Tumgik
Text
Laura y El Valle del Olvido
Vibra el teléfono; suena el beep genérico que marca la entrada de un nuevo mensaje, algo no tan común en el último tiempo. Quién sabe cuántos días había pasado en el más parsimonioso silencio. "Marcos, soy Pablo, me acaban de avisar que ayer falleció Laura. Me acordé que vos la habías conocido hace...". Laura. Había habido algunas Lauras en mi vida, pero una sola capaz de apropiarse de ese nombre y personalizarlo para siempre. Suele suceder con ciertas personas, dado su carácter o la circunstancia de los hechos que la rodean, que pasan a adueñarse de ese nombre (el cual es compartido con tantos otros millones) y quedan, a secas, grabados así en el recuerdo. Laura.
Un frío me recorrió el cuerpo. Hay noticias que uno no espera, y noticias que uno nunca quiere esperar. Laura. Traté de hacer memoria para recordar cuándo había sido la última vez que la había visto. ¿40 años? No, aquella vez nos habíamos despedido definitivamente, pero habíamos vuelto a cruzar caminos una o dos veces más. Laura. Intentaba formar su imagen con retazos sueltos de mi memoria, oxidada y casi obsoleta para esa tarea, como aquellos CDs rayados que reproducían la música entrecortada, salteando palabras y versos. 
¿Cuál era su imagen? ¿Aquella de hacía 40 años, joven y vigorizante? ¿O la de un tiempo después, ya con las marcas en la piel, aunque incompleta, al verla pasar rápido? ¿Alguna más cercana? ¿Imaginando ya las décadas sobre sus hombros, y las canas sobre su cabeza? Laura. Seguía con el teléfono en la mano y la cabeza gacha. ¿Hubiera sido mejor no recibir nunca ese mensaje? Y hacer de cuenta que vivía en una eternidad de desconocimiento. Era al menos lo que había hecho, lo que llevaba haciendo desde hacía más de 40 años. Ignorando su existencia, su fortuna, las peripecias de su vida.
Creía que así podría hacerla a un lado de mi camino, o al menos ese era el procedimiento más eficaz que tenía a mano, y que había funcionado hasta ese inoportuno mensaje. Ignorarla como si el tiempo la congelara y ella hubiese quedado detenida en esa joven imagen de décadas atrás, sin acciones ni eventos futuros, inmóvil, innata; sólo con el hecho de no pensarla podía bloquear mi curiosidad, y no despertar la pasión olvidada. Pero no puede negar la cabeza aquello que ha marcado al corazón, ¿O al alma? Se pueden omitir fechas, lugares, rostros, pero no se puede olvidar aquella vez que se apoyó sobre mí y se durmió en mi pecho. 
Laura. Ahora como un acaudalado río posterior a la tormenta los recuerdos y las preguntas se avasallaban sobre mí hasta ahogarme. Volví a mirar el teléfono, habían pasado casi dos horas. "El entierro es hoy a la tarde, después en...". Pasados los 50 la muerte se halla a la vuelta de la esquina; pasados los 60 acompaña a unos pasos desde la vereda de enfrente, aunque no queramos siempre presente. Aún así, tan cercana, nos acostumbramos a ella, el sólo andar nos hace olvidar de a ratos su presencia.
Me senté en el sillón todavía algo aturdido, estaba frente a algo nuevo, algo desconocido, el mundo sin Laura.  Porque aunque la ignorase, aunque pretendiera negar su existencia, y rechazase cualquier atisbo de reminiscencia a ella, en el fondo, inconscientemente, sabía que ella estaba allí, en algún lugar, siendo Laura, lo que mejor sabía hacer, ser Laura.
Había perdido amigos, familia, personas que son parte de uno, que forman parte de nuestra historia e idiosincrasia. Voces que ya no se escuchan ("Oyen, que ya no se oyen" me corrige la voz de Laura, una voz que me persiguió a lo largo de todos estos años sin abandonarme, aguardando a que cometiera algún error gramatical o de concepto, para corregirme con su tono de voz de maestra de primaria, su vocación frustrada).
“Te paso el link para conectarte a la transmisión…”. Prendí y accedí rápidamente a la pantalla, pero nada. Todavía no había comenzado y estaba en espera. Apagué y me dispuse a cambiarme, tenía que estar ahí, a pesar de que quizás no reconociera su cara, había algo que me obligaba a ponerme de pie y dirigirme al entierro. Cuentas pendientes, o algo más, curiosidad quizás; nostalgia definitivamente. 
Salí a la luz del día, era una tarde cálida más, y a la vez tenía ese gusto amargo que tienen las tardes cálidas de velorios y entierros en las que el sol, y todo lo que alumbra, están cubiertos de cinismo; parece un decorado vacío, sin alma. Los días de lluvia, los días nublados y fríos son enteramente más propicios para acompañar los sentimientos afligidos del alma.
Cada vez había menos gente en la calle, o quizás con los años había dejado de percibir su presencia; ya no podía ver mucho más allá de mi existencia y mis problemas; ésa es una cualidad que trae la vejez, se tiene que lidiar con todo el bagaje vivido y sus consecuencias, mientras se es cada vez más incomprendido, y se vuelve uno ermitaño a la fuerza. Pero no es una soledad física, un aislamiento palpable, tácito, porque siempre hay gente alrededor; lo que no hay es una conexión, porque uno se vuelve más uno mismo con los años, al punto de quedar cubierto y tapado por su propio existir, por su experiencia, que allí yace como en una gran biblioteca abandonada, con estanterías y escaparates volcados, libros por el piso y más conocimiento del que podemos abarcar.
Llegué y un grupo de personas se amontonaba en el hall de entrada, el murmullo era ensordecedor por el retumbe de las voces en las paredes desnudas de cualquier tipo de mueble o adorno. No reconocí ningún rostro, la mayoría eran jóvenes de 30, 40 años, que tampoco parecían dar cuenta de mi presencia; lo cual tenía lógica ya que no nos conocíamos; había cortado lazo con todo lo relacionado a Laura el mismo día que nos habíamos visto por última vez.
Crucé la muchedumbre por un costado y seguí por el pasillo ya más en penumbras, y en un ambiente más calmo, la edad de los que permanecían de pie conversando en un rincón ya era más alta, de unos 60, 70 años, de miradas más serias y solemnes; alguno pareció identificar mi cara, aunque seguramente no recordase de dónde ni cúando. 
Ya cerca de la sala velatoria divisé a un hombre alto y esbelto de amplia sonrisa, con varias arrugas en su frente que llenaban sus caras expresivas; inconfundible, a pesar de los años de distanciamiento, Fernando, el hermano de Laura. Me paré un momento frente a él a unos metros para darle tiempo a que hiciera memoria, y nos saludamos con un abrazo. No le pregunté por Laura; me indagó por cortesía por mi estado actual, y una vez intercambiado el saludo protocolar, me excusé para dirigirme a la habitación contigua junto al cajón. 
Allí el aire era más frío, y aunque la luz era más fuerte, la blancura de los focos empalidecía la coloración de los presentes: Dos chicas de unos 20 años que lloraban desconsoladas; otro grupo de mujeres, hijas y cuñadas de Laura quizás, pero no pude observar con detenimiento para descubrir los ojos, la sonrisa, o la postura de Laura. Dos hombres de espaldas a la ventana, de traje y corbata, conversaban con discreción y me analizaban, dilucidando mi identidad. 
Me detuve a un lado del ataúd abierto, y una corriente helada bajó desde mi cabeza hasta mi pecho. Apoyé una mano preventivamente sobre la mesa, y traté de recobrar el aliento. 40 años se hicieron humo, un chasquido, un abrir y cerrar de ojos: Frente a mí estaba acostada la misma Laura que había despedido entre lágrimas y besos en lo que parecía ser otra vida, porque el tiempo parecía no haber pasado, y el pasado era sólo un sueño; aunque en su rostro se notara la profundidad de sus ojeras, las lisas mejillas permanecían intactas; sólo las manos venosas y las raíces platinadas que asomaban en su cabellera delataban su edad. Sus ojos permanecían cerrados, pero podía asegurar que si se abrieran en cualquier momento, aparecerían nuevamente esos universos color roble oscuro, vivos y curiosos.
Quizás mi sorpresa se debía a que esperaba encontrar a una persona irreconocible, a que los poderes de Crono hubieran hecho estragos en su físico, pero se mantenía impoluta, tal como era la coquetería que la caracterizaba. O tal vez, el estupor era provocado por caer en la idea de que toda una vida había pasado, que habíamos tenido una larga existencia separados, lejos el uno del otro, lo cual nos había parecido inimaginable desde el momento en el que nos habíamos abrazado por primera vez, bajo un gran ombú porteño.
Permanecí mirándola fijo unos segundos, como si fuera a darse cuenta de mi presencia, como para que me reconociera, aunque aún así despierta y con los ojos bien abiertos difícilmente lo hubiera hecho, dadas las peripecias que había atravesado mi cuerpo en mi trayecto hasta allí. 
Recuperé algo de aliento y me despedí con una oración interna. Levanté la mirada y divisé en una silla, en la otra punta de la habitación, a un hombre mayor, con el cuerpo inclinado hacia adelante y los ojos perdidos en el piso. Vestía también de negro, con una faja roja que cubría su cintura y caía por detrás; una vestimenta típica de donde parecía venir: España. Lo recordé, aquel era el otro enamorado que había tenido Laura previo a nuestro affaire.
Me dirigí hacia él, y me detuve lo suficientemente cerca como para que notara mi figura; hicimos contacto visual, cruzamos miradas, e incliné mi cabeza en gesto claro de saludo, sin detenerme; no parecía reconocerme, quizás incluso desconociera mi existencia.
Me quedé afuera, apoyado contra una pared del pasillo, a oscuras, mientras de fondo clamaba el barullo de la entrada, y la gente iba de una punta a la otra, entraban y salían de la sala velatoria. Pronto comenzó la ceremonia, y la muchedumbre se agolpó hasta colmar la habitación central; varios quedaron fuera, me moví hacia el hall de entrada para hacer lugar a los que todavía faltaban llegar.
Habían cesado las voces, resaltaban algunos sollozos aislados, y unos zapatos que se acercaban hacia mí. Volteé para ver, y di con aquel hombre ibérico a quien había saludado previamente. Le extendí mi mano y me presenté. Para mi sorpresa me conocía, aunque no me había reconocido en primera instancia.
Salimos a la calle y nos dirigimos al café de la esquina. Una copa de vino para él, un cortado para mí. Busqué una mesa apartada contra el ventanal y me dejé caer sobre el pequeño sillón individual.
—Qué fuerte… ¿No? —Espeté, para romper el hielo, y comenzar la conversación.
—Sí.—Respondió seco, corto, formal, casi sin sentirlo, mientras me miraba fijo, casi de compromiso.
—A mí me agarró desprevenido, siempre creí que iba a ser la más longeva.
—Uno nunca lo espera…
—Es verdad… pero me dejó otro sabor amargo.
—¿En qué sentido?
—No sabía nada de Laura desde hacía varios, muchos años, décadas quizás, y a pesar de éso nunca sentí la necesidad de saber de ella hasta ahora, y ahora me pesa la falta de esa última charla que podríamos haber tenido, de cómo se llenaron esos años, cómo afrontó el último tiempo. Si acaso ella también habría tenido la necesidad de hablar.
—Es normal, es lo que provoca la ausencia definitiva. El impedimento de ya no poder llevar a cabo ese algo, una charla, o cualquiera sea la acción. El remordimiento por algo que ya no se puede enmendar pero que no había sido un problema hasta hoy.
—Quizás —Suspiré apoyándome en el respaldo— quizás la intención siempre estuvo ahí, escondida, y recién pudo salir hoy.
—Si no surgió antes es porque carecía de relevancia… ¿Cuántos años pasaron? Décadas.
—Sí…
—Quedó en el olvido, la corriente nos arrastra constantemente hacia nuevas aguas.
Me abrumaba la serenidad de mi acompañante, fría y distante, parecía que su procesión iba por dentro, vedada de toda luz del día. Mi plan de encontrar consuelo en otro en mi misma situación no parecía llegar a buen puerto.
—De nada sirve ahora hacer suposiciones —prosiguió—, proyectar qué hubiera pasado, más si hasta ayer se ignoraba por completo lo que hoy preocupa.
—No, claro, pero es inevitable. Cuando se llega a conocer a una persona a fondo, cuando se llega hasta lo más oscuro de su ser, y se deja acariciar por la brisa más pura de su afecto, uno queda marcado, uno pasa espinas, acantilados, riscos, se producen heridas, cicatrices, hasta dar con lo más intrínseco de su alma. Uno no vuelve a ser el mismo. Ninguno de los dos. Porque así como uno se pierde en aquellos vastos valles, el otro hace lo propio, y también desciende hasta allí, a donde no hay más que inocencia y dolor.
Hice una pausa para tomar otro sorbo de café; parecía que mi planteo había dejado, por primera vez, perplejo y sin palabras a mi interlocutor.
—Y a partir de allí —Continué— de ese nuevo sí en sí mismo que uno es, de esa experiencia que ya es parte de uno, ya no es posible borrar lo vivido, no de la mente, sino del alma.
Mi contendiente seguía en silencio.
—Entonces por más que por la mente no pasen esas ideas, esos recuerdos, por más que se ocupen los espacios y las risas, quedan las huellas allí en el valle del olvido. Las marcas que no se van ni se sienten hasta que llegan días como hoy, en los que se abren recovecos por los cuales descendemos a lo que en verdad somos. Porque el cuerpo, el cerebro, el envase perece, es el alma la que absorbe y muta, crece y oscurece, y permanece en el tiempo, en la longitud inimaginable que otorga la eternidad.
Exhalé, y di un último trago a lo que quedaba de café, algo agitado por aquel breve discurso sobre la marcha, el cual me había exigido una agilidad mental no vista en mucho tiempo.
Ahora sí el sujeto exteriorizaba algo de sentimientos, y era preocupación. Ya no me miraba firme a los ojos, tenía el semblante inclinado hacia adelante, tal como en la sala velatoria, perdida ahora la mirada sobre la mesa y mi taza vacía.
-Por supuesto que me olvidé de Laura —Seguí— uno no puede traicionarse de esa forma, la distancia, las personas, las amistades, los amores, la vida misma te arrastra… la corriente, ¿No? —Lo interpelé—
—Sí…—Dejó salir tímidamente de su boca—
—Pero a pesar de la corriente... hoy te vi, y te vi ahí, a pesar de todos estos años, ¿Décadas?, también estabas ahí, y entonces me dije, quizás puede sacarme alguna duda, ponerme en “ascuas” (qué viejos estamos); quizás sabe algo más que pueda sacarme esta sensación de ceguera y desconocimiento total. Si acaso habías estado tan enamorado como lo había estado yo.
Seguía con la mirada perdida. Tomó aire, pero así como entró volvió a salir sin emitir palabra alguna. Entonces levantó sus ojos y se fijó en mí.
—Sí, lo sé. Todo. De sus hijos, sus trabajos, sus viajes, los artículos, las fotos; lo sé, todo.
Su temple se había desplomado por completo, estaba asumiendo su propia realidad, exponiendo la fragilidad de su ser, un sincericidio a carne viva.
—Pero… ¿Durante cuánto tiempo?
—Hasta ayer —Sentenció—.
Lo observé mejor, sus ojos reflejaban vacío, las arrugas de su piel daban cuenta que había quedado atrapado en el tiempo, que era un hombre sufrido. Encadenado a un momento, a un instante terrenal, y perdido, en lo que yo había denominado el valle del olvido. Se había extraviado allí, y no había logrado regresar, hasta hoy.
Se acercó el mozo a levantar mi taza vacía.
—¿Desea algo más, señor?
—Está bien, gracias.
Miré por la ventana: El cortejo fúnebre llegaba a su fin. Me levanté y me fui, solo, preguntándome si alguna vez no lo estuve.
(Escrito originalmente en Junio 2020)
0 notes
Text
Personajes de viaje: Nitzan
Tumblr media
Ushuaia me encontraba cocinando una sopa de esas que vienen en sobres, en una especie de tarrito medio abollado que había encontrado por ahí. A un lado, en las hornallas vecinas, se cocían los más diversos platos exquisitos, carnes y salsas de aromas exóticos, gourmet. Mi alimentación de viaje consistía por lo general en guarniciones de guerra: Pan. A veces acompañado por algún complemento, pero sino pan al fin; fresco siempre, por supuesto, y en sus más distintas variantes.
Pero esa noche, para simular quizás ingerir algo un poco más nutritivo(...) opté por ese polvo instantáneo que mi madre había metido a la fuerza en mi mochila, "para cuando haga frío". Ignorando entonces los 20 grados de calor me dispuse a preparar el tal brebaje.
Y así me encontró Nitzan, quien ya en la mesa comía un plato de pastas con una crema de hongos, de una pinta, y aroma, erotizantes. Me senté a un lado, y humildemente me dispuse a saborear el alimento a base de pollo devenido en agua espesa color cal. Delicioso sin dudas para quien viene nutriéndose a liso y llano pan. Pero Nitzan no pensaba lo mismo; apoyó el tenedor en la mesa y se puso de pie, fue hasta la cocina, buscó lo que quedaba en la cacerola, y me lo sirvió sin preguntar, casi indignada. Le ofreció una parte a nuestra compañera de mesa, la eslovaca Katarina, quien ya iba por el postre, y ante su negativa procedió a servirme el resto de sus abundantes pastas. "You've to eat", determinó mirándome desde sus aproximadamente 155cm, haciendo alusión a mi gran altura (a su lado).
Y fue así que saboree el delirio de los dioses griegos, de Miguel Ángel extasiado por los pigmentos de la Capilla Sixtina; una explosión de sensaciones e ingredientes en el paladar, un plato que más que un plato era una cálida siesta en el campo. Hice una pausa en mi ingesta y agradecí con lo único que trasciende cualquier frontera y lenguaje, el humor. "Fantastic, a typical israeli food", espeté, serio y asombrado, a lo que Nitzan, quien trabajaba para la ONU en Franja de Gaza, quedó perpleja, como la mayoría de las personas que no están acostumbradas a los códigos del absurdo. Apretó los labios hacia adentro, pensando quizás "Cómo le explico que son simples fideos, quizás la comida más genérica del universo", y en ese microsegundo de suspenso, antes de que pudiera siquiera decir nada, culminé mi acto con una sonrisa, dando lugar a su carcajada, liberadora de toda la tensión acumulada en ese instante de desconcierto.
Luego de dos días de expediciones y aventuras de montaña, agotamiento mediante, nos despedimos en la recepción de La Posta Hostel; ella tomándome de ambos brazos, haciendo una pausa, pensando bien qué decir, y rematando con un cumplido que le salió muy desde adentro. Y aunque quizás se hubiera guardado mucho de lo que habría querido expresar, hoy, varios años después, podría decirle que fue la despedida perfecta para dos extraños en el fin del mundo.
Tumblr media
0 notes
Text
Meet Me At Retiro
El plan estaba en marcha. 12 días habían pasado desde la última vez que había visto a Lucía. Las vacaciones llegaban a su fin, y la separación se me había hecho eterna: Cada día lejos de ella eran semanas. Cada uno de sus “te extraño” eran flechas que atravesaban el cielo argentino hasta dar conmigo y sorprenderme entre monos y carpinchos.
La había pasado muy bien, no me podía quejar; volvía física y mentalmente exhausto, que en mi caso era lo fundamental para un descanso óptimo. El sistema esclavista argentino sólo nos libera dos semanas al año, tiempo en el que hay que desconectar por completo la cabeza de la realidad para no sucumbir a la locura. Y aquel viaje por la selva y los pantanos del noreste poco andado de nuestra patria había cumplido en creces con su objetivo.
Llegaba renovado, no sólo por el descanso sino por el espíritu que Lucía encendía en mí. Se lo había hecho notar en dos oportunidades, aunque no creo que llegara a tomar dimensión de lo que aquello significaba, de lo que ella producía en mí: un fuego interno que ardía por vivir, llamas que habían permanecido como brasas más tiempo del que quería creer. Había adelantado un día mi regreso porque Lucía generaba un entusiasmo inusitado en mí; estaba colmado por la satisfacción de haber llegado a ella, y a mí.
Había salido desde Mercedes, Corrientes, la noche anterior, a las nueve de la noche, aunque oficialmente para el resto de Buenos Aires recién lo había hecho pasadas las once. Para todos, excepto para Lucía, que conocía, o creía conocer, la hora exacta de mi arribo. Antes de partir de la terminal, y de perder señal en la ruta, habíamos acordado en encontrarnos cerca de las siete por Retiro. Lo que desconocía ella era que el ómnibus llegaría a destino una hora antes. No quería, bajo ninguna circunstancia, que se viera obligada a acudir a la Terminal de Retiro a horas en las que es tierra de nadie, horas de malandras y sustancias. Por más que me repitiera, y asegurara, una y otra vez que había recorrido esos lugares en un sinfín de ocasiones, yo sabía de los peligros que conllevan para una mujer de su porte, llamativo y esplendoroso, caminar a oscuras por las abandonadas calles lindantes a pasajes que sirven de guarida para todo tipo de crímenes y delitos. No lo iba a permitir, y no lo permití.
Esa noche no dormí. O sí, ése era el plan en realidad. Quizás era el entusiasmo por volver a verla, quizás era mi incapacidad para dormir en vehículos en movimiento, pero no dormí. Nunca terminé por definir cuál era la mejor estrategia, si ceder al sueño, o aguantar y simular por un breve periodo de tiempo un estado de perfecta diurnidad. La cuestión es que terminé por dormir en intervalos de 30 minutos, tras los cuales despertaba, controlaba la ubicación en el gps, y volvía a apoyar la cabeza en el respaldo, con el miedo latente a cerrar los ojos y despertarme una vez pasada la terminal de Retiro, en La Plata.
Una vez que se hicieron las 5:30 me despabilé y me puse a pensar a qué hora iba a avisarle de mi arribo. No quería hacerla madrugar todavía siendo de noche, un sábado. Tampoco quería demorarme demasiado porque nuestro tiempo estaba contado: Ella partía a las 10, con lo cual en ese interín entre las 7 y las 9 debía suceder la magia. Show time. 
El colectivo entró por el norte de la ciudad, tomó Lugones, y en diez minutos ya estábamos en la fila de acceso a la terminal. Esperé a que por fin nos detuvieramos para abrir el chat, pero me encontré con que Lucía no sólo ya estaba despierta sino que exactamente a las 6:00, tal como habíamos quedado, preguntaba por mi ubicación. "Entrando a Capital". "Me baño, avisame cuando llegues". Había ganado algunos minutos pero no podía estar tranquilo: además de puntual, Lucía era rápida y también hacía uso de mis artilugios, quizás ya se había bañado y estaba lista para salir; Lucía conllevaba el riesgo de la imprevisibilidad, de no poder adivinar su próxima jugada.
Tomé mi mochila, cubierta del polvo propio de la aventura, y me dispuse a buscar la salida de una terminal que a pesar de la hora estaba colmada de gente, típico comienzo de fin de semana largo. Conocía la Terminal de Retiro como el living de mi casa: un año de despachar encomiendas todas las semanas lo hacen a uno un poco dueño del lugar. Sabía de los peligros, sus atajos y pasadizos. Me detuve en una zona segura, un pasillo largo de boleterías que no duermen. Miré el teléfono: "¿Dónde nos encontramos?". Lucía se estaba alojando en lo que también se denomina el barrio de Retiro, solamente que en una zona más exclusiva y segura que la de la Estación, entre embajadas y grandes hoteles.
El encuentro debía ser en un sitio resguardado, no demasiado público, ni demasiado alejado: no podían vernos, pero la soledad de la noche porteña también acarrea sus peligros. Elegí entonces un lugar simbólico para los dos: La Basílica del Santísimo Sacramento, donde nos habíamos encontrado por primera vez. "Dale :)", respondió, y disparé hacia la salida de taxis y remises; pero no me detuve allí sino que seguí de largo, pasé el estacionamiento, y llegué al lugar en el que inician sus recorridos las líneas de colectivos.
En menos de veinte minutos había bajado del ómnibus de larga distancia y había abordado el 132 urbano, que tan bien conocía de aquellas épocas de cadeteo feroz. La Basílica se encontraba a tan sólo diez minutos a pie, pero con la mochila a cuestas, las inmediaciones de la terminal desiertas, y Lucía al acecho, no podía tomar ningún riesgo. Bajé en Alem y subí por Marcelo T hasta San Martín, doblé en dirección al Santísimo y una vez allí envié el mensaje, "Ya estoy saliendo". En la puerta de la iglesia dormitaba un hombre cubierto de todo tipo de bultos; esa cuadra, asfixiada por el obsceno edificio Cavanagh, tampoco era la más adecuada para el encuentro. "Dale, salgo", y calculé otros 10 minutos hasta su arribo. Di media vuelta y volví a la esquina de San Martín y Marcelo T.
Por la calle sólo deambulaban un par de personas, gente camino a sus trabajos y trasnochados que intentaban, a duras penas, regresar a sus hogares. También había un policía que se movía a paso lento, aburrido, cansino por la noche en vela, controlando con la mirada que nadie hiciera mucho escándalo.
Tumblr media
Me detuve frente a una puerta enorme, que daba la impresión de abandono, ideal para la tarea que estaba por desempeñar. Dejé la mochila en el suelo y comencé a buscar las cosas que había dejado más a mano para ese momento: Perfume, un peine, y enjuague bucal. Me saqué la remera y la cambié por la única del viaje que aún quedaba sin usar; me perfumé con la colonia que una vez Lucía había elogiado, y, ante la mirada atónita del policía, y de los transeúntes, comencé a hacer gárgaras con el líquido azul de la botellita. Semanas más tarde estuve tentado a volver a revisar las cámaras de esa esquina, para tomar una postal de aquel instante glorioso en el que el mundo se detuvo, y sólo me hallaba yo, preparándome cual soldado para el combate, en un ritual de limpieza y pulcritud.
En cinco minutos había cambiado mi aspecto de vagabundo por el de un viajante algo más digno, al menos de buen aroma y prolijo aspecto. Caminé entonces en dirección a Florida, para cruzar hacia Plaza San Martín, y custodiar desde allí el camino de Lucía. Crucé Santa Fe y subí los escalones, hasta quedar en el anteúltimo, estratégico para el juego de los abrazos y las alturas. Esperé unos minutos hasta por fin dar con la mujer en cuestión.
Lucía vestía de jeans y campera beige, si bien no eran ninguno de sus vestidos europeos, se las ingeniaba para aún así, camuflada, derrochar glamour y encanto. A 50 metros me reconoció y comenzó a sonreír, mientras relojeba a ambos lados en busca de moros en la costa, y apuraba el paso. En los últimos 10 metros ya no pudo contener su entusiasmo y, dejando el protocolo de lado, echó a correr, hasta chocar contra mí, y fundirse en un abrazo que duró algunos minutos, cálidos e intensos.
La fama de Lucía todavía no había cruzado por completo el Atlántico, y aquí todavía no gozaba del reconocimiento que tenía en su Francia natal. Aún así, habíamos sido fotografiados in fraganti (a plena luz del día...) paseando por Palermo, lo cual nos había obligado a tomar este tipo de recaudos, y a refugiarnos en el sigilo y la discreción. Aquella foto, que levantó revuelo en sus pagos (y en redes sociales según parece), es la única prueba que tengo de que todo aquello no es producto de mi imaginación, ni un sueño, sino que en realidad sucedió; un amuleto como aquel trompo que DiCaprio hace girar en El Origen para confirmar que aún sigue despierto.
Tumblr media
Una vez que logramos despegarnos, aunque no por completo, caminamos por una Florida limpia y desmontada; los pocos que pasaban a nuestro lado nos miraban extrañados, como miraría cualquiera a dos personas que caminan sonrientes un sábado a las 7 de la mañana. Llegamos a la esquina de Tucumán y entramos al Florida Garden, un café de antaño típico del microcentro, pero una vez dentro la situación no era la esperada: las mesas, apenas a centímetros unas de otras, estaban cubiertas casi en su totalidad por solitarios madrugadores que desayunaban en silencio. Debatimos sobre las facturas y croissants a la vista, y tampoco nos convenció la oferta. Para nuestra suerte, a un lado había otro café, sin el bagaje de décadas de pertenencia y nostalgia, pero bien iluminado y con mucho espacio para conversar en nuestras anchas.
Tomamos una de las mesas que daban a la pared, tenían del lado de Lucía un cómodo respaldo. Pedimos entonces café y medialunas, no sin antes deliberar la cantidad. Lucía, a pesar de su esbelta figura, disfrutaba del comer tanto como yo, y negaba, en cada una de nuestras salidas, de sufrir de inhibición alguna para hacerlo como Dios manda. Pero, aún así, en vano insistí para que pidiera una tercera medialuna.
Hecha la orden me dirigí al baño para la lavada de cara que me faltaba. Me miré en el espejo sin poder creer, aún ese día, luego ya de un verano juntos, estar en donde estaba. Fue un instante en el que tomé dimensión de lo alto a lo que había llegado la ola que había estado remando durante años. Me sequé la cara, y regresé a la mesa recordando la otra razón por la cual tenía planeado ir al baño desde hacía días: Quería sorprender a Lucía con un abrazo por la espalda, un gesto que estaba entre sus favoritos sin duda. Pero el plan se vio fallido al estar sentada contra la pared.
Llegó el mozo y distribuyó los víveres, tres medialunas para mí y dos para Lucía, mermeladas y dulce de leche. Hablamos de mi viaje, el de la noche anterior y el que llevaba haciendo desde hacía 12 días; hablamos de su viaje, su próxima partida; hablamos hasta que no quedó nada por comer ni beber, y el sol ya asomaba por Florida. A nuestro alrededor ya se habían sumado más comensales, metidos en charlas de trabajo, en las noticias del día, en sus solitarias tablets. 
Pedimos entonces la cuenta, y Lucía se puso de pie para arrojar un papel en un tacho cercano. Mientras escribo esto, meses más tarde, caigo en un detalle que en el momento se me pasó de largo: No había razón alguna para hacer todo ese movimiento; podría haber dejado el papel junto al resto de las servilletas sobre la mesa; podría haberlo dejado una vez que nos hubiéramos puesto de pie para irnos; había evidentemente una razón más importante, que me tomaría por total sorpresa. Todavía sentado fui envuelto desde atrás por los brazos Lucía, que se quedó atada a mí para compensar todos esos días separados. Mi plan, que en principio se había visto truncado, había resultado en un sentido que definitivamente no esperaba. La vida y sus giros inesperados. O Lucía y sus gestos inesperados.
Salimos del Café, cruzamos Plaza San Martín ya con el sol de las 8:30 en la cara, y nos detuvimos en la esquina de Sargento Cabral y Esmeralda. La calle Cabral es un completo enigma para cualquier habitante de la Ciudad, excepto claro para los residentes de su exclusiva cuadra, entre Suipacha y Esmeralda. Una calle por la que nadie transita a menos que tenga que dirigirse específicamente a ese lugar, lo cual es algo más que inusual. Ese pequeño rincón era justo lo que necesitábamos para nuestra despedida. Como aliciente, estábamos también a metros del edificio en el que alguna vez había vivido René Goscinny, héroe de ambos. Y francés también él, tal como Lucía; las coincidencias la habían acompañado (¿Perseguido?) durante toda su estadía en estas pampas.
Paramos en un edificio paquete con una gran puerta de vidrio y hierro oscuro, sin portero a la vista; no contábamos con que aquella era la salida de servicio para las mucamas que paseaban a los perros del lugar. "Nos van a ver", repetía Lucía, y la traía junto a mi pecho para cubrir su rostro, como si de paparazzi nos ocultáramos. Y quedamos en silencio. Cada vez que su mano se apoyaba sobre mi cara sucedía un fenómeno que no había experimentado antes: Lucía/me sacaba de mi sitio espacio-temporal, y me trasladaba a una capa atmosférica mayor, a un estado del alma superior, quizás; la cuestión es que no podía desear nada más en el mundo que ese instante. Todo esto en cuestión de segundos, los precisos como para no perder el hilo de la conversación, pero suficientes como para que notara mi rostro atontado y diera cuenta de su poder.
Y he aquí cuando a nuestra historia le llega su nudo y desenlace: Lucía debía regresar a Francia, y yo no podía viajar con ella. Las razones, pocas, pero justas e inexpugnables. Low key Lucía estaba molesta, decía que se le había pasado, pero sus ojos serios no mentían. Se había enojado conmigo, con ella misma, con Retiro, con las caminatas nocturnas, los besos en el cuello y los abrazos bajo la lluvia torrencial de aquel febrero. Estaba enojada porque tenía que volver, porque yo no podía acompañarla, enojada porque aquello había superado sus expectativas. Pero, como toda mujer argentina (porque en parte lo era) también tenía su orgullo, con lo cual tampoco quería mostrar que aquello, nosotros, el bar clandestino, los paseos por San Telmo y las caricias en el pelo, le afectaban. Tenía que mostrarse impoluta. Aun así, a la vez, como toda mujer argentina, era pasional, y la represa que sellaba el dique de sus sentimientos más profundos también tenía sus grietas y podía dejar entrever que aquello, nosotros, los crêpes, los cines de Microcentro, las flores y los susurros al oído, la tenían triste.
Lucía creía que para mí aquello era sólo un juego, que su nombre era un trofeo para colgar en una vitrina imaginaria, la cual al parecer estaba cubierta de mujeres con todo tipo de nacionalidades y pasaportes. Confieso que los celos de Lucía eran una debilidad para mí. Que ella, con su porte moral, físico y espiritual, superior a cualquier otra mujer que alguna vez hubiera conocido, se rebajara a ese juego de comparaciones mundanas, me resultaba tierno y conmovedor en demasía. Sí, también explotaba de orgullo y mi ego descansaba en las nubes con Lucía, la que tenía a sus pies a miles de seguidores que acudían a ella día a día, celándome.
Intenté sin éxito explicarle que el amor por ella no era una cuestión de aquel verano, sino que ya había sido encendido varios años antes. Y fui más allá, para contrarrestar su escepticismo hice una afirmación que había estado reservada para aquella ocasión: le declaré, allí en la esquina de Esmeralda, allí rodeados de empleadas domésticas y perros, allí bajo el tenue sol y los porteros regando las veredas, que si hubiera sido por mí, hubiera subido con ella al siguiente avión rumbo a Francia sin dudarlo. ¿Cómo podía explicarle que aquel instante, aquel oasis en mi vida, era lo más glorioso que me había sucedido desde Dios sabía cuándo? ¿Cómo podía hacerle entender que su mera presencia, era para mí la plena felicidad? ¿Cómo hacer expreso un deseo, un anhelo, que nace desde lo más profundo de las entrañas, más que con un abrazo o un beso?
Nunca logré saber si llegó a aceptar alguna de todas las declaraciones que con cruda sinceridad le expuse en ese tiempo; si su visión negativa se debía a la tristeza por tener que separarnos, o si quizás era por una vida rodeada de aduladores que le profesaban expresiones similares todas las semanas sin suerte.
Lucía suspiró, negó con su cabeza como tantas veces lo había hecho antes, y se dejó caer sobre mi hombro. Era una mujer que detrás de ese escudo y de esa personalidad batalladora que había creado para poder afrontar su labor diaria, todavía tenía bien resguardada a su niña interior, tierna, inocente, cariñosa, lista para amar sin medida en el momento indicado.
La abracé por la espalda por última vez, mientras reía cómplice, y trataba de desatarse de mí, porque el tiempo nos apremiaba. Por fin la liberé y le di unos pasos de ventaja; al verme caminar detrás suyo levantó sus brazos resignada, pero sin dejar de sonreír y negar con la cabeza sin poder creer mi obstinación por acompañarla unos metros más. No podía acompañarla hasta su alojamiento, así que sólo podía conformarme con custodiarla de lejos. Llegó a la esquina y dobló en Suipacha, pero yo me quedé allí, observándola alejarse, darse vuelta y extender, por última vez, su brazo para saludarme mientras intentaba contener la risa.
La vi desaparecer entre árboles y autos, para volver a su vida, y comenzar un nuevo viaje, rodeada de súbditos y seductoras promesas. Yo me quedé allí, en esa puerta, en la plaza, en la iglesia, en Florida, en el café y las medialunas, deambulando sin rumbo por Cabral y Esmeralda, sabiendo que alguna vez una reina se disfrazó de plebeya, y no todos los cuentos son fantasía.
0 notes
Text
Last Patagonian Standing
Suena el teléfono. Vibra más bien, sobre libros que descansan entre bandejas y cosas que están ahí desde hace días esperando algún milagro mariekondiano. Mensaje de la fiscalía: "Estamos saturados, Nahuel está en la calle desde las 7, hay un patrullero que sale para la zona del puerto que te va a pasar a buscar". "Que te va a pasar a buscar...", una bien al menos, pensé. "Ok", respondí, mientras estremecía los ojos aún dormidos, no tenía otra alternativa tampoco. Me desperecé como pude y comencé la rutina de cada mañana previa a la cuarentena: Baño, ducha, ropa, café, tostadas, tiempo cronometrado por la falta de ritmo que había impuesto el encierro. Entre paso y paso me asomaba por la ventana para ver si mi diligencia aguardaba afuera. Por fin se oyó el sonido de un motor en marcha y bajé con una mezcla de entusiasmo por volver a sentir el aire fresco, y decepción por la tarea anodina que me deparaba el día.
En el patrullero se presentaron Menéndez y Carrasco, ambos con barbijos y guantes, los cuales yo no traía, no por despiste sino por desidia. Teníamos que pasar por la casa de la enfermera que nos iba a acompañar en el procedimiento, ella era la que me iba a poder proveer los elementos necesarios para obrar “como dicta la ley”.
Pasamos locales cerrados, plazas desiertas, y colectivos fantasmas. El panorama era el de un domingo temprano cualquiera, sólo que se extendía a lo largo del día, y se repetía durante toda la semana. Llegamos y la susodicha nos esperaba en su auto, también cubierta por guantes y barbijo. Carrasco que iba en el asiento del acompañante le explicó que íbamos para la ruta, que nos siguiera. "Para la ruta", la situación comenzaba a volverse un tanto extraña, pero dada mi falta de experiencia en el tema me limité a observar por el enrejado de mi ventana el paisaje costero. Carrasco me ofreció mate pero gentilmente lo rechacé alegando mi reciente desayuno. "Igual no te iba a dar, mirá si me contagias y nos morimos todos", y se echaron a reír con Menéndez que hasta el momento había permanecido en silencio. Humor patagónico, seco y frío.
Detrás nuestro venía Mónica, también con mate en mano, atenta a la dirección que tomáramos, como si un giro brusco la fuese a dejar perdida en una ruta tan llana como recta. Cruzamos un arroyo y Menéndez dijo entonces, "Es por acá... ", lo cual me sonó a que no sabía muy bien hacia dónde estábamos yendo. Pronto confirmaría mis sospechas. Tomamos el siguiente camino de tierra en dirección al mar y anduvimos 3 o 4 kilómetros, hasta dar con un desvío de vuelta al sur. Nos detuvimos y Carrasco sacó su teléfono para corroborar las indicaciones recibidas. "No... hay que seguir", dijo, mientras interpretaba el mensaje cifrado. Nos pusimos de vuelta en marcha y llegamos a un cruce, un desafío mayor que ameritó un debate más extenso. Luego de algunos minutos, en los que permanecí en silencio ante el desconocimiento de las órdenes recibidas, ganó la postura de Menéndez y fuimos hacia el norte por un sendero de pasto poco transitado, hasta dar con la tranquera de una estancia, "Santa Lucía". Menéndez detuvo el auto y permaneció en silencio, los hombros se le contrajeron y el temple antes solemne había descendido consumido por la derrota.
Carrasco, que seguía con la mirada fija en el teléfono, remató, "había que seguir derecho no más". Se acercó Mónica ya lista con valijita en mano y la pusimos al tanto de la situación. Dimos media vuelta y retomamos el camino de tierra que se volvió ripio, y algunos kilómetros más adelante, arena, hasta dar con la playa. Finalmente nos detuvimos y pude estirar las piernas, los brazos, y la cara. El viento del mar me despabiló rápidamente y pude ver con claridad en dónde nos hallábamos: En el medio de la nada. Kilómetros de playa y escolleras hacia el norte, kilómetros de playa y escolleras hacia el sur, ni una sóla pista de presencia humana a la vista, aparte de los cuatro expeditivos que estupefactos permanecíamos callados.
"¿Es acá?", pregunté risueño, sin entender del todo si seguíamos perdidos. Menéndez lo miró a Carrasco y éste leyó de su teléfono, "Es una denuncia por incumplimiento de cuarentena... y... hombre adulto que se vio yendo en dirección a la playa...", hice algunos pasos hacia el mar y desde allí giré en 360 grados para localizar a nuestro fugitivo, pero sólo di con unos lobos marinos que correteaban a lo lejos sobre la orilla. Las miradas de desconcierto eran absolutas, golpee mis palmas para traerlos de nuevo a tierra y continué, "¿Qué hacemos?". Menéndez, en un esfuerzo sobrehumano por no desmoronarse, infló el pecho y sentenció, "No podemos volver sin encontrarlo, ya llegamos hasta acá". Había en esa declaración, y en toda su persona, una mezcla de servicio por el cumplimiento del deber, y vergüenza por no volver con las manos vacías luego de semejante travesía. Pero más que envalentonarnos su respuesta nos dejó con el ánimo por el suelo. Mónica se predisponía a guardar su valijita y Carrasco, con ambas manos en los bolsillos del pantalón, ya no miraba su teléfono.
Una vez más desafié a Menéndez, "Bueno, ¿Para dónde?", lo cual quizás fue un exceso de mi parte, pero visto que me habían sacado de la cama para arrastrarme hasta allí merecía una satisfacción. Su respuesta no tardó en llegar, me clavó la mirada y apretó los labios sabiendo que tenía razón, y que él nos debía guiar hacia el NN en cuestión, volteó hacia el norte y señaló las escolleras, "Para allá".
Ese fue el punto de partida de nuestro trayecto a pie por la playa. No sé qué fue que lo inspiró a Menéndez a señalar en aquella dirección, pero luego de 20 minutos de caminata logré divisar una persona diminuta a lo lejos, parecía ser que nos habíamos topado con nuestro hombre. Dada mi ansiedad, y mis ganas de terminar con aquella odisea, me adelanté a la caravana y les saqué un tranco largo. Miré hacia atrás y las tres figuras se encontraban casi tan lejos como la del sujeto en dirección contraria. "Esto va a llevar un buen rato", pensé, y les hice señas para informarles de mi hallazgo. Carrasco, que era una cabeza más bajo que Menéndez, alzó un brazo en alto, en signo de aprobación, o eso es al menos lo que interpreté. De todas formas no iba a esperarlos, por lo que continué mi recorrido. Ya era casi mediodía, las nubes tempraneras se habían disipado y el sol estaba en su punto más alto, sus rayos no azotaban con violencia sino que más bien brindaban una luz cálida, propia del otoño iniciado días antes.
Crucé la primera escollera y pude contemplar mejor a aquel misterioso personaje: un hombre mayor parado bajo la sombra del acantilado, delante de él una caña de pescar incrustada entre las rocas, y dos perros que corrían libres refrescándose con el vaivén de las olas. Mi marcha, a pesar de presurosa, no era la más óptima, llevaba zapatos en mi plan de cubrir la presencia del Fiscal, ocupado seguramente en asuntos más glamorosos. Ya más cerca los perros salieron a mi encuentro; traté de no darles señales de juego pero fue en vano, el más pequeño saltó detrás de mí y limpió su patas delanteras en el pantalón. No me importó, primero porque no podía ver el daño, y segundo porque a esa altura era el último de mis problemas. Trepé con cuidado las resbaladizas piedras de la escollera y me detuve a unos siete metros de distancia del furtivo, no por recomendación epidemiológica sino por respeto al ermitaño, gente de personalidad arisca y desconfiada. 
Había estado observando todas mis peripecias hasta allí con una serenidad envidiable, de vez en cuando volteaba para custodiar su caña, y volvía sus ojos cristalinos hacia mí. De tez oscura teñida por el sol, y arrugas marcadas que corrían por su cara como los arroyos que nos separaban entre las rocas, parecía ser uno de esos guardias de antaño que habitaban solitarios en los faros. Levanté mi brazo y agaché con levedad mi cabeza, en señal de saludo, o reverencia, la cual fue correspondida de la misma manera. Detrás mío aparecían ya los rezagados, a paso lento pero constante, sufrido, según el color de sus rostros. 
"¿Pescando?", pregunté. Giró su cabeza, examinó sobre mi hombro a la enfermera junto a los dos policías, y de vuelta hacia mí asintió con la cabeza una vez, y volvió a lo suyo. No creyó necesario gastar palabras en una pregunta tan obvia como innecesaria, y estaba de acuerdo con él en eso. Las olas que rompían con vehemencia contra las rocas llenaban el silencio de una escena más que absurda. Asentí, comprendiendo que mi trabajo allí estaba terminado, no tenía más que hacer. El mar no entiende de burocracias.
Bajé en cuclillas y fui al encuentro de la tropa.
-¿Qué pasó?
-Ya está todo.
-Pero hay que llevarlo.
-Ya le tomé los datos, tiene permiso de suministro alimenticio, cuando termine vuelve a su casa.
-¿Y los síntomas?
-Cumplió las dos semanas de aislamiento.
Mis respuestas parecían haberlos dejado sin aliento, o quizás eran los kilómetros de arena recorridos; de todas formas, ya no me importaba, así que retomé las huellas para iniciar el regreso. El resto quedó dubitativo unos instantes, quizás juntando fuerzas para el retorno, y se unió a mi marcha.
Una vez en el patrullero acordamos una historia que dejara bien parados a los oficiales: el hombre fue esposado y llevado a su residencia, allí la enfermera le dio el parte médico, y éste aceptó las condiciones. Todos contentos.
En la ruta recordé aquellas historias sobre El Dorado, cuyas puertas quedaron selladas por sus habitantes para evitar una invasión devastadora. Hay lugares y personas a los que el mundo no debe llegar.
0 notes
Text
Más extraño que la ficción
Hay historias, cientas, no, miles de historias que nacen cada día, con cada despertar. A cada paso se escriben palabras, párrafos enteros, no siempre entretenidos, no siempre con final. Hojas y hojas que se desparraman con nuestro andar, que son parte de este gran libro que llamamos “Vida”.
Y cada libro es único e irrepetible. Hay libros enormes y pesados, repletos de páginas sueltas escritas hasta en los márgenes. Los hay también pequeños, flacos y de hojas vacías, a medio escribir, libros que perdieron varios de sus capítulos, y otros que quedaron sólo en una introducción.
Y la vida, con sus imprevistos y devenires, esta vida que cual ruleta nos regala un nuevo desafío cada día, nos obsequia además una gran variedad de personajes que serán parte de nuestras historias. Y sí, hay personajes odiables, hay villanos, hay personajes dramáticos y otros con más gracia. Pero los que aquí importan no son los secundarios ni los ocasionales, los que hacen a cada historia excepcional son sus protagonistas, los que le imprimen a cada página su sello característico, su espíritu.
Lo complejo, en este océano de páginas sueltas en el que navegamos (y naufragamos), es hacer coincidir a dos protagonistas en una misma historia. Esto es la esencia de nuestro existir, la causa y la razón de todos los problemas y todas las soluciones, desde el comienzo de la humanidad. Porque mientras algunos están iniciando un nuevo capítulo, otros están cerrando un libro, mientras unos arrancan hojas, otros buscan las que perdieron en el camino.
Lo que algunos emprenden como novela, otros lo terminan como cuento, con finales abruptos y desconcertantes. Poesías que querían ser canción, canciones que se transformaron en novelas, versos perdidos que murieron en una estrofa, y miles de relatos que no llegarán a cuento.
Pero aún así, dentro de esta mezcolanza de géneros y pasiones, alegrías y desazones, celebramos que la pluma se refresque en el tintero y valiente encare una gran hoja en blanco, con la incertidumbre de no saber hasta dónde llegará, cuál será su destino, si quizás escriba la más maravillosa de las leyendas, o tan sólo un mensaje oculto en la servilleta de un bar.
El lanzarse a lo desconocido, las manchas de tinta y los borrones, no hacen más que emprolijar las hojas que se escribirán a futuro. Ninguna historia se escribe de corrido.
Levanté la vista y allí estaba, caminando como en un río de bollos de papel que le llegaba hasta los tobillos. Iba a paso firme, esquivando cuadernos y tinteros, iba fuera de toda historia, evitando caer en el libro equivocado, evitando la tinta que al final a todos nos alcanza. Tendí mis trampas, camuflé poemas que bien supo sortear, al igual que las canciones que sembré entre fábulas y cuentos. Con destreza se movía como al son de una música que sólo ella parecía escuchar.
En la desesperación corté un papel y escribí con sinceridad y urgencia un mensaje que llamara al menos por un momento su atención. Y así fue, quizás le divirtió mi situación, hundido entre tapas de libros sin final, y en el aire tomó mi recado. Se detuvo a leerlo en silencio, con una sonrisa tan radiante, que estupefacto me limité a disfrutar de esos segundos, que no fueron muchos.
No me devolvió lo escrito, pero sí una mirada, que me dejó aquí, dibujando la portada de otra novela que no fue, mientras se alejaba entre espirales y tinteros, saltando enérgica, segura, pero sin un destino cierto, inspirando más historias inconclusas, como ésta.
0 notes
Text
De lluvias pasadas
La lluvia es esperanza, fertilidad, vida. La lluvia también es desolación, ahogo, catástrofe. Pero más que nada, la lluvia es nostalgia. Y ustedes dirán, “No, nosotros traemos la nostalgia, y se la impregnamos a la lluvia”, y es un pensamiento muy mundano, limitado. La lluvia es más que lo que vemos. Lo sabían las antiguas civilizaciones que se detenían un poco más que nosotros a reflexionar sobre los secretos de la vida. Ellos le rendían culto a su poder, a su hacer y deshacer. El mayor error del ser humano moderno es creerse superior a lo que es, creer que puede controlarlo todo. Somos ínfimos, “…y al polvo vamos”.
La lluvia es más que precipitaciones, es más que un fenómeno meteorológico: En sus cambios de estado, líquido-gaseoso-líquido, acarrea toda una filosofía de vida. Y he aquí el quid de la cuestión: Qué es la lluvia sino nostalgia de lluvias pasadas.
Hago una pausa para que respire el texto, para masticar esa magnífica expresión que quizás pase desapercibida en una primera leída, pero que guarda un sentido más profundo. Qué es la lluvia sino nostalgia de lluvias pasadas. No nuestra, sino de la propia lluvia. Y tiene una explicación lógica: Las gotas que caen del cielo se juntan en las alcantarillas, donde se harán ríos, donde irán al mar, para evaporarse, y ser lluvia nuevamente. Entonces, cada lluvia está formada en parte por lluvias anteriores. La lluvia reencarna, budísticamente hablando, en otro cuerpo, con la misma esencia, el mismo espíritu. Ahora sabemos que esa sensación nostálgica de los días lluviosos no se debe sólo a nuestra mente y sus recuerdos, sino a que, como en una máquina del tiempo, aquella lluvia de aquel momento que vivimos, vuelve a hacerse presente. En cada día de lluvia residen, queramos o no, todos los días de lluvia que hemos experimentado.
Sólo queda entonces, en días de lluvias y tormentas, generar nuevas vivencias que luego volverán a asomarse eternamente, cada vez que se nuble el cielo, y nos mojemos, otra vez, con la experiencia de lo vivido.
Tumblr media
0 notes
Text
Cariló
Publicado originalmente el 01/02/2011
Me pidió un tiempo, ¿Por qué no?, pensé, la noche recién estrellada, una playa desolada, el mar y sus vaivenes, la arena que cubre los pies, y una leve brisa, fresca pero placentera. Acepté y le di mi palabra, seria, no entendía mucho acerca de los tiempos que van y vienen. Y entonces esperé. Cinco minutos eran muy pocos como para pedirlos con tanta formalidad, así que le di diez. Que inocencia la mía al ver que en el silencio me observaba incrédula sin comprender la situación, esperando algún tipo de respuesta. Obviamente no llegamos a los diez minutos, los cortó con su voz rasposa y algo afónica. "Un tiempo un poco más largo..." me dio a entender. ¿Una hora? ¿Más? Podía quedarme toda la noche esperándola, los veranos carecen de límites y sentido común.
Créase o no, en aquel preciso instante estaba cruzando la estrecha línea que separa a la inocencia de la ingenuidad, sumándole más confusión a lo ya confuso. Sigilo. Ninguno quería hablar, nadie quería decir u explicar aquello que el otro no deseaba escuchar, lo inevitable al fin. Cruces de miradas, sonidos de olas que rompen, algunos gritos a lo lejos, la arena fría que aguarda el desenlace. "No mucho más de media hora, sino voy a caer dormido acá nomas" tiré... paso en falso. '500 cosas que no deberías hacer en momentos como éste' es un libro que me vendría muy bien. Una humorada era lo que último que necesitaba, y me confirmó lo peor: No se rió. Ni siquiera hizo una mueca, sólo mutismo sepulcral. No había causado gracia alguna, era la primera vez en mucho tiempo: La última habría sido en los principios, en su papel de muchacha difícil, desentendida de todo. Y llega el momento en el que todo hombre comprende por unos instantes a la mujer, a su mujer. Si no consigue sacarle aunque sea una efímera sonrisa falsa, todo está perdido, quien es fiel en lo poco es fiel en lo mucho. Para remediar los irremediable le cedí la palabra. Sumiso oí su discurso, sus penas, sus conflictos, sus sueños, caídas, cumbres, y cotidianidades, oí hasta que la noche cambió de nombre, aspecto y temperatura.
Todo aclarado ya, con alguna que otra lagrima de por medio, nos levantamos y nos fuimos. Sólo nos acompañaban el sonido de nuestros pasos y regadores fantasmas. Yo seguí por Álamo, ella tomó Becasina, nuestro destino sigue ahí, esperando, confundido, caminando por Divisadero, tratando de entender lo que pasó, lo que pudo ser, y no fue.
0 notes
Text
Las mil y una llaves
Publicado originalmente el 23/06/2016
Hay una hora exacta de la madrugada en la que Buenos Aires se detiene por un rato. Lo sé porque me ha tocado presenciar el momento, he estado en el ojo del huracán, y he logrado vivir para contarlo. Es el silencio previo al rocío, la soledad que va pateando bolsas en el camino. No siempre somos capaces de percibir aquella naturaleza, una dimensión paralela que se nos abre, y es entonces que la noche se pierde como cualquier otra. A veces se da entre las dos y las tres, entre las tres y las cuatro, también diez minutos pasadas las cinco. No es fácil salir a la caza de aquella aurora boreal que vaga por Avenida Santa Fe. No hay más ruido que la de un alma y su conciencia, a lo lejos en otro espacio el murmullo citadino. Rostros que cuentan baldosas, que escupen veredas, que tropiezan con canteros y chocan con marquesinas. Y como inevitable, el encuentro entre desconocidos.
–¿Hace mucho que estás esperando?
–Media hora -respondo desde la línea que separa a ambos sentidos de la calle, lugar estratégico, casi siempre, para evitar este tipo de conversaciones-
– “Vendería todas mis tierras y posesiones, recorrería este y los otros mundos, surcaría mares y océanos para dar con la emperatriz del tiempo, y rogarle algunos segundos que sacien mi amargura…”
Asentí sorprendido por el relato poético que era lo último que esperaba escuchar esperando el 152. Y volvió a insistir.
–Quién pudiera hacer y deshacer días en años.
–No podemos dominar el tiempo porque lo romperíamos, como rompemos todo lo que conocemos y controlamos.
–Y es verdad, vivimos presos de las circunstancias, de la tiranía de los hechos.
–Pero nosotros somos parte de esos hechos, ellos nos modifican y nosotros a ellos.
–Hace mucho perdí ese entusiasmo juvenil, la vida va estampándote contra la realidad, lo que se va se fue y no vuelve más. Vivimos en el reflejo de nuestros recuerdos, llega un punto en el que ya no sabemos qué es cierto y qué es parte de lo que queríamos que haya sido. Es exprimir la mente en busca de imágenes que caen a cuentagotas.
– “¿A dónde van las palabras que no se quedaron?, ¿A dónde van las miradas que un día partieron?, ¿Acaso flotan eternas, como prisioneras de un ventarrón?, ¿Acaso se van?”
–¿Quién?
–Silvio Rodríguez
–El gran poeta de la palabra justa.
–Aun así, la memoria perfecta es una idea tan perversa que no debe haber pasado ni por la mente de Dios.
–No, no, al contrario, hemos estado muy cerca y lo desaprovechamos, perdimos esa técnica fantástica que era el gran palacio de la memoria.
–¿La de los monjes medievales?
–Más bien de San Agustín, el primero en bajar la idea a tierra: “Recuerdo según me place las cosas acumuladas por los sentidos, todo esto lo hago yo interiormente en el gran palacio de mi memoria”.
–El gran poeta de las pasiones.
–Desde hace siglos que es un arte muerto, ya no lo podemos dominar. Nuestro cerebro involucionó, delegamos nuestra vida a otros medios.
–Quizás entendimos que es mejor no perderse en los laberintos del pasado.
–Como arena entre las manos lo vivido se escurre y desaparece, yo prefiero tenerlo guardado dentro de un frasco.
–¿Y vivir prisioneros de los recuerdos?
–Si me pertenecen, ¿Por qué me vería impedido de volver a hundirme en las mieles del ensueño? ¿Qué razones hay para no proyectar lo que tanto me costó registrar?
–Varias muchas, quizás la más oportuna rece “Ojalá por lo menos que me lleve la muerte, para no verte tanto, para no verte siempre, en todos los segundos, en todas las visiones. Ojalá que no pueda tocarte ni en canciones”. Acaso el verso más perfecto jamás escrito.
–Touché. Pero para no caer en ese enredo, junto con el palacio vienen sus miles de habitaciones, y cada una guarda una historia diferente, no es necesario entrar a todas ellas.
–He aquí el problema, la falta de llaves. He sido bendecido con un palacio de puertas que se abren y se cierran aleatoriamente, de recuerdos que salen a pasear para sentirse vivos otra vez.
–Entonces se produce el efecto inverso, ¿Cómo perseguir un recuerdo por los innumerables pasillos de la mente, sabiendo que puede haberse escondido en cualquiera de las habitaciones?
–Su extensión no es una dificultad, aunque las profundidades de la mente sean interminables. Los años, el convivir diariamente con todos ellos sueltos por ahí los termina delatando. Ya sé qué sucede cuando llueve, cuando oigo un nombre, cuando llega hasta mí el aroma de un perfume. Sé cuándo aparecen, dónde se esconden.
–¿El problema no es encontrarlos sino que están fuera de control?
–Algo así,  aunque nadie puede evitar pensar en un elefante después de que haya sido mencionado. Quizás lo que haga falta sea una llave, la del salón principal, el patio de la mente, para impedir que aparezcan a la vez y dancen hasta entradas horas de la madrugada.
–¿Miles de pensamientos haciéndose presentes a la vez? ¿Corriendo desordenados? ¿Hay lugar para la cordura?
–La cordura dirige el baile. Se sumerge entre los comensales y encuentra la idea que necesito. A veces tarda más, otras menos, dependiendo con quién se encuentre en el camino.
–Entonces funciona, es un prodigio que no esperaba ver.
–¿Para qué? ¿Para “el sabio delito que es recordar”? ¿O “el inevitable defecto que es la nostalgia de las cosas pequeñas, esas de reír, reír y reír, y de madrugadas sin ir a dormir”? Cada recuerdo trae consigo una carga emocional que no podemos ignorar.
–Quizás en un futuro podamos procesarlos en chips que los hagan códigos binarios, y así abstraernos y contemplarlos objetivamente.
–¿Para qué querríamos recordar lo trágico sin que nos afecte? ¿Para qué recordar un beso sin su pasión?
Se quedó en silencio, y perdió su mirada en el horizonte. Divisé el 152 a lo lejos, a la vez que volví a escuchar su voz, buscando revancha.
–Vos tampoco podes evitar caer preso del recuerdo.
–Vivimos en libertad condicional.
–¿No sería mejor olvidarlo todo?
–¿Y perdernos el valor de la experiencia, el placer de lo bueno, el sobrellevar de lo malo? Nunca.
Y me di vuelta para subir al colectivo que casi no frena. Desde arriba lo vi alejarse sentado con la mirada en el piso, quizás conforme, quizás perplejo. No son horas para cualquiera.
Tumblr media
0 notes