Tumgik
ciudadazarosa · 3 years
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1 | Asesinato pero poco
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Los cadáveres no tienen por costumbre levantarse, pero este hizo una excepción.
Para ser justos, todos los cadáveres de nómores se levantaban en algún momento de su vida. No era una novedad para este nómor; ya había pasado por la experiencia de ser un difunto, y aunque no dejaba de ser un trámite, tampoco suponía un trago agradable. A nadie le gusta morirse.
Los nómores son seres que en su madurez no sobrepasan en dimensiones a un niño humano raquítico. Primos altos de los gnomos son, sin embargo, fáciles de distinguir de sus parientes lejanos por dos razones principales: se quejan de todo y se mueren mucho. A veces las dos van de la mano, dependiendo de la paciencia del receptor de las quejas y de la distancia de sus manos al cuello del nómor. No era lo que le había sucedido a este, cuyo cuello estaba casi como nuevo. Aún cadáver, se le veía disgustado. Hasta nueve veces puede volver a resucitar un nómor, producto de una de esas antiguas maldiciones. Es hace dos mil años; su pueblo intenta prosperar como civilización, crecer unos quince centímetros para que los humanos abusones no pongan todas las cosas en los lugares altos, encomendarse a uno o dos dioses. Lo típico. Y entonces, rezan al dios equivocado y pam, aquí tenéis una maldición, ahora os vais a morir nueve veces, tantas que cuando vayáis por la quinta ya estaréis hastiados del peso de la vida, la realidad y los trámites burocráticos de la morgue y solo podréis pensar en cometer suicidio cuatro veces seguidas.
Hasta entonces, este nómor solo había muerto dos veces, la segunda sin buscarlo. La legislación sobre los nómores parece enfocada en echarse unas risas a costa de unas criaturas capaces de resucitar más veces que la media. Una de estas leyes dicta que si mueren estando casados el matrimonio queda anulado y el cónyuge del efímero cadáver pasa a la viudedad. Por tanto, tiene derecho a acceder a pensiones que se anulan en el momento en que deciden volver a casarse entre ellos. Eso siempre pone en duda la conveniencia de una repetición de las nupcias, aunque otros persiguen un objetivo mucho más fraudulento. Si la muerte es un suicidio con la intención de defraudar a la hacienda pública, se les condena de manera ejemplar: sin derecho a pensión, con el matrimonio anulado y a muerte. Es lo que los jueces llaman «dos por uno». La primera muerte de nuestro nómor fue autoinfligida: su mujer y él disfrutaban de un feliz matrimonio, pero una pensión de viudedad no les venía mal para pagar los muebles nuevos de la cocina, «que están hechos un asco, mira que te lo tengo dicho». La segunda de sus muertes fue porque le pillaron. Con esta harían tres.
Otra particularidad era que, si les asesinaban, aunque se levantasen de nuevo y por norma general al cabo de unos veinte minutos, contaba como asesinato de todas formas. Era una simple cuestión de educación civil; no se puede ir por ahí matando gente pequeña e irse de rositas. Las ventas de sacos de boxeo caerían en picado.
El nómor se incorporó dando un respingo. Miró alrededor. Era un callejón sucio. A su lado había un contenedor de basura que estaba siendo usado al revés a juzgar por la cantidad de desperdicios que lo rodeaban. Bolsas de basura revueltas, cartones, un móvil destrozado, un microondas fabricado hace no menos de doscientos años y envases de hechizo portátiles Grandequé, capaces de agrandar una parte del cuerpo al azar durante una hora. Alguien se había corrido una buena juerga.
―En menudo sitio me han ido a matar, este barrio está hecho un asco.
Y entonces, salió corriendo. Supo a donde tenía que ir de forma inmediata. Lo llevaba en los genes. Corrió sin descanso, corrió hasta la boca de metro más cercana. Corrió bajando las escaleras y a través de los tornos, corrió jadeando y esquivando goblins que se afanaban por atravesar los largos pasillos, orcos cansados tras un día de trabajo de oficina, enanos hablando a voz en grito para oírse por encima del ruido de los trenes, ruidosos y jóvenes elfos de no más de ochenta años que ignoraban la existencia de los auriculares, un par de inexpresivos gólems disfrutando de su libertad gracias a la reciente ley mágica que anulaba el Antiguo Contrato, pudiendo darse un propósito a sí mismos como casi cualquier ser pensante, y algún que otro humano. Corrió hasta el andén y esperó impaciente. Se subió al vagón cuando llegó el metro, todavía resollando, farfullando entre dientes, cuánta gente, a ver si dejan entrar antes de salir, antes todo el mundo era más educado, deberíamos volver a la época en la que los enanos tenían sus propios vagones. Llegó su parada. Salió corriendo y corrió hasta la salida. Corrió escaleras arriba, resoplando, y corrió por la calle. Una, dos, tres manzanas. Corrió subiendo las escaleras de la comisaria, corrió atravesando la entrada y corrió hasta el mostrador.
―¡Vengo a denunciar mi asesinato! ―gritó al tiempo que aporreaba la pared del mostrador porque no llegaba más arriba.
Al otro lado, un policía alto de aspecto desaliñado y rostro rojizo y cansado agachó la mirada hacía él, estirando el cuello. Se rascó un cuerno de apenas un palmo de largo, como si un hueso pudiese picarle.
―¿Cómo dice? ―farfulló.
―¡Qué vengo a denunciar mi asesinato! ¡Quiero hablar con un inspector!
El policía, un demonio cuyo linaje un día fue poderoso y temible, miró al nómor de hito en hito durante unos segundos, pestañeando con esfuerzo.
―¿Su asesinato? ¿A quién ha asesinado?
―¡Yo no, cabeza hueca! ¡Me han asesinado a mí! ¡Yo soy el asesinado! ¿Es que no ves que aún estoy un poco rígido? ¡Quiero ver a un inspector! ¡Pago mis impuestos y conozco mis derechos!
El policía sacudió la cabeza cerrando los ojos, como queriéndose librar de una sobrecarga sensorial. Miró a su alrededor sin prisa mientras el nómor se deshacía de impaciencia hasta que encontró a un compañero.
―Eh. Eh, Eksik, ven aquí. Este nómor dice que le han asesinado ―le dijo a un semiorco bastante menos espeso, pero mucho más malhumorado que sostenía una taza de café.
―Lucas, soy tu capitán. No me digas “eh”. Joder, solo he bajado a por café. ―Se giró hacia el mostrador con la taza en la mano, escudriñando con calma al pequeño gritón―. Señor, ¿está usted seguro de que ha sido asesinado?
―¡Tan seguro como que pondré una queja formal muy detallada contra esta comisaría si no me atiende un inspector ahora mismo! ¿Es que no se puede poner una denuncia en condiciones en esta ciudad? ―El nómor daba pequeños saltos, poniéndose de puntillas y lanzando el dedo índice de una forma que habría resultado amenazadora para gente de la altura de una mesita de noche.
―Ay... ―El capitán semiorco fantaseó con estamparle en la cara la taza de café caliente a aquel mequetrefe―. Muy bien, pase usted mismo. Primera planta, según salga del ascensor a la derecha, la primera mesa, inspectora Page. No será difícil, es la única que sigue aquí.
―Vaya si lo haré, esto no puede quedar así, no consentiré que... ―el estridente sonido de su voz se perdió al alejarse en pos del ascensor.
―Podemos... ¿dejar que suban solos? ¿No nos dirán algo? ―preguntó confundido el demonio, rascándose el otro cuerno.
―Soy el jefe, ¿recuerdas?
―Parece hastiado. A usted le pasa como a la inspectora Page, ¿eh? No hay nadie que le espere en casa.
Quiso espetarle que no tenía nada que ver porque, a pesar de la facilidad con la que caían esos pequeños, era el cuarto nómor en quince días que se presentaba a denunciar su asesinato. En cambio, el capitán Eksik se giró para alejarse de allí y en un tono grave, respondió:
―No. ―Y se bebió la taza de un trago.
   El nómor salió de un salto del ascensor en la primera planta y oteó el horizonte buscando la primera mesa a la derecha. Allí vio a una joven, demasiado joven y demasiado mujer para ser inspectora, pensó el nómor, pero ya se quejaría de eso después. Caminó tratando de que sus pequeñas pisadas resonaran lo máximo posible, como si eso le fuese a dar fuerza a su inminente relato. Llegó hasta la mesa de la inspectora, que hundía la nariz en papeles, y repitió su operación de llegada triunfal.
―¡Inspectora Page, vengo a denunciar mi asesinato! ―gritó golpeando la mesa, mucho más baja que el mostrador de la entrada.
―¡Aaah! ―La inspectora dio un respingo. Aunque había tomado declaraciones similares antes, nunca la cogían con la guardia tan baja. Se recompuso como pudo y enfocó la vista en el nómor―. Ah, sí sí, claro, disculpe un segundo. ―Trató de ordenar sus papeles durante un momento hasta que desistió al notar la inquisitiva mirada del pequeño ser y los apartó de golpe. Atrajo el ordenador portátil hacia sí―. Dígame, ¿quiere denunciar un asesinato?
―¡MÍ asesinato! ¡Me han asesinado! ¡Ha sido hace unos tres cuartos de hora, en la calle Chett, paralela al sur de la Cuarenta! ¡No he podido ver el arma, pero recuerdo a la asesina! ¡Es imposible que no me acuerde porque soy capaz de acordarme de detalles recónditos que a la gente normal se le escapan, como aquella vez que mi señora le hizo un pastel con arándanos a mis padres, pero yo sabía que no eran arándanos si no moras, pero ella estaba empeñada en que eran arándanos y, además, eso no puede ser porque mi padre es alérgico y se lo comieron entero, cosa que no es de extrañar porque mi señora hace unos pasteles excelentes y claro, no podía...!
―Señor, señor, disculpe, tengo que pedirle que se ciña a los hechos.
La inspectora Mery A. Page trató de ser amable, pero el nómor le dedicó una mirada que le ayudó más bien poco. Era el segundo nómor al que tomaba declaración en los últimos días por un asesinato y el primero no fue mucho más agradable. Entre improperios y exigencias, le espetó que no había visto a su atacante pero que, al despertar, tenía un maniquí quemado a su lado. Mery ni siquiera lo cuestionó; los nómores ya son raros de por sí y pervertidos raros hay de muchos tipos. Se echó el pelo por detrás de las orejas en un movimiento mecánico, carraspeó y continúo en un tono neutro.
―Si le parece, le haré una serie de preguntas para poder llevar todo en orden y usted me irá respondiendo en la medida que recuerde.
―¡Yo me acuerdo de todo! ¿No le acabo de decir que...?
―Es cierto, es cierto, tiene razón. ―Volvió a cortarle Mery con un gesto de la mano―. Veamos, empecemos desde el principio. ¿Nombre completo?
―Re Duudilfreenkën ―dijo el nómor, mucho más rápido de lo que debía. Mery dejó escapar un suspiro agónico.
―Muy bien... ¿estado civil?
―Mire, eso es interesante, porque yo estaba casado, pero me suicidé en una ocasión y ahora...
―Voy a poner soltero, tampoco es tan importante ―dijo Mery tecleando, contrariando al señor Duudilfreenkën una vez más. Fue a hacerle más preguntas de rigor, pero decidió que lo mejor era saber si había caso―. Muy bien, ehm... dígame señor Dodil...
―¡Duudilfreenkën! ―espetó malhumorado.
―Voy a llamarte Re, ¿de acuerdo? ¿Te puedo tutear? Tutéame, estamos como en familia. ―Tras catorce horas trabajando, la paciencia había dimitido―. Bueno. Re, me has dicho que viste a la asesina. ¿Puedes describirla?
―¡Por supuesto que puedo! ―dijo golpeando la mesa mientras gritaba. Los pocos compañeros que quedaban en la planta estaban pendientes desde hacía rato de la evolución del caso, algunos con el ceño fruncido en señal de molestia, varios con una sonrisa socarrona―. ¡De hecho, no solo puedo describirla, si no que se la enseñaré!
El nómor se echó la mano al bolsillo y, por un momento, Mery pensó que la sacaría agarrando una duende y clamando que ella lo había hecho, corra, póngale unas esposas, ¿cómo que no tienen de este tamaño? ¡Pues retuerza un clip! Para su desilusión, solo sacó un móvil.
―¡Mire, mire! ¡Justo pasaba por un barrio un poco así-así si usted me entiende, pero menos mal que había una señorita por allí cerca que dijo algo sobre que le parecía sospechoso alguien de mi edad con una joven mucho más joven y quería grabarnos, pero se ve que se confundió y nos hizo una foto, pero yo le dije que quién se había creído que era para invadir mi privacidad y que aquello solo lo hice una vez y que...!
―Señor, por favor, ¿le envió la foto esa señorita?
―¡Pues claro que me la envió, si yo lo que quería era librarme de ella porque era una maleducada fisgona, a ver si se cree que me la he traído en bolsillo o algo así, es que vaya cosas tiene usted!
La inspectora quería usar su arma y le daba igual con cuál de los dos. Se imaginó haciéndolo con ella. Cogió aire para tranquilizarse.
―Muy bien. ¿Me enseña esa foto, por favor?
Por supuesto, Mery se arrepintió al instante de haber hecho aquella pregunta.
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ciudadazarosa · 3 years
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2 | Robando en horas de trabajo
Dos días antes, en la misma ciudad, una joven se acercó a un repartidor de mensajería.
―Hola señor disculpe señor puede decir cómo llegar esta calle.
El transportista miró alertado a la joven de piel oscura y pelo negro corto y alborotado que le tapaba la frente. Miró a su furgoneta. Volvió de nuevo a mirar a la mujer y pensó que blanco y en botella; una pamela grande, un vestido ligero y sujetaba un mapa de la ciudad mientras esperaba indicaciones, con esa expresión de escuchar con atención para no enterarse de nada que solo los turistas saben poner. Solo las botas, que habían vivido mejores días, desentonaban. El transportista se relajó un poco, pensando que ojalá esa chica tuviese a alguien que le dijera que ese calzado no combinaba con un vestido veraniego, y se colocó junto a ella para mirar el mapa. Apenas eran las ocho de la mañana. Si pretendían despistarle para desvalijar la furgoneta, desde luego, no les importaba madrugar. Sin embargo, los turistas están locos. Estar de vacaciones y madrugar, hay que ser cretino.
―Disculpe, ¿a qué calle quiere llegar?
―Esta, esta. Cómo ir por favor. ―La turista señaló una calle distinta de la que había señalado la primera vez.
―Estamos un poco lejos, lo mejor es que coja el metro. Metro, ¿entiende? ―Ella asintió con la boca entreabierta y los ojos entornados―. Mire, gire por esta calle, a la derecha. No, derecha. Hay una boca de metro. Coge la línea seis ―hizo el número con los dedos―, seis, color gris, seis, tiene que ir hasta... hasta...
De repente, el hombre comenzó a notar falta de aire. Tomó una bocanada profunda, disculpándose con un gesto, tratando de recuperarse. No solo no funcionó, si no que ahora la falta de aire se estaba convirtiendo en presión. Abría y cerraba la boca mientras la parte inferior de la mandíbula se le comenzaba a entumecer. Le nació un dolor agudo en el pecho.
―Señor. Señor, ¿usted bien? ―dijo la turista mientras hacía ademán de ir a sujetarle.
―Me estoy... mareando... ―El hombre dobló las rodillas y apoyó las manos en ellas, respirando con dificultad. El dolor era cada vez más intenso y no parecía que se fuese a detener―. Creo que me está dando un infarto...
―¡Señor, yo ayudo! ―La turista, a la que el hombre de metro ochenta le sacaba una cabeza, le cogió con esfuerzo bajo el brazo para ayudarle a sentarse junto a una pared―. ¡Voy pedir ayuda! ¡No mueva! ―dijo dejando al hombre bañado en sudores fríos. Salió corriendo hasta la furgoneta que el transportista había aparcado a pocos metros de allí y desapareció tras ella. Allí la esperaban.
―Niña, ¿y ese acennto? ¿Estáss borracha? ―le dijo un hombrecillo menudo, rechoncho y miope que se asomaba desde detrás de la furgoneta para no perder contacto visual con el transportista, con las manos en los bolsillos de su chándal como si mirase una obra.
―Acento de turista. No me hables tú de acentos. Y creo que no.
―¿De dónde era el turista, jrrum, de Villaimbécil? ―replicó un semielfo delgaducho de cara almendrada, rapado y aspecto cansado hasta en el cigarrillo empezado que se le mecía tras la oreja. Le tendió una chupa de cuero que sujetaba con dos dedos. Damaris se la puso.
―Sí, paisana tuya. ¿Nos vamos o qué? ―dijo agitando las llaves de la furgoneta.
―Claro ―dijo el vozarrón de una orca enorme salpicada de manchas de vitíligo verdes en su piel marrón oscura. Su tupida melena gris llena de trenzas se bamboleó al arrebatarle las llaves de la mano―. Conduzco yo.
―¿Qué? Vamos, Vultuk, yo soy la conductora.
―Solo caben tres. Eres la más pequeña.
―¿Pequeña? ¿Tú has visto este culo que estoy echando? ―dijo señalándose a sí misma en un gesto que no ayudó nada a su argumento.
―¿Y tú has visto estos brazos? ―dijo la orca señalando el atún que tenía por bíceps. La manga de su camiseta rogó clemencia―. Parraque, ventanilla. Ruf, centro. Además, estás borracha.
―¡Ya no! Es que solo he dormido un par de horas. Por eso tengo los ojos rojos. ―Se quedó allí hablándole al aire mientras todos se dirigían a su puestos―. Creo que he dormido. ¿Aún estoy borracha?
Parraque estudió la carrera de medicina casi hasta el final. Era capaz, entre no muchas otras cosas, de causar ataques al corazón falsos. La ventaja era doble: el que lo recibía no sabía que era falso, pero, al ser falso, no hería o mataba a nadie. Y claro, ¿cómo demostrar un intento de asesinato que nunca ha ocurrido? Dejó pasar a Ruf al centro donde, de todas formas, por anchura no habría cabido y subió tras el semielfo. Damaris se quedó unos segundos indignada hasta que por fin subió a la zona de carga por la puerta lateral. Estaba llena de cajas de diferentes tamaños, pero el transportista había dejado un hueco hasta la puerta desde el que poder descargar. Ella y su culo cabrían, pero tendría que sujetarse, sobre todo porque Vultuk conducía. Casi podía ver la media sonrisa habitual de la orca que solía significar que iba a aplastarte la cabeza con una sola mano. Nadie sabía lo que significaba una sonrisa completa.
Arrancó y salieron despacio para que Parraque tardase en perder contacto visual y mantuviese el falso infarto. Cuando giraron a la derecha, ya con algunos viandantes atendiendo al transportista, el vínculo se rompió. Mantuvieron una calma tensa. El transportista estaba libre del influjo de Parraque y pronto avisaría a la policía, que buscaría una furgoneta amarilla de la empresa de mensajería más importante de la ciudad. No es que a la gente común le importe un comino los rankings de agencias de mensajería, pero cuando hay cosas grandes y chillonas aparcadas en doble fila todo el día terminan formando parte del paisaje urbano y de la memoria colectiva. No era el mejor vehículo con el que pasar desapercibidos, pero tenían dos ventajas: estaban en movimiento y tenían un plan.
Damaris trató de relajarse, sentándose en el escaso hueco del que disponía. Aún quedaba un rato para que estuviesen a salvo, así que la tensión de saber que iban a ser perseguidos sumada a la dificultad de acomodarse en una máquina de un par de toneladas que conducía Vultuk la inquietaban. Se levantó de nuevo al pensar en ello, al fin y al cabo, las cajas solo confiaban las unas en las otras para no caerse y darle en la cara. Prefería no tener que explicar heridas por cajas que se te caen en la cara al ir en el interior de una furgoneta robada. Tampoco sabía a quién podría explicárselas, si pudiera. ¿A Mery? Esperaba no tener que hacerlo. Lo mejor era alejarse lo máximo posible de las heridas en la cara y de las explicaciones a Mery.
Deseó que aquello terminase rápido para poder largarse, quizás a echarse un trago. Solo quizás. Probablemente. Seguramente. Sin lugar a dudas. Sí, ya estaba decidido. Era un buen golpe, si salía bien había que celebrarlo, ¿no? Además, nunca había necesitado una excusa para pasárselo bien. ¿Por qué iba a necesitarla? Beber un poco, conocer gente extraña, beber otro poco, pegarse con tres o cuatro nómores, beber otro poco más y así. Pasárselo bien era mejor que no hacerlo. Y pegar a los nómores. Damaris odiaba a esos pequeños engendros. No callaban ni bajo el agua. Además, ¿qué son, gnomos crecidos, enanos anoréxicos, humanos pasados por una secadora? Que se pongan de acuerdo, siempre decía ella. Sí, iba a pasárselo bien. Ya dormiría cuando estuviese muerta o pasado mañana, lo que llegase antes. Era lo malo de estar sobria, tenía que preocuparse por cosas como dónde dormir. Cuando bebía, aquello no podía importarle menos porque, en realidad, nada importaba demasiado. Estaba bien. Se sentía bien.
Intentó volver a sentarse. No sabía qué hacer con las manos. Se colocó el pelo que le caía por la frente para que se la tapase. No le gustaba su frente al descubierto, aunque no por la frente en sí. Dio un bufido de desesperación. Estar en un sitio tan opresivo y sin nada con lo que entretenerse la ponía de los nervios. Decidió que se iba a entretener con los paquetes. ¿Qué más daba si los abría? Tendrían que abrirlos tarde o temprano. Solo estaba adelantando trabajo. Se volvió a levantar y cogió uno al azar de dos palmos de largo de la parte alta de la torre de paquetes y lo agitó. Claro, no hizo ningún ruido. Es todo papel de burbujas, pensó. Si alguien compra papel de burbujas, ¿se lo envían con papel de burbujas para protegerlo? Abrió el paquete y era una tablet. Supuso que, si faltaba al hacer el recuento del botín, la jefa se daría cuenta. Decidió, por si acaso, dejarla donde estaba. No quería problemas. Abrió otro paquete, solo por probar. Se encontró con una bolsa cerrada al vacío, opaca y que al tacto parecía contener algún elemento gelatinoso. La curiosidad le pudo; sacó unas llaves ―que no eran suyas― de un bolsillo de la chupa y rasgó la bolsa. Al ver el contenido, lanzó el paquete lo más lejos que le permitió el susto, desperdigando parte. Eran ojos. Se acercó con respeto a uno y se atrevió a tocarlo con el índice. El tacto se le antojó extraño; había tocado los suficientes ojos como para deducir cómo era. Miró la bolsa. Una etiqueta indicaba que eran “100 % tofu”. Soltó un suspiro de alivio. Debía ser un envío para una bruja vegana. Al fin y al cabo, las antiguas recetas de sus compuestos ―las más tradicionalistas los llamaban pociones― funcionaban igual siempre que se respetase el espíritu de la norma. La receta podía indicar ojos de tritón, pero si se parecían lo suficiente ya iba bien. Lo que contaba era la intención, no los componentes, igual que elegir entre un abrigo de poliester o uno de pieles; la función es la misma, el material diferente y la elección depende de cuántos animales se quieran matar por el camino. Recogió los ojos caídos de vuelta a la bolsa y cerró la caja como pudo, dejándola en su hueco original en lo alto de la montañita de cajas. Al hacerlo, se percató de otra caja, una diferente, en el compartimento superior del fondo, cercano al techo.
Este envío no iba en un sobre ni en un embalaje de la compañía. Tampoco tenía dirección alguna. El conductor debía saber a dónde iba. Cogió la caja, roja, cúbica, del tamaño de su mano, con las esquinas redondeadas. Trato de abrirla, pero no lo consiguió. Al mirarla con detenimiento se percató de que apenas se apreciaba una junta en el centro donde debían unirse las dos mitades. Era suave, ligera, parecía hueca y no tenía ni idea de qué podía guardar. Y, aun así, le era familiar. No la había visto nunca, pero algo la atraía. Si pudiese abrirla de alguna forma...
Un acelerón imprevisto incluso para la forma de conducir de Vultuk casi la tira de espaldas. Todo el conjunto de cajas se agitó, cayendo algunas. Mientras seguía acelerando, Damaris distinguió el sonido de las sirenas de la policía. La fiesta empezaba y ella solo podía esperar. Genial. Oyó unos golpes rítmicos desde la cabina.
―¿Necesitas algo ahí atrás? Ajjrumm ―le espetó Ruf para hacerse oír a través de la chapa.
―Te diría que una bolsa de vomitar, pero tengo bolsillos. ¿Estamos muy lejos de la trampa?
―Una miaja. Ujum. Estate al loro.
Ya sabía lo que tenía que hacer: sujetarse donde pudiese, tratar de no marearse y apretar los dientes. No iba a ser agradable. Recorrieron varios cruces saltándose los semáforos, con sirenas persiguiéndoles y cláxones aquí y allá. Al pasar por un cruce hubo un volantazo seguido de su contramaniobra y el ruido de un derrape y un choque tras ellos. Estaban cerca. La furgoneta iba lo más rápido que podía. La policía no tardaría en alcanzarlos tras esquivar el accidente del cruce. Damaris casi podía oír a Ruf concentrándose. O quizás carraspeando. Los neumáticos chirriaron al dar un fuerte giro a la derecha. Allí estaba la trampa: una furgoneta idéntica, estacionada en el lado izquierdo de la calzada, encarada en la otra dirección. Ruf hizo su magia.
La furgoneta aparcada arrancó y comenzó a circular subiéndose con torpeza al bordillo y encarando la calle por la que ellos habían venido con un giro que no debería hacer un vehículo con ese centro de gravedad. Antes de cruzarse con los dos coches de la policía, los encaró cortándoles el paso. Frenaron justo a tiempo para no chocar. Los agentes pudieron ver a Vultuk al volante, Ruf en el centro y Parraque junto a la ventanilla, que tuvo el buen gusto de hacerles una peineta. Cuando supieron que tenían su atención, la furgoneta quemó rueda, giro en redondo y aceleró. Los policías notaron raros a sus ocupantes, como si los viesen a través de un cristal sucio. El vehículo giró a la izquierda y aceleró, perseguido por los coches de policía.
Tras unos minutos de persecución en los que se había avanzado en línea recta, comenzó a aminorar, respetando incluso las normas de tráfico. Dos coches de policía no tardaron en adelantarla y cortarle el paso, mientras otro cerraba la huida por detrás. Ya no tenían dónde ir. Los agentes descendieron de los coches, ordenando a los ocupantes de la furgoneta que bajasen con las manos en alto, desabrochando todos la funda de su arma reglamentaria, preparados. Un tanto tiesos, Vultuk, Ruf y Parraque descendieron de la furgoneta mientras Damaris pegaba la oreja en el interior de la zona de carga, aunque no se molestó en bajar. No sería necesario. Los tres levantaron las manos y siguieron, obedientes, todas las indicaciones de los agentes, que se les echaron encima con premura. Cuando les fueron a esposar, Vultuk comenzó a reírse. El agente ignoró la risa y tomó a la orca de un brazo para que se girase contra el capó de la furgoneta. Al hacerlo, el volumen del cuerpo de Vultuk se volvió raro, perdiendo, al menos, una dimensión. Como girar un dibujo hiperrealista hecho sobre una hoja de papel. El agente, confundido, miró a sus compañeros, que tampoco sabían cómo actuar pues lo mismo sucedía con Ruf y Parraque. Al girarla de espaldas, las dimensiones de la orca retornaron a su sitio. El agente la meneó adelante y atrás, pestañeando confundido.
―Eh, Ruf ―dijo un Parraque que no se ponía de acuerdo entre las dos y las tres dimensiones―. Parecce que te sigue fallanndo el asunnto.
―Jrrumm. A tomar por saco.
Las tres copias dejaron de luchar contra la caprichosa profundidad y desaparecieron.
―Te salenn unos trampantojjos dimennsionales como a naddie, Ruf ―rió Parraque
―Bah. Para que más. Ujum.
―¿No ha sido un poco pronto? ―gritó Damaris.
―Están como a tres kilómetros, para cuando quieran encontrarnos ejrum ejjjm este cacharro estará vacío ―respondió el semielfo.
―Entonces no debería preocuparme la sirena que viene tras nosotros ―dijo ella.
Los demás no tardaron en oírla. Vultuk vio por el retrovisor de su lado cómo un coche de policía, puede que confundido, había seguido a la furgoneta original. Aceleró y la persecución comenzó de nuevo.
―No les despistaré con este mamotreto. Parraque, provócales un ataque.
El hombre se estiró para mirar por el retrovisor, tratando de enfocarles
―No les veo, vann y vienenn de mi campo de vissión.
―¿Y ahora, qué? ―dijo Ruf―. ¿Que Damaris les tire ejrrem paquetes?
―Voy a por ellos ―dijo Vultuk, calculando distancias―. Parraque, conduce.
―No sé si me lleggan los piess a los peddales...
―Haz que te lleguen ―dijo ella, y se dispuso a abrir la puerta.
―¡Vultuk, espera! ¡Tengo una idea mejor! ―gritó Damaris que estaba siguiendo la conversación poniendo la oreja―. ¡No te va a gustar, pero no implica lanzarle una cosa de 150 kilos a un coche en movimiento con personas dentro!
―¿Una cosa?
―¡Hazme caso y nadie saldrá herido! ¡No es una amenaza! ¡Intenta entrar por la puerta lateral!
Vultuk se encaramó al techo y se arrastró hasta el lado derecho. Damaris abrió desde dentro. La orca era mucho más ágil de lo que parecía y apenas le costó dejarse caer al interior, como si entrase así a los vehículos por costumbre. Con ella dentro, el espacio se redujo a casi cero y Damaris se sintió algo intimidada. Le pidió con un gesto de la mano que fuese hacia la puerta trasera y se encogió todo lo que pudo para dejarle paso, aunque Vultuk pasó aplastándola contra las cajas. Apartaron varias hacia el pasillo lateral para hacer hueco entre la montaña de envíos y la puerta trasera.
―Vale, vamos a hacer lo mismo que pensabas hacer, pero te lo voy a hacer yo para que no tengas que matar a esa pobre gente. ―Vultuk la miró ceñuda. Damaris continuó para pasar el trago lo más deprisa posible―. Abrimos la puerta, te empujo contra el coche de policía y entonces, hago lo mío.
Vultuk le sostuvo la mirada de malas pulgas. No le gustaba lo suyo.
Lo suyo, como Damaris decía, era controlar el azar. Pero no de cualquier forma, no podía controlar el azar y punto; tenía que crearse su propio azar. La orca cerró los ojos para no estrangularla, suspiró un gruñido y se giró hacia la puerta, dispuesta a abrirla.
―Más te vale que salga bien.
―No hace falta que lo jures.
Damaris esquivó las cajas que Vultuk había movido y llegó junto a ella. La orca abrió de golpe. El coche de policía les seguía a varios metros. Vultuk apretó los puños. Damaris cogió fuerzas. La empujó de una patada, lanzándola a la carretera. Mientras su compañera estaba en el aire, hizo lo suyo: con un gesto de tres dedos de la mano derecha giró una rueda invisible. Vultuk describió una trayectoria inverosímil con un giro del todo inesperado, indignando por el camino a varias leyes de la física. Tras media vuelta y algo a lo que sería muy generoso llamar tirabuzón, la mujer clavó un aterrizaje sobre los dos pies que haría enrojecer de furiosa envidia a más de una gimnasta. El conductor del coche patrulla frenó en seco cuando vio que una cosa grande y verde se le abalanzaba. El coche se detuvo. Por centímetros. Los policías, dentro del coche, boquiabiertos, no supieron cómo actuar. Vultuk tampoco. Mientras tanto, Damaris cerró la puerta trasera de la furgoneta al tiempo que se alejaban, pensando en que si quería seguir viviendo más le valía que se llevasen presa a su compañera, más o menos, para siempre.
Vultuk entró por la puerta trasera de la nave industrial. Estaba en el suburbio sur de la ciudad, una zona a la que no se solía querer ir si no era para quitarle gratis las ruedas al coche. Los edificios viejos de ladrillo, las calles estrechas de asfalto viejo y gris, las casas de apuestas y los cuadros de bicicleta abandonados se amontonaban allí como si lo hubiesen tirado todo al azar. La orca se internó en la nave donde ya habían descargado el interior de la furgoneta y ahora varias personas se dedicaban a pintarla y cambiar piezas que la hiciesen irreconocible. Habían tenido que sacrificar una para hacer la copia cuántica, y aunque lo más cuidadoso habría sido desmantelarla y vender las piezas, no estaba de más tener un vehículo de reserva. Vultuk miró alrededor, buscando a alguien en concreto.
―Aquí ya no la encuentras, jremm ―le dijo Ruf, que seguía abriendo paquetes―. En lo que llegamos se las había pirao. A estas horas, ujrumm, estará ya borracha como un hada.
Decían las malas lenguas que las hadas eran de buen beber y peor emborracharse, pero se debía sobre todo a un tópico perpetuado por obras de ficción de nula documentación. Cierto es que son como moscas, igual de molestas, pero más esquivas, con lo que ante la dificultad al tratar de espantarlas con el dorso de la mano se optaba por una campaña de difamación perpetua. A ver cómo esquivaban los estigmas sociales perpetuados por la maquinaria audiovisual*[1]. Por otra parte, a Vultuk las hadas o que Damaris estuviera borracha le importaba muy poco. Podía estrangularla sobria o bebida, pero no si no la tenía delante.
―He tenido que hacerme la víctima con la policía. Decir que era una rehén. Poner una denuncia. He llorado para que me creyeran._ Llorado_. Yo no lloro. ―Hizo un movimiento con el cuello para estirarse, crujiendo como si hubiese pisado un paquete de galletas―. Le voy a sacar los ojos con los pulgares en cuanto la vea.
―Vultuk, bonita, creo que vas a tener suerte.
La Doña, jefa de la banda donde su palabra era ley, avanzó hacia Vultuk a la que apenas le llegaba a la altura del estómago.
Sus empleados solo sabían que era mestiza y que tenía un nombre que no era Doña, pero ninguno se había atrevido a preguntar más por respeto que por miedo, ni ella lo había dicho jamás. Lo mismo sucedía con su edad; podía rondar los 50 o los 40 o los 165 dependiendo de la raza. Llevaba un bastón tan grande como ella coronado por un molar del tamaño de su cabeza que a la vista parecía real. Para sorpresa de nadie, no sabían si lo era o no, como no sabían si de verdad necesitaba el bastón para caminar. Excentricidad aparte, el conjunto de pantalón con tirantes más chaleco y camisa que solía usar le daba un aspecto que todos sabían nada más verla, aunque fuese la primera vez, que lo mejor era dejarla hablar primero.
Cuando avanzó hacía Vultuk, esta se volvió al momento. Si otra persona la hubiese llamado “bonita” habría sido lo último que habría dicho. Gracias a ella tenían un plato de comida en la mesa y venía demostrando desde hacía años que así seguiría siendo.
―He hecho inventario de lo que habéis traído ―dijo la jefa mirando una hoja dentro de una carpeta―. Y falta una cosa.
Todos los presentes se tensaron aun sabiendo que no eran culpables. Robarle a la organización no solo estaba mal visto, nadie se atrevería a hacerlo. Era una estupidez intentarlo siquiera. Tampoco habían preguntado nunca cómo lo hacía, pero la Doña tenía listas detalladas de los cargamentos desde antes de robarlos. Aunque Vultuk también se había tensado no tardó en darse cuenta.
―¿Damaris? ―preguntó entrecerrando los ojos.
―No es ni la hora de merendar, pero solo hay un par de sitios donde puede estar. Vultuk, llévate a Ruf y a Parraque por si acaso, id a buscarla y traédmela. ―La mujer parecía contrariada cuando se miró un reloj digital en la muñeca, casi una reliquia―. Yo he de atender unos asuntos, volveré entrada la noche. Mantenedla entretenida hasta que podamos tener una charla. Puede que tenga que prepararle el finiquito.
La Doña volvió a su despacho, un cuarto al que se llegaba subiendo unas escaleras, coronando el interior de la nave desde su frontal. Vultuk se subió al coche de empresa*[2] y arrancó. Finiquito era una palabra que le gustaba. Cuando los dos hombres se subieron detrás y abrocharon los cinturones con celo, solo esperaban que no decidiese atropellar a Damaris nada más verla.
―Vennga, venga, hazzlo otra ve.
El draconiano se puso de lado respecto a Damaris, se concentró, puso una mano tras su cara en un gesto extraño y surgió una llamarada de su boca.
―Mmmadre mía ―aplaudió Damaris con una mano y una jarra―. ¿comocomocomolohaces? Ojjjalá yo pudiese escupir ffuego, ¿sabes?
El draconiano dejó ver, poco a poco y con una enorme sonrisa, el soplete que tenía en la mano.
Damaris se cayó del taburete de la risa.
Desde el suelo encontró en las alturas una cara familiar y verdusca.
―Halaaaa Vultuk me he caído. Ups, se me ven las bragas. Essh mentira, llevo pppantalones. Con falda me rrozan los mushlos. Seguro que a ti te rozzzan a tope.
Vultuk estuvo a punto de sonreír por completo.
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[1]    Por supuesto, hay hadas capaces de beberse su propio peso en alcohol, aunque no por ser un pueblo de buenas bebedoras, si no por tener un metabolismo ultrarrápido. No son más alcohólicas que cualquier otra raza excepto los enanos, a los que no se les machaca con tales habladurías porque el inconsciente colectivo de la sociedad cree que ya bastante tienen con lo suyo. 
[2]    La empresa era robar.
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ciudadazarosa · 3 years
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3 | Huida al azar
―Póquer de ases ―dijo Damaris, regodeándose.
Hubo un sonido generalizado de hastío mientras sus compañeros, ahora captores, lanzaban las cartas a la mesa, derrotados. Damaris quiso cruzarse de brazos con orgullo, pero las esposas que le habían puesto le quitaron la idea.
Le habían tirado un par de cubos de agua para que se espabilase y la ropa mojada le estaba dando tiritera. La nave era fría, así que solo la chupa la salvaba de la hipotermia. No conseguía recordar cuándo y menos aún dónde se había cambiado el vestido de turista perdida entre el golpe de la mañana y la fiesta de la tarde. Culpa de los cubetazos de agua, por supuesto. Solo recordaba al draconiano que escupía fuego, aunque, al igual que las hadas borrachas, era un mito que los draconianos fuesen capaces de exhalar fuego de forma natural. Compartían espacio en el saco de las creencias infundadas con la de los leprechaun llevando a cuestas una olla de oro o la que decía que los humanos sabían cuando callarse sus opiniones.
Hasta que volviese la Doña de sus compromisos tendrían que esperar, así que Parraque había sacado unas cartas. Ya que tenían que ejercer de niñeras de una resacosa, al menos se entretendrían un poco, aunque Damaris no era la mejor compañera de partida para según qué juegos.
―No entiendo por qué seguimos jugando al póquer con una maga del azar, jrreem. Es absurdo ―se lamentó Ruf.
―No soy una maga del azar ―dijo Damaris con el tono cansado del que ha respondido lo mismo demasiadas veces en su vida. Cogió las cartas y barajó, haciendo tintinear las esposas―. Soy una hechicera de la aleatoriedad.
―Vennga ya, eso es solo lo que dices siemmpre ―dijo Parraque con un aspaviento.
―Ya os lo he explicado, son dos cosas distintas. Un mago del azar es capaz de desentrelazar los hilos que componen la maraña de la suerte y escoger el que más le convenga a su situación en cada momento, mientras que una hechicera de la aleatoriedad provoca una situación azarosa que desencadena en un final a su elección.
Humano, semielfo y orca la miraron con expresiones que viajaban del aburrimiento a la incomprensión pasando por el cabreo.
―Ay ―suspiró Damaris―. Un mago del azar sabe qué carta tiene que coger en cada momento porque viene un proceso azaroso. Yo puedo volcar la mesa y, entonces, hacer que las cartas salgan disparadas en trayectorias imprevisibles ―dijo movimiento la mano izquierda― o controladas ―movió la derecha―, pero tengo que comenzar el hecho azaroso de forma activa, ¿comprendéis?
―Eso es mentira, idiota ―dijo Vultuk―. Eres una maga. Los magos se inventan los efectos mágicos sobre la marcha. Los hechiceros se los tienen que aprender. Como Parraque con sus infartos o Ruf con sus trampon... traman...
―Trampantojos dimensionales ―la ayudó Ruf.
―Ya lo sé.
―En realidad, la línea entre unos y otros no está del todo clara ―eludió Damaris.
―Sí que lo esttá. Es como la palabra “lapicero”. La gentte cree que es sinónimo de láppiz cuando es el recipientte donde se dejan.
―Ujrumm, yo creo que ambas están aceptadas. Bueno, que mientes más que hablas. ―El semielfo decidió volver al tema principal al oír que Vultuk se crujía solo un puño―. Deberías dejar de mentir. Y de hacer trampas, ejerem. A ver si le mientes tanto a la Doña ejremm cuando llegue y quiera curtirte el lomo por robar. Mentirosa ―espetó Ruf.
―¿Por qué no nos lo das y ya esttá? Te dejammos que te vayas y le decimos que has usado tu maggia rara para confundirnnos y escapar. ―Parraque hacía lo que fuese para trabajar lo menos posible.
Damaris consideró la oferta, pero tenía un problema: no sabía de qué le estaban hablando.
―Creedme que si supiera lo que tengo que devolver lo habría hecho ya. Me gusta vuestra compañía, pero solo hasta cierto punto.
―Ya. A mí también.
A Vultuk le hacía mucha gracia la perspectiva de cambiarle la cara a alguien de cuando en cuando, a ser posible por una más fea.
―¡Lo digo en serio! ―dijo Damaris―. Solo recuerdo un draconiano y decidir no volver a beber nada que humee después de habérmelo tragado.
―Tramposa, mentirosa ―refunfuñó Ruf.
Damaris se adelantó hacia él, molesta, deslizando las manos por la mesa
―Ruf, puedes creer lo que quieras. Piensa que soy una mentirosa, pero, ¿tramposa? Jamás.
Indignada, dio un golpe con ambas manos. Un pequeño torrente de cartas le brotó de la manga izquierda de la cazadora. Tres miradas iracundas fueron primero a las cartas y luego a Damaris, que seguía mirando las cartas como quien las ha visto por primera vez en su vida. Tenían que hacer horas extra por su culpa y ahora les engañaba. Se podía respirar el asesinato en potencia. Ruf se levantó de un salto y la señaló indignado.
―¡Eres las dos cosas!
―Tíos, tíos, tranquilos, seguro que esto tiene una explicación, puede que me las hubiese guardado aquí para otra cosa, o...
Entonces fue Parraque el que se levantó de un salto, señalando unas esposas abiertas sobre la mesa.
―¡Eh! ¿Cuánndo te has quitado las esposas?
―Tengo muñecas de chica ―respondió enseñándoselas.
―Ya... aunque no vas a ir a ningunna partte mientras tenngas las de los tobillos.
―¿Estas? ―dijo ella agachándose y levantando con dos dedos unas esposas―. Se te cayó la llave hace un rato. Como secuestradores sois bastante...
No se atrevió a añadir el apelativo al darse cuenta de la situación en la que se encontraba. Trató de apaciguar los ánimos.
―Chicos, vamos. Nos conocemos desde hace años. Somos compañeros de banda. Camaradas de fatigas. Ya ni recuerdo cuántos golpes hemos dado y, eh... tampoco recuerdo vuestros nombres, pero, ¿puedo pedir que nos calmemos un poco?
Mientras los dos hombres bufaban de rabia, Vultuk se levantó muy, muy despacio y Damaris habría jurado que un poco más sonriente. La miró mientras se crujía los nudillos.
―Te voy a matar. Con muerte.
―Estoy casi segura de que ese no era tu nombre.
Con la mano derecha volcó la mesa con toda la fuerza que pudo sin darles tiempo a que reaccionaran. Mientras, con la izquierda, hizo un gesto con cuatro dedos girando una rueda invisible hacia fuera. Las cartas que había sobre la mesa salieron despedidas en direcciones impredecibles. Vultuk, Ruf y Parraque se protegieron con los brazos. Cuando el torbellino de cartas cesó, Damaris ya no estaba allí. Corrieron a la puerta trasera de la nave industrial y vieron cómo corría sin mirar atrás, ya a bastante distancia.
―¿Es que no cerrastte la puertta? ―le gritó Parraque a Ruf.
―¡Pensaba que la cerrarías tú, ajrumm!
―¡Yo le puse las espposas y la trajje!
―Y yo...
Vultuk agarró a ambos de cuello con más fuerza de la debida y los guio hasta el coche.
―Os mataré a vosotros primero.
 Mientras corría, se apartó los mechones revueltos de espeso pelo negro que le caían por delante de los ojos. Como no tengo ya bastante, ahora tengo que correr, pensó. ¿A quién le gusta correr? Correr es para estúpidos que quieren ir más rápido de lo que la naturaleza nos preparó. Ni su piel aceitunada podía ocultar unas ojeras verdes bajo unos grandes ojos oscuros. Si salgo de esta no vuelvo a salir de fiesta, otra vez no. Va en serio, no como las otras veces. Una copa para celebrarlo y ya está.
Miró hacia atrás comprobando que no la seguían y, aunque alerta, relajó el ritmo. Tenía que llegar a un lugar seguro y poner en orden sus pensamientos; al parecer, le había robado algo a una organización criminal y, lo que era peor, para la que trabajaba. Necesitaba un plan de acción, seis cervezas y dormir un par de noches. Si de verdad lo había hecho la estupidez sería grandiosa, con lo que no ponía en duda que hubiese sucedido como el resto de estupideces que había cometido a lo largo de su vida. Y habían sido muchísimas. Pero aquello...
Creía recordar algo. Si era lo que pensaba, tuvo que llevárselo. Una punzada en el fondo de su cerebro se lo pidió.
Pero eso, luego. Ahora, a un lugar seguro, aunque no es que tenga muchos sitios a donde ir, pensaba en el momento en el que oyó delante de ella el inequívoco chirrido de neumáticos contra asfalto que solo podía significar que alguien conducía de pena o que iban a por ella. Hubo una barahúnda de cláxones y gritos. Vultuk desde el coche, al ver a Damaris, esbozó una amplia sonrisa.
Echó a correr en dirección contraria con el coche tras ella. Estar en una acera con más peatones no la protegería, no con Vultuk manejando una máquina de tonelada y media. El coche era un 4x4 enorme fabricado para compensar complejos. Se acercaba mientras ella no dejaba de correr. Tenía que encontrar una salida. Esquivó un árbol pasando por debajo de sus piernas. El coche, circulando en dirección contraria, estaba a escasos metros de ella. La gente se giraba al cruzársela para, en seguida, volver la vista al coche que se estaba subiendo a la acera. Los vehículos circulando por el lado de la carretera que tocaba se apartaban como podían para, a su vez, no chocar con los que venían en el otro sentido. Cláxones, frenazos. Damaris siguió corriendo. Aullidos de terror. Recordó una salida. El árbol no se apartó a tiempo y salió por los aires cuando el coche le embistió. Ya faltaba poco. El coche estaba sobre la acera. Tenía que llegar al siguiente local. Casi podía sentir el aliento de Vultuk en su nuca. Se lanzó, empujando la puerta de un bar con el hombro, que se abrió sin resistencia haciendo que temblase del golpe. Cayó en mitad del local, dolorida pero entera. Desde dentro oyó el esfuerzo de los frenos por parar el coche.
―Ustedes disculpen ―dijo a parroquianos y empleados que la miraron estupefactos.
Damaris salió tan rápido por la puerta trasera del almacén que a nadie le dio tiempo a reaccionar y, cuando pudieron hacerlo, desistieron. Los empleados, con el susto, tardaron en reconocerla, pero ya sabían a donde iba. Los clientes se encogieron de hombros y volvieron a sus bebidas. Un gólem, sin embargo, se quedó muy quieto mientras hacía como que bebía un vaso de tinto*[1]. Atravesó la puerta del almacén que daba al patio interior del edificio y siguió corriendo hasta el otro lado, donde abrió otra puerta. Pasó a otro almacén más vacío que el del bar, pero con un hornillo y un saco de dormir. Eso no estaba aquí la última vez, pensó ella. Siguió adelante, pasando por la puerta que daba al local. En el salón de tatuajes solo estaba el dueño, un hombre moreno espigado con una larga coleta descuidada que no parecía haberse lavado en varias semanas, igual que su ropa. Miró a Damaris sorprendido, pero por su perenne expresión de desear dormirse para siempre solo él podía saberlo.
―Eh, Damaris, ¿qué has hecho esta vez?
―Comprobar si habías cerrado con llave la puerta trasera, pero ya veo que no.
―¿Vienes a que te haga uno nuevo? ―dijo señalando una máquina de tatuar.
―Más tarde, tal y como va la cosa. Hasta luego, Moritz.
Damaris salió corriendo por la puerta principal, deseando que el coche no apareciese por algún lugar inesperado. Cruzó la calle y saltó una valla que daba al jardín interior de una casa sin pensar en añadir allanamiento de morada a sus problemas. Salió por el otro lado de la manzana, por el jardín de otro de los adosados, vigilante, volviendo a cruzar la calle y zigzagueando por ellas, buscando una tienda lo bastante grande en la que poder refugiarse un rato.
A esas horas de la incipiente noche y a excepción del árbol arrancado por Vultuk en su fiera persecución, las calles de la ciudad estaban llenas de vida. Claro que la fiesta va por barrios y siempre había unos que vivían más que otros, sobre todo los habitados por seres nocturnos o magos. Esas calles del distrito de la Magdalena a rebosar de comercios, locales de restauración, bufetes de abogados y demás lugares de diversión bullían de trabajadores volviendo a casa o comenzando su jornada, habitantes despertándose tras evitar el sol y otros que, si bien llevaban muchas horas en pie, disfrutaban de la noche. Quedaba cerca del centro de la ciudad y era un buen sitio donde vivir, sobre todo si no eras un enano.
Los mismos enanos fueron los primeros en asentarse en el lugar, poniendo el germen de lo que es la ciudad hoy en día, cuando acudieron al encargo de enterrar a los muertos causados tras las Guerra de la Magdalena en una batalla tan horrible que los contendientes decidieron que la guerra era fea, aguantándose las náuseas con un pañuelo de seda delante de la boca. Para honrar la memoria de aquellos caídos se les encargó a los enanos la construcción de las catacumbas, un lugar donde todas las culturas quedarían satisfechos de guardar a sus muertos: era posible visitarlas, no ocupaba espacio en la parte de arriba donde comenzaron a asentarse los vivos y, al fin y al cabo, estarían enterrados. Los enanos se asentaron en el lugar, aunque, contraviniendo sus costumbres, por encima del nivel del suelo. Donde iban los muertos no iban los vivos. Además, el olor era asqueroso. Así, se formó el primer asentamiento de la ciudad desde el que fue creciendo en todas direcciones, a más velocidad de la que debería formarse cualquier ciudad que quisiera gozar de cierto orden en su urbanismo. Gentes de todas las razas fueron acudiendo al crecimiento comercial y de oportunidades que comenzó a presentar. Un lugar en el que humanos convivían con elfos que compartían espacios con orcos que soportaban a demonios y todos ellos toleraban a los nómores que, a su vez, repudiaron a los enanos fundadores con la misma rapidez que el resto cuando les pidieron, con poca amabilidad pero mucho ahínco, que se hiciesen sus casas un poco más lejos, que ya gentrificaban ellos. Subidas del coste de la vida aparte, la fundación de la ciudad supuso un lugar con cabida para todo el mundo y eso apenas se había dado en la historia. Cada uno soportaba al otro porque tenerlo cerca le repercutía para bien. La magia del comercio y la necesidad crea el crisol de culturas. Nada mejor que el oro contante y sonante para motivar la tolerancia.
Cuando Damaris consideró que ya llevaba demasiado tiempo dentro de un supermercado 24 horas haciendo como que elegía la mejor bebida energética para magos estudiantes —“XtremeMaxMagic Ex2000. ¡No parpadearás en en 48 horas!”— se aventuró a asomarse fuera, esquivando la mirada del cajero tras salir sin compra. En una ocasión había vomitado sobre la cara de cuatro de enanos y medio elfo*[2], pero la vergüenza solo le sobrevenía cuando le importaba que la juzgasen. Miró en todas direcciones y, cuando estuvo segura de que les había perdido, salió con paso ligero en dirección a su refugio, palpándose el bolsillo de la chaqueta donde deberían estar las llaves. Que, por supuesto, no estaban. Se detuvo para asegurarse de que no dejaba bolsillo sin revisar y recordó ciertos retazos de la tarde, algo que implicaba un draconiano y no tener llaves. Meneó la cabeza, ya averiguaría cómo entrar al llegar. Tampoco tenía ningún otro lugar al que ir. En todos los sitios en los que le habían permitido quedarse solo un par de semanas terminaban siendo dos meses; si eran solo unos pocos días hasta encontrar un sitio, se podía alargar unas cuantas semanas; si era solo por una noche, lo normal eran más noches de las que se podían contar con los dedos de una bolsa llena de manos*.[3] Así que, con ese panorama, lo más probable era que el único sitio donde se podría ocultar entre una noche y un par de meses, aunque hubiese perdido las llaves, fuera el piso de Mery.
Tenía la certeza de que Mery era la única persona que le quedaba a la que podía llamar amiga, pero ya no sabía si aquello sería recíproco. No podía culparla; si las personas se alejan a la primera muestra de dificultad, se tiene cierto derecho a sentirse contrariado, pero Damaris solía ofrecer un manojo de disgustos mayor del que cualquiera podría aceptar. Cabizbaja, camino del único lugar seguro que le quedaba en el mundo, si es que podía acceder a él, pensó como sería trabajar de nueve a seis, pagar facturas y no huir de la muerte en forma de Vultuk al volante.
Un pensamiento que tendría que aplazar cuando vio que el coche que conducía la orca se acercaba a toda velocidad hacía ella.
Maldijo el excelente sentido del olfato de los orcos, que podían encontrar a una tía que olía a perro mojado en un radio de dos kilómetros si ya la habían olido antes. Correr no servía de nada. Le entro pánico. Pasó a su lado una pequeña figura que no prestaba atención al coche que se les echaba encima. No tenía a donde huir. Vultuk tenía los nudillos blancos apretando el volante. Ruf gritaba algo, gesticulando asustado. Parraque se limitaba a agarrarse con fuerza al cinturón de seguridad y encogerse. Damaris, sin pensarlo, agarró a la figura.
―¡¡Tengo un niño de rehén, tengo un niño!! ―gritó desesperada.
―¡¡Suéltame, tengo 58 años!! ―espetó el nómor, tratando de zafarse.
Vultuk no detuvo el coche. Damaris apretó los dientes. La orca sonreía.
El nómor sacó una varita.
―¡¡AAAAAAAAAAAAAH!!
Un torbellino de viento arrancó del suelo el coche, al nómor y a Damaris, que asustada apretó al nómor contra sí. El coche, que no había frenado, pasó por encima de sus cabezas trazando un arco mientras todos daban vueltas en una danza en la que la gravedad no tomaba parte.
―¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAH!!
El nómor gritaba y agitaba la varita en círculos y ellos giraban y el viento no cesaba. Damaris le dio la vuelta al hombrecillo como pudo.
―¡Pare, pare de un vez! ―Agitó al hombrecillo.
―¡¡AAAAAAAAAAAAAAAH! ―fue toda la respuesta que obtuvo.
Maldita magia de los gritos, pensó, nunca saben cuándo parar. Esta gente es todo pulmones.
―¡Le digo que pare!
Damaris le dio un puñetazo en un ojo, desesperada. No salió bien.
―¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAH!!! ―gritaba el nómor espoleado por el dolor.
El coche, con sus ocupantes aterrorizados, trazaba círculos cada vez más cercanos a Damaris. Lo que no les atropelló en tierra firme iba a hacerlo en el aire. Damaris cargó el puño.
―¡¡QUE SE CALLEEE!!
Golpeo en el otro ojo.
―¡¡¡AAAAAaaaaaaaªªªª ª ª ª...!!!
El nómor echó la cabeza atrás, mareado, y dejó de girar la varita. Cayeron. Hubo un estruendo como cuando se deja caer un coche desde seis metros de altura. Boca abajo. Sus ocupantes se dieron de cabeza con el techo hasta que cayeron en posiciones retorcidas. Damaris giró en el aire tratando de amortiguar la caída y tuvo suerte. El nómor cayó debajo de ella. Se estaría quitando cristales del pelo una semana, pero la peor parte se la había llevado el dichoso mago de los gritos. Se levantó, agotada, apoyando las manos en las rodillas. Vio como sus perseguidores, sus antes compañeros, salían del coche como podían, magullados y con cortes. Ruf se sujetaba el brazo derecho con dolor mientras que Parraque abrió la puerta y se deslizó hasta el suelo, aturdido. Vultuk parecía haberse llevado la peor parte, con cortes en la cara y los brazos, pero mejor de lo esperado gracias al tamaño del vehículo y al airbag que ahora perdía fuelle. No salió del coche, pero estaba consciente, lo suficiente como para mirar en dirección a Damaris. Ella le devolvió la mirada y se dio cuenta de que ya no sonreía. El nómor seguía balbuceando, entre quejidos, cosas sobre homicidios y denuncias. Damaris le hizo un gesto, como tratando de espantar una mosca que gritaba.
―Oiga, cállese. Le he salvado la vida, ¿vale?
―¡De eso nada! ¡Casi me matan por tu culpa!
―Ellos casi le matan, no yo. Bastantes problemas he tenido ya hoy.
El sonido de unas sirenas llegó hasta ellos.
   Unas cuantas horas en un calabozo no habían ayudado a calmar los ánimos, menos aún siendo ya de madrugada. La ensalada de lesiones que se habían llevado Ruf, Parraque y Vultuk no ayudaban. Los tres estaban en un rincón de la celda mientras que Damaris se apoyaba contra las barras. Esas horas, que a ella le parecieron semanas ―más o menos como a sus anfitriones cuando ella ejerce de inquilina―, las había pasado inquieta, alternando ratos sentada y otros dando vueltas sin pasar muy cerca de sus compañeros, que habían gastado toda su estancia en guardar un profundo silencio, mirándola con odio. Estar en una celda no le terminaba de molestar, no era la primera vez, pero no le gustaban los sótanos y la incertidumbre del futuro inmediato le carcomía, y eso si era una novedad. Solo esperaba no tener que volver a correr por su vida cuando les soltasen. Ni cinco minutos pasaron cuando sus peores temores se iban a cumplir.
―Damaris Supay ―dijo un agente al otro lado de los barrotes mientras corría el pesado cerrojo―. Conmigo.
Salió de la celda y fue arrastrada a la salida de los calabozos mientras se giraba hacia sus compañeros para dedicarles una sonrisa burlona. Ellos no hicieron el esfuerzo de mirarla y eso la indignó. Sumidos en un silencio incómodo, policía y acusada pasaron a través de la garita de seguridad donde Damaris recogió sus pertenencias ―que consistían en tres monedas, un smartphone con la pantalla tan rajada que sorprendía ver algo a través de ella y cero llaves―, subieron en el ascensor a la primera planta y el agente la dirigió hasta sentarla frente a la mesa de Mery A. Page, inspectora de policía.
Mery miró a su amiga a los ojos, mirada que no le fue devuelta. Observó, además de los rasguños en la cara de Damaris, una preocupante falta de sueño, ducha y de un cepillo a un pelo que no dejaba de caer por delante de la frente de forma abundante y poco natural. Damaris se encargó de acentuarlo peinando el flequillo con la mano.
―¿Estás segura de que no quieres que te vea un médico? ―rompió Mery el hielo.
―No, estoy b...
―¡Casi matas a un nómor! Sabes que aunque resuciten también es homicidio, ¿verdad? ¡¿Pero cómo se te ocurre?! ―Se dio cuenta de que había alzado el tono más de lo debido demasiado tarde, cuando ya se le había puesto la cara roja de furia y una vena de la frente amenazaba con saltar a Damaris y acuchillarla. Se limitó a tamborilear con el pie y echarse el pelo tras las orejas.
―Agente, por favor, me puede llevar de vuelta a la celda ya, por favor, porfa...
―Damaris, ya está bien. ―Mery había conseguido templarse, tanto que sus palabras ahora eran gélidas―. Esto es muy serio. Casi matas a una persona.
―En realidad, casi se mata él solito, y a mí con él. Yo pensaba soltarlo, pero se puso hacer eso de los gritos con la varita y el coche empezó a volar y mira, si lo piensas, yo le he salvado a él.
―¿Que le has salvado a él? ¿Seguro que no quieres que te vea un médico? Le has pegado un puñetazo en cada ojo.
―¡Porque no callaba! Ya sabes cómo son los magos de los gritos.
―Yo tampoco entiendo esa magia ―concedió Mery― . No entiendo casi ninguna, pero, ¿no se supone que podrían canalizarla igual sin los gritos?
―Creo que es un rollo de los nómores, ya sabes, algo cultural. Como tirar cabras de un campanario.
―¿Cómo? ¿Quién hace eso?
―Creo que lo vi en un documental una vez...
―Vale, no. Para.
―¿No te gustan los documentales? ―preguntó confundida Damaris.
―No. Para... esto. Es lo que haces siempre
Damaris creía saber a lo que se refería. Si no compras lotería no la aciertas, así que prefirió no expresarlo en voz alta.
―Me llevas a tu terreno ―dijo Mery con voz cansada―. Haces que me olvide de que has hecho cosas reprobables para que me ponga de tu parte.
―Ah, ¿sí?
―No te hagas la tonta. Me atraes con tus bobadas porque sabes que me... divierto contigo.
Damaris quiso sonreír, pero la mirada que le echó su amiga hizo que cambiara de opinión.
―Esto no es divertido. Te estás poniendo en peligro constantemente, pero ahora también pones en peligro a la gente. Cuando estás con esos criminales amigos tuyos del calabozo, y no me creo lo que voy a decir, al menos solo robas, no tomas rehenes. No que yo sepa.
―Yo... no son criminales. Robamos... roban a gente que a su vez ha robado y que tiene más de lo que puede gastar, y luego ayudamos a quien lo necesita... ―trato de esquivar la bala.
―Sé de sobra lo que hacen ―la cortó― y créeme que si de mi dependiese ya estarían entre rejas. No sé que contactos tendrán con... ―bajó la voz mientras miraba a su alrededor― los de arriba, pero tienen más impunidad de la que deberían. O a ver si crees que no sabemos que esos tres de ahí abajo y tú sois los autores del robo de una furgoneta de mensajería cometido esta mañana. Me parece muy bien eso de que tengan un buen fondo, pero no justifica los medios. No está bien.
―Esa furgoneta es de una empresa que explota a sus empleados y ni siquiera paga impuestos que le corresponden, lo justo es que...
―Esa empresa es de tus padres.
―Ya lo sé. Todo es de mis padres.
Mery no pareció sentir pena ante los lastimeros derroteros que tomaba Damaris.
―Entonces, ¿esto es lo que quieres? ¿Poner vidas en juego?
Damaris no supo que responder. Estaba agotada y solo quería dejar de oír a Mery, tumbarse en cualquier sitio y no sentir nada por un buen rato. Su amiga la miró con una mezcla de pena y rabia. Mery sabía que, en ese momento, no iba a sacar nada en claro, por mucho que le apeteciese seguir aleccionándola. Ya eran muchos años para saber cómo funcionaba esto.
―Mira, el nómor no va a poner denuncia. Le he dicho cómo te apellidas y se le ha secado la boca. ―Damaris no levanto la vista, pero se puso tensa―. Pero la historia ya se ha repetido demasiadas veces. Haces una tontería, te echo la bronca, te libro de tu castigo y se me olvida en cuanto dices dos tonterías y consigues que me ría. Pero no podemos funcionar así siempre. ―Soltó un largo suspiro―. Ya te puedes ir. Vete a tu casa, ya hablaremos. O no, no lo sé. Vete y ya está.
―Yo... ―Damaris seguía con la mirada perdida, ahora pensando en su apellido, en su familia―. No tengo casa.
―No seas dramática. Son tus padres, no van a decirte que no puedes quedarte. Sería un buen punto de inicio para... bueno, algo. No sé el qué. Sinceramente, ya no sé qué hacer contigo.
Damaris tenía por seguro que la peor idea posible era volver a casa de sus padres. Se levantó despacio y se quedó un momento allí, parada. Al final, se giró hacia Mery. Quería disculparse, quería decirle que tenía razón, como de costumbre. Que sentía ser así y que no se merecía verse afectada por sus actos. Que le gustaría ser mejor por ella. Pero no tenía sentido decirlo. Meneó la cabeza y se dirigió al ascensor, derrotada. Mery, viendo cómo se marchaba, se clavó las uñas al apretar los puños de impotencia. No podía ayudarla si ella no ponía de su parte y no creía que eso pudiera llegar a pasar. Cuando Damaris entró al ascensor y las puertas se cerraron, se miró al espejo. Con miedo y vergüenza metió la mano bajo el flequillo. La retiró con un escalofrío y suspiró.
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[1]    Los gólems no tienen aparato digestivo ni agujero alguno más allá de la boca. Vaciar por dentro una roca antropomórfica que no tiene necesidades fisiológicas es una pérdida de tiempo. La única razón para hacer un gólem hueco es que salga más barato al facturarlo en un vuelo.
[2]    Sí, es un chiste sobre semielfos que lleva hecho desde 1964, aproximadamente. Me da igual. Sigue con tu vida. No hay devoluciones.
[3]    Lo cual es asqueroso.
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ciudadazarosa · 3 years
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4 | Lo dejo cuando quiera
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Aún con el sol por salir, Damaris solo se cruzó con sacrificados trabajadores o con los que se atrevían a salir de farra un miércoles. En otra situación podría haber sido de los segundos, pero esa noche tenía otras cosas en las que pensar que en cuántas jarras de cerveza enana podría beber sin desmayarse. Esos cabrones deben fermentar el lúpulo a fuerza de mala leche, pensó ella mientras esbozaba una sonrisa triste. Solo le quedaba su cuestionable sentido del humor, pero eso era bueno; significaba que aún no tenía demasiadas ganas de morirse.
Mientras andaba por la calle cabizbaja y a ritmo pesado, se dio cuenta de que no tenía un rumbo en mente. Su casa no era una opción. No era su casa. Era la casa de sus padres. Y prefería no saber nada de ellos. Quizás dentro de muchos, muchos años, cuando ambos estuvieran lo bastante decrépitos como para no distinguir a su propia hija de un montón de ropa en una silla, y aun así, no se acercaría mucho a ellos. Solo por si acaso. No, seguro que había un lugar mejor al que ir. Y mientras lo pensaba, se plantó con todo el descaro ante ella el Magic Tatoo, el salón de tatuajes de Moritz. Damaris abrió la puerta que tocó una campanita sin badajo dando un sonido triste y seco. Una cabeza se asomó al cabo de unos segundos por encima del mostrador.
―Ah, Damaris. Al final has vuelto ―le dijo el hombre con ojos de llevar dormido toda la vida.
―Hola, Moritz. Ya sabes, lo de costumbre.
―Claro, claro ―se levantó sin ninguna prisa, señalando la camilla―. Túmbate, que preparo el equipo.
En el Magic Tatoo lo más creativo era el nombre. Era un lugar que hacía años que no pasaba una inspección sanitaria o estaría tan cerrado que habrían tenido que volver atrás en el tiempo e impedir que se abriese en un principio, pero era barato y por cada dos tatuajes, te regalaban uno. O al menos Moritz lo habría hecho si tuviese clientes. Nadie excepto Damaris se atrevía a pisar aquel lugar que pedía a gritos un incendio purificador, así que como forma de agradecimiento el tatuador no le cobraba. Aun así, la cuestionable política empresarial de Moritz no era la razón por la que Damaris volvía.
Se dirigió hacia la camilla mientras se quitaba la chupa y una camiseta que le dio la impresión que llevaba puesta toda la vida. La guardó en su mano. La iba a necesitar. Se tumbó.
―¿Qué ha sido esta vez? ―le preguntó el hombre mientras miraba la máquina de tatuar con más intensidad de la que se debería mirar una máquina de tatuar. La aguja se introdujo por si sola en el tubo que, a su vez, comenzó a ajustarse al mango.
―Veamos... he robado a la gente más o menos peligrosa para la que trabajo, me han apresado mientras me bebía hasta el agua de los charcos, he huido, me han perseguido, han tratado de atropellarme y he enfadado a un nómor que gritaba. Más o menos.
―Oh ―se limitó a decir Moritz sin darse la vuelta mientras se seguía montando la máquina por si sola―. Este llevará un rato.
La espalda de Damaris era un lienzo que contaba, a través de escenas tatuadas, la obra, vida y milagros de la joven, aunque la obra había recibido unas críticas nefastas, la vida era de una calidad cuestionable y los milagros brillaban por su ausencia. Estaba a rebosar, algunas más grandes y otras más pequeñas, unas a color y otros solo en negro, dependiendo de lo grave que fuese lo que había hecho o de la fidelidad con la que lo hubiese recordado.
Moritz había terminado de preparar la máquina ―o había terminado de mirarla―. Se enchufó en la fuente de alimentación por si sola y se encendió. La punta de la aguja tocó la tinta negra para empezar a hacer los contornos. La aguja salió cargada del bote de tinta y la máquina, suspendida en el aire, quedó como pensando qué tenía que hacer ahora que estaba flotando a dos dedos de la piel. Moritz se puso a un lado para ir limpiando con un paño el exceso de tinta e hizo un gesto apenas apreciable con la cabeza. La máquina viajó sobre espalda de Damaris hasta un hueco del tamaño de la palma de una mano, al costado derecho de las lumbares.
―¿Te has planteado, no sé, algún día de estos, empezar a usar calcos con el dibujo antes de comenzar a provocarme heridas llenas de tinta? ―dijo ella mientras trataba de no apretar los dientes aún.
―Nah. Es un toque que me hace único ―respondió olvidando por el camino que ya tenía un toque distintivo: ser un tatuador que no tatuaba.
La punta de la aguja hizo contacto mientras flotaba en el aire, haciendo que Damaris diese un respingo, conteniéndose en la medida de la posible para que, por muy imposible que pudiese ser, no se le ocurriese llegar al músculo. “Hizo contacto” porque para “acuchillar con alevosía” debería haber usado un cuchillo.
Damaris creía tener cierta tolerancia al dolor. En una ocasión, cayó de espaldas en un bar haciéndose una herida enorme al rasgarse la piel con la esquina de la barra. Decidió que no era importante acudir a un centro médico mientras quedasen botellas por vaciar en el local y solo accedió a hacerlo al pensar que su mareo no era tan agradable como uno provocado por el alcohol, si no incómodo como si tuviese una herida abierta junto a la columna. Le quedó una cicatriz permanente que ocultaba la espesura de los dibujos que poblaban su espalda.
Quizás la clave es que iba a ver a Moritz sobria. El dolor desde la primera punzada lo sintieron cuatro generaciones por detrás de ella. Moritz tenía como marca personal los tatuajes con telekinesis, pero nadie estaba seguro de si era un telekinético penoso, un tatuador terrible o una mezcla de ambas. No era difícil ver por qué una morgue tenía más vida que su tienda. Causar tanto dolor debía ser un don apreciado en otros oficios, pero desde luego no en el suyo.
Damaris se tensó y no emitió un solo quejido mientras mordía la camiseta que se había quitado antes. Moritz ya conocía esa escena y trató de distraerla con conversación.
―Pues, ¿sabes? Creo que las has liado peores ―dijo con un tono al borde de la risa.
―¿Peor que ufar un rehen y cafi matarlo? ―respondió ella con la boca llena de camiseta.
―¿Qué me dices de aquella vez con el fuego? ―Moritz tocó con el dedo una escena a media espalda sobre los dorsales izquierdos que representaba un edificio en llamas con lo que parecían personitas gritando desesperadas por las ventanas humeantes―, O aquella vez que ataste seis gnomos para hacerlos pasar por un elfo. ―Tocó entonces otra escena, cerca del omóplato derecho, de la que se deducían dos cosas: una, que había once gnomos cayéndose de dentro de una gabardina enorme atados con bridas y dos, que a Moritz le costaban los números―. O esa otra en la que...
―Lo he pillado, Moritz ―le cortó ella, más avergonzada que molesta, apartando la camiseta―. He tenido mis grandes éxitos.
En ese momento el ambiente se enfrió un poco, o al menos eso le pareció a Damaris, aunque si hubiese podido mirar al tatuador se habría dado cuenta de que por su gesto estaba rumiando algo.
―Pero, euh... ―comenzó, por fin― nunca te lo he preguntado... ¿por qué todos en la espalda?
Damaris no esperaba la pregunta, aunque sabía que tarde o temprano la oiría. Se tomó unos segundos para elegir las palabras.
―Son errores. Cosas que no debería haber hecho. Cosas malas. ―Hizo una pausa. Quería sacarse aquello de encima pero no quería a la vez. Era complicado―. Quiero recordarlas, aunque no sé muy bien de qué me sirve, pero no tener que verlas. El tatuaje me ayuda a atar un recuerdo propenso a ser olvidado a un soporte físico.
―O sea, que te castigas cuando haces trastadas.
―Es una forma muy reduccionista de decirlo ―quiso esquivar ella.
―Y, ¿no es muy complicado? ¿No sería más fácil... no hacer esas cosas?
―Si hago esto es porque es más sencillo.
―Ah... vaya, lo has admitido muy rápido ―se rió satisfecho. Ella se maldijo por volver a bajar la guardia con Moritz. Puede que no solo fuese por los tatuajes dolorosos gratis.
―No te haces una idea de lo difícil que sería ―parecía enfadada pero, en realidad, era consigo misma―. Tendría que aceptar muchísimas cosas que no quiero sobre lo que soy.
Hubo un largo silencio que solo el ruido eléctrico de la máquina se atrevió a romper mientras tatuaba por sí misma. Moritz pareció salir de una larga hibernación.
―Ahora me ibas a explicar qué eres.
―¿Qué? No.
―Sí, ibas a hacerlo.
―No, no he dicho que fuese hacerlo.
―Has dado pie.
―Tenía cero intenciones de hacerlo, Moritz.
―Estabas diciendo que te tienes que aceptar como eres porque eres algo.
―Pero no he dicho que... ―Damaris se rindió, cansada y dolorida―. Tendría que aceptar que soy hija de mis padres, ¿vale? De unos desalmados que han conseguido todo en esta vida engañando y aliándose con gente que no les importaba que lo hicieran mientras ellos pudieran llevarse su pellizco, que he sido educada a su imagen y semejanza y que, aun así, nunca llegué ni al mínimo de sus imposibles expectativas y que mi herencia, la quiera o no, es... ―apretó los labios como no queriendo que aquellas palabras saliesen de su boca. Hacía mucho que la camiseta estaba en su mano. Quiso taparse la frente con el pelo, pero prefirió no moverse―. Bueno, solo me han traído rechazo y dolor.
―Pero eso es lo que eres. ¿Por qué tratas de ser otra cosa?
―¿Es que no me estabas escuchando? ―Se giró todo lo que pudo hacia él, cabreada―. Acabo de decir que huyo de mí misma porque no quiero ser una hija de puta de manual.
―Sí, sí, te he oído ―dijo Moritz agitando las manos con cansancio―. Me refiero a que puedes ser lo que ya eres, pero eso no significa que vayas a ser como tus padres. ―Hizo una pausa para ver cómo caía aquello en Damaris. Estaba a la expectativa―. Déjale a los cambiapieles lo de ser otras cosas. O animales. O lo que sea, no entiendo a esa gente. Sé la mejor versión de ti misma. No eres una mala persona. Creo. En el fondo.
La confusa perorata de Moritz dejó perpleja a la joven. A pesar de que la elocuencia no era una de las virtudes del tatuador, decía más cosas de las que parecía saber. O las decía sin saber cómo decirlas. Pensó durante unos instantes en el consejo.
―Que acepte lo que soy, ¿no? ―dijo con un punto de tristeza mientras cruzaba los brazos bajo su barbilla.
―Creo que sería un inicio, sí.
―Ya... Es muy fácil decirlo.
―Piénsalo, tienes que dejar de meterte en líos.
―Sí, sí, creo que a eso ya hemos llegado todos.
―No, lo digo en serio, a no ser que quieras que empiece a tatuarte el culo.
―Ningún hombre hetero vivo me verá mi perfecto culo a no ser que me lo vaya a... Espera, ¿por qué tendrías que empezar a tatuarme en el culo?
―Oh. Oh, claro. Había olvidado que no te ves los tatuajes. Ya no te queda espacio en la espalda.
Damaris dejó que la noticia se asentase un momento. Primero quiso pensar por dónde podría seguir tatuándose llegado el caso, pero, entonces, algo en su cabeza le dijo que no era el hilo de pensamiento a seguir.
―Quizás... ―dijo―. Quizás tenga que pensarlo.
Salió del salón de tatuajes maldiciendo a Moritz por el dolor y por las palabras. Ese montón de pelos con patas que se duchaba tres veces al mes no solo era el ejecutor de su penitencia, sino también un oasis donde, de vez en cuando, las piezas encajaban. El precio a pagar no era en absoluto razonable por mucho que lo hiciese por propia voluntad. Algún día, pensaba Damaris, reuniría el valor para preguntarle si era consciente de lo malo que era y si había atado cabos de que ese podría ser el motivo de que su negocio no fuese un negocio. Esbozó, por primera vez en todo el día y a pesar del dolor, un sonrisa ligera y sincera.
Refugio. Ahora era lo que necesitaba. Se detuvo un momento para pensar. Después de lo de la comisaría, el piso de Mery estaba descartado. Miró en diferentes direcciones, pensando en su ruta. Aún le quedarían algunos conocidos en la ciudad, con suerte no pondrían peros a dejarla dormir un rato en su sofá.
Suerte es algo que suelen tener los magos del azar, pero ella no lo era.
―Por el amor de... ¿qué carajo haces en mi casa?
Mery enfundó el arma con la que encañonaba a Damaris. Claro que ella no pensaba que fuese Damaris, sobre todo cuando vivía sola. Si lo hubiese sabido de antemano habría disparado a través de la puerta. Como advertencia. Damaris dio un despreocupado sorbo a una cerveza mientras se reacomodaba en un enorme puf.
―Me dijiste que me fuera a casa.
―No te dije a la mía. ―Mery se quitó la chaqueta y la dejó en la barra americana que daba a la cocina―. Al menos podrías quitarte los zapatos, luego yo pongo el culo ahí.
―Habrás puesto el culo en sitios peores. ―Damaris creyó oír un ruido de desenfundar una espada cuando Mery se giró para fulminarla con la mirada―. Quiero decir... ¿aquí no había antes un sofá como en toda casa normal? Esto es raro.
Cuestionar el amueblado del salón no terminó de relajar a Mery. No solo el momento era inoportuno, estaba orgullosa de su piso; los pufs rodeando la mesa con faldones y brasero para el invierno, frente a una televisión de hace veinte años que descansaba sobre un mueble que guardaba un grueso reproductor VHS y una indecente colección de vídeos, pero también de casettes. Junto al mueble se levantaba una cadena de música más grande que un enano y que costaba una pequeña fortuna en su momento, pero por la que ahora solo pagaría gente que se excita con el grano de las películas, el ruido de fondo de las cintas y los crujidos del vinilo porque les traen reminiscencias de un pasado que a las personas decentes les da vergüenza. Por eso Mery la compró. Si por ella fuera, conservaría en uso un router de 56kbps tan solo por su melodioso ritmo al buscar conexión, pero su amor por lo analógico acababa cuando la velocidad de Internet no le permitía cargar vídeos ASMR para relajarse. Damaris no le ponía reparos a nada de ello. Si bien es cierto que más de una vez había comentado que, con el sueldo que Mery ganaba, bien podía agenciarse un «pantallote plano de esos con imagen más real que la realidad» porque una tele en cuatro tercios era un insulto a los tiempos que corrían, no le duraban mucho las quejas en cuanto recibía como respuesta una amenaza para dormir en la calle.
Mery, bufando de rabia, fue hacia la nevera con la intención de derramarse cuatro cervezas directas al cerebro, pero solo se cabreó más cuando vio que tan solo le quedaban tres.
―Había un sofá. Lo quité para que ninguna invitada se acomodase en él más noches de las debidas. ¿Podrías, al menos, dejar de beberte mis cervezas cuando allanas mi casa? ¿Sería eso posible? ―Se giró enfadada hacia Damaris, que trataba de esconder con el pie y con poco éxito un par de latas―. Y, por cierto, ¿cómo has entrado? ¿Aún tienes una copia de las llaves?
―Mmmnoexactamente.
―¿Sí o no?
―Juraría que ayer las tenía.
―Sigo sin saber qué quieres decir.
―Jo, eres una detective pésima.
Damaris se dio cuenta enseguida de que no estaba en posición de insultar a nadie, menos aún a la dueña de la casa que le sacaba una cabeza y, aunque más espigada, tenía más músculo. Y estaba armada.
―Las perdí. He entrado por tu cuarto.
―La ventana tiene rejas.
―Lo sé.
―Has... ¿has cortado las rejas?
―En realidad, no. Verás, resulta que conocí a un draconiano y, bueno, me ha hecho un favor. Con fuego.
―Lo de que los draconianos escupen fuego es un mito, lo sabes, ¿verdad?
―Sí, pero este tenía un soplete.
Mery dejó que la palabra “soplete” resonase en sus oídos como señal de derrota. Cogió una cerveza, la abrió y le dio un trago muy largo. Haciendo verdaderos esfuerzos para no estrujar la lata caminó rendida hacia el puf junto a Damaris.
―¿Es que ninguno de tus otros amigos te ha dejado entrar a su casa? ―dijo sin mirarla. El tono no gustó nada a Damaris, pero no por ella.
―Hum... ¿qué amigos?
―Ya ―dijo Mery con desdén―. Habérselo pedido al draconiano.
―No tenemos tanta confianza, solo nos hemos acostado una vez...
Ambas mujeres se quedaron en silencio mientras bebían de sus cervezas sin mirarse. La una porque aún estaba irritada; la otra, porque la una estaba irritada. Mery se levantó de nuevo al frigorífico y cogió las dos cervezas que le quedaban. Damaris extendió la mano cuando pasó por delante de ella, pero siguió vacía cuando Mery volvió a sentarse y se abrió las dos cervezas, bebiéndose una de un tirón. Damaris no se atrevió a mirarla.
―Entonces, no quieres volver a tu casa; en tu trabajo, si es que se le puede llamar así, supongo que quieren matarte; te tiras al primero que te enseña un soplete... No sé, ¿qué planes tienes? ―le dijo Mery con un tono mucho más relajado del que debería. Damaris, ahora sí, la miró indignada, no porque fuese mentira, sino por la manera de decir la verdad.
―Supongo que podría... quedarme aquí una temporada.
Se acercó a la cerveza que había dejado su amiga sobre la mesita delante de los pufs, pero su mano agarró aire cuando la inspectora cogió la lata antes que ella.
―De eso nada.
―Sí, puede que ya haya bebido bastante.
―No lo decía por eso.
―¿En serio? ¿Prefieres que duerma en la calle? ―Damaris le puso cara de cordero degollado que daba bastante menos pena de la que daría un cordero degollado. Mery la miró levantando una ceja, dando un trago a la cerveza como única respuesta―. Mery, yo... sé que no hago más que cagarla. Créeme, aún me duele. ―Se tocó la parte recién tatuada de su espalda que aún palpitaba al tacto, notando el plástico protector―. Pero estoy... no sé cómo estoy. Y estoy harta de no saber cómo estoy. No puedo explicarlo mejor. Solo me apetece ponerme hasta el culo de cualquier mierda o beber lejía o follarme a siete desconocidos de cualquier raza y sexo o liarme a puñetazos con un trol. O quizás todo a la vez. Lo que sea con tal de no tener que pensar en nada.
Damaris se desinfló tras sincerarse, recostándose en el puf, cansada. Mery la observó un momento mientras hacía girar la lata de cerveza en sus manos. Aunque estaba claro que pedía ayuda a gritos, con Damaris nunca podía saberse. No era la primera vez. Al verla así, sin tratar de engatusarla o de mentir, se le pasó el enfado en parte. Mery vio sinceridad. Comprendió que lo que su amiga estaba diciendo, entre líneas, era «oh, dios mío, Mery Page, por favor, imploro tu ayuda para escapar de esta caída libre en la que se ha convertido mi vida».
―Dam, todo lo que has hecho ya no se puede reparar... ―Dejó la cerveza en la mesa sin importarle los ojitos que le echó Damaris a la lata―. Lo que quiero decir es que no sirve de nada pensar en ello. No podrás evitar torturarte, y te lo mereces, pero tienes que ser capaz de mirar hacia adelante. Has cometido muchos errores, has hecho daño a gente, me has... ―Mery se detuvo un segundo y se lo pensó mejor―. Tienes que empezar a hacer cosas buenas por ti.
Mery descubrió a su amiga mirándola a los ojos, triste pero atenta.
―Tienes que aceptarte. No puedes dejarte ir y después castigarte. Empieza dejando de meterte mierda en el cuerpo, come bien, duerme una noche entera y, no sé, ve a buscar un trabajo en el que no tengas que hacer nada ilegal. Y date una ducha, te lo suplico. ―Damaris se miró el cuerpo mientras arrugaba el morro. Se la podía reconocer por el olor―. Empieza con algo pequeño como una buena ducha caliente y ni pienses que no te lo mereces. Hacer cosas por ti no es un premio, es algo absolutamente normal. Además ―hizo una pausa para acercarse a ella. Hizo amago, por un momento, de ir a tomarle las manos, pero se echó atrás―, no me importa que te quedes aquí, pongamos, un par de días, pero ya no me valen promesas, tienes que demostrarme que pones de tu...
Mery se detuvo de pronto y arrugó en el entrecejo, mirando al infinito. Entonces, dirigió la vista al frigorífico.
―¿Has pedido comida de esa tuya?
―¿Cómo que comida de esa mía? ―preguntó Damaris, confundida.
―Ya sabes, la que hacen en esos sitios... ―Mery se dio cuenta tarde de que se estaba metiendo en un jardín―. Esa tan... picante. ¿Sabías que atacaron a un tipo con esta comida y sentó jurisprudencia de que, si hay una agresión con ella, se considera que se ha usado un arma? ―El jardín cada vez estaba más pisoteado.
―Así que comida de esa mía.
―Vamos, ya sabes a lo que me refiero.
―Que me guste no quiere decir que, automáticamente, sea mi cultura.
―Ya lo sé, es solo que...
―¿Tú cuando vas a ese restaurante tan pijo de comida élfica te convierte en una comehierbas?
―Oye, sabes que no es lo mismo, esa gente hace unas ensaladas magníficas, y además, eso es muy racista y... ―Se miraron indignadas la una con la otra―. No sé ni para que pregunto.
Mery se levantó y fue hasta el frigorífico, del que sacó una caja roja, sencilla y cerrada a cal y canto. Tenía un grosor mucho mayor que el de un recipiente de comida para llevar normal. Se lo mostró a Damaris.
―No quiero ni abrirlo, seguro que me pica solo de verlo. No me extraña que metan la comida en recipientes de cerámica, seguro que disuelve el plástico.
―De hecho, incluso algunos metales los... ―Damaris se quedó tiesa al levantar la vista y ver la caja. Se levantó de un brinco y fue a la cocina, sorprendida―. ¡Estaba aquí!
―¿Dónde creías que podías haber puesto sobras de comida?
―¡No son sobras de comida, es una cosa que...! Me he... llevado prestada...
Mery soltó la caja como si le quemase, retrocediendo un par de pasos sin perderla de vista.
―Y ahora mis huellas están en ella. Genial. ¿Por qué narices metiste esto en el frigorífico?
―¿Por si acaso? ―Hizo un gesto con las manos como de hacer los peores malabares del mundo. Mery, exasperada, salió de la cocina en dirección a su cuarto.
―No, no, espera... ―dio la vuelta sobre sus talones―, esto no estaba entre tus pertenencias cuando te arrestaron ayer. ¿Cuándo has estado aquí?
―Creo que vine a cambiarme antes de ir a tomarme unos tragos...
―Tu ropa... ¿esa ropa es mía? ―reparó de repente. Era complicado reconocerla en ese estado―. ¿Te cambiaste con MÍ ropa?
―Hm-mm...
―¿Fue cuando cortaste los barrotes de la ventana?
―Puede, sí, hm ―respondió avergonzada.
―Dime que no te has tirado a un draconiano en mi cama.
―Si te sirve de consuelo, no todo el rato...
―No quiero saber nada más. Ya hablaremos mañana. Y saca ese objeto robado de mi casa.
Se oyó un portazo al final del pequeño pasillo que salía desde el salón. Aquello dejó a Damaris sola con un sentimiento que creía que podía ser culpa. Cogió la caja y volvió con ella al puf. La miró, girándola, por todos sus ángulos. Era sencilla pero bonita; rojo suave, una superficie pulida y dura. Se había llevado aquella caja porque... no lo sabía. Solo había sido un pálpito, una sensación. La miró sosteniéndola en una mano mientras con la otra, de forma distraída, se tocó en la frente en el nacimiento del pelo.
Donde la mayoría de seres habría tocado cuero cabelludo, ella tocó, por debajo de la maraña de pelo negro que le caía por la frente, un par de cuernos.
Comida de esa suya. Los demonios acostumbraban a cocinar unos salteados muy especiados y muy, muy picantes que a Damaris le gustaban mucho un día, pero muy poco justo al siguiente. Era lo único relacionado con su herencia que le agradaba.
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ciudadazarosa · 3 years
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5 | En ningún lado das el perfil
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Al día siguiente, Damaris se despertó sobresaltada cuando una lluvia de papel cayó sobre su cara. Dispuesta a atacar con toda la fuerza de su somnolencia y desorientación a quien fuese que la estaba agrediendo, se levantó. O se habría levantado si no hubiese vuelto a caer con una falta de gracia alarmante sobre los pufs del salón de Mery tras no conseguir hacer pie en un suelo que se movía más de la cuenta.
―Geeennngeeccoommmo ―acertó a expresar.
―Hace tiempo que no te oía tan elocuente ―dijo Mery―. He ido a unos cuantos sitios donde me conocen o me deben favores y he concertado algunas entrevistas para ti. Además, te he impreso unos cuantos currículums. Me he tenido que inventar la mayor parte, pero, ¿quién no lo hace?
Damaris pestañeó varias veces para tratar de volver a la mundana realidad y miró un momento los papeles, cogiendo un par de ellos sin saber aún lo que estaba mirando.
―¿Entrevistas? Yo... no sé si estoy... preparada para...
―Claro que lo estás. Yo lo estoy. No tienes que hacer nada, solo presentarte duchada, peinada y vestida de forma decente en los sitios de esa lista ―señaló un papel aún sobre el torso de Damaris― y no ser rara. Confío en ti, sé que podrás hacerlo. Ve a las horas que te he marcado en la lista, sé puntual.
Mery esperaba que su amiga entendiera lo que le estaba diciendo mientras seguía mirando los papeles que tenía en las manos
―¿Por qué has puesto que fui «comercial a puerta fría de ONGs»? ―preguntó Damaris confundida.
―Porque atracadora profesional para banda criminal sonaba peor. Venga, levántate de una vez ―la apremió dirigiéndose a la cafetera―, incluso te calentaré un poco de café mientras usas todo mi champú en ese pelo tuyo.
Damaris se quedó un par de segundos mirando al infinito hasta que, nerviosa, empezó a taparse con mechones de pelo los cuernos que apenas se atrevían a asomar desde su frente. Agradeció que Mery, aun con las burlas, no hiciese comentario alguno sobre ellos, menos aún antes del café. Al fin, se levantó surgiendo de entre el mullido puf mientras le crujían articulaciones que no sabía que podían crujir. Dormir en un puf no era la mejor manera de descansar, pero siempre era mejor que un banco en un parque. Caminó arrastrando los pies en dirección al baño.
―Oye ―miró a Mery, dándose la vuelta―, no me has dicho cuándo tengo que hacer el... la cosa. El pisfostio. Esto.
―Hoy. Ahora. Vamos.
―¿Qué? ¿Hoy? Pero no... no estoy... no sé por dónde empezar, no creo que tan pronto...
―De pronto nada, son las diez de la mañana. Date prisa o no llegarás al primer sitio.
―¿Ha hecho todo esto antes de las diez? Esta mujer necesita divertirse.
―Ah, y si te dejas algún sitio al que ir, esta noche duermes en la calle.
Damaris la miró asustada y, sin pronunciar palabra, se dio la vuelta como si no tuviese rodillas y se metió en el baño, a punto de prepararse para el pistoletazo de salida a su vida laboral.
Una cocina ajetreada al fondo y una chef estirada de orejas puntiagudas delante de una encogida Damaris.
―Dime, ¿tienes más de cinco años de experiencia en el sector?
―Bueno, llevo más de cinco años viva y sé cómo se friega un plato, si eso es a lo que se refiere.
O bien la elfa no estaba familiarizada con el concepto de humor o no se refería a eso.
Unos cuadros, unos muebles, una decoración y un traje demasiado ostentosos para un edificio que se caía a pedazos y un hombrecillo que apenas llegaba a una mesa de aspecto caro y del tamaño de un somier grande. Damaris mantuvo los ojos abiertos de pura desconfianza.
―...pero antes tendrás que abonar el importe del curso de formación obligatorio para acceder a la candidatura de...
―Disculpe, ¿dice que tengo que pagar por la posibilidad de trabajar?
Al hombre no le gustó oírlo sin eufemismos.
Un señor calvo, alto, corpulento, con una pala. Tras él, el cementerio municipal.
―...así que tendrás que estar disponible las 24 horas y los turnos serán de una duración indeterminada. Los orcos se descomponen muy rápido y hay que enterrarlos cuanto antes, así que, cuando llegan, bueno, te cargan el muerto, si entiendes lo que quiero decir. Además, si hace mal tiempo pueden estropearse las ofrendas sobre las tumbas y los nómores te ponen una demanda por menos, y ya no hablemos de que aparezca uno de esos nigromantes cabrones y...
―Sí, sí, lo entiendo ―le cortó Damaris sin poder ocultar lo asqueada que estaba―. ¿Todo eso me lo paga?
―Vaya ínfulas que tenéis la gente joven, ya estamos hablando de cobrar. Mira, hija, yo trabajo aquí de sol a sol y me he labrado la vida, así que si tú quieres lo mismo vas a tener que...
Damaris salió de allí tan rápido que el hombre tuvo que girarse, pala en ristre, creyendo que había nigromantes.
―Vamos a ver qué tenemos aquí eh bueno siempre me gusta la carne fresca joder estás buena tienes pareja o qué jaja que va no me importa no soy celoso bien mira mientras no tengas pensado quedarte embarazada no hay problema aunque con esas tetas que parece que me vas a sacar un ojo te tienen que llover las poll…
Aún mucho tiempo después, Damaris no consiguió recordar para qué era aquella entrevista.
―¿Le importa que repase las condiciones?
―Adelante.
―Dice que son doce horas...
―Así es.
―Con media hora de descanso.
―En la que entran las pausas para el baño y para el café, recuerda.
―Seis días a la semana.
―Puede que tengas que hacer alguna semana entera según disponibilidad de empleados y trabajar festivos, claro.
―Tengo que darme de alta de autónoma...
―El modelo de negocio nos impide contratar a los empleados por cuenta ajena, comprende que...
―Por menos del sueldo mínimo.
―Pero puedes superarlo dependiendo de si haces horas extra o... perdona, ¿te estás desabrochando los pantalones? Esto es totalmente... ¿pero qué? ¿Sabes lo cara que esta mesa? ¿Qué vas a...? Oh, oh cielos. Voy a llamar a seguridad.
Desesperanzada, abatida y exhausta, Damaris renunció a que la siguieran entrevistando en los lugares marcados en el plano que Mery le había dibujado a mano con tanto cariño. La magia de las impresoras o incluso del software de mapas debía ser el mismo tipo de misterio que el de un proyecto para un profesor. Ojalá siguiese estudiando ahora mismo, pensó, mientras recordaba cómo durante sus inacabados estudios de empresariales, a los que no entró por propia voluntad, solo deseaba salir al mundo laboral, ser una adulta y sentirse libre por fin. Se rio con amargura al descubrir lo imbécil que se llega a ser cuando apenas eres una adolescente venida a más.
Se tumbó en el banco de un parque con la intención de descansar un rato y pensar qué hacer a continuación. El mundo laboral era una mierda, su vida era tres mierdas y la perspectiva de tomar cualquier tipo de responsabilidad sobre su propia existencia era un volcán de mierda, con lo cual decidió que lo más acertado en ese momento concreto, tras llevar ya cuatro horas tirada en un banco y después de que una madre le dijese a su hija que no estaba bien señalar a la gente que vive en la calle, solo podía ser reponer todos esos valiosos electrolitos que había perdido en su jornada de búsqueda de empleo. Deseó que una jarra de cerveza tuviese los suficientes y si no, pensó, siempre podía beberse siete u ocho botellas de lejía. La lejía limpia lo que sea, ¿no va a tener electrolitos?
Se levantó y vagó durante unos minutos buscando el bar más cercano, que resultó ser uno dentro de un callejón señalado, con poca discreción y menos vergüenza, con luces rojas y neones de escaso gusto. Leyó el nombre del tugurio, La Otra Mejilla, y entró deseando que sirviesen cortezas.
El antro estaba mucho más limpio de lo esperado, pero tan oscuro y con un hilo musical tan cuestionable como la publicidad exterior sugería. Unas cuantas bombillas corrientes envueltas en papel de colores para hacer las veces de ambientación iluminaban puntos concretos sobre mesas del salón, por lo demás amplio, y la barra. Un hombre grande y bronceado la recibió en la entrada con una sonrisa que habría quitado el hipo dos veces y ella pidió sitio en la barra. Se sentó en un taburete tapizado por un ciego y una camarera la miró con sorpresa mal fingida. Se acercó a la semidemonio, esperando la comanda.
―Cerveza. Grande ―le dijo con un gesto indicándole el tamaño a la camarera.
―Claro, por qué no.
La camarera se alejó hasta el grifo donde llenó una jarra. A Damaris le extrañó el tono, pero no le dio importancia; trabajar de cara al público en un bar con esas pintas debía ser sacrificado. La camarera le posó la jarra cerca y se marchó a cuchichear con el hombre de la entrada. Sí, el bar era sospechoso. Damaris se llevó la jarra a los labios mientras se giraba para echar un ojo al lugar; las luces eran cálidas, los parroquianos eran todos de aspecto masculino y sin compañía excepto por alguna señorita que parecía trabajar en el local. Algunos de los clientes tenían billetes en las manos. Vio cómo uno le ofrecía un par a una chica. Esta, con la sonrisa de alguien que no desea estar allí, le pisó la entrepierna. Con unas botas de albañil. Eso era raro. Entonces, reparó en que no solo había empleadas femeninas y que había más ropa sobre sus cuerpos de la que los prejuicios primarios le dictaban. Al girarse de nuevo hacia la barra para dejar la cerveza, se encontró con un par de ojos familiares.
―¿Damaris? ―dijo una boca rechoncha bajo esos ojos.
―Oh... eres... eres tú...
―¡Parraque! ¡Soy Parraque! ¿Qué coñño haces aquí?
―¿Qué haces tú aquí?
Estaba entrando en pánico. La estaban buscando y la habían encontrado. Sin embargo, Parraque parecía avergonzado de repente.
―Yo... bueno, tenngo unas aficiones un tannto... ―Hizo un molinillo con la mano, apretando los labios―. ¡Pero essa no es la cuesttión! ¿Es que no sabbes que la Doña te está buscanndo? ¡Quiere matartte, o algo peor!
Damaris le miró en silencio durante un momento, alarmada.
―¿Algo peor?
―Mandarte literalmmente al infiernno, matartte y hacer que te resucciten para mattarte otra vez, mantennerte con vida, pero cortarte todo lo que no necessites, que uno de esos magos que se creen mejjores que nadie te mantenga en suspensión jussto en el momennto en el que miles de agujjas se te clavan en los ojjos, que sea Vultuk la que te mate... ―soltó de carrerilla contando con los dedos.
―La Doña no haría eso.
―Pero lo haría Vultuk.
―Sabía que lo de la furgo le iba a sentar mal.
―No es por lo de la furrgo.
―¿Es por la cajita esa?
―¡Ajá! Así que admmites que la robaste.
―Nunca lo negué, pero es que no sé dónde está ―mintió.
―Pues más te vale enconntrarla. Ya sabes cómo es la Doña; si devuelves el cachibache ese te perddonará, te dará una azotaina o algo así y te lannzará a la calle. Bueno, Vultuk te lannzará a la calle. Ya sabes que le encantta. ―Damaris asintió, casi con complicidad―. Pero si no la encuentras iremmos a por ti y créeme, no me hace ningguna gracia la idea.
Parraque trató de sonar como un tipo duro, pero se quedó en la consistencia de un bizcocho demasiado horneado.
―Ya, bueno... ―Damaris se giró hacia su cerveza y le dio un trago, tomándose a broma la amenaza―. Para eso tenéis que cogerme y la última vez no salió bien. Podrías tener alguna posibilidad si no fuera porque ese poder chungo tuyo de provocar infartos me lo tengo que creer y ya sé que no es real, así que...
Parraque agarró a Damaris del brazo mucho más fuerte de lo que ella habría esperado, haciendo que soltara la jarra sobre la mesa y se bajase del taburete.
―Estoy gordo como un jabalí, pero tengo la mismma fuerza, chiquilla.
Damaris aprovechó que su propia confusión había hecho que Parraque bajase la guardia para asestarle una patada con todas sus fuerzas en la entrepierna. Al estar las partes de Parraque tan cerca de donde la gente tiene los pies, el recorrido de la pierna no fue tan amplio y, por lo tanto, menos doloroso, pero suficiente como para que la soltara, se llevara las manos a sus doloridos genitales y, aunque con la iluminación era inapreciable, se sonrojase un poco. Quedó encogido y azorado durante unos segundos mientras Damaris se ponía en guardia. La camarera cuchicheaba con el portero. Al final, Parraque levantó la vista hacía ella y se abalanzó para agarrarla, pero Damaris le lanzó un torpe puñetazo impactando en el pecho flácido del hombrecillo. Se volvió a detener mientras emitía un sonido entre un quejido y un gemido.
―Yo... te voy a llevar a la... la... ―Tragó saliva. Parecía nervioso, o un sinónimo desagradable de nervioso―. ¡Te voy a...!
De nuevo fue a por ella, ahora más lento y menos amenazador. Damaris vio la oportunidad y le descargó una patada en el estómago y, al doblarse Parraque hacia delante, dejó caer el puño de revés para darle en la nuca, tumbándolo en el suelo. Parecía demasiado fácil. De repente, él se había vuelto lento y casi inofensivo y Damaris sabía que su estilo de lucha te-pego-donde-pueda no solía ser capaz de tumbar a nadie, menos aún a alguien de la masa de Parraque. Este se levantó con esfuerzo con el aliento entrecortado, alterado. Erecto, incluso. Damaris miró el bulto y lo añadió a la lista de cosas peores que la muerte.
―Ungh... no... no eres tan fuertte, ¿eh? No p-podrás conmigo... ―balbuceó él―. Te llevaré ahora mmismo con... con la Doña... vamos...
Damaris, aún sin atar cabos, le dio dos puñetazos consecutivos en la cara. Al ver que no respondía, muerta de asco, siguió pegándole lo más lejos posible de la entrepierna mientras apartaba la mirada para no cruzarla de nuevo con el bulto de Parraque que, en su estado, podía usarse para asar pollos. Una voz la salvó de la peor visión de su vida.
―¡En la cara no, so bestia! ¡No hay que pegarles en sitios que se vean las marcas!
Una enana enorme, tan ancha como tres Damaris juntas y casi de su altura, salió a su encuentro desde la parte interior del bar. Llevaba la barba recogida en una elaborada trenza que clareaba a blanco, pero un afeitado perfecto en el resto de la cara. Damaris, al ver el tamaño de aquellos brazos que podrían partir melones solo por cercanía se detuvo, asustada. Parraque aprovechó para recuperar el aliento, sonriente. Casi satisfecho.
―Tienes que darles en sitios que se pueden esconder con la ropa, ¿comprendes? ―La enana, sobreponiéndose a la ironía de su tamaño, se acercó a Damaris―. Me llamo Grugnehilde Charmfist, dueña y señora de cuanto alcanza la vista. Menos la gente, aquí no esclavizamos a nadie. Hablando de pagar a la gente por sus servicios, eres buena. ¿No estarás buscando trabajo?
Mientras Damaris luchaba contra la disociación de la realidad por la que pujaba su mente, con los ojos abiertos de par en par y la mandíbula caída como una idiota, asintió.
Fue entonces cuando comprendió por qué el bar se llamaba La Otra Mejilla.
Mientras tanto, en otro lugar, un nómor era asesinado.
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ciudadazarosa · 3 years
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6 | Una buena hostia a tiempo nunca ha matado a nadie
Había sido un día rocambolesco. Casi al nivel de cuando fue a una tienda a por una bolsa de patatas a las seis de la tarde y terminó a trescientos kilómetros, sin pantalones, despertándose en un portal de un edificio que no había visto en su vida con tres gnomos de género indeterminado de los que nunca llegó a saber si estaban vivos. Ser ninguneada por el mundo laboral y su capitalismo exacerbado para terminar el día golpeando a un conocido hasta provocarle una erección y gracias a ello conseguir un trabajo, se acercaba bastante a vivir una aventura, pero le faltaba la épica de agenciarse unos pantalones para no ir enseñando las bragas por ahí. Tan feliz que se sorprendió, enfiló el camino del piso de Mery. Estaba feliz. No recordaba la última vez que lo había estado sin ayuda del alcohol, los psicotrópicos o pegar a un hombre.
Tenía un trabajo. Después de todo era lo último que había esperado, por no hablar de lo inusual del lugar y de sus funciones, pero era gratificante. La señora Charmfist había resultado ser tan amable como rocosos parecían sus enormes muslos. Le explicó que a su bar acudían personas a las que les producía un extraño placer que les pegaran. Cuando Damaris se rio y le preguntó si eso no era lo mismo que el sadomasoquismo, la enorme enana se carcajeó a su vez y le explicó que el sadomaso se basa en el control y todas esas chorradas, mientras que lo que hacían allí y por lo que la gente acudía era por las, conocidas desde tiempos ignotos, hostias como panes. Es cierto que algún flojucho había acabado en urgencias, dijo ella con otra risotada, pero el mercado es el mercado y la demanda es la demanda. Además, estaba encantada con su oficio y pagaba bien porque entendía que, aunque a ella le gustara zurrar a gente a cambio de dinero y sin ningún tipo de represalia, aquello no era lo que se dice normal del todo, y no todo el mundo lo hacía bien, pero Damaris... ella tenía un don para el dolor, le dijo la enana. Se sintió orgullosa de sí misma, le dio una patada en la espinilla a Parraque y aceptó el puesto. Empezaría al día siguiente.
Estaba deseando decírselo a Mery, feliz también por ver la reacción de su amiga que tanto estaba poniendo de su parte para que enderezase su vida. Mery era el puntal que impedía que se derrumbase por completo, por mucho empeño que pusiese en seguir demoliendo pilares maestros. Comenzar a ser una persona de bien la hizo aún más feliz por ella que por sí misma. Con los restos del poco dinero que aún le quedaba en el bolsillo había comprado la cena para celebrarlo. No era asidua de las costumbres de la mitad de su linaje, pero la comida tradicional demoníaca siempre le había gustado. Existía la creencia popular de que sus platos eran demasiado picantes y siempre bañados en salsa y, aunque no era desacertado, la realidad era que apenas los sazonaban ya que la carne de los demonios de las Dimensiones Desconocidas llevaba imbuida un característico y ardiente sabor y generaban por si solos tanta salsa como para nadar en ella, aunque en su gran parte solía ser sangre. A Damaris le encantaba la angustia que destilaban esas comidas, sobre todo porque podía sentir que no era ella quien la estaba sufriendo. Procuró que le sirviesen uno de los platos menos picantes para Mery, compró solo por si acaso un litro de leche y fue al piso de su amiga a esperar a que acabase su turno.
Sonrió al oír la cerradura ya casi de madrugada, mientras imaginaba la expresión que tendría cuando le dijese que la habían contratado.
―¡Mery, sorpresa! ¡He...!
―¡¡Has matado a un nómor!! ―gritó Mery, dando un portazo.
―¿Qué? Vamos a ver, quedamos en que no trataba de matarle, así que...
―¡No hablo de ESE nómor! ¿Es que te quedaste con las ganas? ¿Dónde has estado entre las ocho y las diez de la noche?
―Yo... No me he bebido tus cervezas, si sirve de algo.
―¡Hablo en serio, Damaris! Dime de una vez dónde demonios estabas. ―Se quedó seria, pestañeando al darse cuenta de lo que había dicho―. Perdón, dónde carajo estabas.
―Estaba... estaba en un bar, pero en uno en el que me han dado un empleo, ¿vale? Por méritos propios.
―Entonces, ¿por qué un nómor ha venido a denunciar su asesinato con una foto tuya?
Damaris se quedó helada. Una vida entera dedicada a construir un sentimiento constante de culpabilidad podía dejarla sin defensas incluso cuando estas no eran necesarias. Por una vez, recordaba con toda claridad lo que había estado haciendo. El asesinato de pequeños señores resurrectibles no había estado entre sus actividades.
―No sé qué foto te ha dado, pero seguro que hay más gente como yo por ahí, ¿no?
Mery comenzó a buscar la foto en su móvil.
―Piel oscura, pelo negro corto y abundante, metro sesenta y poco, aspecto jovial pero cansado, ojos negros, cara redonda, cuerpo en forma de pera, un lunar a la derecha de la nariz y otro a la izquierda junto al mentón...
―Se me parece bastante, pero te digo que puede haber mucha gente que...
―Cuernos.
Le plantó el móvil en la cara. Se vio a sí misma, girándose en tres cuartos como comenzando a huir, delante de un nómor que se caía abatido. Fue una de esas cosas con las que cualquiera se plantea si están pasando de verdad. No podía despegar los ojos de ella misma en aquella pantalla y tuvo que esforzarse por no dejar de respirar. No sabía qué decir.
―Sí, vale, soy yo.
―¿Lo estás admitiendo? ¡Damaris, por todos los...!
―¡Eh, eh, de eso nada! ―le cortó―. Es que esa persona es... soy yo, o sea, creo que no hay duda. No, espera, quiero decir, sé lo que he hecho, sé dónde he estado, estoy segura ―no lo estaba― y sé a ciencia cierta que no he matado a nadie. ―No lo sabía. ¿Había matado a alguien? No era la primera vez que hacía cosas de las que no se acordaba―. Te digo la verdad, Mery ―avanzó un paso hacia su amiga, implorante―, ¿por qué iba a hacerlo? No sería capaz de matar a nadie. ¿Qué móvil tendría? Se necesita un móvil, ¿verdad? Decís móvil para hablar del motivo de un asesinato, ¿no?
Mery la miró entre furiosa y queriendo confiar, pero le costaba. Con sus precedentes y una foto que la situaba como clara culpable no podía hacer nada más.
―Damaris, mira, todos los dioses saben que quiero fiarme de ti, pero esto es una evidencia y no puedo pasarla por...
―Cuernos.
―¿Eh?
―Se me ven los cuernos.
―Es que tienes cuernos.
―Sí, estos ―dijo echándose hacia atrás el pelo que le caía por la frente―. Tú sabes que tengo porque me has visto despeinada.
―Irías despeinada, no te darías cuenta.
―Sabes que no. Jamás iría con la frente descubierta.
Mery no supo rebatirle. Sabía que Damaris tenía razón.
Sin embargo, la mestiza solo estaba huyendo hacia adelante. Ya no estaba segura de nada. Una foto era una foto y esa, aunque con los protagonistas en movimiento y mal enfocada, era esclarecedora. Aun casi de costado se le distinguía la cara a la perfección y la ropa, una blusa de seda azul sin escote y un pantalón pitillo. El nómor estaba cayendo muerto y entre ellos había un destello, quizás del propio flash del móvil que hizo la foto. Era demasiado evidente. Decía la verdad sobre sus cuernos, pero ante una prueba gráfica sus palabras no tenían validez alguna. Hasta que se dio cuenta de algo.
―Yo no llevaba esa ropa.
Mery volvió el móvil hacia ella.
―¿Estás segura? Pensé que habías comprado algo de ropa decente para las entrevistas.
―¿Con qué dinero? Saco la ropa de tu armario como de cos... ―al notar la mirada asesina de la inspectora tragó saliva―, eh, no, quiero decir que no.
Otra excusa débil y ambas lo sabían. Mery miró intensa la foto, buscando algo que no encajase, que fallase. Quería creer que no lo había hecho Damaris. Podría haberse cambiado y deshacerse de la ropa. No servía como coartada. Pero quería, tenía que agarrarse a algo. No podía acusarla de asesinato. Había hecho cosas reprobables a lo largo de los años, pero aquello traspasaba todos los límites. Tenía que haber algo.
―Estás más gorda.
―¿Disculpa?
―Quiero decir que aquí estás más delgada, no que ahora estés... bueno, te estoy viendo, puedo comparar, en la foto estás menos... ¿redonda?
Damaris volvió a mirar la foto. Parecía una tontería, pero no lo era. Mery tenía razón. Con los años, el estrés y los excesos había cogido volumen. Y la Damaris de la foto estaba más delgada, un poco como ella lo había estado en su juventud. Frunció el ceño.
―Entonces, ¿quién es esta persona?
―No lo sé. Pero no eres tú.
Aquello la alivió. No estaba teniendo huecos de memoria en los que iba asesinando nómores sin ton ni son. Había tenido agujeros en los que se había aparecido en lugares a los que no sabía cómo había llegado, como la vez que despertó metida en una cama con una señal de tráfico y medio caballo disecado, pero no eran tan graves ni por asomo. La mayoría no podían hacer que acabase en la cárcel, o no por mucho tiempo. Mery, aun así, parecía querer mantener cierta dureza en el gesto. Necesitaría algo más que aquello si necesitaba defenderla. La inspectora suspiró. Damaris pudo apreciar el esfuerzo de su amiga por ser positiva.
―Dam, tengo que hacerlo bien, pero también eres mi amiga y quiero creer que no eres culpable. Si dices que no lo has hecho, te creo. ―La miró con más dureza de lo que a Damaris le habría gustado―. Ponte en mi lugar, esto es una prueba contundente y, al fin y al cabo, he de llevar este caso como cualquier otro, con la mayor seriedad posible.
A pesar del acercamiento, a Damaris le costaba ponerse en el lugar de alguien que la había acusado de ser una asesina nada más entrar por la puerta. Mery, al ver que le esquivaba la mirada, trató de dar más luz al tema poniéndola en situación.
―El forense inspeccionó al nómor tras su declaración. Es el procedimiento normal, pero en este caso, ya sabes, podría tratar de defraudar al seguro. Encontró la parte de tejido recién regenerado en el agujero de entrada, pero no agujero de salida ni resto de proyectil, así que podríamos estar hablando de un ataque con magia. Además de la foto, el nómor te describió a la perfección... Perdón, describió a alguien increíblemente similar a ti y, además, me dio el contacto de la testigo, que confirmó la descripción. Sin embargo, afirmaron no haber visto un arma. Eso es un hueco importante, teniendo en cuenta que, hasta donde sé, no sabes hacer nada con magia que se parezca a esto. Mañana iré al lugar de los hechos y preguntaré en los alrededores si alguien vio algo o hay grabaciones de cámaras de seguridad. Que un cadáver se vaya por su propio pie solo lo hace más difícil. Solo te pido que no hables de esto con nadie y no te fíes de nadie. Ah, y una cosa más.
Para entonces Damaris solo quería que no hubiese una cosa más. Era demasiada información, demasiado deprisa. Ahora que parecía comenzar a tener una vida no necesitaba esto.
―Dime dónde vas a trabajar para comprobar tu coartada.
En ese momento se dio cuenta de que quizás, solo quizás, no había pensado muy bien cómo decirle que trabajaba en ese bar.
―¿Es que no te fías de mí o qué? ―Saltó a la defensiva sin proponérselo.
―Es lo que trato de hacer ―respondió Mery―, pero necesito testigos. Es el procedimiento habitual.
―Ya, o sea, que no te fías de mí.
―Te he dicho que sí ―dijo Mery―. No voy a acusarte, pero necesito una base para prever tu coartada. Tenemos que cubrir todos los flancos.
―Pues si me crees, créeme y ya está.
―Damaris, estás siendo irracional, ¿por qué te importar tanto que vaya a preguntar?
―Pues porque me importa y mucho.
―¿Dónde has conseguido el trabajo? ¿Es que te da vergüenza que lo sepa?
Damaris movió los brazos tratando de mantener en el aire los peores malabares imaginarios del mundo.
―¡No, pero... es que todavía no he empezado! ―Damaris agarró ese asidero como si la estancia se estuviese despresurizando―. ¿Qué crees que pensarán de mí si, en mi primer día, se planta la poli a hacer preguntas? A la gente no le gusta tener posibles asesinos en sus trabajos. Creo, nunca he tenido un trabajo de verdad.
No quería que Mery descubriera que iba a trabajar en un bar donde al pedir una pinta te servían una tapa de hostias, pero, al fin y al cabo, tenía razón. Eso ablandó el policial corazón de Mery. Un poco.
―De acuerdo, te daré un poco de tiempo en ese aspecto, pero no me facilita las cosas.
Damaris comenzó a engullir su parte de la cena de pura ansiedad, sintiendo el agradable incendio que se desataba en su boca al sabor de la pequeña cazuela de picante carne repleta de salsa. Mery miró su cena con cierto pesar y se disculpó por no querer probar bocado, pero Damaris meneó la cabeza quitándole importancia y atacó también su plato.
―Me voy a la cama. Mañana tengo que buscar una asesina que... bueno, que no sea mi amiga ―terminó la frase con un hilo de voz, más para sí misma.
Damaris quiso decirle algo cuando notó un deje de desconfianza, pero cuando la palabra “amiga”, más exhalada que pronunciada, resonó en su cabeza, se le esfumaron las ganas. Ella también necesitaba descansar, había sido un día con demasiadas emociones. Mery se levantó dirigiéndose a su habitación, pero se giró a medio camino y miró a su amiga con un gesto de derrota. Podía ser una asesina en potencia y, aun así, quería ayudarla.
―Cuando termines ven a la cama. En ese puf no se puede dormir en condiciones.
―¿Qué?
―Me has visto en bragas y yo te he visto los cuernos, creo que podremos dormir juntas en la misma cama como mujeres adultas que duermen juntas en la misma cama.
―Ya, ya, sí, ehm. Vale ―respondió sin saber si seguir tragando.
Mery durmió como un tronco, como era habitual en ella. Tenía esa facilidad. Damaris en cambio, con los ojos de par en par, se dio cuenta de la relatividad del tiempo ya que para ella pasaba mucho más despacio de lo normal y dio gracias de que con la luz apagada, los ojos cerrados y su piel oscura Mery no podría distinguir el tono más rojizo que habían adquirido sus mejillas.
A eso de las cuatro de la tarde comenzó su primera jornada. Ya llevaba un par de horas de trabajo en las que había aprendido el funcionamiento general del lugar, servido algunas copas y vaciado el lavavajillas, además de conocer al resto de la plantilla. Hemolelekeakua, recepcionista del bar y mano derecha de la jefa ―aunque con su tamaño también podía ser la izquierda y los dos pies―, como un buen anfitrión, fue presentándoselos uno a uno, esperando no tener que llamarles por el nombre nunca jamás. Es complicado nombrar a nadie cuando su cerebro había decidido que no era información de valor y que minuto y medio después ya no sería necesaria. Creó una útil regla nemotécnica que consistió en que la alta era la jefa de camareros, el guapo el jefe de salón, el grande era Tim y su jefa la señora Puños.
Aprovechó mientras olvidaba los nombres de sus nuevos compañeros para, a la vez, ensimismarse mientras pasaba una bayeta a la barra. Había encontrado un trabajo, pero ahora tendría que buscarse algún sitio donde vivir, aunque los alquileres estaban por las nubes y solo el compartir vivienda podía hacerlo viable. A no ser que, claro, tuviese unos papis que ayudasen. Y mejor no pensar en sus padres. Compartir no sería mala opción, pero no tenía a nadie más que a Mery y no sabía hasta qué punto le apetecería hacerlo. Tenía un buen trabajo con un sueldo adecuado y no necesitaba ayuda con los gastos; además, llevaba tiempo ya viviendo sola. Quizás podría hacerlo por amistad... aunque todo lo que ya estaba haciendo era por amistad. Si no fuesen amigas habría pasado más noches en un calabozo de las que ya había pasado. Y ahora, un nómor la acusaba de asesinato...
Allí estaba Damaris, con la mirada perdida, haciendo un moviendo circular con un trapo sobre la barra cuando la señora Charmfist la llevó de vuelta a la realidad.
―Eh, novata, ahora que ya sabes hacer las cosas aburridas como fregar y mirar al infinito te voy a enseñar cómo trabajamos aquí.
A eso de las cuatro de la tarde comenzó su primera jornada. Ya llevaba un par de horas de trabajo en las que había aprendido el funcionamiento general del lugar, servido algunas copas y vaciado el lavavajillas, además de conocer al resto de la plantilla. Hemolelekeakua, recepcionista del bar y mano derecha de la jefa ―aunque con su tamaño también podía ser la izquierda y los dos pies―, como un buen anfitrión, fue presentándoselos uno a uno, esperando no tener que llamarles por el nombre nunca jamás. Es complicado nombrar a nadie cuando su cerebro había decidido que no era información de valor y que minuto y medio después ya no sería necesaria. Creó una útil regla nemotécnica que consistió en que la alta era la jefa de camareros, el guapo el jefe de salón, el grande era Tim y su jefa la señora Puños.
Le dio una sonora palmada en la espalda que hizo que tuviese que dar un par de ridículos pasos para no caerse de boca. Tras recomponerse, se dejó guiar por la jefa hasta un cliente, un enano delgaducho de aspecto tímido que no parecía estar en su ambiente. La jefa se adelantó hacía él.
―Bienvenido, señor. ¿Qué le ponemos?
―Un... un zumo de melocotón, por favor.
―Ahora mismo ―dijo la jefa tratando de ocultar, sin mucho éxito, una mueca de disgusto heredada de generaciones de grandes bebedores enanos―. Si no le importa, me gustaría ofrecerle los servicios de nuestras nuevas manos, Damaris. ―Que saludó agitando la mano, con una sonrisa incómoda―. Tiene un don para saber qué tecla tocar, usted ya me entiende. Verás, querida ―se volvió hacía ella―, a no ser que el cliente te diga dónde pinchar tendrás que ir pegando aquí y allá. Los hombres son unos estúpidos incapaces de decir que algo les gusta o no cuando les da vergüenza. Comienza suave, en el brazo o el muslo. Prueba mientras le traigo el zumo.
Allí se quedó Damaris mirando al pobre hombre, encogido, con cara de ir a llamar a la policía si respiraban en la misma dirección que él. Ella decidió romper el hielo.
―Ey, tranqui, ¿vale? Has venido aquí a divertirte... o eso creo. Relájate y seguro que disfrutas.
Se sentó a su lado y le dio un puñetazo casi amistoso en el hombro, a lo cual no reaccionó más que con una mirada de soslayo. Damaris se le acercó de forma sugerente. Al menos, tan sugerente como lo haría alguien que se acerca a limpiar el vómito de su gato. No recordaba haberse sentido tan sucia nunca.
―Como ha dicho la jefa soy nueva, pero... ―dijo mirándole a los ojos, aunque estos la esquivaban― seguro que dentro de nada encuentro algo que te ¡guste!
Pam, una palmada bien fuerte en el muslo. El enano dio un pequeño respingo y pareció querer alejarse un poco sin atreverse a hacerlo, removiéndose en el asiento. Damaris, no sabiendo lo que hacía, dejó la mano en el muslo y apretó.
―A lo mejor es que es la primera vez que vienes, ¿eh? ―Pensó que había dado en el clavo cuando se puso recto―. En ese caso no te preocupes, ya somos dos.
Le descargó un puñetazo coincidiendo con la última costilla de su derecha, lo justo para no hacerle mucho daño. El hombre soltó un pequeño bufido.
―Ah, ya veo por donde hay que ir ―le propinó otro golpe de nuevo en el mismo sitio.
―Uff... yo...
―¿Sí? ―replicó con otro golpe―. Dime, cariño. ―Le dio tanto asco oírse a sí misma que trató de borrarlo con un golpe más fuerte de lo normal. El enano se dobló.
―Yo... quiero...
―¿Ajá?
―A ese...
―¿Eh?
Señaló al mal llamado Tim, que comentaba la jugada con la jefa. El hombre, de piel morena, alto y moldeado a partir de bloques de carne redondos, enormes pero firmes, se dio por aludido. Dejó de hablar con la señora Charmfist, se arregló el cuello de su brillante camisa plateada, cogió el zumo y se acercó con una sonrisa de catálogo, meneando una larga y esmerada melena.
―Hola, compañera ―le dijo a Damaris.
―¿Ah, sí?
―Caballero, aquí está su zumo ―dijo lanzando un posavasos que no se sabe muy bien de donde salió y atrapándolo bajo el culo del vaso―, y aquí está su hombre.
El enano le miró como un trol hambriento miraría a una cabra. Damaris se sintió un poco dolida.
―¿Trabajas de... esto? ―Las evidencias, a veces, le pasaban rozando por encima, pero sin llegar a tocarla.
―Por supuesto, no solo soy el tío de la puerta. Me llamo Hemolelekeakua, por cierto.
―No se me ha olvidado ―mintió―. ¿Necesitas un nombre largo porque eres gigante? No te lo tomes a mal, pero solo he oído jelelelele. ¿Te puedo llamar Tim?
―No ―dijo el hombre con una sonrisa sincera―. Y ahora, si me disculpas, tengo que atender a mi cliente. Yo puedo darle algo que tú no puedes.
―¿Testosterona destilada?
―Lesiones permanentes.
El enano sonrió.
Pasaron unos días de extraña normalidad. Damaris nunca había tenido un trabajo con horario fijo, sueldo y contrato según convenio y días libres. Siempre había sido un alma libre, o todo lo libre que podía ser dentro de la organización de la Doña, que pagaba dependiendo de lo obtenido en los golpes y no permitía un horario regular. Por no hablar de la inmensa cantidad de ilegalidades que cometió bajo su ala. Lo más grave que había hecho en lo que llevaba en La Otra Mejilla había sido rellenar botellas de vino con otras a medias. Como cambio, no estaba mal del todo.
Pegar tampoco era ni de lejos tan malo como se había imaginado. Era mucho peor para quien recibía excepto por el nimio detalle que esperaba y gustaba de recibir o, de otra manera, no acudiría a ese bar. Era contradictorio saber que un golpe había causado a la vez un gemido ahogado y un cardenal que pasaría por todo el espectro de tonos verdosos y azulados, pero, si a la gente no lo importaba, a ella no le importaba. Y maldita sea, se le daba bien. Había hecho daño a la gente antes pero nunca le habían pagado por ello. Además, solo era dolor físico. Estaba mejorando.
Cuando terminó en más de un sentido con un cliente, volvió a la barra a lavarse las manos. Higiene ante todo. Hemolelekeakua, que estaba en posición de guardia, se acercó a ella. El hombretón no solo recibía y pegaba a la clientela, si no que hacía funciones de seguridad. Si algún alborotador aparecía con más ganas de juerga de las esperadas, le invitaba con toda la amabilidad posible a que abandonara el local. Claro que no solía necesitar más que un por favor bien pronunciado. No necesitaba de su fuerza para ello.
―Vas cogiendo el ritmo a esto ―le dijo con una sonrisa a Damaris.
―Ah, sí, una vez te acostumbras no es tan raro ―le dijo mirando hacia otro lado―. A quién voy a engañar, claro que es raro. Aún me cuesta hacerme al hecho de que me pagan para arrearle a la gente y, encima, me devuelven una mirada lasciva. Es...
―¿Asqueroso? ―apuntilló él.
―Inquietante. Pero también asqueroso. Asquerositante. Tendrías que ver cómo me ducho cuando llego a casa.
La miró sin entender muy bien si había dicho lo que quería decir. Damaris se dio cuenta.
―¡Porque me siento sucia! No es que quiera que me veas ducharme. Eso sí sería raro. A no ser que quieras, claro... ―La broma hizo la situación aún más incómoda. De repente, tenía mucho calor―. Este... bueno, háblame de ti, Tim, cuéntame, ¿de dónde sales? Con lo grande que eres te debe costar salir de los sitios. O entrar. No sé, habla tú, por favor. ―Él se rio con ganas.
―Ya sabes que no me llamo Tim, Daniela.
―Damaris ―corrigió ella.
―Ya lo sé. Verás, Daniela ―siguió él―, nací en las Islas del Sur. Nosotros las llamamos Kahuaa, pero los colonizadores tienen por costumbre tomar todo lo que ven para sí, incluso los nombres de los lugares. Y como estábamos al sur... no brillaron por su creatividad. Perdona, me estoy yendo por las ramas. ―A Damaris no pareció importarle, teniendo en cuenta que se había quedado parada oyéndole hablar mientras llevaba una bandeja de lavavajillas llena―. Mis padres decidieron venir aquí para ganarse la vida. Fue una pena, mi tierra es un lugar precioso y mataría por haber crecido allí, pero no puedo culparles. Me han dado todo lo que han podido y si estoy aquí hoy es gracias a ellos.
―¿En un bar en el que se pega a la gente?
―Ja, ja , ja, ay Daniela, eres torpe pero graciosa. Mi padre siempre fue un obrero y mi madre tuvo bastante trabajo con criarme. Siempre dijo que su oficio era ponerme en un sitio mejor del que había estado ella. La echo de menos.
Se detuvo un momento, lamiéndose los labios en un acto reflejo de nerviosismo, ladeando la cabeza. Damaris quiso decirle algo, pero se repuso rápido, o al menos simuló hacerlo.
―El caso es que no siempre fui el tío perfecto que tienes ante tus ojos, ja, ja, ja. Hice muchas tonterías en mi juventud. Tuve problemas con la ley. Algunos me los busqué yo, otros, bueno, es fácil que te señalen según qué tipo de persona seas, sobre todo cuando pareces de fuera. El caso es que acabé aquí un poco como tú, por casualidad. La señora Charmfist me dio un oficio y hasta hoy. Esa mujer tiene un don para detectar a la gente que necesita de un lugar seguro.
Damaris ya no le miraba pensando qué habría debajo de esa tensa y brillante camisa, si no con ligero asombro. Jamás se le habría ocurrido que alguien que proyectaba esa imagen había necesitado que lo rescatasen. Se preguntó si la señora Charmfist también había visto en ella algo así.
―Sí, a ti también te caló ―le dijo él, señalándola. Tardó un momento en reaccionar.
―¿Cómo sabías lo ...?
―¿Que estabas pensando? Porque no es la primera vez que veo esa expresión. Mira.
La tomó del hombro con delicadeza para que se diese la vuelta y señaló a una de sus compañeras. En el otro extremo de la barra trabajaba una mujer de mediana edad, espigada, de aspecto fibroso, cubierta de tatuajes, una larga melena trenzada y con orejas puntiagudas.
―Uma es semielfa, bastarda de una familia de rancio abolengo. Heredó todas las obligaciones, pero ninguno de los derechos. Cuando se cansó de que le dictasen su vida casi se carga a su padre. La repudiaron y tuvo que buscarse la vida en la calle desde los dieciséis años. Fue de trabajo de mierda en trabajo de mierda, viviendo donde podía. A la jefa le gusta contar que salvó una vida al rescatarla. En concreto, la de un capataz de obra mientras ella conducía una excavadora, sin licencia por supuesto, y trataba de arrancarle la cabeza con ella. Al parecer, al pobre hombre se le ocurrió decir algo sobre las habilidades de las mujeres para la construcción. Es una tía durísima la mires por donde la mires.
Uma giró la cara hacia ellos, con semblante serio, sin parar de trabajar. Se detuvo un segundo en el que parecía que iba a saltar a arrancarles a ambos la garganta con sus manos desnudas, pero se limitó a guiñar en su dirección y señalarles como muestra de saludo. Hemolelekeakua se lo devolvió mientras Damaris se recuperaba de la impresión respirando como si acabase de subir escaleras.
Su historia de familia de alta alcurnia y su huida del nido quiso recordarle a algo. Hemo volvió a girarla con la facilidad del que juega con muñecos, esta vez al frente, en dirección al salón.
―Aquel que sale de los reservados ―señaló Hemo― es Saaz.
―Así que el guapo era Saaz...
Saaz era un demonio, de eso no había dudas. Sus elegantes cuernos brotaban de su frente para retorcerse paralelos a sus sienes y acabar en una curva ascendente y cerrada. De su tez caoba destacaban unos ojos claros que parecían irradiar luz propia más que reflejarla. Pero lo que llamaba la atención de aquel hombre, que se mesó una barba bien perfilada, era que vestía un elegante traje a medida que parecía llevar como si hubiese nacido y crecido con él. Era difícil adivinar que era un empleado más y no un cliente adinerado de gustos extravagantes.
―Es el único de por aquí que sabe algo de magia. ¿Conoces a algún kinético?
―Un poco de aquella manera ―respondió acordándose de Moritz.
―Entonces sabrás que la mayoría pueden mover objetos simples o pequeños mecanismos. Saaz es médico titulado. Lo criaron sus abuelos e hizo la carrera para honrarles y seguir su camino, pero nunca ejerció de verdad. Solo querían sacar rédito a sus poderes. Imagínatelo, un cirujano privado kinético, el primero de su clase. La gente haría colas por contratarlo.
A Damaris le pareció una idea excepcional. Operar sin necesidad de tocar nada abriría una nueva era en la medicina. Y, sin embargo, estaba esperando a oír la parte oscura.
―Cuando se doctoró, la idea de sus abuelos cambió; querían que usase su poder hiriendo a gente sin que lo supiesen para luego cobrarles por sus servicios. Saaz quiso ver hasta dónde llegar y les dijo que tendrían que aceptar que era un hombre y que no pondrían reparos en su transición si el accedía a sus planes.
―Espera, ¿es una mujer?
―Obviamente, no ―respondió Saaz.
Damaris se encogió de la vergüenza. Había dicho aquello con más volumen del que creía, aunque se dio cuenta más tarde de lo debido de que el tono de voz adecuado para aquella frase era ninguno.
―Lo siento, no quería decir eso...
―No te preocupes. ―Saaz se acercó a ellos ajustándose con elegancia las solapas del traje―. Me tomaré tu sorpresa como un cumplido.
―Sí, por favor, soy imbécil, pero estoy segura de que tengo un límite.
―Me alegro de haberlo visto ―le respondió con una sonrisa pícara―. Hemo, ¿qué le estabas contando para confundir así a la pobre muchacha?
―Nada importante, solo la historia de tu vida.
―Bastardo ―le dijo entre risas―. Deduzco entonces que ahora tocaba la parte en la que me quedo sin familia.
―Y querrás contarla por ti mismo, encima ―rio Hemo.
―Entonces, ¿no te dejaron hacerlo? ―se animó Damaris a preguntar al ver que el tono era mucho más relajado de lo que esperaba.
―Oh, todo lo contrario. No les importó. De hecho, no les importó en absoluto.
―Eso es... ¿bueno?
―No pusieron problemas porque no les importaba. No era ni una persona a sus ojos. Siempre fueron conservadores, pero me criaron a falta de mis padres y sentía que les debía todo, así que nunca llegué a decirles quién era de verdad. Cuando lo hice esperaba rechazo, negación, negociación de algún tipo y me encontré... nada. Eso era lo que significaba para la gente que me había criado. Me fui con lo puesto y estuve aquí y allá hasta que encontré el bar. La jefa me debió ver potencial y yo un lugar donde me aceptaban.
―Vaya, eso es... espera, ¿estás diciendo que le pegas a la gente sin pegarle? ―le dijo ella sin poder aguantarse la risa.
―Muevo las cosas de dentro del cuerpo, por hacértelo sencillo. Torsiones, espasmos, contracciones, estiramientos, ese tipo de cosas. Ah, y a los compañeros les quito las contracturas.
―¿Y de qué vas con lo de ir de traje? Entre lo de hacer movidas con las entrañas y esa ropa pareces un caníbal elegante.
―No voy a preguntar a cuántos caníbales has conocido. Trabajo bajo reserva y mis habilidades son únicas, así que he de proyectar una imagen de exclusividad. Y pagan muy bien por ello.
Damaris estaba impresionada, ya no por los poderes en sí, si no por la decisión de transformarlos a su conveniencia. Había encontrado una forma de convertir una carga de la que no se podía deshacer en algo que estaba orgulloso de manejar sin atisbo de vergüenza. Sintió una bola que crecía en la base del estómago así que trató de hacerla desaparecer con curiosidad.
―Y, ¿no viene ninguno buscando...? Bueno, ya sabes. Hay gente con fetiches particulares.
―¿Por ser trans? ―dijo él sin remilgos―. Claro, pero no soy un trozo de fetiche. Si viene alguien así, Hemo le acompaña a la puerta sin pegarle. Como castigo.
Hemo se encogió de hombros mientras sonreía. A Damaris le hizo gracia la ironía y se le escapó una risa fea.
―Estarás aquí el tiempo que necesites, como Uma, Saaz o como Yǒnghéng y Mabel. ―Dos camareras más atendían a la ecléctica clientela―. Siempre ha sido así. No somos los primeros ni seremos los últimos que pasen por La Otra Mejilla. El objetivo es hacer un alto en el camino, respirar, otear el horizonte y continuar hacia un lugar mejor. Algunos hacemos un alto más largo que otros, pero eso tampoco es malo, solo significa que puede que este sea nuestro sitio y que los nuevos, como tú, puedan aprender de los veteranos.
Damaris le escuchó mientras trataba de adivinar de qué estaba hecha esa bola del estómago que no se iba y giraba y giraba.
―Qué bonito. Extraño lugar para montar un centro de ayuda social.
―Pero pagan bien y te puedes beber una cerveza por turno ―le dijo Uma, que se había acercado a escuchar, mientras le pasaba una jarra.
―¡Eh, eso se dice antes! ―exclamó Damaris, que la agarró con ganas.
Se dio cuenta de que la bola del estómago sabía a ansiedad y celos. Celos de sus compañeros. Gente que había rehecho su vida. Gente que había ido por el mal camino, a la que su familia había tenido subyugada, en conflicto con lo que eran, que tenían un don que no podían elegir cómo usar o si usarlo siquiera. Verlos así, en el presente, lejos de todo lo que les había hecho miserables alguna vez le hizo mirarse a sí misma. Sintió celos por no ser como ellos. Miró la espuma de la jarra un par de segundos, como si quisiese respuestas de ella. Le dio un trago largo y exhaló. Los celos solo son envidia malsana, así que se prometió que ella no sería así. Iba a ser la mejor Damaris que podía darse a sí misma. A convertir esos celos en orgullo.
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ciudadazarosa · 3 years
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7 | El barrio chungo
Era bien entrada la madrugada cuando Damaris llegó a casa de su honroso y machacante trabajo en hostelería. No solo su cuerpo estaba cansado, también tenía la cabeza hecha un bombo. De repente, tenía mucha prisa por solucionar el asunto del nómor y poder seguir su recién adquirida rutina. Y no sabía en qué punto estaba el trabajo policial. Apenas había coincidido con Mery durante los últimos días salvo en la cama*[1] y con al menos una de ellas dormida*[2], pero ya tenía bastante con cogerle la comba a la vida laboral como para además llevar una vida social mínima, aunque fuese dentro de la misma vivienda. Cuando abrió la puerta se sorprendió de ver allí a Mery, sentada en uno de los taburetes que daba a la cocina, mirando la pantalla de su portátil con cara de circunstancias.
―¿Qué, no te puedes dormir y estás viendo vídeos graciosos de gnomos? ―saludó al entrar.
Mery la miró, seria, preocupada.
―Ah, bueno, igual los gnomos ya no son tan graciosos...
―¿Te puedo preguntar algo, Damaris? ―le dijo con tono grave.
―No me he bebido tus cervezas.
―¿Mataste al nómor?
―¿Qué? ¿Otra vez con eso?
―Por favor, respóndeme.
Damaris la vio exhausta. Aquello le estaba pasando mella también en el aspecto emocional y se desinfló al notarlo. No le gustaba tener que estar excusándose de algo que no había hecho, pero decidió que, si aquello daba cierta paz a su amiga, lo haría.
―Te lo juro por las cervezas de tu frigorífico, que por cierto no me he bebido, que no he matado a nadie, nómor o no.
―Vale. Vale.
Mery respiró tranquila o, al menos, menos nerviosa. Damaris usó parte de su suspicacia para darse cuenta de que debía pasar algo raro.
―¿Por qué tanta insistencia?
Mery giró el ordenador. En la pantalla estaba la foto que ya conocían: el nómor cayendo, una Damaris huyendo.
―Ese destello, ¿lo ves? ―dijo la inspectora señalando algo entre los dos personajes de la fotografía―. No es el flash, ni un reflejo extraño. Lo pasé por alto porque no me parecía importante y porque... bueno, me he centrado más en pensar cómo exculparte que en investigar quién lo hizo. A lo mejor eso es algo de magia.
Damaris la miró con el ceño fruncido, entendiendo a dónde quería ir a parar.
―Lo que yo hago no hace esas lucecitas de ahí, ya lo sabes.
―No, lo que haces no, pero no sé si lo que puedes hacer...
―Esto, y nada más, es lo que puedo hacer, que te quede claro.
Las dos mujeres se miraron como a punto de engancharse de la pechera. Fue Damaris la que reculó, apartando la mirada.
―Lo siento, es que no me gusta hablar de mis... de mi herencia.
―Lo sé, yo también lo siento. No quería insinuar que lo habías usado ―dijo Mery.
―Para no quererlo es lo que has hecho.
―Ya te he dicho que lo siento, ¿vale? Estoy cansada, necesito explorar todas las opciones.
―Yo nunca usaría esos poderes. Nunca ―dijo Damaris, categórica―. Me duele que estemos contemplándolo.
―Damaris, lo del azar no es más que una forma descafeinada de controlar el libre albedrío, tú misma lo desarrollaste para poder hacerlo a tu manera.
―¡Porque es mi manera! ¡Mi decisión! ¡Ya que tengo un don demoníaco que no deseo, qué menos que usarlo de forma que me convenga!
Mery la miró en silencio mientras se calmaba, bufando. Estaba furiosa de verdad. Damaris enterró la cara en sus manos y dio un largo suspiro para calmarse.
―No, lo que hago no puede hacer eso ―dijo señalando a la foto.
―Gracias. Y lo siento. ―Mery hizo amago de alargarle la mano para tocarla, pero pensó que no era el momento―. Solo quiero estar segura. Estoy un poco... indecisa con esto. No tengo ni idea de magia y no sé cómo encarar esto porque tengo que trabajar con el hecho de que no has sido tú, pero investigaré a fondo de dónde ha podido salir alguien tan parecido.
―¿Un cambiaformas? ―quiso ayudar Damaris, más calmada.
―Eso son cuadrados que se convierten en círculos, en los que estás pensando es metamorfos.
―¿Metamorfos o cambiapieles?
―Si se transforman en algo de su propia especie son metamorfos y si lo hacen en otra distinta, cambiapieles.
―Me duele la cabeza. ¿Para qué se iban a hacer pasar por mí?
―¿Venganza? Matar nómores es el crimen perfecto si quisieran inculpar a alguien, no matas realmente a nadie, pero sigue siendo un asesinato. Quizás alguien te quiera a la sombra sin tener que mancharse las manos.
―¿Quién iba a querer hacerme eso? ―Mery la miró con una ceja levantada―. Sí, vale, supongo que todo el mundo, pero es tomarse demasiadas molestias.
―¿Tú crees? Has cabreado a un montón de gente durante años.
―No te lo imaginas ―respondió con un deje de orgullo.
―¿Tienes alguna idea de quién podría querer vengarse de ti?
Tuvo que pararse a pensar.
―Puede que la Doña... por la cajita esa que me llevé.
―Y que sigue en mi casa, por supuesto.
―Los problemas de uno en uno.
―Eso sería una vía de investigación. Debería ir a tener unas palabras con esa mujer.
―No, ni de coña.
Ambas se sorprendieron con la contundencia con la que Damaris pronunció aquello.
―Si vas a por ella directamente sabrá que me conoces y le será más fácil encontrarme. Si está detrás de esto, es algo que no podemos dejar que haga.
―Supongo que puedo limitarme a trazar sus últimos movimientos y preguntar a algunos contactos.
―O podría ir yo a verla y devolverle lo que quiera que sea esa caja.
Mery tuvo que sacudir la cabeza para asegurarse que había entendido bien.
―Claro, y eso le hará mucho más difícil encontrarte.
―Es diferente. Si voy de buena fe y le devuelvo la caja ya no tendrá motivos para seguir con esto.
―No, porque te matará en el acto.
―Qué va ―dijo Damaris haciendo un gesto desdeñoso con la mano―. La Doña no haría eso. Es una delincuente, no una asesina.
―¿Y qué hacemos con el asesinato que ya se ha producido? ¿Se lo perdonamos y ya está?
―¿Y por qué no? Pelillos a la mar. Cierras el caso como no resuelto o lo que sea que se hace con los casos no resueltos y ya está. Nadie sale herido. Excepto el nómor, pero ya están bien.
―No puedo hacer eso, Damaris. No voy a comprometer mi integridad.
―¿No lo harías por mí?
―Eso ya lo he hecho muchas veces.
Damaris se sintió culpable. Era cierto, la habría librado alguna que otra vez de penas más severas que un par de noches en un calabozo, la última vez justo por estar a punto de provocar que mataran a un nómor. No podía pedirle más, así que pensó que era el momento de tomar las riendas si quería conservar el cachito de vida que se estaba ganando.
―No hace falta que lo hagas, entonces, pero voy a ir a ver a la Doña de todas formas. Está pasando demasiado tiempo, estoy cansada. Es mejor que paremos esto ahora.
―No lo entiendes, Damaris...
―No, tú no lo entiendes. Si mañana muere otro nómor solo porque no he devuelto esa caja de mierda, además de sentirme algo culpable, todo esto de rehacer mi vida no servirá de nada.
―Esto no funciona así. No podré protegerte si te expones de esa forma, no desde fuera del sistema.
―Lo sé, pero no necesito al tal sistema ahora. Además, devolver lo que robas también es algo bueno, ¿no? Y tengo que hacer cosas buenas.
―Es mucho mejor no robar ―le espetó Mery.
―Lo hecho, hecho está. Mañana iré a su oficina y trataré de aclarar el asunto.
―Es una criminal, Damaris, no puedes fiarte de ella. Es demasiado peligroso. Podemos hacer esto por los cauces de la ley; el caso está en mis manos, juguemos con esa ventaja.
―Y mientras tanto podrían matar a más nómores hasta que uno me grabe en vídeo o tenga testigos o quede alguna pista que me incrimine directamente. No ―dijo un temblor en la voz fruto de la impaciencia―, hay que terminar esto cuanto antes. Además, no quiere matarme, ella no es así. Es retorcida, malhumorada y da bastante miedo para la poca cosa que es, pero, si quisiese, ya lo habría hecho. ―Omitió a propósito que se había cruzado con Parraque en el bar―. No, no me quiere muerta. Confía en mí, seguro que quiere recuperar lo que robé. Mañana tengo libre, iré por la mañana a su oficina, le devolveré la caja, me disculparé y le pediré, por favor, que no mate a más gente en mi nombre y, a cambio, no me volverá a ver. No me hará ningún daño.
Tirada en el suelo y con un pitido en el oído izquierdo, Damaris intentó levantarse con dignidad, pero el golpe había sido tan fuerte que solo encontró torpeza. Trató de hacerlo apoyando las rodillas en el suelo. Se quedó allí un momento, postrada a cuatro patas, moviendo la mandíbula con temor a no encontrarla. Se palpó las muelas con la lengua. Esa antes no se movía, pensó mientras distinguía el herrumbroso sabor de la sangre. Se rio mientras meneaba la cabeza. Tenía razón, la Doña no le haría daño.
―¿Es que no te he dado bastante fuerte? ―le dijo Vultuk, preparada para volverle a pegar.
―Yo diría que todo lo contrario. Déjala ―intervino la Doña.
Por fin, Damaris consiguió levantarse. Ante ella Vultuk, complacida por estar haciendo lo que le gustaba, y la Doña, sentada delante de un escritorio discreto pero lleno de archivadores, carpetas, papeles y con una ausencia total de cualquier dispositivo electrónico. El despacho estaba bien iluminado y tenía unas cortinas bonitas y un sofá cómodo con su mesita de té, pero las paredes, forradas de archivadores metálicos, le daban a la habitación un aspecto más de archivo que de despacho. Junto al sofá, dando una nota discordante a la estancia, había una chimenea de gas, preparada, pero apagada.
―No creas que esto me gusta. A ella sí ―dijo señalando a la orca―, pero a mí no. No me hace gracia maltratar a mis empleados, pero me hace aún menos gracia que me roben. Supongo que lo entiendes. Tengo que mantener el orden por mis propios medios.
La hechicera de la aleatoriedad se limpió la sangre de la boca, esbozando media sonrisa sarcástica.
―Entonces mejor no te pregunto qué me hubieses hecho si no te lo traigo ―dijo señalando la cajita roja que ya había dejado en la mesa―. Aunque Parraque ya me avisó.
―Ah, ¿sí? No sé qué te diría, ya sabes que le pierde la lengua. No tenía intención de tomar represalias, solo quería que le devolvieras a la empresa lo que no era tuyo. Qué casualidad que te encontrases con Parraque, ¿verdad?
La misma que cuando su zapato se encontró con la entrepierna del hombrecillo, igual de desagradable. Damaris esquivó la mirada de la Doña, sin saber qué hacer. Esta se levantó y caminó despacio hacia ella.
―Supongo que las casualidades ocurren. No importa. Pero me importa mucho más que nos hayas robado. Verás, no me has robado a mí, ni le has robado a la empresa. Le has robado a la gente que necesita que no le roben más de lo que ya lo hacen. Que lo hayas devuelto dice de ti que, al menos, tienes cierta integridad. Pero si lo has hecho una vez quién sabe si no lo volverás hacer. O si no lo has hecho ya, justo debajo de mi nariz, sin que haya reparado en ello.
Aquella frase, dicha por alguien a quien Damaris le sacaba dos cabezas era irónica a nivel anatómico, pero no se atrevió ni a pensarlo por si la oía.
―No puedo consentirlo ―continuó―. Imagina que cundiese tu ejemplo. No puedo dejar que nadie coja lo que quiera y se vaya de rositas... Así que, antes de perderte de vista para siempre, tengo que castigarte de forma ejemplar.
Damaris se estremeció.
―Vultuk ―dijo la Doña mientras ella contenía la respiración.
―¿Sí? ―Se crujió los nudillos.
―Llévatela a hacer la ronda. Que vea a quién le roba.
Casi pudo oír el gesto de desilusión de la orca.
La ronda era una tarea sencilla: visitar los comercios asociados a la organización y ver qué tenderos y clientes cumplían con su parte. La mayor parte de los establecimientos se encontraban en los barrios obreros y en las zonas más deprimidas de la ciudad. Ninguna gran cadena comercial ubicada en el centro de la ciudad parecía interesada en los servicios que ofrecía la Doña.
Llegaron, tras una caminata en la que reinó el silencio más absoluto e incómodo, a uno de los barrios de influencia de la organización, el barrio de Piedra, al sur de la ciudad. Se podía trazar con la vista la línea que separaba el barrio del resto de la ciudad; de un lado de la avenida edificios de igual altura y similar apariencia, con sus balcones, sus toldos y su ropa tendida en cuerdas asomando a la calle como en cualquier barrio humilde de cualquier ciudad. Del otro, un amasijo de edificaciones, algunas de un solo apartamento de anchura, otras más holgadas, todas a diferentes alturas sobre las que habían construido plantas y plantas en diferentes materiales. El collage de edificios dejaba sin espacio a las calles que se introducían en aquella suerte de macizo de hormigón, ladrillo y piedra, haciendo que las entradas a estas fuesen apenas una rendija entre la muralla, más similares a una grieta en una montaña que solo podían encontrar los que la conocían de antemano.
Si se llamaba el Barrio de Piedra no era por el material con el que había sido construido, si no por los enanos que residían allí. Si bien muchos vivían en diferentes partes de la ciudad, la colonia original tomó aquel asentamiento tras su salida del barrio de la Magdalena, convirtiéndolo en su pequeña ciudad enana, casi por completo al margen del resto de la ciudad y de su ley. No porque ellos lo quisieran, aunque no había demasiados reparos, sino porque la ciudad consentía; los alquileres eran baratos, la vida era asequible y allí se habían forjado oficios aun soportando jornadas interminables y paupérrimos salarios. Pero mientras pudiesen ganarse la vida allí, el resto de la ciudad no tendría que preocuparse por acomodarlos. No serían un problema hasta que los que mandan decidiesen lo contrario.
El Barrio de Piedra no tenía permitido extenderse más allá de ciertos límites. No había ley que lo prohibiese, pero era un acuerdo tácito de los enanos con la ciudad: no ir más allá del asentamiento original y nadie del gobierno metería la nariz. Claro que esto implicaban servicios sociales mínimos y los un día orgullosos enanos, forjadores, grandes mineros, reyes bajo la montaña, tenían que servirse de picaresca para hacerse una vida en el gigantesco panal de cemento. Allí podían estar tranquilos, lejos de los estigmas de problemáticos, vividores y cosas peores que se les colgaba fuera. A ojos de la sociedad debían trabajar el doble para hacer ver que valían lo mismo que cualquier otro, demostrar lo que no tenían que demostrar elfos o humanos. Esta era la gente que la organización de la Doña trataba de cuidar.
Damaris siguió a Vultuk por un camino que la orca ya había recorrido docenas de veces. Si hubiese tenido que ir sola jamás habría podido orientarse, empezando por la casi oculta callejuela que se colaba al interior del barrio desde la avenida que se convirtió al instante en un túnel. Llegaron a un cruce que bien podía ser un pasillo y giraron a la derecha, esquivando enanos que se afanaban en sus quehaceres sin apenas lugar al que apartarse, ya fuese por las paredes o por la abigarrada población que llenaba las calles. Se dio cuenta de que la luz del sol las había abandonado hacía rato; sobre ella había un techo de edificios sobre edificios, enormes ramos de cables anudados que se dirigían en todas direcciones y goteras por doquier. El suelo no era mucho mejor, sucio y con pequeños cadáveres de animales de los que solo los insectos daban cuenta. Decidió mirar al frente y concentrarse en no perderse. El barrio zumbaba de voces y ruidos mecánicos, golpes rítmicos de sufridos trabajos, se movía imparable como un gigantesco hormiguero que no puede permitirse parar si quería seguir sobreviviendo. Aquí y allá deslumbraba con luz intensa de fuentes artificiales o confundía los sentidos con absoluta penumbra envuelta en los gorgoteos de precarias tuberías y chasquidos eléctricos de cables pelados. Damaris se sintió como un microbio atrapado dentro del cuerpo de un gigante de piedra, rodeado a su vez por miles y miles de seres que se afanan por mantenerlo vivo. La sensación le hizo sentir una terrible contradicción cuando sus sentidos le decían que todo era como siempre, pero ella se sentía muy pequeña dentro de algo inmenso.
Vultuk caminaba ligera sin apenas fijarse en la dirección que debía tomar, esquivando enanos que iban de aquí para allá. Si Damaris la hubiese perdido de vista no habría conseguido salir de allí con la misma rapidez con la que habían entrado. Puede que no hubiese conseguido salir de ninguna manera. Podría haber subido a las azoteas para ver cielo abierto y tratar de orientarse. Podía llegarse hasta ellas por interminables, mal conectados y desiguales tramos de escaleras, pero se podía cruzar todo el barrio de punta a punta sin tocar el suelo. Claro que ella no sabía nada de la arquitectura interna de la ciudad. Aquello era como el metro en hora punta, pero con pasillos mucho más estrechos, más limpio y sacándole dos cabezas a todo el mundo.
Tras haber caminado unos minutos llegaron hasta la zona más abierta por la que habían pasado, aunque no por eso más luminosa, una suerte de plaza no más grande que un salón amplio de cualquier casa. Comunicaba con tantas callejuelas y puertas que Damaris no pudo contarlas de un vistazo. Un grupo de enanos sentados en una esquina, a los que la barba apenas les caía un palmo, almorzaban en una tabla sobre una caja. Gritaron algo sobre la anatomía femenina cuando las mujeres cruzaron la placita, pero una sola mirada de Vultuk hizo que agacharan la cabeza y volvieran la vista de nuevo a sus comidas. Era la primera vez que Damaris agradecía ir junto a ese saco de músculos verduzco. Tras meterse por una de las múltiples calles, torcieron a la izquierda y dieron con un kiosco bien iluminado, aunque poco profundo, como excavado en el edificio, abigarrado hasta el techo de productos de primera necesidad, alcohol y tabaco. Solo lo esencial. Una enana entrada en años, que para una enana eran muchos, muchos años, regentaba el local. Rio con ganas nada más ver a la orca.
―¡Vultuk, amiga mía! ¿Cómo te va?
―No me dejan quejarme. Vengo a hacer ronda. ¿Cómo va por aquí?
―He vivido tiempos mejores, pero... ―la señora se abrió de brazos, mirando alrededor―, mantengo esto gracias a vosotros. Cuanto más trato de ajustar cantidades con los proveedores, más tratan de venderme. Por los antiguos dioses, esto no es una tienda de la ciudad, solo un colmado. Parece que quieran exprimirme hasta echarme, como si fuesen a poder poner aquí una multinacional o peor aún, uno de esos locales de apuestas. La peor época de las triadas pasó hace mucho, pero siempre habrá delincuentes. Ya no vamos a poder vivir ni en nuestro propio barrio.
La mujer se fue encendiendo mientras hablaba, convirtiendo a una adorable anciana en una enana a punto de tomar el hacha para honrar con ella a sus ancestros derramando la sangre de sus enemigos. Vultuk escuchó un relato que ya había oído decenas de veces, asintiendo con un gesto de complicidad y, si Damaris no pensase que esa cara solo podía expresar ira, habría dicho que era comprensión.
―Pero mientras contemos con vuestra ayuda esta gente tendrá algo que llevarse a la boca ―continuó la mujer, señalando a una madre enana con su hija, una niña que no alcanzaba la preadolescencia pero sí la altura de la madre, con una clara mezcla de rasgos de dos razas. Aunque sobre todo vivían enanos en el barrio, la pobreza no conocía de alturas.
Madre e hija se acercaron al mostrador para pedir comida y productos de uso diario. Nada accesorio. La dueña de la tienda apuntó con celo todos los objetos en una hoja, le tendió una copia a la mujer y esta arrancó varios cupones de una cartilla, dándolos como pago. Damaris comenzaba a entender cómo funcionaba de verdad la organización para la que estaba robando. Era como aquel viejo cuento en el que un tipo robaba a gente poderosa y luego lo repartía entre los más desvalidos, pero mucho más enrevesado. Supuso que los cupones se intercambiaban en algún momento por dinero en metálico o por algún otro tipo de trueque que permitiese sobrevivir al establecimiento y, a la vez, a los más pobres de la zona. Claro que la Doña debía quedarse con un pellizco de cada golpe pues de alguna parte debían salir los sueldos de sus empleados y los costes de mantenimiento como los vehículos, las instalaciones o los sobornos. También observó que todo se hacía a la antigua, nada de transacciones con medios digitales. La mujer y la niña dieron las gracias y se alejaron. Casi podía sentirse el alivio de ambas sabiendo que tendrían algo para comer durante algunos días más. Damaris quería poder expresar de alguna forma que estaba entendiéndolo todo, pero nada de lo que le venía a la cabeza sonaba lo bastante poco ridículo así que, por una vez, decidió no decir nada.
―¿Todo bien, entonces? ¿Ningún problema? ―dijo Vultuk.
―Ahora solo hay unos cuantos chalados que dicen estar desapareciéndoles herramientas y piezas metálicas de las herrerías, pero no se encontrarían ni el culo con un mapa. Ya nadie se atreve a robar aquí. Aparte de eso... ―la dueña bajó la voz como solo las señoras mayores saben hacer cuando cuentan cotilleos―, hay un hombre. Un humano. Viene de vez en cuando tratando de comprar algunas cosas. Al principio pagaba con dinero, pero luego empezó a no traer suficiente y, al final, viene pelado como un topo y sin siquiera cupones. He tenido que echarlo un par de veces, pero insiste en que le fíe cada vez y por ahí no paso. No parece que le dé al... ―hizo un inequívoco gesto con el meñique estirado y moviendo el pulgar hacia su boca―, pero no me gusta que alguien que me saca un metro sea tan insistente.
―Supongo que no sabes dónde vive ―respondió la orca con media sonrisa.
―No va a hacer falta que te lo diga ―dijo la enana señalando.
Un hombre de piel morena y aspecto cansado se acercó al kiosco desde el extremo contrario de la calle, mirando encogido el kiosco en un vano intento de que no le reconocieran. Vultuk se crujió los puños y fue tras él.
―Eh, ¿llevas cartilla?
―¿...Hm? ―Se hizo el loco sin ningún pudor y aún menos credibilidad.
―Anda, pero si eres tú.
Damaris se asomó por detrás de Vultuk para observar al hombre, envuelto en ropa vieja y tapado por una capucha, pero con el rostro visible.
―Ah, ah hola, sí, soy yo, es que, mira, es que aún no me habéis pagado, así que...
―Porque aún no hemos hecho el negocio. ―Vultuk dio un paso hacia el hombre, que parecía empequeñecerse―. Tienes cero mientras tengamos cero.
―Pero tengo hambre, tienes que entender que... además, Groovelyn me conoce, ¿verdad? Ya he pagado antes aquí, sabe que puedo hacerlo...
―No. Largo. ―Vultuk trató de agarrarle el brazo, pero el hombre saltó hacia atrás para esquivarla.
―¡No, no, espera! ―rogó el hombre―. ¡Oye, Groovelyn, no soy un ladrón, por favor, yo no...!
La voz se le fue convirtiendo en un hilo hasta desaparecer, como si se hubiese rendido de repente. Pero no lo había hecho. Miró a Damaris, en la cual no había reparado hasta ahora. Su cara se tornó en una mueca de terror. Trastabilló al dar un torpe paso atrás, casi cayendo al suelo. Vultuk y Groovelyn, mosqueadas, miraron al hombre y a la mestiza tratando de entender. Damaris sacó a relucir su elocuencia.
―Eeeeh uuuuuh...
Hubo un silencio sepulcral hasta que el hombre echó a correr como si el suelo se hubiese convertido de pronto en una alfombra de brasas al rojo: rápido y ridículo. Nadie supo cómo reaccionar hasta que Groovelyn les gritó.
―¡Ha debido robar algo! ¡Vultuk, échale el guante!
La orca salió corriendo. Damaris, aún sin saber a quién perseguían, fue tras ella. No es que quisiera correr, pero que un completo desconocido la mirase como solo puede mirarse a la muerte o al culo desnudo de un gigante era algo que le llamaba la atención, así que persiguió a la orca sin demasiada dificultad; era una bestiaja tremenda que podía doblar una viga pequeña solo con respirar cerca, pero no era muy rápida y las callejuelas estrechas, sucias y llenas de enanos no ayudaban. No tardó en adelantarla, oyendo cómo resoplaba como una antigua locomotora enana y se lanzó a tratar de alcanzar al hombrecillo. Le sacaba unos cuantos metros cuando este echó la mirada atrás para ver si le seguían. Damaris pudo distinguir una expresión de pánico que juraría haber visto antes. No frente a la tienda de Groovelyn. Mucho, mucho antes. El hombre apretó la carrera, torciendo por dos veces a la izquierda. Damaris acusó el esfuerzo y aminoró. El hombre se alejó y volvió a torcer a la izquierda. Damaris le perdió de vista al doblar la esquina. Aceleró, resoplando. Llegó de nuevo a la placita llena de salidas por la que había pasado con Vultuk. No había rastro del hombre y, lo que era peor, podía haber tomado cualquier dirección. Los enanos que estaban terminando su almuerzo miraron en silencio a Damaris mientras ella, frenética, trataba de adivinar en qué dirección se habría ido el hombre. En ese momento, Vultuk anunció su llegada con resoplidos y un ruidoso trote cochinero. Se frenó junto a Damaris.
―¿Le... le has... perdido? ―Damaris asintió, recuperando el aire―. Eh. Eh, vosotros ―se dirigió Vultuk a los enanos―. ¿Por dónde ha ido?
Los enanos miraron a Vultuk al filo del desafío, pero se giraron para recoger sus enseres sin mediar palabra. Vultuk gruñó y dio un paso hacia ellos, pero se lo pensó mejor, no porque estuviese en minoría, al final y al cabo solo eran cinco contra una, sino porque se supone que no debía pegar a la gente que trataba de proteger. La orca soltó un bufido antes de volver al kiosco de Groovelyn. Damaris la siguió enseguida, temiendo no saber salir de aquel laberinto por sí sola. Le vino a la mente la imagen del hombre corriendo, mirando aterrado por encima de su hombro. No entendía de qué podía tener tanto miedo, pero eso a la mestiza no le pareció importante. Lo que seguía molestándole era que aún no sabía quién era. Esa expresión de terror ya la había visto antes. Hace tiempo. Era pequeña, pero recordaba gritos. Recordaba a alguien yéndose. Huyendo. Alguien que tuvo que desaparecer, desterrado. Alguien de su familia. Alguien a quien quería. Damaris se paró en seco, ahogando un grito.
―Joder ―dijo para sí misma, llevándose la mano a la boca―. Es mi tío Emile.
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[1]    No como estás pensando.
[2]    ¿Lo ves?
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ciudadazarosa · 3 years
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8 | A la búsqueda de un tío
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―¿Tu tío?
―Sí, mi tío.
―¿El hermano de tu madre?
―No, de mi padre.
―¿De tu padre?
―Sí, de mi padre.
―¿No era de tu padre?
―Es lo que he dicho.
―¿Y salió corriendo?
―Sí.
―Pero, ¿por qué?
―No lo sé.
―¿Qué le hiciste?
―¿Por qué das por sentado que hice algo?
―Bueno...
―No le hice nada.
―¿Entonces?
―¡No lo sé!
El intercambio había agotado a Damaris, como si el resto del día no se hubiese encargado ya de eso. Si hubiese sabido que la vida adulta era tan difícil habría preferido quedarse en un callejón, drogada perdida, atando unas cuantas ratas para hacerse una pelota. Le explicó a Mery como pudo todo lo que había pasado ese día en el Barrio de Piedra, de manera desordenada y confusa, pero su amiga no la culpó; había tenido un día duro y nunca había sido buena narradora.
―Parecía... asustado de verdad. Obviamente no esperaba verme. Puede que... ―La mestiza necesitaba tiempo para poner sus pensamientos en orden. Hacía mucho que no tenía que pensar en su familia y menos aún en sus tejemanejes, pero el silencio tras la inconclusa frase terminó impacientando a Mery, que gesticuló para que continuase. Aquello terminó de agotar a una Damaris ya extenuada―. ¡Mery, por favor, dame un momento! Estoy que me caigo, ¿vale? No todos los días alguien sale corriendo al reconocerme.
―¿Ah, no?
―Aunque de hecho, hubo una vez que... ―Le vino a la cabeza aquella ocasión en la que persiguió a una piara de gnomos vestida de payaso sin ninguna razón de peso y los pequeñajos, para huir, comenzaron a subirse uno sobre otro formando una torre gnómica junto a un edificio y, cuando el último hubo subido, el primero comenzó a trepar y tras el segundo y así, agarrándose a los salientes y los balcones, como si fuese la oruga más disfuncional del mundo, huyeron en vertical, mientras clamaban venganza contra los Supay por robarles el trabajo―. Bueno, no viene al caso ahora. La cosa es que no entiendo por qué huyó. Solíamos pasar tiempo juntos cuando era pequeña... pero un día hubo una pelea y no volvió a venir a casa.
Damaris se recostó en el enorme puf del salón de Mery. Se llevó las manos a las sienes. Una orca que la odiaba le había partido la cara y un familiar en tercer grado del que nunca había vuelto a saber nada había huido despavorido al verla como si lo hiciese de la mismísima muerte. Eso le daba dolor de cabeza a cualquiera.
―Se portaba muy bien conmigo, mucho mejor que mis padres. Siempre que venía a casa me traía algún detalle y, aunque solo era una niña, me escuchaba cuando le contaba mis preocupaciones. Era una de esas personas que, cada vez que la ves, aprendes algo nuevo sin querer. Se notaba que no pasaba tiempo conmigo por compromiso. Supongo que me quería y sentir aquello, en aquella casa.... ―hizo una pausa para tragar saliva. En esta ocasión, Mery no la apremió―. No sé lo que pasó. Nunca me lo contaron. Un día, vi que mis padres discutían con él y me mandaron a mi cuarto. Mi casa... la casa de mis padres es muy grande y no pude oír nada de lo que decía, pero sé que hubo gritos. Cuando me dejaron salir, ya no estaba. Pregunté qué había pasado, pero nunca me lo dijeron y, con el tiempo, consiguieron que no volviese a preguntar. Le eché de menos, pero según crecí me fui olvidando.
―Lo siento, Dam. ―Mery le tomó la mano, mirando a Damaris a la cara―. No ha debido ser fácil ser la figura más indefensa en una familia así.
―No, no lo fue ―respondió, retirando la mano, nerviosa, llevándosela al pelo. Cuando se dio cuenta de que se lo estaba revolviendo y que sus cuernos asomaban, volvió a colocarse el flequillo―. Y hoy, de repente, aparece con pinta de vivir en la calle, huye de mí y desaparece. Y yo que creía que estaba dejando atrás la parte rara de mi vida.
Ambas quedaron envueltas en un silencio triste. Mery no sabía qué decir y se limitó a echarse el pelo tras las orejas. No se le daban bien las palabras de ánimo. Damaris terminó llenando el silencio de repente.
―Voy a ir a buscar a mi tío. Tengo que salvarle la vida.
―¿Cómo que salvarle la vida? ¿De quién? ¿Pero qué dices? ―espetó confundida Mery.
―Salvarle la vida puede ser un poco exagerado. O no, puede que le esté salvando de verdad. Se ha debido meter en problemas con la Doña porque estaba tratando de regatearle a la enana del colmado. Mi tío solo quería comida, pero trataba de conseguirla fuera del sistema de la Doña y no creo que ella tenga mucha paciencia con elementos discordantes. Además, Vultuk dijo algo de tener un trato con él o algo así...
―¿No decías que la Doña no mata gente?
―Que yo sepa. ¿Y si le quiere dar un susto haciéndole daño?
―Lo entiendo, quieres salvar a tu tío de lo que sea que se le venga encima. Pero, ¿y tú qué? Te recuerdo que alguien que podrías ser tú está ahí fuera matando nómores y, además, no creo que la Doña te tenga en gran consideración ahora mismo.
―Solo tengo que encontrarlo antes que ella. Y no estoy por ahí matando nómores. O no muchos.
―Damaris...
―O me acusas de asesinato o me quitas el sentido del humor, pero las dos cosas no.
―Mira, esto se está complicando y nos estamos jugando mucho. Lo mejor sería que mantuvieses un perfil bajo hasta que dé con la culpable.
―O el culpable. O los culpables. O etcétera ―respondió Damaris algo molesta.
―Me has entendido. Patalea si quieres, pero la situación es la que es. Ir a buscar a tu tío supone exponerte más de lo debido. ¿Y si tiene algo que ver con los asesinatos? ¿O la Doña? Si tú no eres la asesina, lo es alguien que te conoce.
―Y lo deduces por una foto borrosa y una descripción de un tío resentido porque le acaban de matar. Se nota que eres inspectora ―le espetó de mala manera―. Voy a ir a buscarlo te guste o no, no me lo puedes impedir.
―Te puedo impedir volver aquí.
Damaris tuvo que contenerse para no mandarla a tomar vientos. Apretó los dientes bufando por la nariz. Mery decidió buscar un terreno neutral para ambas.
―Damaris... Tendrás mi ayuda mientras te la merezcas. ―Quería ser conciliadora, pero en absoluto ceder más terreno del debido―. Ahora esta es tu casa. Pero entiende lo que hay en juego para ambas.
―A mí se me pueden llevar presa, podrías hacerlo tú ahora mismo si quisieses, pero, ¿qué hay en juego para ti?
―Que podría llevarte presa ahora mismo y no lo estoy haciendo.
―¿Y te lo tengo que agradecer?
―Teniendo en cuenta que eres la principal sospechosa de un asesinato, que hay otro relacionado, pero sin sospechosos, y que yo soy la agente al cargo del caso y que te tengo delante, como mínimo, deberías estar sentada en una sala oscura con gente mucho más desagradable que yo haciéndote preguntas. Así que sí, un poco de agradecimiento no estaría mal.
―Todos los polis sois iguales, ¿eh? Os encanta ir de perdonavidas.
―Es un defecto común en mis colegas, pero años de sujetarte el pelo cada vez que le vomitas a la vida en la cara me han otorgado ese derecho.
Mery suspiró, cansada, casi arrepentida de haber dicho aquello. Damaris, sin embargo, no se cabreó más de lo que estaba, sino que se entristeció. Su amiga le decía la verdad. Quién sabe qué habría sido de ella si no le hubiese salvado el culo todas las veces que se lo había salvado. Librándola de cargos, dándole un techo. Estando de forma incondicional, siempre. A pesar de todo.
―Ven conmigo entonces ―le dijo con una mueca de tristeza―. Ayúdame a buscar a mi tío. Podrías interrogarlo.
Mery la miró sorprendida, en silencio. Damaris se sintió incómoda y apartó la mirada, avergonzada.
―Tienes razón en que todo este follón de los nómores muertos puede venir de alguien que me conoce. No creo que mi tío tenga ningún recurso para hacer nada parecido, pero quién sabe de lo que es capaz la gente cuando no tiene nada que perder.
―Damaris, eso es... ―quería decir que era una buena idea, pero solo en parte, que debería hacerlo ella sola, que era policía. Que era su trabajo―. Está bien. Has estado en el Barrio de Piedra, me puedes guiar. Déjame al menos un día para recabar datos y buscar planos del lugar, no podemos meternos en ese laberinto a ciegas.
Damaris afirmó con un ligero cabeceo. Hubo un suspiro en canon, ambas estaban agotadas. Ahora que se estaban entendiendo, lo mejor que podían hacer era dormir. Se mordió el labio con nerviosismo; quería disculparse con Mery. Lo que estaba haciendo por ella era de forma desinteresada, por pura amistad. Amistad. ¿Era eso lo que Damaris sentía por ella?
La miró sin saber qué decir o si debía decir algo o si había algo siquiera que mereciese la pena pronunciar. Mery le hizo un gesto de irse a la cama. Ella asintió, balbuceando que iría enseguida. Al menos reconocía la amistad cuando la tenía delante, se alivió a sí misma. Ahora, solo tenía honrar ese sentimiento dejando de ser una imbécil. También tenía que volver a un lugar que apenas conocía donde era imposible orientarse, a no ser que lo hubieses recorrido antes, para encontrar a un familiar que vio por última vez en su niñez, pero eso se le antojó un cometido mucho más sencillo.
Comenzar a investigar sobre un caso le encantaba a Mery; las teorías, la clasificación de pruebas, los interrogatorios, la búsqueda de sospechosos, el análisis de pruebas, los informes de autopsia... Era como el olor de los libros nuevos. Empezar con un abanico de posibilidades que se iba cerrando poco a poco era excitante.
Cuando le pegaban un tiro a alguien, le lanzaban un conjuro que le arrancaba la cara en siete universos diferentes o lo lanzaban desde un octavo piso, existía un protocolo de actuación que terminaba en el levantamiento del cadáver. Si el fiambre se levantaba por sí solo, todo el proceso se iba al garete y, con ello, la motivación de la inspectora.
Mery deseaba que el primer nómor se hubiese quedado donde estaba para poder haber llevado a cabo el procedimiento, pero la cosa no mejoró con el segundo. La legislación, en cuanto a criaturas que pueden morir nueve veces se refiere, estaba tan obsoleta como las ganas de vivir de las generaciones más jóvenes. Ojalá se pudiesen presentar cargos si estos cabrones se levantaran cuando los mataban, pensó ella. Sí, ya sabemos que lo han asesinado, pero al resucitar ha contaminado la escena del crimen. ¿Que se ha ido? Entonces ha hecho desaparecer el cadáver. Le tenemos que acusar de obstrucción a la justicia. Que no le hubiesen matado. No, no estoy culpando a la víctima, aquí yo soy la víctima, usted está vivo y por su culpa tengo que hacer muchísimo papeleo.
La única prueba que tenía era a Damaris, o alguien que se parecía mucho, en la foto. Podía ser Damaris como podía ser el séptimo hijo varón de Drugk Kragnak, Reina del Ocaso y el Olvido, Emperadora de Todo y causante del Gran Cisma del Mundo Antiguo al crear el primer vestido de mujer con bolsillos. Mery conocía esa cara desde hacía muchos años y sabía que no era ella, pero más le valía que esa foto no cayese en vista de nadie. Foto aparte, sin arma homicida, ni proyectil, ni restos en la herida de la víctima era muy difícil avanzar. Eso a Mery la aliviaba y le molestaba al mismo tiempo: lo uno, porque la ausencia de pruebas retrasaba la investigación y le daba tiempo a su amiga; lo otro, porque la ausencia de pruebas retrasaba la investigación. Y porque no podía encontrar al verdadero culpable. Todo el tiempo que no tuviese que encerrar por homicidio a Damaris era tiempo ganado. Y, aun así, ya se planteaba el escenario en que tuviese que hacerlo. Ni siquiera se había demostrado del todo a sí misma que Damaris no fuese culpable y eso le dolió.
Revisó una vez más en la declaración del nómor y en la foto por si había algo que se le pudiese haber escapado. Sabía que debería estar buscando información sobre el Barrio de Piedra, pero aún se resistía a la idea de Damaris, así que sustituía esa labor por otra menos inmediata con la esperanza de excusarse consigo misma para no hacerla.
El capitán de la comisaría se acercó a su mesa.
―Inspectora Page ―dijo una voz profunda muy por encima de su hombro―, ¿en un callejón sin salida?
Mery echó la cabeza hacía atrás para poder levantar la vista lo suficiente y poder mirar a la cara a su superior.
―No exactamente, capitán Eksik ―repuso, sin querer admitirlo―. Cualquier caso en el que la víctima sea un nómor es complicado, pero se trata de dos homicidios que podrían o no estar conectados con el agravante de una ausencia total de arma o móvil.
El capitán la miró impertérrito, como si tratase de sondar lo que pensaba de verdad. Lo hacía mucho y Mery siempre se sentía algo incómoda.
―La magia no necesita de un arma.
―Podría ser, pero los exámenes forenses no arrojaron datos en ninguna de las víctimas.
El capitán calló durante un par de segundos, pensativo, mirándola.
―¿No hay testigos o imágenes de algún tipo?
―Hay una testigo que ha dado la misma descripción que la víctima, pero nada más ―mintió a medias.
El semiorco quedó pensativo, mirando los papeles del caso. Era complicado acertar si la expresión era de enfado o solo de incertidumbre. Mery llevaba tres años como inspectora en la comisaría y aún no le había tomado la medida al lenguaje corporal del capitán. Si un día se encontraba sus cosas en una caja sobre su mesa no le habría extrañado en lo más mínimo, aun a pesar de que su trabajo era intachable.
―Miéntale al comisario si pregunta, está en el ascensor ahora mismo.
Mery palideció al ver cómo su capitán se iba, con sus casi dos metros de altura, su uniforme impecable, su pelo engominado a la perfección y su inconfundible mezcla de orco y humano en dirección al ascensor para recibir al jefe de la policía de la ciudad. Al fin y al cabo, la central también era su comisaría, pero no solía interesarse por los asuntos del pueblo llano. Para eso ya estaban el capitán Eksik y los sargentos, a los que había oído decir en alguna ocasión que el comisario era más bien de movimientos cortos y esfuerzos mínimos. Se dio cuenta de que llevaba tres años trabajando allí y aún no se lo había cruzado en ningún momento.
Se quitó de encima el miedo irracional a los superiores justo a tiempo para que el hombre apareciese al otro lado del ascensor. El comisario Knoblauch, rondando los sesenta años y peinando canas, salió del ascensor y saludó con una sonrisa al capitán Eksik, el cual le sacaba casi dos cabezas de altura. Hablaron algo que Mery no pudo entender y Eksik le acompañó por entre los escritorios mientras iba saludando, uno a uno, a inspectores y agentes sin importar su rango. Al llegar a su altura Mery le hizo un saludo marcial al cual respondió el jefe, seguido de un apretón de manos corto.
―Inspectora Mery Alondra Page, señor.
―El honor es mío, querida. Así que Page ―dijo mientras entrelazaba las manos tras la espalda―. Entonces tú llevas lo de los nómores.
Mery trató de esconder su confusión, pero no lo consiguió.
―Sí, señor, investigo ambos casos y su posible relación.
―Estoy enterado, probables homicidios. Me he informado antes de bajar, no quiero que parezca que vengo solo a pasar revista ―respondió con una amable risa cantarina―. Debe estar siendo todo un dolor de muelas, ¿verdad?
―Hago todo lo que está en mi mano para resolverlo cuanto antes, señor.
El jefe Knoblauch la miró en silencio, dando a entender que esperaba una respuesta algo más concreta. El capitán Eksik hizo lo propio, pero su gesto fue mucho menos sutil.
―No es una situación ideal, señor, tiene razón. Apenas tenemos nada.
―Eso pensaba. Ánimo, inspectora Page. No me gustaría estar en tu lugar.
Se dio la vuelta y prosiguió su camino junto al capitán, saludando a los miembros restantes de la comisaria hasta llegar al despacho de este. Mery se sentó de nuevo, sorprendida por que el jefe de la policía de la ciudad se hubiese interesado por una investigación menor como la suya. Nunca había tenido la oportunidad de conocerlo en persona y parecía alguien comprometido con su función. Le gustaba que los jefes dieran ejemplo.
Tras unos minutos, el comisario y el capitán salieron del despacho. Eksik le acompañó al ascensor y, al volver, se detuvo delante de Mery. Ella levantó la vista.
―¿Necesita algo, capitán?
―Necesito, inspectora Page ―comenzó a decir, masticando las palabras, sin perder contacto visual― que trabaje en los casos de los nómores con la sargento Peruzzi.
―¡¿Con Peruzzi?! ―Mery se dio cuenta del exabrupto justo después de haber dejado que se escapara. Cogió aire mientras los colores le subían a las mejillas y trataba de obviar que los compañeros la miraban y cuchicheaban―. ¿Por qué con la sargento Peruzzi, capitán?
Este la miró ceñudo. Cruzó las manos por detrás de la espalda y también tomó aire. Al parecer, el nombre de Peruzzi tenía ese efecto sobre todo el mundo.
―Verás, Page ―parecía buscar las palabras adecuadas―, la sargento está trabajando en otros dos casos más de asesinatos de nómores y los de arriba quieren esto resuelto cuanto antes. Algo sobre tener contentas a las comunidades minoritarias, pero yo no tengo tanta prisa. Si quisiese dedicarle mejores recursos al homicidio de un nómor me encargaría yo mismo. Así que voy a esperar que mis superiores, que también son los suyos, se contenten con eso. ―Sin dejar de mirar a Mery, levantó las cejas. Entonces, giró la cabeza―. ¡Peruzzi, venga aquí, por favor!
―¡Ya me había parecido que Mérida me llamaba! ―dijo ella con enervante alegría.
Elena Peruzzi era una especie de decorado de la comisaria. Todo el mundo tenía la sensación de que hacía el mismo trabajo que una silla. Se dedicaba sobre todo al archivo y no se le conocía trabajo de campo fuera de esas cuatro paredes. Cuando había tenido que hacerlo, al parecer, eran casos otorgados a dedo por el capitán y no había hecho un gran trabajo con ellos.
Su impecable traje de dos piezas era lo que mejor conjuntaba de su trabajo, más que pistas con resoluciones de casos. Espigada, su sonrisa perenne transmitía una sensación de amabilidad que se olvidaba con su histrionismo. Había quien decía en la comisaría que, para no admitir nómores en el cuerpo, con ella habían hecho tres excepciones. La muestra clara que para aprobar exámenes y subir de rango no hace falta poseer una mente preclara.
―No me llamo Mérida, sargento ―respondió Mery tratando de guardar las formas.
―Presente, capitán. Usted dirá ―dijo Perruzi, contenta, ignorando sin querer a la inspectora.
―Sargento, quiero que trabaje junto a la inspectora Page en los casos de los nómores. No podemos seguir tratando cuatro asesinatos de corte tan similar como casos aislados. Pónganse al corriente del trabajo realizado hasta ahora, ¿entendido?
―¡Claro como el agua, capitán! Será un honor ―exclamó con la alegría de alguien que desayuna con una taza en la que pone «hoy vas a poder con todo».
El capitán asintió en señal de aprobación y, antes de girarse y encarar su despacho, lanzó una rápida mirada a Mery. Ella la captó al momento. La mirada quería decir «ni siquiera lo siento». Mery tuvo que bloquear el impulso de saltar por encima de la mesa y agarrar al capitán de la pechera para exigirle que le dijese qué demonios había hablado con el jefe Knoblauch para que tuviese que castigarla de esa forma. Peruzzi se agachó delante de la mesa de Mery, apoyando los brazos sobre ella sin mucho cuidado, moviendo un lapicero y un montón de papeles, y miró a Mery, risueña.
―Bueno, compañera, ¿nos tomamos un café y me cuentas los detalles? Te invito yo ―le dijo mientras no dejaba de dar pequeños botecitos sobre la punta de los pies.
―Qué remedio.
―Oh, y llámame Elena, yo te llamo Mérida
―Me llamo Mery, sargento.
―¿No es diminutivo de Mérida? ¿Meridiana? ¡Meretriz! ―le dijo levantándose, señalándola con el dedo y con una sonrisa que le había robado a algún monologuista. Mery se levantó de la silla y la miró un par de segundos muy, muy cansada.
―No, Elena, no lo es.
Se dirigió al ascensor, hastiada, seguida por Elena como un patito sigue a su mamá. Por desgracia no era un patito, los patitos no hablan. Le fue regalando los oídos sobre cosas que dejó de escuchar en el mismo momento en el que Elena tomó aire para empezar a hablar, temas en los que saltaba de uno a otro como una liebre en peligro, como que no estaba muy convencida de que el reciclado no lo echasen al mismo sitio que las basuras, que los sujetadores le estaban pequeños de copa pero anchos de espalda porque cada pecho tenía el tamaño de un cantalupo o que tenía seis hermanos, todos chicos, y eso le había enseñado a tener que hacerse escuchar aunque fuese por la fuerza. A Mery le bajó un terrible escalofrío por la espalda. Intentó un par de veces aportar algo al monólogo no porque le interesase hablar con Elena, sino porque deseaba con fervor oír una voz diferente a la de su compañera, pero no hubo una tercera intentona cuando se dio cuenta de que para hacerlo habría que haberle rebanado las cuerdas vocales. Como la violencia no era una opción en ese momento, se limitó a aceptar que eso tendría que pasar y, con un poco de suerte, se callaría un poco cuando tuviese que contarle los entresijos del caso.
A Mery le pareció que un café no debería durar tanto como una comida entera, pero allí estaban. Mery consiguió frenar su verborrea un momento al decirle que deberían meterse ya en el caso y Elena se tomó de un trago su café corto que había pedido explicando que si lo tomaba largo luego estaba insoportable porque la cafeína le afectaba mucho. Aprovechando que tenía la boca llena de líquido y esperando que no hubiese desarrollado alguna técnica capaz de permitirle hablar a través de la nariz, le explicó, entre otros detalles, que ambos nómores habían dado una descripción muy similar, aunque no pormenorizó. Lo último que quería era que en un impertinente giro del destino se cruzase con Damaris en alguna parte y le resultase familiar. Al terminar de explicarle los pocos detalles de los que disponía, ya de vuelta a la comisaría, Elena le relató que ella sólo tenía una descripción vaga de parte de sus dos nómores; una joven de piel oscura, puede que una demonio, pero nada más. A Mery ya le parecieron más pistas de las que le gustaría que tuviese. Además, la sargento la obsequió con no menos de cinco teorías de por qué podrían estar matando nómores y que, si era un asesino en serie, a lo mejor deberían darle las gracias por librarles de tantos pesados. Cuando Mery le fue a recordar que los nómores no morían, se rio con ganas y le dijo varias veces que era broma mientras guiñaba un ojo como si se le hubiese metido tierra.
Al llegar a la comisaría fueron hasta el escritorio de Mery, donde esta tenía pensado mostrarle los documentos relativos al caso, así como los archivos de importancia y la documentación necesaria. Elena se adelantó y se sentó en su silla, juguetona, girándose hacia Mery que la miró con un gesto de hastío para pedirle que no hiciese eso, pero no le dio tiempo a hacerlo cuando se levantó de un golpe, excitada. Era la primera vez que Mery se tomaba un café y volvía más cansada. Le tendió unos papales a Elena para que hiciese fotocopias para ella. En ellos iba la descripción de la posible Damaris. Cayó en ello tarde y se maldijo a sí misma, pero pensó que no importaba demasiado teniendo ya parte de esa descripción y si no la veía nunca. La ciudad, al fin y al cabo, era grande. Pasó a los archivos digitales y rebuscó en la carpeta donde había guardado los datos del segundo caso. Recordó la foto y se tensó. No era lo mismo darle la descripción a que viese una foto. Le puso contraseña a la carpeta. No podía arriesgarse. Al darse la vuelta, tenía a Elena pegada a su lado. Dio un respingo, apretando los puños.
―La fotocopiadora está ocupada. No sé por qué no tenemos dos en este piso, iríamos más rápido. O impresoras multifunción en cada escritorio. Quiero decir, no son tan caras. Aunque la tinta si, la verdad, deben hacerla con sangre de unicornio o algo. Es broma, ya sé qué lo unicornios no existen. ¿Cuándo se extinguieron, hará como unos mil años? Las leyendas decían que los cazaban porque su carne era tierna pero que el cuerno se usaba en pociones para aumentar la potencia sexual...
―Ya he subido los datos ―dijo Mery a la desesperada.
―Oh, oh vale, muchas gracias compañera, voy a echarle un ojo a todo eso mientras espero a que Nick deje la fotocopiadora libre. Ya sabes cómo es Nick, es guapo como el cruce de un demonio y un dios antiguo, pero más lento que las horas que pasamos trabajando, ja, ja. Es broma, pero es guapo. Madre mía, yo sí que le fotocopiaría los bajos, si sabes a lo que me refiero. En fin, voy a mirar eso, a lo mejor encuentro algo que se te haya pasado, ¿te imaginas? Ja, ja, qué va, si eres la mejor de la comisaria. Luego te cuento, ¿eh?
Mery se limitó a asentir con desgana mientras su compañera se alejaba poco a poco, aún hablando. Se permitió, durante medio minuto, quedarse mirando a ningún punto en concreto de la pantalla de su ordenador portátil para gozar de las bendiciones del silencio, aunque se obligó a volver en sí; seguía teniendo que trabajar en los casos, aparte de aguantar a su sargento. Los nuevos casos le encantaban, pero, en ese momento, solo deseó poder beber café hasta la sobredosis. Se mesó los cabellos, respirando hondo. Tendría que ocultarle detalles incómodos, como que conocía a la principal sospechosa, así que solo podría investigar de verdad cuando Elena no estuviese cerca. No quería que se enterase de su relación con Damaris hasta que estuviese por completo segura de que era inocente. Incluso había una prueba, quizás circunstancial, pero una prueba, al fin y al cabo, como era la foto. Con que no le diese medios para atar cabos ya le iba bien.
―Esta es Damaris, ha visitado en alguna ocasión el Barrio de Piedra, es familiar del sospechoso, por eso viene con nosotros, quizás nos ayude a encontrarle, así que te pido por favor que la escuches. No nos conocemos de nada ―le dijo Mery a Elena.
Damaris, en una idílica escena, se imaginó estrangulando a Mery. La inspectora le mandó un nervioso mensaje avisando de que acudía con una compañera, diciendo «pr favor sigeme el royo no sabe nada siento no a ver avisado me tien la cbeza loca». Ya que la estaba protegiendo decidió perdonarle el traspiés.
Elena, tras la errática presentación de Mery, miró a una y a otra con cara de pánfila. El Barrio de Piedra, con las incontables rejas de sus balcones brillando al sol del mediodía, se alzaba a las espaldas de las tres mujeres mientras hacían las presentaciones al otro lado de la avenida, donde todo parecía parte de una ciudad diferente.
―Ah. Ah, vale, de acuerdo. Encantada, soy la sargento Peruzzi, pero me puedes llamar Elena ―dijo tendiéndole una mano floja a Damaris pero con una sonrisa sincera. De repente, la miró con los ojos entrecerrados―. ¿Nos hemos visto antes?
A Damaris y a Mery se les paró el corazón durante medio segundo.
―Ja, ja, qué va, es broma, se lo hago a todo el mundo porque ponen esa cara que tú estás poniendo, es buena, ¿eh? Qué va, no te había visto en la vida. Bueno y, ¿cómo diste con ella, Mérida? Qué casualidad, ¿no?
―Para nada, sargento ―respondió Mery, grave, tan nerviosa que ni se preocupó en corregirla―. Ella misma fue quien vino a informar sobre su familiar. Sospechaba que podría estar implicado en un homicidio y decidí seguir en esta dirección. Que un humano se escondiese en el Barrio de Piedra me parecía interesante como para investigarlo.
―Ah, claro, tiene sentido ―respondió Peruzzi con una mano en la barbilla―. Lo mejor es cubrir todos los frentes.
―Sí, además ―dijo Damaris a pesar de la mirada de Mery―, mi tío dijo algo en plan de que era muy poca cosa, que lo que había hecho no era para tanto o algo así.
Peruzzi la miró queriendo entender, pero sin llegar a hacerlo.
―Creo que se refería al tamaño ―aclaró con un testo de medir con las manos.
―Aaaah, claro, ya lo entiendo. Vaya sentido del humor el de tu tío, ¿eh? Espero que sea lo único que se pega en la familia, ya me entiendes ―respondió mientras reía. Damaris soltó una risita de compromiso, sospechando que ahora sería Mery la que querría medirle la circunferencia del cuello.
―Será mejor que nos pongamos a trabajar. Sargento Peruzzi, ¿tienes los planos?
―Vamos, Mérida, tú también me puedes llamar Elena.
―Por última vez, sargento, no me llamo Mérida.
―Vale, vaaale. Bueno, vamos a ver ―dijo echando la mano a un bolsillo y sacando un taco de papeles doblados―. Esto es lo que he podido encontrar en el catastro municipal. Tuve que echar mano de Internet para ver si había investigaciones personales sobre el Barrio de Piedra, pero los enanos son bastante reservados para esto. Apenas tengo unas fotos.
―¿Todos los planos son en papel? ¿No hay nada digital? ―le preguntó Mery tomando varias hojas, tratando de entenderlas.
―Es todo antiguo. No hay registros modernos. No parece que a urbanismo le interese demasiado el barrio. Aunque puedo entenderlo, es un buen laberinto lo que tienen aquí, si entiendes lo que quiero decir.
―Esto estará muy desactualizado. Damaris, ¿podemos confiar en que nos orientes?
―Siclaroporquéno.
―Me sirve. Vamos.
Damaris, que no es que no las tuviera todas consigo, es que no tenía ninguna, las guio hasta la misma callejuela que se introducía en el Barrio de Piedra por la que entró tras Vultuk. Cuando se giró para asegurarse de que la seguían reparó en dos cosas: una, que mientras Mery se había vestido con ropa cómoda y calzado ligero, sabiendo al lugar donde iba, Elena llevaba un conjunto de pantalón y chaqueta que gritaba a los cuatro vientos que era funcionaria del gobierno, a elegir entre inspectora de la policía o de hacienda; y dos, que a saber por qué llevaba la placa de policía en la solapa de la chaqueta.
―Elena, te puedo llamar Elena, ¿verdad? Creo que no es buena idea que lleves la placa tan visible.
Elena se palpó la placa y devolvió a Damaris una mirada de no entender su idioma.
―¿Por qué no? Soy policía, no tengo nada de lo que avergonzarme. Somos los que protegen a todo el...
―Ya, ya, sí, conozco a un montón de polis orgullosos de serlo, de todo tiene que haber en esta vida ―le respondió rebosante de asertividad―, pero eso te va a hacer más mal que bien aquí dentro. Hay una razón por la que la policía no entra aquí. Si quieres salir con todos los miembros del cuerpo en el mismo sitio que los tienes ahora ―bajo la voz a un susurro entre dientes―, guárdala y deja de gritar que eres poli, ¿estamos?
―Eh... ―quiso protestar, pero Mery la cortó con una mirada implorante―. Vale, de acuerdo, haré caso a nuestra guía.
La sargento se guardó la placa y, por fin, encararon la callejuela de entrada. Llegaron al primer cruce y torcieron a la derecha, comenzando a perder la luz del sol mientras se cruzaban con los primeros habitantes del barrio. Todos les dirigían miradas que acababan en Peruzzi, siguiéndola hasta que la perdían de vista. Damaris miró a las inspectoras para asegurarse de que no la perdían, pero sobre todo para asegurarse de que la recién conocida no hacía ninguna tontería. En Mery sabía que podía confiar. Vio cómo trataba de ocultar el asombro por ver aquel lugar por primera vez, pero su máscara de profesionalidad no era nada para Damaris; aunque miraba alrededor atenta y observándolo todo, podía advertirle ligeros movimientos en los labios tratando de reprimir la impresión que le causaba aquel macizo de piedra. Solo se dio cuenta de que la estaba mirando más de lo debido cuando Mery le devolvió la mirada y se volvió de golpe, un tanto avergonzada. Se concentró en recordar el camino. Debió acertar, porque al poco llegaron delante del kiosco de Groovelyn.
―Anda, tú eres la que vino con Vultuk. Damaris, ¿verdad? ―la saludó animada.
―Sí, hola señora Groovelyn. Verá, ¿recuerda a aquel hombre que salió huyendo? ―le dijo ella sin rodeos.
―Ah, sí, ese. ¿Lo habéis encontrado?
―No, pero eso es lo que quiero.
Damaris miró a sus acompañantes, cosa que Groovelyn ya hacía con no muy buena cara. No era normal que hubiese tanta gente alta allí y menos que una fuese vestida como si le fuese a pedir en cualquier momento las últimas tres declaraciones trimestrales de impuestos.
―Mire, Groovelyn... me interesa mucho encontrar a ese hombre. No quiero hacerle ningún daño, pero es que...
―No me importaría que le hicieses un poco de daño, solo por si acaso ―dijo la enana cruzándose de brazos.
―Entonces creo que puede echarme una mano. Le voy a ser sincera, mis compañeras son policías. ―Notó al mirarlas que mientras Elena parecía orgullosa, Mery se tensaba un poco―. Ese hombre puede haber hecho algo muy, muy malo, y necesitamos encontrarlo.
Groovelyn miró al borde del odio a las dos inspectoras durante mucho más tiempo del que es cómodo para nadie. La boca se le había torcido en una mueca de desagrado.
―Mira, querida ―comenzó con un claro deje de disgusto―, lo que tendría que hacer ahora es gritar y que en menos de lo que creerías posible una marabunta de enanos se plantase aquí con ganas de ablandarles las carnes a tres muchachas descuidadas.
Cayó un peligroso silencio. Damaris se quedó helada mientras Mery se tensaba para, en cualquier momento, echar mano de su arma. Elena se limitó a espantarse y ahogar un grito. Groovelyn salió de su kiosco y se plantó ante Damaris, tan cerca que pudo sentir su aliento aun a pesar de la diferencia de altura.
―Hay que ser imbécil para guiar a la policía hasta aquí.
Damaris tragó saliva.
―Pero si lo que dices es cierto, no quiero a ese tío rondando mi kiosco. De hecho, no quiero a nadie así en mi barrio.
No ocultaron un suspiro de alivio. A Groovelyn le hacía cierta gracia la situación y le dio dos palmaditas amistosas en el brazo a la mestiza. Tuvo que clavar los pies para no ladearse.
―No puedo ayudaros con ese tipo, no lo veo desde que viniste con Vultuk y no tengo ni idea de dónde puede caerse muerto cuando no trata de racanearme una lata de atún... pero puedo correr la voz de que os dejen trabajar. Eso sí, no husmeéis más de lo debido. Si sacáis los pies del tiesto no saldréis bien paradas y estaré preparada para susurraros «os lo dije».
Damaris miró a Mery buscando su aprobación. Su amiga asintió.
―Muchas gracias, Groovelyn. Trataremos de molestar lo menos posible. ¿Sabes dónde podríamos preguntar por él o alguien con quien pueda estar relacionado?
―No tengo ni idea. Parece un tipo bastante solitario, por así decirlo. ―Hizo una mueca de disgusto―. Es posible que se mueva por una zona más alejada del barrio. La mejor opción que tenéis de momento es ir a ver a Vidovnjak.
―¿Quién? ―preguntó Elena demasiado espontánea. A Groovelyn no le gustó el tono.
―Vi-dof-niac ―pronunció la enana―. El vidente del barrio.
―Disculpe, señora ―dijo Mery con educación― ¿cree que un vidente nos puede ayudar con esto?
―Un vidente, no. Pero va a verle mucha gente. Gente desesperada. Y, déjame que te diga, hermosa ―se giró hacia Damaris―, ese familiar tuyo lo parece.
―No le he dicho que sea familiar mío.
―No, pero a alguien que parece tan abandonado y perdido en la vida solo podría buscarle alguien a quien le importase lo suficiente. Alguien de su familia. Además ―le dijo cogiéndole la mano y dándole unas palmaditas como solo una mujer mayor sabe hacer― no puedes esconder el parecido.
Era cierto, pero a Damaris le pilló por sorpresa. Supuso que por eso mismo su tío la había reconocido a pesar de que habían pasado al menos veinte años. De manera instintiva, se mesó el flequillo para asegurarse de que los cuernos no asomaban.
Groovelyn les indicó la ruta en uno de los desfasados mapas hasta el lugar donde el vidente pasaba consulta. La enana se rio de ellas con ganas al ver que tenían no menos de treinta años y que muchas de las callejuelas, edificios o lugares de interés señalados en ellos ya no existían o estaba bajo otros nuevos o se habían cambiado de lugar. Pero mejor así, les dijo la enana, que opinaba que cuanto menos conocieran su barrio, mejor para todas.
Aun a pesar de las indicaciones tardaron en llegar casi media hora. El Barrio de Piedra no tenía más de trescientos metros de lado, pero sus corredores, sus desniveles, sus recovecos y su aire espeso terminó por perder a las tres mujeres varias veces. Llegaron al final al lugar indicado, aunque no por la ruta señalada. A la salida de una callecita en la que había que caminar de lado cuando alguien venía en otra dirección se abría la única zona donde, a excepción de las azoteas, podía verse el cielo dentro del Barrio de Piedra: la plaza de la casa comunal. Fue lo primero en levantarse cuando aquello solo era una prometedora explanada y, aunque los edificios le habían comido mucho terreno a la antigua plaza, seguía siendo uno de los pocos lugares comunitarios donde, además, se respetaba cualquier norma cívica como la limpieza, la paz o las jarras de cerveza llena. La llenaban fuertes voces, gestos exagerados, pequeños tenderetes improvisados, apuestas, transacciones, intercambios, juegos y algún hacha ocasional.
Atravesaron la muchedumbre en dirección a la entrada de la casa comunal, esquivando enanos que se dedicaban a sus tareas y entretenimientos sin prestar atención a las tres humanas. Aunque alguno que otro se giró hacia ellas para observarlas, la red de información del barrio debía funcionar a la perfección, pues el salvoconducto de Groovelyn hizo que nadie pareciese mantener el interés en ellas. Entraron a la casa comunal, cuya estampa era similar al exterior, llena de vocerío y quehaceres. Sus salas ahora se empleaban en diferentes menesteres y solo una se destinaba a algo similar a un ayuntamiento de facto del barrio, más cercano a una junta vecinal que a un gobierno, lo justo para evitar que las mafias tomen en control, hacer que los suministros de agua o electricidad llegan de forma estable o impedir que algún habitante desempolvase el hacha de su abuelo para pedir a su vecino, en nombre del honor a sus ancestros, que no regase las plantas cuando tiene ropa tendida justo debajo porque claro, así no hacemos nada.
Una de las salas era su destino: el vidente. Parecía una persona respetada dentro de la comunidad o, como mínimo, solicitada, a juzgar por la cola para entrar a su consulta. La sala donde estaba instalado se encontraba al fondo de la casa comunal y, aun así, la fila salía desde su puerta por todo el pasillo y hasta la salida a la plaza. Las inspectoras se desinflaron al ver la escena, pero a Damaris le dio la risa floja.
―Tardaríamos menos si vamos llamando puerta por puerta hasta encontrar a tu tío ―dijo Mery.
―Disculpe, caballero. ―Elena se acercó a la última persona de la cola, un enano tullido entrado en carnes―. ¿Sabe si esto va para largo? Tenemos prisa.
―Ah, la forastera tiene prisa, qué bien.
―No soy forastera, soy sarg... habitante de esta ciudad. De la misma ciudad que usted, he de decir.
―El barrio es mi ciudad, la tuya está ahí fuera, entre el ruido, los coches y los elfos. ¿Por qué no vuelves otro día y te vas mientras a recoger florecitas con esos comehierbas?
―Señor ―dijo poniendo los brazos en jarra―, no tengo por qué consentirle que me hable así.
―Ah, ¿no? Qué vas a hacer, ¿eh? Humana de mierda, vienes a mi casa a decirme qué puedo o qué no puedo...
―¡Ya está bien, Reimdor! ―Una enana se giró hacia él y le arreó una colleja con tal fuerza que estuvo a punto de caer de boca―. Eres un racista y un maleducado. Esta mujer solo te ha hecho una pregunta.
―¡Pero mamá, me estás dejando en evidencia...!
―¡Te dejas en evidencia tú solito! ¡Parece mentira que te haya educado durante los últimos sesenta años! Ayyy, a ver si las cartas me dicen que te vas de casa de una vez.
Damaris y Mery se miraron de forma cómplice, aguantándose la risa.
―No se preocupe, señora, no hay problema ―quiso apaciguar Elena.
―Sí, sí que lo hay, que yo no he criado a un imbécil, vamos hombre ―le dio otra colleja con lo que al enano solo le quedo agachar la cabeza y mirar al suelo―. Mire, señorita, la verdad, esto puede llevar un buen rato. Vidovnjak se toma su tiempo con todo el que le visita porque sus predicciones suelen ser muy acertadas, por eso tiene una cola tan larga.
―Entiendo, entiendo. Gracias, señora, muy amable. ―Elena miró al enano, que no apartaba la vista del suelo―. Y suerte con lo de... bueno, con el niño.
―¡Ja, ja, ja, la voy a necesitar, cariño! ―Rio a carcajada limpia la madre enana, dando palmaditas poco amistosas en el cachete de su hijo que parecía a punto de entrar en ebullición.
―Parece que no vamos a tener suerte ―dijo Peruzzi volviéndose a sus compañeras―. Esto va para largo, no sé si colarnos va a ser una opción, de normal no me gusta hacerlo, pero además siendo policías tampoco es moralmente aceptable, así que tenemos un problema si queremos...
―Tienes don de gentes, pero no creo que eso nos ayude ―Mery parecía molesta―, tenemos que entrar ahí de alguna forma.
―Quizás si les decimos que estamos investigando un...
―De alguna forma sutil, que no implique enseñar las placas.
―Ya, sutil... quizás pidiéndolo por favor o a lo mejor si...
―Sí, claro... oye, ¿dónde está...?
―O a lo mejor sí podríamos colarnos sutilmente y para que no se nos note la diferencia de altura quizás tendríamos que andar de rodillas para que no...
―¡¡FUEGO, FUEGO!!
El grito llegó desde la bocacalle que daba a la plaza. Los enanos que estaban en esta comenzaron a movilizarse al momento.
―¡RÁPIDO, RÁPIDO, HAY FUEGO! ¡FUEGO!
Damaris se plantó en la entrada mientras gritaba y hacía aspavientos. De al menos una decena de enanos le llegó la pregunta de dónde estaba el fuego.
―¡Por allí, por aquella calle, corran, es grave!
El lugar, tan lleno como estaba hacía unos segundos, se vació casi al momento tras los gritos de alarma. La cola del vidente desapareció, hasta la madre y el hijo salieron corriendo a prestar auxilio. Damaris miró a las inspectoras con una sonrisa de suficiencia.
―Aaah ―exclamó en un susurro Elena―, sutil.
Mery se limitó a enterrar la cara en las manos.
―Eh, ha funcionado, ¿no? ―dijo Damaris, dándole un toquecito en el hombro con el puño mientras se dirigía a la consulta del vidente.
―Como no nos hayamos ido para cuando vuelvan nos podemos dar por muertas ―dijo Mery.
Damaris tocó a la puerta con los nudillos y abrió. Dentro se encontró una iluminación tenue y un recibidor con una cómoda sencilla y una cortina que separaba la sala de la entrada. Justo en ese momento apareció corriendo un enano joven.
―¡He oído fuego! ¿A quién están atacando?
―¿Atacando? Pues no sé, a las... ¿mesas-camillas? No sé cómo vais aquí con los muebles, la verdad.
―¿Qué? No, no. Aquí no puede prenderse fuego. Todo es de piedra o metal, hasta los muebles. ―Damaris miró la cómoda, sorprendida al ver que estaba hecha de ambos―. “Fuego” es lo que decimos cuando hay una pelea o están atacando a alguien. ¿Dónde ha sido?
Mery se adelantó para evitar que Damaris siguiese complicando la situación.
―No hay ningún ataque, ha sido una confusión. Mira, estamos aquí para ver al vidente Fidouniac.
―Vidovnjak.
―Ese.
―¿No habréis... dado una falsa alarma, verdad? ―dijo, señalándolas.
Hubo un par de segundos de silencio tenso en los que Damaris tuvo que esconder el rostro para que no se leyera en él la mentira.
―No ―dijo seca Mery―. ¿Eres Vidovnjak?
―No, el maestro Vidovnjak está dentro. Soy su aprendiz y asistente, Učenik.
―Encantada, Uchenir.
―Učenik.
―Sí, vale. Mira ―Mery avanzo hacia el enano imberbe para los estándares tradicionales enanos (apenas tres dedos de barba) y le plantó en la cara su placa de agente de policía―, soy Mery Page, inspectora del servicio de policía metropolitano y tenemos que entrar ahí. Esto no tiene nada que ver contigo ni con tu maestro, pero necesitamos que nos ayude. Supongo que no quieres entorpecer una investigación policial, ¿verdad, Učenik?
―Yo, eh, no, no ―tartamudeó―, quiero decir... avisaré al maestro.
Mery había jugado bien sus cartas sabiendo cuándo usar su autoridad: con alguien mucho más débil y asustado. Damaris la miró con admiración. Mery se dio cuenta y le guiñó un ojo. La mestiza dejó escapar una sonrisilla tonta mientras Mery se echaba el pelo tras las orejas. El joven enano, tras unas palabras con su maestro que las mujeres no pudieron entender, volvió para abrirles la cortina y dejarles paso.
Se internaron en una habitación amplia, iluminada con velas, aromatizada con incienso y decorada con apenas algunos estantes, tapices y tupidas cortinas que impedían que la ya de por sí poca luz de la plaza se filtrase. Frente a la entrada, en el extremo contrario de la habitación, esperaba el vidente Vidovnjak, sentado sobre un cojín en el suelo y frente a una mesa que disponía de una gran baraja de tarjetas gruesas y una caja de madera con una portezuela de algo más de un palmo de tamaño. Una gran capucha tapaba el rostro del vidente, que permanecía en silencio, encogido.
―Venís para que se os sea revelada vuestra fortuna ―por fin habló, justo antes de que el ambiente calmo comenzase a ser incómodo―. Acercáos y se os proveerá.
―Señor Vidovnjak ―se adelantó Mery―, somos...
―Maestro Vidovnjak ―corrigió él.
―Como decía ―continuó Mery―, somos inspectoras del cuerpo de policía metropolitano, soy la inspectora Page, y mis compañeras son la inspectora Peruzzi y una testigo protegida ―mintió para dar las menos explicaciones posible―. Necesitamos hacerle unas preguntas sobre un hombre al que estamos buscando.
―No.
―¿No?
―No, inspectora Page. No puede entrar en mi casa y saltarse mis normas. Todo les será revelado a su debido tiempo, pero primero han de sentarse y escuchar qué les depara el cosmos.
―Mery ―le habló Damaris al oído―, te oigo rechinar los dientes, pero deberíamos seguirle el rollo. Tenemos prisa, pero tardaremos más si tenemos que discutir y estaría bien marcharse antes de que se den cuenta de que, uhm, no hay fuego.
―Está bien ―concedió Mery a regañadientes―, léanos el futuro o lo que sea, pero rápido.
―Calma, mis señoras. No hay razón para alarmarse. Saldrán de aquí sanas y salvas. Esta es mi primera predicción ―el vidente se bajó la capucha―, considérenlo un obsequio por mi parte.
Debajo de la capucha de lana estaba la única razón por la que el hombre no estaba sudando a pesar del cargado ambiente y de las tupidas ropas que llevaba. A los draconianos les gustan los ambientes cálidos. Las mujeres, esperando un enano, se sorprendieron.
―Anda, claro, yo pensaba que estaba de pie. ―Damaris trató de cambiar de tema rápido para que no se notase su falta de tacto con las razas―. Je, hace poco conocí a un draconiano. Tenía un soplete, a lo mejor le conoce.
―Cállate. ―Le dio un codazo Mery.
―¿Ya no soy una testigo protegida? ―se quejó ella, frotándose el brazo.
―Siéntense, por favor. Comenzaremos ―intervino el vidente, con un atisbo de cansancio en su voz.
Las mujeres se sentaron en unos mullidos cojines frente al vidente y comenzó a barajar el montón de tarjetas. Con parsimonia, pero ágil, más las acariciaba que las barajaba. Damaris se olvidó por un momento de lo que habían ido a hacer y se dejó llevar por la calma del momento, en la penumbra de una habitación cálida de olores suaves, sentada sobre un cómodo cojín tan grande como ella y con el ruido agradable del roce de las gruesas tarjetas. Vidovnjak terminó de barajar y con un hábil movimiento extendió en un perfecto abanico las tarjetas en la mesa. Entonces, echó mano de la puertecita y tiró de ella hacia arriba, abriéndola. Nada sucedió. Al poco, dio unos golpecitos en la pared de la caja.
―ANDA LA MIERDA.
El exabrupto pilló por sorpresa a las investigadoras. Damaris creyó que el vidente, además, era ventrílocuo.
―Rolf, por favor ―dijo el vidente con clama.
―ME COMES CULO CON CUCHARA.
Con la paciencia que otorga un acto que no es la primera vez que se acomete, Vidovnjak movió la caja con suavidad.
―Si quieres lo hago, luego ―dijo con tono neutro―, pero ahora tienes que salir.
―TE VOY SALIR A TI DE LA VIDA.
Un duende de no más de un palmo de altura se asomó a la puerta, rojo de ira, dispuesto a escalar hasta la yugular del draconiano y mordérsela. Se movía, nervioso y cabreado, como si le revoloteasen cientos de pequeñas avispas dentro de la ropa.
―¿Quién desea ser la primera en conocer su fortuna? ―se dirigió el vidente a su clientela.
―Yo misma, venga ―le respondió Peruzzi animada.
―¿Serías tan amable de elegir una tarjeta, Rolf?
―YO ELEGIRÉ TÚ TE AHOGAS EN POZA MIERDA DE ENANO.
Vidovnjak le miró, Damaris hubiese jurado que con ternura, y le levantó cogiéndole con dos dedos por el cuello de su pequeña camisa.
―AAAH TÚ LAGARTO DÉJAME O MATO CON ESTOS PUÑOS ―le increpó de nuevo el duende, agitando sus puñitos muy, muy lejos de la cara del draconiano. Al final le soltó en el centro del abanico de tarjetas y le dio un cariñoso empujoncito para animarle a elegir.
―ELIJO CARTA QUE DIGA TÚ TE VUELVES DEL REVÉS AHORA, ESCAMAS TE PINCHAN TUS HUEVOS Y MUERES GRITANDO AAAH AAAH CON GRANDES DOLORES COMO MIERDA SECA.
Damaris tuvo que aguantarse la risa. Sabía que los duendes tenían cierta dificultad con el lenguaje, pero desde luego aquello era un dominio de la palabra diferente. Vidovnjak, sin embargo, continuaba impasible. Echó mano bajo la mesa para coger una pequeña fiambrera. Sacó de ella una mosca tostada y se la ofreció al duende, que la miró salivando. De inmediato, se dio la vuelta hacia las tarjetas, las miró sin verlas mientras respiraba tan fuerte que casi roncaba, tomó una del lado derecho del abanico, la sacó y la lanzó a la mesa con el mismo impulso, corriendo a arrebatarle la mosca de entre los dedos al vidente. Tras coger la mosca, se marchó corriendo dentro de la caja. El vidente tomó la tarjeta y la desplegó, leyendo su predicción mientras ellas seguían preguntándose qué carajo estaba pasando allí.
―Habrás de mostrarte como eres en realidad ―leyó solemne― y será algo bueno, pues tus iguales te apreciarán por ello.
Damaris soltó un bufido. Como todo parecía indicarle, era uno de esos sitios en los que te dicen cosas genéricas para que te identifiques sea cual sea el resultado. Así no había forma de fallar. Miró a Peruzzi y la vio petrificada. No hacía mucho que la conocía, pero, por el carácter que había mostrado, no parecía el tipo de personas que dejan de funcionar de un momento para otro.
―¡Vaya, esto es muy divertido! ¡Gracias, señor! ―saltó de repente―. ¿Quién va ahora?
Tanto a Damaris como a Mery les cogió de sorpresa la reacción y tardaron un par de segundos en responder.
―Yo misma ―se adelantó Mery, con tono de hastío―. Que sea rápido, por favor.
―No depende de mí, me temo ―respondió el vidente mientras volvía a dar unos toquecitos con un nudillo en la pared de la caja―. Rolf, no sé si te has dado cuenta, pero aquí hay tres personas. No hemos terminado.
―YO TERMINO CONTIGO SI SALGO. ―Rolf asomó la cabeza mientras terminaba de masticar la mosca.
―Rolf, vamos, ya sabes que tengo más moscas.
―MOSCAS PUEDES COMER TÚ SI QUIERES MAMORRACHO.
Y mientras le gritaba, salió de nuevo a coger otra tarjeta. De nuevo, la lanzó a la mesa y se dirigió a exigir su mosca tostada. La cogió y volvió tan rápido como sus piernecitas le permitieron al interior de su refugio.
―Leo, señorita. ―Vidovnjak se aclaró la voz y desplegó la tarjeta―: Grandes cambios se avecinan para bien. Vigila aquello que quede por encima de ti. Piensa en lo que de verdad quieres y lo tendrás.
―Pues vale. ―Mery no parecía impresionada―. Tu turno de molestar al duende, Dam.
―Uuh, eso me lo han dicho más de una vez en cierta situación...
La sonrisa pícara le duró poco cuando vio que su amiga no encontraba aquello tan gracioso. De nuevo, Vidovnjak llamó al lateral de la casa con un nudillo, esta vez con más ímpetu. El duende no remoloneó está vez y salió corriendo aún con media mosca en la mano.
―JODER ― dijo cogiendo una carta―. JODER. ―La lanzó a la mesa y le arrebató otra mosca al vidente casi antes de que la sacase del recipiente―. JODER. ―Y volvió dentro a toda prisa.
―Tendréis que disculparle, solo es así cuando trabaja. ―Desplegó la tarjeta y leyó―. Ten cuidado con el daño que puedas causar; la buena intención no exime de desgracias. Vigila con quién te asocias. El siete es tu número guía.
Damaris quedó un tanto perpleja, tras las predicciones de las inspectoras la suya parecía horrible. Su falta de credulidad la sustituyó lo ofendida que se sentía.
―Bueno, vale, pues el siete, fantástico.
―No has de tomártelo a la tremenda, Damaris, de ti depende que las cosas se desarrollen de una forma u otra ―dijo el vidente, provocando un silencio tenso.
―Cómo... ¿Cómo sabe cómo me llamo? ―Ella no se dio cuenta, pero Mery se tensó y miró alrededor con la mano derecha palpando su cartuchera.
―Tu tío me ha hablado de ti. Es un buen hombre, pero está perdido. Lleva unos años malviviendo aquí, en el barrio, en una habitación poco más grande que un armario. Me cuenta que ya no puede pagar el alquiler y dentro de poco tendrá que buscar un lugar en la calle. Una pena, cómo busca esperanza viniendo a mí aún a pesar de que ni siquiera puede sustentarse por sí mismo. Cuando a la gente como Emile no les queda nada a lo que afianzarse tienden a buscar sucedáneos de esperanza, esperanza por un futuro mejor, ya sea con alguien adivinando su porvenir, en la religión, en las apuestas o cosas peores, para tratar de olvidar el agujero que un día fue una vida normal y la sensación de que su presente ni siquiera existe.
Damaris le escuchaba sabiendo que hablaba de su tío, pero se vio a ella misma en sus palabras. Tuvo que exhalar un suspiro para hacer que la bola del estómago, esa que de vez en cuando se empeñaba en formarse, desapareciese lo más rápido posible.
―Podréis encontrarlo a unas dos calles antes del salir del límite sur del barrio. Su vivienda no debe ser más grande que un armario, a pie de calle, junto a una carpintería metálica. Siento no poder indicaros con más exactitud.
―Ya es bastante, muchas gracias ―dijo Mery, de manera sincera, ya más relajada―. Pero dígame, somos policías, ¿por qué nos ayuda?
―Quiero que lo encontréis. Ese hombre está perdido y, si le buscan, es porque puede que haya hecho algo malo. Ningún policía entraría al Barrio de Piedra si no fuese por un motivo de peso. Casi deseo que sea así, si lo encuentran y se lo llevan va a estar en un lugar mejor que aquí y entonces, quizás pueda reconstruir su futuro, pues no existe ahora ninguno para él.
Las tres mujeres se miraron entre ellas sin saber qué decir. Mery buscó a Damaris, como pidiendo su aprobación; al fin y al cabo, era su tío. Se limitó a esbozar una sonrisa triste. Puede que eso fuera lo mejor para su tío, pensó ella, si estaba tan mal como parecía.
―Muchas gracias por su ayuda ―dijo Mery, formal―. Creo que deberíamos irnos.
―Así es. Serán ochenta Oros por cabeza.
―Disculpa, ¿vas a cobrarnos por la información? ¿Te recuerdo que somos la policía? ―le dijo Mery de malos modos.
―No. Voy a cobraros por la consulta ―respondió el draconiano con calma.
―¡No te la hemos pedido!
―Pero aun así la habéis pasado. Si muerdes una barra de pan, tienes que pagarla. También podemos esperar a que la gente vuelva después de la falsa alarma que habéis provocado. Os dije que os ayudaría a salir.
Mery le miró con furia. Damaris se acercó a ella y le tocó el brazo, mirándola suplicante. En otro momento se habría quejado tanto como su amiga, pero nos les quedaba opción.
―Está bien. Pero que sepa que ochenta Oros, y más en este barrio, es un robo ―se quejó la inspectora echando mano de un bolsillo mientras sus compañeras hacían lo propio.
―Puede ser. Pero no es por la videncia, es por el espectáculo. Es porque les doy algo de confianza. No creo que nadie crea de verdad que vislumbro el futuro. Además ―añadió― a la gente del barrio les cobro veinte.
No les quedó más opción que pagar al comenzar a oír voces a lo lejos. El joven ayudante entró en la sala para avisar de que la gente volvía a la plaza. Damaris tuvo que disculparse por no llevar dinero encima y Mery, de mala gana, pago su parte, prometiendo que no se olvidaría.
―¿Nos ayuda a salir ya? ―dijo Mery, tensa.
―Claro. ―El draconiano señaló a un lado―. Abrid esa ventana y corred por la calle que veréis nada más salir. Alejaos de la plaza hasta que a los vecinos se les pase el mal genio.
―¿Esa es su ayuda? ¿Una ventana? Creía que habría algún tipo de salida secreta o puerta oculta.
―Soy un vidente, ¿qué esperabas?
El aprendiz corrió las cortinas y abrió la ventana. Las mujeres salieron de una en una sin más tiempo de indignarse, alejándose por la callejuela que había ante ellas a apenas unos metros de la ventana. Era un buen lugar para ocultarse, el Barrio de Piedra; allí todo era angosto, las distancias cortas y los recovecos abundantes. Corrieron por la calle unos metros y giraron a la derecha, en dirección a la zona sur, mirando los mapas fotocopiados, aminorando el paso. Damaris, ante la perspectiva de encontrarse a su tío de nuevo cara a cara, pero esta vez sabiendo que era él, silenció un suspiro, empujó la bola del estómago en una dirección en la que no pudiese salir y se preparó para aquello que habían ido a hacer.
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ciudadazarosa · 3 years
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9 | A quién no le cabrea correr
Llegaron a la zona que el vidente les había indicado. Debía tratarse de una puerta discreta, algo parecido a un almacén a pie de calle. Recorrieron la callejuela estrecha como un corredor hasta que dieron con una plancha de chapa torcida tapando, por dentro, un agujero en la pared al que habría que ser muy generoso para llamar puerta, junto a una carpintería metálica. Debía ser allí. Las mujeres se miraron entre ellas y Damaris se adelantó.
―Espera, no sé si es buena idea ―quiso pararla Mery.
―Es mejor que vea una cara conocida, ¿no?
Tocó a la puerta. Tras unos segundos en los que Damaris contuvo el aliento, la chapa se abrió un palmo con un chirrido al roce contra el suelo. Un ojo se asomó.
―¡Hola, tío! Soy Damaris, vengo con la policía.
Tan pronto como el hombre de piel oscura, aspecto cansado y ropa que parecía llevar desde hace quince años oyó aquello, cerró la lámina de chapa tan fuerte que rebotó contra la pared, que tenía una apertura más pequeña que la chapa, y tuvo que empujarla de nuevo. Desde dentro, se oyó el tintineo de una cadena.
―Ya huyó de ti una vez, por eso no era buena idea ―le dijo Mery mientras la apartaba para tomar distancia.
Descargó una patada con la suela cerca de donde debería haber una cerradura. La puerta de chapa se abrió un palmo, sujeta aún por la cadena. Una segunda patada volvió a estirar la cadena con la que se cerraba a la pared. A la tercera, la puerta tiró de la cadena, que arrastró el cáncamo al que se sujetaba soltándolo de la pared y abriendo la puerta de golpe. Miraron desde fuera cómo allí ya no había nadie. Aquel habitáculo había sido con toda seguridad un trastero y era tan estrecho que dos humanos normales cabían con dificultad juntos. Allí solo había unas mantas sucias, unos cartones grandes y restos de envoltorios de comida, una puerta interior que se debía usar para pasar desde dentro y un inodoro de suelo en el que era difícil confiar que tuviese tuberías funcionales. No parecía posible que alguien estuviese habitando allí, pero así era. Ni siquiera era un almacén pequeño, solo un baño en desuso. Vieron una puerta interior en la pared de la derecha. Fueron una detrás de otra hacia la puerta con Mery a la cabeza.
―Está cerrada ―dijo, volviéndose hacia Damaris―. ¿Puedes abrirla?
Damaris dudó un momento, pero enseguida dio con la manera. Miró las cabezas de las inspectoras; Peruzzi llevaba el pelo rizado, espeso y suelto, pero Mery tenía el flequillo sujeto de una horquilla. La cogió, la estiró hasta ponerla recta y la introdujo en la cerradura con la mano derecha a la vez que hacía un gesto con tres dedos de la mano izquierda, como a punto de agarrar algo. Comenzó a agitar la horquilla dentro de la cerradura como si estuviese batiendo un huevo mientras giraba una rueda invisible a un lado y a otro con la otra mano. Si no se abría al menos fundiría el metal de la cerradura con el rozamiento. Atenta como estaba a su labor, no reparó en la cara de incredulidad de la sargento Peruzzi. Al final, tras unos segundos, la cerradura cedió y abrió la puerta. Salieron a la carpintería contigua, donde un fornido enano con un mandil de cuero blandía un martillo enorme. Se estaba alejando de la persiana automática mientras bajaba. Consiguieron atisbar unos pies con gastados zapatos que corrían calle abajo.
―¡Abra la persiana! ¡Ábrala, joder! ―exigió Damaris, impaciente.
―¿Qué persiana? ―respondió el enano cortando el paso a las tres mujeres.
―Súbala ahora mismo, está interfiriendo en un asunto policial ―se encaró ella, enfadada. Mery quiso decirle que ella no debería usar esas palabras, pero no llegó a hacerlo.
―Ah, no me diga. No me había dado cuenta.
―Chicas... ―quiso intervenir Mery.
―Oiga ―bufó Damaris―, está cometiendo abstrucción a la autoridad, así que haga el favor de...
―Se dice obstrucción, Damy ―intervino Elena―, y en realidad tú no eres agente de policía, así que no puedes...
―Si me llamas Damy otra vez te juro que... ―tuvo que esforzarse en centrarse en la persecución―. ¡Que abra la persiana! ¿Es que quiere hacerlo esposado?
―Podemos salir por...
―Me gustan las esposas. ―El enano sonrío, dejando que el martillo se balanceara casualmente desde la altura de su entrepierna.
―Oh, por dios. ―Mery se cansó del tira y afloja y salió corriendo por donde habían venido. Damaris y Elena la miraron, entiendo de pronto.
―Buena suerte, señoritas ―se despidió riendo el enano mientras las tres mujeres corrían a la calle.
Damaris tomó la delantera sin saber muy bien cómo. No era muy atlética, pero aquello se estaba alargando demasiado en un barrio poco idóneo para ello y estaba empezando a enfadarse de verdad. El calor que le subía por el pecho en forma de ira estaba dándole la energía necesaria. Esa ira... no le gustaba sentirla. Era demasiado familiar. Corrió en la dirección en la que habían visto irse los pies, esquivando aquí y allá enanos que iban y venían pero que no se esforzaban demasiado en dejar vía libre, hasta llegar a un cruce. Miró a un lado y a otro y observó, a mano izquierda, que alguien bastante más alto que el resto de los transeúntes se lanzaba a toda prisa al interior de un local. Volvió a correr tan rápido que al llegar frente al local tuvo que frenar de golpe y casi cae de cara contra el suelo. Era un bar de no más de cinco metros de profundidad y otros tantos de anchura. Un local decente, pero pequeño para la cantidad de parroquianos. Estaba abigarrado hasta el último rincón, al estilo de todo lo que había en el barrio. Si los enanos pudiesen trepar por las paredes habría alguno también sentado en el techo. La imagen de enanos colgando del techo negando de forma pasiva la ley de la gravedad no frenó las ansias de Damaris. Miró alrededor, pero no distinguió a nadie más alto que ancho.
―¡Emile! ¡Tío Emile, vamos, esto es ridículo! ¡Sé que estás aquí! ―gritó Damaris mientras giraba sobre sí misma buscando, frenética, dónde podía estar. Las inspectoras llegaron al bar cuando había comenzado a gritar y fueron mucho más cautas que ella.
―¡Tío Emile, no sé por qué huyes de mí, pero no tiene sentido! ¡Vamos, sé que le habéis visto entrar, echadme una mano!
Aunque usaba el plural, se dirigió al camarero tras la pequeña barra como cabeza visible del bar, y porque era mucho más sencillo dirigirse a él teniendo en cuenta que era el único enano que no tenía otro a su lado. El camarero se limitó a mirarla mientras se cruzaba de brazos y crecía un amenazador silencio.
―No tenéis por qué encubrirle, no vamos a hacerle nada. Somos familia ―se excusó la mestiza, implorante pero igual de enfadada. El ruego no surtió ningún efecto. Comenzaba a sentirse impotente y nunca había tomado buenas decisiones en ese estado.
―Deberíais iros ―le dijo el barman con una mirada que no presagiaba nada bueno.
―No nos vamos a ninguna parte sin mi tío. Y me vais a ayudar u os las vais a ver con la policía.
Mery avanzó hacia ella con la intención de calmarla y evitar que siguiese usando un poder que no le correspondía, pero los enanos se habían movido como una sola unidad y estaban cerrando huecos y separándolas. Damaris retrocedió, iracunda, queriendo una excusa para partirle la cara a un enano, el que fuese, aunque eso significara que saldría peor parada después. Ante su retroceso, las filas de enanos comenzaron a avanzar hacia la salida. Se dio cuenta y trató de impedírselo empujándolos. Era como tratar de mover mesas camillas ancladas al suelo. Hizo freno con los talones mientras trataba de detener el lento pero firme avance con los codos.
―¡No, parad! ―gritaba mientras Elena y Mery comenzaban a correr la misma suerte, ya casi fuera del local.
Hacía mucho que no sentía esa ira. Hace mucho tiempo, casi en otra vida. Tenía que impedir que la echasen, aunque fuese de forma violenta. Cogió una botella que había sobre la barra y la partió con fuerza. Los cristales se rompieron, desiguales, esparciéndose. Con apenas el cuello de la botella en la mano apuntó a los enanos, trazando un círculo con su improvisada arma en ristre. Retrocedieron lo justo, algunos entre risas. Damaris estaba frenética; ver las risas de los enanos ante lo que ellos creían que no suponía una amenaza hizo que le hirviese la sangre. Se contuvo. No podía dejar que saliese. En cambio, agarró todos los pedazos de cristal que habían quedado sobre la barra. Notó cómo se pinchaba. No le importó. Lanzó los pedazos en un arco alto sobre sus cabezas. Los enanos observaron, a la defensiva. Hizo un gesto. Con la mano izquierda, tres dedos. Un giro, potente, rápido. Los cristales cayeron como bolas de granizo sobre los enanos. A tenor de los gritos de dolor, algunos acertaron. Hubo confusión, también por parte de Elena y Mery. Los enanos se miraron entre ellos. Olvidaron a las inspectoras. Todos volvieron su mirada a Damaris. Pudo ver cómo alguien cerca empuñaba un cuchillo tan grande que podría atravesarle el pecho. La sangre le bombeaba en las sienes. Había sido una estúpida. No solo entonces, llovía sobre mojado. Comenzar una pelea de bar con enanos. Se merecía todo lo que pudiese pasar. Oyó de fondo cómo las inspectoras gritaban que todo el mundo se detuviese con sus armas reglamentarias empuñadas. Se abrió un pasillo delante de ella. El enano con el cuchillo avanzó. Había una manera de salir de aquella. Pero no lo haría. El enano no era un enano. Era su tío Emile. Su propio tío iba a matarla. Cargó el brazo. Damaris sintió un ardor de miles de años. Quiso chillar.
―Dejadlas, por favor.
Emile se detuvo y bajo el cuchillo. Tras su petición, todos los enanos parecieron relajarse, pero no Damaris ni las inspectoras; la una respiraba de forma entrecortada, aún temiendo por su vida, pero sin saber qué estaba pasando, y las otras, aún con las armas en la mano, apuntando a todos y a ninguno a la vez.
―Damaris ―dijo Emile―, ¿eres tú de verdad?
Ella le miró durante varios segundos sin saber qué responder.
―Tío Emile ―comenzó con dudas en la voz―, yo... yo... ¡es que no sé qué pollas contestarte! ¡No lo sé! ¿Vas a huir de nuevo? ¿A tratar de acuchillarme? ¿Vas a llamar a todos los enanos del barrio para que nos descuarticen y dejen nuestros putos restos a las ratas, que por cierto, no os ofendáis, pero aquí deben estar las cabronas de buen año? ¿Si te digo que sí me creerás y me abrazarás echando de menos cuando éramos una familia de verdad y me dirás cuánto he crecido? ¿Si digo que no, cosa que sinceramente me dan ganas de hacer, seguiremos por donde lo hemos dejado, volverás a sacar el cuchillo y me rajarás de arriba a abajo? ¡Porque estabas a punto de incrustarme palmo y medio de acero en el vientre! ¡¿Qué coño te respondo, eh?! ¡DÍMELO TÚ, JODER!
Cuando alguien está cansado, enfadado o asustado, o puede que todo a la vez, se tiende a ser irreflexivo. Damaris, además, verborreaba. También lo hacía de pequeña, aunque con menos tacos. Eso debió disparar algún recuerdo dentro de Emile.
―Damaris, eres... eres tú de verdad. ―Se llevó la mano a la boca, incrédulo.
―¡PUES CLARO QUE SOY YO, NO VOY A SER YO! ―le gritó ella, que no terminaba de salir del estado de ansiedad propio de mirar a la muerte a la cara.
―Yo... ―Emile parecía a punto de sollozar― siento... siento todo esto... lo siento...
Los enanos se relajaron, dejando espacio para que el hombre avanzase hasta su sobrina, a la que aún le costaba respirar. De repente, mientras le bajaba la adrenalina, se sintió muy cansada, muy vulnerable. Emile guardó el cuchillo y se acercó a ella extendiendo los brazos. Damaris le miró y se ablandó del todo, al borde de las lágrimas. Todos los buenos recuerdos de su tío estaban volviendo. Todos los momentos buenos que pasaba en su casa, los únicos que tuvo, fueron con él. Esperó, con una lágrima corriendo por sus mejillas, a que su tío llegase hasta ella para fundirse en un abrazo.
Y entonces él le estornudó en la cara.
Un estornudo que había parecido falso. Por la mirada entre ellos, todos los allí presentes parecían pensarlo. Damaris, ya con los brazos extendidos, tardó un momento en darse cuenta de que debería limpiarse la cara de saliva ajena.
―A... ¿a qué ha venido eso? ―preguntó confundida.
―Este, bueno, me ponen incómodo las reuniones familiares ―se disculpó con teatrillo Emile.
El bar estalló en carcajadas y todos volvieron a sus charlas y jarras como nada hubiese sucedido. Emile se acercó a Damaris y la tomó de los hombros.
―Lo siento, Dam, pero ahora sé que eres tú de verdad. Qué, ¿me invitas a algo?
Mientras aún duraba la estupefacción por el estornudo, la indignación por hacer ver que nada había ocurrido y la confusión por las últimas palabras de su tío, olvidándose de que estaba en mitad de una investigación policial, Damaris pidió con un hilo de voz desprovisto de toda emoción un par de jarras de cerveza.
―Y, ¿qué hiciste con los gnomos después de atarlos con bridas?
―Les puse una gabardina, evidentemente.
Sobrina y tío se echaron a reír a carcajadas. También lo hicieron un par de enanos que habían oído la historia de refilón mientras murmuraban que les estaba bien empleado. Ya llevaban tres cuartos de pinta bebidos y se estaban poniendo al día. Los dos primeros tragos habían sido incómodos y amargos, pero entonces Emile contó algo sobre una vez que hacía tanto frío que se meo encima y, en vez de calentarse, el pantalón se quedó tan tieso que si se lo hubiese quitado se habría sostenido solo de pie. Las anécdotas escabrosas consiguieron romper el hielo de una relación que no existía desde hacía más de quince años. Mientras, Mery y Elena se limitaban a esperar frente al bar, la primera aburrida hasta la saciedad y deseando que, teniendo en cuenta que iba a pagar ella, aquello no se alargase más de la cuenta, y la segunda tratando de dar temas de conversación que terminaban derivando en monólogos intrascendentes.
―Los pequeñines se tiraron todo el rato clamando maldiciones contra mis padres y que su venganza se acercaba y no sé qué. Sentía empatía y lástima.
―Ya ―dijo Emile con tono serio―. ¿Tus amigas no beben?
―No ahora. Bueno, Elena no sé si bebe en general. Es que están de servicio.
―Entonces, ¿son polis de verdad? ―preguntó el hombre asustado.
―Sí, pero estas son buenas. A ver, después de las burradas que he hecho, ¿crees que andaría por ahí de colegueo con policías?
―Supongo que hay una buena razón, entonces.
―Sí, sí que la hay. ―Damaris apuró su cerveza e hizo un gesto para que les sirvieran otras dos. Sabía que no debería beber tanto. Puede que algún día no lo necesitase―. Precisamente es la razón por la que te buscaba. Bueno, la segunda razón, la primera es que tras tantos años quizás quería encontrarte.
―Damaris, cariño ―Emile sonaba asustado de verdad mientras miraba el fondo de su jarra―, he hecho algunas cosas turbias para tratar de sobrevivir. Entenderás que no me fíe de la policía.
―No puedes ir a peor, tío ―se dio cuenta nada más decirlo de lo cruel que había sido―. Lo siento, no quería decir que... mira, no tienes nada que perder. Habla conmigo al menos, si no quieres hablar con ellas.
―No tengo nada de qué hablar con la policía. ¿En qué me iban a ayudar? Mírame, vivo prácticamente en la calle, estoy al borde de morirme de hambre. No recuerdo la última vez que pude trabajar. Ahora ni siquiera tengo fuerzas. Los enanos son gente dura, Damaris, pero buena gente, amables, cuidan los unos de los otros y me aceptaron entre ellos cuando vieron que no representaba una amenaza, sin importarles mi pasado. Me protegen como a uno más, pero no me regalan nada, igual que entre ellos no lo hacen. El que quiere algo tiene que dar algo a cambio y, si no puede, se le deja atrás. Es una filosofía muy dura y puede que injusta, pero es todo lo que tengo. Comer una vez al día como mucho y que nadie me acuchille por la espalda es más de lo que puede darme la policía.
Emile parecía enfadado. Enfadado y asustado. Era injusto todo lo que la vida le había previsto. No tendría que ser así para él y Damaris podía sentir en su gesto ceñudo, en los nudillos blancos de apretar el asa de la jarra, que no era desesperación por sobrevivir, era impotencia por saber que esto era lo máximo a lo que podía aspirar. Quiso preguntarle por qué desapareció de un día para otro de la familia, pero no tuvo valor. No quiso ahondar en la herida
―Hay alguien con mi cara que está matando nómores.
Oyó cómo las palabras se le escapaban sin querer. Su tío la miró, asustado, sorprendido. Confuso. Pareció entender algo, pero se llevó la mano a la cara en un gesto de cansancio.
―¿Cómo que matando nómores? ―preguntó al fin, tragando saliva.
―Ya sé que suena un poco raro, pero te aseguro que por mucho que esas cosas con más boca que pecho me caigan como el culo, no iría matándolas por ahí. Quizás si fuese legal, porque a ver, seamos sinceros, tienen nueve vidas, una más que menos tampoco les puede... ―Cuando reparó en que su tío no parecía muy cómodo con la idea de un genocidio ligero, trató de recuperar un tono más formal―. Es decir, que hay alguien como yo pero que no soy yo ahí fuera y ya ha matado a dos nómores, como poco. No me apetece que me culpen de delitos que no he cometido, bastante mal me parece cuando lo hacen con los que sí.
―¿Y me buscas por eso?
―Saliste corriendo al verme. No cuando viste a Vultuk ni cuando te amenazó, cuando me viste a mí. Pensé que... bueno, que podía ser una conexión.
―No, yo... lo siento, me asusté. Hacía quince años que no te veía, no acabé bien con tus padres y entonces, me encuentro de repente contigo en este estado y...
Los balbuceos no terminaban de convencerle a Damaris. Podía entender la vergüenza de tener que irse de alguna parte para tratar de conservar cierta dignidad, pero nadie sale corriendo por sentirse abochornado.
―Pero has vuelto a hacerlo hoy. Has estado a punto de acuchillarme ―le dijo, dolida, pero no tanto como si le hubiese apuñalado de verdad.
―Me estabais persiguiendo, ¿qué esperabas? Yo solo quiero sobrevivir.
Damaris suspiró, desinflándose en el taburete. La supervivencia a cualquier precio era lo único que le quedaba a su tío, al que miró con una triste expresión de cariño. Le puso la mano en el hombro.
―No pasa nada ―dijo―. Entiendo cómo te sientes. En parte, es decir, de momento duermo bajo techo. Y tengo un trabajo. No te imaginarías de qué.
Su tío la miró extrañado. Ella echó una mirada rápida por encima de su hombro. Las dos inspectoras seguían esperando, pero no le prestaban atención. Se acercó a su tío y le explicó al oído en qué consistía su empleo. Emile, que se había agachado para escucharla, se incorporó sin saber dónde mirar y cuando levantó la vista hacia ella, que sonreía como una boba orgullosa de sí misma, se echó a reír junto a ella. Por un momento, Damaris sintió que estaba recuperando algo que le había sido arrebatado hace mucho, pero el deber era el deber. Mery le hizo un gesto para apremiarla.
―Tío, creo que tenemos que irnos, pero, por favor, deja que Mery te haga unas algunas preguntas. Respondo por ella, es de fiar. Me gustaría poder volver a verte ―le dijo en un tono cariñoso.
―Sí, a mí también. Pero... creo que antes, deberías ir a ver a tus padres.
Damaris no se esperaba ese giro. No sabía qué había pasado entre sus padres y él para que le echasen, pero estaba claro que fuese lo que fuese no había sido bueno para Emile. Aquello le confundió.
―Hace, qué, ¿diez años que te fuiste de casa?
―Casi ―dijo ella, cortante.
―Da igual. El caso es que ahora tienes una vida de la que te puedes sentir orgullosa y podrías aprovechar para que ellos lo vean.
―Parece mentira que no los conozcas ―dijo enfadada, dándole un largo y furioso trago a su segunda cerveza―. Querían una hija de catálogo y no solo no cumplí ninguna de sus delirantes expectativas, si no que hui con la vergüenza que estoy segura que eso les trajo. No, no pienso ir a verlos, y no me sueltes obviedades como que son mis padres y los tengo que querer. Yo no elegí tener esos padres y el cariño se gana con el cariño. No tengo por qué querer a gente que no me quería.
El silencio que cayó hizo que incluso algunos enanos se sintiesen incómodos, enanos que acostumbran a hablar del tamaño y consistencia de sus deposiciones mientras comen chorizos ahumados con puré de patatas. Damaris apuró la jarra, si en la definición de apurar entrase hacer desaparecer garganta abajo medio litro de cerveza como si se estuviese tirando por un desagüe.
―Lo entiendo, perdóname ―le dijo con un punto de vergüenza su tío―. En realidad, tengo razones egoístas para pedírtelo. Yo... ya ves mi situación. Estoy desesperado. Si hubiese alguna manera de volver a la familia quizás podría recuperar una vida normal. Pensé que, quizás, podías ir a verlos, y decirles cómo vivo y que necesito ayuda. Sé que Antoinne... sé que tu padre, en el fondo, aún siente afecto por mí.
Damaris le miró con medio punto de estar achispada y otro medio de lástima. Estar achispada no es una emoción, solo un magnificador de estas, con lo que enseguida se dio cuenta de que estaba un punto entero triste por su tío.
―Tío, no... no sé si podría volver a esa casa. No creo que nada de lo que les pueda decir funcione... ―dijo, jugueteando con la jarra.
―Lo sé ―le respondió, acercándose a ella y tomándola de la mano, húmeda del rocío de la jarra―. Yo tampoco lo creo. Pero seguro que lo entiendes, tú que ahora has conseguido recuperar una vida normal. Depende de ti, Damaris. Podrías salvarme la vida.
Si eso que Damaris notaba en la base de la lengua era responsabilidad no le gustó ni un poco. Deseó que solo fuesen nauseas. Deseó decirle que no podía hacerlo, que solo la idea de volver al que nunca fue su hogar le provocaba un dolor y un desarraigo que no le deseaba a nadie. Que la perspectiva de verle de nuevo la cara a sus padres después de huir en mitad de la noche, arrastrando una maleta medio vacía con lágrimas en los ojos, corriendo hacia ninguna parte la aterrorizaba tanto que la dejaba sin aire. Deseó pedirle que no insistiese, que no se lo pidiese nunca más y que, si iba a hacerlo, prefería que siguiesen por donde lo habían dejado antes de las cervezas y que la atravesase con el cuchillo hasta que la hoja se desprendiese del mango. Deseó hacerle saber todo eso, pero solo lo deseó.
―Me lo pensaré, tío.
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ciudadazarosa · 3 years
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10 | Hija de su madre
―...pero entonces me pide que vaya a ver a mis padres, los cuales estoy cien por cien segura de que, si pudieran, me matarían con la mente en cuanto abriese la puerta y me viesen allí plantada. Bueno, sobre todo mi madre, pero no puedo decirle que no voy a hacerlo porque me sentiría fatal, o sea, literalmente me dijo que soy su última esperanza, como en aquella película en la que una princesa...
―Cariño, he venido aquí a que me peguen, no a que me torturen.
―Ah, perdón, perdón ―se disculpó. Un cliente no era la persona más adecuada para sacarse de encima sus barruntos―. Es que todo este tema me... ah, claro, los golpes, disculpe.
Le descargó un par de buenos puñetazos en el hígado para después agarrarle de la camisa, atraerle hacia ella y propinarle un rodillazo en el estómago. Cuando el cliente pudo recuperar el aire le recordó que también le había pedido una copa antes de tener que escuchar sus problemas, con lo que se disculpó una vez más y se acercó a la barra a por ella, entró, cogió una copa, sirvió el licor, luego el hielo, después se dio cuenta de que lo había hecho en el orden que no era y, por último, recordó el limón, esa rodaja de limón que se le pone a todo, da igual el refresco o la bebida, si no lleva limón una copa no es una copa, así que tomó un cuchillo para cortar un limón. Mientras lo hacía, vio cómo Hemolelekeakua, de pie en extremo de la barra vigilando el bar, ahora la observaba, haciendo como que no se daba cuenta de todos sus fallos.
―Veo que le estás cogiendo el gusto a esto ―le dijo con una sonrisa el hombretón, una de esas sonrisas que pueden escucharse y que claramente dicen «soy guapísimo y sabes que lo soy».
―Yo no diría el gusto, pero mi trabajo es bastante mecánico; pegar fuerte y ver reacciones. Ni siquiera es un servicio de lujo como el de Saaz.
―Puedes saber hacer tu trabajo, pero eso no significa que estés cómoda. Mucha gente no lo estaría en tu lugar.
―Je, yo no soy esa gente ―dijo mientras cortaba el limón―. ¿Pegar a los clientes raritos? Joder, debe ser el sueño de todo trabajador de cara al público.
―Ja, ja, ja, ja. ―Rio el hombre con ganas―. Me encanta cuando sacas a relucir toda tu sabiduría.
Damaris le dirigió una sonrisa socarrona a modo de contestación, pero al mirarle, el hombre dirigía su mirada, ceñudo, al salón. Entonces, oyó un grito.
―¡Joder, pero si eres un tío!
―Entiendo la confusión, señor, pero le aseguro que no tengo nada de hombre ―trató Yǒnghéng de tranquilizar al cliente. Damaris apenas había coincidido con ella, pero en uno de los turnos le dio una chocolatina, con lo que se ganó su alma para siempre en palabras de la propia mestiza.
―¡Que no me mientas a la cara! ¡Se te nota el bulto entre las piernas, asqueroso!
―Señor ―llamó Hemo con voz potente, acercándose desde la barra―, por favor, tengo que pedirle que se tranquilice.
La señora Charmfist salió de su despacho al oír el comienzo de la discusión y miró con frialdad, esperando.
―¿Que me tranquilice? ¡Yo estoy muy tranquilo, a mí no me digas que me tranquilice! ¡Vengo cada semana aquí, me atiende siempre ella y ahora resulta que es un maromo! ¡Me habéis estado engañando!
―Nadie le ha engañado. Sentimos que le haya causa tanta impresión, pero ahora necesito que deje de gritar ―le dijo Hemo mientras se acercaba despacio, calibrando las posibilidades de que tendría que llegar a reducir al hombre. Mientras tanto, Yǒnghéng respiraba de forma entrecortada. Damaris no sabía si el rojo de su rostro era producto de la iluminación del local o de la ira latente que le brotaba.
―¡Dejaré de gritar cuando me dé la gana! ¡Yo no vengo aquí para que me deis el palo con un travelo de mierda! ¡¿Os pensáis que soy imbécil?!
―Si me vuelve a insultar le saco los putos ojos. ―Yǒnghéng se había levantado de golpe para encararse con el cliente, a punto de tocarse las frentes―. No tengo por qué aguantar ninguna vejación de nadie. Lárguese de aquí ahora o le saco yo.
Saaz también salió del reservado en el que estaba trabajando, a varias mesas de distancia del epicentro de la discusión.
―¿Ah, sí? ¿Y qué me vas a hacer, maricón? ¿Te vas a sacar la polla, eh? Lo que vas a hacer es devolverme el dinero que me he gastado en ti.
Hemo dio otro paso, apenas perceptible, en dirección al cliente. En la barra, Uma dejó lo que estaba haciendo y se crujió los puños.
―Te voy a devolver una mierda. ―Yǒnghéng, frente con frente con el hombre, le empujó para quitárselo de encima.
Saaz dio otro paso. Hemo también. Charmfist se tensó, preparada para ir detrás de Hemo. Uma rodeó la barra, despacio, por el otro lado. El resto de la clientela aguantó la respiración. Damaris solo observaba. No sabía qué hacer.
―Que me des mi puto dinero o juro que sales de aquí con los pies por delante.
El hombre se echó mano al bolsillo. Nadie llegaría a tiempo a reducirle. Contuvieron el aliento.
Sacó un móvil con el que apuntó a Yǒnghéng. Ella se echó para atrás, mirando extrañada el aparato. Saaz se acercó.
―Señor, va a tener que dejarse de tonterías y...
―Saaz, no ―intervino Charmfist con una voz, haciendo que el demonio se detuviese como anclado al suelo―. Es una varita.
El cliente esbozó media sonrisa al oírlo, confirmando las palabras de la dueña del bar. Todos se petrificaron donde estaban, sin atreverse siquiera a respirar. Todos excepto Damaris.
―Jefa... ¿está segura? No parece una varita ―preguntó tratando de suavizar la verdadera pregunta, que se acercaba más a saber si estaba en sus cabales.
―¿Esperabas un palo de madera? ―le dijo, tratando de no quitar ojo del enfrentamiento, pero no pudo evitar mirarla como si estuviese loca. Incluso el agresor lo hizo―. Las varitas son demasiado evidentes que son varitas. Los hechiceros solo necesitan un objeto afín con el que canalizar los hechizos.
Damaris asintió, entendiendo. Pero ella era una hechicera de la aleatoriedad sin varita. Notó cómo se le caía un castillo de naipes interior. A lo mejor no era una hechicera.
―Ya has oído a la enana ―le espetó el acosador a Yǒnghéng, agitando el teléfono hacia ella―. Así que ahora os vais a quedar todos tranquilitos, tú vas a ir a la caja, la vas a abrir y me vas a devolver todo lo que me he gastado aquí. Doscientos oros, para redondear.
―Métetelos por el culo. Jefa, llame a la policía ―dijo Yǒnghéng, desafiante.
―¡No!
El grito de Damaris cogió a todos de improviso. Se llevó las manos a la boca para tapar un sonido que ya no podía retener. Todos entendieron al momento y no preguntaron. Hemo miro a su jefa de soslayo, como preguntando qué podían hacer. Esta le miró, grave, y frunció el ceño. Yǒnghéng seguía desafiante, pero no se movía. Su atacante se comenzó a impacientar.
―Me vais a obligar a cargarme a este engendro. Me da igual quién de vosotros sea, pero que alguno me dé el dinero o juro que no respondo de mis actos.
Nadie se movió, aunque todos querían. Todos parecían trazar su propio plan. Damaris miro a Saaz, que se mantenía tenso, esperando a saltar, pero a una distancia insuficiente como para actuar sobre el cuerpo del atacante. Claro, pensó Damaris, si Saaz llegara lo bastante cerca podría reducirlo. Sutil. Sin peligro de que lanzase el hechizo. ¿Qué podía hacer ella? No podía hacer nada. Le temblaban las manos. Podía. Podía con su poder. Tenía un cuchillo en la mano. El cuchillo con el que estaba cortando limón. Tras la barra, el cliente no veía sus manos. Pero no podía lanzárselo. ¿Y si lo hería? A la policía le vendría muy bien que lo hiciese ¿Y si le daba a su compañera? Pensó. Pensó. Una lámpara sobre Saaz colgaba del techo. Bonita, elegante y barata, con cinco candelabros falsos llenos de bombillas envueltas en papel rojo. El cable no parecía muy grueso. Miró a Saaz. Saaz se dio cuenta de que le miraba. Damaris le asintió. Saaz le devolvió una mirada confusa. Damaris lanzó el cuchillo. Tres dedos de la mano izquierda. Debía ser precisa. Con el azar. Ja. A nadie le dio tiempo a reaccionar mientras el cuchillo volaba hacía la parte superior de la lámpara. Al atacante tampoco. Mejor así. Giró la zurda justo cuando el cuchillo debía impactar con el cable. Y lo hizo. Un corte. El cuchillo rebotó y cayó al suelo. No era suficiente. La lampara no cayó. Todos volvieron la vista a Damaris. Todos, con una mezcla de cabreo y estupefacción. Todos menos Charmfist, que la miró entiendo lo que veía.
―Ahora sí que la habéis cagado ―espetó el hombre.
Una luz muy natural para nacer de un dispositivo electrónico surgió del móvil, cargando el hechizo. Yǒnghéng lo miró, aterrada.
La lámpara se desprendió sobre Saaz. Con buenos reflejos, saltó hacia delante pudiendo esquivarla. El estruendo del impacto contra el suelo desconcentró al cliente, que giró la vista hacia el ruido. Y vio a Saaz casi encima de él. Casi sin querer. Casi. Se miraron a los ojos, ambos sorprendidos. Saaz sonrió. El brujo se dio cuenta demasiado tarde.
―¡UUUUAAARGH!
Damaris no quiso ni imaginar lo que debía doler que un cirujano psicokinético con una capacidad de precisión sobrehumana convirtiese en pulpa los músculos del brazo de aquel hombre, solo estirándolos y contrayéndolos más allá de lo que cualquier fibra del cuerpo podría soportar. Aun así, el agónico grito de incesante dolor le dio cierta noción. El hombre dejó caer el móvil al suelo tras quedar su brazo inerte mientras se lo agarraba con la otra mano, mirándolo con una mueca de dolor e incredulidad. Saaz se ajustó, orgulloso, el nudo de la corbata.
―Hemo, por favor, enséñale al caballero dónde está la salida ―pidió Charmfist.
―A sus órdenes, jefa ―respondió él, avanzando con gracia hacia el ahora lesionado cliente. Plantándose delante de él, mientras pisaba el móvil con falso descuido hasta que lo oyó crujir, le hizo un gesto al hombre indicándole la salida. Con una gran sonrisa. El hombre le miró con rabia, pero sabía que no tenía salida. Sí, le habían atacado, le habían lesionado, pero no tenía forma de demostrarlo. Era lo que tenían los kinéticos: eran unos bastardos al margen de la ley. No es que la magia, por lo general, tuviese una legislación propia ni adecuada a sus particularidades, pero era mucho más difícil demostrar algo cuando jamás te han tocado. El cliente se incorporó como pudo, rechinando los dientes de impotencia, y se dirigió a la salida del bar con rapidez, seguido de cerca por Hemo. No necesitaron decir en voz alta que el hombre no se atrevería a volver por allí.
Hemo volvió dentro mientras miraba a Damaris.
―Jefa, tenemos que hablar ―dijo sin quitarle ojo a su compañera y sin un atisbo de su particular sonrisa.
―No. Tenemos que trabajar. Todo el mundo a su sitio.
―Pero jefa, no...
―Hemo.
No necesitó decir más. Hemo suspiró resignado y asintió, volviendo la vista al salón. Saaz estaba ayudando a Yǒnghéng a tranquilizarse y Uma volvía a ordenar los vasos limpios. El resto de clientes comentaban la jugada con sonrisas incómodas, aunque la jefa lo arregló regalando chupitos para todos. Damaris miró a su alrededor, aún nerviosa, como buscando respuestas de una pregunta que no se había hecho, hasta llegar a la señora Charmfist. Su jefa le sonrió con un leve ademán de cabeza, dando a entender que todo estaba bien. Sus compañeros habían recuperado la normalidad mientras ella aún no sabía qué hacer con las manos. Se notó de nuevo aquel nudo en el estómago que crecía de vez en cuando. Ahora, al nudo se había sumado el haberse delatado como poco menos que una prófuga de la justicia. Aquel lugar era un refugio de parias, pero a Damaris le pareció más que claro que trazaban la línea cuando se trataba de ir contra la ley. Suspiró, triste. Tenía razón al no decirle a Mery dónde trabajaba.
El resto de la noche pasó sin más. Al dar las tres de la madrugada y después de todo un día de apalizar a su clientela, el personal del bar terminó de recoger las últimas mesas, fregar los últimos vasos y rellenar de garrafón las últimas botellas antes de enfilar el camino a sus hogares. Damaris cogía su chaqueta cuando apareció Charmfist.
―Damaris, pasa a mi despacho.
Sin un por favor, sin una sonrisa. Los demás, antes de salir por la puerta del bar, miraron durante un segundo en dirección a la mestiza y luego entre ellos, pero decidieron guardar silencio. Hemo la miró, conteniendo un gesto de impotencia, saliendo el último a la calle mientras Damaris entraba detrás de su jefa a la parte interior del local.
El despacho de la señora Charmfist era más bien un escobero y estaba abigarrado de archivadores del suelo al techo, parte de su mesa incluida, a la cual tenía que pasar de lado para llegar hasta su silla. Le recordó al de la Doña, impresión que ayudó a formarse el hecho de que no había en la mesa nada que se pareciese a un ordenador. Al sentarse a su mesa le indicó con un ademán la silla frente a ella. Damaris se sentó y guardó silencio, encogida.
―Sé quiénes son tus padres.
Damaris solo fue capaz de enderezarse tan rápido en la silla que a punto estuvo de fracturarse una vértebra.
―No te preocupes, aquí estás a salvo. Eso puedo jurarlo por todos mis antepasados. Entiendo que escondas ciertas cosas. Aquí, quien más quien menos, todos lo hacen.
Damaris no supo cómo reaccionar. Se limitó a mirar a un punto perdido delante de ella mientras trataba de recuperar el control sobre su cuerpo. El nudo del estómago volvió a brotar.
―Eso que te he visto hacer antes... no hay mucha gente que tenga ese poder, pero me alegra que lo utilices para algo bueno. ―La voz de la jefa sonaba comprensiva, demasiado para una jefa de alguien―. No creo que te lo enseñaran así. Aquí estás a salvo. Siendo tus padres quienes son y teniendo en cuenta que estás aquí, bueno, no creo que te lo pusiesen fácil.
El nudo del estómago crecía. Charmfist estaba de su parte. No tenía nada que temer y algo le susurraba que lo mejor para aplacar el nudo era abrirse.
―No. No lo hicieron. ―Damaris apretaba los puños, tensos los brazos―. Mi madre quiso enseñarme a usar su poder, pero yo no... Ya eran muy ricos bastante antes de que yo naciese. Con ese dinero crearon fondos de inversión, empresas de construcción que ganaban concursos siempre, monopolizaron la mensajería de la ciudad arrebatando el trabajo tradicional de los gnomos... metieron la mano allí donde había dinero. Se auparon a la cima de la sociedad de la ciudad a base de engaños, mentiras, compras de silencios, amistades a cambio de sumas de dinero indignas, de manipularlo todo y a todos, haciendo daño, controlando todo, para mi madre nunca era... ―Damaris cogió aire, exhalando un entrecortado suspiro―. Pretendió que siguiera sus pasos. Si hubiera podido elegir, me habría hecho a su medida. Pero ella no... no podía, no conmigo. Nunca fui lo que esperaban y no quiero nada que venga de ellos. Nada de su fortuna, su posición, nada. Solo me queda un poder que elijo usar a mi manera.
―Pues mira, no estaba del todo segura, gracias por confirmármelo.
Damaris la miró extrañada un momento y entonces comprendió. Su jefa se había tirado un triple desde su casa y no solo había encestado, había destruido la canasta y volatilizado al público asistente. Se sintió como una imbécil a la que cualquiera podía engañar. La cabeza le daba vueltas como si estuviese dentro de una batidora dentro de otra batidora más grande dentro de un barril que rueda colina abajo en pleno alud.
―Tengo mis contactos. No contrato a todo aquel que se planta en mi bar y le pega una paliza a alguien, por bien que lo haga. Tras ofrecerte el puesto, comprobé de dónde salías. Esta ciudad es muy pequeña si sabes a quién preguntar.
Ni siquiera se atrevía a mirar a su jefa. Sentía que no había peligro, pero la embargaba una extraña y temerosa vergüenza.
―Ya te he dicho que estás a salvo, ¿no? ―le reafirmó Charmfist al ver lo atormentada que se mostraba―. Hoy has ayudado a una compañera y eso es lo único que me importa. Quiénes sean tus padres, los poderes que tengas o dejes de tener, de qué estás escapando, si lo estás haciendo de la policía ―remarcó la última palabra con un tono de disgusto― me la trae al fresco. Mientras trabajes en La Otra Mejilla serás de la familia. El día que nos dejes será porque habrás encontrado un sitio mucho mejor y yo podré sentirme orgullosa por mí, porque mi labor estará bien hecha.
La bola del estómago de Damaris fue desapareciendo poco a poco. Al menos hasta nuevo aviso. No solo estaba aliviada, también emocionada. Dejó escapar un profundo suspiro y estiró la espalda sobre el respaldo de la silla.
―Gracias, jefa. De verdad ―dijo exhausta por el torrente de emociones.
―No me las des. Ahora largo, tienes que descansar. Nuestros clientes no se van a pegar solos.
Damaris se levantó y rodeo su silla. Justo antes de salir, con la mano en la puerta, miró de nuevo a la enana.
―Jefa, sobre lo de la policía...
―¿Eres sorda, joven? Me da igual. Además, mientras menos sepa mejor para ambas. Duerme tranquila.
Damaris le hizo un ligero gesto de afirmación y se decidió a salir, más tranquila.
―Mientras no hayas matado a nadie no hay problema.
El epílogo que Charmfist dejó caer cogió a Damaris ya cerrando la puerta. Solo por si acaso, se fue a casa todo lo rápido que pudo, rezando a no supo muy bien qué dios para que la jefa no supiese en qué andaba y, sobre todo, para que a nadie se le ocurriese matar a otro nómor.
―Entonces, ¿no me vas a decir dónde trabajas?
―Apaga la luz, quiero dormir.
―Pues búscate un hotel. Esta es mi cama.
Damaris, a su lado y vuelta de espaldas en la cama, quiso indignarse, pero no llegó a hacerlo. Mery pasó otra página de un aburrido manual sobre cómo reparar equipos multimedia analógicos. Suspiró y levantó la vista.
―¿Sabes qué? Soy inspectora. No necesito que me lo digas.
Damaris se dio la vuelta de golpe con asesinato en la mirada.
―Es evidente que te avergüenza decírmelo por alguna razón ―siguió Mery con una sonrisa de suficiencia―. Además, no es que tengas muchas calificaciones, por lo que se te cierran la puerta de muchos trabajos. Por no hablar de tu experiencia laboral. No es ninguna de la lista que te di, eso por descontado. Tiene que ser un empleo que hasta tú puedas hacer así que, digamos... el sector servicios.
―Eso es muy ofensivo para los sacrificados trabajadores de la hostelería.
―Ni tú te crees esa súbita conciencia de clase. Y gracias por acotar mi búsqueda a la hostelería, aunque he de decir que ya lo tenía en mente ―Damaris frunció el ceño―, sobre todo dada tu dilatada experiencia en bares supuse que algo se te habría quedado. ―Damaris frunció el ceño más―. Si te vuelves de espaldas de nuevo podríamos hacer esto más interesante.
―Es que quiero mirarte a la cara cuando te la parta.
―Habrías salido por la ventana antes siquiera de pensar en hacerlo. Así que un bar, eh... ―Mery se hizo la interesante con una mano en el mentón―, con lo tarde que vienes imagino que es alguna clase de pub y teniendo en cuenta que te da vergüenza decirlo... ¿no estarás...?
―No. No. Joder, no. No vayas por ahí ―dijo Damaris haciendo aspavientos.
―¿Te cambias en el trabajo?
―¿Qué, de ropa? No, ¿por qué?
―Tía, pónmelo un poco más difícil, ―Damaris se incorporó con un gesto de ir a saltarle los dientes―. Entonces no es uno de esos cafés en los que visten a la gente de gatitas con un montón de volantes en la ropa y les hacen cantar canciones ridículas, pero es igual de vergonzante... Chica, no sé, no te veo de dominatrix ni nada por estilo.
―Bueno, ya está bien, ¿puedo dormir?
Damaris se había enfadado de verdad. Mery la miró sorprendida. Hubo un silencio incómodo.
―Lo siento, Dam, no sabía que... en fin, supongo que me lo dirás cuando estés preparada.
Mery se tumbó y se dio la vuelta en la cama, dándole la espalda a la mestiza. Damaris se quedó recostada, enfurruñada. Se enfurruñó más cuando se dio cuenta de que no podía estarlo. Mery tenía la particularidad de ablandarla aunque no quisiese.
―Hoy... han descubierto quién es mi familia.
Dejó que las palabras se aposentasen, como arena cayendo al fondo de un vaso de agua. Mery se giró, atenta.
―Un indeseable ha atacado a una de mis compañeras y...
―¿Pero estás bien? ¿Os ha hecho algo? ―Se incorporó de repente, cogiendo del brazo a Damaris.
―No, estoy bien, ni siquiera me he acercado a él. Pero he ayudado a reducirlo. Usé mi poder del az... de la aleatoriedad y un compañero kinético le dejó el brazo con la consistencia de un globo deshinchado.
―Vaya, ha debido ser un mal rato.
―Lo ha sido, sí. Pero, ¿sabes qué? Cuando supieron quiénes eran mis padres ya no me miraban igual. Sin embargo, a la señora Charmfist no le importó. Todo lo contrario. Me tranquilizó. No me conoce, pero confía en mí.
Agachó la cabeza y exhalo un suspiro triste. Mery le acariciaba el brazo.
―No sé si me lo merezco.
―Pues claro que sí, ¿por qué no te lo ibas a merecer?
―Porque no soy el tipo de persona que suele recibir apoyo incondicional.
―Eso no es verdad. ―Mery se puso de rodillas frente a ella―. Tienes el mío. Bueno, quizás no incondicional. Entiéndelo, a nadie le gusta dispararse en un pie.
―Ja. Ja. Ya. ―Damaris le dio un empujón cariñoso―. Pero tú, bueno...
―A ver qué vas a decir.
―Tú eres tú. Te conozco, me conoces. En fin, eso. Mi jefa no gana nada siendo buena conmigo...
―Quizás... es que hay personas buenas sin razón, ¿no?
Damaris la miró a los ojos, como acabando de entender algo. Asintió despacio, meditabunda.
―Mira, Damaris. No me importa de qué sea el trabajo. De verdad, lo juro ―dijo levantando una mano―. Pero sea lo que sea, parece un buen sitio. Consérvalo. Y a ver a dónde te lleva.
―Es un sitio cojonudo.
Las dos mujeres se abrazaron fuerte. Uno de esos abrazos significativos de los que acordarse en una noche triste en la que no te dejen dormir los avatares de la vida. Damaris inspiró con ganas.
―Voy a luchar por esta vida, Mery.
―¿Me has olido el pelo?
―Vete a la mierda ―le dijo con una sonrisa nerviosa.
Trigo dorado al sol, pensó.
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ciudadazarosa · 3 years
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11 | No estoy nerviosa, son los nervios
Mery habría dado lo que fuera por estar con Damaris. Teniendo que aguantar a Peruzzi, cualquier jurado la habría absuelto sin necesidad de alegar enajenación mental. Como de costumbre, la perseguía como en un mal sueño en el que se trata de correr sin poder moverse del sitio, solo que el monstruo de las pesadillas suele ser más agradable de tratar.
No había ningún avance y tener que ocultarle parte de la información tenía a Mery en un estado de nervios constante, contando hasta diez para responder incluso las preguntas más inocentes de la sargento. En realidad, no podía culparla por completo por no ser de ayuda si no tenía todos los datos, pero eso no frenaba a Mery en sus ansias de querer quitársela de encima. Que el capitán Eksik no le quitase ojo no ayudaba. Por alguna razón, llevaba varios días vigilante respecto a su labor, ya fuese con preguntas que a oídos de Mery sonaban cortantes o con la simple observación desde su despacho. Le inquietaba, pero con su capitán no se atrevía a cuestionar nada. Supuso que estaba recorriendo el límite de no hacer su trabajo y la falta de resultados molestaba a su superior. Peruzzi había ido al baño, según sus propias palabras, a «negociar una liberación de rehenes ja ja es broma ya sabes a lo que me refiero guiño guiño», así que dedujo que tendría un rato de paz mental para darle vueltas al asunto.
La investigación estaba en punto muerto, eso se veía de lejos. Ante la ausencia directa de pistas, culpables o pruebas había que buscar hilos de los que tirar, como el entorno de las víctimas, el de los sospechosos o los posibles móviles para el crimen. En una investigación corriente había sido las primeras cosas a tener en cuenta, pero no en esta, en la que era mucho más fácil tratar de buscar pruebas más definitorias.
Los nómores tienen familias y allegados en ocasiones marcando las cuatro cifras; gente que vive tanto tiempo y son capaces de morirse nueve veces, les da como para conoces a sus tataranietos y trazar un círculo de amistades cuyo radio competiría con el del planeta. Los entornos de un nómor no eran solo los suyos, si no los de cientos más de ellos, por lo que investigar las relaciones de uno de estos pequeños seres podía llevar más tiempo del que dispone la mayoría de los mortales y, por suerte para ella, Mery lo era. No tardó en descartar el entorno de las víctimas cuando hubo rebuscado entre los más cercanos y hablado con algunos de ellos. Era una cuestión de ser práctica. Y mejor no hablar sobre el posible móvil; cualquiera con pulgares oponibles estaría deseoso de asesinar a un nómor si pudiese, mucha gente lo haría aun siendo como era un delito, e incluso podía darse que alguien habiendo perdido sus pulgares fuese capaz de arrancárselos a otros si con ello conseguía mandar a uno de esos pequeñines al otro barrio, aunque fuese quince minutos. El móvil del crimen y los entornos de los nómores guardaban el mismo problema: demasiado amplios como para considerarlos sin una sola prueba y sin tirarse de los pelos.
El entorno de la única y flamante sospechosa, Damaris Supay, amiga de la investigadora en varias direcciones de la palabra, no era mucho mejor. Reducido, por suerte, pero tan inaccesible como Pietro Sempresente, el músico elfo más antiguo y conocido de todos los tiempos, tan reservado que hacía seis siglos que nadie había hablado cara a cara con él e incluso había llegado a sacar un disco tan solo para pedir una pizza. Contenía una sola pista de veintitrés segundos y fue número uno durante cincuenta y siete semanas seguidas. No dejó propina al repartidor. Los padres de Damaris eran igual de tacaños, pero solo algo menos inaccesibles; se podía hablar con ellos siendo alguien con tanto o más poder y dinero. Investigar sus movimientos era otro trabajo para una vida, pues las ramificaciones de su conglomerado de empresas llegaban a los lugares más recónditos de la ciudad. Tampoco servía de nada buscar delitos fiscales en este caso cuando todo apuntaba a motivos más personales. Eran su única familia, además de Emile, y no había forma de llegar hasta ellos. Emile era la única parte del entorno de Damaris al que habían tenido acceso. Mery le había hecho algunas preguntas para comprobar si podría estar en algún grado relacionado, pero nada sacó en claro; cuando el pobre hombre decía que no tenía nada es que no tenía nada. Su vida era sobrevivir con las sobras de los enanos y algún trabajo esporádico que no conllevase demasiado esfuerzo, pues sus fuerzas eran limitadas, con lo que su utilidad en el Barrio de Piedra se veía reducida casi a cero. Lo intentó también Peruzzi con idénticos resultados. Tras un buen rato de charla que fue cayendo poco a poco en un monólogo, dedujeron que si no había cantado tras tal paliza dialéctica es que no tenía nada que contarles. Tuvieron que rendirse cuando el mismo Emile pregunto, cansado, si no tenían que irse.
Mery llegó a la conclusión, en el momento en el que Peruzzi volvía junta a ella con la cara roja y una sonrisa de haber hecho algo malo, de que no sabía qué hacer.
―Uf, Mery, madre mía, tendrías que haber visto lo que...
―No. No, te lo pido por favor, no termines esa frase.
―Uy, bueno, estamos susceptibles hoy, ¿eh? ―La sargento se rio con ganas y le dio dos palmaditas en la espalda a Mery, que había disparado su arma por menos―. Bueno, no te culpo, bebes un montón de café y este caso de los nómores no avanza. Yo tampoco sé ya qué pensar, si por mí fuera interrogaría a todos los allegados de esa gente, pero bueno, ya sabes, tendríamos que mudarnos a un edificio más grande, ja ja, me entiendes, ¿eh? ―Guiñó un ojo―. ¿Has revisado que no se nos haya escapado nada en los datos que tenemos?
―Tantas veces que ni me acuerdo ―dijo Mery de malos modos.
―¿Sabes qué podría ser útil? Traer a las víctimas y volverles a preguntar en el cuarto de las escobas.
Mery se giró hacia Elena, horrorizada.
―¿Por qué iba a ser... bueno?
―La gente dice que cuando meten a alguien para interrogar en el cuarto de las escobas, sale diciendo todo lo que necesitan, ¿no?
Mery se llevó dos dedos al puente de la nariz y cogió aire.
―Sargento, sabes que el cuarto de las escobas no tiene escobas en realidad, ¿no?
―Claro, Mery, no soy tonta aunque lo parezca, ja ja ja.
―Ya, uh... entonces, dime, por favor, ¿para qué crees que se utiliza el cuarto de las escobas?
―Ah, pensé que lo sabrías. ―Mery tuvo que sujetarse para no morderse el puño―. Es una sala de interrogatorio, ¿no? Entonces, meten a la gente difícil allí. Siempre dicen que salen muy suaves, pero no creo que les den un masaje, ¿eh?
―No vas desencaminada. Y, dime, si no les dan un masaje, ¿qué crees que sucede ahí dentro para que la gente hable? En una sala sin cámaras, sin espejo unidireccional, sin micrófonos. Una sala donde solo hay una mesa y dos sillas y la puerta es opaca.
―Pues...
La mujer pareció, contra todo pronóstico, quedarse sin habla. Desapareció la luz de sus ojos durante un instante. Parecía haberse dado cuenta de algo.
―Tú... ―dijo Peruzzi en voz baja―. ¿La has usado alguna vez?
―No. No entra en mis planes hacerlo ―dijo Mery con seguridad. Era todo lo que quería decir dentro de la comisaria. La poli que tenía dentro le decía que tener aquel recurso no estaba bien, pero que era mejor no expresarlo delante de demasiados oídos. Quiso cambiar de tema con rapidez―. Como te decía, los datos están más que revisados, tendríamos que...
―Pero mirarlos otra vez no nos haría daño, ¿eh? No es que tengamos nada más ―volvió a contraatacar Peruzzi.
―Te digo que no hay nada que sacar.
―Ya, claro, claro, te entiendo, confío en ti, compañera ―le dijo con un golpecito en el hombro―, pero estás cansada y llevamos muchos días con esto, a lo mejor hay algo que no has visto, no sé, algo que se te haya pasado decirme.
―No se me ha pasado nada, sargento.
―¿Estás segura? A lo mejor hay algún dato que no tenga, esto le pasa a las mejores.
―Te digo que no.
―Voy a mirar, ya has leído tantas veces los informes que tu cerebro no rinde como debe ―dijo girando el portátil de Mery, el único lugar donde ver la foto del segundo nómor asesinado. Mery cerró la tapa de un golpe.
―¡Te he dicho que no!
―Mery, no hace falta que te pongas...
―No vas a ver nada que yo haya visto, es imposible que lo hagas. No resolverías un caso ni aunque te enseñasen la solución. ¿Crees que vas a sacar algo en claro de esto? ¿Crees que hay algo que no te haya contado? Claro, no te he contado la consistencia de deposiciones ni su cantidad, pero tienes que entender, Elena, que no todo el mundo tiene la necesidad de compartir absolutas gilipolleces, ¿te enteras? No has hecho más que retrasarme y no has propuesto ningún avance, así que vuelve a tocar mis cosas o a cuestionar que no hago mi trabajo en condiciones, cosa que viniendo de ti es la madre de todas las ironías, y tu próxima deposición la vas a tener que hacer en una cuña, ¿te enteras, compañera?
Alguien en la comisaria comenzó a aplaudir, pero se detuvo casi al momento, justo cuando Eksik salió de su despacho y se dirigió hacia Mery.
―Inspectora Page, no voy a consentir este tipo de discusiones en mi comisaría, mucho menos a su inmediata superior. Si tiene cualquier problema con la sargento Peruzzi, soluciónelo fuera de estas paredes o tendré que darle el caso a otra persona. ¿Ha quedado claro?
Mery tuvo que tragar saliva y respirar hondo antes de responder.
―Si, capitán. Lo siento.
―No tienes que sentirlo, tienes que hacer tu trabajo. ―El capitán entrelazó las manos a la espalda y miro a Mery, serio, durante unos segundos―. Que no se repita esta escena.
El capitán Eksik se dio la vuelta y volvió a su despacho. Tras unos segundos de silencio generalizado, todo el mundo volvió a sus quehaceres y el murmullo de las voces volvió a llenar la comisaria. Mery suspiró, dolida como un alumno al que un profesor le ha echado la bronca por algo que ha hecho otra persona. Decidió recomponerse y portarse como una adulta. Elena seguía de pie, a su lado.
―Elena, yo... siento lo que te he dicho. Revisaremos los datos de nuevo.
―No, no, da igual... me fío de ti, claro ―dijo mientras sorbía por la nariz, antes de darse la vuelta y volver a su mesa en silencio.
Magnífico, pensó Mery, solo he tenido que ofenderla para que se calle. Justo lo que necesitaba ahora, culpabilidad. Esto va genial.
En La Otra Mejilla todo discurría como debía. Los clientes se iban calientes del bar en más de un sentido y Damaris se encontraba asentada en lo que, por primera vez en su vida autónoma como adulta, parecía estabilidad, siempre en los límites propios de que alguien que se le parece de manera inquietante había cometido un par de asesinatos y de encontrarse con una familiar desaparecido y reaparecido en extrañas circunstancias. Le daba rabia pensar que, ahora que tenía algo con lo que avanzar, extraños problemas se empeñaban en frenarla en su empeño de ser un engranaje más en la cadena de la sociedad, pagar facturas, escribir en redes sociales muy cabreada por chorradas, esa clase de cosas. Al menos cuando estaba en el trabajo machacando a lujuriosos inconscientes como quien quiere enternecer un buen filete podía distraerse y concentrarse solo en el ahora.
Se acercó a la barra para pedirle a Uma la comanda de una mesa. Llegó hasta ella entre asqueada y sorprendida.
―Uma, ponme una cerveza y un zumo de manzana. Son para ese matrimonio, ¿los ves? ―dijo señalando a una mujer que hacía gestos y un hombre que no sabía a dónde mirar―. Pues que ha venido la mujer porque el pobre señor no sabe ni lo que le gusta. Le he pegado como en tres sitios hasta que ella ha soltado «espera que voy yo y lo encuentro», y vaya si lo ha encontrado. Estoy por invitarle a la cerveza a la pobre, por las molestias.
―Hm.
Uma le dio las bebidas y siguió en sus tareas sin más que decir. Damaris la miró con una ceja enarcada. Cuando le hacía algún comentario sobre las mesas, Uma solía mirar y reírse con malicia, aun a pesar de su perenne seriedad. Eso era raro. Llevó las bebidas a la mesa, «el zumo es para él, que tiene que conducir», y se dirigió hacia Hemo, que se apostaba cerca de la entrada.
―Oye, Hemo, ¿Uma está bien?
―No sé.
Vale, eso era raro.
―Es que... bueno, es parca en palabras, pero no suele serlo tanto. ¿No sabes si le pasa algo?
―No.
Damaris le miró, extrañada. Hemo se limitó a encogerse de hombros, indiferente. Que no usara algo más de monosílabas sí que era grave. Ni siquiera estaba serio, solo daba la impresión de no querer hablar. Miró a Uma, como queriendo comparar, y se encontró con sus ojos. La camarera apartó la mirada con un aire de incomodidad. Así que era eso. Parecía que sí le habían dado algo de importancia al incidente.
―Voy al servicio ―dijo en una dirección en la que podían o no oírla mientras dejaba la bandeja en la barra.
Ya frente al servicio, salió por la puerta de «solo empleados» al pasillo que conectaba con el almacén y el despacho de la jefa. Se apoyó contra la pared.
Se suponía que había ayudado a Yônghéng. Se suponía que a nadie le importaba en realidad qué problemas tuviese fuera de allí, o eso le había dicho Charmfist. Pero no era así. La bola enmarañada apareció en la boca del estómago, pudo notar cómo crecía y cómo sabía a negrura en la base de la lengua. Se suponía que estaba a salvo, pero ya no se sentía como tal. Dio con la cabeza en la pared, tratando acompasar la respiración. Notó que se le humedecían los ojos.
―Niña, ¿estás bien? ―La señora Charmfist asomaba medio cuerpo desde el interior de su despacho y miraba confundida a Damaris―. Pensaba que era Uma, que había vuelto a fumar en el pasillo. Odio que haga eso, se me llena el despacho de olor a tabaco.
―Eh, sí, estoy bien ―trató de recomponerse Damaris.
―Eso es lo que dice la gente que no lo está. Anda, dime qué te pasa para que pueda arreglarlo y vuelvas al trabajo. Me estás costando dinero.
Damaris esbozó una sonrisa triste y tragó saliva.
―Usted me dijo que no importaba qué problemas tuviese con la policía, pero... no es lo que yo estoy viendo. Tendría que ver cómo me miran.
Charmfist dio un cansado suspiro y salió de su despacho.
―Mira, eso no es así. No del todo. Los problemas que tengas con la policía les da igual. Cuando te dije que estabas a salvo lo hice sabiendo lo que decía. Aquí hay gente que ha salido de situaciones muy jodidas con la ley, Damaris. No te lo imaginas.
La señora Charmfist le cogió la mano como solo una abuela enana sabe hacerlo.
―Lo que les preocupa es tu familia.
A Damaris aquello le cayó como una losa en el corazón.
―Aquí nadie desconfía de ti ―dijo Charmfist―, pero piensa que tus padres no son precisamente el epítome de la bondad.
―¿Y tengo yo la culpa?
―En este bar trabaja gente con pasados secretos, oscuros, dolorosos. Todo eso hace que nadie sepa mucho de los otros, a no ser que lo cuenten por voluntad propia. No, no tienes la culpa, pero, ¿puedes tú culparles a ellos?
Damaris miró al suelo y resopló. No quería admitirlo, pero había verdad en las palabras de la jefa.
―Salvé a Yônghéng. Bueno, no solo yo, pero ya me entiendes.
―Y todos estamos agradecidos por ello. Aquí nadie olvida eso. Pero la gente que ha sufrido tiende a protegerse más, incluso ante señales de bondad. Tú harías lo mismo en su lugar, querida.
Charmfist se sentó en el suelo y le hizo un gesto a Damaris para que lo hiciese a su lado. Suspiró y se dejó caer, apoyada contra la pared.
―Tengo una hermana, diferente padre pero misma madre. Crecimos siendo un par de idealistas y, si piensas ni por un segundo que lo digo en un sentido peyorativo, haré contigo una ventana en esa pared. Siempre hemos tenido objetivos similares, pero por desgracia nos separan las diferencias para acometerlos. Ella es más de abarcar todo lo que pueda, pero yo creo en las acciones sobre las personas individualmente. Por eso el bar y por eso la gente que trabaja en él. Te lo contó Hemo, ¿verdad? ―Damaris asintió―. Debió ver algo. El muy cabrón siempre nota cuando la gente necesita unas palabras. Te contaron de dónde venían todos, sin reparos. Confiaron. Déjales ahora que duden, aunque sea un poco.
―Lo de su hermana... ¿por qué me lo cuenta? ―dijo Damaris, girándose hacia ella.
―Para que veas que en este bar se sigue confiando en ti.
Damaris se quedó pensando un momento. Ya no notaba la bola en el estómago. Eso estaba bien. Se dio cuenta de que, sin querer, su jefa le había plantado la semilla de algo en lo que pensar. Quizás ella también era algo idealista, por mucho que hubiera quien lo pudiese ver como temeraria. Quiso pensar eso. Al menos, ahora sí se podía permitir serlo, pues nunca hasta ahora lo había necesitado, había podido, la habían dejado o siquiera se lo había planteado ante problemas más acuciantes como el de sobrevivir en el día a día.
―En realidad no me ha contado tanto de su pasado como los demás, eso no es justo, ¿no cree? ¿Dónde creció, en lo profundo de una montaña? ¿Nació con un pico bajo el brazo?
―Ya veo que estás mejor, puta desagradecida. ―Rio la enana―. Lárgate a seguir trabajando antes de que te ponga a la sombra.
―No entiendo las expresiones enanas, eso para la gente normal significa otra cosa.
Cuando Charmfist hizo amago de demostrarle el significado de aquello a Damaris no le quedó más remedio que levantarse y volver al trabajo lo más deprisa que pudo.
Con la investigación sin dirección y los culpables sueltos, y los avatares de un trabajo en hostelería agresiva, Mery y Damaris barruntaban cada una por su lado, aunque juntas, en silencio, en el apartamento de la inspectora, apenas tocando una cena que hasta a la mesa le avergonzaba, consistente en haber sacudido el frigorífico sobre una sartén para cocinar las sobras que hubiese, mezcladas con arroz. El arroz podría absorber la humedad, pero no aumentaba la comestibilidad de nada por mucho empeño que se le pusiese.
Damaris apartó del resto de su comida el enésimo trozo de algo que no supo identificar, lanzándole una mirada de hastío como si ese pedazo de sabe dios qué tuviera la culpa de sus males. Levantó la vista hacia su amiga, buscando una respuesta a nada en concreto. Mery sostenía, desganada, un tenedor que ni siquiera apuntaba al plato y apoyaba la cabeza en la otra mano, ausente y meditabunda. Damaris ya sabía en qué pensaba, así que no supo cómo abordarla. Se limitó a mirarla tratando de encontrar las palabras sin hacer demasiado esfuerzo hasta que Mery levantó la mirada y se encontró con sus ojos.
―¿Qué? ―preguntó la inspectora.
―No, nada ―esquivó Damaris, agitando la cabeza y tratando de volver a su plato, sin éxito. Suspiró y dejó el tenedor apoyado sobre el plato―. Es que... no sé... ¿qué hacemos?
―¿Qué hacemos de qué?
―Qué hacemos de todo, Mery, qué hacemos con lo de que a mi vida le guste nadar en el fango ―respondió exasperada más con la situación que con su amiga.
―Trato de pensar, ¿vale? No creas que a mí me va mucho mejor.
Ambas quedaron en silencio, con la mirada perdida en puntos que no estaban delante de sus caras ni de sus platos. Tras un momento, Mery se desinfló en la silla y soltó un largo suspiro.
―Perdona, no debería enfadarme, es que...
―Te sientes impotente, lo sé. A mí me pasa igual.
De nuevo, cayó el silencio. Esta vez no era un silencio incómodo, sino uno cómplice. Ambas se veían en un callejón sin salida y sabían que, en alguna parte, sin embargo, había una, aunque fuese minúscula, y era posible que por eso no pudieran verla.
Damaris, entonces, tuvo algo cercano a una revelación.
―Quizás debería ir a ver a mis padres.
Mery la miró en silencio, incrédula, pero no tardó en mudarle el gesto a una mueca de estupefacción cuando se dio cuenta de que lo decía en serio.
―¿Para qué? Cuando hablas de ellos es solo para decir que los odias y que no quieres volver a verlos. ¿En serio vas a hacerlo solo porque tu tío te lo ha pedido?
―En parte sí, pero... él me ha dado la idea. Aunque también me la ha dado sin querer mi jefa... Verás, puede que sea agarrarse a un clavo ardiendo. Bueno, je, el clavo no es que esté ardiendo, es que está en llamas y anclado al mismo infierno y mis manos también están en llamas y se están derritiendo y...
―Damaris, haz el favor.
―Lo que quiero decir es que mis padres son unos grandísimos hijos de puta, con perdón de mis abuelos, y puede que tengan algo que ver en esto.
Mery se incorporó, interesada por el rumbo que estaba tomando aquello.
―¿A qué te refieres? ¿Que estén por ahí matando nómores?
―Sí y no. Es complicado. ¿Como le llamáis los profesionales, un soplo?
―Intuición.
―Intubación, eso. No te sabría decir por qué, pero piénsalo: son básicamente las peores personas sobre la faz de la Tierra y no saben nada de mí desde hace años. No saben dónde estoy. Puede que, de alguna manera, estén tratando de llamar mi atención.
―Matando gente.
―Sería una manera de hacerlo, desde luego. Son mi única familia y, si me arrestasen, quizás contaban con que acudiría a ellos para pedir ayuda.
―Es bastante rebuscado. Podrían encontrarte de cualquier otra forma, deben tener conexiones que ni nos planteamos... ―dijo Mery, callando de pronto con una mano en el mentón.
―¿Pero...?
―Eres la única que podría acercarse a ellos para tratar de averiguar algo.
―¿Ves cómo...?
―No ―interrumpió Mery, echándose hacia adelante―. Es muy peligroso. Además, ¿por qué iban a querer ponerse en contacto con una hija que no quiere saber nada de ellos? Han tenido años para hacerlo. No tienen nada que ganar y, en el caso de que lo tuviesen, no creo que fuese bueno para ti. No, no deberías ir. Deja que investigue. La manera de hacer esto es por una vía oficial, es lo más seguro.
―Ya, lo más seguro, pero no para mí ―se enfurruñó Damaris―. Estoy en peligro constante de que a alguno de tus compañeros polis se le encienda la bombilla y comience a buscarme. No, si podemos averiguar algo sobre mis padres la mía es la manera más rápida. Iré con la excusa que me dio mi tío. Además, puede que sirva para ayudarle, ya viste cómo estaba.
―No lo entiendes, ¿no ves que si tienen algo que ver podrían hacer cualquier cosa contigo?
―Acabas de decirme que podría acercarme a ellos, además, siempre me dices que vaya a verlos.
―Porque normalmente no trato de buscar quién se hace pasar por ti para cometer asesinatos. Y eso teniendo en cuenta que no estén implicados.
―Y puede que no lo estén.
―¡Pero quieres verlos precisamente por eso!
―Me da igual. ―Damaris se levantó de la mesa―. Tengo que intentarlo. Es mi vida la que está en juego.
―Damaris ―dijo Mery con un temblor en la voz―, por favor. No puedo dejar que lo hagas.
―¿Que no puedes dejarme? ¿Quién te has creído que eres?
―La que está tratando de salvar a una desagradecida.
―Pues no lo estás haciendo muy bien.
―Claro, y lo dice la lumbreras que huyó de sus papis para ir a lanzarse ahora a sus garras.
―¡Yo al menos trato de avanzar en alguna dirección!
―¿Y te crees que yo no? ¡No tienes ni puta idea de lo que estás hablando, Damaris! ¡No vas a ir y se acabó!
―Tendrás que arrestarme, entonces.
Damaris cerró los puños y juntó sus muñecas. Mery miró el gesto y bufó con una sonrisa furiosa, negando con la cabeza. Damaris fue hacia la puerta.
―Son más de las tres de la madrugada.
―Pues espero que haya hoteles abiertos. Tú sigue jugando a ser mi salvadora.
Damaris dio un portazo y salió a la noche, apretando los dientes, con paso ligero hacia ninguna parte, pensando a ver dónde coño encontraba ahora una pensión de mala muerte.
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ciudadazarosa · 3 years
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12 | Camas
Era irónico que la comisaría de policía no fuese el mejor lugar en el que llevar a cabo una investigación; los teléfonos sonaban, la gente iba de aquí para allá, los ruidos llegaban desde puertas a una cucharilla removiendo una taza de café a hojas de unas notas pasándose a alguien respirando demasiado fuerte.
A Mery le dolía la cabeza. Había pasado una noche intranquila sin saber qué había sido de Damaris y si seguiría en sus trece de ir a ver a sus padres. Solo esperaba que llevase dinero encima, aunque por su historial tampoco podía confiar demasiado en ello. Pensando con frialdad, no creía que los Supay le fuesen a hacer nada malo a su propia hija. Eran una pareja adinerada hasta la obscenidad y Damaris el punto negro de una historia familiar que tan solo debían obviar, pero por eso mismo no terminaba de fiarse del todo. Por la mente, le rondaba un «y si...» inquieto y molesto.
Apoyó la cabeza en sus manos y pensó, aun a pesar del barullo. Había pedido a Elena que fuese a comprar más café a un sitio alejado con tal de disponer de unos momentos de tranquilidad. Necesitaba el café y la tranquilidad. Comenzó a tirar hilos rojos atados con chinchetas imaginarias. Tenían que conocerla. No había otro modo. ¿Por qué si no iban a hacerse pasar por ella, porque la habían visto de pasada por la calle y habían pensado «a esta tía con cara de pringada seguro que le podemos cargar unos cuantos muertos»? No, sabían a quién se los cargaban. Y podía ser que, también, sabían a quién se cargaban.
¿Por qué nómores? No eran asesinatos de verdad o, dicho de forma menos ofensiva, no definitivos, pero eso era filón de otra mina, que decían los enanos. Estaba obcecada en ver quién podía estar detrás de las muertes. El espectro de sospechosos nunca fue muy amplio a pesar de que la gente que Damaris podía haber cabreado en estos años era más que suficiente, pero, por lo general, nadie de a pie se trabaja tanto una venganza a no ser que se trate de un supermalvado psicótico endiosado. Esa gente suele tener dinero y quedaba fuera de la ecuación. Los antiguos amigos solo querían tenerla lejos, no usarla de cabeza de turco; su exjefa había tenido en bandeja filetearla si hubiese querido y la dejo ir; su nuevo trabajo no parecía algo de lo que se sintiese orgullosa, pero, en cualquier caso, el primer asesinato ocurrió antes de que consiguiera el empleo. Sus padres podían estar en el ajo al menos por la parte de vestirse con billetes. Lo único que daba por seguro era que la conocían desde hacía mucho, más o menos tanto como Mery.
Los teléfonos y los compañeros y las cucharillas de café seguían moviéndose, pero sus sonidos ya no llegaban hasta el cerebro de Mery, filtrados por la concentración, cuando recordó que ese detalle fue con el que cayó convencida de que no había podido ser ella. Era ella, pero no era ella. Era ella más joven, cuando aún no quería ocultar los rasgos de su linaje. Se estaban haciendo pasar por una Damaris al menos diez años más joven y sus padres eran los únicos que la conocían de esa forma. Y Mery, claro. Para ser inspectora, había llegado a la misma conclusión de Damaris, pero con muchos más pasos. Tenía unos posibles sospechosos, pero no tenía ni arma homicida ni móvil; no había rastro ni motivos o conexión entre las víctimas más allá de su raza. ¿Por qué iban a querer los Supay que una imagen de su hija adolescente fuese matando nómores que, además, no pueden morir? Si los dos eran nómores es que tenían que serlo.
Acababa de llegar al otro filón. Si no podían morir es que no buscaban matar a nadie para siempre. Eso entraba en las cábalas de tratar de atraer la atención de Damaris y encontrarla, aunque a Mery seguía pareciéndole un método rebuscado, sobre todo para alguien con tantos medios y poder.
Poder. Magia. No había rastro ni arma, lo que descartaba de base el asesinato tradicional. Esto no era un trabajo de un mindundi barriobajero, sino de alguien que sabía muy bien lo que estaba haciendo. Estaban matando vidas de nómores usando magia con una persona que existe, pero que ya no existe.
Había algo que no cuadraba: ¿para qué tomarse tantas molestias? ¿Por qué no matar nómores de un disparo o una cuchillada en vez de complicarse con magia? ¿Es que no dejaba ningún rastro? ¿O porque tenía que ser así? Entonces, el hecho de que Damaris fuese quien empuñase el arma a Mery se le antojó irrelevante. La clave principal ahora residía en saber qué tipo de arma era aquella. Si lo averiguaba, quizás sabría por qué usar un avatar de Damaris de adolescente. Se maldijo por no investigar en esa dirección desde el principio, y se maldijo por dos veces por no saber nada del mundo mágico.
Miró de nuevo la fotografía del segundo asesinato. Ya la había mirado tanto tiempo que conocía más el rostro del nómor cayendo al suelo que el de su madre. Miró cada rincón. La foto seguía siendo la misma, borrosa, movida, Damaris más joven, sus cuernos a la vista, el nómor muriendo, ella huyendo, ese extraño destello entre los cuerpos de ambos. Lo miró. No le había dado más importancia, si era magia no era su fuerte. Se fijó un poco más. Parecía empezar a ver algo. ¿Quizás lo había? Estaba tan cansada. Cogió un vaso para usarlo como lupa. El vaso era de plástico. Suspiró y tiró el vaso vació a la papelera como si este tuviese la culpa de sus males. Enterró la cara en las manos. Sus sentidos volvían a dejar pasar el ruido y el ajetreo y, por desgracia, también los olores. Miró con desidia la pantalla de su portátil. Se encogió de hombros. Dejó de buscar vasos y con la rueda del ratón amplió con el zoom todo lo que pudo. Sí, la foto se pixeló, porque así es como funcionan estas cosas, pero ese efecto de la luz al menos era más grande. Y le pareció ver dos formas. Dos formas que parecían letras. Dos letras un poco informes, pero dos letras. Una eme y quizás una u, cortada por el cuerpo de la Damaris falsa. Estaba agotada. Pero, ¿y si era algo?
Necesitaba un par de ojos que supiesen de magia y un café. El lugar al que había ido Peruzzi estaba demasiado lejos. Bah, más café es igual a más energía, decidió, dando muestras de que tampoco guardaba muchos conocimientos de nutrición, así que se levantó para ir a la zona de descanso de la planta baja. Tan hastiada estaba que maldijo entre dientes por tener que cambiar de piso para hacerlo, pero al parecer no les ponían una sala propia en la planta de los inspectores para que se mezclasen todos los compañeros de comisaria y confraternizar con superiores y policías rasos. Habría funcionado si hubiese más de un microondas.
Mientras se servía su café en la última taza limpia, oyó a su espalda una explosión, como si todo el maíz de una bolsa de palomitas estallase al mismo tiempo. Se giró, alertada, para encontrarse a una persona bajita sentada de culo frente al microondas, abierto y humeante. Se podían oler tres cosas quemadas: el maíz, las cejas de la joven y la paciencia del resto de la comisaria. Mery fue a socorrer a la nómor caída, no sin reservas.
―¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda?
―Sí, sí, creo ―dijo la joven tomando la mano que le tendía Mery mientras abría la boca para tratar de librarse del molesto pitido de oídos―, o sea, sí estoy bien, aunque ya me has ayudado así que... ah, lo siento.
―¿Qué ha pasado?
―Bueno, mi sargento pensó que sería buena idea que subiese a probar un paquete de palomitas con un hechizo imbuido para que se hagan en un segundo, todas a la vez. Supongo que tendremos que investigar más ―dijo mirando la bolsa que pedía clemencia.
―¿Sargento? ¿Trabajas aquí?
―Ah, disculpa, soy Zu, trabajo en Camas.
―Hola, soy Mery, trabajo en una silla.
―Sí, nadie nos había hecho ese chiste antes.
―Lo siento, me ha salido solo... pero, ¿qué es Camas?
―No te culpo por no conocernos. Es la división de Casos Mágicos. ―Mery puso un gesto de confusión. Era obvio que no tenía la menor idea de que tuviesen esa división―. No subimos mucho por aquí, normalmente solo se nos ve cuando, bueno, cuando pasan estas cosas.
Zu abrió la bolsa de palomitas y, aguantándose una mueca de asco, las lanzó al cubo de basura.
―Vaya, pensaba que la policía no aceptaba nómores. ―Mery se tapó la boca nada más dejar salir la frase―. Quiero decir, eso es genial, es solo que pensaba... eh...
―No te preocupes ―dijo Zu―. Estoy acostumbrada. Y me parece normal. Yo tampoco contrataría a gente tan cretina.
―Ah, bueno, no quería decir eso...
―Pero yo sí. Somos unos cretinos. Es decir, sí, hay siglos y siglos de opresión y maltrato hacia mi raza y entiendo que eso derive en resentimiento e incluso en rebeldía hacia el resto, seguramente no tengamos la culpa de ser así, pero una cosa es reivindicar tu lugar en la sociedad y otra muy diferente ser unas personas terribles por herencia cultural.
Mery estaba aprendiendo muchas cosas sobre diferencias sociales entre razas que no esperaba aprender de una persona que se acababa de quemar las cejas con un paquete de palomitas encantado, pero allí estaba.
―Es verdad que habláis un montón... ―quiso empatizar de forma regular.
―Eso es lo de menos. Claro que hablamos mucho, pero ojalá solo fuera eso. Nuestra cultura se basa en el agravio. ¿Sabes qué quiere decir eso? Que has de ser perfecta todo el tiempo, en todo momento, sobre unos estándares absurdos y aleatorios que cambian según el entorno, la familia o el individuo con quien te relaciones. El mismo acto o las mismas palabras pueden desembocar desde malas caras hasta renegar de una hija. Por eso hablamos tanto, para explicarlo todo de una sola vez y no dejar lugar a equívocos. No nos podemos permitir el lujo de decir una frase con un significado implícito y que el receptor del mensaje lo tergiverse inesperadamente o, lo que es peor, a su conveniencia. Je, tendrías que ver nuestros antiguos libros de leyes. Cada apartado ocupaba una habitación entera.
Cuando Zu se dio cuenta de que había hablado demasiado le entró una repentina vergüenza, como si le hubiese aflorado esa parte nómor que parecía aborrecer.
―Si para dejar las cosas claras os lleva tanto tiempo, entonces vuestros insultos deben ser bastante directos ―quiso Mery relajar la situación.
―Je, sí. Una discusión de nómores se acaba muy rápido, pero el rencor dura para siempre ―dijo con un tono apenado.
Mery no supo qué responder y dejó escapar uno de esos suspiros que cierran conversaciones. Como Zu no se iba y aquello empezaba a ser incómodo, se vio en la obligación de dejar más explícita el final de la charla.
―Ya veo... en fin, supongo que tendrás cosas que hacer, así que... un segundo, ¿has dicho Casos Mágicos?
―Sí, eso he dicho.
―¿Sabéis de magia?
―Podríamos decir que es nuestro trabajo, sí.
―¿Resolvéis casos mágicos o con cosas que tienen que ver con la magia?
―Felicia dice que la mayor parte del tiempo investigamos sobre formas de quemarnos las cejas de manera más eficiente, pero cuando nos sobra un rato tratamos de hacer lo que podemos.
―¿Eso es que sí?
Zu cabeceó afirmando, confundida.
―Llévame contigo.
―Hola. Soy la inspectora Page.
―Sabemos quién eres, Page.
La última ocasión en la que habían recibido así a Mery fue en una redada a la guarida de una banda de videntes cortoplacistas. Solo pueden ver en el futuro doce segundos y medio, suficiente para saber el nombre de alguien que se presenta ante ellos con una placa de policía y una pistola y te arresta. Con la suficiente rapidez mental, podría emplearse ese valioso tiempo en huir o tratar de defenderse, pero no solo esos videntes no eran los mejores de su promoción, sino que estaban abotargados por la misma causa de su arresto; también eran traficantes de droga. Movían una sustancia tan fuerte que tenían que cortarla con cemento y los vapores que producían derretían el plástico de las bolsitas donde guardaban las sustancia, por llamarla de alguna forma. Les descubrieron tras varios casos de lo que los médicos dieron en llamar “pulmones enladrillados”, ante lo que unos cuantos listillos pusieron el grito en el Cielo*[1] pues los ladrillos tradicionales no se hacen con cemento si no con arcilla, afirmando que los médicos deberían dedicarse a curar y dejar los materiales de construcción en paz.
Aquel sitio daba bastante más miedo. Un sótano oscuro con una salida hacia arriba, otra al fondo hacia el garaje y con la sala de la caldera en la puerta contigua. Además, la gente dentro de la sala eran policías, por lo que podían estar armados, y vivían lejos de la luz natural, así que no se podía contar que estuviesen en sus cabales, menos aun siendo policías. En la puerta rezaba la inscripción Camas, acrónimo de Casos Mágicos. Mery no entendía que la policía destinara tan pocos fondos para tener una división de solo tres personas en una ciudad en la que cualquier hijo de vecino llevaba un hechizo en el bolsillo de la chaqueta. «Un policía es un policía y sabrá arreglárselas, ¿no?», debió pensar alguien en un despacho antes de meterse la mano en el pantalón para olerse sus propios pedos. Y debía ser así, pues la única formación sobre magia que había recibido era para identificar hechizos de ilusión. Porque, de todas formas, si a uno le lanzan una bola de fuego poco conseguirá friéndola a tiros, pero siempre puedes descerrajarle seis cargadores enteros al cabrón que te engaña para despistarte con la visión de tu madre, midiendo seis metros, gritando tu nombre y apellidos, diciendo que ya has comido demasiado helado y que salgas de la cama.
Mery vislumbró el interior, abarrotado de extraños artilugios apilados como si fuese un almacén —ya tenía el tamaño de uno— y ninguna ventilación. Aunque había cuatro escritorios, solo tres estaban ocupados, con un ordenador de más edad que Mery en el cuarto, que ni siquiera tenía silla. Si Zu no la hubiese guiado hasta allí, la inspectora habría pensado que aquellas personas que ahora la miraban tan solo eran informáticos y ni siquiera de los chungos.
El elfo alto y encorvado que la había llamado por su nombre se levantó del escritorio que presidía la sala con las manos en los bolsillos y avanzó hacia ella. Llevaba una bata blanca vieja y ropa que pasó de moda hace no menos de cinco décadas.
―Zu nos ha mandado un mensaje. Sabe que nos tiene que avisar de las visitas.
―Ah ―respondió ella, viendo cómo Zu se iba con la cabeza gacha hacia su escritorio.
―Yaveoquenohaypalomitas. Veo que no nos conoces. Soy el sargento Flanarell, el jefe de la división.
Mery le dio la mano sin saber si había dicho algo entre dientes.
―Nadie sabe que estamos aquí abajo, cielo, es nuestro sino ―aportó una señora cerca de edad de jubilarse y con cara de no importarle si llegaba viva a ello que se sentaba a una mesa en la pared de la derecha.
―Ella es Felicia.
―Ah, sí, tú diste el curso de formación para identificar magia de ilusión, pero te fuiste el último día y no volviste a aparecer ―dijo Mery.
―Entonces es que no os enseñe bien ―respondió con un gesto de aburrimiento.
―A Zu ya la conoces. Ella... trae los cafés.
―Hola de nuevo ―dijo la nómor con un deje de impotencia.
―Bien, ehm, Flanarell... disculpa, no conozco tu rango.
―Sargento.
―Sargento Flanarell ―Mery trató de contentarse con que el sargento fuese el tío que murmuraba entre dientes y no la señora malhumorada―, quería pedirles ayuda con un caso.
―Mira por dónde, la gente de arriba viene a pedirnos ayuda cuando no pueden resolver sus casos, ¿qué te parece? ―escupió Felicia.
―Supongo que es nuestro trabajo, Felicia, aunqueprocurohacerlolomenosposible ―respondió el elfo con cansancio.
―Mi trabajo no es tragar mierda de jovenzuelas que se creen mejor que yo. Esta menda ya no tiene edad para según qué cosas.
―A lo mejor he venido en mal momento, podría... ―comenzó a recular Mery.
―No, no será necesario. Pasa, por favor, y disculpa a Felicia.
―No quiero sus disculpas ―bufó la mujer.
Mery enarcó las cejas y resopló. El sargento Flanarell parecía acostumbrado a aquellas peleas, pero a Zu se la veía incómoda. La inspectora trató de ir al meollo.
―En realidad, se trata de dos casos que podrían estar relacionados; dos nómores asesinados. Ambos dan la misma descripción de su atacante, pero ninguno consigue ver un arma homicida. El examen forense no arroja datos concluyentes, no hay rastros de que algo físico como una bala o una cuchilla los haya matado. Pensé que ustedes podrían saber si hay alguna manera de saber qué tipo de magia se ha usado contra ellos.
―No. Es imposible. Hasta luego.
―Felicia, por favor. ―El sargento, privado de emoción en su voz, ni siquiera se giró hacia ella―. Aunque tiene razón, la magia no deja rastro físico como un arma tradicional.
―¿No deja una...? No conozco el término técnico, pero algo como un... ¿destello? ―dijo Mery. Vio que Flanarell torcía los labios.
―Si es un hechizo puede dejar el puf ―dijo Zu.
―¿Qué? ―preguntó Mery
―No. Adiós ―dijo Felicia.
―Felicia ―espetó Flanarell, cortante, que suspiró como si no quisiese hacer aquello―. Como bien ha indicado la señorita Nahrungsmittelun ―Mery dedujo que aquel ruido era el apellido de Zu― a lo que usted se refiere es al puf, un residuo etéreo mágico resultante de la ejecución de un hechizo. Suele verse como una nube de polvo de diferentes colores.
Mery le miró asintiendo, pero el sargento no parecía por la labor de continuar la historia.
―Muy bien, el puf. ¿Hay alguna manera de saber qué puf ha, ehm, dejado un hechizo?
―Cállate, Felicia ―se adelantó el elfo cuando la mujer ya estaba abriendo la boca, lo cual se la mantuvo abierta de pura indignación―. No, a no ser que se haya visto en directo tras la ejecución del hechizo. Si quieres puedes mandarnos los detalles del caso y lo analizaremos concienzudamente, ahoraquierohacerunhechizoparagarrapiñarnueces.
El hombre entrelazó las manos a manos a modo de despedida, pero Mery no se dio por aludida.
―Ah, no habrá problema. Tengo una foto.
Mery sacó el móvil ignorando la mala cara del sargento. Había tenido el buen tino de guardar una foto ya recortada y ampliada sobre lo que, ahora, sabía que se llamaba puf, con el propósito de evitar que más gente de la que le gustaría viese la cara de Damaris matando nómores. Flanarell la miró de mala gana.
―Apenas se ven, pero parece una eme y una u ―confirmó el elfo.
―¿Y qué significa?
―Bueno, es largo de explicar...
―Los hechiceros usan el puf para firmar los hechizos y así la gente sepa que los han creado ellos ―dijo Zu, que se había acercado hasta allí y miraba el móvil de Mery con interés mientras su superior la fulminaba con la mirada―, al fin y al cabo ese residuo sigue conteniendo energía mágica pero no puede aprovecharse para nada más potente, así que los hechiceros del pasado pensaron que sería una buena idea usar esa energía residual para publicitarse, o no habría otra forma de averiguar de dónde procede un hechizo, y de esa forma tratar de atraer clientes. Ahora tenemos la publicidad y todo eso, pero supongo que la costumbre se ha mantenido.
―Entiendo ―dijo Mery, agradecida de que alguien pusiese algo de su parte―. Entonces, esto es literalmente el nombre o pseudónimo del mago...
―Hechicero ―corrigió Zu al vuelo.
―...hechicero que ha creado el hechizo con el que han matado al nómor, ¿verdad?
―No tiene un nombre, inspectora Mery, tiene dos letras. Estaremos encantados de recibirla de nuevo cuando haya encontrado el nombre del...
―Para matar hacer falta cierto poder, no todo el mundo tiene esa habilidad ―interrumpió Zu. Sus compañeros parecían que iban a saltar a su cuello en cualquier momento, pero ella les obvió. Se dirigió a su portátil y tecleó―. Además, esas dos letras... aquí está ―giró el portátil, satisfecha―, Melchor Mundstock.
Mery vio desde donde estaba los resultados de la búsqueda en imágenes; un hombre mayor con un bigote bien arreglado, una fachada grande de un establecimiento con su nombre, el interior lleno de gente vestida a la moda de hace varias décadas, un gólem sirviente tras el mostrador, productos con el la marca de Mundstock. Era evidente que no podía ser tan sencillo y Flanarell se encargó de apuntarlo.
―Eso está muy bien, Zu ―dijo con voz ácida―, pero no creo que el señor Mundstock, conelquecoincidíyerauncreído, tenga nada que decir sobre un hechizo que no pudo vender hace menos de cincuenta años, cuando falleció.
Mery tuvo que admitir en su fuero interno que no era una perspectiva halagüeña. Hablar con los muertos no era complicado si se sabía cómo, pero el problema eran los vivos con armas mortales.
―¿No se siguen vendiendo sus, cómo decirlo, sus productos? ―preguntó ella con cuidado.
―Imposible ―respondió el sargento―. Se trataban de productos muy exclusivos que se encargaba de vender personalmente. Jamás habría consentido que nadie los manipulase. Cuando murió, la tienda cerró y con ella su legado.
―¿No hay ningún discípulo ni aprendiz ni...? ―A Mery le costaba no tirar de tópicos sobre la hechicería, pero intentó esforzarse en coger cualquier hilo.
―Nada. Era un hombre celoso de su trabajo. Sus conocimientos eran suyos.
―¿No fue su tienda en el Culo de Satanás la que voló por los aires hace menos de un año?
Al decir aquello, Flanarell y Felicia miraron inquisitivos a Zu.
―Es verdad que solo encontramos al gólem del servicio que, al quedar sin amo, simplemente se quedó allí, pero quizás pueda tener algo que ver con...
―¿Con qué, Zu? ―se exasperó Flanarell―. Aquello fue una explosión de gas. Eres agente de policía, oesocreonoestoyseguro, ten un poco de seriedad.
―Pero... trajimos al gólem al calabozo...
―Querida, deja de avergonzarnos, ¿quieres? ¿Por qué no vuelves a meter la nariz en tu ordenador? ―intervino Felicia.
Zu, si ya era pequeña, se encogió tanto que parecía que iba a desaparecer. Mery intuía que había algo raro allí, pero no iba a meterse en una disputa de un departamento que no era el suyo. Aun así, a la única persona de esa división que parecía proactiva se la premiaba con reproches y reprimendas, y eso no le gustó.
―¿Cómo es que ella es la única que tiene un ordenador en su mesa? ―preguntó sin poder ocultar un tono inquisitivo.
―Hace... temas de informática ―dijo Flanarell con brusquedad, al que no se le había escapado la voz usada por la inspectora.
―Y Felicia y usted rellenan los informes a mano, claro ―respondió ella sin achantarse. Señaló el viejo ordenador con pantalla de tubo del escritorio libre―. ¿Comparten aquel? Parece tener mucho uso.
―¿Por qué le interesa tanto? ―se molestó Felicia, nerviosa.
―Es un PearsonalDoors V3, ¿verdad? Es una pieza casi de anticuario, una joya para el coleccionista.
―Sí, supongo que si ―dijo Flanarell incómodo.
―Ese es el modelo que tiene ochenta megas de capacidad de disco duro y apenas ocho de memoria RAM, si no me equivoco. Una buena máquina de la época. Si pudiese seguir usando disquettes de tres y medio lo haría, pero ya no fabrican lectores. Si no lo usan, podría...
―No, no puede.
Flanarell, que hasta entonces se mantenía sujeto, se alteró hasta el punto de dar un paso fuera de su escritorio para ponerse delante del paso al viejo ordenador. Mery le miró sorprendida, casi a punto de echarse a reír. Solo se contuvo porque la tensión podría venirle bien.
―Volviendo al tema por el que he venido.... Digamos que, de alguna manera, y arriesgándome a parecer ignorante, alguien ha continuado con el legado de este hechicero o, al menos, tenía guardado uno de sus hechizos en un botecito en una cómoda durante cincuenta años hasta que ha decidido empezar a usarlo. ¿Cómo encuentro a esa persona?
―Hay un error de base ―dijo Flanarell, ajustándose la bata, tranquilo por apartar la atención del ordenador―. Un hechizo no es como un poco de orégano que puedas espolvorear. Debe estar imbuido en un objeto que se usa de catalizador para lanzarse en el momento deseado.
―¿Se refiere a una varita?
Flanarell y Felicia se rieron con desdén. Zu parecía no querer ni oír la conversación.
―Nadie usa varitas, excepto algún loco nostálgico de épocas anteriores a que Flanarell incluso fuese un proyecto en los élficos huevos de su padre. ―Felicia no se andaba con remilgos y, al parecer, a su superior no le hacía mucha gracia―. No son nada prácticas. Sí, son ligeras y se pueden esconder en cualquier pliegue de la ropa, pero las varitas solo se usan para ser varitas y no puedes precargarlas con varios hechizos. Ponte al día, cielo. De hecho, yo llevo un hechizo de repulsión aquí ―dijo sacando de su bolso una pequeña trompeta de gas―. Zu lleva uno parecido tatuado en la palma de la mano, ¿verdad? ―Zu, con desgana, levantó la mano derecha en la que se veía un ideograma tatuado en tinta clara―. Sí, al parecer hay un montón de enfermos por ahí que le ponen las bajitas. Los hombres son unos mierdas.
―Tiene razón ―apuntó Flanarell―. A día de hoy, puedes llevar hechizos precargados en un móvil y activarlos con una aplicación, y no solo uno, si no todos para los que tenga capacidad el terminal. Solo has de tener pulgares oponibles ynoabrirlacámaratodoelratoporquésemeabrelacámaratodoelrato.
Si no parecía un arma era probable que ninguna de las dos víctimas la reconociese como tal, pensó Mery.
―Ya. Tendré que volver a preguntarles por si se hubiesen dejado algún detalle.
―Lo dudo mucho ―intervino Zu con un deje triste en la voz―. Ah, perdón. Quería decir que no parece probable; son nómores. No pierdes nada preguntando, aparte de un par de horas si les dejas hablar, pero precisamente por ello doy por hecho que ya te han dicho todo lo que te tenían que decir.
Mery asintió, seria. No creía haber avanzado nada, pero sabía más cosas. Se maldijo chasqueando la lengua por no tener más conocimientos previos sobre magia. Le dio la mano al sargento Flanarell, que le devolvió el apretón de mala gana, y les agradeció a las dos mujeres su ayuda. Quiso personalizar en Zu, pero pensó que con esos compañeros le supondría más un castigo por posibles represalias. Le dio pena que alguien en apariencia capaz estuviese encerrada en un sótano con dos personas cuestionables.
Aunque tenía problemas más acuciantes, al volver a su mesa se molestó en buscar durante un rato el origen de la división Camas y el trabajo que hacían. Indagó en el sistema de archivos para buscar los informes entregados por la división. Tras echar atrás bastantes meses, vio que había siempre uno por semana, ni más ni menos, todas las semanas en días aleatorios. Los títulos eran todos técnicos y complicados, y cualquier profano de la magia ignoraría sobre lo que se había investigado. Sin embargo, solo había que saber leer para darse cuenta de que el cuerpo de los informes no eran más que un texto de relleno en el que solo se cambiaba la longitud y número de párrafos de un informe a otro. También era común el nombre del agente que había registrado el informe en el sistema: Zu Nahrungsmittelun, y el nombre del dispositivo desde el que lo había hecho. Abrió una ventana en el navegador y buscó «¿Cómo puedo saber qué equipos hay conectados a mi router?», con ortografía y puntuación perfectas. Tras leer varios resultados, buscó en la red compartida de la comisaria el nombre del equipo, encontrándolo al poco, que no era otro que el propio modelo del ordenador. Encontró, además, uno con nombre “Zuzu” que quedaba claro a quién pertenecía, lo cual le llevó a pensar que Zu no usaba su propio ordenador para colgar los informes, si no el otro equipo. Flanarell, al ponerse nervioso, le había dejado claro que el ordenador era importante. Debía haber algo más que informes redactados con un generador de texto falso. Solo por si tenía que volver a hablar con la división en función de cómo evolucionara el caso, decidió recordar aquella información. Suspiró, preparada para ponerse de nuevo manos a la obra, con el ruido de fondo y el alboroto de la comisaria volviendo a sus oídos al traspasar la barrera de la concentración rota con la llegada de Elena portando dos cafés del tamaño de su pecho y una desbordante e indeseada alegría por vivir.
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[1]    Una red social de mensajes cortos llena de extremistas en la que está prohibido escribir en minúsculas o contar que te ha sucedido algo bueno.
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ciudadazarosa · 3 years
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13 | Ay, madre
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―¿Puede identificarse, señorita?
―Tú no sabes quién soy yo, ¿verdad?
La respuesta, aunque lejos de querer ser amenazante, fue justo lo que le pareció al gigante que salió al encuentro de Damaris desde una garita en la que apenas cabía. Gigante definía de forma acertada tanto su tamaño como su etnia. Los Supay no se andaban con remilgos a la hora de escoger qué imagen proyectar si a alguien se le ocurría siquiera pensar en acercarse a la verja de entrada a la mansión; que lo primero que viese el supuesto visitante fuera una mole de tres metros cúbicos dejaba sin aliento a cualquiera, ya que todo el aire necesario para respirar en un par de manzanas a la redonda se lo quedaba él.
Damaris trató de adoptar una actitud lo menos beligerante posible, esquivando la mirada de impaciencia del enorme guardia.
―Soy Damaris Supay, hija de los Supay. Creo que no me llegaste a conocer porque hace como diez años que...
El gigante ni la había llegado a conocer ni le importaba, pues estaba tratando de volver a entrar en la garita para usar un teléfono construido para manos de una quinta parte del tamaño de las suyas, tecleando con la punta de un bolígrafo que luchaba por mantenerse de una pieza entre dos dedos gruesos como latas de refresco. Se llevó el teléfono a la oreja, dijo unas palabras graves y escasas, y espero aprobación durante unos eternos segundos. Una hija que había huido del redil hacía una década convirtiendo su vida en una espiral de decadencia sin objetivos y que ahora volvía una noche como el que viene de hacer un recado a la tienda de la esquina. Había pasado la noche durmiendo en el baño de una tienda 24 horas y el día en un restaurante de comida rápida, así podía leerse el cansancio en sus ojeras. Aquella bola enmarañada que de vez en cuando le brotaba del estómago dio visos de aparecer, pero el gigante volvió a salir, parsimonioso y serio. Mejor un tío que podía aplastarla soplando a la ansiedad galopante, pensó.
―Señorita, abra los brazos y extienda las piernas. Debo asegurarme de que no porta ningún objeto prohibido al interior de la residencia.
Damaris se sorprendió por varias cosas: no esperaba ese vocabulario de un gigante y eso le hacía pensar que debería revisarse ciertos prejuicios y, que si sus padres nunca confiaron en ella cuando todavía vivía en esa casa, ya veía que ahora esa confianza estaba bajo toneladas de tierra. Posó como le había pedido el guardia y este hizo un chequeo con un detector de metales portátil que no llegó a emitir ningún pitido, un detector de objetos mágicos que no se prendió fuego y, con un par de dedos, buscó entre los bultos de la ropa posibles objetos amenazantes con una delicadeza y una profesionalidad que Damaris no esperaba de alguien que tenía que limpiarse el culo con sábanas. Tras no encontrar nada, el gigante volvió a la garita, pulsó la tecla de rellamada y volvió a decir algo rápido y conciso. Apretó un botón del panel de control que hizo que las enormes e intrincadas puertas de rejería con el blasón familiar en el centro se abriesen, separando el escudo que consistía en una ese mayúscula enmarcada en un óvalo lleno de filigranas metálicas. La joven dio por hecho que aquello significaba que podía pasar, comenzando a caminar los casi cinco minutos a pie atravesando el jardín que circundaba la propiedad. Demasiado tiempo para estar a solas con sus temores.
Tras la caminata llegó, por fin, ante la escalera de entrada y la puerta principal. Por el camino había observado que el jardín estaba como lo recordaba, puede que mucho más ostentoso que en su adolescencia. Quizás era solo la impresión al pasar por delante de abetos tallados imitando esculturas clásicas como si en vez de hojas y ramas estuviesen hechos de alguna piedra verdusca de aspecto poroso, o ese tapiz uniforme del que era difícil pensar que era césped natural y no una moqueta.
Damaris terminó de subir la escalinata y tocó tres veces en la puerta con el puño. Un par de segundos después la puerta se abrió despacio, tras la que asomó un mayordomo de mediana edad con un peinado impecable, un clásico rictus en la cara y un nada tradicional aspecto fuerte. Cuando Damaris tomó aire para hablar, este la interrumpió pidiendo que pasara y que le acompañase al salón de té, donde los señores de la casa la estaban esperando. No recordaba haber tenido un mayordomo jamás, claro que tampoco recordaba los trabajados setos del jardín ni la mole de guardia de seguridad de la cancela principal, pero aun así aquello le pareció casi una broma. Estaba a punto de ver a sus padres y, al pensar que si un mayordomo la llevaba hasta su presencia, también tendría que anunciar su llegada y eso le hizo cierta gracia. Por supuesto no llegó a reírse en alto, pero el pensamiento la ayudó a relajarse. Porque estaba a punto de ver a sus padres. Caminaron lo que pareció una eternidad por un pasillo que se antojaba más largo que el camino desde la cancela hasta la fuente, lo que terminó por devolverle los nervios. El mayordomo al fin se detuvo ante una puerta, cuadrándose ante ella, y llamó apenas rozando la madera. Echó mano de la manija y abrió la puerta despacio.
―La señorita Damaris.
Por supuesto que la había anunciado. El mayordomo reculó sin dar la espalda a la habitación y franqueó el paso a Damaris, que entró en el cuarto deseando tener dos corazones para meter uno en cada puño. Al levantar la vista, aún sin atreverse a decir nada, vio una habitación opulenta aun en su sencillez. Sencilla porque apenas había unos pocos adornos y libros en estantes de obra, y un par de sillones y una mesita para el té junto a una chimenea en la que ardía una cálida hoguera, pero los muebles eran más valiosos que ella misma. Con la presión que le suponía estar en un lugar en el que tarde o temprano esperaba que le pasasen una factura, trató de ordenar a sus rígidas piernas que avanzasen hasta la mesita del té para poder ver a sus padres, que estaban sentados en los sillones dando la espalda a la puerta y no habían dado una sola muestra de haberla oído entrar. La puerta se cerró con delicadeza tras ella y decidió que ya no le quedaba más remedio. Suspiró y, rodeando los sillones, se colocó frente a sus padres.
Su madre leía el periódico del día mientras que su padre, con una taza de té en una mano, miraba algo con gesto ausente en la pantalla de su móvil. Ambos estaban vestidos con la ropa de trabajo del día, elegantes conjuntos de dos piezas estilo ejecutivos, borgoña el de ella y azul marino el de él. Damaris tardó varios segundos en saber qué decir mientras se retorcía las manos con nerviosismo.
―Esto... ¿hola?
―¿Es una pregunta? ―dijo su madre con voz suave pero punzante.
―¿Qué? No, perdón, eh... ―quiso comenzar de nuevo Damaris como si nada hubiese pasado―. Hola.
Pasó un momento de silencio que, si bien no pareció incomodar en absoluto al matrimonio, a Damaris se le antojó uno de los momentos más largos en los que hubiese estado alguien presente jamás.
―¿Qué quieres? ―dijo por fin su padre, tan seco como su esposa y también sin levantar la mirada.
Eso digo yo, pensó Damaris. Tragó saliva, esperando que el peso de esta retuviese a la bola del estómago que luchaba por hacerse notar.
―Nada, yo... ha pasado mucho tiempo y quería...
―Dvoretskiy ―interrumpió su madre. El mayordomo abrió la puerta sin hacer ruido y asomó por ella―. Trae una taza de té a la señorita, por favor.
El mayordomo miro durante un segundo a Damaris y de nuevo a su madre.
―¿El té bueno, señora?
―No.
Dvoretskiy cerró de nuevo la puerta y fue en pos del té. A Damaris ni siquiera le gustaba el té, pero aquel detalle de su madre era difícil que se le pasase por alto. Otro detalle que tampoco se le escapó era que en aquella habitación no había más asientos y no pensaba que el mayordomo fuese a traer el té y una silla. Tras un momento en el que Damaris no supo qué decir, qué hacer con las manos ni si moverse o no, decidió quedarse plantada como un poste mirándose los pies. Volvió Dvoretskiy con una taza de té que dejó en la mesita. Ella dio las gracias con una voz tan fina que incluso dudo haberlo dicho y cogió la taza, tomando un sorbo. Le dio la impresión de que aquello era agua caliente a secas. Haciendo acopio de aire, decidió que era el momento de hablar.
―Bueeeno, en respuesta a vuestra pregunt...
―Quédate a cenar. Podemos hablar.
Cayó sobre la habitación, a pesar del vivo fuego del hogar, un pesado manto de hielo. Damaris no dudó ni por un momento de que no era sensación suya mientras reprimía un terrible escalofrío. Se encogió, dando un trago a su agua caliente y observó cómo su padre, como un hábito, se cerraba la chaqueta del traje de trabajo.
Entonces, Josefina Supay sonrió.
―Ja, ja, ¿qué tal tu té?
Si a Damaris le hubiesen preguntado qué era más plausible, si una sonrisa burlona de su madre o el reparto igualitario de las riquezas del mundo y el fin de las miserias, habría tenido sus dudas.
 Tenía que ser una broma. Debían saber que venía y por eso habían montado ese pifostio. Es la única explicación coherente para tanta mierda, pensó la mestiza, aposentándose en su silla en el centro de una mesa que, con un mástil, unas velas y unas cuantas cuerdas en los lugares apropiados podría hacerse a la mar arrollando veleros a su paso. Pensar estupideces era lo que la estaba salvando de perder los nervios.
Mientras tanto sus padres, con una tranquilidad cotidiana que la enervaba tanto como el tamaño absurdo de aquella mesa, se sentaron cada uno en un extremo. Su padre hizo una señal con la mano y comenzaron a entrar camareros con impecables uniformes, al mismo paso, pisando el uno donde había pisado el anterior, con bandejas plateadas y relucientes en la mano y una servilleta blanca en el brazo contrario. Tres se dirigieron a cada uno de sus progenitores y otro a Damaris. Al levantar el primer plato, descubrieron delante de sus padres un enorme filete que saciaba el hambre solo con mirarlo acompañado de puré y unas coles. Cuando el camarero levantó el de Damaris, aparecieron unos palitos de merluza congelados que, por la consistencia, debían seguir así.
―No has venido en buen momento, tenemos que reponer la despensa ―le dijo su madre mientras atacaba el filete con indiferencia.
Damaris no tuvo valor para responder. Tomó el tenedor y apenas tocó una de las barritas de supuesto pescado no le quedaron dudas de que aún estaría frío. Volvió a dejar el tenedor en su sitio. Se mordió el labio, nerviosa.
―Bueno, cuéntame... ¿dónde has estado? Ha pasado mucho tiempo. Has debido hacer cosas a montones.
Damaris no tenía con qué comparar, pero estaba segura de que aquella no era la reacción normal cuando tu hija vuelve a casa tras una década sin saber de ella. Miró nerviosa a su madre. Parecía hablar en serio.
―Yo... bueno, he estado aquí y allá ―se oyó decir mientras pensaba qué responder―. No sé.
―Y qué, ¿trabajas? ¿Estudias? ¿Cobras una prestación del Estado?
―Sí, eh, tengo un trabajo, sí.
Tragó saliva y notó cómo la bola del estómago se acrecentaba. Ese ovillo negro de nervios también llevaba entrelazado un creciente enfado.
―Bien, bien, eso es importante, me alegro por ti. Sabes que siempre he valorado el esfuerzo, no estaría bien que estuvieses por ahí todo el día haciendo dios sabe qué ―le dijo señalándola con el tenedor.
Damaris asintió sin capacidad para responder. Tampoco habría sabido qué decir aunque hubiese podido. No entendía qué estaba sucediendo.
―Pues nosotros estamos bien, ya que lo preguntas. En fin, ya ves, no es que hayamos cambiado mucho, somos bastante ricos. Nuestros negocios no han hecho más que crecer, ¿verdad, cariño?
Su padre asintió sin levantar la atención del plato mientras seguía comiendo.
―No nos podemos quejar, ¿eh? Nah, es una frase hecha, pues claro que nos podemos quejar, cuando tienes tanto dinero puedes quejarte mucho más y mejor. Y te hacen más caso. Es increíble, deberías probarlo.
―Ja, ja ―dejó escapar incómoda la risa más pronunciada que había oído nunca.
―No te voy a mentir, Damaris: esta vida es lo mejor. Puedes hacer lo que te dé la gana, cuando te dé la gana, y nadie te cuestiona. Da igual lo estrafalario que sea. A veces, solo hago cosas porque puedo, ni siquiera porque me apetezca. Un día compré una revista, bueno, no una revista, la revista entera y eché a todos sus empleados. Publicaron una lista de los más ricos y se les olvidó un cero conmigo, ¿te lo puedes creer? Se sigue publicando a día de hoy; cien páginas en blanco de la mejor nada. Usamos su oficina para criar cerdos y vendemos su carne como “jamón ejecutivo”, un producto para gourmets. En fin, no sabes lo que te estás perdiendo.
Damaris miró a su madre entre incrédula, cabreada y consternada. Habría podido elegir entre responder echándose a llorar, cagándose sobre la mesa, carcajeándose enajenada o todo a la vez. No sabía si se estaban riendo de ella o si trataban de hacerla enfadar, o despreciar, o recordar lo que se estaba perdiendo por haber huido, o nada de lo anterior y es que siempre habían sido así. Ya no recordaba si su madre era siempre tan jovial, tan desenfadada. En el fondo del cráneo algo le decía zumbando que no era cierto, pero no podía jurarlo. Si aquello era luz de gas era demasiado enrevesado. Por un momento, olvidó lo que había ido a hacer allí. Sacudió la cabeza y trató de acompasar una respiración que comenzaba a acelerarse.
―El caso es que, bueno, quería hablar de...
―Espera a los postres, será todo más distendido, ¿no crees? Si hablas, se te enfriará la comida ―le dijo mientras seguía cortando su filete.
―¿Qué más da que...?
―No. A los postres.
Volvió a sentir entonces aquella gélida sensación. Cuando las palabras se aposentaron tras resonar en el enorme comedor pudo sentir cómo, al respirar, el aire le dañaba garganta. Tragando una bocanada que recibió con dolor y los pulmones encogidos, apretó los puños con rabia e impotencia. La bola de ansiedad se había hecho más grande y el terrible enfado que notaba cómo le trepaba por el cuello también sumaban. Respirando con dificultad, miró a su madre queriendo decir algo, pero sin llegar a hacerlo, a la que vio apartando la vista. Sin duda trataba de observar cómo reaccionaba. Eso la cabreó aún más. Estaban jugando con ella. Qué ingenua había sido. Tendría que haber esperado algún tipo de venganza, pero creyó que una vez la dejasen poner un pie en la casa al menos tendría la oportunidad de que la escuchasen. Pero, a cambio, la estaban torturando. Una tortura que si la habían planeado estaba resultando pueril viniendo de un afamado hombre de negocios y de una demonio nacida en un linaje de inmenso y antiguo poder.
Damaris esperó. Claro que podría haberse levantado y salir corriendo de aquella casa, pero eligió respirar aquel aire de la consistencia de una sopa fría con demasiados fideos y guardar silencio hasta los postres. Sus padres no dudaron en disfrutar de su cena y su vino. Despacio. Deleitándose. Esos filetes ni siquiera era tan grandes.
Tras lo que pareció una eternidad, los camareros repitieron su coreografía para retirar los platos. El camarero que se acercó a por el de Damaris preguntó si podía retirarlo, a lo que ella dudó, mirándole y haciendo acopio de autocontrol para no partirle la silla en la espalda, y siseó una afirmación. Cuando los camareros desaparecieron, el mayordomo se acercó un par de pasos a la mesa.
―¿Qué desean los señores de postre?
Lo que sea, pensó Damaris.
―Nada, nos iremos directamente a la cama. Acompaña a la señorita a la puerta.
Sin más, demonio y humano se levantaron de sus sillas y comenzaron a caminar hacia la salida del comedor. Damaris, estupefacta, se debatía entre emociones que no tenía constancia de que existiesen hasta ese mismo momento. Miró a uno y a otro con una mueca, esperando algo, lo que fuera, que mostrase que todo era para tomarle el pelo. Pero no. Enfilaron la puerta mientras el mayordomo la abría sin mirarlos. Ni una muestra de que ella o la situación que la había llevado a ir les importase los más mínimo. Y aquello fue demasiado.
―No. No, no, no. No. NO. ¡NO!
Entre la barahúnda de negaciones Damaris no reparó en que se había levantado casi tirando la silla, corrido hasta delante de sus padres y les apuntaba a uno y otro con un índice tembloroso y hostil. Ambos la miraban con un rictus de indiferencia y, si la furia que le subía por la nuca y le zumbaba en los oídos le hubiese dejado observar la situación, habría dicho que su padre parecía aburrido y su madre se aguantaba la risa. También se habría percatado de que era la primera vez en toda la noche, la primera vez en una década, que sus padres la miraban a la cara cuando hablaba.
―No me vais a seguir vacilando, ¿me oís? Ya ha durado bastante la broma. ―Con la vista nublada por el cabreo no veía a quién gritaba, solo giraba a uno y a otro―. ¿Qué pasa, que habéis esperado todo este tiempo para que volviese un día con el rabo entre las piernas a pediros algo y entonces tendríais preparado todo el teatrillo para hacerme ver que os importo una puta mierda? ¿Es que es una forma de castigarme por haberme ido de este infierno de casa? ¡Pues ni una sola vez me he arrepentido! ¡Ni el día que me uní a una banda criminal, ni cuando cometí mi primer robo, ni las noches que he pasado tirada en un portal cualquiera o las que he pasado en vela, al borde del coma etílico, deseando olvidar mis primeros dieciocho años de vida! ¡Ni siquiera me he arrepentido de las veces que he pensado en la muerte de una forma tan real y tan cercana que creía que con pedirlo por favor caería sobre mí en ese preciso instante! ¡Porque cualquier cosa era mejor que toda mi niñez y mi adolescencia, que verme encerrada en mí misma a vuestra merced, siendo el juguete que nunca pudisteis terminar de moldear a vuestra imagen y semejanza! ¡Cualquier cosa mejor que verme reducida a un pelele al que se le negaba todo rasgo de su propia identidad! ¡No me arrepiento de irme y no me arrepiento de nada de lo que he hecho, porque si no significaría que seguiría aquí, atada a vuestros hilos y bailando a vuestro son, y antes preferiría comer mierda y morir que verme tan siquiera cerca de esa situación! ¡ASÍ QUE ESCUCHADME POR UNA VEZ EN VUESTRA PUTA VIDA!
Lo que le siguió a aquellos gritos sería difícil de calificar como silencio. El matrimonió se miró con las cejas levantadas.
―Vale. ¿Qué tienes que decir? ―dijo Josefina.
No era lo que Damaris esperaba.
―¿Cómo?
―¿Qué tienes que decirnos? Algo tienes que decirnos. Venga, a ver.
Damaris se desinfló. El surrealismo hacía rato que se había pasado de parada.
―¿En serio?
―Que va ―dijo su madre―. DE RODILLAS.
Mientras Damaris caía al suelo envuelta en un manto de helor la realidad se volvió ondulante. No se oía ni pensar ¿Podía pensar? ¿Pudo alguna vez? ¿Importaba? Meneó la cabeza a cámara lenta, buscando nada, pues nada podía encontrar. Sentía que todo a su alrededor era grande, pero lo percibía pequeño. La realidad no solía tener la consistencia del barro fresco, pero así le supo en el fondo de la lengua y en los ojos. Si la espesura entre la que navegaba su cerebro le hubiese permitido ir más allá de dicotomías sensoriales, habría notado cómo alguien la agarraba del brazo. Sin embargo, desde lo más profundo del mundo sí le llegaron las palabras de su madre.
―¿Me echabas de menos?
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ciudadazarosa · 3 years
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14 | Persona antes que policía
Mery llegó mucho más tarde de lo que le habría gustado a su piso. Tratar de explicar a Peruzzi lo que había hablado con Camas, ocultándole información, mientras le revolotea alrededor con teorías disparatadas era agotador. Al entrar en su piso se derrumbó en el puf del salón tras haberse deshecho de la chaqueta y la cartuchera. Le entraron ganas de cerrar los ojos, pero pensó que debía esperar a que Damaris volviese, así que se forzó a mantenerse despierta. Solo le quedaba una bolsa abierta de patatas fritas un poco pasadas y un par de cervezas, así que no tuvo que pensar mucho en la cena. Volvió a desplomarse en el puf tras coger las viandas y buscó algo interesante que ver en la televisión para mantenerse despierta.
Casi seis horas después se despertó para encontrarse una cerveza caliente a mitad, migajas en su ropa y una persona en la televisión tratando de venderle un colchón feo como un dolor. Tras dos o tres minutos que parecieron horas en los que trató de recuperar la sensación de pertenencia a la realidad y la sensibilidad en las piernas fue hasta su cuarto, maltrecha pero decidida a echarle la bronca a Damaris por no despertarla. No había nadie a quien abroncar. Miró la cama vacía, aún deshecha de la noche anterior. Cogió el móvil y llamó a Damaris. Sonó en el salón.
No eran ni las seis de la mañana, pero decidió volver a la comisaría, incapaz de dormir y de dejar de pensar en Damaris. El turno de noche aún no se había ido cuando ella llegó y la miraron confundidos, pero sin preguntar; hablar de más significaba la posibilidad de irse más tarde a casa. De noche siempre sucedían cosas extrañas y sobrenaturales en la ciudad, menos que por el día, pero más impresionantes. El turno acababa agotado a pesar de ser personal cualificado para enfrentarse a tales eventualidades. Los del turno de día los llamaban “gente rara”.
Mery le dio un trago largo a una café tan grande y con tanta azúcar como para que la acusaran de consumo de estupefacientes y lanzó un suspiro cansado. Damaris no había aparecido por su piso la noche anterior tras ir a ver a sus padres. No quiso darle más importancia de la debida; puede que se hubiese quedado a pasar la noche en su casa. Diez años son muchos años y unos padres, al fin y al cabo, siempre son unos padres. O puede que hubiese salido mal y que Damaris se hubiese lanzado a una vorágine de fiesta, alcohol y sabe nadie qué más con tal de olvidar el mal trago. La segunda opción le pareció más coherente que la primera, pero la sola posibilidad de que su amiga volviese a las andadas le revolvió el estómago. No tenía tiempo ahora para eso, ya trataría de ponerse en contacto con ella más tarde, a una hora a la que estuviese despierta. O, al menos, sobria. Mery usó toda su concentración en volver al caso. Quizás la privación de sueño le daría alguna idea, quiso consolarse. Se puso manos a la obra con lo que tenía.
No había sacado nada en claro de Emile. No parecía sospechoso al principio, pero se lo parecía ahora. La intuición policial de Mery le decía que ese hombre callaba cosas. Puede que por un miedo natural a males mayores de los que le podía suponer hablar con la policía, pensó. Había tenido algún roce con la Doña, antigua jefa de Damaris y cabeza de una organización criminal de la cual no se podía demostrar nada ilegal, ya fuese porque tapaban muy bien sus fechorías o porque tenían amigos poderosos. Mery siempre pensó que había una interesante mezcla de ambos, pero eso no le interesaba ahora. Emile tenía miedo de la organización de la Doña. Un criminal era un criminal, al fin y al cabo. Puede que sus principales actividades fuesen los robos con y sin violencia y el mercado negro de, en fin, todo, pero que se dedicasen también a tareas como el asesinato no era descartable. No para Mery. Tenía que enterarse de primera mano. Quizás fuese el disparatado tamaño del café quien estaba pensando por ella y no su frío cerebro policial, pero no le importó. Podría haber buscado la antigua tienda del tal Melchor Mundstock, supuesto creador del hechizo que había matado al nómor, pero lo desestimó porque investigar un lugar que llevaba cerrado cincuenta años era una pista más que fría. Y, sin embargo, el hechizo existía, por lo que tenía que haber salido de alguna parte. Quizás del contrabando. Nada de seguir vías fútiles. Iba a salir a hacer preguntas incómodas y obtener respuestas que no la llevasen a ningún sitio. Iba a equivocarse todo lo posible hasta que lo único que quedase por descubrir fuese el acierto. Iba a ir a ver a la Doña para preguntarle a la cara.
A media mañana, Mery se había presentado delante de la oficina de la organización de la Doña, un entresuelo en una nave industrial de la periferia sur de la ciudad, una zona modesta donde no abundaban los negocios más grandes que algunos supermercados y tiendas de conveniencia. Había sido, para su sorpresa, bastante fácil de encontrar. Las actividades que mantenía la organización debían estar amparadas por un paraguas legal, pero, ¿cómo se registra un ladrón cuando se da de alta de autónomo? Al parecer, como cualquier otro autónomo. Si uno no delinque no tiene de qué preocuparse, pero Mery sabía que la organización lo hacía, así que en vez de buscar en interminables registros de empresas constituidas en la ciudad buscó en los archivos de la policía. Algunos casos sobreseídos, denuncias no admitidas a trámite y similares saltaron en su búsqueda y, en todos, el nombre de la empresa, un nombre demasiado largo y anodino: Servicios Integrales Sociales Anónimos Registrados.
Allí estaba Mery, en la acera frente al SISAR, negando con la cabeza. Iba a cruzar para entrar cuando alguien la frenó de hacerlo. Dos figuras salieron en ese momento del edificio y se subieron en un coche negro de cristales oscuros junto al que esperaba una figura tenebrosa y estirada, pero con un traje impecable. Mientras el coche se alejaba de allí y lo seguía con la mirada, Mery dio las gracias por recibir más material del que esperaba poseer contra la Doña y, sobre todo, por no haberse cruzado con los padres de Damaris.
―¿Que quiere qué?
―Matar.
Mery, sentada en una sencilla silla frente a la mesa del despacho de la Doña, la miraba con una sonrisa que, a pesar de estar ensayada, parecía muy real. A ver qué tal se le daba la interpretación.
―Es decir, matar es una palabra muy fuerte, pero bueno, usted ya me entiende.
―Creo que no ―le dijo la Doña, muy despacio.
―Sí, a ver ―dijo Mery―. No tiene que preocuparse, sé que aquí hacen ciertas cosas un poco... ―hizo un molinete con la mano― pero por eso he venido. Me han recomendado directamente a ustedes, me dijeron que aquí hacían esas cosas.
―Señorita ―respondió la Doña con más paciencia de la que había tenido nunca―, creo que está usted muy confundida respecto a lo que hacemos aquí.
La Doña señaló el despacho en general, abarrotado de archivadores metálicos y sin un solo dispositivo electrónico a la vista. Vultuk, cruzada de brazos, guardaba la puerta cerrada, mirando con desdén a la inspectora de incógnito.
―Aaaah, ya entiendo, está jugando al despiste. Claro, a ver si me canso y me voy. No, no, verá, mi contacto me ha dicho que puedo encargarles esto. No es por capricho, ¿eh? No quiero ir por ahí matando gente porque sí, ja, ja, ja.
Nadie más se rio.
―Verá, tengo una amiga en el Barrio de Piedra, ya sabe, donde los enanos y tal. Yo no vivo allí, pero vivo justo al lado, así que voy mucho, esa gente hace una cerveza excelente ―trató Mery de tirar de tópicos―. Ja, ja, perdón, me estoy liando. El caso es que esta amiga tiene una tiendecita en el barrio y me dijo que les pidiese el favor. Bueno, no el favor, ya sabe, le pagaría lo que se acordase, claro.
―Así que una amiga del Barrio de Piedra ―le dijo la Doña.
―Eso es. ¿Y por qué no ha venido directamente ella? Verá, es que tiene miedo. Le da miedo que el tío del que quiere deshacerse se entere de que ha venido a pedirle ayuda. Es una situación un tanto peliaguda, si usted me entiende.
―Sinceramente, aún no sé nada de la supuesta situación.
La Doña se recostó en el respaldo de su silla con cara de no creerse ni una sola palabra de lo que Mery estaba diciendo, pero eso a ella no le importaba demasiado.
―¡Claro, porque no se la he contado! ―respondió Mery haciendo aspavientos exagerados. Cuanto más lejos de lo que debería parecer una inspectora de policía, mejor. Pensó en Elena―. Verá, este hombre, creo que es un hombre y no un enano en el sentido estricto, en fin, un humano, ya me entiende, pues resulta que va a su tienda a pedirle comida. Hasta ahí bien, en las tiendas que venden comida se hace eso, pero el hombre la quiere a cambio de nada y está poniéndose violento y, ya sabe, mi amiga está comenzando a temer por su integridad.
―¿Puede decirme cómo se llama su amiga?
―Oh, no sé si puedo hacer eso, ella insistió en que conservara su anonimato por el momento.
―Ya. Supongo que tampoco puede decirme cómo se llama ese hombre.
―Me gustaría, eso haría las cosas más fáciles, ¿verdad? ―Mery estaba pensando en Emile―. Pero he podido verlo. Es un hombre desarrapado, de mediana edad, moreno de piel. Mi amiga me dijo que vivía en el barrio a pesar de que no es un enano.
La Doña, de forma apenas perceptible, entrecerró los ojos al reconocer la descripción del hombre. Mery se alegró en su fuero interno al darse cuenta del gesto.
―Así que ese hombre está causando problemas a tu amiga y esta se siente amenazada.
―Eso es.
―Y quiere que vayamos allí y... le convenzamos de algo ―dijo la Doña en cursiva.
―Usted ya me entiende ―respondió Mery tocándose una aleta de la nariz con el índice.
―Sí, lo entiendo.
La Doña hizo un ligero gesto con la cabeza. Mery, de espaldas a Vultuk, oyó cómo esta se desplazaba hasta ponerse delante de la puerta.
―Verá, señorita, voy a ser lo más cortés posible por si mis palabras pudiesen llegar a salir de esta habitación de alguna manera.
Mery enarcó una ceja. Se estaba dando cuenta.
―Nuestra organización se basa exclusivamente en la ayuda social a sectores desfavorecidos de la población. Entiendo que su amiga puede haberle pedido ciertas cosas, pero, desgraciadamente, están fuera de nuestro alcance. Primero, porque no hacemos tales cosas y, segundo, porque son absolutamente ilegales y las repudiamos.
―Oh, vaya. ¿Y no hay nada que puedan hacer con ese hombre? Si ya ha dado problemas seguro que han oído hablar de él.
Mery estaba tentando a la suerte, pero tenía que intentarlo.
―Aunque así fuera, tenemos nuestros propios protocolos de actuación para ciertas eventualidades. Si descubrimos que alguien está interfiriendo en el correcto funcionamiento de nuestras actividades, se lo haríamos saber a las autoridades competentes.
Por supuesto, a Mery aquella respuesta le sonó a “sí” pero con más pasos.
―Claro, es lógico.
Decidió tensar la cuerda un poco más.
―Pero verá, es que esta amiga estaba muy segura de que podrían hacer algo, ¿sabe? Me dijo que ya lo habían hecho otras veces.
La Doña parecía seria. Mery oyó cómo unos puños se crujían a su espalda.
―Tengo trabajo que hacer, si no le importa. ―La Doña le señaló la puerta.
―¿Y si le digo que la amiga soy yo? ¿Que sé lo que ha hecho?
Esa suerte no iba a ser tentada de ninguna manera.
―No se lo repetiré ―le espetó la Doña, mirando a Vultuk, que se acercó proyectando una ominosa sombra.
Hubo un tenso silencio en el que Mery contempló todas las opciones. Llevaba su arma en la cartuchera bajo la chaqueta. Se dejó caer sobre el respaldo de la silla, cambiándole la expresión.
―Bueno, no se pongan nerviosas.
Se echó la mano al interior de la chaqueta. La Doña se tensó. Vultuk le echó las manos a los hombros.
Mery sacó la placa. Como por arte de magia, Vultuk la soltó. La Doña la miraba con ira.
―Soy Mery Page, inspectora de policía. Les pido disculpas a ambas por el teatrillo. Tenía que intentarlo, ya me entienden. ―Al ver que la broma topó con un público difícil decidió ir en serio―. Vamos al meollo y esto no llevará más tiempo de lo debido.
Mery se puso de pie echando una rápida mirada a Vultuk, que se echó un paso hacia atrás sin dejar de mirarla como si hubiese matado a su madre.
―¿Puede decirme qué negocios le atan con las personas que han salido justo antes de que yo llegase?
―Transacciones comerciales ―respondió la Doña.
―Por supuesto. ¿Podría decirme de qué tipo?
―De tipo comercial.
―Ya. O sea, que ellos quieren pagarles a ustedes para ofrecerles algún tipo de servicio, digamos, que solo ustedes pueden proporcionales.
―Podría ser.
―Claro.
Mery sabía que no iba a ninguna parte con aquello.
―Es curioso que hagan tratos comerciales con los padres de antiguas empleadas, ¿no le parece?
La Doña la miró algo confundida. Había pinchado en hueso.
―¿Qué puede decirme de los Supay, doña...?
―Doña, a secas.
―Claro, cómo no. ¿Y bien?
―¿Y bien, qué?
―Le he hecho una pregunta, doña... perdón, Doña, a secas ―dijo con una sonrisita Mery.
―No había visto en mi vida a esas personas hasta el día de hoy ―respondió seca la Doña.
―Permítame que lo dude. Primero, porque son dos de las personas más poderosas de la ciudad. Tiene usted aspecto de enana ―le dijo con desdén, tratando de enfadarla. La gente enfadada cometía errores―, pero dudo que viva en una cueva. Y segundo, es muy raro que hable con los padres de alguien a quien acaba de despedir, ¿no cree?
―¿Por qué iba a serlo? Pueden unirnos negocios que nada tendrían que ver con mi antigua empleada.
Había encontrado un deshilachado, pero si tiraba demasiado fuerte rompería el hilo. Debía tener cuidado. Trato de no pensar en Damaris y en que seguía desaparecida.
―Qué casual que casualmente ocurren tantas casualidades. Verá, soy una mujer aplicada y he hecho los deberes antes de venir. Sé que su antigua empleada robó algo que le pertenecía. No creo que esa pareja haya venido a disculparse porque su niña se haya portado mal y hayan prometido darle unos azotes. Este sitio no tiene pinta de llamar a los padres como si fuese un colegio.
―¿Quiere llegar a alguna parte, señorita?
―Para usted, inspectora ―le respondió, seria―. Lo que sé es que esos dos, esos padres de su exempleada son absurdamente ricos, tanto que dudo muchísimo que recurran a un sitio de mala muerte como este para... lo que sea. ―Vio cómo la Doña arrugaba el gesto―. Seamos sinceros, a esa gente lo que usted haga o deje de hacer le importa una mierda. Aquí no manejan cantidades de dinero como para que a ellos les importe, no se relaciona con parias del tres al cuarto.
Mery seguía dejando caer cargas de profundidad y parecían funcionar.
―Si han venido aquí ha sido por algo que solo podían conseguir aquí. Porque quieren hacer negocios turbios, porque quieren algo que solo usted puede proporcionarles. ¿Qué puede tener una especie de ONG con ínfulas que quieran ellos? ―dijo señalando con disgusto la habitación.
La Doña se limitó a apretar los labios y respirar fuerte.
―Lo único que puede querer la gente absurdamente rica de alguien como usted es callar bocas y tapar escándalos. Quieren a su antigua empleada a la sombra.
Vio a la Doña, parecía descolocada. Mery la tenía donde quería.
―¿Por qué iban a querer a Damaris muerta? ―dijo la Doña.
―¿Qué?
―Son sus padres, ¿por qué iban a querer matarla?
―Pero yo no he dicho que...
―¡Qué atrocidad! ―se escandalizó la Doña.
―Señora, cálmese.
―Pero es que no te das cuenta de la barbaridad que has dicho ―se empeñó.
―He dicho a la sombra. A la sombra, no muerta.
―Pues eso.
―¿Qué?
―¡Que es lo mismo!
―¡No lo es! Estar a la sombra es encarcelada o presa o... pero no muerta.
―¿Qué? ¿Tú lo habías oído alguna vez, Vultuk?
―Eh... ―dudó la orca―. Sí, eh, a la sombra, en la cárcel.
―No me digas... ―se extrañó la Doña, mirando a Vultuk con enfado al ver que le llevaba la contraria.
―Puede ser un tema de... ¿diferencias culturales? Quizás de donde es usted se dice así ―quiso aclarar Mery.
―Oh, podría ser. ―La pequeña mujer se llevó una mano a la barbilla―. Es una frase hecha de los enanos para referirse a alguien fallecido. Vivían bajo tierra en lugares donde apenas daba el sol, así que al enterrar a sus muertos lo hacían dentro de las cuevas. A alguien debió parecerle gracioso y el dicho se extendió.
Mery miró a la Doña, comprendiendo. Aquella confusión fortuita le había dado cierta pista de parte de los orígenes de la mujer, aunque no estaba segura de que fuese por completo de ascendencia enana. Tuvo que esforzarse para salir de aquel momento efímero de aprendizaje interracial.
―Ahora que hemos aclarado el malentendido, respóndame: ¿qué tratan de hacer con Damaris?
―¿Con Damaris? ¿Qué iban a querer hacer?
―Ha trabajado durante mucho tiempo para una organización tan sospechosa como la suya, señora. Eso a una familia con la influencia de los Supay no les gustará. Y déjeme decirle que usted no tiene aspecto de dar finiquitos en forma de dinero.
―Y por eso querrían... ¿que fuera a la cárcel?
―¿Qué es lo que le confunde tanto?
―¿Para qué? O les sirve o no les sirve. Una familia como esa deja cadáveres, no gente en un agujero que aún puede hablar. La mayoría de los cadáveres no hablan.
Mery la miró extrañada. Tenía cierta razón. Quería pensar como una policía, pero esa mujer podía hacerlo como una delincuente y en eso le llevaba ventaja. Podía imaginar escenarios donde los padres de Damaris tenían unas intenciones mucho peores de las que ella había imaginado. De repente, la desaparición de su amiga le pareció mucho, mucho más grave.
―Y, por mi parte, no tengo nada contra ella. Nunca he querido... mandarla a la sombra, como dicen los enanos ―continuó la Doña―. Estuvo en mi despacho, sola frente a mí y Vultuk, igual que ahora lo está usted.
Eso tensó a la inspectora. Creyó escuchar un tono de amenaza.
―Mire, inspectora Page; no sé qué andará investigando, pero si alguien quiere joder a Damaris, cosa que por otra parte no me extrañaría ―Vultuk gruñó― no se tomaría tantas molestias.
En eso estaba de acuerdo. Mery, pensativa, no apartaba la vista de la Doña. No parecía tener nada que ocultar, al menos nada que le interesase saber. Por otra parte, quizás se había enfrascado demasiado en que el móvil de todo aquello era una supuesta represalia o una acción de contención contra Damaris. Bajó la vista, suspirando. Quizás Damaris era la verdadera culpable. Era una hipótesis que no había descartado aún. O podía no ser nada de aquello. Podía ser que Damaris fuese una cabeza de turco. Volvió a mirar a la Doña, decidida.
―Todo no quita que Damaris le robó a usted algo.
―Y lo devolvió, como estoy segura que sabe, inspectora. Ya se lo he dicho, estuvo aquí y no sufrió más daño del necesario.
―Lo sé. No pensaba seguir por ahí ahora mismo. Estaba pensando en el hombre que estaba molestando a mi amiga en el Barrio de Piedra.
Al igual que antes le había parecido un teatrillo de una calidad lamentable, ahora la Doña atendía. Mery quiso aprovechar eso. Había una pieza que no había entrado aún en juego en todo esto. En concreto, una caja.
―Lo que le he dicho antes no era mentira del todo, sino más bien una verdad basada en otra. Ese hombre se llama Emile, se oculta en el Barrio de Piedra y le vendió a usted información, me temo que referente a los Supay. No trate de negarlo, he hablado directamente con Emile y ver salir a los Supay de aquí me lo ha terminado de confirmar. ―No es que Emile le hubiese dicho nada relevante, pero decidió ir con el pequeño farol. Información era lo único que el pobre hombre podía ofrecer. Tampoco había que ser muy listo para darse cuenta de que no podía ser casualidad.
―Dígame a dónde quiere ir a parar y le diré si va por buen camino.
―¿Ahora quiere ayudarme?
―No, por favor. ―Se río la Doña―. Pero no creo que Damaris se merezca algo que, para que lo esté investigando usted, debe ser gordo. No se confunda, a esa criaja le vendría bien que le cruzaran la cara de vez en cuando, pero nada más.
Mery dudó un momento, pero quería creer que las palabras eran sinceras.
―Bien. Creo que Emile le dio una información que tenía que ver con los Supay y lo que robó Damaris y luego devolvió. Sea lo que sea, está en el centro de esto.
La Doña sonrió, relajada. Tenía las tablas suficientes en la vida como para saber cuándo estaba a salvo.
―Parece que Emile sabe más de lo que nos cuenta, ¿verdad?
La inspectora le dio la razón con un alzamiento de cejas, casi cómplice. Aún había algo importante que la Doña no sabía. Mery se arriesgó.
―Emile es el tío de Damaris. Hermano de su padre.
La Doña abrió los ojos, ceñuda. Soltó un bufido.
―Ese hijo de... con razón sabía cosas sobre los Supay. Tendría que haberlo visto venir.
―No me lo diga: le dijo cómo robar lo que fuese que tratan de recuperar ahora.
―Me dijo cómo obtenerlo ―corrigió.
―Use el eufemismo que quiera, ya me va bien así. Le dio la información para dar un golpe...
―Para realizar una transacción.
―...y usted le pagaría por ella tras completar el chantaje...
―La puesta en circulación del producto.
Mery recapituló un momento. Emile vendió información para que la Doña robase algo a los Supay, que pensaba revendérselo, aunque con el escollo de que, a su vez, lo robó Damaris y lo devolvió después. La teoría de la cabeza de turco comenzaba a encajarle a la inspectora. Además, la Doña tenía razón: Emile no se lo había contado todo y, al parecer, no lo hacía con nadie. Y en medio de todo, Damaris, que había robado algo que pertenecía a sus padres.
―Dígame, Doña. ¿qué producto es ese?
―No se lo podría decir aunque quisiera ―respondió sin un solo asomo de desafío―. No sé lo que contiene, está sellada. Pero seguro que usted lo ha visto, ¿verdad? Una caja roja, imposible de abrir. Podría ser una caja o podría no serlo, quién sabe. A mí me importa poco, lo que me importa es lo que vale.
Mery lo dio por bueno. Después de todo, no parecía que tuviese que mentirle en aquello, sobre todo cuando le había demostrado, y la Doña se había dado más que cuenta, que su investigación no iba contra ella, ni siquiera contra los Supay. Iba a favor de Damaris. Estaba buscando cómo exculparla. Ni siquiera exigió ver la caja.
―Creo que lo mejor sería preguntarle a ese hombre que tanto calla ―quiso ayudar la Doña.
―Puede ser ―respondió Mery sin mirarla por no querer darle la razón.
Se levantó despacio, dispuesta para irse. La Doña le tendió la mano. Dudo un momento, pero lo entendió como un gesto de cordialidad. Casi, parecía, estaban en el mismo barco.
―Suerte con Damaris, inspectora ―dijo la Doña―. Espero no volver a verla.
―El sentimiento es mutuo.
Ya estaba saliendo por la puerta cuando una voz profunda que la llamaba hizo que Mery se detuviese. Al darse la vuelta se encontró a la enorme Vultuk. Parecía no querer mirarla, como con vergüenza.
―Ten. Por si acaso.
Vultuk le tendió una tarjeta de visita de color blanco hueso con letras negras elegantes. En ella, solo un número de teléfono.
―Solo si es estrictamente necesario, y solo si no es para ayudar a la policía.
La orca le dijo eso mirándola a los ojos, seria. Mery lo entendió. Asintió, dando las gracias. Vultuk volvió a entrar en el edificio mientras la inspectora se quedó allí de pie, mirando la tarjeta en su mano. Comenzaba a tener una ligera idea de que, si Damaris no había aparecido por propia voluntad, sabía dónde podría estar. Y la policía no podría hacer nada por ayudarla. Nadie la escucharía si pedía un registro a la mansión de los Supay. Guardó la tarjeta en el bolsillo interior de la chaqueta y volvió a la comisaría.
Había una idea que comenzaba a aclararse. Como buena policía no debía saltar a conclusiones precipitadas, pero el universo se empeñaba en lanzarle camas elásticas. Los Supay estaban envueltos de alguna manera y que Damaris hubiese desaparecido estaba dejando de ser una casualidad. Si consiguiese alguna prueba que los incriminara... pero nada de eso valía para nada si Damaris no estaba a salvo. La investigación, si no lo estaba ya, pasaba a un segundo plano si la persona que quería defender corría peligro. Si le llegase a pasar algo no tendría sentido nada de lo que estaban haciendo. No podía quedarse de brazos cruzados ante ese pensamiento. Tenía que encontrarla, a pesar del terror que le provocaba pensar en qué situación podría llegar a estar.
Cuando salió del ascensor en su planta de la comisaría no encontró el habitual ruido de fondo. Algo pasaba. Había murmullos y gente de aquí para allá y el soniquete de viejos teclados y teléfonos y papeles, pero también tensión. Y Peruzzi, llamándola desde su mesa. La miró durante un par de segundos como si no la conociese y fue hacia ella.
Vio con horror que había dejado el ordenador encendido con todos los archivos del caso accesibles. Entre ellos, la foto de la supuesta Damaris.
―¿Dónde estabas? ―la taladró Elena―. Han llamado de la doce, el capitán me ha dicho que te buscase para decírtelo pero no te veía por ninguna parte y no parecía precisamente contento, no sé si sabes lo que te digo ―dijo señalando por encima de su hombro al despacho de su superior.
El intento de gesto de complicidad de Peruzzi solo logró impacientar a Mery más de lo ya empezaba a estarlo. Le hizo un ademán con la mano para que, en contra de su propia voluntad, siguiera hablando.
―Ah, sí, que han llamado de la doce, han encontrado a otro nómor muerto. Vaya un follón, ¿eh?
―¿Otro más? ―dijo Mery cansada―. Tendremos que pedirles la declaración del nómor y volver a...
―No, no, no. No me has entendido, Mery, cariño. Se lo han encontrado muerto.
Para lo mucho que Peruzzi hablaba a Mery le dio rabia que en ese momento decidiese ser críptica y eso le nubló el entendimiento, tardando en comprender. Sintió una oleada de frío por todo el cuerpo. De repente, entendió la tensión.
―Se lo han encontrado... eso quiere decir que... pero podría ser...
―No no no, ya ha acudido el forense a la escena y ha confirmado, además de que no hay rastros de arma homicida, que no era su última vida.
Mery no supo qué decir. Solo acertó a quedarse boquiabierta, tratando de controlar su acelerado corazón. Aquello ya no era casual ni por asomo. Habían estado matando nómores. Sin rastros de arma, sin móvil. Habían estado matando nómores, pero hasta ahora no habían matado a ninguno de verdad. Porque lo importante era justo lo que había tratado de aclarar con los de Camas. El arma. Miró su móvil, frenética. Damaris no había dado señales de vida.
―Además, al parecer hay una grabación de un testigo, está corriendo como la pólvora por las redes sociales, ya sabes cómo es esto ―dijo mientras buscaba algo en su teléfono―, en vez de ir a ver qué le ha pasado van y se ponen a grabar, cómo es la gente ¿eh?, aunque supongo que si no lo hubieran hecho no tendríamos las imágenes, así que deberíamos estar...
―¡Enséñamelo de una vez! ―se desesperó Mery.
―Vale, vale, no es para tanto, es que no sé muy bien cómo va esto de... ah, mira, aquí está.
Elena le mostró en su móvil cómo una joven de pelo negro y piel oscura corría hasta perderse de vista por una esquina. La cámara entonces enfocaba la dirección desde la que parecía haber partido, mostrando un nómor tirado en el suelo que no se movía.
―Un par de testigos afirman haber visto una nube de luz que decía Mundstock, se debían referir a la firma del hechicero y eso, y entonces la chica ha echado a correr, así que parece bastante claro que se trata de un ataque con magia. Además de los vídeos y las fotos, entre los que han dado su descripción parece que concuerdan: podría tratarse de una mujer, como de metro sesenta, quizás más, adolescente o joven adulta, piel oscura, pelo negro rizado...
El corazón de Mery se saltó un latido.
―...cuernos.
Se quedó pálida. Un agujero se abrió bajo sus pies. Notaba que las rodillas le flaqueaban. Ahora toda la ciudad conocía la cara que había estado tratando de ocultar. Tarde o temprano, alguien la reconocería.
―Es Damaris Supay, la hija de los Supay.
Ni siquiera se había enterado de que el capitán Eksik estaba frente a ella. Lo miró tratando de tragarse el mareo.
―La fiché antes de que empezases a trabajar con nosotros, Page ―continuó el capitán, mirando la pantalla de su móvil el vídeo pausado―. Alboroto, hurto menor, nada serio. Hasta ahora no tenías pruebas que pudiesen indicar que era ella, ¿cierto?
Mery casi se atragantó al tragar saliva. Si es que hubiese tenido.
―No, capitán ―dijo con voz rasposa. Tuvo que carraspear.
―Ahora es la principal sospechosa. Si es lista se estará escondiendo, pero no conocemos su entorno. Aparte de sus padres, claro, pero...
La pausa del capitán trajo de vuelta a Mery.
―Señor, iré a casa de los Supay para averiguarlo.
―Ni hablar.
La respuesta fue tan categórica que incluso Elena, que no solía estar muy atenta a nada, se descolocó.
―Pero señor, usted mismo lo ha dicho ―trató de convencerle como pudo. No es que pudiese decirle que sabía que estaría allí―. Es su único entorno conocido y...
―No, Page. No podemos tratar directamente con ellos. ―La miró un par de segundo en silencio, serio, apretando los labios―. Es una orden.
Sin más, Eksik se dio la vuelta y enfiló su despacho, cerrando al entrar. Mery se quedó allí plantada con una mezcla de indignación, miedo y enfado. No entendía nada. Confiaba en su jefe, pero siempre tenía un motivo para hacerlo. ¿Por qué no iba a poder hablar la policía con los Supay? ¿Por qué el capitán no daba más explicación?
Sabía algo, tenía que ser así. Y no quería que se escarbara en ello más de lo debido. Pero Mery no pensaba consentirlo. No mientras Damaris estuviese en el ojo de huracán. Tendría que haber pensado cuál era la línea que seguía Eksik para darle esa orden, qué interés podía haber oculto, qué tenían que ver los Supay en ello. Tendría que haberlo hecho como buena policía que era. Seguir órdenes. Pero prefirió ser una persona. Corrió escaleras abajo hasta el aparcamiento, arrancó su motocicleta y condujo tan rápido como pudo con el único objetivo de salvar a la persona que más le importaba.
Debió ser una de las pocas veces que Peruzzi quedó sin espacio para replicar cuando Mery salió a todo correr. Dejándose, de nuevo, su ordenador encendido.
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ciudadazarosa · 3 years
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15 | Piensa en lo que has hecho
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Las ventajas de anestesiar con magia eran que el despertar del sujeto es más rápido y lúcido, pasarse con la dosis no entraña riesgo de matar al paciente ―sino de dormirlo más tiempo―. y que no se necesitaba a un especialista titulado que supiese qué estaba haciendo para administrar el pasaje al limbo. Cualquier manirroto con acceso a magia podía hacerlo. Claro que la madre de Damaris no era una manirrota. La mestiza despertó como si la hubiesen dormido lanzándole el mismo suelo a la cabeza.
Quizás fuera al contrario y su cabeza se encontró con el suelo. Le daba razón de ser al chichón justo encima de su oreja izquierda. Fue lo primero en que reparó al recuperar la consciencia. Eso quizás podría importarle más tarde; solo quería saber dónde demonios estaba y por qué le resultaba familiar.
El lugar era frío y húmedo. Al respirar, notaba un aire antiguo, estancado, con más matices de los deseables. Al apoyar las manos en el suelo para tratar de incorporarse reparó en que el firme debía ser de piedra lisa, pero no podía verlo y casi sí sentirlo bajo la espesa capa de polvo y tierra. Debía llevar un buen rato allí. Se notaba entumecida por el helor, casi sobrenatural. Miró alrededor con cuidado, no de lo que se pudiese encontrar sino porque temía que el dolor de cabeza decidiese intensificarse. Apenas había iluminación, eléctrica, aunque tenue. Tardó un momento aún en que los ojos se le acostumbrasen y, cuando lo hicieron, se levantó para investigar. No tenía muchos lugares a donde ir; la habían dejado en una pequeña sala de apenas un par de metros de lado junto a lo que parecía un gran recipiente de piedra del tamaño de una bañera y, al salir de la sala, se encontró en un pasillo angosto desde el que podía distinguir que había varias entradas a salas similares, en las que vio cuerpos, o lo que parecían cuerpos, tirados en el suelo de cualquier forma. Cuerpos sin rostros, desgastados, como maniquíes demasiado usados. Retrocedió, alertada. De vuelta en el pasillo observó algunos huecos en la pared que, aunque no muy grandes, eran profundos, al menos de un par de metros. A aquel lugar apenas se le daba uso y parecía muy, muy antiguo. La ausencia absoluta de limpieza y los huesos apilados formando paredes enteras le dieron esa pista. Recorrió el pasillo, buscando una salida. Este acababa en una especie de recibidor donde la luz moría y no le dejaba ver más allá, aunque quiso distinguir algo parecido a una puerta. Maldijo para sí misma, caminando de vuelta por el pasillo, sin rumbo. Un lugar frío y húmedo. Nichos en las paredes. Salas con sarcófagos. Huesos allá dónde se pusiese la vista. El lugar le resultaba familiar. Y se dio cuenta.
―Mierda ―dijo entre dientes―. Me han traído al sótano.
Aún no era capaz de pensar con claridad y el dolor de cabeza le afectaba a la movilidad, así que se echó a regañadientes sobre la fría losa de uno de los sarcófagos y se encogió para conservar algo de calor. No llegó a saber cuánto tiempo había pasado cuando volvió a despertar. Las siestas confirman la teoría de la relatividad del tiempo; podrían haber pasado diez minutos como dos horas. Lo que sí era una seguridad absoluta era que su madre estaba allí. Plantada, de brazos cruzados.
Damaris se incorporó despacio, sin quitarle ojo, y se enderezó. Madre e hija se miraban suspicaces. La hija tomo aire, despacio, armando de seguridad las palabras en su cabeza antes de pronunciarlas. Cuando abría la boca, la madre la interrumpió con una sonora carcajada. No era una carcajada maligna, ni mucho menos forzada. Era real, sincera y, si Damaris no hubiera estado secuestrada en unas catacumbas, le habría resultado contagiosa. Josefina consiguió calmarse mientras se quitaba una lágrima antes de que le cayese por la mejilla.
―Perdona, es que... ―dijo aún entre pequeños ataques de risa― es por la tensión acumulada, ¿sabes?
Miró a Damaris y al ver la aterrada confusión que le cruzaba el rostro se echó a reír de nuevo, doblándose por la cintura mientras se agarraba la tripa en un gesto de dolor. Se puso recta y respiró, luchando contra la sonrisa que luchaba por tensársele en los labios.
―¿Qué te estaba diciendo...? Ah, sí, la tensión. Es que, verás, podrías haber sido lo que quería que fueses, una niña buena que hace caso en todo a sus padres y continúa su legado, bla bla bla, ya sabes. Pero no, tuviste que salir con voluntad propia. Ah, qué faena fue aquello. No te voy a engañar, tantos años manteniendo una fachada de seriedad y estoicismo me costaron lo mío, pero supongo que gracias a eso mantuve la piel del rostro tersa como una ballesta cargada. Los jóvenes ya no usáis ballestas, ¿verdad? ¿Ya no están de moda? En mis tiempos eran lo más, te lo aseguro.
Damaris miró con cuidado a su alrededor tratando de adivinar si las paredes en realidad estaban hechas de cartón piedra. Su madre casi se echa a reír de nuevo cuando lo notó.
―Sí, lo sé, todo esto debe ser rarísimo para ti. Pero, ¡a quién se le ocurre volver! ¿Cuánto tiempo después? Bah, no me importa. Oh, y en realidad no sé a qué has venido. No te voy a mentir, querida, no podría importarme menos, pero por favor, me encantaría saberlo. Pero sin gritar, ¿eh? A ver si vas a tener que echarte otra siestecita.
―Yo, eh...
―Tómate tu tiempo, chica, debes tener la mitad del cerebro hecha puré. Espero que no te haya afectado demasiado a la zona del habla.
―Ah uh.
―Ahora hablo en serio, no tengo todo el día.
Damaris sintió de pronto cómo la sala se hacía más pequeña, más oscura, más húmeda, el aire más denso y ella más pesada y torpe.
―Yo... vosotros... queríais verme.
―¿Qué?
―Queríais verme. Habéis estado haciendo... tratabais de encontrarme.
―Creo que el golpe que te has llevado antes no ha terminado de amortiguarlo la alfombra.
―Queríais llamar mi atención de algún modo y por eso...
―Al menos no has sangrado, esa alfombra es carísima.
―¡Estáis matando nómores! ¡Yo estoy matando nómores! ¡Pero no soy yo, vosotros lo estáis haciendo parecer así!
Josefina se convirtió en piedra. Fría, seria. Y se echó a reír de nuevo. Damaris gruñó de rabia y se agarró la melena de pura ansiedad.
―No sé si se nota, pero esto está siendo divertido ―dijo la demonio recomponiéndose―. ¿Para qué íbamos a tratar de encontrarte? Es decir, te fuiste, me diste a la espalda a mí y a nuestro legado, a tu futuro. No tienes nada que queramos recuperar de ti, no podrías interesarme menos. Además, ¿matando nómores? ¿No crees que es un poco rebuscado?
Damaris se sintió imbécil. Dicho así, parecía un absoluto despropósito. Apartó la mirada, avergonzada.
―Aunque, ya que estás aquí, me lo tomaré como una especie de obsequio. No por ti como persona, claro.
―Espera, ¿vas a retenerme aquí? ¿A secuestrarme?
―¿Secuestrarte? Pero si estás en tu casa. Literalmente. Además, secuestrar es una palabra muy fea ―dijo la mujer agitando la mano para restarle importancia―. Llámalo “estancia forzosa”, imagina que tus pobres padres están muy enfermos y tienes que cuidarnos, así que vienes a pasar una temporada. Claro que no estamos enfermos, la verdad, estoy tan sana que asusta.
―Si no me querías antes, ¿qué ha cambiado? ¿Para qué te hago falta?
―Pues es una cuestión de... ah, no, no te lo voy a decir. Solo por si acaso. Es decir, me muero de ganas de hacerlo solo para ver qué cara pones, pero no puedo arriesgarme.
Josefina miró a Damaris, divirtiéndose con la situación. La joven no sabía qué hacer en aquel momento, a merced de su madre. Sintió una gran desesperación y el ovillo recurrente que de vez en cuando le brotaba en la boca del estómago volvió grande, oscuro y asfixiante.
―Quiero pedirte una cosa ―dijo sin reconocer su propia voz.
―Aquí no hay baño, así que tendrás que arreglártelas.
―Ayudad al tío Emile. No se merece la vida que lleva.
La demonio no pareció sorprenderse al oír aquel nombre.
―Así que has dado con él. Debió ser precioso.
―No te creas.
―¿Te contó por qué lo echamos de la familia, de las empresas, a la calle en la más absoluta de las miserias? ¿Te contó lo que hizo?
El tono que usó Josefina no necesitó de su poder para intimidar. Damaris tuvo un escalofrío.
―Nada. No hizo nada.
Damaris la miró sin entender, pero más asustada aún.
―Era un tanto contrario a mi manera de ver las cosas para con nuestra familia y nuestro capital. Moral, lo llamaba él. Un empresario sin redaños, dónde se ha visto eso. No lo quería estorbando, pero tu padre me convenció para que solo borrásemos todo lo que tenía a su nombre y le diésemos la patada. Me pareció blando, pero no tuve que hacer nada. Y mira por dónde, a la postre ha sido útil.
Damaris no quería ni mirarla. Solo quería que se fuera para dejarla llorar en soledad.
―Pero déjame adivinar, fue él quien te metió la idea en la cabeza de venir aquí. He acertado, ¿eh? Je. Así que está así de desesperado. Bueno. Alguna forma encontraremos de ayudarle.
Se dio la vuelta y enfiló el camino a la entrada. Damaris fue a seguirla en un estúpido intento de pedirle que no le hiciese daño, sacando fuerzas de sus temblorosas piernas, pero apenas había conseguido llegar a la salida de la sala cuando su madre se giró hacía ella.
―QUÉDATE.
Una punzada de dolor le cruzó la cabeza de un oído a otro, haciendo que perdiese el equilibrio, cayendo de rodillas mientras se apretaba las sienes con las manos. El dolor remitió, pero no se atrevió a moverse. Solo pudo ver que la sombra de su madre se acercaba a ella y se encogió.
―Solo para que lo tengas presente: no podrás salir de aquí a menos que yo quiera que salgas. Ni se te ocurra tratar de hacer alguna tontería. No estás aquí por casualidad.
Damaris lo entendió. Los demonios pueden ejercer sus poderes en cualquier momento y lugar, pero se intensifican en lugares relacionados con la muerte. Las catacumbas de la ciudad eran el lugar ideal sobre el que vivir para un demonio y usarlas como su sótano personal, casi coherente. Mientras se quedaba dentro de la sala, encogida, aún con un punzante dolor en los oídos y el olor de la tierra húmeda en el fondo de su nariz, Josefina se alejó en pos de la salida que ahora podía vislumbrar en una gruesa puerta metálica.
―Tú no... ―balbuceó con esfuerzo Damaris― eras así. Eras... fría.
La demonio se detuvo. Hizo un gesto con una mano, como si se alegrase de que le hubiese venido a la mente algo que había olvidado. Se dio la vuelta de nuevo hacia Damaris, que yacía de rodillas con la vista nublada.
Josefina sacó de un bolsillo una cajita envuelta en papel de regalo y la dejó en el suelo, delante de la cara de Damaris.
―Si hubiese sabido que ibas a ser una decepción, no me habría esforzado tanto en ser una zorra absoluta con tal de moldearte.
Josefina se dio la vuelta de nuevo y salió de las catacumbas con un ruido de cierre metálico tras ella. Damaris miró el regalo. Reconoció el papel. Apretó los dientes de pura rabia. Las lágrimas le ardían en las mejillas. Un calor sobrenatural le brotó desde lo más profundo de su ser, deseando que lo tomasen, que lo usasen. Damaris deseó hacerlo. Lo reconoció. Le había enseñado a sentirlo. A usarlo.
Nunca pudo.
Tampoco entonces.
Damaris se volvió a sumir en un incómodo sopor que no estaba ni en la vigilia ni en el sueño. Terminó volviendo a la consciencia un tiempo después, con el cuerpo frío y dolorido y la cabeza palpitando. “Un tiempo” era la unidad de medida más cercana a la exactitud que podía usarse allí abajo, donde la ausencia de ventanas y, sobre todo, de relojes, hacía imposible saber con certeza cuánto había pasado.
La había sacado del letargo un ruido que podía proceder de algún rincón de su sueño inquieto. Tras acostumbrarse a la tenue iluminación de las catacumbas dirigió su mirada a la sala donde estaba la puerta. Había aparecido una bandeja grande con la cena ―o la comida, o quizás un desayuno fuerte― delante de la puerta. Tras unos segundos en los que los engranajes de su cerebro se ponían en marcha, se maldijo porque alguien hubiese entrado en las catacumbas y no aprovechar la oportunidad de escapar. A cambio, tenía una comida de dos platos, pan, agua y postre. Eso le dejaba claro que su madre la quería cautiva con alguna razón, pero sana, o que al catering le sobraba una comida y que era ella o los mapaches de los cubos de basura. Pues la tendría sana. Se abalanzó sobre la comida sin pararse a pensar más de medio segundo mientras engullía que tal vez era un truco y su madre esperaba que se la comiese. Bueno, tarde. Lo único que le inquietó fue que allí no había nada que pudiese usarse como arma. Los cubiertos eran de cartón duro y se romperían antes de conseguir sacarle un ojo a nadie. La bandeja, en cambio, era grande, metálica, le darían una pasta por venderla a un anticuario y bastante sólida. Si conseguía emboscar a quien le trajese la comida podía sacar un molde de su cara con ella. Terminó la cena, apartó todo el contenido de la bandeja, la cogió, se colocó a un lado de la puerta y esperó.
Cuando pasó más tiempo del que le habría gustado, soltó la bandeja en su regazo, dejando escapar un suspiro de aburrimiento. Atizar a alguien era divertido, pero solo si no la hacían esperar. Con el estómago lleno y acomodada en el punto ciego de la puerta comenzó a brotarle una apacible modorra a pesar de que acababa de despertarse. Se dejó llevar, cerrando los ojos, y poco a poco la cabeza le fue cayendo hacia un hombro.
La puerta se abrió con un chirrido metálico. Agarró la bandeja con fuerza de un respingo. El guardia guion camarero puso un pie dentro. Uno grande, pesado y desnudo, seguido de unas rocosas piernas y un pétreo tronco. Dio un par de lentos pasos dentro de las catacumbas y se detuvo, buscando parsimonioso algo que debería estar allí. Damaris no pensó un plan B; se levantó y con más fe que fuerza, descargó la bandeja sobre la parte alta de la espalda del guardia, aun habiendo apuntado a la nuca. No podría haber llegado más arriba, aunque hubiese querido, y eso que tuvo que saltar. El agredido no se inmutó por el golpe, pero sí por el ruido.
―¿Qué ha sido eso? ―dijo el gólem, mirando a un lado y a otro.
―¿Qué ha sido qué?
Se oyó decir Damaris, tensándose. Se dio cuenta, tarde, de que quizás había cometido una tremenda estupidez. Agarró la bandeja con ambas manos y dio un paso muy lento hacia atrás para distanciarse del gólem, que se giró en la dirección en la que había oído la voz.
―Ah, ahí está la bandeja ―dijo señalando la improvisada arma con una mano del tamaño del pecho de Damaris.
―¿Eh? Ah, ¿esto?
―Sí. ¿Me la das? Tengo que llevarme los platos.
Damaris le miró confundida mientras el servicial gólem extendía la mano.
―Por casualidad no habrás, ehm, notado como un golpe, ¿verdad?
―¿Cómo dices?
―Un golpe, un... el ruido de antes.
―Ah, ¿ha sido un golpe? ¿Dónde?
―En... bueno, en ti.
―Ah, ¿sí? Vaya. Supongo que debería haberlo notado. La gente notáis los golpes. Algunos incluso os partís un poco y esas cosas. Después de tanto tiempo, aún me quedan muchas conductas sociales por aprender.
A Damaris no le quedó más remedio que darle la bandeja, ahogada en perplejidad. El gólem la recogió con mucha más delicadeza de lo que habría cabido esperar de unos dedos del tamaño de cachorros de San Bernardo. Ni siquiera rozó las manos de Damaris. Estaba presa, sí, pero todo indicaba que su madre la quería bien cuidada. Le dio un escalofrío. Tratarla mal habría tenido más sentido.
El gólem puso las cosas de la cena en la bandeja mientras, a su espalda, la puerta seguía abierta. Damaris miró al gólem, miró a la puerta, volvió a mirar al gólem y volvió a mirar a la puerta abierta. Vio cómo el gólem había recogido todo y daba un paso hacía la puerta. Comenzó a correr lo más rápido que pudo. La enorme mano de la roca con piernas apareció, como si siempre hubiese estado allí, delante de su pecho. Y de su cara, y casi de sus piernas. No solo era tan grande que parecía estar en todas partes a la vez si extendía las extremidades, sino que poseía una capacidad de reacción admirable para un peñón viviente, como al filo de entrar en coma, pero reaccionando con agilidad.
―Lo siento, pero no puedo dejar que hagas eso.
―Estás perdonado ―acertó a decir Damaris temerosa de moverse. Una mano le cerraba el paso y el enorme cuerpo le cortaba la retirada.
―Por favor, retrocede. No te puedo tocar, órdenes de arriba. Del piso de arriba. Te lo explico por si acaso ―pidió el gólem mientras le acercaba la mano, a su vez dando marcha atrás para dejarle espacio. Una vez bien dentro, la rodeó con cuidado, sin tocarla―. Muchas gracias por colaborar, eres muy amable. O eso creo, nunca he tenido que vigilar a alguien secuestrado. No podría comparar ―le dijo cerrando la enorme puerta.
Damaris se quedó plantada con la boca abierta en una mueca de confusión. Al final, exhaló un largo suspiro y se fue a sentar apoyada contra la pared. Todo era demasiado raro, pero no quería quedarse a averiguarlo. No creía que al gólem se le olvidase cerrar la puerta la próxima vez y no tendría muchas oportunidades de esquivarlo. Ojalá Mery pudiese ayudarla.
Ojalá, pensó, pero no puedo agarrarme a un clavo ardiendo cuando ni siquiera sé si hay clavo. Tengo que ser mi propio clavo. Y dejar de usar esa frase. Se llevó las manos a las sienes. Tenía que haber alguna forma de salir de allí por sus propios medios. Tenía que intentarlo. Pero el gólem no podía darse cuenta de que lo hacía. No podía darse cuenta...
Podía ser. La idea le pareció tan verosímil y a la vez tan absurda que se echó a reír.
Cuando Mery se acercó al barrio residencial exclusivo en el que vivían los Supay decidió aminorar la marcha. No le importaba que la viesen superando por mucho la velocidad máxima permitida en las calles porque siempre podía enseñar su placa, pero se convertía en un problema al pisar las calzadas vigiladas que rodeaban la opulencia de aquellos que eran más que los mortales. Algunos lo eran, de hecho. Tener riqueza para varias vidas y tiempo como para contarla en monedas muy pequeñas solo era posible para unos pocos entre unos pocos.
Mery circuló con cuidado por la avenida principal, limpia de automóviles aparcados a diferencia del resto de la ciudad que, aun a pesar de haber sido horadada, vaciada y rellenada de nuevo a conciencia como si fuese un pavo muy grande, seguía teniendo las dificultades de movilidad propia de un lugar en el que había demasiados vehículos. Las líneas de metro y los aparcamientos subterráneos ayudaban, claro, pero quien no ayudaba eran los responsables de que aquello funcionara como debería. Si las vías y los túneles y los pasillos y las máquinas expendedoras de billetes y las cosas pintadas en el suelo ya estaban puestas, ¿qué más quería la gente? Anda y que se compren un coche, como todo el mundo.
Tras diez minutos circulando por la avenida, Mery, que aún no tenía un plan, cayó en la cuenta de que no sabía dónde estaba la casa de los Supay. Detuvo la moto en el arcén y, con una sencilla búsqueda en Internet del nombre familiar, encontró al poco la localización exacta de la residencia. Se sorprendió por la facilidad para encontrar la dirección real de alguien conocido, pero gracias a los medios de comunicación de masas actuales y a que había una diferencia abismal entre conocer la dirección de alguien y atreverte a personarte en su puerta, sobre todo según quién fuese, todo cobraba sentido. Agradeció esa ansiedad latente en la sociedad por invadir la privacidad ajena. La casa se encontraba casi a las afueras del exclusivo barrio, en un lugar que antaño fue un asentamiento de pobladores junto a un río. El río ya no existía, ni tampoco el asentamiento. Ahora solo había una mansión enorme con un par de hectáreas de terreno propiedad de los Supay. A la que, por cierto, Mery aún no sabía cómo conseguiría entrar. Y no solo entrar, salir, y más importante aún, salir con Damaris. Porque teniendo en cuenta que no había dado señales de vida y que alguien como ella había asesinado, esta vez para siempre, a un nómor, o mucho se equivocaba o la encontraría allí. O eso quería pensar. Las otras opciones no deseaba ni que comenzaran a fraguarse en su mente. Estaba sola en esto. Se metió la mano en el bolsillo y tocó la tarjeta que le había dado Vultuk. Se quedó allí parada, manoseándola.
Pero algo le hizo clic. El capitán le había prohibido ir a casa de los Supay, sin más explicación. Conocía a Damaris, que había trabajado para la Doña, cuyos delitos siempre acababan en nada. Desde arriba le presionaban para resolver el caso de los nómores, pero Eksik solo ponía a Elena a trabajar en ello, o lo que es lo mismo, no le dedicaba ningún recurso. Soltó la tarjeta en su bolsillo.
Lo lógico habría sido llevar la investigación por unos derroteros más lógicos, husmear para ver dónde podría encontrarse de verdad, si Damaris era la asesina, si podría acusar a sus padres de secuestro. Buscar pistas. Ser un poli normal, en definitiva, pero hacía tiempo que la lógica se había quemado a lo bonzo mientras saltaba desde la azotea de un rascacielos. Ya no había tiempo para eso y no podía confiar en pedir ayuda. Tendría que resolverlo sobre la marcha. Ya se le ocurriría algo, pero iba a encontrar a Damaris. Al fin y al cabo, era Mery Alondra Page, inspectora de la policía metropolitana.
―Encantada, soy Mery Alondra Page, inspectora de la policía metropolitana.
Tendió la mano a la pareja que parecía confundida con su presencia. Ambos se la dieron con dudas y en silencio, con una pregunta pululando en el aire.
―Se preguntarán qué hago aquí. ―Lo hacían―. Lo primero que quiero decirles es que deben estar tranquilos y no se alarmen, la situación que voy a detallarles está bajo control.
No hay nada como decirle a alguien expectante de una explicación antes de empezar a contársela que no se ponga nervioso y Mery lo sabía. El matrimonio se miró, sospechando, inquietos, y volvieron la mirada a Mery, cuya placa colgaba de su cuello a la altura del pecho.
Josefina enarcó una ceja.
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ciudadazarosa · 3 years
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16| Pataplam de fuga
―Por favor, explíquese.
Sí, claro. Eso pienso hacer. Es lo que pienso hacer. Ahora mismo se lo explico. En un segundo de nada, pensó Mery, luchando por no sudar. El ambiente en la habitación del té, con un par de troncos ardiendo en el hogar, ya estaba lo bastante cargado.
―Verá, estoy investigando unos asesinatos de dos nómores en los que, hasta hoy, no ha habido pista alguna sobre los posibles culpables, pero esta misma tarde hemos sabido que un nómor más ha muerto y tenemos imágenes que delatan como principal sospechosa a su hija, Damaris.
Josefina la miró con un aura de indiferencia.
―¿Y qué tiene que ver eso con nosotros?
No era lo que Mery esperaba por respuesta en ese caso, pero no le quedó más remedio que trabajar con lo que le daban.
―Como comprenderá, ustedes son su entorno más cercano y me gustaría que me contaran todo lo que supieseis sobre ella.
―Hace muchos años que no la vemos. Decidió seguir su vida por su cuenta. Perdimos el contacto por completo.
No era mentira del todo, pero fue una respuesta demasiado rápida como para parecerle creíble. Casi ensayada.
―Oh, no lo sabía, lo siento ―dijo Mery tratando de sonar profesional―. Aun así, cualquier dato que pudiesen darme sería de gran utilidad, como dónde creen que podría estar o si saben, aunque sea de oídas, de alguien que pudiese tener relación con ella.
―Siento no poder ser de ayuda, inspectora. Como le he dicho perdimos el contacto. No sabemos nada de ella.
Había interrogado a los suficientes delincuentes con cara de póker como para saber cuándo sus abogados les habían pasado chuletas para el examen. Mery reacomodó el peso en la otra pierna y asintió.
―Claro, claro, entiendo. ―No podía irse de allí sin hacer una visita al resto de la casa, o al menos a parte. Para descartar―. ¿Les importaría que viese su habitación? Si es que aún la conservan. Me gustaría tratar de escarbar un poco para ver si algo de su pasado podría llevarme hasta ella.
Mery notó lo poco que le había gustado aquella última frase a Josefina cuando estuvo a punto de fruncir el ceño. El segundo de silencio en el que podía ver cómo sopesaba posibilidades se lo confirmó. Un hombre que hasta entonces no había reparado en que estuviese ahí apareció delante de la puerta abierta.
―Claro. Por qué no. Dvoretskiy, acompaña a la...
―Inspectora.
―Señorita a la habitación. Cuando acabe, asegúrate de que encuentra el camino a la puerta. Esta casa es grande.
Dvoretskiy hizo un ademán con la cabeza y se echó a un lado para franquear el paso a Mery, que agradeció la ayuda a Josefina y a su poco elocuente marido y salió de la habitación. El mayordomo cerró la puerta y la adelantó, pidiendo que la siguiese, para guiarla.
El hombre enfiló las escaleras frente a la entrada principal y giró a la derecha. Mery, a su paso tras él, fue viendo varias puertas cerradas de habitaciones, cuartos de tortura o lo que fuese que guardasen los ricachones tras puertas más caras que todo su piso entero. Llegaron a la última puerta del pasillo. El mayordomo sacó un manojo de llaves, buscó la que necesitaba y abrió la puerta. Al darse la vuelta para franquear el paso a Mery, se encontró con una pistola delante de la cara.
―¿Me das la llave, por favor? ―El mayordomo, sin alterarse, extendió la mano y la dejó caer en la de Mery―. Muchas gracias. Ahora, si no es problema, me gustaría que me dijeras dónde tenéis a Damaris.
―Siento decirle que sí es problema.
―Vale, entonces ya no te lo pido por favor.
―Voy a tener que negarme. Además, usted no me va a disparar.
―¿Ah, sí? ¿Por qué?
―Es policía.
―Qué poco nos conoces.
―No me refería a eso.
Dvoretskiy miró a un lado. Sutil, casi imperceptible, hizo un cabeceo. Mery se tensó esperando un ataque por el rabillo del ojo. Al girar lo ojos apartó la vista de Dvoretskiy. Lo justo para que el hombre agarrase la pistola por el cañón con una mano y girase la muñeca de Mery hacía él con fuerza. Cuando la inspectora se enderezó, una pistola había brotado delante de su cara.
―Qué ingenioso ―dijo Mery subiendo las manos.
―No. Me refería a esto. ―El hombre quitó el seguro y amartilló la pistola―. No iba a dispararme porque es usted una buena policía.
―Tienes pinta de conocernos muy bien.
―Más a los malos que a los buenos.
Dvoretskiy giró encañonándola, obligando a que se desplazase hasta la puerta abierta.
―Haga el favor de entrar. Más adentro, por favor. Ahí está bien. Ahora, tíreme la llave. ―Mery se agachó―. Ah, no me haga agacharme. Tengo buenos reflejos.
La mujer chasqueó la lengua y le lanzó la llave. El mayordomo la atrapó sin apartar la vista del punto de mira.
―¿Qué van a hacer conmigo? ―dijo Mery tratando de sonar desafiante.
―No lo sé, pero no se preocupe. No le dolerá.
El hombre cerró la puerta, echó la llave y se alejó. Mery miró a su alrededor, frenética, buscando la manera de salir. La puerta no era una opción; podría tratar de derribarla, pero era demasiado peligroso encontrarse de nuevo con alguien armado dentro de la mansión. La ventana era una opción. Fue hacia ella, pero no se abrió; vio una cerradura en la manija. Se paró a mirar el cuarto tratando de mantener la calma. Todo parecía estar intacto desde el momento en el que Damaris huyó, como el santuario de una hija fallecida. No podía ser por respeto y era dudoso que fuese por esperanzas de una vuelta; tenía más sentido que en una casa con tantas habitaciones no se necesitaba desmantelar una. La cómoda, el escritorio y su silla, el armario, el tocador, el sofá, la mesita, la cama...Todo tenía una fina capa de polvo, como si se limpiase solo muy de vez en cuando. Mery abrió el armario. Aún seguía allí la vieja ropa de Damaris, con la cual no podría reconocerla si la usase ahora, alejada de su estilo, que consistía en atracar el ropero de sus amigos, pero sobre todo el de Mery. Por eso la ropa le solía quedar larga. Mery agitó la cabeza y suspiró. Unas cuantas blusas no iban a ayudarla. Se giró, dándose cuenta de que la cama estaba hecha. Puede que las sábanas sí le sirviesen.
Debían haber pasado varias horas, porque el gólem volvió con otra bandeja de comida que Damaris dedujo que era la cena. No había tenido mucho que hacer durante ese tiempo, así que se dedicó a sestear, caminar por toda la cámara midiéndola en pasos y contar las calaveras que formaban las paredes —perdiendo la cuenta varias veces, por lo que acordó que había muchas—. Cualquier cosa que no implicase mirar el regalo de su madre, que ni siquiera había querido tocar, ni pensaba hacerlo.
Le preguntó al guardia qué hora era, pero se limitó a responderle que era de noche y que no podía darle más información. Damaris cenó sentada en el suelo, pensando si también le llevarían una muda de ropa limpia o si el gólem se limitaría a tirarle un cubo de agua por encima. Conociendo a su madre puede que ni siquiera eso, pero teniendo en cuenta que la estaba alimentando ya no sabía si la conocía o no. Crees conocer a una cínica y taimada manipuladora y, en realidad, resulta ser una cretina.
El golém dejó la bandeja, dio la espalada a Damaris y salió.
Esa espalda era la oportunidad que tenía de escapar.
Mery era una persona ordenada pero eficiente, lo que quiere decir que solía mantener los espacios que habitaba más o menos impolutos a costa de o bien desordenarlos poco u ordenarlos de tal manera que haría tomar forma física al Feng Shui para poder suicidarse. La experiencia que atesoraba en todos sus años de guardar juegos de sábanas atados para impedir que la bajera se perdiese y evitar dormir en una cama desconjuntada le dieron su rédito cuando llegó la hora de escapar de una habitación cerrada con llave. También hacia un gurruño con ellas y las lanzaba a lo más profundo de su armario, pero no era aquella una habilidad que le fuese a servir.
Tras anudar sábana bajera, encimera, edredón, colcha, funda de colchón y funda de almohada ató uno de los extremos a la pata de la cama. Había un par de metros hasta la ventana y, junto con los nudos, se había reducido más de lo que le hubiese gustado la longitud de la improvisada cuerda. Podría añadir los doseles de la cama o las cortinas, pero los unos no le parecían resistentes y las otras habría tenido que desanillarlas y no creía que tuviese tanto tiempo. Miró a través del cristal de la ventana que daba a la parte trasera de la casa. A su izquierda vio la imponente escalera de herradura que descendía hasta el jardín. Si la habitación hubiese estado sobre ella, la caída se habría acortado al menos cuatro metros, pero no iba a tener esa suerte. Calculó a ojo que no menos de siete metros la separaban del suelo. La ropa de cama anudada era larga, pero nada la salvaría de saltar desde al menos dos metros. Eso estaba bien. Se tomó un par de segundos para pensar a dónde correr una vez pisase el suelo, pues no iba a tener mucho tiempo. Aún no sabía dónde podrían tener a Damaris, si es que la tenían allí, aunque tras tratar con el mayordomo se imaginó que era eso o haberla lanzado a un río envuelta en una alfombra. No quiso ni pensarlo. Cuando cayese, podría tratar de ocultarse en los soportales de la planta baja y buscar un camino que fuese de vuelta al interior de la mansión, más iluminada y con, como poco, un hombre armado.
Comprobó el nudo de la cama, llevó la improvisada cuerda hasta la ventana y, cogiendo una silla en peso, se preparó para abrirla.
―Page. Sí, Page. ―Al otro lado, una voz preocupada―. Entonces, me la tengo que cargar. ¿Cómo que no?
Dvoretskiy llegó junto a Josefina, que bajo el teléfono, tapando el micrófono.
―Está encerrada ―dijo enseñando una pistola que no era suya. Josefina asintió.
―Y si no me la cargo seguirá husmeando. ¿Crees de verdad que ha venido por los nómores? Vamos, eres un inepto, pero hasta tú tienes tus límites. Ya. Ya. Bueno, eres el jefe, siguen tus órdenes, ¿no? Hm. Mira, esto sería mucho más fácil a mi manera. Es decir, que la retenemos lo suficiente para que alguien la empiece a buscar, entonces, ¿cuál es la diferencia? Subimos su cadáver y su moto a una furgoneta de reparto, nos vamos a la ribera del río a cien kilómetros de aquí y, en alguna curva, lo tiramos todo. Para cuando la encuentren, si es que no se la han comido los peces, ya te encargarás de decir que fue un accidente. No es tan difícil, pasa todos los días. Hm. Sí. Ya sé que no hay que dispararle en la puta cara, ¿crees que soy nueva en esto? Ya. Sí, vale, te llamaré cuando esté todo listo. ―Josefina giró la cabeza, extrañada. Miró a Dvoretskiy―. ¿Eso ha sonado a cristales?
Damaris terminó la cena y esperó a que entrase el gólem de nuevo para recoger la bandeja. Cuando lo hizo, la mestiza estaba de pie a una distancia prudencial. Le miraba aguantando la respiración. El gólem le devolvió la mirada. Damaris creyó que le estaba leyendo las intenciones. No sabía si podían hacer eso los gólems. Al fin y al cabo, son piedra sobre piedra, miden como tres metros y se mueven, cualquier cosa de la que fueran o no capaces no serían en absoluto una sorpresa. Tras un par de segundos que parecieron eones, el gólem habló.
―¿Te encuentras bien? ―le dijo, preocupado.
―Sí. Sí, sí. ¿Por qué?
―Pareces enferma. ¿Estás enferma?
―N-no, creo, no.
―Ah, vaya. Bueno, no sé cómo enfermáis los humanos. Los gólems no enfermamos. Lo pregunto por compromiso, creo que se dice. Una de esas convenciones sociales extrañas de los humanos. En fin, he de irme.
Damaris quedó un tanto perpleja ante la palabrería, pero salió de ese estado justo a tiempo para darse cuenta de que el gólem se giraba y encaraba la puerta. Con pies de plomo y fuera de su campo visual, avanzó hacía él y saltó.
Mery no le prestó a la silla ni el respeto de ver cómo se hacía añicos contra el suelo. Cuando vio que atravesaba los cristales de la ventana sin dificultad, pero con un estruendo que, estaba segura, habrían oído, se volvió para coger la cuerda de sábanas y se subió a la ventana con cuidado, tratando de no clavarse en la planta de los pies algunos de los cristales que habían quedado. Allí subida, se dio la vuelta para poder bajar apoyándose con los pies en la pared. Tiró de las sábanas, que aguantaron. Quizás movería la cama durante el descenso, pero lo peor que podía pasar era que le sirviese de tope. Sin mirar abajo y tensa, se comenzó a descolgar, dejándose caer para tomar ángulo y apoyando un pie en la pared de la fachada. Soltó cuerda, apoyó otro, soltó cuerda. Había avanzado un metro cuando algo se rasgó más arriba. Soltó cuerda, descendió otro paso. Si hubiese tenido tiempo, se habría asegurado de que lo que rozase contra los restos de cristal fuera el edredón, no la sábana bajera de franela. Soltó cuerda por última vez. Al tiempo que oía cómo algo se rasgaba hasta romperse. Perdió pie. Apretó aterrada la cuerda que caía con ella. Debajo, una cornisa. Echó tarde las manos. La golpeó más que agarrarla. Cayó. Dio contra el suelo con los pies y luego de costado. Consiguió no golpearse la cabeza. El intento de agarrarse la había frenado, pero no lo suficiente.
Tardo unos segundos en hacer control de daños. Le dolía toda la parte izquierda de cuerpo. El tobillo era el peor parado, palpitando mientras se hinchaba. Le dolía al mover la cadera. Se tocó el costado, aliviada de no haberse roto ninguna costilla. La caída sobre el suelo de grava le había provocado heridas por todo el brazo que le escocieron como brasas. Se levantó para probarse. Apoyó el pie izquierdo, arrepintiéndose al momento. Aún estaba caliente, así que lo peor estaba por llegar.. Se limpió el brazo de arenisca con la mano, reprimiendo un silbido de dolor. No podía permitirse el lujo de estar allí herida. Tenía que moverse.
Se metió, cojeando, bajo los soportales para evitar cualquier mirada procedente de las ventanas. El bajo de la mansión en su parte trasera estaba abierto con arcos de piedra. Guarecidas, había máquinas y artilugios para el cuidado del jardín. Ambos extremos se perdían en lo oscuro, pero dedujo que llegarían hasta el extremo de cada pabellón de la mansión. Estaba en un sitio donde podía esconderse, al menos de momento. Pensó en qué hacer. El plan no había cambiado, tenía que encontrar a Damaris. Aunque herida, podía buscarla si sabía cómo. La casa era gigantesca, lo suficiente como para jugar un buen rato al ratón y al gato, así que lo primero era buscar un lugar desde el que empezar. Mery pensó. Esa gente exudaba opulencia. Los ricos son raros; los multimillonarios, excéntricos, pero los acaudalados a ese nivel, los que podrían tejerse colchones con billetes de los grandes son unos maniacos estrafalarios. Claro, se lo pueden permitir. ¿quién les va a decir nada? Seguro que algo como una pared giratoria con una chimenea, una mazmorra o algo parecido. Quizás dos mazmorras, una normal y otra para... en fin, son ricos.
Mery pensó en algo que oliese a laboratorio secreto oculto, como un cobertizo con un ascensor en su interior y una moderna guarida o un árbol con el tronco lo bastante grande como para que cupiese dentro una persona, con el interruptor para su puerta secreta en un nudo de la madera. No vio nada de ello desde su posición, solo el enorme jardín de aire barroco con un largo estanque en el centro y paseos adoquinados flanqueándolo, todo rodeado de un bosquecillo, presidido por una imponente estatua. Se fijó en ella. Era al menos de cuatro metros, representando a una mujer alada sin rostro con una espada flamígera. Las alas parecían estar cubiertas de escamas más que de plumas y todo en ella gritaba guerra. Se apoyaba en una peana de más de dos metros de largo, demasiado parecida a un sarcófago. Mery se atrevió a asomarse. Sí que parecía un sarcófago. Una piedra preciosa brillaba aun en la oscuridad de la noche reciente en su tapa de piedra. Demasiada casualidad. Era demasiado goloso. Ahí estaba la entrada a la guarida secreta. Mery se asomó con cuidado para comprobar que no la vigilaban desde arriba y se decidió a correr hasta la estatua como pudiese. Tenía que ser aquello. Trago saliva, ahogó el dolor y respiró hondo.
Al hacerlo, reparó en que, bajo los soportales, a apenas unos metros de ella, había una puerta vieja de madera en el suelo. La miró con el ceño fruncido. Desde luego, no perdía nada por intentarlo. Tiró de la puerta. Al abrirla tragó una bocanada de aire frío procedente del interior. Dentro, unas escaleras se perdían en la oscuridad. Se adentró con tiento, observando cómo las paredes de ladrillo desembocaban en unas de piedra mucho, mucho más antiguas. Su órgano detectivesco le decía que tendría que empuñar una pistola, pero a falta de una subió unos peldaños y cerró la puerta tras de sí. Recordó lo poco que le gustaban a Damaris las celdas de la comisaría, no porque fuesen una celda, sino porque estaban bajo tierra. Tendría que haberlo pensado. Una joya en una estatua, vaya estupidez. Renqueante y apretando los dientes, se adentró en la oscuridad.
Dvoretskiy le dio unos diez segundos de ventaja para que no oyese la puerta y fue tras ella.
El gólem, con la bandeja en las manos, se encaminó a la puerta. La cruzó, dio media vuelta para cerrarla y, al mirar al interior, cayó en la cuenta de que había algo que no cuadraba. Tras varios segundos mirando al vacío, fue justo la ausencia de algo lo que le desconcertó. Dejó la bandeja a un lado de la puerta y volvió a entrar en la estancia. Allí, en el centro de aquella suerte de recibidor hecho de huesos y piedra, debía estar Damaris. Pero no estaba.
Algún día, a Damaris le habría gustado contar cómo, en una ocasión, consiguió escapar de unas antiguas catacumbas valiéndose solo de su ingenio y su destreza, donde la mantuvo presa una despiadada arpía con sabe dios qué malignas intenciones. Pero no sería así. Tendría que hablar, si alguna vez llegaba a contarlo, de cómo huyó de un sótano viejo y lleno de huesos agarrándose a la enorme espalda de un gólem sin sentido del tacto y solo supo que debía soltarse cuando, presa del pánico, vio cómo el gólem regresaba dentro de la cámara.
Al posarse en tierra firme se quedó paralizada. Sí, estaba fuera, pero en qué términos. El gólem, desde dentro, se giró. La miró. Le miró. Ninguno de los dos supo qué hacer en aquella tesitura. Y entonces, muy despacio, como si la visión de aquella colina andante se basase en el movimiento, Damaris echó mano de la puerta, la cerró como si acabase de llegar a casa borracha y no quisiese despertar a sus padres y giró la rueda metálica.
Tras un momento de pensar en qué había hecho dedujo que era el momento de correr, así que miró la bandeja, quitó de ella los platos y se la llevó. Por si acaso. Por los viejos tiempos.
Mery se adentró en aquel pasillo oscuro, con el tobillo palpitándole, rodeada de paredes de piedra parcheadas con ladrillos y argamasa, apenas iluminado por halógenos, casi luces de emergencia como si de un túnel se tratase. Al fin y al cabo, lo era, pero uno para enterrar a la gente. Era un lugar antiguo y, a excepción de las luces eléctricas, con poco uso a juzgar por las pisadas sobre el polvo y la tierra del suelo.
Pasó por delante de una puerta de chapa por la que cabría un gigante. La abrió con esfuerzo. Al asomarse no vio a nadie, pero pudo distinguir con la luz que se colaba desde el pasillo una mesa con ordenadores y otra con la que parecían montañas de libros y objetos extraños. Había un montón de paja más grande que una cama en un rincón. Cuando los ojos se le hicieron a la oscuridad vislumbró, en la mesa de los libros, varios teléfonos móviles y tablets. Era raro, pero no era lo que buscaba. Cerró la puerta y siguió la marcha por el largo corredor, tratando de estar alerta. Era posible que no estuviese sola. Se dio cuenta al poco, justo tras doblar una esquina, que las pisadas del suelo en esa zona habían desaparecido; un limpio camino sobre el polvo le indicó que aquella era una zona de paso más común, y lo era entre la habitación anterior y ese lugar. Se giró hacia la esquina para comprobar desde dónde venía el surco.
Lo que se encontró fue a Dvoretskiy ejecutando una presa sobre su cuello. El problema es que ya no estaba de espaldas, así que lo que iba a ser un agarre para ahogarla se convirtió en un intento de abrazo violento y un reniego. El hombre se echó hacia atrás, tomando distancia. Mery se alertó e hizo lo propio. Se miraron en parte tanteándose, pero en parte preguntándose qué acababa de pasar. Dvoretskiy le echó una rápida mirada de arriba a abajo.
―No, no, lo hace mal.
―¿Qué?
―Lo hace mal ―repitió el hombre―. Esa no es una buena postura. La tiraría enseguida. Mire, separe más las piernas y doble las rodillas, como yo. ―Mery lo hizo―. Eso es, y no me ataque totalmente de frente, póngase un poco lateral, así puede evitar mejor los ataques y guarda mejor equilibrio.
―Vas bastante sobrado, ¿no? ―respondió Mery con temblor en la voz.
―¿No debería? No puede apoyar el pie izquierdo, tiene el brazo herido y pinta de no tener ni media hostia ―dijo sacando la pistola de Mery y apuntándola―. ¿Qué podría pasarme?
Un golpe sordo y metálico fue toda la respuesta que necesitó. El hombre, mareado por el golpe en la cabeza, se tambaleó. Mery aprovechó para descargarle una patada en la cara. No recordó que era zurda. La nariz de hombre crujió, pero a cambio de hacer gritar de dolor a la inspectora. Dvoretskiy hincó una rodilla. Damaris le remató con otro golpe con el canto de la bandeja en el cuello. Al caer, Mery le pisó la mano con saña y recuperó su pistola. Comprobó el cargador, amartilló el arma y, antes de que el hombre se levantase, le disparó en el gemelo. No pensaba matarlo, pero tampoco quería que la siguiese. Levantó la vista y se encontró con la mirada atónita de Damaris. Mery pestañeó un par de veces. Damaris apretó la bandeja contra su pecho.
―¿Dónde... cómo has...? ―tartamudeó Mery― ¿Qué haces con una bandeja?
―Tenemos que comprar una para casa. Es buena ―respondió Damaris, aún pasmada―. ¿Nos vamos?
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ciudadazarosa · 3 years
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17 | Educación familiar
Las dos mujeres salieron por la puerta que daba al jardín mientras Damaris le explicaba a Mery qué había pasado, cómo había llegado allí, cómo aún no sabía qué quería de ella su madre, cómo su tío de alguna forma tenía la culpa indirecta de todo y qué hacía con una bandeja. Lo hizo tan rápido que a Mery le brotó un dolor en las sienes, pero lo entendió a pesar de las prisas y el hinchado tobillo, el trastabillar del habla de Damaris relatando los hechos y las múltiples maldiciones que usaba en cada frase. Una vez estuvieron al aire libre, Mery le pidió que parasen solo diez segundos para que la mestiza pudiese respirar, calmarse y ella apreciar el sonido del silencio y las cuchilladas de dolor del pie, que no quiso ni mirar, pues la sensación de estar calzando un melón dentro de la piel ya era bastante alarmante. Cuando estuvieron ambas algo más relajadas les llegó la hora del plan de fuga. Solo habían salido a cielo abierto, pero ahora tenían que escapar de la casa.
―¿Podremos salir a través del bosquecillo?
―Qué va ―repuso Damaris―, todo está rodeado por fuera con un seto electrificado.
―¿Un seto, has dicho?
―Tenían que podarlo jardineros especializados en magia eléctrica. Imagínate: estudias la magia de los truenos y las tormentas y terminas podando hojas.
Hubo un momento de silencio mientras Mery pensaba y Damaris buscaba las palabras.
―La única salida es por donde hemos entrado: la puerta principal ―dijo la mestiza con pesar.
―¿Seguro? No estoy en condiciones de luchar con el gigante de la verja. Con tus padres quizás, pero con un...
―Ja, sí ―interrumpió Damaris―. Pero no hay opción, no podemos saltar los setos. Je, de hecho, mi madre solía contratar jardineros normales y no les decía que estaban electrificados con magia, y entonces...
―Damaris, céntrate.
―Ah, sí. Huir. Bueno, eh... ―Señaló el montón de sábanas del suelo―. ¿Qué ha pasado ahí?
―Luego te lo cuento ―respondió Mery, resoplando―. Estás segura de que tenemos que pasar por la puerta principal de la verja exterior, ¿no?
―¿Cómo crees que me escapé hace años? Resulta que si eres la hija de los dueños, te dejan salir.
―Entonces tendremos que rodear el terreno por un lateral. Vamos.
Circundaron los terrenos por la izquierda de la mansión, ocultándose agachadas tras los setos. Mery temía que no fuesen lo bastante deprisa como para dejar atrás al mayordomo herido. Damaris temía que, de alguna extraña forma, como un ojo omnisciente capaz de sentir perturbaciones en sus intereses, su madre supiese que estaban huyendo. Se tragó el miedo cuando vieron la verja, aún ocultas por los setos, a unos pocos metros. Aún quedaba un obstáculo.
―No veo al guardia ―dijo Mery, asomándose mientras empuñaba la pistola.
―Deberías, es un gigante ―contestó Damaris.
―Y eso me da mala espina. No me gustan los peligros fuera de mi campo de visión.
―¿Te gustan dentro?
―Me gusta saber que no me van a romper el cuello en un despiste.
Mery le hizo una seña a Damaris para que la siguiese sin hacer ruido. Avanzaron hasta casi la garita y Mery hizo otro gesto para detenerse. Se asomó con cautela y miró durante unos segundos, los suficientes para poner nerviosa a Damaris. Entonces, cojeando, se levantó con más tranquilidad de la que quería y esperaba la mestiza. La inspectora miró al interior de la garita, estupefacta, y con la mano le pidió a Damaris que se acercarse.
El gigante estaba allí, sí, pero era difícil decir en qué estado. No se movía. La culpa debía ser del teléfono incrustado que tenía en el pecho. Las mujeres se hicieron muchas preguntas sin verbalizarlas. Damaris enarcó una ceja.
―El caso es que... juraría que estas cosas las he visto antes.
Mery se limitó a mirarla confundida. Damaris, sin prestar atención a su amiga, miró extrañada la pantalla del interior de la cabina. La única cámara del interior de la casa era en el recibidor. Allí, se veían a tres personas haciendo gestos extraños, como tratando de librarse de algo intangible. Había una cuarta persona que estaba delante de ellos. Era su madre.
―Tenemos que volver dentro.
―¿Se te ha olvidado algo? ―respondió incrédula Mery―. Vámonos, sea lo que sea no...
―Mis compañeros están ahí.
Mery, que ya enfilaba hacia su motocicleta aparcada al otro lado de la calle junto a una furgoneta de mensajería, volvió corriendo, reticente, a la garita. Miró la pantalla que Damaris le indicaba. Maldijo entre dientes.
―¿Qué diantres hacen ellos aquí? Yo no les he... ―se interrumpió a sí misma llevada por el hecho de no saber si Damaris debía saber que había visto a la Doña pero, sobre todo, porque solo había otra persona que podría haberles mandado allí porque sabía a dónde había ido ella―. Mierda. ¿Qué hacemos, Damaris?
―No... no lo sé. O sea, sí lo sé, tenemos que ayudarles a escapar, pero no entiendo qué hacen aquí... ―Damaris tragó saliva, nerviosa―. Te ha sorprendido verlos, pero en el mismo sentido que a mí, no en plan «qué hacen esos malandrines en esta respetable morada», no sé si me entiendes. ¿Qué información me falta?
―Te lo contaré cuando no tengamos que allanar tu casa. ―Por segunda vez, pensó para sí misma Mery―. ¿Alguna idea? No podemos entrar por la puerta principal y liarnos a tiros.
―No deberíamos. No por los tiros en sí, si mi madre sale herida de alguna forma el infierno nos va a parecer un picnic entre cerezos en flor en comparación. ―Damaris pensó un momento. Tenían que hacer algo a su madre que no implicase partirle la cara―. Hay una entrada de servicio por detrás, da a las cocinas. Podemos entrar por allí.
―Bien, es un paso. ¿Y una vez dentro?
Damaris miró la pistola.
―La hora de cenar ha sido hace nada, el servicio de cocinas seguirá allí.
―No creo que eso nos valga de mucho, a no ser que estés pensando en escudos humanos... aunque meter a inocentes en esto no me atrae.
―A mi madre no le gusta que toquen sus cosas. Podemos trabajar con eso.
Damaris sonrió, como orgullosa de sí misma. Por alguna razón, a pesar de que estaba segura de que se avecinaba algún plan absurdo que podía terminar en una vorágine de locura, ver aquella confianza hizo que Mery se tranquilizase. Incluso en los momentos en los que nada debería ser tan complicado, Damaris se la llevaba a su terreno. La inspectora meneó la cabeza y sonrió.
―¿Catorce años? ¿En serio?
―Te lo juro ―dijo el maître, dándole una calada a su cigarro―. Esos palitos de merluza estaban aquí desde antes de que yo llegará. No se me olvidará nunca. Era evidente que no iba a usarlos jamás en una casa como está y quise tirarlos, pero un camarero que entonces llevaba ya un tiempo me dijo, asustado: «ni se te ocurra, aquí no se tira nada». Los metí al fondo de la cámara y los olvidé.
―Cuando los serví no sabía qué cara poner. Estaba muerto de miedo, pero, a la vez, quería echarme a reír ―respondió el camarero, seguido de murmullos de afirmación del resto de compañeros.
―¿Sabes por qué estaban aún congeladas? ―El camarero dio una calada y negó con la cabeza―. La orden que me llegó fue «de la peor manera posible». Los hice al baño maría, con la caja y todo. ―Hubo un estallido de risas. Algunos hasta tuvieron que limpiarse lágrimas de los ojos―. Casi me caigo de culo. Me puse a pensar en todos los premios que tengo en casa, en mis restaurantes, en mi trayectoria, y yo ahí, cociendo una caja de pescado congelado y no sabía ni qué...
―Tú. Vas a acompañarnos.
Todo el mundo se giró hacia las dos mujeres que acababan de entrar por la puerta trasera de la cocina. Mery amartilló la pistola. Solo para asegurarse. El cocinero primero miró el cañón. Se le congeló el cigarro en los labios. Entonces, vio a la otra mujer, reconociéndola. El cigarro cayó.
―Lo lo lo siento no sabía que yo yo yo no quería yo no servir a a a aquello eh...
―Los demás, fuera ―le ignoró Mery. Se apartó con un gesto de dolor para dejar que los empleados de cocina saliesen por donde ellas habían entrado. Lo hicieron rápido y sin rechistar. Allí nadie cobraba lo suficiente como para hacerse el héroe frente a una loca con una pistola y a la hija de los jefes. Cuando la puerta abatible dejó salir al último, Mery le hizo un gesto al cocinero con la pistola―. Tú, delante. Al recibidor.
El pobre hombre se levantó de la encimera en la que estaba sentado sin mediar palabra, rígido como una estaca, y enfiló hacia la salida del salón dando traspiés marcha atrás, tratando de no perder la pistola de vista. Mery lo giró exasperada, empujándole en la espalda con el cañón, haciéndole soltar un quejido lastimero. Damaris siguió a ambos, mirando a la inspectora con una mezcla de sorpresa y admiración; no esperaba ver a Mery ejecutar un plan que implicase rehenes, pero la capacidad de hacerlo si lo necesitaba le inspiró aún más respeto del que ya le profesaba. Atravesaron el salón donde Damaris había cenado ―o no cenado, más bien― los palitos de merluza y llegaron a la puerta que daba al recibidor. Antes de cruzarla, Mery se giró hacia Damaris. Ella asintió, tragando saliva. Avanzaron.
En el recibidor Vultuk, Ruf y Parraque estaban de rodillas, llevándose las manos a la cabeza tratando de protegerse de una intangible amenaza, apretando los dientes, los ojos abiertos de par en par sin ver nada. Fue Josefina la que se giró para ver entrar a su cocinero particular encañonado por una persona que ni debería estar allí ni tener pistola.
La demonio se inquietó. Tenía a los tres asaltantes bajo su control, sí, pero no podía reducirles el cerebro a pulpa y ya está, no sobre la carísima alfombra del recibidor. La policía estaba en camino y había cosas más fáciles de ocultar que otras. Necesitaba que Dvoretskiy se encargase de aquello, que los llevase a las catacumbas y que hiciese lo que mejor se le daba, pero tras oír el ruido de cristales se había marchado y no había regresado aún. Quizás esa Page no era tan idiota como parecía, o lo era mucho más.
―Déjelos, Supay ―dijo Mery usando a un aterrorizado maître como escudo humano, apuntándole a la sien.
Lo segundo, pensó Josefina. Aun así, eso solo complicaba un poco más la situación. Podía hacer que Mery soltase el arma, pero el cocinero sería testigo de lo que hacía... si es que no se había dado cuenta ya. Y entonces, vio a su hija. Maldijo para sí misma en un idioma que hacía mil años que no se oía en voz alta. De puertas para afuera, solo frunció el ceño como si una mosca la estuviese molestando.
―¿Crees que no puedo contratar a otro cocinero? Lo admito, probablemente no tan bueno, y después de que le esparzas los sesos por mi recibidor tendré que pagar un servicio de limpieza especialmente discreto. Aun así, ¿crees que tienes la sartén por el mango?
―No lo sé. Dígamelo usted ―respondió Mery con toda la chulería que pudo encontrar.
Josefina no respondió. El control sobre los tres empleados de la Doña había aflojado al prestar su atención a otro asunto, pero no lo bastante. Miró a su hija, que le devolvió una mirada llena de rencor, de odio, pero también de miedo. Con eso le valdría.
―Vale ―dijo encogiéndose de hombros. Los excompañeros de Damaris se relajaron, tomando aire a bocanadas como si hubiesen emergido de una profunda zambullida―. Moveos, y que no se os ocurra hacer nada divertido o volveré a postraros.
Los tres se levantaron con esfuerzo, resollando, y se dirigieron hacia Damaris rodeando a Mery y su rehén.
―¿Por qué habéis... ? ―comenzó a decir Damaris
―Luego ―dijo Vultuk cortante―. Vámonos.
Vultuk la agarró de un hombro, protectora, guiándola a la puerta que daba al salón para dirigirse a la cocina. Damaris tuvo que mirar la mano de la orca, sorprendida de que no le estuviese rompiendo el brazo. Abrieron la puerta para salir. Mery dio marcha atrás, agarrando al maître, buscando la puerta a tientas.
―Deberías soltarle, ¿no, Page? Supuse que ese era el trato ―dijo Josefina.
―En cuanto cruce la puerta, Supay. Ese es el trato.
―Hmmm... ―Josefina esbozó una falsa mueca de disconformidad― yo creo que no.
Mery se tensó al ver que Josefina daba un paso hacia ella. Damaris, que estaba siendo guiada por los demás lo más rápido que podían para salir de allí, se volvió y vio a través de la puerta que su madre iba hacia ellos. Se separó de la mano de Vultuk, sabiendo lo que iba a pasar. Mery soltó al cocinero y se giró para atravesar la puerta.
―QUIETA.
Mery se paró en seco como atravesada por un relámpago. El cocinero dio un gritito y saltó a un lado por lo que pudiera pasar. Damaris intentó que el corazón se quedase en su sitio.
―VEN.
Mery obedeció sin oponerse. Arrastrando los pies, fue hacia Josefina. Se tensó, tratando de resistirse, pero fue inútil. Damaris sabía que lo era, como también sabía que no serviría de nada correr hacia ella, pero lo hizo.
―Tócala y será la última vez que lo hagas.
Damaris se frenó justo antes de agarrar a su amiga. Estaba de espaldas a ella, pero podía sentir el horror en su rostro. Podía porque ella lo había sentido. No solo desde fuera. Sabía que lo tenía dentro. Nunca lo deseó, nunca quiso usarlo, nunca lo hizo. Salvo una vez. Por eso huyó. No quería ser como ella.
―Ya sabes lo que quiero, hija mía. Hemos practicado mucho. Te preguntaría si te acuerdas, pero claro que lo haces. Todos esos regalos... sé que te gustaban.
―Nada de lo que has hecho en tu vida me ha gustado. Suéltala.
―Oh, puede que no encontrase la manera correcta. No soy perfecta después de todo. Puede que esta fuese la forma.
Mery calló de rodillas, tensando cada músculo de su cuerpo, apretando la pistola en la mano.
―Suéltala ―espetó Damaris, llena de ira, apretando los puños.
―Puedes hacerlo, hija, eres sangre de mi sangre, sangre de un linaje antiguo y poderoso. Sé que puedes hacerlo.
―No, si es a mí a quien quieres, déjala ir y me quedaré.
―No te quiero a ti, Damaris, quiero lo que puedes hacer.
―No, no voy a...
―Ya lo creo que sí ―dijo Josefina―. DISPÁRATE.
Mery llevó una pistola temblorosa a su sien. Damaris quiso correr hacía ella. Quiso arrebatarle la pistola de la mano, quiso salvarla.
Aún podía hacerlo, pero no de aquella forma.
Mery tensó el dedo del gatillo.
―BASTA.
Se detuvo. Dejó escapar un grito agónico mientras caía tumbada al suelo. La pistola se deslizo de su mano. Josefina sonrió, exultante.
―¡Eres mi hija! ¡Eres mi hija, Damaris! ¡Sabía que podías hacerlo!
Damaris no sabía quién era la persona que le hablaba. La miró con los ojos vidriosos de lágrimas.
―CAE.
Josefina, aún con una sonrisa en los labios, se postró de rodillas sin oposición. Comenzó a reír.
―¡Sí! ¡Sí, lo he conseguido! ¡Te he educado bien! ¡Sabía que lo había...!
―CALLA.
La demonio cayó de espaldas retorciéndose. No dijo nada. Se limitó a temblar y reírse, desquiciada. Damaris se había plantado delante de ella, pero no recordaba cuándo. Las palabras la estaban llevando lejos de allí, a un lugar donde el plano físico de las cosas carecía de sentido. Solo sentía odio y rencor y venganza. Sintió muerte. Algo, muy al fondo de la consciencia, le decía que debía detenerse. No le prestó atención. Todos sus sentidos se focalizaban en la mujer que había hecho de su vida un infierno. Seguía sintiendo que tenía que parar. Flotó la idea de poder hacerlo. Pero tuvo que mirar a los ojos de su madre y lo vio. Vio que era lo que ella quería. Eso la enfureció aún más. Reunió la fuerza necesaria para borrar esa mirada de la existencia.
Pero algo la ató a la realidad. Pestañeó. Mery gritaba a su lado.
―¡Vámonos, Damaris! ¡No lo hagas!
Miró a Mery, confundida. Reconoció un rostro que tuvo la impresión de no haber visto en centurias. Mery la arrastró hacia la puerta del comedor y se dejó llevar. Corrieron. Poco a poco, como saliendo bajo la presión de un mundo intangible en sus sentidos, fue regresando junto a Mery. Vio a Vultuk, Parraque y Ruf correr atravesando la puerta exterior de la verja. Le pareció que Vultuk escupía al gigante tirado dentro de la garita. Miró confundida a la persona que la arrastraba. No lo recordaba, pero supo lo que había pasado, como las noches que perdía el sentido hasta el día siguiente. Un sentimiento de vergüenza la invadió.
Sus tres excompañeros se montaron en la furgoneta frente a la verja. Antes de arrancar, Vultuk se giró hacia Damaris, que la miraba como queriendo decirles algo. Abrió la boca para tratar de pronunciar algo que se pareciese a palabras, pero no consiguió que ninguna saliese. Vultuk asintió seria a Damaris y arrancó. Ella le dirigió una sonrisa triste mientras se alejaban. Mery llamó su atención.
―Damaris, tienes que irte.
―Sí, tenemos que...
―No ―le dijo Mery tragando saliva―. Tú tienes que irte.
―Sí, sí, vale, te veo ahora en tu piso y...
―No, Damaris. Ha muerto otro nómor. Muerto de verdad. Todo el mundo sabe quién eres. Ya no puedo protegerte.
A Damaris se le detuvo el tiempo. De repente, nada de aquello parecía real, nada tenía sentido. Por supuesto, había sido ella, pero no había sido ella. Tuvo que ahogar una risa nerviosa para no comenzar a perder la cabeza.
―Pero yo no... yo estaba aquí. Tienen que saberlo, tienes que decírselo.
―Ahora no. He arriesgado mucho tratando de sacarte de aquí. Tienes que irte, Damaris, antes de que llegue la policía o antes de que tu madre venga a por ti.
La mestiza oía las palabras y creía entenderlas, pero su cuerpo no reaccionaba. Tenía que huir, quería hacerlo, pero quería hacerlo con Mery. Notó cómo le temblaba todo el cuerpo mientras se llevaba las manos a la frente y palpaba, sin quererlo, el nacimiento de los cuernos. Tenía que ir a esconderse a alguna parte, sola, y debía hacerlo ya, porque se comenzaron a oír sirenas en la distancia.
―¡Tienes que irte, Damaris! ¡Ve con tu tío al Barrio de Piedra! ¡Te encontraré, todo saldrá bien! ―le dijo Mery agarrándola de los hombros, tratando de que reaccionase.
―Yo... Mery...
Estaba aterrada. Había decidido rehacer su vida, tener una existencia digna, dejar de alejar a la gente de su lado. Y lo estaba consiguiendo. Pero para qué. Todo se había ido al cuerno tan rápido... Estaba aterrada, pero también impotente. Miró a su amiga a los ojos. Buscaba algo, no sabía si valor, entereza o que el tiempo se parase y ninguno de los problemas que tanto parecían importar dejasen de asolarla. Mery la miró con ternura, pero también tristeza. La tomó de las mejillas con sus manos y la acercó hacía sí. Frente contra frente, ambas podían sentir la respiración entrecortada de la otra.
―No voy a dejarte. Saldremos de esta.
Saldremos. Ahí estaba el valor que Damaris necesitaba. No era mucho, pero sería suficiente. No estaba sola. La abrazó con fuerza. Las sirenas se acercaban, iluminando la calle de azul y rojo. Damaris se dio la vuelta y corrió, corrió como no había corrido nunca, aguantándose las lágrimas.
Mery se limitó a mirarla desaparecer avenida abajo. Sus compañeros llegaron, varios coches frenaron frente a la casa de los Supay. Del primero descendió el capitán Eksik. Mery, echa un piltrafa, se cuadró ante él.
―Señor...
―No me vengas con “señor”, Page. ¿En qué coño estabas pensando?
―¿Señor?
El hombre se llevó dos dedos al puente de la nariz para evitar estrangular a Mery.
―No sé en qué andas metida, pero no voy a consentirlo.
―Puedo explicarlo, capitán ―respondió ella lo más tranquila posible.
―Tienes mucho que explicar. Por qué has metido a una banda criminal en la casa de una de las personas más poderosas de la ciudad sería un inicio.
Mery agitó la cabeza. Pareció que se hacía la despistada, pero fue muy diferente; lo hizo porque no solo no había sido ella, sino porque su capitán sabía que la gente de la Doña había estado allí.
―Pero lo que quiero saber antes es por qué demonios has estado encubriendo todo este tiempo a una asesina en serie.
Mery no pudo evitar mirar a su capitán con horror. Lo había llevado con discreción, con tanto secretismo como pudo. Ni siquiera Peruzzi tenía todos los detalles de la operación.
―No deberías estar tan sorprendida, no cuando te dejas abierto el expediente del caso en tu ordenador con una foto de la principal sospechosa a la vista. Aún tendría que dar gracias de que al menos la sargento Peruzzi conserva algo de integridad.
Después de todas las precauciones y el secretismo, después de los tejemanejes para tratar de defender a Damaris, todo había fallado por no ser capaz de apagar el ordenador. Pero ella sabía que había cosas que no cuadraban en el caso, sabía que Damaris no era culpable. Elena había conocido a Damaris, entonces sin saberlo, pero hasta ella sabía atar cabos.
―Capitán, prometo explicarle el por qué de mi actuación y acataré el castigo que se me haya de imponer, pero tiene que...
―Sí, ya lo creo que lo vas a acatar ―le interrumpió él―. No te va a quedar más remedio. Dame tu placa y tu pistola.
Hizo una seña a un agente mientras recogía ambas cosas de manos de su subordinada.
―Ahora, date la vuelta. Estás detenida.
Josefina, en el recibidor de su mansión, se levantó parsimoniosa. Se enderezó y alisó su ropa. Vio que Dvoretskiy llegaba sujetándose un brazo, sucio, con una manga menos del traje y una venda improvisada en la pierna manchada de sangre.
―Deberías ir al hospital ―dijo Josefina, suspicaz.
―No será necesario. Conozco a gente.
―Eso quería oír. ―Se ajustó las mangas―. Te agradará saber que todo ha salido bien. Creo que es el día más feliz de mi vida ―dijo sin ápice de sonrisa―. ¿Con cuánta urgencia necesitas atención médica?
―¿Qué necesita?
Ah, he ahí un buen empleado. Miró al cocinero, que no había movido ni un pelo y se encogía, queriendo desaparecer. Josefina suspiró, molesta.
―Voy a echar de menos unos buenos huevos rotos las tres de la madrugada.
El cocinero la miró confundido.
―Nunca... nunca he hecho eso.
―Ah ―dijo Josefina―. Pues a buenas horas se me ocurre.
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