Tumgik
gentequederepente · 4 years
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Gente que de repente es real fooder
A todos nos ha pasado. Y nos sigue pasando. Es una plaga: un día tienes arenilla de parque municipal en tu zapato y al día siguiente acabas viviendo en un desierto donde tu única esperanza es encontrar a alguien que quiera guarrear contigo un cocktail de frutos secos. Alguien que no sea, de repente, real fooder.
Todo bien con comer comida para pájaros o dejar de comprar libros de Blackie Books de veinte pavos para invertirlos en chía y soja pasteurizada. O en compartir cada día en redes sociales tu comida que es más bonita que buena como si todos fuésemos Natur House y te diesemos la enhorabuena. La cuestión, pero, no es esta, aunque cada vez te sientas más culpable por querer picar unas bravas y no un crudité con hummus en un bar donde la cocina sigue dejando mucho que desear. La cuestión es: ¿Por qué los más real fooder, los más fanáticos de la comida que no sabe a comida, son los mismos que la semana pasada iban contigo al McDonalds y se pedían 10 bolsas de ketchup para aderezar la hamburguesa de 0,5 centímetros de grueso? ¿Por qué los más real fooder son aquellos que en vez de aprovechar las vacaciones de verano para leer y hacer crucigramas se dedican a beber tintos de verano? ¿Cuál es ese documental de Netflix, de los treinta mil que tiene sobre vacas y cabras, que te instala rayos X en los ojos y hace que cuando vayas al Mercadona leas las etiquetas a la velocidad de la luz?
Esa gente de repente - y digo de repente porque el real fooder siempre empieza a ser real fooder en el desayuno, al primer despertador, ya se sabe, la luz por la ventana, promesa de un nuevo día, la barra de energía de los Sims toda verde y completada - lo deja todo y empieza una nueva vida. Porque son cinco comidas al día, y si las cambias todas, cambias tú. Cambia tu economía, cambia tu humor; cambian las cervezas con tus amigos y cambia el marcapasos de tu iPhone. Los realfooders cambian, pero no lo dejan todo. De hecho, en el fondo, no deja nada. Porque en el fondo de todo hay una nevera semillenada con su sueldos miserable, y también una newsletter semanal a favor del consumo responsable, cosa que les cargaría de una profunda y enorme culpabilidad en el caso que decidieran tirar toda esa comida procesada y llena de hidratos que les calma su ansiedad. El realfooder no deja nada, el realfooder en el fondo se lo acaba. Se acaba todo lo del fondo. Sí, lo de la nevera, porque congelador que no se ve corazón que no siente.  Los fanáticos realfooder, esos que seguramente estaban bebiendo latas de cerveza del paqui antes de entrar en el garito ayer por la noche, los mismos que fuman tabaco de liar porque el “industrial” - o sea, el que tiene papel no transparente - es demasiado caro no pueden permitirse ser realfooder antes que no acaben ese fondo. No, esa gente que de repente es alguien sano y equilibrado, y que dice que hace meditación en su cama antes de ir a dormir, no puede permitirse tirar todos sus Yatekomo y Hummus del Mercadona a la basura. Y sí, se lo tienen que comer ellos, porque no soportarían darles a sus compañeros de piso y ver como lo engullen delante de él, como si les gustara la comida por encima de su valor nutricional; porque obviamente, cuando uno compartes piso, todo lo envidiable siempre pasa delante de uno y en el salón.
Esa gente se piensa que un día se volvió realfooder de de repente, como Dios hizo del meteorito un parque temático llamado mundo y convirtió en agua el vino. Así, a lo loco. Epifanía, estaba escrito. Lo de tu despido era una puta injusticia hecha por tu jefe, que es un capullo miserable incapaz de valorar el talento ajeno, pero lo de tu realfoodismo estaba escrito en los astros y el Tot-em. Hasta en las pinturas rupestres. Pero lo cierto es que este de repente, amigos, no puede ser de otra forma que cuando se da. Y normalmente es el día del descanso del señor, o el día de subirse por las paredes de la necesidad de realización personal por el bajón de M. Seguramente todos nuestros amigos realfooders se empezaron a gestar en domingo, y se ejecutaron en lunes. Aunque si los ves en viernes te dirían que “ya llevan tiempo”, que es la semana de margen que has tardado en verlos. Volvamos: un prerealfooder, un domingo, un día de resaca, de esos que te sientes mal contigo mismo. De hecho, estás mal contigo mismo, porque tienes una jaqueca que te mueres de haber bebido sin ganas y el estomago desordenado del atracón de fritanga que te zampaste al llegar a casa, no sabes si bien por hambre o por aligerar la resaca de un estómago vacío. Desorden, desorden también fecal, y de repente te acuerdas que existe un desorden más grande, un desorden en el que vives, un desorden que tiene que ver con que no has empezado a hacer nada de lo que te propusiste hace cuatro años. Y tú sin acordarte. Pero te acuerdas, te acuerdas un domingo en el que justamente abres la nevera y ves que no tienes casi nada, y lo que tienes es dos lonchas de chorizo envasado al vacío. No tienes nada decente en la nevera, y tienes que esperar a hacer la compra al dia siguiente, laborable, con las colas en caja como los Juegos del Hambre. Y solamente puedes cocinar pasta o arroz, que no es procesada, pero que es comida de intendencia. Hasta algo que solo son harinas refinadas pueden llegarte a escupir en la cara. Y es entonces cuando esa gente, los nonreal, empujada por una falsa melancolía por unos domingos en pareja que los pasaban haciendo scroll desde las camas, sienten que debe tomar un cambio drástico. Tan drástico como lo que hay en su nevera. Con lo primero que ven, y con lo más fácil e inmediato que haya, pues ir a salvar ballenas no se puede visibilizar tan rápido. Y es así como de repente se vuelven real fooder: necesitan hacer el bien. Necesitan verse bien. Y volverse de repente serios, hombres de esos que no se pueden liar demasiado porque de repente al día siguiente se tienen que correr una maratón. Pero lo cierto es que no puede haber de repente, porque no puede haber otro día de la semana en que esos factores tan ensordecedores pudiesen alienarse.
Pero hay algo más que explica este cambio de tu mejor amigo, que probablemente era el porreta de la clase, se haga así de repente. Hay algo que engancha, y que te vuelve adicto en nada. Y es algo que va más allá de ser realfooder por alimentarte bien. Parece un concepto muy europeo, que si en Alemania casi todo lo que se vende en supermercados es ecológico, que si los niveles de serotonina por la proteína vegetal hacen que tengas una estabilidad que de repente olvides tu ex novio y tu situación laboral… Pero en el fondo es un “no hay huevos”. En un mundo donde por no elegir no nos elige el banco ni para darnos una hipoteca para forrarse, hace falta una reivindicación. Ser un superhombre nietzscheano, ser alguien que controla todo su entorno cuando va a sentarse en una mesa diminuta y circular de restaurante, alguien con perfecta gestión emocional por elegir correctamente - porque es lo único que puede -  en el supermercado. Y qué forma más fácil e inmediata de hacerlo que poniendo una tosta de aceite en tu plato. “No hay huevos de comer queso blanco sin sal y no sentirme mal por tener hambre y por haberme dejado ocho euros”, “No hay huevos de tener una cita y pedirme una ensalada mediterránea - la césar es una salsa altamente calórica sin aporte nutricional - y si me mira raro no sentirme juzgada por ser como soy”, “No hay huevos de ir al Primavera Sound y comprarme cinco emadames por ocho euros en una food track porque yo siento la energía porque yo no necesito comer algo grasiento como una hamburguesa para soportar 12 horas de fiesta porque yo tengo el hierro de Popeye”.
En el fondo, somos muy mucho españoles. Nos gustan los retos, como salir en el Record Guiness o ganar Eurovisión. Nos gusta demostrarnos a nosotros mismos que somos gente de bien, comprometida, y que unas Lay’s sabor campesina no nos engañaran ni nos harán tambalear. Joder, nos lo debemos. Que nos gusta ser auténticos comiendo, y ser auténtico no es comer callos como cerdos sino como payeses que recogen del huerto cuidadosamente y con mimo su cosecha. Como lo harían los suecos si tuviesen nuestros tomates. Por cierto, mi abuelo es payés y es lo más bruto y sucio que hay arrancando cebollas.  Así, de repente.
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