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Al final del día esto es hacer reír a los que te hacen reír y hacer llorar a los que te hacen llorar. Eso es lo que dice mi tuit fijado. Lo leo varias veces al día desde ese día, desde el 11 de enero de 2023 que fue el día en que lo escribí. No sé qué me habrá llevado a pensar esa idea. No sé si ese mismo día lo habré fijado en mi perfil. No sé qué tuit tendría fijado antes de elegir éste. Tampoco sé cuál es la finalidad de fijar un tuit en tu perfil. Lo que creo que debo haber pensado yo al momento de fijarlo es esto: esta es una idea a la que no me molestaría volver a diario, como si fuera esa frase que un autor elige para poner en las páginas de relleno de sus libros antes de que empiece el libro.
Entro bastante seguido a mi propio perfil, creo que todos lo hacemos. Es una manera de ver cómo nos ven los demás, supongo. De ver lo que ellos ven, sin saber bien quiénes son ellos. Entonces lo primero que ellos ven es esto: al final del día esto es hacer reír a los que te hacen reír y hacer llorar a los que te hacen llorar. No creo que sea una reflexión abrumadoramente profunda ni mucho menos. No pretendo que lo sea. Es, apenas, una reflexión a la que me gusta volver a diario. Es, apenas, una reflexión. Pienso en ellas, en las reflexiones, como lugares a los que se puede volver todas las veces que sean necesarias y encontrar cosas nuevas. Ver con ojos nuevos, ver con otra luz, ver desde otro ángulo. Ver por primera vez. Ver por segunda vez. Ver por última vez. Ver por primera vez otra vez.
Desde enero del año pasado a hoy, junio, debo haber vuelto unas cuántas veces. Hoy, sin ir más lejos, volví a pensar en esa idea. Hoy, ahora, por ejemplo, pienso que no sé exactamente qué es esto. Pienso también que tal vez no sea tan importante. Que se entiende. Que no hace falta precisar. Pienso en quiénes son los que me hacen reír, pienso en quiénes son los que me hacen llorar. Pienso si habré hecho reír a alguien hoy. Espero no haber hecho llorar a nadie. Pienso si hoy reí. Sé que no lloré, porque sé que estuve a punto. Pienso que la risa es más incontenible que el llanto. Que el llanto es más fácil de provocar que la risa, pero también, en el mismo tren de pensamientos, pienso exactamente lo contrario. También pienso, buscando probablemente contradecirme adrede, que al final del día esto es hacer reír a los que te hacen reír y hacer reír a los que te hacen llorar. Y también al final del día, de alguna forma, esto es hacer llorar a los que te hacen reír y hacer llorar a los que te hacen llorar. Porque no se puede ir en contra de lo que esto es, y a veces esto es así como es y es inevitable que aquellos que te hacen reír terminen llorando por tu culpa, y que aquellos que te hacen llorar terminen riendo también por tu culpa. Y porque esto, siendo esto quizás la vida, es contradictoria e inevitable. Y a veces tiene más sentido que otras veces, y a veces las cosas que no tienen sentido son las que más sentido tienen.
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Hubo un accidente y el tren no llega a Retiro, pero de algún lado viene. Somos muchos esperando acá, en el andén, que aparezca por la curvita de allá al fondo. Primero las luces, después el ruido, después el tren.
Me gusta estar en un tren a esta hora.
Me gusta que sea lunes, que sea esta hora y estar en un tren.
Me gusta que haya alguien vendiendo garrapiñadas en el tren a esta hora.
Me gusta que haya alguien vendiendo garrapiñadas en el tren un lunes a esta hora, y que para convencernos diga que están “recién elaboradas”. Me gusta que haya elegido ese verbo y no otro. No tengo idea de cuál es el proceso para la elaboración de la garrapiñada, pero entiendo que no es algo que simplemente se hace. Los hechos son mundanos. Algo recién hecho tiene, de pronto, otra tonalidad. Más opaca tal vez.
Me pregunto cuántas cosas se pueden decir respecto a la garrapiñada. El precio, la edad, la temperatura. Me pregunto, también, cuántas garrapiñadas entran en un paquete que se vende en un tren a esta hora por quinientos pesos. Me pregunto cuál es el contexto ideal para comer garrapiñadas. Cuáles son los momentos idóneos para comer garrapiñadas.
La última vez que fui a la cancha de Comu me compré unas. No me acuerdo cuánto las pagué, tal vez trescientos, tal vez mil. El señor que vende garrapiñadas en la cancha de Comu no intenta convencer a nadie. Solo aparece ahí, en la tribuna, en algún momento del partido, se frena en un escalón, le da la espalda al campo de juego y recorre con la vista los escaloncitos de la tribuna, de izquierda a derecha, esperando encontrar un par de ojos que lo estén buscando. Y solo por estar ahí va a haber alguien que le compre. No se desplaza de un vagón a otro. No eleva su tono de voz. No enumera características del producto. Solo deambula por la única tribuna del estadio y eventualmente se queda ahí parado, en algún escalón que le haya parecido conveniente, con su heladerita de telgopor, su gorra con visera y su montón de billetes en la mano, esperando que llegue algún chiflido, algún llamado de atención, algún grito que no tenga que ver con el partido que está sucediendo ahí atrás. Y siempre hay alguien, solo por estar ahí. Porque juega Comu y estás sentado en un escalón con tu amiga, con tu papá, con tu novia, con tu hermano, con tu hijo, y apareció un señor adelante tuyo con un montón de garrapiñadas y vos justo tenés quinientos pesos en el bolsillo, o trescientos o mil. Y el partido va a seguir 0-0. Entonces le preguntás cuánto es aunque no te importe, porque es la manera de entablar una conversación con un vendedor. Tampoco te importa si fueron hechas o si fueron elaboradas, ni si fue recién o hace unos días. Porque juega Comu y hace frío pero en la tribuna todavía pega el sol y un segundo después vas a estar sentada en un escalón comiendo garrapiñadas con tu amiga.
Y unos días después va a ser lunes, va a haber habido un accidente, y vas a estar en un tren, volviendo a tu casa, pensando en comer garrapiñadas, o en tu amiga, o en Comu.
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Sé que poner unas cuantas verduras adentro de una olla no es cocinar, y que llevarse comida a la boca no es comer. Sé que hilar pensamientos no es pensar y que decir palabras en voz alta no es hablar. Sé que mirar en silencio es la mejor manera de aprender.
Sé que poner unas palabras al lado de otras no es escribir, y sé que pasar los días no es vivir. Sé que abrir mucho los ojos cuando alguien habla no es escuchar: a veces se escucha mucho mejor con los ojos cerrados. Sé que tener ganas de hablar no es estar de buen humor y no tener ganas de hablar no es estar de mal humor. Sé que hacer reír a alguien no es caerle bien, ni mucho menos ser gracioso. Sé que que te quede grande la ropa no significa que estás más flaca ni que que te quede chica significa que estás más gorda. Que no tener miedo no te hace menos vulnerable: vos tampoco sos invencible. Creo que lo más difícil del entusiasmo es sostenerlo en el tiempo.
Sé que algún día todo esto va a terminar, lo que no sé es cuándo ni cómo, ni quiénes vamos a quedar. Como leí que alguien decía la otra vez: quizás no es el fin del mundo sino el principio del mundo.
Sé que afuera hay un mundo que funciona, y que yo no estoy haciendo nada para que funcione. Sé que cuando todo esto termine va a haber habido un esto, y que los días se van a dividir entre los anteriores y los que siguieron: antes y después de esto. Que de los días del medio, los que fueron espesos, nadie se va a acordar. Pero un día van a haber pasado y nos vamos a tener que volver a acostumbrar. Un día vamos a tener que inflar las ruedas de nuestras bicis y vamos a tener que activar los datos del celular. Vamos a tener que hacer filas para cargar nafta, cargar la SUBE, irnos a depilar, cruzar en diagonal. Tener citas, gritar goles, doblar mal. Un día vamos a tener que aburrirnos por gusto y no por necesidad.
Vamos a tener que hacernos cargo de nuestras opciones y de nuestras elecciones. Vamos a tener que tomar nuestras propias decisiones en vez de que el gobierno las tome por nosotros. Vamos a tener que elegir a quiénes queremos extrañar. Un día, cuando todos estos días queden atrás, vamos a poder darnos el lujo de no hacer la cama, de dejar las llaves arriba de la mesa, de sacar la basura todos los días en vez de día por medio. Un día vamos a poder salir sin ninguna misión y volver a casa con las manos vacías sin sentirnos culpables. Vamos a poder volver a darle la razón a nuestros papás, y vamos a haber entendido que tener razón a veces resulta agotador. Vamos a poder sentarnos en algún banco de alguna plaza a no hacer nada, y vamos a poder ser capaces de sentir culpa cuando al final del día nos miremos a los ojos en algún espejo y digamos en voz alta: hoy no hice absolutamente nada. Nos vamos a dar permiso para que nos caigan mal nuestros vecinos. Vamos a poder elegir qué silencios llenar, de qué lugares irnos, vamos a poder dar portazos sin tener que arrepentirnos. Un día van a pasar los días y en vez de haber sido un día menos van a ser un día más. Un día vamos a tener que hacer algo con todo esto que fuimos durante todos estos días.
Un día la incertidumbre de cuál será el último día va a volver a ser la que siempre fue: va a dejar de angustiarnos no saber cuándo vamos a poder volver a vivir y nos va a volver a angustiar no saber hasta cuándo vamos a vivir.
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Tengo un libro en la mochila, uno arriba de la mesa y uno sobre la almohada. Tengo comida hecha en la heladera lista para recalentar. Tengo el pelo sucio, cara de cansada y una angustia en el pecho desde hace algunos meses que no sé de dónde ni a qué vino pero no se me va. Tengo algunas canas, algunos chats archivados, algunos mails sin leer. Tengo bastante saldo en la SUBE, un par de películas pendientes, una entrada para el domingo. Tengo esperanzas y tengo miedo. Tengo ganas de que me vaya bien. Tengo ganas de estar bien. Tengo muchas preguntas que no sé formular. Hay cosas que no entiendo y no sé si hace falta entender. A veces entender sirve y a veces complica. Tengo curiosidad por saber qué pasaría y por saber qué hubiera pasado. Tengo un par de excusas esperando ser usadas y un par de cosas para decir guardadas en algún lado.
Tengo una amiga y mi amiga está triste y lejos. Mi amiga tenía un abuelo y su abuelo se murió. Yo era buena con las palabras pero desde hace un tiempo ya no. Solía saber qué decir, o decía cosas que aunque sea pasaban la red. Esta vez lo único que me salió decirle fue “vas a estar bien”, pero la verdad es que no lo sé. Yo no tengo ni tuve abuelos, así que poco sé lo que se siente haber tenido uno o perderlo. Mis abuelos (o los que deberían haber sido mis abuelos) nunca supieron lo que era tener nietos. No sé si habrán tenido tiempo de preguntarse qué se sentiría: no se piensa en el verano cuando tus hijos todavía son chicos para tener hijos. Una vez tuve una abuela, mi abuela Ana. Después se murió y no la tuve más. Hace poco fue el día en el que hubiera cumplido 100 años, pero se murió a los 86. Igual eran un montón. Pensé que esto que voy a decir ahora era un recuerdo pero me di cuenta de que en realidad es una sensación que tuve cuando mi abuela se murió y de la que me hice cargo recién hoy: en los cumpleaños familiares, las reuniones, las navidades y los años nuevos mi abuela era la persona más grande de toda la mesa, y desde hace ya 14 años esa persona es mi mamá. No quiero decir que mi mamá se va a morir porque sería una conclusión bastante simple, pero a veces las cosas son simples y las mamás se mueren. Creo que la tristeza de cuando se te muere un ser querido y quizás sobre todo un abuelo se compone de esas dos partes: la que tiene que ver con el que deja de estar y la que tiene que ver con los que quedan. Tal vez la muerte no sea la diferencia entre estar o no estar vivo: tal vez la muerte sea la diferencia entre dejar de estar y seguir estando. Seguir estando es una consigna bastante simple de cumplir pero también es de las más trabajosas. Al abuelo de mi amiga le tocó dejar de estar, a mi amiga le toca seguir estando y a mí me toca hacer realidad lo que le dije que iba a pasar, como si más que un spoiler fuese una promesa. Algún día, de alguna forma distinta, vas a aprender a estar bien.
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Aprendí que escribir es dar cuenta y también es darse cuenta. Que es muy difícil no escribir sobre lo que te pasa y casi imposible que no te pase lo que escribís.
Aprendí que decir no es lo mismo que contar y no contar no es lo mismo que callar. Que los silencios también dicen y a veces un montón de palabras pueden no decir nada.
Aprendí que lo que dicen las canciones no está sólo en la letra. Que las palabras además de ser una excusa para decir algo son una cosa en sí mismas, aunque nadie tenga tanto tiempo para pensar en ellas sin pensar en lo que significan.
Aprendí que escribir es un poco apropiarse de los sentidos. Es elegir cómo ver, qué tocar, hasta dónde escuchar. Aprendí que no hace falta tener una vida apasionante y llena de emociones para tener algo que contar. Que todo el tiempo nos pasan cosas, y alcanza con prestarles atención para que valga la pena contarlas, para que haya algo para decir. Y sí: a casi todos nos pasa lo mismo. Pero aprendí que los lugares comunes también son lugares y no pasa nada si lo que te hace temblar es lo mismo que hace temblar a todo el mundo.
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Hoy pensé que los rituales se construyen. Hay que tener cuidado con los enunciados. Un enunciado, éste por ejemplo, podría empezar diciendo “pienso” en vez de “hoy pensé”. Y sería inevitablemente una mentira algún día. Hoy hice varias cosas. La mayoría adentro de mi cabeza. Quiero decir que hoy pensé algunas cosas. Hoy pensé algunas cosas y además pensé en algunas otras. Pensar una cosa no es lo mismo que pensar en una cosa, pienso. Pensar una cosa es mucho más trabajoso. Pensar una cosa, a mi entender, tiene que ver con inventar una combinación de ideas que antes no existía (o que hasta ahora nadie se había animado a hacer) sobre algo que puede llegar a existir, con suerte, algún día. Por ejemplo esta idea, ésta de acá arriba, la que sugiere que hay una diferencia sutil, imperceptible, casi forzada, entre pensar algo y pensar en algo. Después entonces, simultáneamente, está esta otra cosa distinta, derivada del propio pensamiento, que es pensar en algo. En algo que ya existe. Poner ese algo, algo que alguien tuvo que haber pensado alguna vez, en el centro de la vitrina de la cabeza y pasearse alrededor. Mirarlo fijo, mirarlo con el rabillo del ojo, mirarlo con la mano en el mentón, mirarlo desde todos los ángulos, de cerca, de lejos, de más cerca, con distintas luces. Mirarlo con detenimiento y, una vez agotadas todas las formas posibles de mirar, tomar esas observaciones con ambas manos y ubicarlas una al lado de la otra, alejarse un cachito y ver qué se formó. Tomar distancia, como el mar cuando se retira después de una ola, y contemplar lo que quedó en la orilla. Acto seguido volver a acercarse, despacio, sin tocar nada, sin cambiar nada de lugar, y convertir esas observaciones en enunciados, como éste de acá.
Pareciera que lo que estoy queriendo decir, en resumen, es que pensar algo es hacer algo con nada y pensar en algo es, en cambio, hacer algo con algo. Podría parecer, y en esto estoy de acuerdo, que en algún punto estoy diciendo que hacer algo con algo es más fácil que hacer algo con nada. Pero no. Lo que en realidad estoy queriendo decir, y perdón por el atajo, es que al final del día ambas operaciones, pensar y pensar (en), son indudablemente dos formas, tal vez distintas, tal vez no tanto, de hacer.
Entonces, sí: hoy hice varias cosas. La mayoría adentro de mi cabeza, sí, pero algunas fueron acá afuera. Como apagar la tele, prender esta luz y servirme un vaso de coca con dos hielos para sentarme a escribir. Hoy hice varias cosas adentro de mi cabeza y una de ellas fue pensar en los rituales. Después, o quizás mientras tanto, pensé en las implicancias del pensar. Y pensé que tal vez esa diferencia chiquita, ínfima, casi caprichosa, de apenas dos letritas entre pensar algo y pensar en algo, esa diferencia que por momentos creí estar inventando, en realidad sí tenía algún cimiento. Que a lo mejor abajo de todo esto había una tortuga enorme sosteniendo esa idea. Y esa tortuga era la valentía. La valentía que se necesita para hacer algo con nada. Para hacer algo por primera vez.
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Fue ese año hace unos años, después de varios años, justo cuando mi papá cumplió años. Muchos años, no sé bien cuántos. Para ser justos tampoco sé bien cuántos tiene ahora. Sé que los cumple los 25 de septiembre porque más o menos a partir de los 20 de septiembre empiezo a cuestionarme si debería saludarlo o no, qué cambiaría si lo hiciera, si no hacerlo sería un acto de rebeldía, si ya estoy grande para este tipo de actos de supuesta rebeldía, si tengo que empezar a ser más misericordiosa con mi pobre padre, etcétera, etcétera, etcétera.
Ese 25 de septiembre de hace unos años fue la última vez que estuve en La Casa Roja. La Casa Roja, la casa de Martelli, la casa de Agustín Álvarez. La casa en la que según mi DNI vivo, pero en la que en la práctica nunca viví. La casa que compró mamá una vez y con la que se quedó papá después. La casa en la que por muchos años vivieron mis hermanos pero de la que mi hermana y yo jamás tuvimos siquiera una llave. La casa que es de tanta gente que ya no es de nadie. La casa que mi mamá no puede recuperar y de la que mi papá no se puede deshacer.
Ese 25 de septiembre de hace unos años me escribió mi hermana por whatsapp:
Lula hoy es el cumple de papá
Me escribió marce para ver si queremos ir
Ellos van a pasar a la noche a saludar
Avisame si querés ir
En ese momento empecé a imaginarme distintos escenarios.
Uno de los escenarios era ese en el que iban todos mis hermanos menos yo. En el que me comía un viaje de novela y le contestaba a mi hermana algo así medio dramático como “que me invite él si quiere que vaya” o “no tengo nada que hacer en el cumpleaños de ese señor”. En el que estando ellos cuatro reunidos mi papá se lamentaba de que yo no estuviera. En el que notara mi ausencia y le importara.
El segundo escenario que se me cruzó por la cabeza era uno en el que tampoco iba pero mi ausencia impactaba distinto. En realidad casi no impactaba. En ese escenario daba lo mismo que estuviera o que no estuviera. A mi papá le daba lo mismo. Que hubieran ido a verlo 3 de sus 4 hijos el día de su cumpleaños era, estadísticamente hablando, un promedio bastante alto. Y si alguien hubiera preguntado por qué yo no había ido, mi hermana habría dicho que me sentía mal o que tenía otros planes y habrían cambiado rápidamente de tema.
Habrían comido asado, habrían tomado vino, habrían pedido helado, habrían reído.
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Vos me amás, me dijiste, pero todavía no te diste cuenta
La verdad es que me tomó más tiempo decirlo que darme cuenta
En año nuevo me dijiste "este año es nuestro"
Pero un año tiene dos mitades
Y dos mitades son demasiado
Que no haya nadie que te quiera está bien, porque anula la posibilidad de que alguien de repente (o no tanto) te deje de querer
Hay gente que vive así toda su vida y está bien
Vos ya no me querés más, te diría, y estoy haciendo fuerzas para que no te des cuenta todavía
Quizás todo esto está en mi cabeza
Necesito sentirte cerca para saber si nuestro año ya terminó, si ya llegamos hasta arriba de todo y podemos soltar los pedales y sentir el viento en la cara
O si ni siquiera nos alcanzó para llegar hasta la cumbre y nos estamos por caer para atrás
Vos me amás pero todavía no te diste cuenta
Era verdad
Y quizás haberme dado cuenta haya sido la peor parte
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Las chicas que tenemos la fortuna de tener un papá que no nos quiere tenemos la obligación moral de hacer de eso nuestra personalidad. Construir una personalidad es algo que requiere mucho tiempo y energía y para lo que hay que tomar muchísimas decisiones, por lo que el hecho de que en nuestro mazo no esté esa carta es un poco una suerte: es un problema que nos sacamos de encima. Algo de lo que no nos tenemos que ocupar ni preocupar. Una cosa que se nos da resuelta para que podamos destinar ese tiempo y esa energía en algo más, como por ejemplo en hacer de cuenta que no nos importa tener un papá que no nos quiere. O en fingir que eso no nos define.
Las chicas que tenemos la fortuna de tener un papá que no nos quiere tenemos la falsa creencia de que esa es nuestra historia. De que si nos pusieran una hoja en blanco adelante la tendríamos que llenar de caracteres contando qué es ser una chica y tener un padre que no te quiera. Las chicas que tenemos la fortuna de tener un papá que no nos quiere tenemos la ilusión de que eso es todo lo que tenemos para contar. De que de alguna forma esa es nuestra misión. Había una vez una chica que tenía la fortuna de tener un papá que no la quería. La historia de las relaciones la escriben los protagonistas pero la de esta relación siempre le tocó escribirla a esa chica. Nunca hubo una vez un padre que tenía una hija a la que no quería, siempre-siempre fue al revés. Y esta vez también.
Las chicas que tenemos la fortuna de tener un papá que no nos quiere tenemos la ventaja de saber que hay también de esa gente. Hay gente que sabe querer y gente que no, y gente que sabe dejarse querer y gente que no. Y son solo eso, distintos tipos de gente, como hay gente que es rubia y gente que es morocha, gente que es alta y gente que no. Y las chicas que tenemos la fortuna de tener un papá que no nos quiere lo sabemos desde antes que el resto. Sabemos que hay cosas que son de una manera y ya, y no hay culpas ni intenciones, ni buenas ni malas, no hay broncas ni rencores. No hay falta de ganas o de tiempo. Simplemente no hay amor.
Las chicas que tenemos la fortuna de tener un papá que no nos quiere tenemos asimismo la desgracia de tener un papá.
Las chicas que tenemos la fortuna de tener un papá que no nos quiere tenemos la compulsión de buscar en otro lado ese cariño que no nos fue dado. Y a la vez (y sobre todo) tenemos miedo, mucho miedo, de encontrarlo.
Mi mamá tuvo la desgracia de tener un papá que la quiso mucho. El papá de mi mamá se murió cuando ella tenía doce años y mi mamá tuvo que andar desde ese día sin papá, pero con el peso en los hombros del recuerdo de haber tenido alguna vez un papá que la quiso mucho. Cuando yo cumplí doce años mi papá en cambio dejó de intentar. Con el tiempo entendí que es mil veces más noble aceptar que se puede simplemente no querer a alguien que forzar el cariño. Espero que mi papá ande liviano. Espero que no sienta culpa por no haber sabido quererme. Espero que algún día le cuente a alguien nuestra historia. La historia de un padre que tenía una hija a la que no supo querer.
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Haga de cuenta que su hermano mayor es un ser querido. Haga la cuenta de cuánto hace que no hablan. Concluya que, para tratarse de un ser querido, ya pasó demasiado tiempo. Asuma que si no es por usted no va a producirse conversación alguna. Busque adentro suyo un motivo. Si no lo encuentra invéntelo. No hace falta que el interés sea genuino pero intente que no suene forzado. Piense en algo que tengan en común. Si no se le ocurre nada haga el ejercicio a la inversa. Piense en lo último que supo de él. Abra whatsapp y escriba las tres primeras letras de su nombre en el buscador del chat. Abra la conversación y relea los últimos mensajes. Dude. Piense si no quedó ningún tema pendiente. No concluya nada. Trate de no pensar demasiado. Fracase en el intento. Observe cómo titila el cursor. Escriba “Hola Gaby!”. Añada a la oración un emoji al azar. Bórrelo. Escriba dos puntos seguidos de un paréntesis de cierre. Borre todo. Haga de cuenta que está hablando con un extraño. Haga de cuenta que hablan todos los días. Observe la hora de su última conexión. Vuelva a observar cómo titila el cursor. Convénzase de que es una buena idea. Genere la interrupción que está necesitando. Levántese de su silla y vaya hasta la cocina a apagar la hornalla. Vierta el contenido de la pava que estaba al fuego en un termo. Aproveche el viaje y desplácese hasta el perchero de la entrada. Tantee los bolsillos de la campera como si estuviera buscando algo. Convénzase de que lo que está buscando no es una excusa. No la encuentre. Prepare el mate. Cambie de escenario. Cierre la notebook. Agarre el teléfono. Vuelva a abrir whatsapp. Scrollee la lista de chats de los últimos dos meses. Deténgase en alguna que le llame la atención. Ábrala. Pierda el tiempo. Ódiese por estar esquivando el tema. Siga scrolleando hasta llegar a la conversación con su hermano. Constate que la hora de su última conexión siga siendo la misma que hace un rato. Junte coraje. Siéntase ridícula. Desdramatice. Tómese un mate. Presione el micrófono y deje salir las palabras de su boca. Entienda que no va a poder pronunciar ningún emoji. Trate de no mirar la pantalla mientras habla. Evite sentirse condicionada por la duración del mensaje. Intercale preguntas con información. Trate de sonar interesada y a la vez trate de interesar. Simule un intercambio epistolar. Pregúntele a su ser querido por sus seres queridos. Hable de los suyos. Hable de los seres queridos que tienen en común. Cuéntele sobre los últimos sucesos relevantes de su vida. Omita algunos. Dele la oportunidad de fingir interés. Créale su reacción al recibir un audio suyo. Acepte que quizás su alegría es genuina. No le eche la culpa por la falta de fluidez en el vínculo. Considere que usted tampoco aporta demasiado. Aproveche que en su respuesta se filtran unos ladridos y salude a los demás participantes. Evite preguntar por su padre. No incurra en preguntas encabezadas por la frase “qué sabés de” o “qué es de la vida de”. Sea permeable a propuestas que impliquen encuentros en el futuro inmediato. Deje que su interlocutor disponga hasta cuándo va a durar esa conversación. Quédese con la sensación del deber cumplido.
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Me di cuenta de que desde que dejó de fumar mi mamá nunca más fue a un kiosco. Nunca más se compró una golosina "para redondear el cambio". Nunca más "voy al kiosco ¿querés algo?". Creo que lo que más le gustaba de fumar a mi mamá era usarlo como comodín para irse de los lugares. En la oficina después de almorzar antes de volver a su escritorio para seguir trabajando bajaba a la puerta y fumaba un cigarrillo al sol. Desde que dejó de fumar ya no tiene más excusas para exponerse al sol. Su médico le dijo señora le falta vitamina d, y la mandó a gastar plata en un suplemento envasado en un frasco marrón.
Enfrente de la casa de mi mamá hay una iglesia con una escalinata hermosa y una plaza con un montón de rincones, con bancos y diagonales y árboles que hacen sombras raras y fuentes sin agua. Algunas de las personas que trabajan en los negocios de por ahí se sientan al mediodía en la escalinata de la iglesia a fumar un cigarrillo al sol en su horario de almuerzo mientras achinan los ojos y se pelean con el brillo de la pantalla del celular. Los bancos de la plaza también invitan a hacer lo propio, pero son un poco más solemnes. Estos últimos días mi mamá estuvo yendo a la plaza pero de noche, cuando no hay ni sol ni gente. Dejó de fumar pero no sé si cada vez que está no-fumando un cigarrillo piensa en fumar. Debe ser raro. Mamá fumaba mucho y durante mucho tiempo pero no le hizo falta hacer ningún circo para dejar de fumar. Nada de parches ni chupetines ni aniversarios ni boludeces. Tenés que dejar de fumar porque tenés un balazo en el pulmón. Y dejó.
Ahora estamos medio peleadas porque no quiere ir a la casa de su hermana que tiene parque, pileta y parrilla porque una vez hace poco fuimos y nos hicieron poner alcohol o lavandina o algo de eso en los pies al entrar. Ella dice que son unos hipócritas y unos caretas y que se siente incómoda cada vez que va. Yo repito «parque, pileta y parrilla» como un mantra y me entrego al viaje de hora y media hasta allá. Creo que lo que más le gustaba a mi mamá de ir a la casa de mi tía era cuando se levantaba de la mesa y se iba sola a la galería a fumar. Yo creo que la casa de mi tía le da ganas de fumar y por eso no quiere ir más. Más que ganas de fumar, ganas de irse de donde está sin tener que explicar. Fumar le daba libertad. Mi mamá extraña esa libertad.
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El algoritmo de Youtube me sugiere ver a continuación un video de 29 minutos con 3 segundos que se llama “¿Qué es la poesía?”. Aunque sé que difícilmente la respuesta a esa pregunta la vaya a encontrar en un video de youtube sugerido arbitrariamente, algo en el contraste de lo ambicioso de la premisa con lo modesto de la imagen que ofrece la previsualización del video me genera curiosidad. Hay un hombre de unos 40 años vestido con unos jeans oscuros y un pullover color terracota parado frente a un pizarrón verde como de escuela primaria (¿el pizarrón siempre es más verde en el aula de al lado?). El hombre, de una fisionomía estándar similar a la de, por ejemplo, un Walter White, se presenta en el primero de los rectangulitos de la derecha de espaldas a la cámara, con el cuerpo levemente inclinado hacia delante, hacia el pizarrón, y con una mano, la izquierda, cruzada por detrás, como los futbolistas cuando cantan el himno de su país al comienzo de algún encuentro internacional, o como los de la garita de seguridad de la cuadra de tu trabajo cuando los enganchás boludeando y se quieren hacer los distraídos. El dorso de esa mano, de la izquierda, está apoyado sobre la cintura del hombre pero la palma está abierta, como esperando algo. En el futbolista o el señor encargado de nuestra seguridad esa mano estaría sujetando a la otra por la muñeca. Pero en este caso está ahí, inerte aunque expectante, sin cumplir función alguna más que la de no estar colgando. Es que la otra, la derecha, está en movimiento. Con los dedos índice, mayor y pulgar de la mano derecha el hombre sostiene una tiza blanca con la que escribe algo en el pizarrón. En la imagen miniatura que youtube eligió para ilustrar el video no se llega a distinguir lo que está escrito —hasta ahora— en letras blancas sobre fondo verde, como los carteles de las autopistas. Acerco la cara al monitor para ver si achicando la distancia entre la imagen de la pantalla y mis ojos descubro finalmente qué es la poesía pero las letras son cada vez más borrosas, indistinguibles. Sólo se pueden identificar algunas flechas, sobre todo una que pareciera ser la que el Walter White de la poesía está dibujando en este segundo que youtube creyó era el más representativo de toda la explicación, pero con el brazo quieto y la imagen congelada no sabría si la flecha viene o va, si se detiene ahí o sigue, si está haciendo una pausa, un énfasis, una presión extra sobre la tiza o si solo la está deslizando suavemente sobre la superficie. Tengo 11 pestañas abiertas, contando ésta y la de youtube. Voy y vengo, salto de una a la otra con los comandos del teclado. Paso por la de twitter, cada tanto aprieto F5, por deporte. Las últimas 3 o 4 son búsquedas recientes, sinónimos, formas de decir, imágenes que quiero poner en palabras. Por la de youtube paso con extremo cuidado: no quiero alterar las condiciones propuestas por el algoritmo y que el hombre, su pullover y el pizarrón se pierdan en el océano de imágenes miniatura pero al mismo tiempo no quiero darle play al video y descubrir que la poesía es algo diferente a esto, que la poesía no es escribir tres mil caracteres sobre un video sugerido de youtube a la una y media de la mañana.
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Todos los sábados desde hace cinco o seis años me tengo que levantar temprano para ir a trabajar. Lo hizo mi mamá durante muchos años, cuando vivíamos en la casita del fondo del pasillo en la calle Asunción, y ahora me toca a mí. Hace poco aprendí que se llama “derecho de piso”.
Hace algo así como cuatro años empecé a salir con un chico que me enseñó a ir a la cancha aunque no fuera hincha, y también me enseñó que si quiero puedo ser hincha del equipo que quiera porque ser hincha de un equipo es así de fácil como ver unos colores y que te hagan sonreír. Yo vivía en Devoto, él trabajaba en Agronomía y a veces, en sus horas de almuerzo, íbamos a comer a un lugar que quedaba atrás de la cancha de Comunicaciones. Un día me hizo leer un poema —creo que también me enseñó a leer poemas— que hablaba de un chico de la barra de Comu que se había enamorado de un negrito hincha de Lamadrid, que era algo así como su clásico barrial. Después Lama descendió a la C y después a la D y Comu estuvo al borde de la quiebra y después a punto de ascender a la B Nacional y la historia del negrito de Lama y el poeta hincha de Comu se perdió en esa zanja gris que es el fútbol del ascenso. Y yo me fui de Devoto y ese chico empezó a gustar de otro alguien o a des-gustar de mí y dejamos de ir juntos a la cancha y a cualquier otro lado pero me quedó esa tendencia a ver algo negro y amarillo y sonreir, como un acto reflejo, parecido a llorar al ver una vaca después de haberte quemado con leche, pero sin lágrimas ni leche. Entonces decidí que si esos colores me hacían sonreír era porque después de todo un poco hincha de Comu era, y que ahora iba a tener que hacer algo con eso.
Más o menos por esa época, mi hermana —que como patinadora ya era socia del club pero jamás había visto un partido entero ni mucho menos ido a una cancha— se fue a vivir sola a un monoambiente a tres cuadras de la avenida San Martín y yo, que no tenía otra cosa mejor que hacer, decidí que era la excusa perfecta para ejercer mi incipiente fanatismo y hacer la cosa más de hincha que hay que es convencer a otros de que sean hinchas del propio equipo del que uno es hincha. Así fue que empezamos a ir juntas a la cancha a ver partidos que no valían ni un cuarto de pena, a sufrir por cosas que no sabíamos que eran sufribles, a alegrarnos por otras que meses atrás ni nos hubiéramos imaginado. En suma, a estar un rato juntas sin saber bien lo que estábamos haciendo pero con el sol en la cara y comiendo garrapiñada.
Ser hincha de un equipo del ascenso es acostumbrarte a que tu equipo juegue en horarios inhóspitos, casi siempre de día porque la iluminación de la cancha es bastante precaria, casi siempre un sábado porque el domingo es para los equipos de verdad, casi siempre ante un rival mitad de tabla, porque en el ascenso todas las fechas son una final aburridísima en la que si hay más de dos goles hay que desconfiar.
Mis sábados se dividían en los sábados de ir a ver a Comu y los otros. Los primeros consistían en levantarme a la mañana, alrededor de las 7 de la mañana, ponerme mis calzas negras, mis zapatillas Nike, buscar algo amarillo en el placard, subirme al auto e irme a trabajar. El DNI, la plata y la franelita para limpiar los anteojos no me podían faltar. En el trabajo aprovechaba los tiempos muertos para informarme sobre el partido: contra quién jugábamos, en qué posición de la tabla estaba el rival, quiénes más jugaban a esa misma hora y si me tenía que preocupar por cruzarme con ese chico con el que salía o no. Al mediodía apuraba los últimos movimientos, llenaba mi botellita con agua del dispenser y me iba. Agarraba el auto, subía a la General Paz y en la bajada de San Martín manoteaba el celular y escribía:
si podés andá comprándome la entrada
llego medio jugada
después te doy la plata
estoy en 15 pero hay que ver
si encuentro lugar para estacionar
Cuando llegaba mi hermana siempre me puteaba. “Loco, a ver cuándo vemos un partido juntas desde el principio”. Igual después se le pasaba. El transcurso de la tarde era casi siempre igual: entrábamos apuradas, nos revisaban las mochilas así nomás, nos acomodábamos en la popular —que era igual que la platea pero de este lado— a la derecha de las banderas de la barra, en el tercer o cuarto escalón, dependiendo de la hora y de cómo pegaba el sol. Cada tanto algún saludo a alguien conocido, a alguien del barrio, a algún amigo de algún amigo. Después de un rato, con el partido todavía 0-0, mi hermana sacaba alguna selfie que después subía a instagram y yo alguna que otra foto pretendidamente profunda para subir a twitter. Si veíamos pasar al señor que vendía helados de agua lo llamábamos y le comprábamos un par: dos por sesenta, uno de limón y uno de frutilla. Si hacía más frío el helado se cambiaba por garrapiñada, o si nos sentíamos particularmente audaces, por una hamburguesa en el entretiempo. Ahí, cumplidos los primeros 45 minutos, aprovechábamos y nos cambiábamos de lugar. Nos gustaba irnos más cerca del alambrado que nos separaba de la platea, del otro lado de donde se instalaba la barra. Pasábamos por abajo de las banderas, agachándonos para no molestar, esquivando charcos y cochecitos de bebé, para volvernos a instalar a la misma altura pero más allá.
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Quizás volver a nadar. Empezar a nadar. Aprender a nadar. Dejarme enseñar. Entender que saber defenderse no es saber. Que nadar es 50% saber moverse en el agua y 50% saber respirar. Que hay más allá de lo que se necesita para apenas sobrevivir. Que para aprender a respirar hay que irse a un lugar en donde el aire no sea gratis. Quizás un día no-tan-de-estos ir al Unicenter, entrar a algún negocio de ropa deportiva, comprarme una malla, de las feas la menos fea. Una malla nueva, mía, que aprenda conmigo. Una malla de las de en serio, sobria y adulta. Mirarme con mi malla y mi gorro y mi toalla y mis antiparras en el espejo empañado del vestuario, a través del olor a cloro, del ruido de secador de pelo, de la música que sale del celular de la chica que guarda los bolsos, de los chorros blanquecinos de los dove de pepino y los rexona nutritive, del vapor del agua caliente de las duchas, de la luz blanca y parpadeante de tubo fluorescente. Sentirme la nena de Little Miss Sunshine antes de subir al escenario, pero acá el escenario es el consultorio del médico que te hace la revisación para que puedas entrar al agua. Y el consultorio es un cuartucho, el médico es un estudiante que está haciendo las prácticas y la revisación médica es una coreografía inocua y sin sobresaltos que consta de no más de cuatro o cinco pasos, los mismos cuatro o cinco pasos de siempre. Lo primero de todo, el reconocimiento de la pista, es sentarse en la camilla. Dejar la toalla al costado, entregar el carnet, sacarse las ojotas. Levantar las manos perpendiculares al piso, como si quisieras decirle a alguien cuán alto es otro alguien, pero no más arriba de los codos, como si quisieras mostrarle a alguien lo nervioso que estás a partir de lo mucho que te tiemblan (o lo poco que te tiemblan), y darte cuenta de que te tiemblan más de lo que imaginabas. Extender los dedos, voltear las palmas hacia el techo como si te estuvieran acusando de estar haciendo trampa. Después los pies: separar los dedos, con tus propios dedos. Verificar que haya cinco dedos y cuatro huecos en cada pie, y que no haya nada más que dedos y huecos. Después las axilas: levantar los brazos, los dos a la vez, y antes de llegar a lo más alto, antes de que alguien se pueda atrever a hacerte cosquillas, volver a bajarlos para el siguiente paso que se llama rendirse y consiste en bajar la cabeza. Entregar la tapa de tus sesos y exponer el cuero cabelludo al atento escrutinio del dueño del sello que dirá si estamos o no aptos para que nuestro cuerpo toque el agua, o para que el agua toque nuestro cuerpo.
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La habitación es chica, como un cuartito. Somos cuatro: David (el médico), la hermana de mi mamá, mi hermana y yo. Nosotras tres estamos sentadas: había dos sillas pero David nos consiguió una más. Las paredes están pintadas de amarillo. Hay una puerta –que está cerrada– y una pizarra chiquita de esas blancas para escribir con marcador al agua. Estamos cada uno en una esquina de la habitación. Tenemos muchos bolsos, carteras y mochilas como para permitirnos abrazarnos. Podríamos haber estado una al lado de la otra mirándolo a él como en una clase de la facultad pero la habitación es demasiado chica y solo entramos así.
Ahora viene la parte en la que David nos va a explicar con su voz dulce y su cadencia mendocina que la cirugía salió bien, que sacaron todo el tumor y que mi mamá (la mamá de mi hermana, la hermana de mi tía) se va a recuperar. Hasta acá hice todo sin llorar.
Unas horas atrás habíamos llegado al hospital mi hermana, mi mamá y yo. En admisión nos enteramos de que solamente podía haber una persona registrada como acompañante quirúrgico y tuvimos que elegir ahí sin anestesia quién iba a ser la hija a la que le dijeran que las cosas se habían complicado, en caso de que se hubieran complicado. No me acuerdo cómo fue que decidimos pero me tocó a mí. En términos prácticos, un acompañante quirúrgico es alguien que tiene un free-pass flúo en la muñeca, que puede pedir cosas en nombre del paciente y que puede zafar un poco de cuidar los bolsos. También es el que acompaña al paciente al cadalso: lo ve desvestirse, sacarse todas las alhajas, ponerse una cofia, ponerse una bata descartable, lo ayuda a atársela en la espalda, lo ve firmar formularios, lo distrae, le pregunta si tiene miedo, se adueña de sus cosas, de su ropa, sus alhajas y su miedo y le dice: te lo guardo hasta que salgas. Le da un último abrazo y lo entrega a los brazos de alguna enfermera anónima. La enfermera le dice vení conmigo, pasá por acá y yo busco las flechas amarillas del piso que me ayuden a volver al principio del laberinto, con la tarea cumplida y con nada más que hacer que esperar. Y esperar. Y esperar. El tiempo cuando alguien que querés está dormido en un quirófano pasa lento como si tuvieses que descongelar un pollo entero con la mirada.
Desanduve el camino de flechas amarillas que me habían traído hasta lo más lejos que puede llegar alguien que no va a operar ni ser operado, atravesé la última de las puertas prohibidas, me saqué la cofia y traté de pensar. Tenía que encontrarme con mi hermana. Quizás, a esta altura, también con mi tía. El hospital era enorme, el parque todavía más. Le mandé un mensaje a mi hermana que decía dónde estás, pero en realidad me hubiera gustado que me dijera dónde estoy. No nos habíamos puesto de acuerdo antes, no habíamos pensado nada: es que no nos habíamos dado cuenta de que ese día qué algún día iba a llegar había llegado y era hoy. En el hospital había ascensores por todos lados pero yo estaba segura de que el piso 4 de este ascensor no era el mismo piso 4 del ascensor de más allá. El mareo me hizo acordar un poco a cuando era chica y mis salidas eran ir al shopping con amigas, y a esas escaleras mecánicas que aunque fuesen siempre las mismas nunca estaban en el mismo lugar; a la seguridad de las escaleras de emergencia, esas que estaban al lado de los baños y también usábamos para escondernos y chapar. Acá no había escaleras mecánicas ni escaleras de emergencia ni escondites donde chapar, había ascensores por todos lados, casi siempre llenos de gente que sabía a dónde iba y otros tantos que hacíamos lo posible por no estorbar. En algún pasillo me encontré con mi hermana y con mi tía y nos fuimos a desayunar. Después de desayunar la actividad principal iba a ser esperar. Esperamos en la confitería, en el parque, en la sala de espera contigua al quirófano, en unos sillones que encontramos. Esperamos mientras contestábamos mensajes que pedían por novedades, esperamos mientras jugábamos sudokus mentales, esperamos mientras solucionábamos cosas de trabajo, esperamos mientras veíamos a otra gente esperar –y desesperar–. Tenía un libro en la mochila pero no lo quería leer porque no quería que se me estropeara el recuerdo de esa historia y se tiñeran los personajes de amarillo hospital. Me había propuesto transitar la espera en piloto automático y quizás por eso entendí mal varias de las consignas. Tenía la atención suspendida. Quizás por eso cuando volví después de una hora preguntando por novedades nadie me supo decir nada: es que la chica de atrás del mostrador me había dicho volvé una hora antes de que termine la cirugía, no dentro de una hora. Y así la espera se hacía más torpe y más larga, y nos prestábamos los hombros y las faldas. Y nos movíamos buscando enchufes donde cargar el celular para seguir jugando al candy crush. Y nos dormíamos con los brazos cruzados, y disimulábamos mal.
Hasta que apareció alguien preguntando por los familiares de mi mamá, y cuando nos levantamos nos dijo: qué tal, pasen por acá.
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El otro día me escribió Iván. Me había escrito una vez apenas empezó el aislamiento obligatorio para hacerme saber que podía contar con él para lo que necesitara. La verdad es que estos últimos meses había estado haciendo todo lo posible para no necesitarlo y venía bastante bien. Tampoco lo había necesitado antes, durante ese tiempo que salimos, y no veía por qué esto haría que de golpe cambiara algo. Pero quise ser buena –o al menos no tan mala– y le contesté: le dije que tranqui, que no se preocupara. Quisiera no haber estado en mi cerebro mientras escribía y seguir creyendo que soy más piola de lo que soy, pero estuve ahí y sé que en ese momento me aseguré de elegir cuidadosamente otras palabras para no tipear la palabra gracias. Pienso –pensé, mientras le contestaba– que no es lo mismo un "gracias por preocuparte" que un "no te preocupes". No sé si tengo ganas de agradecer un gesto que nunca pedí. Además en un no te preocupes, aunque amistoso, hay escondido un tono imperativo que me hace creer que me estoy haciendo respetar. Creo que a veces las personas hacen cosas que en apariencia son para quedar bien con alguien más pero en el fondo son para sentirse bien con ellos mismos. No tengo ganas de alimentar tu ego, Iván. Disculpá. Hay una canción que se supone que nos tiene que gustar a todos, de una banda que se supone que nos gusta a todos, esa que dice perdón si estoy de nuevo acá/pensé que habías preguntado por mí (...)/voy a quedarme un poco acá/cuidarte siempre a vos en la derrota (...)/ah, todo lo que hago es para vos (...). Siempre que la escucho me enojo. A veces la canto, ojo, pero enojada. Me da bronca, me siento ahogada. Necesito que te vayas. No quiero que me cuides, ni vos ni nadie. No quiero que te atribuyas el poder de cuidarme, de estar ahí. Quiero lamerme las heridas en soledad. Quiero que vos vayas y te ocupes de tus propias heridas. Quiero que reconozcas tus propias heridas y te hagas cargo de ellas, que te ocupes vos de vos y me dejes ocuparme a mí de mí. Quiero que estés bien –no soy tan mala– pero quiero que estés bien allá, en otro lado, en otro plano.
A veces no sé qué me sale peor: querer o dejarme querer. Creo que son dos acciones que no existen la una sin la otra, como esas puertas que dicen tire y empuje. Sé que el chico que canta esa canción no tiene una mala intención, que quiere estar ahí para ella de onda, como diciendo "tranqui, no estás sola". ¿Pero y si lo que la chica quiere es, justamente, estar sola? ¿A alguien le importa lo que quieren las chicas de las canciones? ¿A alguien le importa lo que esas chicas queremos? Es más cómodo y más fácil pensar que él es un tierno que se preocupa, que ella no lo sabe pero en el fondo lo necesita, que ella en realidad no sabe nada y que es una boluda por dejarlo ir. Y entonces él, Iván o el chico que canta, sienten que están haciendo las cosas bien y se quedan conformes sintiéndose unos capos. Y entonces a los ¿qué? ¿20 días? de que le dijiste –le pediste– que no se preocupe por vos te vuelve a escribir. Sin preámbulo te manda un chiste de mal gusto, un meme que se ríe de las feministas, que se ríe de vos. A los dos o tres minutos sin recibir respuesta insiste: cómo va? Y a las dos o tres horas sin recibir respuesta te bloquea y desaparece para siempre –con suerte– de este plano. ¿Eso querías?
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Me serví un vino para sentarme a escribir. Nunca hice esto pero es un lugar común que me parece bien. Hay que amigarse con los lugares comunes de vez en cuando. Me serví un vino pensando en que no tengo ni la menor idea de lo que voy a escribir pero así y todo agarré el vaso y me vine a mi cuarto a escribir. Cuando entré había una polilla esperándome. Por un momento pensé en practicar la tolerancia, compartir el espacio –mi cuarto es grande, entramos cómodas– pero en el segundo en el que empezó a volar sin ir a ningún lugar tomé la decisión. Si querés estar acá necesito al menos saber dónde vas a estar. Ahora creo que estoy tomando vino con gusto a raid. No está tan mal.
No sé nada de vinos. No sé diferenciar un vino caro de un buen vino. No sé cuándo un vino es mediocre y cuándo no. No sé qué vino llevar para quedar bien ni de qué depende. No sé ni siquiera si me gusta tanto su sabor. Pero me gusta tomar vino. Me refiero al acto de tomar vino, a la ceremonia. Me gusta porque nadie te apura. Creo que la elegancia de las cosas aparece cuando deja de correr el reloj. Me gusta que el vaso no transpire. ¿Se toma en copa, no? Ni siquiera sé eso. Una amiga solía hacer chistes con lo cerca que quedaban tocar fondo y tomar vino en taza. Me parecía tierna esa imagen de reventada que quería dar. Me la imaginaba vestida de femme fatale con su metro de piernas, la boca violeta y en la mano una taza con alguna leyenda cursi o sin gracia tipo I <3 NY o Feliz día Ma. Pero me gustan los tiempos del vino. El vaso –la copa– está ahí, no se va a ir a ningún lugar. No se va a calentar y volverse intomable, no se va a derretir el hielo y aguarse, no se le va a ir el gas. Vas a dejar el vaso ahí a un costado y te vas a poner a escribir, el drive en una pestaña, youtube en otra y twitter en otra y de repente, cada tanto, vas a sentir la necesidad de mojar los labios y lo vas a volver a agarrar. Un sorbo y lo dejás. Lo vas a sentir pasar entre los dientes, acariciar el paladar y, casi sin tocar la lengua, atravesar caliente la garganta. En algún momento, distraída, te vas a pasar la lengua por los labios y lo vas a volver a encontrar. Como un bonus track. En la otra pestaña, en la de twitter, tenés un mensaje. Es Mati. No dice nada importante. Ni este mensaje en particular ni Mati en general. Con Mati nunca nos preguntamos cómo estamos, ni qué hacíamos, ni cómo la venimos llevando. Nuestras conversaciones no empiezan en ningún lugar: arrancan ya empezadas, como las películas del cable. Tampoco tienen un diálogo final. Nunca nos decimos que descanses ni hasta mañana. Nos podemos clavar el visto sin piedad y a los dos días volver a empezar. Casi siempre hablamos sobre alguna persona que seguimos los dos, o para reírnos de alguien a quien no seguiríamos jamás. Nuestras citas son juntarnos en su monoambiente, hablar durante horas tomando un vino –a veces dos– sin tocarnos, sin besarnos, cada uno desde su lado de la mesa hasta que uno de los dos se distrae y de repente estamos cogiendo. El vino siempre lo elige él.
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