada, y no vamos a decir nada tampoco, no vamos a quejarnos, porque los conocemos lo suficiente como para saber que iban a venir.
La primera, o segunda vez, que mi mejor amiga de la clínica, embarazada en ese tiempo, trató de suicidarse, yo fui la última persona con la que habló antes de desaparecer por horas (18:31-23:50).
-          ¿Qué pasa? – pregunté, después de que nos dijera que se sentía mal
-          Me siento mal – me dijo
-          ¿Qué estás haciendo? – yo tenía resaca y había vuelto recién a la casa
-          Me voy a ahorcar – y eso, como si hubiese querido decirlo para no ahogarse (ja, ja) con su decisión, fue el último mensaje.
La llamé, y puedo decirles exactamente cuantas veces fueron (47) y cuantos mensajes mandé (25). Llamé a mi otra amiga, que vive mucho más cerca de ella, y fue a buscarla con su pareja. Me acuerdo de que volví en mí muy rápidamente cuando terminé de leer el mensaje y, con olor a vino tinto y cigarro, con los gritos enojados de mi mamá, salí de la casa, llorando, y llamé a mi pareja para que me fuese a dejar al metro.
-          Va a aparecer, Rah – me decía – Va a aparecer.
Lo único que pensaba era: ¿Cómo va a aparecer? Y como seguramente entienden, no me refería a la forma en sí misma, sino a la idea de que, cuando la encontráramos, solo quedara la hermosa cascara, un cuerpo precioso y muerto.
Me subí al metro, todavía llorando, rogando que no sonara la alarma de que el tren se había detenido por un cuerpo suicida y deseoso de atención, como tan burlonamente siempre me he referido a los que saltan. Si alguien saltaba, pensaba yo, lo que mi mente iba a dibujar era a mi amiga rota en trozos por la fuerza del metal. Recé, por primera vez en mucho tiempo.
Una historia de terror tiene la finalidad, creo yo, de invadirte de un miedo ligeramente realista que puede, o no, paralizar la racionalidad que se posee como ser humano pensante. Curioso resulta experimentar en el mundo real esa sensación, tan desconocida hasta para el más fanático del género. No estamos acostumbrados a la oscuridad, ni siquiera cuando la hemos vivido de manera constante a lo largo de nuestras vidas. Jugamos, como personajes tontos de las películas o libros, a que no existen, a que no está ocurriendo. ¿Qué es peor? ¿La ignorancia o la mentira? ¿Qué está pasando?
Cuando en primer año de universidad, un profesor nos contó, a modo de reflexión y de análisis, sobre una escritora que, en la parte de al final de su libro, incluyó una foto de sus muñecas cortadas, nos hizo la pregunta de qué era lo que deseaba decirnos. A mí, enferma desde los 15 y auto flagelante desde los once, me pareció muy graciosa la forma de plantearlo. ¿Qué quieren decir las venas abiertas de alguien? ¿Qué tienen que ver con la poesía o los cuentos o las novelas? ¿transforman, acaso, las historias de terror detrás de la sangre en belleza artística? Si fuese yo la que publicase los cortes eternos o las cicatrices, que lo he hecho por mi terrible necesidad de atención, no creo que lo hiciese como una forma de arte, a pesar de que sí creo, o he empezado a creerlo a medida que el tiempo pasa, que hay algo maravilloso en la supervivencia. Creo que lo haría para probar un punto. Usar de bandera el horror de la tortura personal es, incluso si la gente no lo cree, muchísimo más común. Y así como el arte gore prospera, así como la carne abierta se pudre si no se cuida adecuadamente (dato curioso: un “cutter” siempre se cuida las heridas) nosotros nos deshacemos con el hielo, nos devoran las arañas.
La primera vez que una de mis amigas de la clínica, de 28 años y ex profesora de básica, trató de suicidarse (a medias, como uno trata cuando no quiere, pero quiere tomarse las pastillas), yo estaba comiendo helado y tenía el celular en silencio. Para cuando escuché los audios, mareados y distantes, mi otra amiga ya estaba ahí y yo estaba lejos (estallido social y micros que se desviaban). Pero fuimos, con mi pareja, y la encontramos en el suelo, su pololo le había dado sopa y estaba tranquilo, nos ofrecía jugo y mi amiga hacía galletas.
La cotidianidad del terror que acompaña la idea de la muerte es, ligeramente, infantil. Convive con nosotros, y vi eso en la actitud del dulce compañero de vida de mi amiga, en la forma en la que medio danzaba y nos explicaba lo que había hecho, mientras la acostaba (drogada) en la cama. Nos esforzamos, todos los que estábamos ahí (amigas y pololos que acompañaban), en pretender que todo estaba bien, que el olor a dulce era real, que recostarnos y apoyarnos contra ella podía arreglarlo todo. Pero sabíamos, como esos personajes, que es cuestión de tiempo para que el monstruo vuelva. Nos está mirando, Michael Meyers tipo de mirada, desde la distancia. Respirando en nuestros oídos, y lo sabemos. Sabemos que vamos a ser los primero en morir.
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cadacosaensulugar · 5 years ago
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Nos vemos cuando nos coman vivos.
Olivia y Manuel, hermanos de corazón, pero no de sangre, como solían presentarse, se conocieron en las extrañas reuniones que daba el área psiquiátrica de la clínica para las personas con fobias demasiado extremas como para “desarrollar una vida normal de manera productiva”, lo que quería decir que no eran lo suficientemente eficaces disfrazando lo que les ocurría, por lo que incomodaban al resto.
Era entendible, solía decir Manuel con un tono que Olivia describía como demasiado “Times New Roman” para su gusto. Después de todo, moverse lentamente como fantasmas, deslizándose entre la gente con la mirada pegada al suelo, rascándose reiteradamente los brazos y cuello, buscando algo que la gente no veía, era algo que llamaba la atención como para permitir que encontrasen trabajos, o que los mantuviesen, o para que, en el caso de Manuel, pudiese continuar con sus estudios universitarios luego de que su miedo tomara tal control sobre su vida que no podía hacer nada más que hundirse en el agua siempre helada y limpia de la piscina en casa de sus padres, con los ojos cerrados y enrojecidos por el cloro. Siempre había sido un gran dolor para él. Ver como su fantásticamente estable vida se había caído a pedazos de un momento a otro, como si nada de lo que se había esforzado tanto por conseguir fuese lo suficiente estable, incapaz de sostenerse con los pies en el suelo.
Para Oliva por otra parte, siempre más optimista y con una simplicidad que el tiempo y la locura aún no habían desgarrado del todo, parecía más acostumbrada a la forma en la que eran las cosas ahora. Asistía de forma regular a las reuniones en las bien acolchadas salas de la clínica, que siempre olían a frescor y desinfectante, con una sensación de positivismo que la hacía resaltar por sobre el resto de sus temblorosos y temerosos compañeros. Se esforzaba constantemente en lucir lo más viva posible, reluciente como porcelana a pesar de la notoriedad de su pánico interno. Le decía a Manu constantemente que no la comerían, que ellos no la encontrarían, mientras oliera a champú y de sus poros saliese la vitalidad de la juventud que la mantendría a salvo de aquellos que querían alimentarse de su carne. Él suponía que tenía razón, no sonaba del todo poco razonable, así que asentía en silencio mientras ella aplicaba religiosamente la mezcla espesa confeccionada en su baño, guardada en un potecito de plástico, que siempre apestaba a vodka y lavanda.
Manuel recordaba exactamente la primera vez que había visto un gusano, gusanos en realidad. Largos, rosáceos y cubiertos con una capa de barro, que se movían danzantes cerca del huertito que su madre tenía en la casa de campo. Era un año muy húmedo y daba la sensación de que habían millones de gusanos en el suelo. Lo que pasó fue causado en gran parte por una mezcla de mala suerte y las maravillas de la zoología.
Tenía cerca de 19 años, cuatro meses antes de su cumpleaños, y estaba de pie mirando las zanahorias asomar sus hojitas verdes por sobre la tierra. Eran unas vacaciones tranquilas en un lugar hermoso que olía a plantas y agua, con un aire suave que le había parecido encantador. Aquello no había durado mucho más de una hora y media. Comenzó a sentir un frio invadiéndole el cuerpo, como si la temperatura de pronto hubiera bajado; sus ojos se nublaron por pequeños puntitos oscuros que obstaculizaban su visión y sentía agujas en las manos, clavándose rápidamente. Sin darle tiempo a reaccionar, su cerebro entró en una tremenda oscuridad y se mantuvo allí durante quien sabe cuánto. Manuel había llegado a la conclusión bien acertada de que debió de ser un largo tiempo.
Cuando despertó, la tierra mojada se le había incrustado en la ropa y sus uñas raspaban la parte de arriba del barro. Pero, sobre todo, los cientos de gusanos que había visto estaban sobre él; bajo su camisa, sus pantalones de polar. Su cara tenía al menos diez de aquellos invertebrados y aparentemente inofensivos. Fue la primera vez que se sintió tan cerca de la muerte. De hecho, no es que tuviera miedo de que aquellas cositas fuesen a comerlo vivo sino más bien el miedo a ya haber muerto sin haberlo notado y que ahora, en ese momento con esos pocos 19 años, estuviera siendo devorado, pudriéndose cerca de las zanahorias y cebollas de su madre sin que nadie se hubiera percatado de ello.
Comenzó a gritar, creyendo en serio que estaba muerto, pensando en que nadie iba a escucharlo porque, al fin y al cabo, ya no habitaba en el mismo plano que su familia. Su hermana mayor y su tío corrieron al patio para ver que ocurría, solo para encontrarlo acostado, cubierto de gusanos moviéndose sobre él, incapaz de hacer que su cuerpo reaccionase a la necesidad de escapar. Karina, mayor que él por solo un año, se unió a sus gritos con desesperación y asco, quieta a tres metros de él, y, aunque realmente quería ayudarlo, la repulsión se lo impidió. Todavía bendice a su tío Carlos por ir a tomar la manguera lo más rápido que pudo, prendiendo el agua y comenzar a bañarlo con fuerza, por todos lados, intentando sacarle de encima esas cosas que parecían determinadas a no salir de su cuerpo, pegadas a él como sanguijuelas hambrientas queriendo atravesar su piel.
Nunca hablaba de eso.
Olivia, por otro lado, era incapaz de cerrar la boca sobre la primera vez. Hablaba y hablaba durante horas sobre ello, recordando cada segundo de lo que había pasado cuando tenía ocho años, tres meses y ocho días, dedicándose a asustar a la gente a su alrededor como si eso le trajera un poco de calma, buscando en ellos la aprobación que necesitaba para justificar su miedo.
Los niños eran crueles, solía decir con voz divertida pero con ojos aterrorizados. Eran malos con ella, tirarle las trenzas en el recreo y lanzarle pelotas a la cara cuando estaban en educación física. Ese día, el día, fueron un paso más allá de lo que habían hecho hasta ese momento. Cruzaron una línea que terminó, años después, arruinándole la vida más de lo que hubieran querido o imaginado que lo harían. Oli no pensaba que fuesen malas personas o que hayan tenido la intención de causar lo que causaron, pero lo cierto era que lo habían hecho y no era posible cambiarlo.
El patio de colegio tenía una composta enorme en la que los alumnos más grandes con aires de animalistas arrojaban desechos orgánicos y crear abono para las plantaciones de los estudiantes que se dedicaban a plantar cosas en los parques cercanos al colegio. La composta cumplía una doble función para los compañeros burlones de todos los niveles, quienes corrían tras las niñas sosteniendo gusanos y bichos entre los dedos para ponerlos sobre sus cabezas y hacerlas llorar. Olivia nunca les había tenido miedo hasta ese día.
José y sus amiguitos la habían sujetado de los brazos, apretándola contra la reja de la cancha que se hallaba cerca de la composta. Uno de ellos, Felipe, sostenía un puñado de gusanos, a los que no apretaba lo suficiente como para matar, pero sí como para evitar que se deslizaran fuera de su mano. Se reían estrepitosamente mientras le acercaban los blandos animales a la cara, tocándola muy por encima. Olivia no creía que en serio fueran a restregarle esas cosas encima, y tenía razón. José le apretó la mandíbula para abrirle la boca, otro de los amiguitos le tapó la nariz para forzarla a respirar agitadamente. Pipe metió su manita repleta de gusanos húmedos y sucios hasta su garganta y le cerraron la boca, sin destaparle la nariz, obligándola a tragar con la esperanza de conseguir algo de aire. Cuando lo hizo, le permitieron respirar. Tenía trozos de gusanos en la lengua y dientes, las ganas de vomitar la dominaban por primera vez en su corta vida, la necesidad incontrolable de sacar lo que la invadía por dentro. Antes de que pudiera recuperarse, o si quiera saciar sus ganas de expulsar los trozos de lo que podía considerarse carne, otro puñadito le golpeó el rostro, esparciéndole aquellos bichos en la piel, colándole algunos por la comisura de los ojos.
A pesar de contarlo muy seguido, muchos de los detalles del suceso se los inventa. De su mente desaparecen los hechos que le siguieron al restregón en la cara. No está segura de si vomitó, cree haberse desmayado y no sabe si alguien la encontró o si los niños se habían arrepentido y la habían arrastrado a la enfermería entre lagrimas y disculpas. Quizás su madre la llevó al hospital, si volvió a la sala sin pensar mucho en ello, con los ojos enrojecidos y la cara seria. Se dedicaba a decir cosas al azar, tratando de ceñirse a la versión que había inventado para las sesiones grupales y las terapias individuales, evitando dar muchos detalles que pudiesen delatarla, recordando las palabras que había dicho mientras intentaba utilizar sinónimos para que no sonase como un dialogo aprendido a través de los años.
No volvió a ver un gusano hasta que tuvo 17 años, pero cuando lo hizo, nunca más se fueron.
Se suelen sentar, Manuel y Oliva, en la orilla de las bancas que están en medio de la tierra seca, en un silencio extraño. Esperando que los gusanos vuelvan, se miran curiosos, intentando adivinar a cuál de ellos devorarán primero. Manu espera que a él, incluso si la sola idea de esos animales le hace llorar, porque Oli siempre le ha parecido demasiado pequeña como para que se la comieran. Oli espera secretamente que sea Manu, después de todo cuando eso ocurra, no quedará mucho tiempo hasta que se la coman a ella.
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cadacosaensulugar · 5 years ago
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Uno frente al otro.
La imagen frente a ella le paraliza por un momento. Una leve y helada sensación de sorpresa recorriéndole la espalda tan pronto como se asoma fuera de la casa, la respiración deteniéndose y sus uñas rasguñando la madera del marco de la puerta. Detrás de la reja, de pie y tan erguido como su altura le permite, está eso, el monstruo, mirándole con sus ojos amarillentos bien abiertos, respirando animalescamente.
El monstruo sonríe, mostrando los dientes gruesos y oscurecidos, tensando la piel escamosa de su cara y dejando salir su voz grave en un saludo que retumba a su alrededor como un trueno amenazante que le hace tiritar, cerrando los ojos por un momento.
Lo deja entrar, sonriendo de vuelta, viéndolo pasar junto a ella casi con desinterés. Recuerda, mientras la mano del monstruo se posa velozmente en su hombro en una caricia descuidada, que ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que lo había visto. La garra, compuesta de cuchillos y huesos incrustados en el metal, hace que se le tense la espalda.
Sentados uno en frente del otro, se miran en silencio, sin saber que decirse. Ninguno hace preguntas. No hay respuestas para lo que podrían querer preguntar o preguntas que pudieran hacerse sin que sonaran como un ataque. Ella piensa en el inherente miedo que le produce mirar al monstruo, sentado en aquel sillón, viéndola fijamente. Puede sentir las heridas en su espalda abriéndose, purulentas y dolorosas, cuando se mueve se da cuenta de las costras pegándose en su ropa. Quiere poder permitirse tiritar, temblar fuera de sí como nunca fue capaz de hacerlo antes, pero él es más que imponente, es mucho más que terror lo que le causa, así que se queda quieta.
-        ¿Cómo está tu mamá? - pregunta el monstruo.
Para él, hay algo en la imagen humanoide que lo arrastró nuevamente a esa casa después de tanto tiempo. Una parte de su mente calcula internamente cuanto mide, no mucho más de un metro sesenta, decide. Menuda, de costillas marcadas en el cuerpo desnudo de color grisáceo, tan débil del cuello hacia abajo. Son sus dientes, o lo que podría interpretarse como tales, lo que le aterra. Afilados clavos oxidados con las cabezas enterradas en sus encías, asomándose cada vez que abría la boca para hablar, moviéndose al ritmo de su voz lenta y cuidadosa, haciendo heridas sangrantes en sus mejillas, rasgando la piel para entre salir de ella. Sus ojos eran negras esferas que no dejaban ver ninguna reacción aparente. Ninguna emoción fuera de la calma que le caracterizaba. Hay un olor putrefacto en el ambiente. Un aroma dulzón que le llena la nariz. Puede sentirlo saliendo del agujero en el que se supone que debe estar su corazón.
Cada palabra que sale de su boca resulta extremadamente dolorosa. La neutralidad de su forma de ser siempre le ha parecido un veneno. Su distancia, un cuchillo. Hay formas más eficientes de hacerle daño a alguien más allá de lo físico.
No sabe muy bien porqué volvió. Tampoco quiere saberlo. Quizás aquel esquelético ser lo llama de una u otra manera, pero no va a preguntar, no se atrevería. Le ha ido peor con menos, piensa.
Escucha sonar la tetera en la cocina y la ve voltear moviendo el pelo, haciendo un ademán de levantarse.
-        Yo lo hago- la interrumpe, levantándose más rápido
-        Como quieras
Lo ve caminar hacia ella, acomodándose las mangas de la camisa, desabrochándose los botones de la muñeca con las uñas. Se detiene de frente, con una mirada tranquila y una sonrisa dulce, pasándole un dedo desde la unión de sus clavículas hasta la barbilla en un gesto de cariño que, debe admitir, era muy clásico de él. Termina por tocarle la punta de la nariz con el dedo índice, para luego volver a caminar hacia la cocina.
-        Feliz aniversario, Alex- dice ella, en tono neutro.
-        Feliz aniversario, Lucía- responde él, casi sin aire.
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cadacosaensulugar · 5 years ago
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Sobre la obra. 
La siguiente obra está compuesta por diversos cuentos conectados entre sí bajo el mismo ambiente. Un escritorio. A través de las palabras destacadas, que funcionan como enlaces, podrás acceder a cada uno de ellos, en el orden que tú elijas. Te permitiremos decidir de manera aleatoria cual será la lectura a la que te llevará el texto, iniciando con una lista que dará inicio a este viaje.
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