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THROWBACK: 《 MUCHOS MÁS SABIOS, PARTE I 》
El dormitorio de Mark estaba lleno de polvo.
Después de su desaparición, nada se había tocado durante años. Finalmente, el día en que Mark cumplió dieciocho años, Julian abrió la puerta y lo limpió en un arrebato salvaje. Guardó en un trastero la ropa, los juguetes y los juegos de Mark. Vació la habitación, dejando un espacio desnudo a la espera de volver a ser llenado.
Emma corrió las polvorientas cortinas y abrió las ventanas para que entrara la luz mientras Julian dejaba a su hermano en la cama.
Las mantas estaban estiradas y remetidas bajo el colchón, y una fina capa de polvo cubría la colcha. Se elevó en una nubecilla cuando Julian dejó a Mark sobre ella. Este tosió, pero no se despertó.
Emma se apartó de las ventanas. Con ellas abiertas, el dormitorio se llenó de luz y convirtió las motas de polvo suspendidas en pequeñas criaturas danzantes.
—Está tan delgado… —dijo Julian—. No pesa casi nada.
Alguien que no lo conociera podría haber pensado que su rostro carecía de expresión. Su cara solo mostraba cierta tensión en los músculos, y tenía los labios apretados en una fina línea. Así era siempre cuando alguna emoción fuerte le turbaba el corazón y trataba de ocultarlo, normalmente a sus hermanos pequeños.
Emma se acercó a la cama. Durante un momento, ambos se quedaron mirando a Mark. Las curvas de los codos, las rodillas y los hombros resaltaban dolorosamente agudas bajo la ropa que llevaba: unos vaqueros raídos, unas botas de cuero atadas por encima de ellos hasta la rodilla y una camiseta casi transparente de vieja y lavada. El cabello rubio enmarañado le tapaba media cara.
—¿Es verdad? —preguntó una vocecita desde la puerta.
Emma se volvió en redondo. Ty y Livvy entraron en el dormitorio, pero solo un poco. Maeve estaba en la puerta, tras ellos, y miró a Emma como si tratara de decirle que había intentado retenerlos. Emma asintió con la cabeza. Sabía lo imposible que resultaba detener a los mellizos cuando querían formar parte de algo.
Era Livvy la que había hablado. Miró más allá de Emma, hacia donde yacía Mark. Inspiró profundamente.
—Es verdad.
—No puede ser. —Ty agitaba las manos, que le colgaban a los costados. Estaba contando con los dedos, de uno a diez, de diez a uno. La mirada que había clavado sobre su hermano inconsciente estaba cargada de incredulidad—. Las hadas no devuelven lo que han quitado.
—No —coincidió Julian con voz suave, y Emma se preguntó, no por primera vez, cómo podía actuar con tanta calma cuando debía de estar deseando gritar y saltar frenéticamente—. Pero a veces te devuelven lo que te pertenece.
Ty no dijo nada. Seguía agitando las manos en un movimiento repetitivo. Hubo un tiempo en el que el padre de Ty había tratado de educarlo para que permaneciera quieto, que le había sujetado las manos con fuerza contra los costados cuando el niño se alteraba mientras le decía: «Quieto, quieto». Ty solía entrar en tal estado de pánico que acababa por vomitar. Julian nunca se lo hacía. Solo le dijo que toda la gente notaba como mariposas por dentro cuando se ponía nerviosa; algunas personas las notaban en el estómago, y Ty las notaba en las manos. Al muchacho le había gustado esa explicación. Adoraba las mariposas, las polillas, las abejas…, cualquier cosa que tuviera alas.
—No es como lo recordaba —dijo otra vocecita. Era Dru, que se había colado en el dormitorio pasando junto a Maeve. Llevaba a Tavvy de la mano.
—Bueno —repuso Emma—. Ahora Mark tiene cinco años más.
—No parece mayor —replicó Dru—. Solo distinto.
Se hizo el silencio. Dru tenía razón. Mark no parecía mayor, y sin duda, no tenía cinco años más. En parte porque estaba muy delgado, pero no era solo eso.
—Ha pasado todos estos años en la tierra de las hadas —explicó Julian—. Y allí el tiempo… funciona diferente.
Ty avanzó. Recorrió a su hermano con la mirada, examinándolo. Drusilla se quedó atrás. Solo tenía ocho años cuando Mark se fue; Emma no alcanzaba a imaginarse cómo serían sus recuerdos de entonces: nebulosos e imprecisos, probablemente. Y en cuanto a Tavvy… Tavvy solo tenía dos años. Para él, el chico que había en la cama era un completo desconocido.
Pero Ty… Ty lo recordaría bien. Se acercó a la cama, y Emma casi pudo ver cómo le funcionaba el cerebro tras sus ojos grises.
—Eso tendría sentido. Hay todo tipo de historias sobre gente que pasa una noche con las hadas y al regresar han transcurrido cien años. Para él, cinco años pueden haber sido como dos. Parece tener la misma edad que tú, Jules.
Julian carraspeó para aclararse la garganta.
—Sí, es verdad.
Ty inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Por qué lo han devuelto?
Julian vaciló. Emma no se movió; ella tampoco sabía cómo decirles a los niños, que los miraban con los ojos muy abiertos y expectantes, que el hermano perdido que había vuelto con ellos quizá no lo hubiera hecho para siempre, sino solo temporalmente.
—Está sangrando —dijo Dru.
—¿Qué? —Julian tocó la lámpara de luz mágica que había en la mesita de noche y el tenue resplandor de la habitación se intensificó.
Emma inspiró con fuerza. La camiseta de Mark, a la altura del hombro, estaba teñida de rojo por la sangre, y la mancha se extendía.
—¡Una estela! —ladró Julian, tendiendo la mano.
Empezó a quitarle la camiseta a su hermano para dejar el hombro y la clavícula al desnudo; se le había abierto un corte medio curado. La sangre manaba lentamente de la herida, pero Tavvy hacía sonidos inarticulados de inquietud.
Emma se sacó la estela del cinturón y se la lanzó. No tuvo que decir nada; no hacía falta. Julian alzó la mano y la cogió al vuelo. Se inclinó y presionó la punta contra la piel de Mark para comenzar a dibujar la runa curativa…
Mark gritó.
Abrió los ojos de golpe, brillantes y enloquecidos; sacudió las manos, sucias y manchadas de sangre, y le hizo soltar la estela.
—Quítamela —rugió, incorporándose con dificultad—. ¡Quítamela, quítame esa cosa de encima!
—Mark…
Julian fue a coger a su hermano, pero él lo apartó de un golpe. Estaría delgado, pero era fuerte. Julian se tambaleó, y Emma lo notó como un repentino dolor en la nuca. Corrió a interponerse entre los dos.
Estaba a punto de gritarle a Mark, de decirle que parara, cuando se fijó en su rostro. Tenía los ojos abiertos y blancos de miedo, y las manos cerradas sobre el pecho. Guardaba algo ahí, algo que brillaba al final de un cordón que le colgaba del cuello. Entonces se tiró de la cama, sacudiéndose, arañando la madera con las manos y los pies.
—Apártense —ordenó Julian a sus hermanos, sin gritar pero con voz autoritaria.
Estos se alejaron, repartiéndose por la sala. Emma captó un atisbo del rostro entristecido de Tavvy mientras Dru lo cogía en brazos y lo sacaba del dormitorio.
Mark se había ido a un rincón de la habitación, donde permanecía acurrucado e inmóvil, con las manos alrededor de las rodillas dobladas y la espalda contra la pared. Julian hizo ademán de ir hacia él, pero se detuvo, con la estela todavía en la mano.
—No me toques con eso —dijo Mark. Y su voz, ya reconocible, fría y precisa, resultó chocante e incongruente con su aspecto de espantapájaros desharrapado. Los mantuvo alejados con la mirada.
—¿Qué le pasa? —preguntó Livvy casi en un susurro.
—Es la estela —contestó Julian, también en voz baja.
—Pero ¿por qué? —dijo Emma—. ¿Cómo puede ser que un cazador de sombras tenga miedo de una estela?
—¿Me llamas cobarde? —reaccionó Mark—. Insúltame de nuevo y te encontrarás con tu sangre derramada, chica.
—Mark, es Emma —dijo Julian—. Emma Carstairs.
Mark se apretó aún más contra la pared.
—Mentiras —espetó—. Mentiras y sueños.
—Soy Julian —continuó Jules—. Tu hermano Julian. Y este es Tiberius…
—¡Mi hermano Tiberius es un niño! —gritó Mark, lívido de repente, rascando con las manos la pared que tenía detrás—. ¡Es casi un bebé!
Se hizo un silencio horrorizado.
—No —dijo Ty finalmente. Agitaba las manos a los costados, como pálidas mariposas bajo la tenue luz—. No soy un niño.
Mark no dijo nada. Cerró los ojos. Por debajo de los párpados le brotaron unas lágrimas que fueron descendiendo por las mejillas, mezclándose con la suciedad.
—Ya basta. —Para sorpresa de todos, había hablado Maeve. Pareció incómoda cuando todos se volvieron para mirarla, pero se mantuvo en su sitio, con la barbilla en alto y la espalda recta—. ¿No ven que lo están atormentando?
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THROWBACK: 《 LAS HADAS NUNCA DEVUELVEN LO QUE HAN ARREBATADO 》
[...]
Este alzó la cabeza despacio. Estaba delgado como un palo, mucho más fino y anguloso de lo que Emma lo recordaba. No parecía haber envejecido, sino más bien haberse afilado, como si le hubieran tallado los huesos del mentón con delicadas herramientas. Era flaco y grácil, como las hadas.
—Mark —susurró Julian, y Emma pensó en las pesadillas que habían despertado a Jules durante años; en sus gritos llamando a su hermano, a Mark; en lo desesperada que sonaba su voz y en lo perdido que parecía.
En ese momento, Mark estaba muy pálido, pero los ojos le brillaban como si estuviera presenciando un milagro. Y era una especie de milagro, pensó Emma: las hadas nunca devolvían lo que habían arrebatado.
O al menos nunca lo devolvían sin que hubiera sufrido cambios.
Emma sintió que un repentino estremecimiento le recorría las venas, pero no hizo ni el más mínimo ruido. No se movió cuando Julian dio un paso hacia su hermano, y luego otro, y luego le habló, con la voz quebrada.
—Mark —susurró—. Mark. Soy yo.
Este miró a Julian directamente a la cara. Había algo en sus ojos de diferente color; ambos eran azules la última vez que Emma lo había visto, y esa diferencia parecía indicar que había algo roto en su interior, como un jarrón con el esmalte agrietado. Mark miró a Julian; se fijó en su altura, sus hombros anchos, su delgadez, su cabello castaño alborotado, sus ojos Blackthorn, y habló por primera vez.
Su voz sonó áspera, rasposa, como si no la hubiera usado desde hacía días.
—¿Padre? —dijo, y entonces, mientras Julian dejaba escapar un grito ahogado de sorpresa, Mark puso los ojos en blanco y se desplomó sobre el suelo, inconsciente.
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《 El regreso de Miach Blackthorn 》 — 3 años atrás. Parte 4.
Las manos conocidas se cerraron sobre la capucha y la bajaron de golpe, apartando el manto de los hombros como si la tela le resultara desagradable. Emma vio el destello de un cuerpo ágil y alto, de un cabello claro, de unas manos delgadas, mientras la capa caía al suelo formando un charco oscuro.
El chico se hallaba en el centro de la runa, jadeando. Un chico que parecía tener unos veintitantos años, con el cabello claro rizado como las parras de acanto. Los ojos mostraban el desdoblamiento de la Cacería Salvaje: dos colores, uno dorado y el otro del azul de los Blackthorn. Iba descalzo y con los pies negros y sucios. Su ropa estaba rasgada y vieja.
Emma sintió como si le rodara la cabeza por una terrible mezcla de horror, alivio y perplejidad. Julian estaba tenso, como si lo hubiera atravesado una corriente eléctrica. Emma vio la rigidez de su mentón, el temblor de un músculo en la mejilla. Julian no abrió la boca; fue Gabe quien habló, medio alzado de su asiento, con una voz frágil e insegura.
—¿Mark?
Mark lo miró con unos ojos cargados de confusión. Abrió la boca para responder, pero Iarlath se volvió hacia él.
—Mark Blackthorn de la Cacería Salvaje —dijo con aspereza—. No hables hasta que se te dé permiso.
Mark cerró los labios. Su rostro era totalmente inexpresivo.
—Y tú —ordenó Kieran, alzando una mano cuando Julian comenzó a avanzar—, quédate donde estás.
—¿Qué le han hecho? —A Julian le saltaban chispas de los ojos—. ¿Qué le han hecho a mi hermano?
—Mark pertenece a la Cacería Salvaje —contestó Iarlath—. Si elegimos entregárselos, será bajo palabra.
Gabe se había hundido en la silla.
—Los muertos se alzan y los perdidos regresan —dijo—. Deberíamos hacer ondear estandartes azules desde lo alto de las torres.
Kieran lo contempló con fría perplejidad.
—¿Qué está diciendo?
—Es de un viejo poema de los cazadores de sombras —intervino Emma—. Me sorprende que no lo conozcas.
—Los poemas contienen muchas verdades —dijo Iarlath, y había un rastro de humor en su voz, pero un humor amargo.
Emma se preguntó si se estaba burlando de ellos o de sí mismo.
Julian miraba fijamente a Mark, con una expresión de absoluta sorpresa y anhelo.
—¿Mark? —llamó.
Este apartó la mirada.
Pareció como si a Julian lo hubiesen asaetado con flechas de elfo, los arteros dardos de las hadas que se hundían bajo la piel y soltaban un veneno letal. Cualquier rabia que Emma hubiera sentido hacia él por lo de la noche anterior se evaporó. Por la expresión del rostro de Julian parecía que unos cuchillos le atravesaran el corazón.
—Mark —repitió, y luego medio susurró—: ¿Por qué? ¿Por qué no puede hablarme?
—Gwyn le ha prohibido hablar hasta que nuestro trato esté sellado —explicó Kieran.
Miró a Mark, y había algo frío en su expresión. ¿Odio? ¿Envidia? ¿Despreciaría a Mark por ser medio humano? ¿Lo harían todos? ¿Cómo le habrían demostrado ese odio durante todos esos años en los que había estado a su merced?
Emma notaba el esfuerzo que estaba haciendo Julian por contenerse y no salir corriendo hacia su hermano. Habló por él.
—Así que Mark es vuestra moneda de cambio.
Una rabia súbita y sorprendente cruzó el rostro de Kieran.
—¿Por qué deben afirmar lo evidente? ¿Por qué tienen que hacerlo todos los humanos? Serás tonta…
La actitud de Julian cambió: apartó su atención de Mark, se irguió estirando la espalda y se le endureció la voz. Sonaba tranquilo, pero Emma, que lo conocía muy bien, percibía el hielo en su tono.
—Emma es mi parabatai —dijo—. Si vuelves a hablarle así, el suelo del Santuario se manchará de sangre, y no me importa si después me ejecutan por ello.
Los extraños y hermosos ojos de Kieran destellaron.
—Los nefilim son leales a vuestro compañero escogido, eso se los concedo. —Agitó una mano, quitando importancia a la situación—. Supongo que Mark es nuestra moneda de cambio, como has dicho tú, pero no olviden que es por culpa de los nefilim que necesitamos tenerla. Hubo un tiempo en que los cazadores de sombras habrían investigado los asesinatos de nuestros hermanos porque creían que su obligación era protegernos incluso por encima de su odio.
—Hubo un tiempo en que los seres mágicos nos habrían devuelto sin más a uno de los nuestros —replicó Gabe—. El dolor por la pérdida va en ambos sentidos, al igual que la falta de confianza.
—Bueno, tendrán que confiar en nosotros —manifestó Kieran—. No tienen a nadie más. ¿O sí?
Hubo un largo silencio. Julian volvió a mirar a su hermano, y en ese momento Emma odió a los seres mágicos, porque al retener a Mark también retenían el corazón, humano y frágil, de Julian.
—Así que quieren que averigüemos quién es el responsable de esos asesinatos —confirmó—. Que detengamos las muertes de hadas y humanos. Y a cambio, ¿nos devuelven a Mark si lo logramos?
—La Corte está dispuesta a ser mucho más generosa —respondió Kieran—. Le daremos a Mark ahora. Él los ayudará en la investigación. Y cuando esta acabe, podrá escoger entre permanecer con ustedes o regresar a la Cacería.
—Nos elegirá a nosotros —afirmó Julian—. Somos su familia.
A Kieran le brillaron los ojos.
—Yo no estaría tan seguro, joven cazador. Los de la Cacería son leales.
—Él no es de la Cacería —replicó Emma—. Es un Blackthorn.
—Su madre, lady Nerissa, era hada —le recordó Kieran—. Y él ha cabalgado con nosotros, ha recogido a los muertos con nosotros, se ha hecho experto en el uso del arco y las flechas élficas. Es un guerrero formidable al estilo de las hadas, pero no es como ustedes. No luchará como ustedes. No es nefilim.
—Sí, lo es —lo contradijo Julian—. La sangre de los cazadores de sombras produce cazadores de sombras. Su piel soporta las Marcas. Ya conoces las leyes.
Kieran no contestó a eso, simplemente miró a Gabe.
—Solo el Inquisidor del Instituto puede decidir sobre esto.
Emma miró a Gabe. Todos la imitaron.
—Quieren que el chico hada les informe sobre nosotros —dijo finalmente—. Será su espía.
El chico hada. No Mark. Emma miró a Mark, pero si un destello de pena le cruzó el pétreo rostro, fue invisible para ella.
—Si quisiéramos espiarlos, hay formas más fáciles —replicó Kieran en un frío tono de reproche—. No sería necesario que renunciáramos a Mark, que es uno de los mejores guerreros de la Cacería. Gwyn lo echará mucho en falta. El chico no será nuestro espía.
Julian se apartó de Emma y se puso de rodillas junto al sillón de Gabe. Se inclinó hacia él y le habló en susurros. Emma aguzó el oído para ver si podía enterarse lo que decía, pero solo captó unas cuantas palabras sueltas: «hermano», «investigación», «asesinato», «medicina» y «Clave».
Gabe alzó una mano, como para silenciar a Julian, y se volvió hacia las hadas.
—Aceptaremos vuestra oferta —dijo— con la condición de que no habrá trucos. Al final de la investigación, cuando atrapemos al asesino, Mark podrá elegir libremente si quedarse o marcharse.
—Sin duda —repuso Iarlath—. Siempre y cuando el asesino sea identificado con claridad. Queremos saber quién tiene sangre en las manos; no bastará con que digan: «lo hizo este o aquel», o «los responsables son los vampiros». El asesino o asesinos quedarán bajo la custodia de las Cortes. Nosotros impartiremos justicia.
«No si soy yo quien encuentra en primer lugar al asesino —pensó Emma—. Les entregaré su cadáver, y eso tendrá que ser más que suficiente».
—Primero júralo —exigió Julian, con una dura mirada en sus brillantes ojos verde azulado—. Di: «Juro que cuando se hayan cumplido los términos de nuestro acuerdo, Mark Blackthorn podrá elegir libremente si desea formar parte de la Cacería o regresar a su vida de nefilim».
La boca de Kieran se tensó.
—Juro que cuando se hayan cumplido los términos de nuestro acuerdo, Mark Blackthorn podrá elegir libremente si desea formar parte de la Cacería o regresar a su vida de nefilim.
Mark no mostraba ninguna expresión en el rostro y permanecía inmóvil, igual que durante toda la reunión; era como si estuvieran hablando de otra persona y no de él. Parecía como si su mirada atravesara las paredes del Santuario y pudiera ver, quizá, el distante océano, o un lugar todavía más lejano.
—Entonces, creo que tenemos un trato —concluyó Julian.
Las dos hadas se miraron, y luego Kieran se acercó a Mark. Le puso las blancas manos sobre los hombros y le dijo algo en un idioma gutural que Emma no entendió: Aún no les había enseñado nada parecido; no era en absoluto el agudo y aflautado idioma de la Corte de las hadas, ni ninguna otra lengua mágica. Mark no se movió, y Kieran se apartó de él sin mostrar ninguna sorpresa.
—Ahora es todo suyo —dijo—. Le dejaremos su corcel. Se han hecho muy… amigos.
—No podrá ir a caballo —replicó Julian con voz tensa—. Al menos no en Los Ángeles.
La sonrisa de Kieran estaba cargada de desdén.
—Creo que ya averiguarás que este sí lo puede montar.
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《 El regreso de Miach Blackthorn 》 — 3 años atrás. Parte 3.
Junto a él estaba Julian, con el cabello alborotado. Emma buscó en su rostro alguna señal de enfado, pero no la encontró. Lo cierto era que parecía que acabara de correr una maratón y estuviera haciendo un esfuerzo para no caer al suelo de agotamiento y alivio.
—Mis disculpas por el comportamiento de mi pupila —dijo Gabe entrando en la sala—. Aunque no está prohibido discutir en el Santuario, va contra el espíritu del lugar. —Se sentó en el enorme sillón de piedra bajo la araña—. Soy Gabe Penhallow. Este es Julian Blackthorn. —Julian, que se había colocado a un lado del sillón de Gabe, inclinó la cabeza mientras Kieran e Iarlath se presentaban—. Y ahora, por favor, expliquen a que han venido.
Las hadas intercambiaron miradas.
—¿Cómo? —exclamó Kieran—. ¿Ni una palabra sobre la Paz Fría ni sobre que esta visita incumple vuestra Ley?
—Nuestro Inquisidor no es el guardián de la Paz Fría —respondió Julian—. Y no es eso lo que deseamos discutir. Conocen las reglas tan bien como nosotros; si han elegido saltarlas debe de haber una buena razón. Si no quieren compartir esa información, nuestro Inquisidor tendrá que pedirles que se marchen.
Kieran lo miró altivo.
—Muy bien —contestó—. Hemos venido a pedir un favor.
—¿Un favor? —preguntó Emma atónita.
Los términos de la Paz Fría eran muy claros: los cazadores de sombras no debían ayudar ni a la corte seelie ni a la noseelie. Los representantes de las cortes no se habían presentado para firmar el tratado de los nefilim; lo habían menospreciado, y ese era su castigo.
—Quizá estén confundidos—repuso Gabe fríamente—. Deben de haber oído hablar de mis estudiantes. Quizá crean que porque sus familiares, Mark y Helen, tienen sangre de hada encontrarian aquí quien los escuchara con mayor benevolencia que en cualquier otro lugar. Pero a Helen la enviaron lejos debido a la Paz Fría, y a mi sobrino ustedes lo robaron.
Kieran torció la boca.
—El exilio de ella fue decretado por los cazadores de sombras, no por las hadas —replicó—. Y en cuanto a Mark…
Gabe suspiró. Agarraba con fuerza los brazos del sillón.
—La mano de la Cónsul se vio forzada por la traición de la reina seelie —repuso Gabe—. Guerreros noseelie lucharon a su lado. Ninguna hada tiene las manos limpias de sangre. No tenemos una buena disposición hacia las hadas.
—La Paz Fría no fue lo que apartó a Mark de nosotros —afirmó Julian, con las mejillas ardiendo—. Fueron ustedes. La Cacería Salvaje. Podemos ver en tus ojos que cabalgas con Gwyn, no lo niegues.
—Claro —replicó Kieran con una ligera sonrisita sarcástica—. No lo negaría.
Emma se preguntó si alguien más había oído a Julian inspirar con fuerza.
—Así que conoces a mi hermano.
La sonrisita se borró del rostro de Kieran.
—Claro que lo conozco.
A Julian parecía costarle contenerse.
—¿Qué sabes de Mark?
—¿Por qué finges sorpresa? —preguntó Iarlath—. Es una tontería. Mencionábamos a Mark de la Cacería en la carta que enviamos.
Emma vio la expresión de sobresalto en el rostro de Julian. Intervino rápidamente porque no quería que fuese él quien tuviera que preguntarlo.
—¿Qué carta?
—Estaba escrita sobre una hoja —explicó Gabe—. Una hoja que se deshizo. Hablaba de asesinatos. De Mark. No creí que fuera real.
—¿Asesinatos?
Kieran lo miró y los ojos se le ensombrecieron. Emma tuvo la incómoda sensación de que Kieran pensaba saber algo sobre su parabatai, algo que ella ignoraba.
—Ya sabes lo de los asesinatos —contestó Kieran—. Emma Carstairs encontró uno de los cadáveres. Sabemos que conoce la existencia de otros.
—¿Y qué les importa? —preguntó Julian—. Por lo general, las hadas no se involucran en la sangre derramada del mundo de los humanos.
—Lo hacemos si la sangre derramada es sangre de hada —repuso Kieran, y vio la sorpresa en sus rostros—. Como saben, el asesino ha estado matando y mutilando también a hadas. Por eso Iarlath estaba. Por eso Emma Carstairs se lo encontró allí. Estaban siguiendo el rastro de la misma presa.
Iarlath metió la mano dentro de la capa y sacó un puñado de reluciente mica. Lo tiró al aire, donde las partículas se quedaron colgando y se separaron, formando imágenes tridimensionales. Imágenes de cadáveres, cadáveres de hadas, de hadas nobles de aspecto humano. Todos tenían la piel grabada con las puntiagudas marcas que poseía el cadáver que Emma había encontrado.
Emma se encontró inclinándose inconscientemente hacia delante, tratando de ver mejor el espejismo.
—¿Qué es esto? ¿Fotos mágicas?
—Recuerdos, conservados con magia —explicó Iarlath.
—Ilusiones ópticas —replicó Julian—. Y las ilusiones pueden mentir.
Iarlath hizo un movimiento con la mano y las imágenes cambiaron. De repente, Emma estaba viendo al hombre muerto que había encontrado en el callejón noches atrás. Era una imagen exacta, hasta en la retorcida expresión de horror en el rostro del muerto.
—¿Es esto una mentira?
Emma clavó la mirada en Iarlath.
—Lo viste. Probablemente lo encontraste antes que yo, ¿no es así?
Iarlath cerró la mano y los brillantes granos de mica cayeron al suelo como gotas de lluvia, deshaciendo la ilusión.
—Sí. Ya estaba muerto. No podía ayudarlo. Lo dejé para que lo encontraras tú.
Emma no dijo nada. Era evidente que Iarlath estaba diciendo la verdad.
Y las hadas no mentían.
—También han matado a cazadores de sombras, lo sabemos —añadió Kieran.
—A menudo matan a cazadores de sombras —replicó Gabe—. No hay ningún lugar seguro.
—No es cierto —repuso Kieran—. Hay protección donde hay protectores.
—Mis padres —comenzó Emma, sin hacer caso a Julian, que la miraba negando con la cabeza. «No se lo digas, no se lo cuentes, no les des nada». Emma sabía que Julian tenía razón; estaba en la naturaleza de las hadas arrancarte los secretos y usarlos en tu contra. Pero si existía una posibilidad, por remota que fuera, de que supieran algo…—. Sus cuerpos se hallaron con esas mismas marcas, hace años. Cuando los cazadores de sombras trataron de moverlos, se convirtieron en ceniza. La única razón de que conozcamos esas marcas es porque los nefilim hicieron fotos antes.
Kieran la miró entonces con ojos relucientes. Ninguno de los dos parecía humano: el negro era demasiado oscuro; el plateado, demasiado metálico. Sin embargo, el conjunto era inquietante e inhumanamente hermoso.
—Sabemos lo de tus padres —dijo—. Conocemos su muerte. Sabemos lo del lenguaje demoníaco con el que habían inscrito sus cuerpos.
—Mutilados —soltó Emma casi sin poder respirar, y notó la mirada de Julian sobre ella, recordándole que estaba ahí, un apoyo silencioso—. Desfigurados. No inscritos.
La expresión de Kieran no cambió.
—También sabemos que durante años han tratado de traducir o entender los escritos, sin éxito. Podemos ayudaros a que eso cambie.
—¿Qué estás diciendo exactamente? —quiso saber Julian.
Había recelo en sus ojos, en toda su actitud. La tensión que emanaba del cuerpo de Julian impidió que Emma soltara mil preguntas.
—Los eruditos de la corte noseelie han estudiado las marcas —explicó Iarlath—. Parece ser una lengua de Feéra, la tierra de las hadas, empleada en un tiempo muy remoto, mucho anterior a la memoria humana. Antes de que hubiera nefilim.
—De cuando las hadas estaban más unidas a sus antepasados demoníacos —soltó Gabe con voz áspera.
Kieran torció el gesto, como si Gabe hubiera dicho algo desagradable.
—Nuestros eruditos comenzaron a traducirlas —continuó.
De debajo de la capa sacó varias hojas de un papel apergaminado muy fino. Emma vio en ellas las marcas que tan bien conocía. Bajo ellas había palabras, escritas en una complicada letra.
A Emma se le detuvo el corazón.
—Han traducido la primera línea —dijo Kieran—. Parece que quizá sea parte de un hechizo. Ahí nos faltan conocimientos. Los seres mágicos no tratan con hechizos, eso es territorio de los brujos…
—¿Han traducido la primera línea? —preguntó Emma con impaciencia—. ¿Qué dice?
—Te lo diremos —contestó Iarlath—, y te entregaremos el trabajo que han realizado nuestros eruditos hasta el momento, si aceptan nuestras condiciones.
Julian los miró con recelo.
—¿Por qué solo han traducido la primera línea? ¿Por qué no todo?
—Los eruditos casi ni habían acabado de averiguar el significado de esa primera línea cuando el rey noseelie les prohibió continuar —explicó Kieran—. La magia de este hechizo es negra, de origen demoníaco. No quería que esa magia despertara en Feéra.
—Podrías haber continuado con ese trabajo tú mismo —repuso Emma.
—El rey ha prohibido a todas las hadas que toquen esas palabras —replicó Iarlath—. Pero eso no quiere decir que dejemos de involucrarnos. Creemos que ese texto, esas marcas, pueden llevar hasta el asesino una vez se comprendan.
—¿Y quieren que nosotros traduzcamos el resto de las palabras? —preguntó Julian—. ¿Empleando como clave la línea que han traducido?
—Más que eso —respondió Iarlath—. La traducción es solo el primer paso. Los llevará hasta el asesino. Cuando hayan encontrado a esa persona, se la entregaran al rey noseelie para ser juzgada por el asesinato de las hadas y recibir justicia.
—¿Quieren que hagamos esta investigación para ustedes? —soltó Julian—. Somos cazadores de sombras. Estamos sometidos a la Paz Fría, igual que ustedes. Tenemos prohibido ayudar a los seres mágicos, incluso recibirlos aquí va contra las normas. Saben lo que estamos arriesgando. ¿Cómo se atreven a pedirnos eso?
La voz de Julian estaba cargada de rabia, una rabia desproporcionada a la propuesta, pero Emma no podía culparlo. Sabía lo que veía cuando miraba a las hadas, sobre todo a las de la Cacería Salvaje. Veía las frías aguas de la isla de Wrangel. Veía el dormitorio vacío del Centro donde ya no estaba Mark.
—No solo es su investigación —intentó tranquilizarlo Emma con voz calmada—. También es la mía. Esto tiene que ver con mis padres.
—Lo sé —repuso Julian, y su rabia desapareció, sustituida por dolor—. Pero así no podemos, Emma…
—¿Por qué han venido aquí? —intervino Gabe—. ¿Por qué no han acudido a un brujo?
Una expresión de decepción se dibujó en la hermosa cara de Kieran.
—No podemos consultar a un brujo —contestó—. Ninguno de los Hijos de Lilith tratará con nosotros. La Paz Fría nos ha apartado de los otros subterráneos. Pero ustedes pueden visitar al Brujo Supremo Malcolm Fade, o incluso al propio Magnus Bane, y pedirles una respuesta a esta pregunta. Nosotros estamos atados de pies y manos, pero ustedes son… —soltó la palabra con desprecio— libres.
—Se han equivocado de lugar —repuso Gabe—. Nos piden que violemos la Ley por ustedes, como si tuviéramos algún cariño especial a los seres mágicos. Pero los Blackthorn no han olvidado lo que les han arrebatado…
—No —lo cortó Emma—. Necesitamos esos papeles, necesitamos…
—Emma. —La mirada de Gabe era dura—. Ya basta.
Ella bajó la mirada, pero la sangre le corría deprisa por las venas, cantando una melodía de obstinada rebelión. Si las hadas se iban y se llevaban con ellas esos papeles, hallaría la manera de localizarlos, de recuperar la información, de averiguar lo que necesitaba. De alguna manera. Aunque Idris no pudiera arriesgarse, ella sí.
Iarlath miró a Gabe.
—Creo que no quieres tomar esa decisión de manera precipitada.
Gabe apretó los dientes.
—¿Por qué crees que cambiaré de opinión, vecino?
«Los buenos vecinos». Un término muy antiguo para los seres mágicos.
—Porque tenemos algo que quieren más que nada —contestó Kieran—. Y si nos ayudan, estamos dispuestos a dárselos.
Julian palideció. Emma, que lo miraba, se quedó por un momento tan atrapada por su reacción que no se dio cuenta de lo que esas palabras implicaban. Cuando lo hizo, el corazón le dio un brinco dentro del pecho.
—¿Y qué es? —susurró Julian—. ¿Qué tienen que nosotros queramos?
—¡Venga, no fastidies! —soltó Kieran—. ¿Qué te parece que es?
La puerta del Santuario, la que daba al exterior del Instituto, se abrió y entró el hada de manto marrón. Se movía con agilidad y en silencio, sin vacilación pero tampoco prisa; sin nada humano en sus movimientos. Al entrar en el dibujo de la runa angelical del suelo, se detuvo. La sala estaba en completo silencio cuando se llevó la mano a la capucha y, por primera vez, vaciló.
Las manos eran humanas, de dedos largos, bronceadas.
Conocidas.
Emma no respiraba. No podía. Julian parecía estar como soñando. El rostro de Gabe era inexpresivo, perplejo.
—Bájate la capucha, muchacho —dijo Iarlath—. Muestra tu rostro.
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《 El regreso de Miach Blackthorn 》 — 3 años atrás. Parte 2.
Julian corrió por el pasillo hasta su cuarto, con la cabeza dándole vueltas.
Hadas en la puerta del Centro. Tres corceles: dos negros y uno castaño. Una legación de una corte de hadas, pero no sabría decir si de la seelie o de la noseelie. No llevaban ningún estandarte.
Querrían hablar. Si había algo que se les daba bien a las hadas era liar a los humanos hablando, incluso a los cazadores de sombras. Podían hallar la verdad en una mentira, y ver la mentira en el corazón de la verdad.
Emma se detuvo en el descansillo de la escalera para mirar por la ventana a la legación de los seres mágicos. Había visto los caballos, sin jinete, esperando cerca de la escalera de entrada. Si la legación conocía a los cazadores de sombras, y lo más seguro era que así fuese, entonces ya estarían dentro del Santuario.
La puerta interior del Santuario se hallaba al final del pasillo que conducía a la entrada principal del Instituto. Estaba hecha de dos hojas de cobre que ya hacía tiempo que se habían puesto verdosas; las runas de protección y bienvenida se extendían alrededor del marco como si de hiedra se tratase.
Emma oyó voces desconocidas dentro del Santuario: una, clara como el agua; otra, seca como una ramita al quebrarse bajo el pie. Cerró con fuerza la mano con la que sostenía a Cortana y abrió la puerta.
El Santuario tenía la forma de una medialuna y estaba encarado hacia las montañas, hacia los sombríos cañones y los matorrales de color plata verdosa que salpicaban el paisaje. Las montañas tapaban el sol, pero la sala estaba bien iluminada gracias a una gran araña que colgaba del techo. La luz se reflejaba en el cristal tallado e iluminaba el suelo ajedrezado en el que se alternaban los cuadrados de madera oscura y clara. Si uno se subía a la araña y miraba hacia abajo, descubría que describían la forma de la runa de poder.
Claro que Emma nunca admitiría haberse subido. Aunque, desde ese ángulo, se tenía una vista excelente del enorme sillón de piedra del Inquisidor.
En el centro de la sala se hallaban las hadas. Solo dos: el de la túnica blanca y el de la armadura negra. Al tercer jinete no se lo veía por ningún lado. Tampoco sus rostros eran visibles. Podía distinguir la punta de los dedos de unas manos largas y blancas que sobresalían por debajo de las mangas, pero ni siquiera podía saber si eran femeninas o masculinas.
Emma percibía el poder salvaje e indómito que surgía de ellos, la sutil sensación de hallarse ante seres de otro mundo. Una sensación como la frialdad húmeda de la tierra contra la piel, como el olor a raíces, hojas y flores de jacarandá.
El hada de negro se rio y se retiró la capucha. Emma se lo quedó mirando. La piel era del verde oscuro de las hojas, las manos como garras, los ojos amarillos como los de una lechuza. Llevaba una capa bordada con el dibujo de un serbal.
Era el hada al que había visto la otra noche.
—Nos encontramos de nuevo, hermosa —dijo, y su boca, que era como una grieta en la corteza de un árbol, sonrió—. Soy Iarlath, de la corte noseelie. Mi compañero de blanco es Kieran, de la Cacería. Kieran, quítate la capucha.
El otro ser mágico alzó dos delgadas manos, cada uno de los dedos acabado en una uña cuadrada, translúcida. Agarró los bordes de la capucha y la echó hacia atrás con un gesto imperioso, casi rebelde.
Emma contuvo un suspiro. Era hermoso. No como Julian o Maeve, de un modo humano, sino como el filo de Cortana. Parecía joven, de no más de diecisiete años o dieciocho años, aunque Emma supuso que sería mucho mayor. Un cabello oscuro con un ligero brillo azulado enmarcaba un rostro que parecía esculpido. Su ligera túnica y los pantalones estaban desteñidos y gastados; hubo un tiempo en que debieron de ser elegantes, pero las mangas y los bajos le quedaban un poco cortos sobre el esbelto y grácil cuerpo. Los ojos, muy separados, eran de dos colores: el izquierdo, negro, y el derecho, de un profundo tono plateado. Llevaba unos gastados guanteletes blancos que lo señalaban como príncipe de las hadas, pero sus ojos… Sus ojos decían que formaba parte de la Cacería Salvaje.
—¿Esto es por lo de la otra noche? —preguntó Emma, mientras pasaba la mirada de Iarlath a Kieran—.
—En parte —contestó el primero. Su voz sonaba como ramas quebrándose bajo el viento. Como las oscuras profundidades de los bosques de los cuentos de hadas, donde solo vivían los monstruos. Emma se sorprendió de no haberlo notado.
—¿Es esta la chica? —La voz de Kieran era muy diferente: como olas alcanzando la orilla. Como agua cálida bajo una tenue luz. Era seductora, con un toque frío. Miró a Emma como si esta fuera algún tipo de flor nueva que no sabía si le gustaba—. Es bonita. No creía que fuera guapa. No lo mencionaste.
Iarlath se encogió de hombros.
—A ti siempre te han gustado las rubias —repuso.
—Vale, ya está bien. —Emma chasqueó los dedos—. Eh, estoy aquí. Y no me había enterado de que me habían invitado a venir aquí para jugar a «¿Quién está más bueno?».
—Y yo no me había enterado de que te habían invitado a venir aquí en absoluto —replicó Kieran. Hablaba de una forma normal, como si estuviera acostumbrado a tratar con humanos.
—Grosero —le espetó Emma—. Esta es mi casa. Y ¿qué están haciendo aquí, si no es mucho preguntar? ¿Se han presentado para decirme que él —señaló a Iarlath— no es el responsable de los asesinatos? Porque parece que se han tomado demasiadas molestias solo para decir que eres inocente.
—Claro que soy inocente —replicó Iarlath—. No seas ridícula.
En otras circunstancias, Emma habría pasado por alto ese comentario. Sin embargo, las hadas no podían mentir. Al menos no las hadas de pura sangre. Las medio hadas, como Mark y Helen, podían contar cosas que no eran del todo ciertas, pero de esos no había muchos.
Emma cruzó los brazos sobre el pecho.
—Repite conmigo: «No asesiné a la víctima de la que hablas, Emma Carstairs» —dijo—. Así sabré que es cierto.
Iarlath la miró fijamente con desagrado.
—No asesiné a la víctima de la que hablas, Emma Carstairs.
—Entonces ¿por qué están aquí? —preguntó Emma—. No me digas que esto va de amor a primera vista. ¿Nos encontramos la otra noche y sentiste algo especial? Lo siento, pero no salgo con árboles.
—No soy un árbol. —Iarlath parecía enfadado; la corteza se le pelaba ligeramente.
—Emma —la reprendió una voz desde la puerta.
Emma se sorprendió al ver que era Gabe Penhallow. Se hallaba en la entrada del Santuario con un serio traje gris y el cabello peinado.
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《 El regreso de Miach Blackthorn 》 — 3 años atrás.
Maeve, que ocupaba el asiento más cercano a la ventana, alzó la mano para interrumpir.
—Hay alguien subiendo por el camino hacia la puerta —informó—. De hecho, son varios.
Emma volvió a mirar a Jules. Era raro que alguien hiciera una visita no anunciada al Centro. Solo había unas cuantas personas que serían capaces, pero incluso la mayoría de los miembros del Cónclave habrían concertado una cita con Joshua, el director del Centro y en caso más importantes, con Gabe. Claro que alguien podía haber quedado con él. Aunque, por la expresión de Joshua, si ese era el caso, se trataba de una cita de la que él no sabía nada.
Maeve, que se había puesto en pie, soltó un bufido.
—¡Eh! —exclamó—, vengan a ver.
Todos corrieron hacia la larga ventana que había en la pared principal de la sala. Estaba situada al frente del Centro y daba al serpenteante camino que llevaba desde la puerta hasta la autovía que los separaba de la playa y el mar. El cielo estaba azul y sin nubes. El sol destellaba sobre las bridas de plata de los tres caballos, cada uno con un silencioso jinete montando a pelo.
—Hadas —dijo Maeve, y la palabra le salió con el tono seco del asombro.
Sin duda no se equivocaba. El primer caballo era negro y el jinete portaba una armadura negra que parecía de hojas quemadas. El segundo caballo era del mismo color y el jinete vestía una túnica en tono marfil. El tercer caballo era castaño y su jinete iba envuelto de pies a cabeza en un hábito con capucha del color de la tierra. Emma no podía decir si se trataba de un hombre o de una mujer, de un niño o de un adulto.
—«Y primero deja pasar a los caballos negros y luego dejan pasar los castaños» —murmuró Jules, citando un antiguo poema feérico—. Uno vestido de negro, otro de marrón, y el otro de blanco… Es una legación oficial. De las Cortes. —Julian miró a Joshua—. No sabía que Gabe tuviera una reunión con una legación de los seres mágicos. ¿Crees que se lo habrá dicho a la Clave?
Joshua negó con la cabeza, claramente perplejo.
—No lo sé. No me ha comentado nada.
Julian se tensó como un arco. Emma pudo notar cómo emanaba de él esa tensión. Una legación de los seres mágicos era algo serio y raro. La Clave tenía que conceder su permiso antes de poder mantener ninguna reunión con ellos. Aunque fuera con el Inquisidor.
—Joshua, tengo que ir.
Ceñudo, Joshua se dio unos golpecitos con la estela contra la palma de la mano y luego asintió.
—Muy bien. Adelante.
—Voy contigo. —Emma saltó del asiento de la ventana.
Julian, que ya se dirigía a la puerta, se detuvo y se dio la vuelta.
—No —dijo—. No pasa nada. Ya me ocupo yo.
Salió del aula. Por un momento, Emma permaneció inmóvil.
Normalmente, si Julian le hubiera dicho que no hacía falta que lo acompañara, o que tenía que hacer algo él solo, Emma no le habría dado más vueltas. A veces, las circunstancias hacían necesario que se separaran.
Pero la noche anterior había aumentado su sensación de intranquilidad. No sabía qué le pasaba a Jules. No sabía si no quería que estuviera con él, o sí quería pero estaba enfadado con ella, o consigo mismo, o ambas cosas.
Pero sabía que los seres mágicos eran peligrosos, y no iba a permitir de ninguna manera que Julian se enfrentase a ellos solo.
—Voy a ir —dijo, y fue hacia la puerta. Se detuvo para coger a Cortana, que colgaba de un gancho.
—Emma —dijo Joshua con una voz que transmitía mucho más—. Ten cuidado.
La última vez que habían entrado hadas en el Instituto fue para ayudar a Sebastian Morgenstern a arrancar el alma del cuerpo del padre de Julian. Y se habían llevado a Mark.
Emma había llevado a Tavvy y a Dru a un lugar seguro. Había ayudado a salvar las vidas de los hermanos pequeños de Julian. Se habían librado por los pelos.
Pero entonces Emma no llevaba tanto tiempo entrenándose. A los doce años no había matado ni a un solo demonio. No se había pasado años preparándose para luchar, matar y defender.
De ningún modo se iba a quedar atrás.
Hadas.
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Noble Parentela.
—Bien, ¿cuándo se firmaron los primeros Acuerdos? —preguntó Addison—. ¿Y qué efecto tuvieron?
Era un día demasiado luminoso para concentrarse. El sol entraba por las altas ventanas e iluminaba la pizarra ante la cual Addison iba de un lado a otro dándose golpecitos en la palma de la mano con una estela. El tema de la lección estaba escrito en la pizarra en una letra casi ilegible: Emma distinguía las palabras «Acuerdos», «Paz Fría» y «Evolución de la Ley».
Emma se había despertado con una sensación de vacío en el estómago y las manos doloridas de estrujar las sábanas.
También Iglesia la había abandonado en algún momento de la noche. Estúpido gato.
—Se firmaron en 1872 —contestó Maeve—. Eran una serie de pactos entre las diferentes especies del Mundo de las Sombras y los nefilim, destinados a mantener la paz entre ellos y establecer unas reglas comunes.
—También protegían a los subterráneos —añadió Jules—. Antes de los Acuerdos, si los subterráneos se peleaban entre ellos, los cazadores de sombras ni podían ni querían intervenir. Los Acuerdos garantizaron nuestra protección a los subterráneos. —Calló un instante—. Al menos hasta la Paz Fría.
Emma recordó la primera vez que había oído lo de la Paz Fría. Julian y ella se hallaban en la Sala de los Acuerdos cuando se propuso. El castigo a las hadas por su papel en la Guerra Oscura de Sebastian Morgenstern. Recordó sus propios sentimientos contradictorios. Su padres habían muerto debido a la guerra, pero ¿Por qué Mark y Helen, a los que quería, debían sufrir ese castigo tan solo por tener sangre de hada en las venas?
—¿Y dónde se firmaron los términos de la Paz Fría? —preguntó Addison.
—En Idris —respondió Livvy—. En la Sala de los Acuerdos. Todo el mundo que suele asistir a los Acuerdos debía estar allí, pero la reina seelie y el rey noseelie no se presentaron, así que se modificó y se firmó sin ellos.
—¿Y qué significa la Paz Fría para las hadas? —Addison miró directamente a Emma. Ella posó la mirada en la mesa.
—Los Acuerdos ya no protegen a las hadas —contestó Ty—. Está prohibido ayudarlas, y ellas no deben tratar con los cazadores de sombras. Solo el Escolamántico y los centuriones pueden tratar con las hadas…, y la Cónsul y el Inquisidor.
—Cualquier hada con un arma será castigada con la muerte —añadió Jules. Parecía agotado.
—¿Y qué es la Clave, Tavvy? —Era una pregunta demasiado elemental para el resto, pero Tavvy parecía alegrarse de poder contestar algo.
—El gobierno de los cazadores de sombras —dijo—. Todos los cazadores de sombras en activo están en la Clave. Los que toman decisiones forman el Consejo. Hay subterráneos en el Consejo, cada uno representa a una raza diferente de subterráneos. Brujos, licántropos y vampiros, etc.
—Muy bien —aprobó Addison, y Tavvy sonrió de oreja a oreja—. ¿Puede decirme alguien qué otros cambios ha introducido el Consejo desde el final de la guerra?
—Bueno, la Academia de cazadores de sombras se volvió a abrir —respondió Emma. Ese era un territorio conocido para ella. La Cónsul la había invitado a ser uno de los primeros alumnos. Pero ella había elegido quedarse con los Blackthorn—. Ahora se entrena allí a muchos cazadores de sombras, y también a un montón de aspirantes a la Ascensión, mundanos que quieren convertirse en nefilim.
—Se ha restablecido el Escolamántico —añadió Julian. Existía antes de la firma de los primeros Acuerdos, y cuando las hadas traicionaron al Consejo, este insistió en reabrirlo. El Escolamántico se dedica a la investigación, forma centuriones…
—Imaginen cómo debía de ser el Escolamántico durante todos esos años que ha estado cerrado —dijo Dru, con los ojos brillantes como si estuviera viendo una película de terror—. Perdido en las montañas, del todo abandonado y oscuro, lleno de arañas, fantasmas y sombras…
—Si quieres pensar en algo que realmente da miedo, piensa en la Ciudad de Hueso —intervino Livvy.
—Me gustaría ir al Escolamántico —intervino Ty.
—A mí no —replicó Livvy—. Los centuriones no pueden tener parabatai.
—De todas formas, me gustaría ir —insistió Ty—. Podrías venir tú también, si quieres.
—No quiero ir al Escolamántico —afirmó Livvy—. Está en medio de los Cárpatos. Hace mucho frío, y hay osos.
A Ty se le iluminó el rostro al oír hablar de animales.
—¿Hay osos?
—Basta de charla —terció Addison—.
[...]
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Throwback: Idris, 2011. 《LA GUERRA OSCURA》.
A los doce años, su amigo Julian Blackthorn mató a su padre. Hubo, claro, circunstancias atenuantes. Su padre ya no era su padre. Era un monstruo con la cara de su padre.
Emma había visto mucha sangre derramada, más de la que cualquier niño de doce años debería ver. La culpa era de Sebastian Morgenstern. Él había sido el cazador de sombras que había iniciado la Guerra Oscura, el que había empleado hechizos y trucos para transformar a cazadores de sombras normales en máquinas de matar sin voluntad. Un ejército a su servicio. Un ejército para destruir a todo nefilim que no se uniera a él.
Julian, sus hermanos y Emma habían estado refugiados en la Sala de los Acuerdos. Era la más grande de Idris, y se suponía que podía impedir la entrada a los monstruos. Pero no pudo evitar que entraran cazadores de sombras, aunque hubieran perdido el alma.
La enorme puerta de doble hoja había reventado y los Oscurecidos habían entrado en avalancha, y como un veneno liberado en el aire, allí adonde iban los seguía la muerte. Abatieron a los guardias, abatieron a los niños a los que estos protegían. No les importaba. No tenían conciencia.
Estaban adentrándose en la sala. Julian había tratado de reunir a sus hermanos en un grupo: Ty y Livvy, los serios mellizos, Dru, que solo tenía siete años, y Tavvy, el bebé. Se plantó ante ellos con los brazos abiertos, como si así pudiera protegerlos, como si pudiera crear una muralla con su cuerpo para detener a la muerte.
Y entonces la muerte se puso ante él. Un Oscurecido, con las runas demoníacas ardiéndole en la piel, enredado cabello castaño y ojos de color verde azulado inyectados en sangre, el mismo color que los de Julian.
Su padre.
Julian buscó a Emma con la mirada, pero ella estaba luchando contra un guerrero hada, feroz como el fuego, con su espada, Cortana, destellándole en las manos. Julian quería ir a su lado, lo necesitaba desesperadamente, pero no podía dejar a los niños. Alguien tenía que protegerlos. Su hermana mayor estaba fuera; a su hermano mayor se lo había llevado la Cacería. Tendría que ser él.
Entonces fue cuando Andrew Blackthorn llegó hasta ellos. Cortes ensangrentados le marcaban la cara. Su piel parecía floja y grisácea, pero agarraba la espada con firmeza y tenía la mirada clavada en sus hijos.
—Ty —llamó, con una voz grave y áspera. Y miró a Tiberius, su hijo, con un ansia rapaz en su mirada—. Tiberius. Mi Ty. Ven aquí.
Ty abrió mucho los ojos. Su melliza, Livia, lo agarró, pero él trató de avanzar hacia su padre.
—¿Papá? —dijo.
El rostro de Andrew Blackthorn pareció partirse en dos con su mueca risueña, y Julian pensó que podía ver a través de ella la maldad y la oscuridad de su interior, el pestilente núcleo de horror y caos que era lo único que animaba el cuerpo del que en un tiempo había sido su padre. La voz de su padre se alzó en una especie de canturreo: «Ven aquí, hijo mío, mi Tiberius…».
Ty dio otro paso adelante, y Julian desenvainó la espada que le colgaba del cinto y la lanzó.
Tenía doce años. No era especialmente fuerte ni especialmente hábil. Pero los dioses que pronto lo odiarían debieron de sonreírle en ese tiro, porque la espada voló como una flecha, como una bala, y se clavó en el pecho de Andrew Blackthorn, tirándolo al suelo. Murió antes de chocar contra el mármol, y su sangre se extendió como un charco rojo oscuro.
—¡Te odio! —Ty se lanzó sobre Julian, y este abrazó a su hermanito, dando gracias al Ángel una y otra vez de que Ty estuviera bien, respirara, pataleara, le golpeara el pecho y lo mirara con ojos llorosos y enfadados—. Lo has matado. Te odio. Te odio…
Livvy lo cogió por la espalda y trató de apartarlo. Julian notaba la sangre de Ty corriéndole por las venas, el ir y venir de su pecho; notó la fuerza del odio de su hermano y supo que eso significaba que Ty estaba vivo. Todos estaban vivos. Livvy, con sus suaves palabras y sus manos tranquilizadoras; Dru, con sus enormes ojos aterrorizados, y Tavvy, con sus lágrimas de incomprensión.
Y Emma. Allí seguía ella.
Había cometido el más antiguo y fatal de los pecados: había matado a su propio padre, a la persona que le había dado la vida.
Y volvería a hacerlo.
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Iglesia —Throwback: 2 years ago.
A Emma la despertó un maullido lastimero.
Abrió los ojos y vio a un gato persa sentado sobre su pecho. Era un persa, para ser exactos; una bola peluda con las orejas gachas y grandes ojos amarillos.
Emma soltó un gritito mientras saltaba de la cama. El animal salió volando. Luego siguieron unos instantes de caos, mientras ella buscaba a tientas la lámpara en la mesilla y el gato lanzaba sonoros maullidos. Consiguió encender la luz y lo vio sentado ante la puerta de su dormitorio, con pinta de estar tranquilo y saber que ese era su lugar.
—Iglesia —se quejó Emma—. ¿De verdad no puedes ponerte en ningún otro sitio?
Por su expresión, era evidente que Iglesia pensaba que no. Hacía nueve años había aparecido ante la puerta, dentro de una caja con una nota dirigida a Emma y un breve mensaje: «Por favor, cuida de mi gato. Hermano Zachariah».
En aquel momento, Emma no había sido capaz de imaginarse por qué un Hermano Silencioso, incluso retirado, querría que ella le cuidara el gato. Llamó a Clary, que le explicó que el felino había vivido en el Instituto de Nueva York, pero que, en realidad, pertenecía al hermano Zachariah, y que si Emma quería, se lo quedara.
Se llamaba Iglesia, les dijo.
Iglesia resultó ser la clase de gato que no se queda donde lo dejan. No paraba de escaparse por las ventanas y desaparecía durante días, incluso semanas. Al principio, Emma se ponía de los nervios cada ver que se marchaba, pero siempre volvía, más satisfecho que nunca. Cuando Emma cumplió catorce años, el gato siempre regresaba con regalos para ella atados al collar: conchas y trozos de vidrio marino. Emma había colocado las conchas en el alféizar de su ventana. Los vidrios se habían convertido en el brazalete de la suerte de Julian.
Emma ya sabía que los regalos eran de Jem, pero no tenía ningún modo de comunicarse con él para agradecérselo. Así que se esforzó por cuidar de Iglesia lo mejor posible. Siempre había pienso y agua limpia en la entrada. Ya no se preocupaban por sus desapariciones, pero todos se alegraban de verlo cuando volvía.
Iglesia maulló y rascó la puerta. Emma sabía qué quería: que lo siguiera. Con un suspiro, se puso un jersey sobre la camiseta y se calzó las chanclas.
—Más vale que valga la pena —le dijo a Iglesia mientras cogía la estela—. O te convertiré en una raqueta de tenis.
Iglesia no pareció preocuparse. Guió a Emma por el pasillo y escaleras abajo hasta la puerta principal. La luna estaba alta y brillante y se reflejaba en el agua a lo lejos. Dibujaba un camino hacia el que Emma se dirigía divertida, mientras Iglesia mantenía su trotecillo. Emma lo cogió para cruzar la autovía, y luego lo dejó en la playa al llegar al otro lado.
—Bueno, ya estamos aquí —dijo—. La caja de arena más grande del mundo.
Iglesia le lanzó una mirada diciéndole que no lo impresionaba su ingenio, y se dirigió hacia la orilla. Avanzaron juntos por encima de la marca del agua. Era una noche tranquila, con menos olas que viento. De vez en cuando, Iglesia corría para alcanzar un cangrejo, pero siempre regresaba para trotar delante de ella, hacia las constelaciones del norte. Emma estaba comenzando a preguntarse si realmente la estaría llevando a algún lugar cuando se dio cuenta de que habían rodeado la curva de rocas que ocultaba la playa secreta que compartía con Julian, y que no estaba vacía.
Aminoró el paso. La luna iluminaba la arena, y Julian estaba sentado en medio, alejado de la orilla. Emma fue hacia él. Los pies se le hundían en la arena sin hacer ruido. Julian no alzó la mirada.
Pocas veces Emma tenía la oportunidad de contemplar a Julian sin que él se diera cuenta de que lo estaba mirando. Le resultó raro, incluso un poco inquietante. La luna brillaba lo suficiente para permitirle ver el color de su camiseta (roja) y que llevaba unos vaqueros viejos e iba descalzo. El brazalete de vidrio marino parecía despedir un halo de luz.
Se detuvo a solo unos pasos de él.
—¿Jules?
Este alzó la mirada. No pareció sorprenderse lo más mínimo.
—¿Era Iglesia?
Emma miró a su alrededor. Tardó un momento en localizar al gato, que se había colocado en lo alto de una roca y se lamía la pata.
—Sí, ha vuelto —dijo Emma, y se sentó al lado de Julian—. Ha venido de visita.
—Te he visto cuando rodeabas las rocas. —Esbozó una media sonrisa—. Creía que estaba soñando.
—¿No puedes dormir?
Julian se frotó los ojos con el dorso de la mano. Tenía los nudillos manchados de pintura.
—Se podría decir que no. —Negó con la cabeza—. Pesadillas raras. Demonios, hadas…
—Lo habitual para los cazadores de sombras —indicó Emma—. Quiero decir que suena como un martes normal.
—Ayúdame, Emma. —Se tumbó sobre la arena y el cabello le formó un halo alrededor de la cabeza.
—Si yo solo quiero ayudar.
Se tendió junto a él, mirando el cielo. La contaminación lumínica de Los Ángeles alcanzaba también la playa, y las estrellas se veían muy tenues. La luna iba apareciendo a ratos entre las nubes.
—Estaba pensando en lo que has dicho antes —explicó Julian—. Sobre todos los puntos muertos. Siempre que creemos que hemos descubierto algo que apunta hacia lo que les sucedió a tus padres, ha resultado quedar en nada.
Emma lo miró. La luz de la luna le afilaba el perfil.
—Estaba pensando que quizá eso signifique algo —continuó—; que tal vez tuviesemos que esperar hasta ahora para descubrir quién lo hizo. Hasta que estuvieras preparada. Te he visto entrenar, te he visto mejorar y mejorar. Sea quien sea, sea lo que sea, ahora estás preparada. Ahora puedes enfrentarte a ello. Puedes ganar.
Algo aleteó en el pecho de Emma. La familiaridad, pensó. Ese era Jules, el Jules que ella conocía, el que tenía más fe en ella que ella misma.
—Me gusta pensar que las cosas tienen un sentido —repuso Emma en voz baja.
—Lo tienen. —Calló un momento, mirando al cielo—. He estado contando estrellas. Creo que, a veces, hacer algo inútil ayuda.
—¿Recuerdas cuando éramos pequeños y hablábamos de escaparnos? ¿De dejarnos guiar por la estrella Polar? —preguntó ella—. Antes de la guerra.
Julian dobló los brazos bajo la cabeza. La luna le iluminó las pestañas.
—Cierto. Quería escaparme, unirme a la Legión Extranjera. Cambiarme el nombre por el de Julien.
—No creo que con ese cambio hubieras conseguido despistar a nadie. —Inclinó la cabeza hacia un lado—. Jules, ¿qué te preocupa? Sé que le estás dando vueltas a algo.
Julian guardó silencio. Emma veía cómo su pecho subía y bajaba lentamente. El sonido de su respiración quedaba ahogado por el del mar.
Le puso la mano sobre el brazo y dibujó suavemente con el dedo.
«¿Q-U-É-T-E-P-A-S-A?».
Él volvió el rostro hacia el otro lado. Lo vio estremecerse, como si hubiera sentido frío.
—Es por Mark —contestó él.
Julian seguía con la mirada apartada de ella. Emma solo le veía la curva del cuello y la barbilla.
—¿Mark?
—He estado pensando en él —explicó Julian—. Más de lo habitual. Helen siempre está al otro lado del teléfono si la necesito, aunque se halle en la isla de Wrangel. Pero Mark es como si hubiera muerto.
Emma se incorporó.
—No digas eso. No está muerto.
—Lo sé. ¿Y sabes cómo lo sé? —preguntó Jules con voz tensa—. Todas las noches solía esperar a la Cacería Salvaje. Pero nunca aparecía. Estadísticamente, deberían haber pasado por aquí al menos una vez en los últimos cinco años. Pero no lo han hecho. Creo que Mark no les deja.
—¿Por qué no? —Emma lo miraba fijamente. Jules casi nunca hablaba así, con tanta amargura en la voz.
—Porque no quiere vernos. Ni saber nada de nosotros.
—¿Porque los quiere?
—O porque nos odia. No lo sé. —Julian escarbó inquieto en la arena—. Yo si fuera él nos odiaría. A veces yo lo odio.
Emma tragó saliva.
—Y yo también a mis padres, por morir. A veces. Eso… no significa nada, Jules.
Al fin, él volvió el rostro hacia ella. Tenía los ojos enormes, anillos negros alrededor de los iris.
—No me refiero a ese tipo de odio —dijo en voz baja—. Si estuviera aquí, todo sería diferente. Habría sido diferente. Yo no tendría que estar en casa por si Tavvy se despierta. No estaría haciendo algo malo al caminar por la playa porque necesito alejarme de todo. Tavvy, Dru, Livvy, Ty… habrían tenido a alguien que los cuidara. Mark tenía dieciséis años; yo tenía doce.
—Ninguno de ustedes escogieron.
—No, no lo escogimos. —Julian se incorporó. Llevaba el cuello de la camisa abierto y tenía arena en la piel y el pelo—. No escogimos esto. Porque si hubiera podido hacerlo, habría tomado unas decisiones muy diferentes.
Emma sabía que no debía preguntarle cuando estaba así. Pero no tenía experiencia en verlo de este modo; no sabía muy bien cómo reaccionar, cómo ser.
—¿Qué habrías hecho diferente? —susurró.
—No sé si habría querido tener un parabatai. —Las palabras le salieron claras, precisas y brutales.
Emma se echó hacia atrás. Fue como si estuviera metida en el agua hasta la rodilla y que una ola repentina e inesperada la hubiese golpeado en toda la cara.
—¿De verdad piensas eso? —preguntó—. ¿No lo habrías querido? ¿Conmigo?
Julian se puso en pie. La luna había escapado de la cortina de nubes y brillaba con toda su fuerza, tanto que Emma pudo distinguir el color de la pintura que manchaba las manos de Julian; las tenues pecas sobre los pómulos; la tirantez de la piel alrededor de la boca y las sienes. El color entrañable de sus ojos.
—No —respondió—. Sin duda no lo habría querido.
—Jules —exclamó ella, perpleja, dolida y enfadada, pero él ya se alejaba hacia la orilla.
Para cuando Emma se puso en pie, Julian ya había llegado a las rocas. Era una larga y fina sombra subiendo por ellas. Y luego desapareció.
Emma podría haberlo alcanzado, de haber querido; lo sabía. Pero no quiso. Por primera vez en su vida no le apetecía hablar con Julian.
Algo le rozó los tobillos. Miró hacia abajo y vio a Iglesia. Sus ojos amarillos parecían compadecerla, así que lo cogió y lo estrechó contra sí, escuchando su ronroneo mientras subía la marea.
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Agosto, 2020.
Emma: Aunque yo represento a la Familia Carstairs, toda la complicación en una sola persona 😌
Airam: ¿Por qué?
Emma: Porque no hay más Carstairs, tengo que tener todo el drama acumulado.
Airam: Ya. Lo tienes que tener todo junto para que no se pierda. Es un gran peso.
Tendremos que hacer algo para ir quitando todo ese pesar.
Emma: Googlearé para ver si hay solución para eso.
Airam: Ir sacando nudos de ese pasado complicado que tienes. Creo que no queda de otra que resolver dudas.
Emma: Hmmm... si, quizás se pueda.
Airam: Aunque me preocupa que pasará cuando lo soluciones. ¿Qué será tu motivo de vida?
Emma: Tendré que buscarme algo más sano, ¿no?
"¿Como hacer muy feliz a mi pareja?" Jaja.
Airam: Me gusta eso. Creo que es un buen plan a futuro.
Emma: ¿Ves? No todo es oscuro en mi vida.
Airam: Nunca dije eso. En verdad aun no vi nada tan oscuro que pudiera asustarme.
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Hechizo de invocación.
—Hay una cosa que se me había pasado decirles. Esas marcas que Emma encontró alrededor del cadáver no son de un hechizo protector.
—Pero has dicho… —comenzó Emma.
—He cambiado de opinión al verlas más de cerca —explicó Malcolm—. No son runas de protección. Son de invocación. Alguien está empleando la energía de los cadáveres para invocar.
—¿Para invocar qué? —preguntó Jules.
Malcolm negó con la cabeza.
—Algo a este mundo. Un demonio, un ángel, no lo sé. Echaré otra ojeada a las fotos y preguntaré discretamente por el Laberinto Espiral.
—Y si era un hechizo de invocación —inquirió Emma—, ¿funcionó o no?
—¿Un hechizo como ese? —respondió Malcolm—. Si hubiera funcionado, créeme que te habrías enterado.
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"El amor significa que ves a alguien. Eso es todo. Cuando amas a alguien, se convierte en una parte de ti. Está en todo lo que haces. Está en el aire que respiras, en el agua que bebes; su voz permanece en tus oídos y sus ideas en tu cabeza. Conoces sus sueños porque sus pesadillas se te clavan en el corazón, y sus sueños buenos son también los tuyos. Y no crees que es perfecto, sino que conoces sus defectos, la auténtica verdad de sus defectos y las sombras de todos sus secretos, y eso no te hace alejarte; de hecho, lo amas más por eso, porque no quieres que sea perfecto. Tú quieres a ese alguien".
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La imbecilidad mata.
Llegó a la puerta y la abrió. El sol acababa de ponerse. Un taciturno vampiro se hallaba de pie en la entrada con varias cajas apiladas. Parecía un adolescente, con cabello castaño corto y pecas, pero eso no significaba demasiado.
—Vengo a entregar unas pizzas —dijo en un tono que sugería que sus parientes más próximos acababan de morir.
—¿De verdad? —exclamó Emma—. ¿Malcolm no se lo estaba inventando? ¿De verdad repartes pizzas?
Él la miró sin expresión.
—¿Y por qué no iba a repartir pizzas?
Emma buscó en la mesita que estaba al lado de la puerta el dinero que solía haber allí.
—No lo sé. Eres un vampiro. Suponía que tendrías algo mejor que hacer con tu vida. O con tu no vida. Lo que sea.
El vampiro pareció ofenderse.
—¿Sabes lo difícil que es conseguir un empleo cuando tu tarjeta de identidad dice que tienes ciento cincuenta años y solo puedes salir por la noche?
—No —admitió Emma mientras cogía las cajas—. No había pensado en eso.
—Los nefilim nunca piensan.
Se metió un billete de cincuenta en el bolsillo de los vaqueros, y Emma se fijó en que llevaba una camiseta gris en la que ponía LIM por delante.
—¿La Imbecilidad Mata? —preguntó.
El vampiro se animó.
—Los Instrumentos Mortales. Son un grupo de música. De Brooklyn. ¿Los conoces?
Emma sí los conocía. El mejor amigo de Clary, Tristan, había tocado en ese grupo cuando era mundano. Por eso habían acabado utilizando ese nombre, que hacía referencia a los tres objetos más sagrados en el mundo de los cazadores de sombras.
Cuando volvió a la sala del ordenador, Malcolm estaba junto al escritorio.
—Verás, no es en absoluto un círculo de protección… —estaba diciendo, pero se calló al entrar Emma—. ¡Es pizza!
—No puede ser pizza —respondió Ty, mirando perplejo la pantalla. Sus largos dedos casi habían desenredado todos los limpiadores de pipas; cuando acabara, volvería a enredarlos y comenzaría de nuevo.
—Muy bien, ya vale —dijo Jules—. Nos vamos a tomar un descanso de asesinatos y perfiles para cenar. —Con una mirada agradecida, le cogió las cajas a Emma y las dejó sobre la mesita de café—. No me importa de lo que hablen tras que no tenga nada que ver con muerte y sangre. Nada de sangre.
—Pero es una pizza de vampiros —señaló Livvy.
—Irrelevante —repicó Julian—. Al sofá. Ya.
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