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Me and my Alterego

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Etérea

Todo en ella parecía plasmado por un poeta de antaño.

Ella era Calíope; una musa escrita con una brocha de tinta sin fin, con delicadeza, amor y pureza. Creada minuciosamente por los dioses, Naissa es una bendición, y una maldición.

Teniéndola en frente, cualquiera podría convertirse en Pablo Neruda y dedicar su carrera entera solo a explayarse sobre cómo lo embruja su existencia.

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En la pálida y perfecta espalda de Naiissa, como un secreto tallado en tinta negra sobre mármol, se extendía un imponente tatuaje que parecía un emblema de otro mundo. El diseño, simétrico y majestuoso, representaba un escudo heráldico dividido en dos planos: en la parte superior, tres flores de lis reposaban como coronas flotantes sobre líneas en forma de chevron, evocando nobleza y sangre azul. Al centro, una fortaleza de tres torres emergía de unas llamas estilizadas, símbolo de poder que renace del fuego. A ambos lados, dos figuras aladas —ángeles o custodios, es imposible saberlo con certeza— portaban lanzas y escudos, custodiando ese castillo como si fuera un templo sagrado.

Rodeando el escudo, un juego de líneas ondulantes, semejantes a plumas o llamas congeladas, lo abrazaba con aire barroco. En la cúspide, un perfil clásico de mujer con casco romano miraba hacia el horizonte, y en la base del escudo, una guirnalda de pequeños cuerpos colgantes —quizás ángeles caídos, o pecadores redimidos— formaba un arco lúgubre, coronado por un fénix que alzaba las alas, símbolo de renacimiento, de venganza divina o gloria inevitable.

No era sólo un tatuaje. Era una declaración. Una advertencia. Un legado sellado en la carne de una chica que parecía un ángel caído con ojos de invierno y alma de tormenta. Ella sabía que por tener su reino muchos clavarían una espada.