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Cainette's Ideas
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cainettes-ideas · 9 years ago
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Wedding Day
Tan hermosa. Tan magnífica en su traje blanco. Tan rota.
Nunca había sido una mentirosa. Ni antes, ni ahora. Lo de actuar era algo que se escapaba de sus habilidades; simplemente no era capaz de fingir. Cuando le preguntaban algo, sólo podía contestar con la verdad. Sí, podía ocultar cosas, pero no mentir. A fin de cuentas, ocultar información no era mentir. No estaba inventando algo para tapar con éso otra cosa; simplemente olvidaba comentar algo o evitaba decirlo en voz alta. Callarse era una opción. Mentir, no. Pero ahora, mentir era necesario. Mentir la mantendría con vida.
Tampoco había sido nunca una criatura valiente. Apenas tenía dieciocho años cuando todo empezó, y ahora, casi tres años más tarde, seguía sin serlo. O al menos no pensaba de sí misma que lo fuera. Había llorado hasta la extenuación muchas, muchas veces. Había enterrado, o dejado atrás, a toda la gente que una vez conoció. Eso no la había hecho valiente. Sólo había sido afortunada, más que el resto. Afortunada, y solitaria.  
Se secó las lágrimas con un pañuelo de papel de una caja de cartón decorada con rosas. De hecho, los pañuelos olían a rosas. Eso explicaba el dibujo de la caja. Se tocó muy suavemente, sin restregar, con el pañuelo. Le aterrorizaba pensar qué ocurriría si se quitaba el maquillaje en un descuido. Todo debía ser perfecto. Él no querría nada, salvo lo mejor. Una muchacha de piel oscura, pelo afro muy cuidado y ojos color café la había maquillado y peinado. Estaba simplemente preciosa, y lo sabía. Había muchas otras mujeres allí. Todas ellas la miraban con ternura y compasión, por turnos aleatorios. ¿Así debía sentirse en su boda, compadecida? ¿Triste? ¿Derrotada? ¿Qué novia debía sentirse así a minutos de su boda, por el amor de Dios? Ellas, todas ellas, no sabía cuántas eran, estaban también preciosas. Los cabellos bien peinados, algunas con recogidos, otras lo llevaban suelto; idénticos vestidos negros, elegantes. Su hermana, si viviera y estuviera allí, los habría llamado LBD. Little Black Dress. Trajes cortos, negros y refinados. Perfectos para cualquier esposa florero que se preciara de serlo. Ninguna sonreía, pero podía notar cómo, en silencio, la apoyaban. Una chica le apretó un hombro suave, dejando sentir su presencia; otra le trajo algo de comer. Una tercera le pintó primorosamente las uñas en un precioso tono rosa bebé. Iba a casarse, no de cóctel. Cualquier otro color desentonaría demasiado. Y él odiaría que pareciera una puta barata en su boda, eso seguro.
Un hombre, vestido con camisa de rayas y vaquero oscuro, apareció en la puerta de la habitación. Era la hora. Una chica rubia, con un elegante moño que estiraba su cabello hacia atrás y le daba un aire sofisticado, le bajó el velo sobre la cara, y ella siguió a su guía masculino a través de una cantidad ingente de pasillos, seguida por todas las demás mujeres. Su mente, sin embargo, estaba muy lejos de pronto, y, en cierta forma, deseaba que allí permaneciera. Sus nuevos tacones, altos y delicados, sonaban a cada paso que daba. No había vuelta atrás. Ya no.
Si hubiera sido más valiente, pensaba bajo el velo. Si hubiera sido más valiente, no lo haría. No. Pero ahí, en el silencio de los pasillos, con su guía por delante y solo con sus tacones sonando, podía sincerarse consigo misma. Podía decir en su interior lo que en alta voz no se atrevía. ¿Porqué lo hacía? No le quería. Nadie podía quererle, era imposible. Eso lo había tenido claro desde siempre. Él provocaba más bien terror que devoción; inspiraba miedo, no amor ¿Le temía ella? Oh, no. La aterrorizaba. Sólo eso. Temblaba cada vez que él aparecía. Nada más. Tanto le temía, que cuando él se acercó y manifestó a plena voz su intención de casarse con ella se quedó tan tremendamente en shock que ni protestó. Podría haberlo hecho, pero no lo hizo. Era cobarde. Estaba cansada, hambrienta, dolorida. Necesitaba cosas que sólo él podría darle. Negarse era posible, pero no lo hizo. Esa era la vía fácil, pero no era fácil realmente. No hubiera habido represalias, no hubiera pasado nada si se negaba. Su vida seguiría siendo la de ésos últimos días: levantarse, trabajar, comer, dormir. Pero con él siendo su marido, todo sería más fácil, lo sabía. Casarse era la solución cómoda, que no fácil. Tragar ése bocado le costaría mucho. No era un hombre desagradable físicamente... Pero una sonrisa suya era más terrorífica que todo lo que había vivido ésos tres años juntos. No estaba segura de si éso realmente sería una solución o si sería aún peor a lo que ya conocía. Pero al menos su existencia sería más cómoda. 
Lloraba por pena por sí misma. Por su cobardía. Por su capacidad para aprovecharse de su propia dignidad y su propio cuerpo, vendiéndose por comodidades sin rechistar. Por la pura rabia que sentía al confesarse todo éso a sí misma, pero no hacer algo por remediarlo. Aún estaba a tiempo. Podía negarse y todo terminaría allí. Él no pegaría a una mujer, lo sabía. Era parte de sus retorcidas reglas. Pero igual que él tenía sus reglas, ella tenía tendencia a dejarse llevar por la situación, incapaz de presentar resistencia. Era parte de su naturaleza. ¿Cómo iba a hacer, cobarde pero incapaz de mentir, para vivir con él? Él siempre estaba ocupado, pero en algún momento encontraría tiempo para verla. ¿Qué haría entonces? ¿Qué haría ésa noche, sin ir más lejos, cuando él reclamara su cuerpo? ¿Valían esas comodidades, la cama, la ropa, las medicinas, la comida, valían ésas cosas su cuerpo y su amor propio? ¿Lo valía su alma? Un paso más hacia el altar, un paso menos de amor propio. La respiración agitada. Las lágrimas, acalladas por sí mismas. Podía intuirle desde debajo del velo. Se le secó la boca. Cuando él le levantó el velo y expuso su rostro, con el maquillaje intacto pero los ojos brillantes, ella tuvo que aguantar la respiración hasta más no poder para intentar controlarse y no huir. 
- Nena, estás arrebatadora. Esa mierda de maquillaje no te hace justicia, pero qué coño, eres preciosa hasta con él puesto. -dijo él. A su lado, un joven sostenía un bate de béisbol rodeado de alambre de espino. Tuvo que mirar a otro lado para no temblar como una hoja. Esa cosa le daba tanto pánico como él mismo. Él se dirigió al oficiante. No tenía claro si era realmente un sacerdote, pensó, pero éso poco importaba. La iba a unir a él, y éso era todo lo que necesitaba saber.- Vamos, no tenemos todo el día. Pasemos de lo aburrido, y vamos a lo importante. ¡Que no todos los días se casa uno por novena vez! -rió ante su propia broma, abriendo ésa sonrisa horripilante suya.
Ella se forzó a sonreír, como si quisiera aparentar que lo había encontrado sumamente gracioso. Esa fue su primera mentira, la primera también de su matrimonio. Las demás mujeres estaban allí, impertérritas. Las ocho primeras. Todas habían pasado por éso mismo que ella vivía ahora. Todas por algún motivo. 
Se preguntó, mientra él le ponía el anillo, cuántas lo habrían hecho igual que lo hacía ella. Por comodidad y por cobardía. Y se preguntó cuántas de ellas seguían allí exactamente por ésas razones. Pero en cuanto la ceremonia acabó, dejó de preguntarse nada. Acababa de encontrar un nuevo nivel del infierno. No era momento de preguntas absurdas.
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cainettes-ideas · 9 years ago
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La historia de Izem - Parte 3
Esas horas no fueron tales. Izem apenas pasó un minuto mirando el cadáver de su madre, su garganta abierta de lado a lado, sus ojos vidriosos. Un temblor se apoderó de él. Empezó como un pequeño pulso en su estómago, como si el corazón le latiera allí abajo. Conocía la sensación, era lo que sentía cuando se le dormía un brazo y empezaba a correrle la sangre otra vez por él. Pero era diferente, aunque él no lo supiera; además, estaba demasiado inmerso en su dolor para que ésos latidos dentro de él llamaran su atención. 
El pulso, sin embargo, empezó a crecer, a expandirse. Pronto todo él temblaba, desde los hombros hasta la columna, desde las rodillas hasta el rostro amoratado. Cuando el temblor llegó a su cúlmen, gritó, haciéndose daño en la garganta. Debían haberle oído hasta los mismos dioses. Tenía dieciséis años, le habían quitado a su padre y ahora a su madre, y le habían dejado en el desierto con la esperanza de que bien estuviera muerto, bien muriera en pocas horas, o lo devoraran las fieras. Ese pensamiento llenó sus pulmones de aire de nuevo, haciéndole gritar una vez más, y otra, y otra... El odio le consumía, la ira cegaba sus ojos. El dolor en su pecho era opresivo, era como si se rompiese algo en su interior. Deseó romper algo, cogió lo primero que alcanzó con la mano y lo tiró con furia contra las rocas. Pero al desintegrarse por el golpe, la piedra no cayó fragmentada. Empezó a volar, como llevada por un tornado. Izem miró alrededor, asustado. Estaba en medio de una tormenta de arena, salida de sabían los dioses dónde. Aterrado, se agarró al cadáver de su madre, pero éso sólo hizo que se enfureciera más y que su dolor se agrandase, al sentirla helada e inerte. Gritó de ira y de pánico a la vez, sintiendo como la arena se colaba en su boca. Escupió. La arena le arañaba la piel, moviéndose furiosa y vengativa contra su cuerpo flacucho. Algunas piedras pequeñas levantaban también el vuelo; esquivó una de milagro. De dónde venía esa tormenta, por todos los dioses? Desesperado, vio como la arena empezaba a cubrir el cuerpo de su madre, y con él sus piernas; incorporarse era una locura, porque las piedras seguían volando, y la arena picándole. - Para... p-para... -casi lo murmuró, hasta que en un arranque, gritó con toda la voz que le quedaba.- PARA! Y de pronto, a una vez, el viento paró, y las piedras cayeron todas de golpe al suelo. Izem pasó un rato sacando sus piernas de la arena, cubiertas hasta la cadera al estar arrodillado junto a su madre muerta. Ese rato comprendió que la tormenta de arena se había estado nutriendo de sus sentimientos, de su ira incontrolada y su dolor. No sabía de dónde venía ése nuevo poder, pero si para tenerlo había tenido que perder a su madre, desde luego no lo quería. Mover las arenas, crear o parar el viento, eran cosas hermosas a su manera. Pero nada había comparable al hecho de tener a su madre con él. Esa noche no durmió. La pasó velando el cadáver semi enterrado de quien le diera la vida, y por la mañana la cubrió de arena y piedras con las manos. No se atrevía a convocar al viento, como él en su mente llamaba a ése nuevo poder que le había nacido. No sabía si podría manejarlo; ni tampoco quería saber nada de él en ése momento. Necesitaba limpiarse de tanta experiencia antes de poder asimilar una nueva.
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cainettes-ideas · 9 years ago
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La historia de Izem - Parte 2
Los años pasaban rápido cuando era feliz. Izem no recordaba cuándo había sido la última vez que había tenido tanto, ni que había sido tan tremendamente feliz. Su madre, que ya no era tan joven ni tan fuerte como antes, parecía haber mejorado mucho desde que él descubriera su capacidad para con los metales y lo tecnológico y empezara a vender sus trabajos y adquisiciones nuevas, tanto de salud como de ánimo. 
El dinero no les sobraba, pero tampoco les faltaba de comer; incluso habían podido comprar una pequeña casita en las afueras de uno de los barrios más populares, compuesta de dos habitaciones. En una comían y dormían, y en la otra Izem atendía a los cada vez más numerosos clientes de su pequeña industria. Éste necesitaba un adorno para regalar a su hija, que se casaba; aquél quería que arreglara algunas piezas de metal para arreglar con ellas su cocina, algo destartalada ya. Algunos sólo necesitaban piezas de recambio, que él encontraba en sus paseos por el vertedero; otros quería cosas más refinadas, y le permitían expresarse creativamente. Cada encargo ampliaba la fama del muchacho, que con casi dieciséis había labrado para sí mismo una fama de hacedoso, hábil y buen artesano como pocos en la zona. Por vez primera, el joven Izem creyó que la vida podía irle bien. Hasta aquella noche, así lo creyó. Dormían juntos en la habitación, cada cual en su lecho, pero ésa noche Izem aún estaba despierto. Había recibido el encargo de pulir y dar brillo a unas piezas para un vehículo de un hombre adinerado; le pagarían bien por un trabajo relativamente sencillo, pero le había tomado mucho tiempo el realizarlo. Era muy meticuloso, muy detallista. Siempre le parecía que podía dejarlo mejor, más limpio y más brillante. Cuando quiso darse cuenta, era de madrugada y aún estaba trabajando. Bostezando, apagó la luz de su taller soplando la vela; no tenían luz eléctrica, no podían contratarla porque Izem no tenía una nómina en un banco, ni su madre tampoco. Se arrastró casi a su camastro, miró por última vez a su madre, que dormía de lado con el rostro hacia él, y cayó en un profundo sueño. Al par de horas se despertó, pero no abrió los ojos. Estaba en ése estado de duermevela agradable y plácido, el que podía tener normalmente para cambiar de postura y seguir durmiendo. Hacía calor. Todo estaba tranquilo en la noche. No se oían ni los grillos. Eso, que los grillos no rasgaran la noche con su cricri, fue lo que le advirtió que algo malo pasaba. Abrió los ojos, al principio sin ver nada. Todo estaba oscuro. Otro mal signo; por su ventana siempre entraba la luz fría de un farol que estaba en la pared. Si no entraba, sería que algo lo tapaba. No alcanzó a ver qué era lo que bloqueaba la luz; un chillido de mujer rompió los últimos hilos de su sueño, quiso levantarse y gritar a su vez, pero alguien le golpeó fuerte en la cara y le hizo mover hacia atrás su cabecita morena contra la pared, tan fuerte que perdió el sentido. Para cuando abrió los ojos el Sol estaba muy alto en el horizonte. Podía sentirlo más que verlo, porque extrañamente el día estaba nublado. Sentía un violento dolor en la cara, entre el ojo y la mandíbula en el lado izquierdo; al abrir los ojos, comprobó que el izquierdo no podía abrirlo bien. Estaba demasiado hinchado. Miró alrededor. El desierto. Arena, arena y más arena; rocas y más rocas. No había mucho más. En la lejanía, casi como un espejismo, la ciudad donde se había refugiado años antes con su madre. Qué había pasado? Dónde estaba ella? La llamó a gritos, aunque con la garganta seca era difícil gritar. De pronto, cerca de una formación de rocas, vio algo negro. La ropa que su madre solía llevar. Reconocería ése pañuelo largo y negro, bordado de oro, en cualquier sitio. Fue el primer regalo que le hizo a su madre, y ella lo lucía con orgullo día y noche. Corrió hacia ella, tropezando por el camino, golpeándose los pies desnudos con las rocas. Cayó de rodillas junto a ella, sollozando sin darse cuenta. Madre, mírame, madre, madre, soy Izem... sus ruegos no sirvieron de nada. Tocó su hombro, girándola hacia él, y sus ojos opacos no le devolvieron la mirada. Tenía la garganta abierta, y sangre reseca en el pecho y el cuello. Izem pasó lo que para él fueron horas sin moverse, sin hablar, sólo mirándola, sin asimilar que acababa de quedarse sólo en el mundo.
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cainettes-ideas · 9 years ago
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La historia de Izem - Parte 1
El sol de justicia destrozaba su piel, cuarteaba sus labios, le secaba la boca. Pero tenía que resistir, tenía que seguir buscando o no comerían ese día. Estaba muy delgado, y tanto moverse bajo esa luz ardiente le había tostado cual si fuera un carbón en una chimenea; parecía una momia de sí mismo. Era como el cadáver de un adolescente. Alto, espigado, la piel se le pegaba al hueso donde éstos asomaban, como en sus rodillas y codos; de las costillas y clavículas, ni hablemos. No habían sido buenos tiempos desde que su padre faltó, no para su madre y para él. 
Tosió, el polvo del vertedero se le metía en los pulmones. Tenía la cara, las manos y pies llenos de churretes y tiznes, como si le hubieran sacado de la mina. Se pasó el dorso sucio de la mano por la frente para limpiarse el sudor y tomó aire otra vez. Pasó entre unos escombros, trozos de casas derruidas que habían llevado al vertedero; allí no había nada para él. Continuó avanzando hacia otro montón enorme; su madre tenía miedo siempre de que buscara entre las grandes montañas de suciedad, pero era la manera más sencilla de encontrar cosas que vender o que comer. Los ricos no sabían cuánto de lo que tiraban era aprovechable. Ropas desgarradas, que con una costura o un arreglo volvían a ser útiles; calderos agujereados, que sólo necesitaban que les soldaran un trozo de chapa para volver a calentar caldos y potajes… Incluso cosas perfectas, sin daño alguno, completamente útiles, las gentes las tiraban a la basura sin miramiento, sólo porque estaban “pasadas de moda”. No entendía porqué las cosas dejaban de ser bonitas con el tiempo. Cuando él veía los ojos de su madre le seguían pareciendo tan preciosos como cuando los miraba de niño, entre las caravanas del desierto. Sin saber ya a dónde dirigir sus pies, el pequeño Izem se encontró en una zona llena de cables, trozos de metal y amasijos de hierros. Allí debía ser donde llevaban los restos de los talleres de chapas de la ciudad, pensó. Se sentó en el suelo, a la sombra de una de ésas montañas de hierros. Necesitaba descansar. Llevaba horas en las callejuelas, cansado, hambriento y desanimado. No podía volver a casa con las manos vacías, si es que a la vieja cloaca en desuso donde se escondían podía llamarla casa. Su madre habría estado buscando también por su cuenta, pero él tenía un talento especial para hacerse con algo de comida o de dinero, revendiendo lo que ya nadie quería. Pero hoy no había encontrado nada, y éso le frustraba, le dolía tanto que sentía ganas de llorar, y éso hizo. Sólo tenía catorce años, y todo el peso del mundo sobre su espalda flaca. Agarró algo con la mano, a ciegas entre sus lágrimas, y lo apretó fuerte en su puño, sin saber qué era. Pero entonces los dioses se confabularon a su favor por vez primera en su vida. Sintió calor en su mano, pero pensó que era el sol lo que llegaba ella; no entendió que ése calor partía de su interior, no hasta que alzó los ojos y vio que su mano seguía en sombras. Abrió la mano asustado, sin entender qué ocurría. De su mano cayó el trozo de metal sucio que había cogido, un viejo tornillo grueso. Lo cogió y lo miró varias veces, haciendo lo mismo con su mano. Cuando quiso darse cuenta, había recogido varios de ésos tornillos, chapas, cables… No sabía qué hacía al principio, pero pronto se dio cuenta que tampoco necesitaba saberlo. Era como respirar, le salía solo, con naturalidad. Apenas una hora después tenía en sus manos una figurita de dos palmos de alto, hermosa aunque tosca. Parecía una cabeza de león, por la forma que con sus manos había dado al metal, superponiendo capas picudas unas sobre otras figurando la melena, un majestuoso metal pulido para el rostro y el felino morro… Estaba algo sucio, pero nada que un poco de pulimento no arreglara. Era perfecto. Era mágico. Mirarle le hacía sonreir con sinceridad, y pensar en cuánto podría ganar para su madre le hacía gritar de alegría. Esa noche, tras vender su obra de arte en el mercadillo local, Izem durmió con el estómago lleno y una nueva e incomparable sensación, algo que nunca había sentido pero que le hacía más feliz de lo que nunca había creído poder ser. La sensación de ser poderoso. Había descubierto que era especial, que tenía un don con los metales, y no iba a desaprovecharlo.
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cainettes-ideas · 10 years ago
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cainettes-ideas · 10 years ago
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cainettes-ideas · 10 years ago
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cainettes-ideas · 10 years ago
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cainettes-ideas · 10 years ago
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And Elrond Half-Elven looked into the eyes of his daughter Arwen and said, ‘NO WAY, you CANNOT marry that human. Humans are gross.’ And to that Arwen replied, ‘But father, did not your brother Elros choose to live as a human and founded Númenor, the great nation of men from which Aragorn is descended?’ Elrond then said, ‘Shut up.’
J.R.R. Tolkien, somewhere in The Lord of the Rings, probably.  (via whatiftolkienwrotethemovies)
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