Blog destinado a relatos del personaje Clarice Ainsworth, perteneciente al universo de Role Player.
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The Noble and Most Ancient House of Black
12, Grimmauld Place.
Londres, Inglaterra.
Clarice sabía reconocer la riqueza y el poder cuando los veía. Los Black tenían ambas cosas. El salón no se encontraba a rebosar pero aún así había suficientes personas para calificarlo como ‘lleno’. Sus padres no parecían tan consternados como ella, que intentaba disimular con estricto cuidado las emociones en su rostro. No había pasado mucho tiempo desde que habían llegado y ya se encontraba hastiada. Le molestaba que las personas, al presentarse, mencionaran primero su apellido y luego su nombre. Había conocido muchas clases de criaturas en lo que llevaba existiendo, ninguna tan irritante como un mago sangre pura.
Cuando su padre terminó de saludar a aquellos que conocía, ambos se dirigieron a un rincón un poco más alejados del resto. Su madre, Elizabeth, se había quedado varios saludos atrás hablando con un grupo de mujeres. Un suave y agudo carraspeo llamó la atención de padre e hija y ambos agacharon la vista. Una criatura pequeña y delgaducha se encontraba con la cabeza gacha y una bandeja temblorosa entre sus manos, ofreciendo lo que parecían ser bocadillos. Ambos aceptaron con una sonrisa pequeña que alegró visiblemente al elfo mientras se alejaba.
—Hija, acércate —pidió su padre con vos baja a lo que ella obedeció con disimulo—. ¿Ves aquellas personas junto a la puerta? —preguntó con el mismo tono de voz. La castaña esperó unos segundos antes de voltear hacia donde su padre se dirigía con la mirada antes de asentir—. Licorus y Phoebe Black, evitarlos será una de tus prioridades si alguna vez los cruzas sin estar conmigo presente.
Licorus era un hombre muy parecido a Thomas. Ambos eran altos, de espalda ancha y brazos fuertes. Muy apuestos con su cabello negro rizado, piel blanca y sonrisa encantadora. Clarice encontró rápidamente dos cosas que los diferenciaba: las intenciones que escondían sus sonrisas y el color de sus ojos. La mayoría de los Black solían caracterizarse por el cabello negro y los ojos grises, Licorus no era la excepción. A su lado estaba Phoebe, una mujer muy parecida a su hermano en rasgos generales aunque con la expresión más formal y desdeñosa a la vez.
Odiosa a simple vista.
—Licorus tuvo tres hijos, aquellos que ves allí —continuó señalando de manera casi imperceptible con la cabeza hacia unos niños que estaban sentados en un sillón de terciopelo negro—. Misapinoa es la más grande, está en el último año en el colegio Hogwarts; Cygnus le sigue con catorce años y ya ha comenzado su cuarto año el semestre que pasó —hubo una breve pausa antes de seguir hablando—. Arcturus es el de la punta, el más pequeño. Los Black están algo preocupados porque hasta ahora no ha mostrado ningún indicio mágico y temen que sea un squib como…
—Eduardus —finalizó la chica con expresión triste.
Ambos observaron la esquina contraria en la que estaban los hermanos. La primera vez que oyó de Eduardus era un niño que estaba entrando en la adolescencia, ahora, según los cálculos de Clarice, tenía dieciséis años y era el primer Black que no poseía magia. Su padre le había contado la historia de forma breve y concisa: su hermana mayor, Alexia, tenía en su poder cuidar de Eduardus hasta que él cumpliera la mayoría de edad y hasta entonces, seguiría formando parte de la familia. Sin embargo, cuando el chico cumpliera diecisiete años de edad, la familia borraría toda conexión con él ya que un squib en la familia significaba ser repudiados en la élite, algo que no podían permitirse.
Un grupo de hombres con bastones y pajaritas exclamaron el nombre de James a lo que su padre se disculpó con ella con una exagerada expresión de cansancio antes de unirse a ellos. Clarice lo observó marcharse con una pequeña risa antes de volver nuevamente su vista a Eduardus. Terminó el bocadillo que aún tenía en su mano y se dirigió hacia donde estaba el adolescente. No se detuvo allí. Sabía que si los veían hablando en público ella quedaría con una mala reputación y las consecuencias de ello recaerían en sus padres. No era un opción. En su lugar, observó fijamente los ojos grises del joven en todo el trayecto que duró desde su posición hasta la puerta que llevaba a la habitación continua, junto a él.
La habitación no era tan grande como el resto de las habitaciones en aquella imperial casa. Notó también, por el color desgastado y el olor a encierro y polvo, que la habitación estaba algo abandonada. Podía sentir la suciedad abriéndose paso por sus fosas nasales y lastimando su nariz y garganta al respirar. La puerta se abrió y cerró rápidamente detrás de ella. Al dar media vuelta, se encontró con la figura de Eduardus. La expresión en el rostro del chico, cuando ambas miradas se conectaron, denotaban confusión y una gran lucha interna, como si el estar ahí hubiera sido un impulso.
Clarice sonrió.
—Disculpe —menciona Eduardus, haciendo una pequeña reverencia.
La mayor se apresura a detenerlo cuando ve que intenta marcharse nuevamente.
—Espera —le pide en un susurro—. Quiero ayudarte.
Eduardus quita la mano del pomo de la puerta pero luego de eso no realiza ningún movimiento o sonido más que el de su respiración. La castaña toma eso como una señal para continuar.
—Mi padre me ha hablado de ti —comienza con calma—, eres un squib —puede sentir la tensión del cuerpo bajo su mano y al segundo de darse cuenta de sus palabras quiere reprenderse a sí misma por la falta de tacto—. Quiero… Queremos ayudarte —miente dejando caer su mano del hombro de él.
Eduardus la mira con una clara expresión de incredulidad e ironía que no causa ningún efecto sobre ella. No podía dejar que su mentira se notara, aunque después de todo, sólo era una mentira a medias. En realidad su padre no había dicho nada sobre ayudar a nadie, mucho menos su madre, pero sabía que ninguno se negarían a ayudarla a ella. Convencer a sus padres no sería un gran problema, el conflicto parecía encontrarse en el joven que parecía batallar con él mismo. No lo culpaba. En una sociedad donde el estatus lo era todo, que una persona se acercara a ayudar a un repudiado por su propia familia… ¿Por qué habría de ser confiable?
—El día de tu cumpleaños mi familia y yo viajaremos a Constantinopla y nos quedaremos allí una temporada, puedo enseñarte el idioma y podrás conocer más personas como tú —lo instó con una sonrisa dulce y tono emocionado antes de pasar a la amenaza—. Además, ¿a qué otro lugar irías? Puedes quedarte en algún lugar medianamente habitable hasta que se acabe el dinero que has ahorrado los últimos meses y, ¿luego qué? Tu familia te detesta y los amigos que tenías te han dado la espalda.
Los labios del chico se fruncieron en una fina línea de enfado, las manos se cerraron en fuertes puños que marcaban los nudillos y aún así ambos sabían que ella tenía razón. La sonrisa de suficiencia que Clarice le dio dejó el asunto casi concluido.
—¿Por qué quieres ayudarme?
—Estabas tardando en realizar la pregunta —se mofó a su vez como respuesta—. Existen más personas como tú, personas que han sido repudiadas, exiliadas, despojadas de sus pertenencias y de todo lo que eran —intentó explicarle con expresión un poco más seria—. En cuanto cumplas la mayoría de edad ni siquiera tu hermana podrá salvarte de convertirte en Nadie, a menos que decidas viajar con nosotros.
Tras las palabras dichas la habitación quedó en silencio unos minutos. Él realmente parecía estar pensándolo esta vez aunque aún surgía un poco de duda en sus rasgos. Sabía que debía probarle de alguna manera que podía ayudarlo. Un suspiro cansino salió de los labios de ella antes de que entraran en escena sus dizque dones.
—Lo primero que necesitas saber antes de ver lo siguiente es que no podrás realizar esto de un día a otro, requiere mucha práctica lograrlo.
Extendió la palma abierta de su mano derecha entre ambos cuerpos y al instante una pequeña llama amarilla y roja surgió de ella. Con la mano tiesa, Clarice se movió hasta colocarse junto a él y acto seguido subió su mano a la altura del rostro y sopló. Llamas de un tamaño diez veces más grandes que la que había en su mano viajaron hasta la pared que había frente ellas. En un segundo se creó un muro de llamas rojiza que casi lastimaban la vista. La castaña giró su rostro lo suficiente para ver la expresión alucinada del chico antes de dar por finalizado su pequeño truco.
Al cerrar la mano el fuego cesó hasta extinguirse completamente en cuestión de segundos. Clarice se acercó a la pared y apoyo ambas palmas allí. Podía sentirse la calidez emanando de allí pero al tacto estaban muy lejos de quemar. Volteó la cabeza sin despegarse de la pared e hizo un gesto a Eduardus para que lo comprobara él mismo, quien se acercó vacilante al comprender la seña. Al hacer contacto con el cálido muro de piedra el pelinegro soltó una risa emocionada y sorprendida al notar que no se quemaba. Luego volvió a reinar el silencio durante largos minutos.
—¿Realmente puedo aprender a hacer eso? —le preguntó finalmente.
—Con tiempo y práctica —le recordó con una sonrisa consoladora—, pero sí.
—Entonces iré contigo, con tu padre o con quién sea —respondió emocionado—, ya no tengo nada que perder.
Unos golpes conocidos para la castaña sonaron en la puerta con un sonido seco. La ojiazul sonrió a la madera grisácea mientras caminaba hacia ella. Cuando volteó para despedirse Eduardus aún se hallaba con el cuerpo y las palmas pegadas a la pared, y la mirada asombrada.
—Lo que has visto aquí no puedes decírselo a nadie excepto a tu hermana, Alexia, ella te ayudará —le aconsejó amablemente—. Tu elfo ya ha perdido su lealtad hacia ti, sin embargo le sigue siendo fiel a tu hermana, puedes confiar en ambos —abrió la puerta y al salir asomó la cabeza por la abertura antes de cerrarla por completo—. Recuerda esperar cinco minutos antes de salir. Y recuerda también que ya no estás solo Eduardus Black.


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From the very start
1 de enero, 1843.
Hogsmeade, Escocia.
Primero de enero, primer día del año. El clima, como podía esperarse, era lo suficiente frío para que uno prefiriera quedarse en casa a estar vagando sobre aquel manto blanco que cubría al pueblo por la nieve acumulada. Desde la ventana en la habitación se podía apreciar lo solitario que estaba todo fuera de la enorme casa que sus padres poseían. Ésta vez le había tocado convivir con una pareja de magos ingleses. Admitía que la estrategia que habían utilizado había sido una muy astuta, viajar al menos dos veces al año a diferentes países había solucionado el responder a preguntas como porqué la hija del matrimonio no había asistido a alguna academia mágica para manejar el uso y utilidad de su magia. Claro que el hecho de que Clarice pudiera hacer algunos trucos de magia también evitaba ser repudiada por los sangre pura de la élite mágica, algo que, de ser caso contrario, habría llevado una serie de problemáticas a los Ainsworth.
El sonido de dos golpes secos en la puerta la despertaron de su ensimismamiento. Ni siquiera se molestó en moverse un centímetro, simplemente se aclaró la garganta antes de responder.
—Adelante.
La puerta de madera oscura se abrió ligeramente para dar paso a un hombre de complexión enorme y una sonrisa pequeña pero bonachona. Antes de darse cuenta se encuentra respondiéndole con una expresión amable y sincera. La relación que tenía con aquel hombre era, probablemente, una de las más sinceras, fuertes y cercanas que había tenido con cualquier otro humano en la Tierra. Clarice, siendo conocedora de su situación, sabía que no era conveniente crear vínculos estrechos con sus protectores pues podían jugar en contra y terminar siendo una distracción o simplemente un problema. Pero cuando una persona conocía a Tom era muy difícil no tomarle cariño, bien lo sabía.
—Padre —saludó la joven una vez se colocó frente a ella—, creí que aún dormían, es muy temprano —continuó extrañada.
El hombre negó con la cabeza y levantó una de sus manos a la altura de los ojos de la más joven. En ella había un pergamino desenvuelto.
—Nos han invitado a pasar la tarde en casa de la familia Black —comentó con voz un poco apagada—. Tu madre y yo debemos asistir por compromiso, sabes que es un requisito para mantener el estatus de la familia —explicó como si la delgada mujer no supiera las razones—, pero no tienes que ir si no quieres, sólo quería que estuvieras al tanto que volveremos tarde.
—No —contestó rápidamente—. Quiero ir.
Thomas le ofrece un pequeño asentimiento antes de comenzar una conversación en la que Clarice no está lo suficiente interesada. Su mente, ambiciosa como era, estaba en un lugar totalmente diferente. Si las cosas salían bien, aquel día podría ser el que tanto había estado esperando.


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