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Perdido en el rastro
Por Oscar Vargas Silva
El recuerdo, que en esos momentos tenía un olor y un rostro específicos, lo había arrojado a la oscuridad de la noche; a través de ella, sus pasos parecían horadar la acera, llevaban consigo un extenso peso en el que se confundían, indistintamente, la desesperación y el odio. El ritmo frenético de su andar quería vencer al monumental hombre, agigantado a paso dado, a quien imploraba por una tregua. En sus labios nació algo semejante a una palabra, un consuelo inútil mientras su vida, al tiempo que el recuerdo, cogían la consistencia del cemento pisado entre sangre y lágrimas.
Había olvidado el toque de queda. Ignorado e ignorando, avanzaba a lo largo de la calle. No había un policía cerca y los pocos vecinos que, desde sus ventanas, lograron observarlo, lo tomaron por un desequilibrado.
Se sentía condenado a la soledad, a compartir el tiempo, incluso estos, los últimos, aunque él tardara en reconocerlo, con la sombra gigante del hombre, escuchando el ronco estertor con el que ya no luchaba; iba cediendo al rencor, al miedo y al olor imaginario que escocía sus sienes hasta hacerlo sentir cada vez más blando y estúpido.
Dejó de caminar. El lejano sonido de una patrulla, una levedad rojiza en las paredes, hizo reconsiderar su situación. En medio de la noche, desvió su camino.
* * * * * *
Podría haber pasado un día lo mismo que un mes; nada en el cielo -la misma capa grisácea y homogénea- ni en la deslucida claridad que se asomaba en las paredes de su habitación le indicaba a Israel la llegada de un día nuevo o la esperanza de alguna novedad. Por momentos, la idea de participar, de formar parte de una reclusión compartida que terminaría con la obtención, también compartida, de una victoria aun mayor, lograba alivianar la sensación de hastío y tedio. Su sufrimiento e inacción eran minúsculos, pensaba, comparado con todo lo que había detrás, lo que sucedía en cada país o en cualquier lugar de Lima, siempre se halla gente más desafortunada que uno mismo. Otras veces, todo ello no hacía más que tumbarlo en su cama hasta bien entrada la tarde.
Judith, de pie frente a la mesa redonda del comedor, secaba unos platos dorados con un trapo amarillo. Israel salió de su habitación sin que pudiera sentir sus movimientos, desviando la mirada hacia la ventana.
- Buena hora para salir.
- Hola, mamá- respondió, cansado.
- ¿No vas a comer algo?
- No
- Nunca comes nada.- Los platos dorados eran apilados por las manos nudosas y blancas. - Ni por la cuarentena se te aviva el apetito. Tu papá y yo no dejamos de comer. Su madre entró a la cocina con una torre de platos, coronados por el trapo amarillo. Desde su sitio, Israel la observó como se observa a un animal que lleva los materiales para construir su hogar.
- ¿Dónde está mi papá?
- Creo que en el baño. Hace un rato acabamos de almorzar. Son las cinco y algo. Vaya hora que se te antoja salir.
La mujer recogió algunos restos de arroz que había en el piso de la sala. Israel contempló de nuevo las manos blancas y nudosas, brevemente moteadas por unas cuantas circunferencias pardas, acercarse a sus pies; reconoció, por segunda vez, luego de mucho tiempo y sin ningún sentimiento definido, la vejez de su madre.
- Ya lo sé, ya lo sé. Desperté hace una hora, pero quise seguir echado.
La falleba de la puerta emitió un tosco murmullo al cerrarse y, a través del pasadizo, el padre de Israel se presentó ante los demás con una carraspera seca. Él también ha envejecido, pensó, mientras el hombre ancho, que años atrás le había parecido inabarcable a su vista, se sentaba a la mesa. «No sé quién de los dos está más gastado, al menos se tienen a sí mismos para soportarlo; de todas formas, debe ser una pena compartir con alguien ese espectáculo. Definitivamente, debe ser una pena.»
- Hola, papá.
- ¿Vas a comer algo? – preguntó a modo de respuesta.
- No quiere nada -interrumpió Judith la respuesta que se esbozaba en los labios de Israel- Este no come nada. Acá seremos pobres, pero comida nunca falta en la mesa. Bien lo saben.
- D��jalo tú.
El hombre abandonó su sitio y se dirigió hacia la despensa, dándole una amistosa palmada en el hombro a su esposa. Tercer estante, a la derecha, entre las copas que nunca usamos, pensó Israel. Su padre volvió a tomar asiento, sosteniendo una botella de aguardiente y un vaso pequeño, achatado en los extremos y con una inscripción apenas distinguible en la parte inferior, entre sus manos. Gerardo abrió la botella, experimentando el mismo placer epifánico de quien descubre un secreto, vertió parte del líquido en el vaso y a Israel le llegó el olor caliente y pesado. «Ha envejecido, pero sigue siendo el mismo, huele a lo mismo, probablemente sepa a lo mismo.» Podía adivinar el olor a varios metros de distancia, no necesitaba esforzarse, lo había acompañado sucesivamente desde que hubo adquirido la facultad de captar y rememorar. Lo había acompañado desde siempre, tal como en ese momento, desde su padre y desde la experiencia propia. Con los años, el olor fue procurándose diversos matices y significados: a veces era el sello de sus primeros años, la impronta de sus lazos familiares; otras, una paz momentánea seguida por crepitantes arcadas, amplios vacíos que su memoria nunca pudo llenar y el abundante y hediondo sudor al día siguiente. «Es lo mismo, cómo puede seguir siendo lo mismo». Su padre interrumpió sus pensamientos al ofrecerle un trago. Él lo rechazó.
- Este es el mejor antidepresivo.– levantó el vaso lo más que pudo, como sopesándolo, y vació el contenido de un solo movimiento.- Te hace falta, hijo, ya verás. Este encierro a todos nos tiene locos. Nos va a volver locos.
- Sí, seguro- intervino, apenas. Algo en las sienes comenzó a fastidiarlo; levemente, arreció. Quiso volver a su cama y dormir lo que restaba del día.
- ¿Qué es de Pedro? – preguntó su madre.
Pedro era un compañero suyo, el único que conocían sus padres, con quien cursaba algunas asignaturas en la Facultad. Pese a no tener nada en común salvo el gusto por jugar FIFA en los alrededores de la universidad, podría decirse que era su amigo más cercano. Tenían planeado mudarse juntos el martes próximo. Israel, con cierta complacencia, alistó su maleta desde hacía dos semanas, poco tiempo antes de iniciarse la cuarenta. Bajo su cama, tres cajas selladas con cinta para embalaje rodeaban una maleta que iba llenándose de polvo. Israel sintió nuevamente una presión en su cabeza y la sensación de quedarse dormido en su asiento. El olor del aguardiente le llegaba directo, como si fuera una bocanada de humo lanzada hacia él.
- Israel, te pregunto que qué es de Pedro. Iban a irse juntos, supuestamente en unos días… ¿Estás bien?
- Sí, sí. Él está bien- Israel pausó la respuesta, con los labios ligeramente entreabiertos, le parecía no reconocer su propia voz. -No llegó a venir a Lima, se quedó en Huancayo.- se esforzó por agregar.
- La cuarentena lo agarró antes de viajar. Bien por él. Qué se hubiera hecho acá, solo.
Gerardo llenó la copa con aguardiente y se la ofreció a Judith. El olor le llegó a Israel esta vez como una ventisca, lo sintió acariciar sus orejas y detenerse en las sienes. «Definitivamente, han envejecido, pero yo también. No como ellos, es obvio, pero he envejecido. Tal vez esté acabado. No creo haberlo estado siempre. Ahora no podría decir que ha sido siempre lo mismo, creo que no, pero, por otro lado…». Israel cogió la copa que su madre había dejado en el centro de la mesa y se la alcanzó a su padre.
- Hasta que por fin te animas- rio Gerardo. -En el fondo no es tan malo como piensas, somos nosotros que lo hacemos malo.
- No digas eso.- dijo Judith. Luego, añadió, dirigiéndose a Israel- No le hagas caso, hijo. No sé si te conté alguna vez esto. Mi papá murió de cirrosis. Tenía doce años y antes de que ocurriera lo observé botar sangre por la boca durante tres semanas, una cosa horrible. Pero no todo fue tan malo. Él nos quería mucho. Un año antes lo desahuciaron y tu abuelo no probó una sola gota de alcohol. Pasamos un año muy feliz, yo, tus abuelos, tu tía Ester. Fue la primera y única navidad en la que tu abuelo no se apareció borracho a la madrugada, despertando a todos para que limpiemos su vómito.
Mientras su madre hablaba, Israel vació el contenido de la copa en un solo movimiento, reprimiendo la respiración: así solía hacerlo con los primeros tragos. Ahora, el olor estaba dentro suyo, recorriendo sus extremidades con diminutos picores y quemando su pecho como brasa ardiente. Cansado, sintió sus extremidades adormilarse, atraídas hacia el suelo de la sala. Su cabeza se ladeó hacia la izquierda. «Mamá me ha contado esa historia, mínimo, unas dos veces», pensó con dificultad, tolerando el sopor y el dolor en las sienes. «No podría olvidarlo. Ella, obviamente, no podría olvidarlo. Lo que me sorprende es que no digan nada sobre lo que pasó. Han pasado muchos años y ni una palabra, de ninguno de los dos. Cómo pueden olvidarlo o fingir olvidarlo; no entiendo y no sé cuál de los dos es peor. No es lo mismo, estoy seguro que no es lo mismo.»
- Judith, mira, Israel se está quedando dormido.
Su madre se acercó a él con sigilo y lo zarandeó por el hombro. Gerardo emitió una risa entrecortada y rasposa.
- Ehh, ya estoy, ya estoy – balbuceó, sorprendido, Israel.
- No te rías. Se la pasa durmiendo, eso no está bien.
- Tráeme una copa, Judith. Una más y se despabila.
Israel observó las manos nudosas de su madre ir y venir de la despensa a la mesa. Ahora el olor era más espeso, penetrante, iba adquiriendo magnitudes portentosas durante el letargo que lo ensimismaba y cambiaba de rostro. El olor era tía Ester cuando vivía con ellos, con sus antebrazos gruesos y su papada caída. Tía Ester llevando en sus brazos a un Israel pequeño, más pequeño aún por el pavor y la angustia, a una edad en la que ignoraba las palabras especificas para nombrar aquello que sentía. Ella lo escondía bajo su cama, le ofrecía una sonrisa que pretendía ser un remanso y que, en ocasiones, lograba serlo. Acostado sobre un suelo húmedo y frío, entendía que el olor estaba ahí, en las voces de Gerardo y Judith, en la violencia y el desafuero de sus expresiones, en la mediación de Ester, en ciertos estrépitos irreconocibles, en él quedándose dormido, por fin, bajo la cama de tía Ester.
- Empinas el codo y no hay quien te pare.
- ¿Por qué tomas con los ojos cerrados?
Sin poder advertirlo, Israel había bebido, por lo menos, unas cinco copas consecutivas, todas con un solo y firme movimiento de su brazo izquierdo.
- No sé, mamá -dijo. Se llevó las manos a las sienes y añadió, como hablándose a sí mismo, tratando de reconocer en el patético ruido que emergía de su boca su propia voz, cada vez más distante. -Quiero irme a la cama, creo que no estoy bien.
- Eso se nota.
Judith abandonó su asiento, quiso acariciar el rostro de su hijo, notó un sufrimiento velado, una agobiante desesperanza en Israel y la manera en que mesaba sus patillas con los párpados entornados; quiso acompañarlo a su cuarto, ayudarlo a entrar en su cama. Una maniobra torpe lo echó a perder. La botella de aguardiente cedió y el líquido se extendió sobre la mesa como el avance de una corriente marina. A Judith le pareció que podría embriagarse de solo oler la intensa ráfaga cuyo descuido había provocado, mientras Israel recordaba súbitamente que el olor también era la ausencia, la tímida confirmación de un desamparo olvidado para su propia supervivencia. Pues hubo ocasiones, algunas, no pocas, enmarañadas en una sola situación lacerante donde se contenían todas sus experiencias vividas, en las que tía Ester no estaba y su fracaso era no poder descifrar el camino hacia el espacio entre el apolillado catre de madera y el piso de la habitación. Entonces su olfato lo reconocía más elocuente que nunca, podía adivinar a los erráticos pasos abriéndose camino de la puerta a la sala y tantear por cada estancia de la casa; a Judith que, primero en silencio, luego llenando el silencio anterior con reproches e improperios, escoltaba a los pies que se aproximaban hacia donde él estaba y creía que no sería descubierto esta vez si cerraba con fuerza los ojos o fingía estar muerto y el olor era una única y compacta silueta que prefería querer sin rostro para no tener que nombrarla ni reconocerla en los años venideros. Pero la silueta debía procurarse una imagen, un distintivo, para acompañar al olor en su paseo por la memoria y una mano áspera lo cogía por el cuello, lo levantaba en peso e Israel sentía todo el olor sobre su rostro en una sola frase pronunciada por una boca desdibujada de la que brotaba odio y baba: tú no eres mi hijo. La mano lo soltaba, caía como un saco lleno de guijarros y sentía en el torso los embates de unos zapatos de cuero mientras la frase rondaba el espacio hasta aplastarlo con su hedor agrio y humillante. Cuando se irguió su sorpresa fue grande: nunca antes su memoria había tenido la delicadeza de concederle una victoria; esa imagen nueva rememoraba en él una secuencia no ensayada, pero con el exacto olor reconocible, la exacta desdicha. Él, el pequeño Israel, incorporado, arremetía contra la silueta enorme con rabia contenida, le escupía y ordenaba que guardara silencio a pesar de no escuchar sonido alguno salvo el de sus agitadas vibraciones; sus fatigados puños buscaban donde caer y el olor se hacía más intenso, más envolvente y tuvo la sensación de desfallecer, rendido, en sus propios recuerdos. Presumió que podría eliminarlo si seguía, pero había algo que oscurecía sus movimientos y pensamientos; una suerte de puntadas en sus nudillos, unas gotas calientes que asperjaron su rostro y la exigua certidumbre de una voz que no era la suya le comunicaron una verdad.
- ¡Israel! ¡Israel!
El rostro desvaído de Judith fue lo primero que vio. Detrás de su madre, tendido en la intersección que se formaba en el límite de la sala, Gerardo respiraba con dificultad. A un costado, la sangre de su padre refulgía desde los dientes de una botella rota.
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Decreando en la cuarentena con Renzo Concha
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