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mar de nubes
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Un cuento por un desafío.
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elmardenubes · 4 years ago
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Vida
Es una mañana cualquiera. María lava la ropa y yo hago tareas en el jardín. Su cantar suave, perezoso llega en un murmullo hasta mí. Pedro camina torpemente en pañales por toda la casa. El tambalear de los primeros años de vida. Da cierta cantidad de pasos, cae y vuelve a incorporarse como si nada.
La canción de María se escucha un poco más alto. Mi hijo parece caminar cada vez más erguido, con mayor gracia. La visión del hogar se congela por un momento frente a mí. El planeta detiene su giro eterno y veo mi propia infancia, mi propio mundo girar por décadas, mi propia historia hasta aquí. Me quedo helado frente a mi vida, con el azadón en mano. Ya no puedo dejar de sonreír.
[Desafío: Escribir el final de un cuento.]
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elmardenubes · 4 years ago
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Tarde
Un profundo bache en plena calle hizo que el taxi saltara por el aire. Desperté de un susto. Es tarde. ¿Dónde estoy? El vehículo se detiene en la esquina a esperar la luz roja. El almacén de Don Juan, donde siempre, me ayuda a volver a la realidad. Si ignoraba la pintura saltada, los colores gastados de las paredes y las arrugas profundas de quienes estaban detrás del mostrador, podía decir que todo seguía igual.
¿Todo? ¿Cómo podía habérseme cruzado ese pensamiento? Cuánto había cambiado. Sentí la mirada de reproche de mi madre y escuché el carraspeo ronco de mi padre, que tantas veces me avisaban que algo andaba mal. Los sentí cerca, como la última vez que los había visto, diez años atrás. Los sentí vivos, como si no hubieran muerto lejos de mí, en este mismo pueblo donde pasaron toda su vida.
Un nuevo bache me hizo regresar aún más atrás. Más que bache, era una depresión en la calle de cemento. Otro elemento congelado en el tiempo. Como cuando paseábamos por esta misma vía en bici con Juana. Dos niños de doce, trece a lo sumo, andando a todo lo que daba directo hacia Raúl —como bautizamos al pozo— para quedar ese minuto de salto en el aire y sentir el cuerpo entero subirse a la cabeza. Y el malabar de caer de vuelta con destreza en el duro cemento, matándonos de risa.
Puse en pausa los pensamientos de pasado. Para todo eso ya era tarde. Entré en la sala repleta de camisas blancas y relucientes zapatos que brillaban en la oscuridad teatral del auditorio. Se sucedieron los saludos —los genuinos y los de rigor— y mis colegas fueron acomodándose en sus asientos, listos para el primer día de congreso y la ponencia de introducción.
Con esa fobia a no poder salir cómodamente de un lugar, me senté en el asiento del pasillo. Ahí fue cuando la vi.
Danzarina, rebozante por la sala, una chica de tez blanca y cabellos bermellón brincaba por los pasillos con un gran aparato negro en las manos. Su cuerpo tomaba las posiciones más extrañas con tal de lograr la fotografía que buscaba. Sus trenzas infantilonas, su vestido azul francia hasta los tobillos con botones en el frente y su remera clara por debajo la destacaban entre la muchedumbre de aburridos trajes. Cualquiera que notaba su presencia se vería inserto en un ensueño diurno de lo más real.
No necesité un segundo entero para reconocerla. Por la forma segura en que caminaba hacia mí, era evidente que todavía no me había visto. Aproveché esos instantes de oro para observarla. Atónito, intenté que el tiempo se detuviera ahí, aunque fuera por unos minutos. Hasta que ella también me encontró.
A su cuerpo se le olvidaron todas las extrañas posiciones. Se quedó clavada en el suelo, a un metro mío, y el metro pareció un kilómetro. Y era obvio que ambos —mudos— pensábamos en el día en que estuvimos a un centímetro.
—¿Qué tal? ¿Cómo estás? —el orgullo de mujer, más fuerte que las rocas del mar.
—¡Juana! ¡Juana! —me estrellé, dándole todo el gusto.
—Manuel, un gusto verte. Disculpame. Tengo que seguir trabajando —hizo ademán de seguir su camino.
—Cuánto tiempo ha pasado —dije, y me arrepentí inmediatamente.
—¿Es una afirmación o una pregunta? —preguntó, las mejillas rojas. Me miraba con los ojos enormes, como emperador romano en el circo avisando que de mi respuesta iba a depender su sentencia.
—Nos tomamos un café a la salida. Nos ponemos al día —solté, buscando una salida. Quería conversar con ella de verdad. Estaba radiante, como ninguna de las mujeres que veo normalmente los fines de semana. Había algo distinto en su pelo, en cada parte de su cuerpo que me hacía estremecer y me causaba admiración a la vez. Estaba seguro de que aceptaría y de que, fuera cual fuera el motivo de ese ceño cada vez más fruncido, podía relajarse y pasar un buen rato con su antiguo amigo y vecino.
El rostro de ella comenzó entonces una mutación. Pasó de la indiferencia a la palidez de la indignación. Luego sus mejillas enrojecieron como dos amapolas enojadas hasta lograr el color de sus pecas y camuflarlas por completo. Hasta que al fin, unas palabras, casi todas preguntas, estallaron en su pequeña boca colorada. Estaban encerradas allí desde hacía años y ahora por fin salían al aire libre.
—¿Sobre qué tema querés que te ponga al día, Manuel? ¿Exactamente sobre qué tema? Así me voy preparando. ¿Sobre lo que sentí cuando te fuiste a la capital sin decirme nada? ¿Sobre que no volviste nunca más en una década? ¿Sobre tus promesas? Vas a decir que éramos unos niños, Manuel. No lo éramos. Éramos adultos. Y vos, sin embargo, siempre fuiste un niño. Desapareciste de un día para el otro. ¿Tanto odia su pasado el doctor, que vuelve solo para un congreso? ¿Querés saber cómo fueron los últimos días de tus papás? Los pasaron conmigo, porque no tenían a nadie de su familia cerca. ¿Querés saber cómo murieron? Porque en esa llamada telefónica ni siquiera lo preguntaste. ¿Vos no sos médico? ¿No ayudabas a personas a vivir más, a morir mejor?
—No podés juzgar así, Juanita —le dije, todavía estupefacto, herido en mi soberbia que hacía añares nadie se atrevía a lastimar. Miré de reojo la fila entera que se estaba comiendo el espectáculo con los ojos. —Vos no sabés por todo lo que pasé. No tenés idea de lo que es una carrera universitaria. No conocés nada de mi vida. No soy tu amiguito de la bicicleta.
Ella me miraba con los ojos como platos, buscando palabras, como las personas tímidas a las que hay que adivinarles los pensamientos. Susurrando, agregué, seguro de la última palabra:
—Ahora mismo, no me conocés.
—En eso, tenés razón —disparó ella, dando un paso atrás.
El congreso entero hizo silencio frente a la entrada del primer disertante. Aproveché los aplausos para retomar la pregunta.
—Nos tomamos ese café, ¿cierto?
Ya sin levantar la vista del piso de alfombrado antiguo, como si ni una última mirada mereciera, Juana murmuró mientras se alejaba a paso lento:
—Es tarde.
[Desafío: Escribir un cuento en el que el narrador evoque un tiempo pasado.]
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elmardenubes · 4 years ago
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Plaza Mitre
La luz de media mañana cortaba el cuadrado verde por la mitad. El sol pegaba con timidez y se arrastraba lentamente sobre los objetos de piedra, los bancos helados de rocío, los antiguos faroles, las ropas fluorescentes de las señoras que hacían gimnasia, los perros llenos de energía que paseaban a sus dueños mal descansados, los puestos de garrapiñadas y dulces que abrían perezosamente sus puertas al público, los ancianos cuyo día había empezado hacía horas, ávidos de luz y vida.
Sin parar de frotarme las manos miré hacia arriba, rogándole al Dios de las heladas y de los calores un poco más de los segundos. El denso manto de nubes apenas dejaba entrever unos manchones del azul celeste, y agradecí porque al menos no llegaran a cubrir el astro mayor.
Era más difícil describir el sector del espacio verde donde aún reinaba la sombra. Nadie iba voluntariamente ahí, más que algún serio deportista, una pareja de amantes distraídos y los amos de mascotas caprichosas. Era para mí un sector del todo desconocido a esta hora del día.
Era feriado y se hacía notar la ausencia de los transeúntes de la plaza, esos que la transitaban porque quedaba en su paso o la atravesaban para cortar camino. Los conocía muy bien (al comienzo, yo había sido uno de ellos). Mujeres de tacos ruidosos y cuellos blanquísimos, señores apurados con demasiado gel en el pelo, niños uniformados cantando de la mano de sus padres, linyeras despeinados yendo a buscar el pan del día. Toda esa muchedumbre, desaparecida. Estaba claro que la jornada no laborable poco conocía de visitas de paso. Este lunes feriado dejaba lugar solo a los dueños de la plaza, sus verdaderos habitantes, que la caminaban orgullosos y dejaban a sus peludos animales orinar sus límites en justo reclamo de lo propio.
Reconocí a dos treintañeras que conversaban en voz altísima o más bien gritaban, aunque no tanto como los dos caniches gemelos o por lo menos parientes que llevaban en sendas correas. Les contestaba desde lejos un llamativo comitente conformado por tres salchichas marrones y cuatro personas. Una mujer de pelo tirante y piel impecable que yo ya había visto alguna vez iba de nuevo demasiado vestida para la ocasión. Avanzaba por donde no había pasto con su gato asomado de la "dolche an gabana". Era evidente que querían sentarse cuando disimuladamente inspeccionaban desconfiados cada superficie horizontal. Quise avisarles que no iban a encontrar ninguna adecuada para ese pantalón de mil hilos, pero no era un comportamiento muy adecuado a las normas sociales. Dejemos que se den cuenta solos otra vez.
Me di cuenta por primera vez de que yo misma, la observadora, la narradora, era también dueña de la plaza. Conocía sus movimientos y podía relatarlos con tal detalle que cualquiera de estos vecinos hubiera sentido temor de solo leer mis pensamientos.
Y, también por primera vez, quizás inspirada por el ceño fruncido de la mujer del gato, noté la fealdad de esta plaza que ahora sabía mía. Me di cuenta de cosas que siempre habían estado ahí. Porque había que reconocerlo: eran cuatro manzanas de mayoría pasto devenidas en plaza, separadas por amplios ríos de cemento en forma de cruz. Eran feas las esculturas, feos y extraños los monumentos, intentos noventosos de modernidad que nunca consiguieron su cometido. Estaba frío para traer niños a jugar; los columpios, calesitas y toboganes solos y congelados daban un espectáculo lúgubre. Reinaba en la convergencia del cuarteto de grises rutas una rotonda mal cuidada (podría tener flores, ¿o se las comerían los perros?, ¿estoy hablando demasiado de esos animales hoy?). En su cima miraba al frente una estatua peltre del personaje histórico cuya historia no recordaba. Los faroles enanos con enormes bolas blancas que querían adornar las veredas parecían adolescentes de cuerpos desproporcionados en eterna pubertad. Solo cuatro fríos bancos en los doscientos metros cuadrados invitaban a descansar, pero los seres humanos nos las habíamos ingeniado para encontrar asientos parecidos a ellos: bases de faroles (yo estaba en una de ellas), inentendibles bloques de cemento de utilidad desconocida, cordones de acera aún húmedos de la tormenta de anoche, solitarias piedras y un largo etcétera. Y es que esto es un montón de materia inanimada, mal diagramada, improvisada, ¿para qué engañarnos? Y somos los seres vivos los que hacemos cobrar vida a esa estatua, ese banco, ese pedazo gris.
Pienso que al final a nadie le importa la belleza de lo propio. Que la plaza debe ser como un hijo, que no se deja de amar nunca porque llore, grite, odie, conteste. Debe ser como el amor de tu vida, ese al que le amás hasta los defectos. Debe ser como esas personas que no podés dejar de admirar. Esas cuya conversación se siente como el crepitar de un fuego en una casa de montaña, o una brisa tibia del mar Caribe con la temperatura exacta, y nadie se pregunta si son agraciados o no.
Me pregunto por qué la pobre estética de este cuadrado de suelo me hace quererlo aún más. Puedo sentir que aumenta mi ternura mientras más defectos le busco, mientras más me digo que no lo voy a extrañar, que solo estaré un poco más lejos de este barrio, de estas cuadras, de esta vida. Y es que aquí escribí, ahí lloré sin importar la lluvia, ese árbol fue refugio cuando el aguacero se volvía intenso, por ahí caminé tranquila los domingos de sol, por allá corrí desbocada una tarde de angustia, más acá tomaba mate sola o no, en ese pedazo de pasto leía hasta que se apagaba el farol del cielo.
Puede ser que entre tanto concreto, tanto calle dura, tanto trabajo, tanto ruido de tacos y tanto ser transeúnte, los humanos estemos eternamente en busca de un pedazo de suelo blando; nuestros pies raíces que esquivan el cemento y se extienden hacia la blandura negra de la infinita profundidad con la necesidad insaciable de hacerla nuestra. Creo que cada persona debe tener su lugar, su porción de tierra blanda, su conector con el planeta, su punto de pensar, escribir, soñar bebiéndose con todo el cuerpo el fruto de ese pedacito de suelo. Y que cuando se muda a otro lugar, debe arrancar de un tirón su raíz, esperando que su organismo siga vivo, que no quede inerte ni se seque en el intento de arraigar en un lugar nuevo, de clima distinto, de aire diferente, de transeúntes con otros rostros.
Amo esta fea plaza y soy su dueña. Solo temo irme lejos y no serlo ya. Temo un día ser transeúnte, temo olvidar el regalo del suelo que tiene miles de mis huellas. Pienso que este es otro pasto que me pertenece, aunque nada esté a mi nombre, aunque no lo diga ningún grueso papel de escribanía, aunque nadie más se dé cuenta.
Otros barrios voy a encontrar. No importa cuántas veces mueva el hogar o la distancia que haya de mis viejos lugares; van a ser mías cada vez más plazas, más parques, más montañas, más mares.
Y en un tiempo habrá o no un retorno —de intención nostálgica o circunstancial— a los viejos aires que van a calentarme igual que hoy el alma, algún día, sentada en este mismo farol, en esta misma plaza, a la hora de la luz, del lado del sol, otro día frío. Muchos de sus dueños seguirán ahí, y quizás nos reconozcamos e inclinemos mutuamente las cabezas con una sonrisa vacilante, diciendo con los ojos que la plaza es nuestra, aunque nadie más lo sepa.
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elmardenubes · 4 years ago
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Te diste la vuelta
y yo tiesa
sin aire
con una piedra en el pecho
y una gota de lluvia
corriendo
desde la pupila izquierda
por toda la calle
de mi cuerpo,
haciéndose río
con tus besos,
de esos
que no me encuentro hace rato,
de esos que pienso,
echo de menos.
Y nadie en el mundo puede arreglarme.
Ya sé que nunca vas a girarte
pero quiero decirte
algo importante.
Que si un día llega
el río hasta tocarte
te va a quemar el centro
y la garganta y el aire
que toca tu cuerpo.
Y te van a atacar
de golpe la memoria
los besos
de esos
que no encontrás hace rato,
esos que no pensás
no echás de menos.
Y nadie en el mundo puede despertarte.
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elmardenubes · 4 years ago
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Se hace tarde
me quedo en blanco
la inmensidad me interpela 
me recuerda que no.
Que no puedo
(todo)
no puedo con lo primero.
Me quedo en blanco y en un segundo
la piel arruga
el pelo crispa
el cuero pica
el centro grita, inútil.
Nada puede salir de aquí.
Amanece.
La luz despierta y cura.
Maravilla el mundo afuera.
Quizás venga un día 
que me abrace.
Quizás un día pueda 
(todo)
hasta lo primero.
Quizás entonces
recuerdes quiénes éramos.
Quizás te vuelvas hacia mí
nuevo
y yo
nueva
sea otra.
Quizás no sea tarde.
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elmardenubes · 4 years ago
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Epitafio
Desde el otoño en que anunciaron las noticias más raras, él escuchó con suma atención todo lo que debía hacer para cuidarse. Y obedeció. 
 Respetó las leyes a toda costa. Dejó de ir a tomar el café de los viernes. No apareció más por el almacén, ni por el supermercado. Cerró las puertas de su propio local y se quedó en casa. Aun cuando implicó no quedar otra vez con esa mujer hermosa, no tocar más las manos de su madre, que los hijos de sus amigos olvidaran su nombre.
 Ni un solo día incumplió las normas. Un ciudadano ejemplar. Es injusto que él haya sufrido esta suerte.
 −¿De qué se murió el tío? −le preguntó bajito una nena a su hermano cuando por fin se hizo silencio. Los grandes, de espaldas a ellos, miraban el féretro descender.
 Concentrado en despedazar una flor, el niño respondió en voz alta, muy tranquilo:
 −De cuidar su salud.
[Desafío: Escribir un cuento corto sobre el tópico pandemia.]
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elmardenubes · 5 years ago
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Ruidos
El sol del mediodía hacía arder la hierba de verano para ver a los niños corretear sin descanso a lo largo y ancho del patio. Los colores primarios brillaban con fuerza en los juegos metálicos salpicados por todo el espacio verde. Estos formaban una posta que parecía diseñada especialmente para el frenético trayecto infantil que tenía lugar todas las mañanas de los sábados, entre los seis primos de edades parecidas e infancias compartidas. Desde el clásico ventanal de vidrio martillado, las tres hermanas contemplaban a sus críos correr, tropezar, levantarse y seguir corriendo. Los miraban, digo, hasta cierto punto, porque a través de esos vidrios solo pueden adivinarse las meras formas y figuras de cuerpos en movimiento. Más que verlos, los escuchaban, con ese tercer oído materno siempre atento a cualquier grito demasiado desgarrador o a cualquier silencio demasiado largo, mientras conversaban animadas.
Uno detrás del otro, los pasos alocados se plantaban en el suelo con una fuerza inesperada de los pequeños cuerpecitos que los conducían por todo el patio. El césped se hundía debajo de cada uno de ellos y se levantaba resiliente en breves instantes, como satisfecho de tener quien lo pisara con tanto entusiasmo.
El sonido de las carreras de los niños era un glorioso ritual. Marcaba el desenlace de una semana que había comenzado cargada de deberes y necesitaba de este bullicio final para llegar a su feliz desenlace. Quizás, por eso los sábados eran sagrados. La casa está llena de ruidos.
Una brisa fría la despertó, recorriendo con lentitud su espalda vencida. Se había quedado dormida ahí, en medio de la sala, con la televisión prendida, como todos los días. El castañeteo de dientes la decidió a subir la mirada y descubrir la hoja de la ventana balanceada por el viento que cortaba a la mitad el sábado gris.
Una alarma de horror asomó a sus ojos en esta visión. Si hubiera tenido visita, esta se hubiera inquietado temiendo algún tipo de paro cardíaco, algo predecible a su avanzada edad. El pánico a lo que fuera no le impidió a la mujer desplazarse hasta la ventana y estirarse hasta cerrarla de un suave empujón con el mayor de los empeños al que la obligaba el brazo derecho, ese al que el cerebro podía todavía dar órdenes. Hizo rechinar su silla de ruedas con habilidad dando media vuelta en el lugar, y volvió a su sitio frente a la mesita para sumirse una vez más en el aparato de programas interminables.
Pero no estaba poniendo atención. La casa está llena de ruidos. Estos la aturdían y la obligaban a girar la cabeza hacia un grupo de portarretratos ubicados con pobre ojo estético en la pared de empapelado amarillento. Solo niños y más niños llenaban las fotografías. Niños disfrazados, niños riendo, niños jugando, niños en pleno llanto, niños en su primera comida. Y niños corriendo.
Cada vez que las pupilas, acurrucadas entre arrugas profundas, se chocaban con algún par de ojos diminutos de los retratos, asaltaban a la mente cien imágenes de horror. Resonaba en su cabeza el estruendo de largos vehículos vacacionales, el vuelo de objetos por el aire y el clamor de los últimos lamentos roncos de los cuerpos heridos. Envuelta en un torbellino de vidrio y tierra, al fin su propio grito superviviente se repetía, ya no solo, en una ruta llena de cadáveres, ya no potente y joven pidiendo ayuda; ya en su sala, frente al televisor prendido, en un grito sordo desde el fondo de la garganta lastimada, de la que ya no salían palabras de socorro, ni ninguna otra, mas solo ese gemido de la herida eterna que es la vida en tormento.
Una horrenda forma de placer la obligó, otro mediodía (y ya iban miles), a acercarse hasta el televisor. Presionó el botón rojo con los ojos arrasados de pavor, y se quedó inmóvil.
El murmullo que procedía del patio, confundido con el viento, tenía ahora lugar de sobra en la sala. Incesante, suave al principio, creció para no dar lugar a dudas. Los piececitos que añares atrás mutilaban el césped alegre golpeaban ahora secos en el suelo árido y olvidado del viejo jardín. El correteo creció, y creció, jugando una vez más con su mente gastada hasta llenar de ruidos todas las habitaciones. Se adivinaba en su pánico que todo ello era costumbre, pero algo en sus ojos decididos dejaba ver que este no era un sábado más.
La anciana hizo rechinar nuevamente la silla, girándose hacia el origen de los sonidos, y se acercó resuelta al ventanal de vidrio martillado, con la mirada fija al frente por primera vez. Allí vio, por fin, claro como el agua. Las formas borrosas de los cuerpos infantiles en correteo ensordecedor aceleraron el paso al compás de los latidos del viejo corazón, y la vieron entregar su último aliento en una visión de espanto.
La casa está llena de ruidos.
[Desafío: Hacer un cuento de terror a partir de esta frase extraída de la novela “El juego del amor” de Elizabeth Taylor: “La casa estaba llena de ruidos”. Incluir descripciones temporales (oraciones en presente en relato en pasado).]
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elmardenubes · 5 years ago
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Tostadas francesas
Corté el pan en rodajas de dos centímetros, ni más, ni menos, y las remojé en la leche. Antes de arrojarlas en la sartén, juro que el aroma de las tostadas francesas de mamá llenó la habitación, y me pareció que estaba a mi lado, encorvada sobre la mesada, acercando la vista al pan para rebanarlo en rodajas de dos centímetros, ni más, ni menos, mientras el aroma invadía la cocina de ladrillo. Tomé la mesada con las manos y presioné fuerte hacia abajo, como si tratara de hundir todo el mundo en el suelo.
El llanto de mi hijo o el olor a quemado de la sartén vacía me despabiló. Corrí a tomarlo en mis brazos y lo apreté fuerte contra mi pecho. De repente, entre el llanto del niño y la hornalla prendida, con ojos empañados la vi. Estaba ahí, balanceándose en su silla hamaca de siempre, dándome directivas, como si fuera una tarde más de las últimas. Sonriéndole a mi hijo, como si lo hubiera alcanzado a conocer. Con la mirada me decía que ella sabe.
Sabe todas las cosas que no le dije. Sabe que fue mi primer amor. Sabe como nadie quién soy. Sabe que vive en mí. Sabe y ahora yo también sé que cuando me pierda ella estará ahí, o a dos cuadras pero en camino, como siempre, para decirme cuál es el ancho ideal de una rodaja de pan.
Y mientras todo eso lo decía su mirada, de golpe, me achiqué. Me volví una personita diminuta, como de cuento. Ella se incorporó, su espalda se fortaleció y sus huesos se hicieron jóvenes frente a mí. Y fui yo el bebé, y fue ella la madre que mecía con suavidad a su hija en la cocina de ladrillo, haciendo tostadas francesas una tarde cualquiera.
[Desafío: Escribir un cuento basado en un salto de tiempo literario. Tiempo elegido: flashback]
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elmardenubes · 5 years ago
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Zona de confort
Todavía no dan las seis de la tarde y anochece. Eso tienen las ciudades frías, el cierre temprano de los cafés, y para nosotros, los habitués, es complicado acostumbrarse al sinsentido de esta cruel prohibición. Después de deambular siete cuadras y media desde casa, di con un lugar que no cerraba en la siguiente media hora donde poder sentarme un buen rato sin que me inviten a retirarme corriendo mesas o mirando relojes. Me detuve agradecido frente al cartel con los horarios. Entrecerrando los ojos y forzándolos entre los espacios que dejaban los números de vinilo en el vidrio, espié. Era uno de esos cafés.
  Resignado, giré el pomo congelado de la puerta y di un par de pasos, aunque no los suficientes como para que no hubiera vuelta atrás. Al entrar por primera vez en un lugar, sobre todo si el plan es permanecer, es una sana costumbre detenerse a dudar.
  Olor a comida que data de varias horas −quizás, más de veinticuatro. Un calor intenso que, en inviernos crudísimos, solo se logra ventilando jamás. Paredes revestidas de húmedas maderas, muebles oscuros y sillas incómodas. Mozos van y vienen a toda velocidad. Estruendo de bandejas y cubiertos en batallas innecesarias. Media docena de máquinas de café funcionan a la vez. Un conjunto de cincuentones las espera del otro lado de una deprimente barra, vestigio de los noventa (la barra); algunos, absortos en sus propios pensamientos; otros, gritándose groserías o bromas sin gracia de punta a punta.
  Algo molestaba mi capacidad de razonar como la tortura china de la gota. Miré a mi alrededor en su busca, y ahí estaba. La batería en toda esta orquesta insufrible resultaba, como era lógico, el célebre, el abominable, el fatal televisor prendido. Dentro de una pantalla gigante con parlante propio, un programa de preguntas y respuestas en máximo volumen recordaba, redundante, la insignificancia del ser humano, y se extendía en eterna resonancia a lo largo de todo el salón en un corillo de versiones de menor tamaño e igual volumen. Sonreí con sarcasmo −gran recurso para no llorar− y puse una mano en mi bolsillo para asegurarme de que estuvieran allí. Suspiré y avancé, convencido quizás en el subconsciente por el factor calor, que no resultaba tan desagradable en contraste con la despiadada intemperie.
  Si está desocupada, la última mesa me pertenece en cualquier lugar. Le guardo un inexplicable aprecio. Será porque solo llegan a ella los más osados. O los más tímidos. Pero sin duda está reservada para quien sale de lo ordinario, quien se arriesga a los posibles y casi seguros olores de las profundidades de los “al fondo a la derecha”, mas se pone a salvo del ajetreo mayor, del exceso de socialización que tiene un amplio club de fanáticos en esta cara del mundo, de las conversaciones imberbes, de los chifletes de las aberturas defectuosas y de las distracciones vanas, sin renunciar al poder de observar el espectáculo completo desde el mejor ángulo cada vez que lo desea. Me acomodé pues en ese, mi trono, y la vi.
  Supe que era ella antes de que me lanzara esa primera mirada inquietante, de reojo mientras alguien más le hablaba, como pidiendo piedad. Desvié la mirada en pretensión de un imposible interés por la arquitectura del lugar o fingida despreocupación por la espera. Ella pareció recibir el mensaje, dejó de mover frenéticamente la pierna y relajó los músculos de la frente por toda respuesta para volver la atención, entregada y toda dulzura, al monólogo de un fastidioso hombrecito celíaco que le explicaba algo hacía más de cinco minutos.
  Todo ello me dio tiempo, para qué voy a mentir, de mirarla. Iba y volvía de mesa en mesa con algo más que entusiasmo. El fulgor de sus ojos dejaba ver desde lejos una extraña clase de regocijo en su tarea. Los sensibles, los inteligentes o los menos ocupados (un servidor) lo notaban, y era un agasajo al corazón solo verla trabajar. Vacilaba en algunos de sus movimientos y en otros se mostraba resoluta, como orgullosa de sí misma. Como sea, se notaba que todo ello lo hacía por primera vez o a lo menos lo estaba aún aprendiendo. La labor era multifacética y ardua, y ella la desenvolvía con soltura bajo la presión de una especie de encargada que a la vez atendía el sector panadería para llevar. Esta, de pelo corto y oscurísimo, con mudos ademanes de sargento le señalaba personas con la mano levantada, mesas sin retirar y manchas invisibles. La perseguía implacable por el laberinto de mesas y se ubicaba medio detrás, medio al costado. Todo lo escuchaba con ojo avizor y hacía algún aporte superfluo, como para justificar su presencia ante el cliente.
  Julieta −que así vi que se llamaba cuando atendió la mesa de al lado− se sabía observada y no se detenía, con la determinación de quien está obligado a mostrar las propias bondades antes de que termine el día. Parecía patinar con gracia por todo el bar, como si ya lo sintiera suyo, evitando en algún punto, con astucia pero sin falta de cortesía, la sombra de la mujer sargento, y asintiendo a la vez a todo lo que ella le pedía.
  Sentí por fin una mirada clavarse en mi mesa desde la zona más cercana a la puerta de salida y la vi por el rabillo del ojo cruzar el salón, gatuna, con alarmante decisión. Se detuvo en la distancia exacta justo frente a mí, despegó sus labios suaves y comenzó. Me dio la bienvenida, me agradeció por algo y, sin esperar descargo, recitó una lista de promociones. Yo contestaba mecánicamente, con toda la energía puesta en observar sus pupilas brillantes y todo el mundo de fantasía que bailaba alrededor de ellas. Dos perfectos trazos simétricos de pintura color azabache se movían alegremente sobre la línea de sus pestañas al compás de las palabras. De tanto en tanto, dejaban ver intermitentes los párpados cubiertos de suaves pigmentos de tierras y ocres. Coronaba la obra una decena de esas perseverantes capas de máscara de pestañas que juegan en el límite de lo ordinario y por algún misterio no lo alcanzan jamás. Sé que en algún momento olvidó el nombre de alguna delicatessen y cerró los ojos con delicadeza, tranquila, durante un instante, hasta recordar y abrirlos para continuar la cháchara. Cada parpadeo era un acontecimiento y yo, atónito, me dediqué únicamente a seguir su vaivén, arriba y abajo, arriba y abajo, sin respirar.
  En algún momento de nuestra conversación mascullé un sí a algo rápido que ofrecía la casa. Intenté en vano recordar qué era mientras veía alejarse la figura de corta estatura y esmerada trenza larga, desplazándose cual Julio Boca en su pista favorita. Con impecables movimientos, su pantalón negro de primer día de trabajo resaltaba entre el resto de los que cruzaban el campo visual. Ajustado lo suficiente como para abrirse paso con elegancia en un ambiente hostil, pero no como para llamar a la vulgaridad ni alimentar las habladurías a primera vista de sus nuevas compañeras.
  Ella siguió su danza entre las mesas como si la última, la que yo ocupaba, fuera una más. Y yo, que nunca fui de caer embelesado ante la primera moza de café de cuarta mano donde caigo de casualidad, me avergoncé y me encerré, molesto, en la primera página del libro que había manoteado de la biblioteca antes de salir de casa.
  Así pasó casi una hora entera. Mi mente libraba una lucha interminable por centrar toda la atención en mi lectura liviana mientras el presentador del programa gritaba y gesticulaba en un horrendo teatro cada vez más aturdidor. Tieso, pensaba si dar o no la solución fácil a todo este barullo. Seguía en mi bolsillo el invento más magnífico de todos los tiempos. Listo para librarme del suplicio, para sumirme en la comodidad de una tranquila melodía donde arrullar mi lectura, en la paz de la compañía de mí mismo, en la soledad apasionante del que sabe estar solo (y lo ama). Pero hoy… espero algo, pienso mientras leo por quinta vez esa larga oración. Sin estar seguro de qué, algo espero. No me decido a aislarme totalmente del mundo, del conductor de televisión, de las risotadas, de las conversaciones vacías y de alguna remotamente posible palabra de Julieta que nunca llegará.
  −¿Entretenido?
  Llegó, y levanté la cabeza descreído.
  −El libro. ¿Entretenido?
  −Meh. No sé. No estoy del todo inmerso− me interrumpí y me quedé paralizado, como quien acaba de revelar su secreto más recóndito. Bajé la vista con bochorno, tomando la decisión instantánea de elegir mis próximas palabras con más sigilo. La sargento fruncía el seño y estiraba el cuello abatida desde el mostrador del pan sin poder abandonarlo. −¿Entretenido, el primer día de trabajo?− me aventuré con lo primero que se me vino a la mente.
  −¿Cómo lo supo?
  Nuevamente me mordí los labios. La miré a los ojos, me encogí de hombros y suspiré, librado a mi propia torpeza. Después de todo, no tenía vuelta atrás, y era preferible mostrarme transparente (a riesgo de parecer algo acosador) a seguir tropezando entre confesiones y disculpas, todo atolondrado.
  Ella me devolvió una mueca que no terminaba de ser sonrisa y nos quedamos impávidos, calculando el siguiente paso. Palpitábamos el frenesí exquisito de ese instante que define si la cuestión va a ser o no va a ser. Y nos miramos.
  Las máquinas de café se detuvieron, los vejetes de la barra se quedaron inmóviles y los televisores dejaron de alborotar. No sé cuántos segundos pasaron. Yo prisionero en mi metro cuadrado y ella arriesgada en su papel flamante, con la bandeja vacía y apoyándose en una sola pierna que revelaba que nada más tenía por hacer en la mesa veinticuatro. Su parpadeo en pausa y la presencia ensordecedora de su cuerpo, estático frente a mí, fueron suficientes.
  El fragor del café comenzó a oírse tan claro como siempre. Me regodeé en lo que consideré una victoria −una quizás demasiado temprana para mi gusto. Sentí que el cuerpo se me volvía liviano, el sudor en mis manos se secaba y, suelto al fin, me acomodé en la silla. Fue ahí que levanté las cejas, altivo, abrí grandes los ojos fijos en los suyos y moví hacia adelante y arriba la cabeza inquiriéndola, en una muda pregunta sin sentido.
  Nunca supe qué es lo que hago. He identificado que es un diminuto delirio de poder lo que desata esos arrebatos de soberbia. Los reconozco tan bien en mí que podría disculparme en el acto si ello fuera solución alguna. Pero la más fina seda no tolera remiendos. Ella despertó de lo que fuera que la hacía vacilar ahí parada y se enderezó en el acto. Perdió cuidado de disimular su sorpresa ante mi falta de educación o mi exceso de idiotez. Con la sangre agolpada en las mejillas, me dirigió una burlesca sonrisa protocolar que duró un milisegundo y, dando una media vuelta furibunda, hizo girar su trenza en el aire por toda despedida. Se alejó y continuó sus tareas con tal indiferencia que llegué a dudar de que todo hubiera ocurrido en uno de esos ensueños que suscitan las pasiones en los hombres aburridos.
  Avergonzado, aunque no tanto como debería (la costumbre, ¿vio?), pedí la cuenta a cualquiera, pagué y me alejé estúpidamente, sin antes recorrer el lugar en una mirada furtiva durante mi giro para cerrar la puerta de vidrio, que conectaba con violencia lo ardiente del ordinario café con lo implacable de la ciudad glacial. Y fue entonces que me pareció ver, detrás de los números de vinilo mal pegado, los dos trazos azabache espiándome, con la barra por trinchera y por estrado, en movimientos imperceptibles de negación con la cabeza.
  Los muy jóvenes o los necios hubieran tomado esa señal como humillación o engreimiento de la desairada, concluyendo alguna especie de pomposo triunfo para sí mismos. Mas uno, con los años de experiencia, reconoce a la legua esa expresión como un balde de desilusión de la cobardía propia. Y con ese sabor le queda la boca pastosa y harta hasta que se presente la siguiente oportunidad de arruinarlo todo, de dejar escapar el fervor de una Julieta y aferrarse a la gélida comodidad de lo conocido por vez número mil.
[Desafío: Escribir un cuento en el que el espacio físico, psicológico o social sea protagonista. La descripción del espacio elegido debe ocupar buena parte del cuento y aportar elementos que den vida a la historia que se narre.]
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elmardenubes · 5 years ago
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Ojos color cielo
Jorgito es un monstruo.
Sí, el que quiere ser médico es mi Jorgito, ¿vieron?
Jorgito tiene las mejores calificaciones. Es bri-llan-te.
No tenemos dudas de que va a seguir los pasos de su padre.
Ay, cuando Jorgito sea médico…
¿Así que doc? Qué fenómeno.
Chicas, acá el astro es Jorgito, que entró a medicina de taquito.
Decile a él lo que te duele, que es el capo del grupo.
Jor, vos que sabés todo, ¿puedo mezclar el paracetamol con mucho vino?
Así que te estás por recibir. Qué crack.
¿Es verdad que estudiás doce horas por día? Sos un sabio, viejo.
¿Y qué rama? Decime que no estudiaste ocho años para ser nutricionista.
Quién lo diría. ¡Tenemos forense!
Vos sí que no dejás de ser una estrella. Yo no podría. Qué agallas.
Mi Jorgito se recibió de médico forense, y ya tiene su propia clínica. ¿El tuyo qué estudiaba?
Al menor le tengo una paciencia... pero Jorgito es un sol.
 Bum. Un ruido me sacó de mis recuerdos como un golpe en la cara. Vi unos ojos color cielo en un pestañeo, y después una vez más desaparecieron. Mi vida. ¿Por qué?
Bum. Podría escribir mi autobiografía. ¿Alguien la leería? Una serie de dieces y felicitados, interrumpidos solo por genuinos halagos de mis queridos amigos y fingidos cumplidos de otros. Una inteligencia brillante siempre atrae ambos, y los recibe con igual indiferencia. Eso me enseñó mi padre.
Bum. Mi padre. Siempre orgulloso de mí. Nunca hasta el punto de humillarse exhibiendo sus sentimientos. Eso es para mujercitas. Como mi madre. Deshecha en favores a sus amigas. Presente en todos lados para recibir las correspondientes lisonjas sobre su Jorgito. Mi vida, mis talentos explotados al cien, mis abuelos que casi no vi. Mi hermano, el que «no nació para el estudio, pobrecito». El olor a jamón crudo de segunda del almacén rancio donde todavía trabaja. Mi hermano y el fuego siempre encendido de su hogar. Su hogar que visité dos veces en dos años. Su contrato de alquiler que vence. Su esposa.
Bum. Su esposa y su mirada desconfiada nunca supe bien de qué. Su esposa siendo alegre. Su risa. Su risa estruendosa en cada juego con sus hijos. Sus ojos color cielo. Mirándome cada tanto, pensando que no me doy cuenta, mirándome y pensando algo oscuro, terrible. Sus ojos inquietos cuando sus hijos están conmigo, con su tío, con su sangre. Su juicio implacable, inexplicable. Mi despedida atolondrada y mi huida.
Bum. Mi huida hasta quién sabe cuándo. Jorge es médico forense, qué agallas. Mi huida hasta que encuentre las agallas para volver y mirar esos ojos sin pensar por qué. Hasta esta noche, que ya es hora. Sin pensar por qué los ojos me miran fijo desde el otro lado del sillón, por qué me piden algo, por qué me hacen una pregunta muda, por qué sospechan algo inexistente, por qué me dan conversación de ascensor, por qué me tienen miedo, por qué unos ojos pueden hablar sin decir nada, por qué. De tantas cosas no conozco el por qué, y no me inquieto. Por qué mi padre decidió que debía tener la misma profesión que él. Por qué mi madre me necesitaba de ese modo tan abrumador. Por qué mi hermano no tiene nada, pero tiene casa con fuego con hijos jugando y con ojos color cielo. Por qué Jorgito monstruo, fenómeno, astro, capo no tiene nada. Por qué Jorgito no tiene ojos color cielo.
Bum. Los ojos color cielo que vi esta tarde, por primera vez sin compañía. En una visita de «pasaba cerca y quería saludar», en un intento de acercamiento. De amistad familiar quizás, de esa que no conocimos en casa. En una oportunidad a sí mismos de ser amables. En un fiasco que no logró más que descubrir ante mí una deprimente compasión. Jorgito es monstruo, crack, sabio, estrella. Jorgito no necesita nada.
Bum. En qué momento oscureció. Es tarde. Apoyo mi lapicera paralela al margen de mi cuaderno. Dejo mis lentes de lectura en su caja y tomo los de manejar. Los apoyo con cuidado sobre mi nariz y me levanto lentamente. Acerco la silla al hueco de mi escritorio. Aplaudo una vez para apagar las luces y abandono mi estudio. Camino por el largo pasillo de salida y el golpe, más débil pero más cercano, me recuerda el sonido que obvié la última hora. Me detengo en seco y vuelvo sobre mis pasos prendiendo cada luz con mi solo movimiento. Hasta la puerta.
Bum. La puerta se mueve levemente al compás del golpe. Asiento con lentitud y sonrío. Sigo de largo hasta el final del pasillo y aplaudo. Todo tranquilo en mi estudio. Como lo dejé hace tres minutos. Me acerco al escritorio, abro el cajón y saco una cajita de plata. La tomo, la acaricio, la acerco a mi rostro y la rozo contra mi sien. Abro su tapita y ahí están. Exhalo tranquilo y repito la salida. Las luces del pasillo se apagan detrás de mí.
Bum. Cierro con llave la puerta principal y me alejo. Y río. Jorgito tiene los ojos color cielo. Jorgito es un monstruo.
  [Desafío: Fichar a un personaje en dos fichas diferentes acorde a su doble personalidad. Escribir un cuento sobre un personaje que sufre de trastorno bipolar, en una situación donde se muestren ambas personalidades.]
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elmardenubes · 5 years ago
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Él
[Desafío: Dejar libre el fluir de la conciencia. Imitar el fluir de tu conciencia escribiendo un texto con la técnica «monólogo interior».]
Quiero escribir algo sobre él hace rato que quiero escribir algo sobre él hoy no es el día no voy a poder y para mí que en cualquier momento me va a preguntar por qué no escribo nada sobre él o para él también podría ser y ya es raro que después de un tiempo nunca me lo haya dicho si vio lo que escribí sobre otros varias veces lo vio o lo que escribí sobre personas que no existen pero que él puede pensar que sí como piensan todos siempre qué densos igual él no me molesta cuando me pregunta él no y siempre que termino de leerle lo que escribí me dice eso y me lo dice re convencido jaja me dice si no me decís que es tuyo siento que estoy abriendo un libro de un escritor de la biblioteca y eso ya es un montón y yo siempre le respondo mirá que hay cada libro ahí y se ríe y me río y pienso de verdad que no es garantía pero la cara que pone cuando leo y levanto la mirada y le veo los ojos en mí sí es garantía y con tal de ver la mirada ahí yo escribo toda la vida aunque siempre pienso en frío que ni loca escribo un libro no sé si es que no puedo es que no sé si tengo ganas o ¿de qué hablo en un libro? tengo que tener algo muy fuerte para decir por ahí un libro de cuentos te la creo cuentos cortos bien cortos con que haya uno bueno me puede ir bien igual nunca tengo tiempo ¿o sí lo tengo? siempre lo mismo en mi vida ahora mientras escribo cosas cortas que el mundo no conoce qué cómoda pienso que es raro eso es raro que antes haya escrito tanto sobre otros y nada sobre él y por qué escribir tanto sobre tipos que ni me gustaban ni yo me entiendo porque sí nomás por el placer de escribir por desahogar algo porque me sentía sola con los tipos esos con él no con él sí quiero escribir no es que no quiera pero no me da tanto el tiempo porque prefiero estar con él sentada al lado y simplemente mirarlo y llenarme de él de su todo y eso no se puede escribir y ahora que pienso es eso tengo miedo de no poderlo escribir bien aunque lo voy a intentar algún día quiero llenarme de él primero y algún día escribirlo bien y hacerle antes la ficha de personaje o eso sería muy de loca te imaginás si lo encuentra una ficha de todas sus cosas seguro se enoja qué fácil que se enoja como esta mañana con eso del café igual tenía razón qué café horrible pero no me sale nada antes del desayuno ni siquiera me sale el desayuno él ahora ahí con sus auriculares ni sabe que yo pienso todo eso y carraspea y eso me gusta nunca supe por qué pero me gusta y algún día voy a quedarme sola cuando él viaje o yo viaje y voy a aprovechar para escribir sobre él y se lo voy a dar o no habría que ver como me queda pero quiero que algún día sepa la noticia de que yo escribí sobre él para esperar desde antes mirándole los ojos y leer y mirarle los ojos justo ahí.
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elmardenubes · 5 years ago
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Cinco minutos
[Desafío: Escribir un cuento breve que tenga de protagonista a tu personaje favorito del último libro que leíste, mientras cocina.]
Mientras sea bueno para poner fuertes y sanos a todos estos chiquillos, puedo hacer lo que sea. Hasta en la cocina. No tienen a una madre que les prepare deliciosos bocados. ¿Por qué la gente les da esas horribles sobras frías? A veces parece que alimentaran mejor a sus mascotas que a quienes piden un mendrugo a sus puertas de cuando en vez. Vi la receta y el platillo parece tan simple... Poner esto y aquello, mezclarlo, ponerlo a hornear, en fin. Sé que en el pasado te he desilusionado, John, pero debes confiar en mí esta vez. ¡Cuando se tiene un fin claro, todo el proceso fluye! Ven esta noche y verás.
Qué complicado soñar en voz alta, pensó Jo mientras sorbía sus propias lágrimas. Sentada en el piso de su pequeña cocina. Furiosa consigo y con el universo. Rodeada de ollas repletas de una pasta marrón con olor al quinto infierno.
En pleno ataque de llanto, el reloj le avisó que faltaban cinco minutos para las diez, y se quedó muda. Pensó que faltaban cinco minutos para escuchar girar la llave de la puerta de entrada. Cinco minutos para que John se quedara mirando todo, boquiabierto. Para que fingiera total sorpresa y lanzara una carcajada de las que a ella le iluminan el alma. Jo se levantó, tiró el delantal al suelo, lanzó la propia y empezó a limpiar.
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elmardenubes · 5 years ago
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Cerca de la revolución
[Desafío: Escribir el cuento que se preparó en el tiempo blando (ver última publicación) con todos los requisitos descritos y en primera persona del singular. (Situación espacio-temporal: playa en vacaciones. Protagonistas: Josefina y Romina.) 
Agrega tres desafíos que te dificulten la escritura.]
[Desafíos autoimpuestos: No mencionar los nombres de los personajes principales. Titular el cuento con el nombre de una canción. Situación espacio-temporal: Hacer coincidir el tiempo de lectura con el tiempo real. Lograr que los personajes principales no se trasladen en el espacio durante toda la narración.]
_______________________________________________
—Te lo dije.
¿Existen tres palabras más infames? Cierro los ojos para contenerme. Siento toda la impaciencia del mundo como un peso gravitatorio sobre mi cuerpo. Inspiro. Suspiro en volumen alto por toda respuesta.
Sin mirarme, su rostro surcado por arrugas —que nunca entendí como sinónimo de sabiduría— me devolvió el dardo no tan silencioso con una sonrisa perversa. La espié de soslayo y fingí no notar nada. 
—Te. Lo. Dije —arremetió esta vez contra su propio hijo. Escondida detrás de sus lentes de cordero, lo inquiría con sus intimidantes ojitos negros.
Aquí vamos. Oootra vez con el tema del verano. Me quedé con la mirada perdida en los tres bultos informes que la luz dorada dibujaba con nuestras sombras en la arena. Me adentré con saña en mis pensamientos.
¿Por qué tiene que ser todo tan difícil? ¿En qué momento me convertí en esta mujer que viene de vacaciones para buscar tranquilidad y se encuentra el último día de playa en un diálogo de insultos mudos con su suegra? Que alguien me recuerde para qué la trajimos. Bueno, ella nos trajo a nosotros, pero ese no es el punto. Ya se lo decía yo a Lucas. Que tu vieja haya sido generosa con sus ahorros es una cosa. Que se sienta con derecho a aniquilar atardeceres de colores llevando y trayendo su veneno por todo el campamento es otra. Qué ganas de escucharla él, también… Mírenlo ahí, todo calladito, asintiendo. Comparten culpa, sin duda. ¡Cómo son los tipos con sus mamitas! No hay manera. Pero no, no voy a meterme con el bueno de Lucas. Es mucho mejor que yo. Gracias a él me contengo una y otra vez de acogotar a su madre. Y ella, cómoda en su silla, tan desentendida. Cómo si no le encantara enfrentarnos. Lo está oliendo todo, y se relame. Escucha mis pensamientos. ¡Mirá si voy a cruzar la frontera con todos estos bártulos para venir a discutir con mi marido! En esa no caigo más.
—Puede que tengas razón, ma. Dulce me cae de diez. Pero Manuel es tan dormido a veces... inocentón como el padre. Creo que debería haber esperado un poco más para pensar en el futuro. ¿Por qué alguien propondría casamiento tan rápido? —se giró hacia mí y, abriendo grandes los ojos, me hizo una pregunta con la cabeza. Por primera vez, lo vi preocupado. Decidí ponerme en órbita por si había algo que de verdad se me estuviera escapando en todo este embrollo. Los tres fijamos la mirada en el asunto. 
Se ponía el sol en el mar de ese lado del continente y se elevaba en la arena una pequeña tarima que anunciaba el momento musical vespertino. Apoyados en los tablones con sendas botellitas de cerveza, una parejita charlaba animada. Desde el primer momento la reconocí. La larga cabellera castaña más brillante que he visto. Un bronceado que ninguna logra en una semana de playa. La novia de mi hijo fumaba y charlaba con un muchacho bronceado de torso esculpido por los ángeles. Él estaba a cargo de los chistes y ella, ingenua, no paraba de reír.
No veo malicia, pero voy a darle una chance a mis oponentes, pensé. Por Manuel. Él, unos pasos más cerca nuestro, miraba el suelo, hacía dibujos en la arena con el pie, levantaba la cabeza, sorbía su licuado multifruta y volvía a mirar el suelo. Le devolví la señal de alerta a mi marido y me obligué a no quitar la vista hasta demostrar mi punto. Desafiante, mi madre política levantó una ceja, se incorporó en su trono, adelantó la nariz y entornó la mirada. Estaba decidida a hallar esa misma tarde prueba suficiente del crimen imaginario.
Una banda de extraños con ropas oscuras de dudosa higiene comenzaron a rascar sus instrumentos con pocas ganas de vivir. La canción conocida prendió en las masas expectantes. Todos comenzaron a aplaudir al ritmo de la introducción. Con un inocente trotecito gatuno, una silueta conocida se dirigió al escenario, subió de un brinco y se abrió paso en medio de ellos.
Descalza. Envuelta en un traje de baño blanco que parecía confeccionado para su cuerpo. Una pashmina india abrazaba su cadera, como feliz de haber conseguido tan extraordinario destino. Como una visión celeste, la figura estupenda de Dulce quedó a la vista del universo. Tomó con delicadeza el micrófono y, una vez más, todo el balneario enmudeció a sus pies.
¿Por qué no vienes hasta mí? ¿Por qué no puedo amarte? Nunca me había vuelto loca Charly, pero en ese momento me preguntaba por qué nunca me había dado cuenta de que esa era mi canción favorita. La cabellera castaña se balanceaba al son de la música. El viento del océano, agradecido, la acariciaba al son de la música y por algún misterio jamás la desordenaba. Uno detrás de otro, los versos se sucedían con blandura en sus labios encendidos. En cámara lenta, estos dejaban escapar sin esfuerzo una voz que Madre de Dios. Hipnotizado, el público entero se preguntaba cómo una criatura humana podía ser tan perfecta. ¿Por qué alguien propondría casamiento tan rápido? Miré de reojo a Lucas y me di cuenta que ya no le quedaban muchas dudas al respecto.
—¿Lo ven? ¿Lo ven? —mi suegra interrumpió mi secreta escena de celos. Su mano tembleque, siempre repleta de anillos de segunda, apuntaba al espectáculo. Yo tragué saliva y observé, valiente, sin darme por vencida aún. —¿A quién creen que le dice eso de que “si insisto, te conseguiré”? ¿A Manolito? ¿Eh?
—Por favor, mamá, qué decís. Es así la canción. No la escribió ella. —Lucas lanzó una carcajada forzada, calló y apretó los dientes.
El número llegaba a su fin y empecé a mover el pie, nerviosa, preguntándome si estaba ciega. Sabía que me quedaban pocos instantes para descubrir si mi hijo estaba por entregar su vida a un ángel o a un demonio. Un sorbido fuerte de fin de mate detrás nuestro me hizo girar la cabeza, y me abrió los ojos para siempre.
Si estas palabras te pudieran dar fe,
Si esta armonía te ayudara a creer,
Yo sería tan feliz, tan feliz en el mundo
Que moriría arrodillado a tus pies.
Más sensual que nunca, Dulce gesticulaba, señalaba y ya no había dudas de que le cantaba con toda pasión a alguien del público. Claro, podía parecer que era a su novio. Pero Manuel estaba ahí con nosotros, arrodillado en la lona. Con la resignación del que toma el último mate frío. Mirando a su futura ex dedicar los últimos versos de la canción a Torso Bronceado.
Con Lucas nos miramos, atónitos. Manuel, el peor actor del mundo, fingía total indiferencia con un corazón en pedazos en lugar de cara. Se rompió al instante también el mío y quise abrazarlo ahí mismo y acunarlo hasta que se durmiera. Pero ser madre de adolescentes me había enseñado a respetar espacios. Me supe necesaria y me preparé para acompañar a mi bendi mayor en el primer duelo de su vida. Junté fuerzas, tomé aire y me dispuse a mantener la mansedumbre.
La vieja yarará saborea sus victorias lento y pausado, recordé. Me acomodé en mi sillita marplatense como un chico en penitencia, lista para atajar todos los telodijes. Pero ella se limitó a mirarme triunfante y volcar sus energías, muy a conciencia, en un revoleo de ojos ridículamente lento. Lo sincronizó con un movimiento de cabeza muy poco sutil —como toda ella—, en caso de que no me llegara claro el mensaje. 
Esperamos inmóviles el final de la canción con la ilusión idiota de que todo fuera un mal sueño. Los cuatro en silencio. Incluso ella. ¡Yo también podía escuchar sus pensamientos! Le había sacado la ficha a esta piba seis meses antes que yo. Y nadie la había querido escuchar. Y yo, que soy la madre del nene, etcétera, etcétera. De todos modos, me asombré de que se guardara los comentarios y pensé que quizás, después de todo, había gente con peores suegras. 
Sonó el último acorde y el mundo entero, bajo hechizo, batió palmas sin descanso. Excepto por el cuarteto de estatuas, claro.
—Vení, Manolito. Dame un abrazo. Ella se lo pierde. Qué te dijo la abuela… ¡A todos nos empalagó! Bah, a mí no. Que Dios la perdone. Eso sí: mañana al auto no se sube. A la Argentina, que la lleve Magoya. O el mocoso ese de los músculos. ¡No moquees, no ves que estás a tiempo! Andá, agradecele a esa chiruza, que te salvó de una grande —y, mientras acariciaba fuerte con una mano la espalda de nuestro herido en combate, se giró hacia mi marido, se inclinó los lentes con la otra para mirarlo directo a los ojos, y le lanzó a viva voz: —No como vos, Lucas. Para vos ya es tarde.
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elmardenubes · 5 years ago
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Técnica: Fichaje de personajes y tiempo blando
[Desafío 1: Crear un personaje basado 50% en uno real que hayas conocido.]
Nombre (o no ):  Josefina
Según su función: -
Según su condición: -
Dimensión física del personaje y su contexto
Edad: 75
Origen: Italiano
Raza: Caucásica
Ojos: Marrones, pequeños, vivos, de rápidos movimientos, mirada noble
Rostro: Amarillento, redondo, surcado por profundas arrugas
Cabello: Castaño oscuro, siempre impecable y a cargo de su estilista, nunca visto en su forma natural.
Constitución y altura: Pequeña, enjuta, encorvada
Vestimenta: Siempre vestido, hasta que hace poco se puso su primer pantalón.
Otros rasgos importantes: Nariz grande
Estrato social: Indigencia hasta su adolescencia, luego clase media a partir de su matrimonio. No le interesa el dinero.
Educación: No terminó la secundaria, pero la vida fue gran maestra.
Economía: Humilde. Austera.
Dimensión psicológica y de su acción
Carácter: Frontal si hay confianza. Alegre, pero malhumorada sin disimulo cuando aplica.  Asustadiza.
Defectos: De palabras filosas, hiriente en las discusiones. Vil con los que no quiere. Crédula. Bastante machista. Poco práctica.
Virtudes: Generosa. Magnánima. Fiel a los suyos.
Manías: Prende una velita cada vez que un nieto rinde un examen. Abre la puerta a todo el que toca timbre y le cree a todo ladrón.
Historia previa: Familia italiana y machista. Infancia de violencia y abandono en el entorno familiar. 
Miedos: Miedo a la tecnología, especialmente rechazo a las cámaras. Miedo a la soledad.
Inspiraciones, motivaciones: La motivación de su vida son sus nietos, sobre todo los varones. Cocina solo dos o tres platos típicos cuando la visita su familia. Reza el Rosario con sus amigas los viernes.
Religión: Católica devota de la Virgen. Muy supersticiosa y cabalera.
¿Cómo piensa?: Piensa siempre primero en el otro. No calcula nada ni cobra favores. Vive para los demás.
¿Cómo soluciona sus problemas?: Los ignora o les pasa a otros su responsabilidad.
¿Cómo actúa? ¿Acorde a la edad?: Es toda una señora, acorde a su edad. Pasa desapercibida en grandes eventos, pero puertas adentro es protagonista siempre.
Sexualidad: No trascendente.
Relaciones con otros personajes
Familia: Fiel. Un tanto absorbente
Amigos: Fiel amiga, siempre está, las acompaña al médico, les hace favores.
Amor: Tuvo un único amor que la defraudó mucho, o eso es lo que todos piensan.
Enemigos: Su nuera
Otros: -
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[Desafío 2: A partir del personaje de la ficha, boceta el argumento de un cuento que ocurra en la playa y en vacaciones. Elige un obstáculo que modifique a un protagonista en ese contexto y decide en qué aspecto lo hará, si está satisfecho al final y qué aprendió.]
Argumento: Una abuela se lleva de vacaciones a su familia con el secreto cometido de demostrarle a todos que su nieto está a punto de casarse mal.
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[Desafío 3:  Lista los personajes principales y secundarios. Nómbralos y elige para uno de ellos un “nombre parlante” irónico. Busca la manera de referirse a ellos sin darles identidad.]
Personajes principales: Josefina (suegra) y Romina (nuera).
Personajes secundarios: Lucas (esposo de Romina), Manuel (hijo de ambos), Dulce (novia de Manuel), un desconocido (personaje sorpresa).
Josefina: suegra, mamá, nona, vieja, abuela, anciana, venenosa, madre política, vieja bruja, vejestorio, montón de arrugas.
Romina: Yo (primera persona?)
Manuel: Manolito, nene, hijo mayor, bendición mayor, crío, criatura.
Dulce: bombón, diosa, bomba, mujer, visión celeste. Mi vida, amor, corazón (Manuel). Chiruza, malcriada, “mijita”, mocosa, atrevida (Josefina).
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elmardenubes · 5 years ago
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El vino que sí
[Desafío: Escribir un cuento con un personaje de la provincia de Mendoza como protagonista, incluyendo al menos cinco palabras originarias del antiguo lunfardo mendocino.]
—Buenos días, señor. ¿Qué le puedo ofrecer?
—Cerrar la ventana, para empezar, que esto es una heladera y ando con chuchos.
—Está todo cerrado, señor, pero la tienda es toda de vidrio. Está diseñada por un conocido grupo de arquitectos…
—Ando buscando un vino —cortó en seco el viejo.
Esto va a ser divertido, me dije. Frené mi caminata hacia la salida de la tienda, fingiendo interesarme en una botella de Famiglia Bianchi que no podría comprar ni aunque ese mes me perdonaran el alquiler.
—Me imagino, señor. Es lo único que tenemos —soltó el chico, buscándome de cómplice con una sonrisa burlona. —¿Qué varietal le interesa?
—Tinto —le lanzó el viejo, sin movérsele un músculo de la cara.
—Varietal, señor —se rascó la sien en señal de impaciencia. —Malbec, Cabernet Sauvignon, Syrah, Merlot... Usted sabe.
—No, no sé. Por eso no te solicité uno en especial, joven borrego —atónito, el muchacho se dio vuelta y comenzó a caminar tanteando los estantes repletos de etiquetas de todos los colores, mientras escuchaba resignado a su cliente. —Yo sé de muchas cosas, pero hay otro montón que no sé, entre esas, este tema de los varietales. Lo que sí sé es que me gusta el vino tinto, que entré en este sucucho y que vos sos el vendedor, así que algo tendrás para ofrecerme, ¿es así?
—Claro, señor, claro. Le recuerdo que está usted en la vinoteca más importante de la provincia, así que no sé a qué se refiere, pero será un placer guiarlo. Adelante.
Caminaron juntos hacia las primeras góndolas, insultándose uno al otro con los mejores modales del mundo. El cuadro era encantador y me instalé definitivamente, fingiendo perderme en un catálogo pesado de aburridas historias de enólogos.
Después de muchas vueltas, el anciano parecía caminar cada vez más encorvado y se apoyó en la barra de degustación a tomar un descanso. Giró su cabeza, me dirigió la mirada más amable y lanzó una carcajada de las que no se escuchan mucho en la calle.
—Un charleta. ¿A vos te parece? —reímos los dos y, a unos metros, el chico nos miraba, intentando con todas sus fuerzas ver lo que nosotros encontrábamos gracioso en esa situación.
—No sea malo con él —me animé, compadecida. —Está trabajando duro.
—Pensar que yo solo quería entrar a que algún cachiche me vendiera un vinito. ¡Nunca me imaginé cómo venía la mano! —siguió tentado de una risa tan contagiosa que  incluso el joven, que en ese momento llegaba hasta nosotros, sonrió de verdad. Sin preguntar nada, abrió una cava, destapó una botella y dispuso frente a nosotros tres copas impecables, dispuesto a todo. —Bueno, ahora sí estamos hablando. ¿Qué tenés ahí, nene?
—Este vino ícono es un tributo a su enólogo y mentor de este grupo de bodegas. Sienta sus bases en el Cabernet Sauvignon, con la expresión madura y especiada que este varietal logra en nuestros suelos pedregosos de San Rafael.
—¡Pero, qué cosas decís! Poneme un poco, así. A ver… ¡Directo al buche!
Viendo que el viejo se disponía a llevarse la copa, el chico lo detuvo en el acto como quien evita un horrible crimen.
—Por favor, paciencia. El vino se respira primero —metió la nariz en la copa y nos hizo una seña para que lo imitáramos. —¿Qué sienten?
El anciano me miró de reojo, conteniendo la risa.
—Señor, en el primer aroma se pueden identificar diferentes elementos. Sienta —respiró hondo en la copa, y empezó. —Frutos del bosque. Pétalos de rosa. Humo. ¿Qué más?
—¿Olor a vino?
—Le ruego que me siga, señor. He estudiado mucho tiempo esto. Las primeras impresiones son muy importantes.
—A ver, tomemos y nos contás las tuyas.
Los tres impacientes sorbimos un trago y nos quedamos mirándonos.
—La primera vez que aspiré este aroma, quedé admirado por la complejidad y estructura de este ejemplar único. Realmente, le hace honor a su historia.
—¿Cuánto duele? —arrojó el abuelo, apurando el final.
—¿Cómo dice?
—Que cuanto va a costarme. Más, menos. ¿Doscientos? ¿Quinientos?
—Mil ochocientos pesos argentinos —se rindió el joven.
El hombre comenzó a reír tan fuerte que temimos por su salud por un instante. —¡Pero eso es para todos esos gringos, que vienen acá a gastarse lo que les sobra! Dame uno de precio mendocino. ¿Cuál tenés de quinientos para abajo?
El muchacho escuchaba horrorizado y revisaba la lista de artículos por el precio, como sabemos que prohíbe el juramento de sommeliers. Eligió y entregó finalmente un lindo ejemplar a su cliente, explicando nada más que el puro precio de cuatrocientos setenta pesos.
—Gracias.
—Vuelva usted cuando guste. Aquí tenemos vinos que sí...
—Dejate de huevadas, pibe. El vino que sí, ¿sabés cuál es? El que tomás con amigos —se alejó saludando y riendo a viva voz—. Siempre y cuando no cueste mil ochocientos pesos, claro…
Joven Borrego le devolvió el saludo, tieso, y ese día aprendió más que en toda la carrera universitaria.
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elmardenubes · 5 years ago
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Pausa
[Desafío: Escribir un relato que se desarrolle en situación de cuarentena en el que tenga voz un único personaje.]
Una conversación de amigas en volumen alto puede despertarte de un letargo. Las ventanas son nuestro todo estos días, ya lo sé, pero hay vecinos que me hacen dudarlo. Me lleno de enfado y me inquieto. No quiero otro mundo más que el mío. ¿Por qué escuchar nuevas preocupaciones, con las propias a cuestas y todo?
Siento enojo y, haciendo fuerza para sentir más, presto atención. La charla trivial de videollamada se convierte en mi motivo para quedarme desayunando ahí, cerca de esas palabras gritonas, abrir un poco la ventana y, ¿por qué no?, acercar mi banquito.
Soporto frío y viento con tal de oír otro encuentro de estos seres desconocidos haciendo temblar sus cuerdas vocales con alegría. Dudo que en su doble monólogo diario se escuchen realmente entre sí, pero yo sí que lo hago. Hay que ver qué cosas interesantes van diciendo con el correr de los días.
¡Gracias!, susurro cuando se despiden. Ya quiero otro mundo más que el mío. Gracias por esa pausa simple de humanidad, y todas las que pasen cerca de la calle Funes al 45, frente a la plaza del mercado.
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