Text
El Diario de Gabriel Urdimenea
28 de Marzo, 2021
Supongo que Analía había sido lo más cercano a una “amiga" que llegué a tener. Aunque la relación era más bien unidireccional, sí la sentía como una persona lo bastante aceptable como para que no solo su presencia me resultara tolerable sino incluso agradable.
En un mar de personas que resonaban cansancio, tristeza y egoísmo, ella resultó un soplo de aire fresco. Si bien le gustaba estar entre la gente, tenía la bonita costumbre de darse su propio tiempo para apartarse del mundo y en ello coincidir casi siempre conmigo.
Analía Caseros era una chica distinta, no tenía filtros y su cara resultaba un espejo de cualquier emoción que cruzara por su mente. Y si bien me reía de cada ser humano con el que me cruzaba, creo ser capaz de admitir que ella era la única que podía causar una risa sincera y real, hasta diría inocente, en mí.
Se podría decir que en un mundo donde todos parecieran vivir en pose para mitigar el hecho de que padecen una vida triste y melancólica, y teniendo en cuenta que yo también vivía bajo la fachada de una falsa personalidad, esta pequeña persona era la primera que no formaba parte del decorado de mi obra sino que había obtenido un papel, aunque secundario, le había permitido formar parte de este pequeño mundillo que alimentaba la ilusión. Y me agradaba saber que entorno a ella las cosas simplemente fluían con sencillez.
Por suerte yo no tenía que hablar y ella no me hacía preguntas. Al principio creí que su manía por no cerrar la boca era un indicio de un ego muy pesado, tan así lo creía que nuestros primeros encuentros se vieron compartidos por las sombras de la exasperación. Pero más tarde descubrí que su monólogo sin fin era, en realidad, una forma de evitar que la otra persona sintiera la obligación de hablar, de interactuar. Era su forma encubierta de decirte “oye, tranquilo, si tú no quieres hablar yo relleno el silencio por los dos". Y esa fue la segunda cosa que más me agradó de ella. La primera era, obviamente, su fascinación por vernos, a los trastornados mentales, como seres de otro mundo… punto extra por haber alimentado mi ego.
Si me tuviera que poner a pensar de verdad en mi relación con ella creo que ni siquiera el concepto remoto y lejano del significado de amistad, o de amiga, encajaría con nuestra relación. Consideraría más que éramos como dos personas que en algún punto, y tácitamente, determinaron que la compañía del otro nos hacía bien, y que, en consecuencia, era mejor dejarlo así y no inmiscuirse en la vida ajena. Cosa que por mí estaba perfecto porque, de todas formas, aunque hubiera querido saber más sobre mí, no hubiera podido obtener mucho o al menos nada que fuera cierto; y a mí, sinceramente, por mucho que ella me agradara, y me diera cierta paz y comodidad, no me interesaba nada de lo que una simple vida humana, tan aburrida y triste, como al fin y al cabo lo eran todas, podía ofrecerme. Pero sí debía admitir que por lo menos se había ganado mis respetos… y un poco el protagonismo de mis fantasías.
Sucedió en julio del año pasado. Un día de pleno invierno donde el frio era demasiado insoportable como para quedarnos en nuestro pequeño reservado al aire libre. En su lugar fuimos a la cafetería del instituto, un lugar bastante pequeño para el enorme conglomerado de estudiantes que recibían, y que siempre se encontraba inmerso en un aire caliente y viciado. Sin duda no escalaba dentro de mis lugares favoritos de ese edificio, y no solo por las malas apariencias, sino que las multitudes nunca habían sido una situación que me encantaran. Pero considerando que Analía me daba esa extraña calma, que casi nunca tenia, pensé ¿por qué no arriesgarme? Demás está decir que fue algo así como un error, uno bastante grande.
A penas ingresar, el simple contacto con el aire, me había generado un escalofrío por toda la espalda, siguiendo por mis brazos, llegando hasta mis pies en forma de hormigueo y sabía que nada bueno podía continuar a eso. La siguiente visión de las cuatro escasas mesas, que simulaban ser mesones largos, llena de alumnos rodeados de sus libros, apuntes y mochilas fue el puntapié para dar inicio a la punzada mental que pronto se convertiría en una sensación de quiebre en mi lóbulo frontal. Pero a pesar de eso continué con mi intención de ignorarlo.
Analía había pedido permiso a un grupo de chicos, quienes corrieron sus bolsos y amontonaron las hojas que ocupaban en exceso la mesa, y nos otorgaron un breve espacio para que pudiéramos sentarnos. Ella, enfrente mío, en el asiento contra la pared, y yo del lado del pasillo, más sentado en el aire que en el banco por el asco que me estaba dando encontrarme tan pegado a aquellas personas, y el vaho de dióxido de carbono y peste que exhalaban.
La aparición de las sombras fue exactamente dos minutos y veinticinco segundos después de que había iniciado a rebotar mi rodilla de forma compulsiva. Iba a pasar, era inevitable y lo sabía, pero al igual que siempre intente actuar como si no estuvieran. Sin embargo, tardaron más de lo normal en extenderse más allá de mí, como si incluso a ellas les diera asco tener que rondar por un lugar tan reducido y cargado de mugre humana. Pero hasta ahí no había sido el problema en cuestión.
Analía me estaba hablando de algo a lo que no le estaba prestando atención, debo ser sincero, a la vez que saltaba entre uno de sus libros y su cuadernillo de apuntes hojeando uno y otro, y fue un breve movimiento, casi inexistente, que hizo que el filo de la hoja le cortase la yema del dedo índice donde tardo cinco segundos, exactamente contados, en asomar una pequeña gota de sangre. Ella tardo otros cinco más en darse cuenta, al haber manchado la hoja en su próximo movimiento para cambiar de página. Naturalmente la sangre provocaba en mi lo que en un humano normal no provocaría nunca, así que la crispación de los bellos de mi espalda fue inmediata e incluso pude sentir como las sombras también adoptaban un reborde puntiagudo, al igual que un gato en alerta. Pero fue cuando decidió que chupar la herida era lo más adecuado para acabar con ella, y la leve mancha color carmesí que quedo en su labio, que me sentí desfallecer... había sido una muy mala decisión por su parte.
Al nanosegundo consecuente las sombras se encontraban sobre ella, casi ocultando la totalidad de su cuerpo, envolviéndola, enroscándola... asfixiándola. Casi podía ver como sonreían y los dientes, antes ocultos, asomaban con un brillo que resumía peligro y sed de sangre.
Tan pronto como pude ser consciente del rumbo frenético que estaban teniendo mis pensamientos, y mi cuerpo, me disculpé con Analía bajo una absurda excusa de que el clima de ahí dentro me estaba mareando. En lo que sentí la caminata más lenta y larga de mi vida, anduve todo el cruce desde la cafetería hasta la calle delantera del instituto y directo hacia la esquina, donde mi auto se encontraba aguardando y esperando como la mejor cueva de escape.
Las sombras me siguieron, aunque note su reticencia y negación a abandonar una escena tan fascinante, y quedaron, junto conmigo, encapsuladas dentro de mi coche que ahora parecía una esfera de nubes negras y gruñonas. Y a partir de ahí simplemente no pude controlarme, y me dejé llevar...
En lugar de una mancha me imagine un corte, una gota que se convertía en un hilo de sangre cayendo lento y espeso. En lugar de una cafetería de instituto la imagine tirada, media inconsciente, adolorida, en un callejón obscuro perdido en algún barrio de mala muerte.
Me imaginé una mandíbula rota, que dejaría un moretón rosando el color negro. Una nariz partida en tres, con la sangre fluyendo levemente como el pequeño brazo de un rio. La ceja cortada, el ojo inflamado y negro. La garganta abierta a la mitad, de forma transversal, dejando casi, casi, a la vista piel, musculo y hueso... y un grito ahogado, aunque inexistente, que tenía todas las intenciones de ser un alarido de auxilio.
También veía una cabeza partida, seguramente con una fractura de cráneo expuesta, un charco de sangre que se extendía a paso caracol abriéndose más y más en un color que ya no era rojo sino bordo, incluso negro cuanto más cerca al cuerpo se miraba. Su pelo naturalmente enmarañado y descontrolado pegado en formas irregulares, pareciendo más unos tentáculos que intentaban succionar un cerebro que se quedaba sin oxígeno.
Y más abajo un cuerpo extendido en direcciones desiguales, incluso bizarras, con otras tantas manchas rojas tiñendo la ropa y varias articulaciones que decidieron sentirse más cómodas por fuera de sus posiciones normales... y yo a su lado, con las manos manchadas en sangre, igual que guantes de látex perfectamente bien adheridos, y sosteniendo un cuchillo de filo largo, que supe reconocer como aquel que mi madre siempre usaba para cocinar. Y de repente me encontraba tocando, presionando y degustando ese cuerpo medio muerto delante de mí; sintiendo la textura de la sangre sobre su ropa, su boca y su cabello; apretando un poco demás las heridas para evocar esos intentos de quejidos; cayendo y delirando por la simple idea de que había podido ser la mano causante de tanto dolor, sufrimiento y placer. El artista de semejante obra carmesí...
Luchando dentro de la bruma en la que me había sumergido, llevado a fondo por la fuerza de las sombras, intente recuperar un poco la coherencia. No porque fuera una persona coherente sino porque estaba en un lugar público, y aunque muy lejos de casa la fachada del chico impoluto debía de mantenerse inalterable en todos los aspectos sociales de mi vida.
A regaña dientes intente centrar la mente en cualquier cosa que me sacara del éxtasis. La humanidad, la tristeza, la mugre, la antipatía, las fórmulas matemáticas, los dilemas filosóficos, mi maestra de primaria, Analía siendo esa persona refrescante y para nada muerta en mi imaginación... en mi madre y su amor incondicional. Y poco a poco las sombras comenzaron a retroceder, como la marea que vuelve al mar, se fueron quedando tranquilas a mis espaldas volviendo a su posición de cazador al acecho.
En el pequeño instante en que sentí que tenía un control decente sobre mí mismo arranque el auto y me fui. Esa noche hubiera tenido más de una multa por exceso de velocidad de haber existido algún control entre las calles del conurbano.
Al día siguiente, y como nunca, tuve la necesidad inexplicable de justificarme y excusarme con Analía; como si de verdad me sintiera mal por ella y por haberla dejado sola de forma tan repentina. Obviamente a ella no le importo, ni siquiera le pareció la gran cosa. “No me molesta quedarme sola, capaz hasta incluso me hiciste un favor” me había dicho.
Y así Analía no sólo se había vuelto la primera persona tolerable en mi existencia, sino también la primera en ocupar las fantasías de mis asesinatos humanos. ¿Y lo más bizarro? De igual forma ella seria quien me recomendase a la mejor psicóloga que tendría nunca, pero la historia de cómo la conocí a ELLA, ESA historia, es para otro día.
3 notes
·
View notes
Text
"No Hablemos de Caballeros"
A esta altura de la historia de la humanidad creo que no debería sorprenderme que cada vez que alguien dice “caballeros eran los de antes” sea una expresión que provenga de una persona que, seguramente, encuentre su edad durante la sexta o séptima década de vida. Y ya no me sorprende porque, de hecho, entiendo que a esa altura de la vida ya no se tengan las ganas de romper con ciertos pensamientos estructurantes de cómo se es, se reacciona y se piensa. Aunque, si me preguntan, considero que mover los cimientos de nuestra personalidad es de las cosas que ponen un poco interesante la existencia y le mete cierto condimento a la vida. Pero, de todas formas, más allá de decir que quienes piensan de esta forma tiene determinada edad, o vienen de determinada época, o fueron criados de determinada forma la resouesta a la pregunta “¿qué es ser caballero?” es bastante ambigua.
Si ponemos al “caballero" tipo de principios del mil ochocientos, de mediados de mil novecientos, y del pleno dos mil veintiuno creo que todos esos hombres estarían un poco avergonzados de lo que se convirtieron.
Partamos de que en el mil ochocientos todavía se hablaba del caballero como aquel que tenía esta flamante armadura, que rescataba a la princesa prisionera en su bello castillo, y que aún consideraba la guerra y la lucha como una parte importante y primordial de su función. Pero si luego vemos un hombre de mil novecientos cincuenta, sin duda estaremos viendo a ese típico hombre de traje, con sombrero o boina, refinado, respetuoso, de lenguaje impecable. Hasta que nos topamos con el prototipo de hombre del pleno siglo XXI, donde el concepto de “caballero” es algo que realmente no se considera, y los pocos que lo emplean hacen referencia al que te abre la puerta para entrar, el que te acerca la silla para sentarte, el que no habla mal de ti, de alguna forma conceptualizando una descripción involucionada en el tiempo.
Pero yo quiero pensar, o realmente me gustaría que todos pensaran, que el caballero de este siglo debería ser simplemente aquel que te respeta no porque sos mujer sino porque sos persona, igual que él. Porque tenés derechos, valores, y deseos. Porque sos una persona consciente, sintiente, con voz y voto, y que al igual que el compa de trabajo, el hermano, y el amigo mereces respeto. Porque vivimos en una sociedad donde entre todos nos respetamos para poder vivir un poquito mejor.
Creo que si hablamos de la caballerosidad en 2021 como aquel que no le muestra a los amigos las fotos semidesnudas de su novia, o no la humilla en una noche de copas, o no la engaña en una noche de boliche, etcétera, etcétera, etcétera; no considero que, como sociedad, estemos colocando las razones correctas que justifiquen decir “¡Oh mira, es un caballero!”.
El caballero del 2021 debería de ser el hombre que simplemente respeta a una mujer porque es persona y porque se lo merece, punto.
No porque es bonita, sensible, frágil. No porque es madre, o porque sin ellas no existiría raza humana. No porque podría ser su hermana, su hija, su prima, o la vecina del vecino de su amigo que vive a treinta y ocho cuadras de distancia.
Principalmente creo que el concepto de caballerosidad debería dejar de emplearse estando en los años que estamos, pero en caso de que se lo use que sea como una idea general que hace referencia a una persona que trata bien a otra, sin hablar de "ellos", porque nosotras también hemos tenido sus actitudes impolutas y nadie nos dijo que éramos muy "caballerosas".
De todas formas, considero que la conclusión más idónea para todo este palabrerío, en algún punto sin sentido porque por más de que piense u opine la realidad social, y la mente de las demás personas, no va a cambiar, creo que deberíamos de apuntar a que simplemente se borrase la idea de “hombres caballeros" y empecemos a hablar de personas que merecen respeto, porque nosotras nos ganamos ese respeto.
No necesitamos su caballerosidad, necesitamos su comprensión de la igualdad y de que somos una consciencia independiente a sus deseos y necesidades, y que no tenemos por qué estar sometidas a sus escasos y selectivos momentos de trivial atención… porque NO lo necesitamos, sabemos muy bien darnos atención a nosotras mismas y, me atrevo a decir, mejor de lo que ellos podrían.
0 notes
Text
El Diario de Gabriel Urdimenea
24 de Marzo, 2021
Tenia quince años cuando me di cuenta que a pesar del control que había logrado sobre ciertos impulsos primitivos, había otras… “cuestiones" que eran más difíciles de controlar. Ciertos deseos que eran tan fuertes e independientes que los sentía ocupar espacio, tener peso y adquirir forma en mi interior, e incluso ver como se extendían más allá de mi propio cuerpo en una enorme sombra fría y afilada que era muy difícil de ignorar, y de simular que no estaba ahí presente.
Entre los quince y dieciocho años tuve que aprender a lidiar con las apariciones repentinas y espontáneas de estas sombras, que solían hacerse visibles en dos situaciones: una, cuando una persona me irritaba demasiado; y dos, cuando estaba mucho tiempo fingiendo alguien que no era. En cualquiera de los dos casos las apariciones iniciaban con un cansancio mental que se transformaba en una punzada en la frente, seguido de un sentimiento de ruptura y la paulatina sensación de frío que se iba extendiendo por mi cuerpo, como si lo abandonase, para luego ver por la periferia estas figuras oscuras. En un inicio solo se quedaban a mis espaldas, como custodios, o como cazadores acechando a su presa; pero a medida que pasaba el tiempo empezaron a moverse, y no mucho después se situaban por detrás de las personas que me estaban exasperando. Y cuando la situación se ponía peor, cuando yo ya sentía llegar a mi límite de tolerancia, y eran las fantasías e ilusiones las que comenzaban a dominar mi mente escasamente racional, podía ver como estas sobras estiraban sus brazos y colocaban sus garras alargadas y puntiagudas encima de los pupitres golpeteándolos, y rasguñando los pizarrones generando un ruido que era todo menos fácil de ignorar.
A los dieciocho, habiendo acabo la secundaria y dando inicio a mi periodo universitario, con el nuevo flujo de gente por conocer, descubrí a mucho individuos que hablaban de este tipo de profesional al que le contaban sus problemas y los ayudaba para “mejorar". Más tarde descubrí que hablan de los psicólogos, y me intrigó aquella profesión que se dedicaba a escuchar los traumas de la gente de manera imperturbable. Debo admitir que me picó la curiosidad y el interés. Era una figura que nunca había escuchado durante mi asistencia al instituto, con mis padres, o del decorativo grupo de amigos. Pero en ese entonces todavía no me sentía cómodo, o convencido, de ir con un extraño para contarle mis “problemas" y me “ayudara" para manejar a las sombras.
No fue hasta los veintiuno que tomé el coraje para iniciar la búsqueda de un psicólogo lo suficientemente bueno como para que no me diera ganas de reventarle el cráneo contra la pared o redecorarle el despacho con restos de animales. Obviamente era consciente de lo contradictorio de que alguien como yo terminara pidiendo ayuda a gente que se supone arreglaba a personas tan rotas e iguales a mí, pero ya en ese punto había armado un plan para lograr que aquello funcionara. Al fin y al cabo yo no quería ser arreglado, no quería una terapia o un tratamiento, yo quería un consejero. Alguien con el conocimiento, la capacidad, la paciencia y la tolerancia suficiente para que, sin revelar la total verdad de mi mente, me diera las respuestas para mejorar los aspectos de mi vida que me perturbaban lo justo como para sentirme incómodo conmigo mismo. Los psicólogos serian para mí lo que Google representa para el resto de personas tristes, y acudiría a él sólo cuando lo necesitara.
Y fue a partir de ahí, hasta la actualidad, que he estado saltando de profesional en profesional, no estando más de tres o cuatro veces con cada uno, o una sola sesión si el terapeuta demostraba su inoperancia desde el primer momento. La mayoría me decía cosas que podría encontrar por internet, otros eran tan positivos e ilusorios que me sacaban de quicio, otros sólo se preocupaban en establecer un diagnóstico y mandarme a tratamiento. En definitiva, con ninguno llegue siquiera a tocar la superficie de lo que yo deseaba mostrar. Aunque sí debo admitir que me había generado cierta paz mental el contar con alguien para desahogarme, a pesar de no poder contar toda la verdad, ni una parte en realidad. De todas formas tengo que admitir que al inicio el tener que presentarme frente a alguien que se había preparado y capacitado para reconocer y descubrir a gente como yo me había generado cierta… ansiedad, temor incluso. Lo más lejos que había llegado en mentirle a un profesional de la salud eran los típicos médicos de controles rutinarios, o los que me habían atendido en emergencias, durante mi infancia, cuando mis heridas por “caídas" eran más graves de lo normal ¿pero un profesional de la salud mental? Nunca. ¿Cómo hablaba lo suficiente sin mostrar demasiado? ¿Cómo controlaba lo que decía sin hacer tan evidente que ocultaba más de lo que dejaba ver? ¿Cómo disimulaba los evidentes tics que tenía cuando una determinada situación empezaba a molestarme? Antes incluso de ir me sentía demasiado expuesto y juzgado, pero mi necesidad por mantener a las sombras bajo raya era tan grande que había decidido correr el riesgo, a pesar de las consecuencias.
No tarde mucho en descubrir que no me costaba abrir y cerrar la puerta de mi mente. Y también descubrí que el ser consciente de todo lo que pasa ahí dentro y haberlo asumido facilitaba mucho la experiencia de contar lo justo y necesario, de engañarlos y que se creyeran todo cuento que les dibujase. Porque resulta que cuando ya estas parado en la vereda de enfrente, cuando ya no sos ese tipo de persona que lucha por encajar en el prototipo estándar de ciudadano funcional; cuando no estás peleando con las voces, los impulsos y los deseos; cuando de hecho aceptas esas partes dañadas y teñidas de negros, y solamente asumís que eso es lo que te hace quien sos, es mucho más fácil ver qué es lo que tanto la gente pretende. Cuando asumís que no estás bien, que sos diferente, y que no sos bueno, se vuelve sencillo ver cuáles son los comportamientos que los demás esperan de vos. Aprendes qué les da temor a las personas, qué ideas se cuentan, qué formas de actuar son normales. Cuando ya estas parado, observando, en la vereda de en frente hacerle creer a los otros que encajas en su mundo de salud mental es tan fácil como respirar. Y así de fácil fue hacerle creer a los profesionales que no estaba tan dañado como en realidad sí lo estaba, y que sólo me encontraba allí sentado en busca de su ayuda porque la ansiedad de la incertidumbre del futuro me superaba tanto que no la podía manejar. Y se lo tragaron.
Pero como dije anteriormente, ninguno me duró lo suficiente o lo necesario. Así que en los últimos tres años sólo he ido de terapeuta en terapeuta, con el deseo de que alguno no sea un completo imbécil.
Igual, no todo en esto es fracaso. Si tengo que sacar el aspecto bueno y positivo, de la experiencia que estos últimos tres años me han dado, es que a pesar de que tu psicólogo de turno sea un completo inútil, que incluso parezca que el título lo tiene porque lo pagó y no porque tenga las luces suficiente como para habérselo ganado, siempre es bueno hacer terapia. El simple hecho de saber que se tiene a alguien para contarle esos pensamientos que germinan y terminan contaminando la psiquis te otorga una calma anestésica, aunque después esos pensamientos sigan ahí por lo menos sabes que no sos el único al que lo van a estar atormentando, por lo menos son dos. Así que si tengo que sacar una conclusión o un aprendizaje, es el hecho de que de ahora en adelante recomendaré a toda persona, que me importe lo suficiente claro, que vaya a terapia ¿qué es contradictorio que alguien que no quiere sanar psicológicamente lo diga? Claro que sí ¿pero qué alguien que está tan mal psicológicamente sea capaz de reconocer que la psicología hace un bien real a la salud mental? Hombre, yo que vos me haría caso.
0 notes
Text
El Diario de Gabriel Urdimenea
21 de Marzo, 2021
Es curioso intentar vivir tu vida reprimiendo impulsos que en algún momento la sociedad determinó que estaban mal tener, pensar o manifestar. Si bien he estudiado bastante filosofía y leído respecto a las teorías de cómo la sociedad llegó a poder formar ese concepto, nunca acabo por comprender por qué creyeron que enjaulado a los leones iría a tranquilizarlos, cuando no hay nada mejor para alterar a una bestia que el quitarle su libertad.
No tarde mucho para darme cuenta que la cabeza me funcionaba al revés de lo que se supone esperaban los demás. Los gustos raros no tardaron en llamar la atención de mis padres, preocuparlos y originar el consecuente sentimiento de culpa por una mala educación. Así tampoco tarde mucho en entender que había ciertas cosas que no tenía que compartir, y así lentamente ir construyendo una personalidad de marketing solo para contentarlos a ellos. Y no quiero que suene de mal gusto, no tengo nada en contra de mis padres y realmente me gustaría ser el chico que ellos soñaron, pero simplemente vine mal de fábrica y todo lo que siempre pude ofrecerles era una escenario montado, una obra de teatro perfectamente decorada y actuada para llenar sus corazones de orgullo y felicidad.
Me gustaba la gente sufrida, melancólica y triste pero no mis padres… no mi familia.
La escuela fue otro lugar donde perfeccionar esa personalidad esperable de un niño. Y a pesar de que tenía que estar fingiendo con tanta gente inútil y exasperante alguien que no era, mientras en realidad solo quería enroscar los cordones de mis zapatillas en sus gargantas, debo de admitir que la cantidad de información que me brindaban era lo suficientemente buena como para que la tolerancia fuera… tolerable.
Obviamente no fue hasta la secundaria que logré el control de ciertos impulsos agresivos como para conseguir mantenerme al margen de los problemas y de la preocupación de mis padres. Y a medida que crecía y desarrollaba este personaje del chico bueno y estudioso no me costó mucho el lograr los permisos necesarios para irme de casa a perderme entre callejones, calles oscuras y barrios de mala muerte y darme un descanso de ese alguien que no era.
La verdad, y no sé por qué, es que siempre me gusto todo lo que tenía que ver con la malo y lo traumático. La barrera de represión de mi inconsciente sin duda tenía un fallo porque podía acceder a cada recuerdo traumático de mi vida y ser consciente de cada deseo irracional y primitivo. Freud estaría emocionado por tenerme de paciente.
Cuchillos, golpes, auto lesiones, sadismo, agujas, perforaciones y todo lo que involucrara apretar, estrujar, dejar sin aire y hacer surgir sangre, sólo por mencionar algunas de las cosas sobre las que me había hecho aficionado desde una muy preocupante y temprana edad. Golpearme de chiquito y quedarme escarbando las heridas o raspones para que empeorarán y sangraran, para sentir dolor. Encontrar animales lastimados o soltando alaridos y simplemente quedarme mirando, esperando su muerte, o, como dice el dicho, metiendo el dedo en la llaga para hacer las cosas un poco peor. Matar mi primer animal a los cuatro años, siendo muy consciente de que estaba mal pero de que me provocaba una excitación sexual muy poco normal en un niño sano. Y a partir de ahí sólo escalando o “desescalando”, si ese concepto es bien utilizado. El crecer solo me hizo descubrir que tan profundo y hondo podía llegar, hasta donde el dolor era tolerable y en donde se convertía en lujuria, cómo y dónde cortar para no matarme, no dejar heridas muy obvias y a la vez generar el recorrido de la libido que necesitaba. Qué animales mataba por odio, cuales por aburrimiento, diversión o lujuria. Cuándo buscaba pelea para pasar el rato, cuándo porque quería sentir el dolor y la piel magullada, y cuándo para disfrutar de partirle cada hueso de la cara a alguien por simple placer y gusto… y así con todo.
Las relaciones reales sin duda eran imposibles, ya sean amistosas o afectivas ninguna podía ser a largo plazo. Obviamente todos se sentían atraídos por mi personalidad magnética y carismática, pero nadie se quedaba lo suficiente. O mejor dicho yo no lo permitía, no al menos los que fueran cercanos. Vecinos, compañeros, colegas, amigos de copas, todos aquellos que vivieran en la misma ciudad o ciudades vecinas estaban determinantemente prohibidos a tener un contacto cercano del primer tipo. No necesitaba que nadie conocido del conocido de un conocido contara historias que llegaran a los oídos incorrectos y me arruinara lo que tanto me costó construir. Todos con los que tenía un contacto real primero, siempre los conocía por internet; segundo, tenían que vivir en una zona que al menos requiriera dos horas de viaje mínimo; y tercero, debería de estar tan de acuerdo como yo con la idea del anonimato de una sola noche. Así mantenía mis diversiones de fin de semana, cuando no me enganchaban para una monótona y predecible fiesta adolescente… pero no tengo mucho de qué quejarme, como dije antes todo este soso ámbito de bolsas orgánicas me brindaban cosas tan interesantes que volvían a la tolerancia lo suficiente tolerable como para que no le arrancase a todos los ojos con mis propios dedos.
Demás está decir que nunca maté a ninguna persona. Si he hecho que se desmaye, queden inconscientes, sangren un poco y piensen que están apunto de morir… pero nunca los maté. No aún, por lo menos. Ninguno me ha interesado lo suficiente como para considerar querer ser el dueño de su último aliento, de su miedo, su sudor frío, sus ojos desenfocados, y su voz tartamuda paralizada en el único sonido del grito por saber que su fin estaba a la distancia del latido de un corazón, de su corazón. La verdad que la gente de aquí era bastante aburrida, por no decir triste hasta el cansancio, además de que a la mayoría los conocía de toda la vida, y de todas formas era una ciudad chica y no necesitaba de rumores que hicieran perder la credibilidad de mi tan intachable persona.
Igual espero esa primera vez, ese momento en que la sensación se vuelva primero miedo por la sorpresa de su presencia, luego euforia por la paulatina aceptación y por último excitación, con su respectiva erección, al ser consciente de el catálogo de opciones ante mi para poder darle la correspondiente finitud a la vida humana. El comenzar a trazar los planes para la escena final. El iniciar el falso discurso para llenarle el oído y la mente con cuentos que no son, con cuentos que se van a convertir en historias de terror. El adular, consentir y endulzar, ganarme la confianza, la fe ciega, la sensación de seguridad para luego poder romper y destruir cada uno de los bloques que las construyeron. El ir provocando el miedo, el pavor y la desesperación, las ganas de gritar, pedir auxilio y suplicar por su vida, por su sangre. Sentir el control omnipotente que sólo te otorga ser el verdugo, poder decidir hasta cuándo respira, hasta cuándo late, hasta cuando la sangre corre… y luego saborear el último aliento, y llenarte de esa sangre con el correspondiente comportamiento sexual para completar el acto, el momento, para sellar el tiempo de espera, para cerrar la escena, la obra, para darle el adecuado final con fuegos artificiales que se merecen… pero hasta que eso llegue, bueno, me quedan estos ratos de fantasías para compensar la falta de hechos.

0 notes
Text
Mi amiga me había dicho que lo ignorara, que no le diera una segunda chance, que impusiera el respeto y el valor que me merecía, que no perdiera la dignidad como si fuera una niña de quince años. Y yo sabía que tenía razón. De todas formas no necesitaba que ella me lo dijera, ya lo había hablado conmigo misma miles de veces. Conversación en repetición convertida en un soliloquio con las mismas cuatro frases, las mismas tres o cuatro fundamentaciones. Con veintiún años sabía bastante bien cuál era el lugar que me merecía y que ningún hombre era lo suficientemente importante como para que yo me corra de él… pero supongo que todos tenemos un punto débil.
Si tengo que ser sincera conmigo misma, ya que no me atrevo a ser sincera con ella, es que por él estoy dispuesta a perder la dignidad, el respeto y el orgullo las veces que fuesen necesarias. Y no, él no lo valía. Pero no puedo describir por qué por él, precisamente él, podría simplemente degradarme sin pensarlo dos veces. No es que me gustara, ni siquiera lo conocía lo suficiente como para que pudiera gustarme, de hecho sólo habíamos salido una vez y luego me había convertido en la carta suplente para cuando se aburría de su novia o para cuando no estaba lo suficientemente hundido en su propia miseria como para aislarse de todo contacto social obligatorio. Para ser totalmente honesta no lo conocía de nada, y los pocos aspectos que me había permitido vislumbrar de su personalidad eran los más asquerosos y repugnantes, los que solo te podían llevar a la conclusión de que se trataba de una persona manipuladora, poco comprensiva y sin ningún lugar a dudas invasora del espacio personal. Y todo bien con eso de que lo había conocido en un momento malo de su vida, pero soy una fiel creyente de que decidimos qué y cómo mostrarnos en nuestros peores momentos y no considero que ser una mierda pueda justificarse con una mala racha, simplemente no me parece moral ni ético.
Pero al margen de ese hecho, o digo “al margen" como para simular que toda esa evidente y pesada información no contaba, lo más importante era, o mejor dicho ES, descifrar por qué me quiero encaprichar con una persona que ni siquiera me va a aportar algo sexualmente, más que nada porque no tengo la idea ni las ganas de llegar a tercera base. Pero la realidad es que había algo en este juego de usarme como juguete que me terminaba gustando. Y sí, ya sé que es lo peor que puedo decir o siquiera pensar o querer hacer, a pesar de que todos aquí sabemos de que no tengo los ovarios suficientes para cumplir la idea en realidad, punto a favor de la timidez, lo que no quita el hecho de que la fantasía exista.
Tal vez ya es momento de buscar un psicólogo y poner todas estas cartas sobre la mesa para que me describa con otras palabras diagnósticos que seguramente yo ya me hice, pero en criollo. No es muy difícil adivinar que toda esta parafernalia mental tiene que tener raíz en algún trauma infantil, o no tan infantil, y describirme un “paso a paso" para que pueda enfrentarlo y sacarme de la cabeza que la idea de que ser usada emocionalmente es excitante… okey, incluso aunque lo estoy diciendo con la voz del pensamiento me dio muchísimo asco eso.
De todas formas, por más vueltas que le de al asunto la solución es obvia, y es la única que voy a seguir: soy una mina de la puta madre que merece el respeto, la consideración y el amor que le corresponde… todos los cuentos mentales que vengan después son eso, cuentos mentales, y no se van a volver realidad.
3 notes
·
View notes