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Heroína matinal
Cierra los ojos, sólo puede pensar en el enorme sándwich que se va a tragar cuando llegue a su casa. Nada le abre tanto el apetito como una larga noche de juerga con amigas. En su cabeza despeinada, un suave dolor empieza a extenderse como firme denuncia de la ingesta etílica. Gajes del carrete, se dice y abre los ojos para mirar su celular. Son las 9:45 de un domingo que hace rato que clarea pero aún se mantiene despoblado. Faltan todavía algunos kilómetros para llegar a su casa, calcula que en 40 minutos se hace con su cama, su sándwich y quién sabe, tal vez, hasta una ducha caliente.
La ventana la hipnotiza, paisajes conocidos de una ciudad grande, pero también pequeña, que no se cansa de recorrer. La micro se detiene y una gorda abuelita sube cargada con más bolsas de las que puede llevar. Aunque los asientos libres abundan, la señora se sienta a junto a ella. Suspira. Quiere hablar y empieza a hacerlo sin invitación. Que la plata ya no rinde. Que está todo cada vez más caro y que una jubilada tiene que hacer magia para llegar a fin de mes. Que los nietos no saben de economía y le piden cosas a una. Que qué podemos hacer las abuelas si los nietos son todo para nosotras. Que igual una prepara su comidita dominguera para que las hijas e hijos la visiten con los chicos y la familia se junte y se mantenga unida. Que la familia es lo más importante.
La cantaleta de la tercera edad le parece repetida, pero absolutamente cierta. La señora la enternece muchísimo. Luego de varios minutos en continuo avance, el coche se detiene. La señora, con calculada parsimonia, se levanta para bajarse. Acá me quedo, lolita, fue un gusto conversar con usted. Me voy a preparar el almuerzo para los míos. No pasa mucho tiempo hasta que las bolsas junto a ella empiezan a crujir con el movimiento de la micro. La vieja se olvidó la mitad de las cosas.
¡La re puta madre!
Piensa en la reunión que, en horas, tendría con la familia. Piensa en la cara de la vieja cuando se dé cuenta del descuido. De repente no piensa y, como por inercia, se levanta, toca el timbre y agarra las bolsas. El bus avanzó sólo un poco y calcula que, a paso de vieja cansada, debe haber recorrido como mucho dos cuadras. Con suerte dos cuadras.
Al bajar, el dolor producido por los zapatos de taco le recuerda lo fútil de la vanidad humana. Se los saca y los pone en una de las bolsas de mercado de la señora. Sabe que debe ir para la derecha, recuerda ver a la vieja meterse por un pasaje. Lo encuentra y por ahí se mete. Camina descalza unos metros y empieza a garuar. Una puteada sonora se le escapa de los labios despintados. La cabeza le reclama insolente por un calmante, un litro de agua y varias horas de sueño. Maldice el momento en el que decidió ser la guardiana de las ancianas despistadas, maldice también la hora en la que decidió tomar ese quinto vinito.
El camino le resulta enteramente desconocido y decide preguntar a la señora de las sopaipillas, ubicada en la esquina. Le pregunta por la vieja, esa que iba con bolsas, una señora gordita con cara amigable de abuela querendona. Se fue para allá, derechito. Y para allá se va ella. Tras unos pasos ganados, los vigilantes caninos de una casona blanca la abordan con furioso malestar y corre. Tras ella, los perros corren, ladran, gritan y putean. El agua la convirtió en estropajo humano. Los pies le duelen. La mañana se le puso en contra. De la nada, un galante cincuentón sale desde el umbral de la puerta de su casa. Parece complicada, le dice ¿Mal día? Mala vida, responde. Y tirando maldiciones al viento, se saca las ganas de putear otra vez. El galán improvisado le ofrece un té. Acepta, sólo porque su garganta parece un árido desierto, candente y hostil. Se sienta en el porche de quien dice llamarse Julio. Recostadas en el suelo, las bolsas indiferentes la invitan a sentirse ridícula. Estoy buscando a una señora. Tengo algo que es de ella y se lo quiero devolver.
El hombre le habla. De la lluvia, de viejos amores y bla bla bla. Pero no lo escucha y disfruta de la infusión y del asiento que, a estas alturas, parece ser el soporte más placentero que alguna vez tuvo ese culo. Cada partícula de tiempo vivido, cada decisión tomada, le parece absurda. Fija su mirada en un punto visualmente cómodo en la vereda del frente y así permanece varios segundos hasta que un ruido la saca del trance. En la casa de al lado, un auto rojo se estaciona y toca bocina. De la puerta una señora con paraguas sale a recibir al familión que, como payasos de circo, bajan uno a uno del coche sonrojado. El universo le sonríe pues la señora que abre es la misma que con ella compartió el viaje y las charlas de economía. Le resulta increíble. La suerte es yuta pero a veces buena gente. Esa es mi vieja! le dice al tipo que ahora está más cerca, casi tocándola.
Señora! Grita entusiasta, parándose con prisa. Mire, la estaba buscando. Viajamos juntas hace un rato. Tengo sus cosas, se las olvidó en el asiento. Pensé que no la encontraría. Le pasa las bolsas, con los zapatos de yapa. La señora, sorprendida, le agradece, la abraza y la invita a compartir la comilona familiar. Pase lolita, está mojada, se puede enfermar. Tantas molestias que se tomó por unas cuantas tonteras… La viejecita sonriente le recuerda a su abuela. Se alegra de haberla ayudado pero, educada, ella contesta. No señora, muchas gracias, yo me voy a dormir.
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A veces el amor
Por lo general nos odiamos. Aunque tengo la sospecha de que tal odio es más bien unidireccional y que él, en verdad, prescinde de mí. Que acaso tampoco me conozca y sólo me embista como irremediable consecuencia de su existir.
Vivir atropellando, sin pedir permiso. Tampoco perdón. Existir como masa soluble, sin mayor estabilidad que su constante insistencia y ser igual un cochino conchesumare capaz de diluirse y diluirme con él. Indómito. Irrefutable. Lo odio, sí. Pero, a veces, también lo amo. Lo amo y no es la oposición la que nos convoca. Tampoco la indiferencia. Sino un profundo cariño y respeto mutuo.
Existen casos aislados donde los micro momentos que lo componen (menores que los segundos: nanosegundos) se transforman, debido a su intensidad, en un espeso y blando mar que fluye gomoso y acolchonado. Se contonea y entonces no atropella. En cambio me sonríe y me invita a navegar. Yo lo contemplo, le sonrío de vuelta y, sin pensarlo dos veces, me interno de lleno. Las treguas son, a mi juicio, necesarias de tanto en tanto.
Son varios los factores que pueden provocar su alteración. Pueden ser de índole sentimental, espiritual, orgásmica o metafísica, entre otras. Tanto de orden interno como externo.
Con algunos efectos narcóticos, como los de la marihuana, por ejemplo, los nano segundos parecen convertirse en chicles pegajosos, densos y de extensión cuasi ilimitada. Cual lubricante temporal genera la más hermosa dilatación y se convierte la clorofila en una aliada confiable para combatir los dramáticos embates que sufrimos quienes detestamos ponernos bajo las normas de la estructuración arbitraria (aunque también funcional) del transcurrir.
Conspirando contra el reloj muelo, rolo y prendo un pito o, como le decimos en el barrio, un mecanismo de expansión cronológica tamaño bolsillo.
Fumo y celebro la tregua.
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Auto retrato verbal, o tal vez no.
Martes, tres y media de una madrugada fresca y chora, que amenaza con llover. Madrugada que ladra pero también muerde y, entonces, se llueve encima. Se precipita sobre los cristales de mi ventana una estampida de frías gotas celestiales. Desde que los dioses cayeron en el exilio todo lo que queda ahí es agua, fría y líquida, aunque a veces también es sólida y cuando cae, hay que meterse para adentro porque las bolas de hielo golpean con fuerza la carne y eso duele mucho y puede llegar a lastimar también. El agua en cuestión, que esta vez es líquida, no sólida, llega cortando el aire, que es atravesado sin permiso. Y, también sin permiso, atraviésame a mí (todavía en vigilia, vigilante) reavivando el dolor de los viejos excesos. De repente un pregnante olor a nada dominó el ambiente y me envolvió de congoja. Que pena mi vida, ¿verdad?
Me dan ganas de llover también y pienso en poner un disco de Radiohead, Pablo Honey, para sentirme un poquito peor, pienso que siempre se puede más y siento rabia conmigo por saber eso. Mientras busco el álbum capaz de aniquilarme, una bofetada de auto sinceridad me golpea duro la mente. Van dos golpes en lo que comienza la lluvia pero el segundo se impuso violento, me dice imperante que SHH Corina, que dejate de joder, que callate un poco loca retorcida y cortala con lamerte ese culo cagado y herido. Basta. So mente, so. Concentrate y ponete a escribir al tiro que en poco tiempo cumplís 28 y se te acercan los 30, que muerden los 29, quienes mordieron antes a los 28, que todavía no llegan pero ya los extraño. Y que la vida está en otro lado Corina. Que necesito dirección. Que necesito enfocarme y este es el momento de buscar la nitidez, y ahí voy, y agarro lapicera y agarro también la agenda que me regalaste para mi cumpleaños número 27, lamento tener que morderlo pero no depende de mí, igual la agenda permanece intacta, por eso no te preocupes. Esa no está mordida, sólo quizás un poco roída de palabras y de viajes en el metro.
Entonces me siento. Voy a escribir. Me paro otra vez porque ahora tengo ganas de comer chocolate, porque la lluvia se casa con el chocolate y tienen un buen maridaje y después de maridados, sólo después por respeto a la iglesia, llegan los hijos, que son las palabras que pienso parir. Porque sí, es escribir la meta última de todo esto. Refuerzo mi idea, el chocolate me va a ayudar a sentir mejor, por las endorfinas y todo eso que escuché alguna vez en la televisión (¿o acaso lo leí por faceboock? ). Y voy a la cocina y agarro el dulce y pienso que quiero hablar sobre los perros que, al igual que yo, pernoctan y viajan en bus, pero se bajan siempre en Bella Vista. Pienso en ellos y su vida social y los envidio un poco porque cuando los cruzo en el bus estoy volviendo del laburo, yendo para mi casa, sola y cagada de frío. Pero ellos carretean y es sobre eso que quiero escribir y éste chocolate es una cagada, ¿por qué será que compré esta mierda si sabía que esta marca no es buena? Lo que pasa es que lo vi en la caja del súper, marcado como una oferta y justo el chocolate que yo quería no estaba y tuve la sensación de que, como era oferta, haría mal en no comprarlo, porque para eso fui al súper en primer lugar, para comprar chocolate y... Corina concentrate! Trago la pasta dulce (trago sólo las almendras en verdad, el resto lo escupo porque no me gustó).
Salgo de la cocina, donde siempre engullo de parada y vuelvo urgida al livingroom, que también es comedor y también es oficina y sala de estudios y también es el lugar de los eventos sociales, pero sólo los de Carlitos eh, porque los míos son más bien de índole individual. Me siento, y abro YouTube para poner música, pero esta vez no pienso en Radiohead, porque ya no quiero sal en las llagas. Quiero algo como... algo como... me acuerdo de una lista con bandas bien moralizantes (así me dijiste que te pasaba a vos, me dijiste que te moralizaban), unas que me recomendaste ayer o antes de ayer o algún día de esta semana, que si no fue ayer igual tiene que haber sido antes de ayer porque recién es Martes y la semana empezó hace dos días. El domingo, seguro que fue el domingo. Voy a la pieza, desastre cósmico personal y busco entre las ropas, las del lunes, las de hoy y las que dejo por ahí, también, para usar mañana, pero la lista no aparece, ¿será que debo ordenar? Nomás tantito. OK, sólo doblar la ropa tirada y separar lo que es para lavar. Así, seguro, con la escampada visual, aparece el papel. ¡Orden Corina, orden! Listo, abrigos al placard, los jeans en los estantes de abajo de los libros, la ropa sucia se podía volver a usar así que esa también la guardé.
Y me voy para el living otra vez, a sentarme. Me siento y me acuerdo de la lista, que por cierto olvidé, así que vuelvo a la pieza. Ahí recuerdo que la tengo en el bolsillo porque me la diste hoy, no ayer, no antes de ayer, me la diste hoy y ¿qué pasa con ésta, la mía memoria, que me abandona a su antojo y vuelve tan sólo para traerme la ropa sucia? Saco la lista con las bandas para gente optimista y las busco por internet, ¿las descargo o sólo las reproduzco? Las reproduzco (¿es normal que todavía de vieja piense que la palabra reproducir es obscena y graciosa? Sexo, sexo). Las canciones suenan bien, cierro un rato los ojos y pienso en esos perros que comparten conmigo el espacio móvil que es la micro. Ellos tampoco pagan de noche, o de día. Perros carreteros de carretera y miro la hora, cinco y media de una madrugada fresca, chora y ahora, también, llovida. Es tarde y el sueño me inunda, ¿más que la lluvia? Cierro la compu y me voy a descansar. Mañana los escribo perritos, pienso en voz alta.
Adentro mío son también las cinco y media, son las cinco y media de una Corina fresca y chora, que amenaza con escribir pero se llueve encima.
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Llamado a la solidaridad
Se necesitan clases de moral aplicada para descifrar el siguiente acontecimiento:
Un auto en medio de la calle. Avanza lento. Puede que sean alrededor de las cinco de la tarde y haga un poquito de calor -aunque esos sean detalles insignificantes-. Una bicicleta avanza por la ciclovía, otra bicicleta y otra más también avanzan por la ciclovía. De repente, el conductor del auto en el medio de la calle, que avanza lento, comienza a invadir el camino para ciclistas con obstinada ceguera, obstruyéndolo casi en la totalidad de su ancho. Éstos, algo confundidos, se ven obligados a improvisar, realizando maniobras para evadir el vehículo y no quedar estampados sobre él, cual sticker de Valparaíso. En el vidrio trasero, como un tatuaje blanco, se distingue la leyenda: “Teletón 1 y 2 de Diciembre”.
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Ignora Dios y perdona
Rodolfo, el director del penal N° 308, como le decíamos cariñosamente al frío y húmedo edificio que era nuestra escuela secundaria, me llamó una vez más a la dirección para tratar de encaminar mi descarrilada conducta de malhechora juvenil. Cabe aclarar que con una cantidad igual a cero de motivos para hacerlo. El asunto era el siguiente, desaparecieron unas pruebas de la sala de profesores, por no decir que fueron estratégicamente hurtadas por algún inteligente sin ganas de estudiar. Y yo, la eterna reina, la incuestionable emperatriz de los conflictos colegiales era, porsupuestamente, una imputada en la cuestión. Es que, tras años de ser la abanderada de la camorra y embajadora de las barricadas estudiantiles, no tenía una buena posición para defenderme. Tal sentencia la encontraba en verdad bastante injusta, si me piden la opinión, dado que esta vez sí que no, nada tenía yo que ver con la comitiva de ese delito en particular. Pero, nadie me pidió la opinión y ahí mismito estaba, en mi viejo asiento de los acusados, frente al director, siendo una vez más interrogada por él.
Tenía Rodolfo una cantidad inconmensurable de apodos que lo convertían en objeto de burla del alumnado tales como “cabeza de rodilla”, “pelado botón” o “el verdugo de los con pelo”. Ese día toda la paciencia que lo caracterizaba estaba llegando a su punto de ebullición máxima. Se lo notaba cansado por su tono de voz y la manera en que movía los ojos cuando hablaba. Su tedio no me ayudaba en absoluto ya que descreía de cada oración que salía de mi tierna boca de mujer adolescente. Era de una inutilidad inmensa que usara con él cada cara de mi repertorio de la redención. Buscaba una confesión, deseaba en ese momento dar por concluida la averiguación y las agujas del reloj comenzaban a picarnos los sesos a ambos tras el silencio que nos inundaba de tanto en tanto. Repito, yo no sabía nada.
Había estado convocando uno a uno a los sospechosos de siempre, a través de su marallivoso micrófono cuya apertura sonora regaba nuestras aulas con los más variopintos comunicados. A mí me llamó última y me hostigó como pudo tratando de sacarme lo que sea que le sirviera para el juicio. Vos sabés algo me decía, sabés algo que no me estás diciendo y, con tu legajo, llenito como está, no te conviene guardar el secreto, me decía. Empecinado con los secretos, ese era el tema de moda desde que se descubrió que una chica de segundo vendía marihuana en el patio durante los recreos (esa chica no era yo), como consecuencia las autoridades habían generado una suerte de fobia a los posibles complots adolescentes.
Sonaba el segundero, comiéndonos los vestigios de paciencia que se iban al tacho con cada momento de silencio. El Pelado presionaba, empujándome a que le contara mi secreto y clarito tenía ya que no me dejaría ir hasta que le dijera algo. Y así fue, con la templanza destrozada y el corazón como tambor en carnaval comencé, sin pausa, a vomitar cada confesión que tuviera en mi poder. Ahí sí que hablé.
¿Querés que te confiese algo? le dije. Bueno, vos te la buscaste. En verdad soy yo quien ha estado dibujándole bigotes al viejo retrato de Cristóbal Colón que cuelga en el pasillo, porque me parece muy feo, muy obsoleto y muy conquistador para que lo dejen ahí, y te salvaste de que no le dibujara un pene en la boca porque esa idea también se me ocurrió y creo que se lo tiene merecido. Me causan mucha gracia los accidentes con niños y, en lugar de ayudar, me cago bien de la risa cuando veo que se caen o se golpean y se ponen a llorar. Creo que Mario, el profe de Filosofía es el tipo más hermosamente sexy que pisó la tierra y cuando no se da cuenta le sacamos fotos y las compartimos por Whatsapp en un grupo que tenemos sólo para hablar de él. A veces me meto en el baño de los hombres y fumo para que piensen que son ellos los desadaptados y les pongan amonestaciones. Te digo otra cosa, yo inventé nueve de los diez apodos que tenés, pero mi preferido es “pelado botón” porque no es tan agresivo y creo que sos un buen tipo y no te merecés tanta mofa de nuestra parte. Pero te digo más, ¡de las pruebas yo no tengo ni idea!
Mi nuca, y yo creo que la de él también, se heló cuando notamos de pronto que, sin preverlo el micrófono permaneció abierto. Todos escuchamos la catártica cantaleta que le vomité al Pelado, y digo escuchamos porque el sonido llegaba con delate y pude notar mi voz como un eco saliendo del parlante, de cada parlante de la escuela, mi fría y húmeda escuela.
No tengo que aclarar, porque se veía venir que, acto seguido a mi heroico desahogo, fui gentilmente invitada a retirarme para siempre de la humedad del colegio con una improvisada carta de expulsión que el paciente señor pelado me acercó ya con los nervios destruidos.
Fue por esa razón, y no por otra, que me expulsaron. Claro que a mis viejos les dije otra cosa. Pero... como bien dicen por ahí, menos averigua Dios y perdona.
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Por suerte tengo mis dedos
Por suerte tengo mis dedos. Masas tubulares de carne son los dedos. Dispuestos en las manos de cinco en cinco, forman un total de diez por persona, considerando una economía anatómica simple con sólo dos brazos y dos manos. También los hay en los pies, pero esos, exceptuando las cuestiones de equilibrio y estabilidad del cuerpo, carecen de importancia. Existen de varias formas y tamaños. Mis dedos, por ejemplo no son muy largos, tampoco muy cortos, no son pequeños, ni grandes, pero son, están todos y los puedo ver y tocar a mi antojo -tocarse los dedos puede resultar una actividad redundante-, brindarse alimento, destapar un vino o rascarse el culo son tan sólo algunos de las utilidades que ofrecen. Pero, sobre todo, y ésta, debo confesar, es mi favorita personal, sirven para escribir. Toda clase de cosas se pueden hacer con las palabras y un adecuado uso la motricidad fina.
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