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el espíritu de la escalera sobrevuela são paulo
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un blog a la antigua usanza por GUILLERMO CARA en un intento desesperado por mantener el contacto con sus amigos sin redes sociales *este blog debe leerse desde un ordenador **todos los derechos reservados ***são paulo, brazil - granada, españa CW: estudiante de arquitectura
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guillermocmi · 6 months ago
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Siempre llueve cuando me mudo de ciudad.
Una maña de lluvia, en un anodino martes. Casi nadie sabe que me voy en pocas horas de aquí, que regresaré a España en breve y no sabré más cuando regresaré a este lado del océano. Llueve con insistencia y me desaliento, pero es la última oportunidad de salir a la ciudad y ver este lugar. Me visto y tomo el autobús para acercarme al punto más al norte del Campus, los precios del Uber están disparados y al parecer baja considerablemente conforme me acerco al norte. Cuando el bus me deja en la parada, resguardado, la lluvia insistente hace que la luz no alcance a más que un tono gris y destellos de las luces de cruce de los vehículos. Cuando llega el conductor y me siento para que conduzca al barrio de Pompéia pienso, no sin un poco de ironía, que parece que cada vez que abandono una ciudad en la que he vivido llueve. El tráfico es espantoso y paso bastante tiempo dentro del coche y veo como cruzamos el río Pinheiros y como gira y por cuestas y por barrios y más barrios de casas grandes protegidas por altos muros o torres altas protegidas por altas vallas. Cuando estamos llegando a la entrada el conductor me pregunta si llevo paraguas, y asiento no sin pensar en el suplicio que fue conseguirlo en su momento.
Cruzo la puerta y me sorprendo de lo bonito que es todo. El suelo exterior de piedra, los grandes aliviaderos pintados de verde que descargan la lluvia en unos canalones fabricados a base de pequeñas piedras de río, redondeadas. El ladrillo de un noto más marrón que naranja y el hormigón de los pilares o la madera oscura de las puertas de acceso. Los colores de las tuberías que se asoman por encima de la cafetería. Entro en una de las grandes naves y hay una exposición que consiste en una instalación de telas blancas que flotan por todos lados. Detrás está la biblioteca, limitada por una serie de paneles de vidrio, y dentro unas pesadísimas sillas de madera en torno a mesas redondas y circulares. Un señor lee el periódico, otra señora me mira recelosa cuando, revista en mano, me siento en una de las mesas, que están elevadas como en un reservado, con una vista sobre todo el panorama, unos pedestales de hormigón que dan cierta privacidad respecto del resto del lugar, aunque virtualmente no hay ninguna separación del resto. Leo sobre vivienda colectiva social, y me sorprendo otra vez más del privilegio que tenemos. Cuando termino de ojear la revista. Salgo despacio de allí y paso a la otra mitad de la nave, que está separada por una estructura parcialmente construida en madera que en su interior aloja un espacio para niños. Un asiento contino ofrece una vista sobre una fina lámina de agua en cuyo fondo lo que se ven son cantos rodados. La madera de la cubierta se confunde con la madera de una instalación que habita en ese momento el lugar y en una de las esquinas, la más cercana a la biblioteca, hay una gran chimenea, la mejor chimenea que he visto en toda mi vida. Es un tubo de hierro que parece flotar en medio de la nada, pero que sin embargo está sujeto por tres cables. Algunas personas que acaban de comprar el turno para el comedor esperan sentadas en los bancos que hay en vuelta a la chimenea. Pienso que hubiera estado bien que estuviera encendida.
En la puerta de cada nave hay paraguas para que los visitantes puedan cubrirse si los agarra una lluvia repentina. Unos enormes y pesados paraguas de color azul y otros de color amarillo. Bajo la resbaladiza rampa que conduce a la siguiente nave. El teatro está cerrado porque están preparando algo. Veo el vestíbulo y las puertas de madera, salgo en dirección al siguiente pabellón, que es el dedicado a los talleres. Nadie me impide el paso mientras curioseo entre los muros y veo las obras en arcilla y en metal que han fabricado los aprendices. Un pequeño grupo de niños aparece de la nada con una chica que les está mostrando todo. En algunos puntos se ha preparado una instalación sonora para exhibir las piezas. Los pasillos son rectos, curvos. No hay puertas que impidan saber lo que ocurre en cada uno de los estudios.
Bajo en dirección al solárium, que es hoy una larga pieza de madera empapada. Me alejo para ver las imponentes torres de hormigón, que aparecen como si siempre hubieran formado parte del conjunto industrial. Las rampas que se entrecruzan, el color rojo en los detalles del edificio aparece entre tanto gris del cielo y del hormigón armado. Me alejo todo lo que puedo para poder hacer una foto de las torres. Después me acerco hasta estar en el centro entre las rampas, alzo la vista al cielo mientras caen algunas gotas de agua, ya menos, la lluvia amainó y me muevo entre las dos torres mientras las gruesas líneas generan distintos patrones en el cielo. A veces las líneas se juntan todas y sólo se ve un triángulo, si me alejo un poco se abren y entonces se ve el cielo, algo más claro. A un lado está la piscina, y desde fuera se ven los nadadores y el azul limpio y cristalino. Al otro lado una mujer vigila el paso de entrada a la torre de acceso porque unas obras han limitado la entrada solo a los usuarios acreditados.
Vuelvo sobre mis pasos para ir a comprar el menú del comedor. Hoy ofrecen pollo con algo parecido a espinacas y una ensalada de garbanzos. De postre algo que no sé explicar. Para beber, agua de coco. Espero a mi turno. El comedor es acogedor, de tonos naranjas y con unas pequeñas mesas de madera para cuatro personas. No me extraña comer solo en público, pero esta vez es la primera vez que me saludan al sentarme en una mesa de extraños. Sonrío a la señora que está frente a mí, y comemos en silencio. El pollo está delicioso. El menú en total apenas llega a los seis euros. Como con una lentitud fuera de lo común en mí, siendo plenamente consciente de que probablemente nunca volveré a comer allí, deteniéndome en cada uno de los detalles que me rodean. Cuando termino regreso a la biblioteca unos minutos. Decido tomar un café allí, antes de regresar. Lo pido junto con un bizcocho. Tal vez esto sea una blasfemia, pero el mejor café que he probado allí ha sido siempre en el SESC. Me lo tomo de pie mientras veo que la lluvia va y viene a su ritmo.
Doy una última vuelta al recinto, llamo al Uber de vuelta a casa. Al salir en la puerta me paro delante del letrero de gruesas letras mayúsculas, de color rojo, que anuncian: “SESC POMPÉIA”.
Regreso a casa con el tiempo justo para cargar el teléfono y dejar a medias la maleta hecha. Un Uber conducido por una chica probablemente bolsonarista y muy habladora me conduce en dirección a Pinheiros. Me despido de las chicas portuguesas con un bowl de açaí, hablando de nuestros planes para el próximo tiempo. Siento como si estuviera corriendo tras una bandada de palomas y entonces todas comenzaran a volar. Luego las acompaño andando hasta su casa y regreso otra vez en Uber, con tal de no sacar dinero en vano.
Termino bastante tarde hacer la maleta. Aún quedan algunas cosas perdidas por el cuarto con las que no sé muy bien qué hacer. Al día siguiente he quedado con mi vecina francesa para legarle todas mi pertenencias que no van a viajar conmigo. Dedico gran parte de la noche a terminar de hacer una práctica de estructuras absolutamente desquiciante. Me duermo cuando son las cuatro de la mañana del cuatro de diciembre.
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guillermocmi · 6 months ago
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Días de la semana que corren para que no los alcances
Me despierto en una mañana asfixiante de verano. Estamos a finales de noviembre y de vez en cuando llueve intensamente, como si lanzaran constantemente gigantes cubos de agua sobre nuestras cabezas. Estas semanas he estado trabajando obsesivamente en proyectos y los días han pasado rapidísimo desde la silla un poco elevada que hay en la sala de estudio, junto a la ventana, detrás de un peto y con vistas al jardín. Un sitio ideal para estudiar y trabajar porque es privado, pero no agobiante. El día ahora es un poco más largo que cuando llegué, ya no corro por llegar pronto al comedor, pero la costumbre se ha implantado y sigo yendo a cenar tempranísimo, a las cinco y media de la tarde, y ahora cuando salgo aún tengo un respiro antes de que los pájaros comiencen a cantar agónicamente y el naranja sulfúrico del cielo empiece a teñirlo todo por breves instantes antes de la oscuridad. Igualmente, cuando llega una borrasca tropical el cielo se vuelve tan oscuro que pareciera ser de nuevo el mes de agosto. Los lunes y los martes de alguna manera han pasado a ser mis días favoritos porque le dan un sentido a toda la semana de trabajo. Hablo con mi profesor, me distraigo escuchándole comentar con otros compañeros los proyectos, me tomo el café a las tres y cuarto de la tarde encaramado a la silla de la esquina de la cafetería, junto a la mesa con la plantita y con la vista a todo el piso del Museo, echo un poco de azúcar de mascaro, tal vez lo acompaño con un pan de miel si tengo hambre. A veces me reúno con mis compañeras y me siento bien hablando en portugués continental con ellas. Uno de mis compañeros de alguna forma comparte un humor parecido al mío y a veces hablamos sobre arquitectura y eso es reconfortante. La calidez lo envuelve todo con sonrisas y con bromas. El resto de la semana transcurre en un silencio más hondo. Los árboles son extremadamente verdes y mi momento favorito del día es cuando salgo de la universidad un poco tarde de más, atravesando la senda que conduce a Física, rodeando tocones de esbeltos árboles liquidados, tras atravesar una hondonada verde, verdísima, y suave, suavísima como una sábana de terciopelo que se extiende lisa y que reluce con los rayos de sol. Estos días he descubierto el comedor de las Químicas, que es un cobertizo a modo de chiringuito que se cuelga sobre un balate y cuyas ventanas son como un telar donde los troncos retorcidos de los árboles lo decoran todo. Es el lugar donde como los sábados y domingos, y cuando tengo que regresar a veces paseo por el campus despacio, subiendo la colina de la Rua do Lago y atravesando después el CRUSP y preguntándome ¿y si viviera en esos edificios destartalados?, ¿y si mi cuarto fuera alguno de aquellos cuyas ventanas tiene vistas a la cubierta del Central y a las filas de estudiantes y los pequeños jardines improvisados? Vuelvo a casa en un bus que al contrario que los días de semana no va tan abarrotado y que al igual que los días de semana llega a destiempo y por sorpresa a la parada que está frente a la Raia Olímpica, pero desde la cual no se ven los piragüistas.
El trabajo en proyectos se ha intensificado porque he decidido no dejar atrás ninguna de las demandas de mi profesor e incluir todos y cada uno de los detalles técnicos que pudiera encontrar y resolver, y el resultado es un papel más largo y ancho que yo donde aún así creo que falta más información, que aún puede llegar a ser más palpable y creíble. Esta entrega es la primera que transcurre en toda mi vida sin el más mínimo sobresalto. A las diez y media de una noche de noviembre entrego el formato digital para que los monitores de la asignatura lo impriman por mí y poco después me voy a dormir. La semana siguiente, dedicada a las presentaciones, todo el piso de los estudios se empapela y se llena de estudiantes curioseando los paneles de todo el mundo. Mi profesora favorita me saluda antes de llegar a nuestra hora de presentar y entonces el profesor nos pide que hablemos de lo que queramos. Las últimas tardes de proyectos son una conversación y pasan lentamente hasta que al salir escupido por la rampa de seis tramos me doy cuenta de que el día se ha terminado y ya no volveré a ver a esas personas que hasta ahora se habían vuelto familiares.
El resto de trabajos los desarrollo por despecho y por responsabilidad mientras me escaqueo por la ciudad día sí día también intentando recorrer los lugares que he dejado sin pisar aún esperando una ocasión que nunca se ha presentado hasta que he tenido que inventarla: me voy y no volveré en un tiempo indefinido.
La suma de los días es un número aproximado entre cero y un millón. Veo algunas películas cuando el internet funciona realmente. Los días que no funciona desisto de leer. Un fin de semana dentro de esa maraña de fines de semana instalan la feria del libro de la universidad, que es la feria del libro más barata y grande que he visto jamás, instalada en una carpa semicilíndrica que podría ser la mitad de uno de los gusanos de Dune, aspirando y expirando miles de personas. No compro nada pero me paro en todos los puestos.
Quisiera que los días pasasen rápido y a la vez que el tiempo se detuviera por un periodo de tiempo suficiente como para tragarlo todo regurgitarlo una vez digerido.
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guillermocmi · 8 months ago
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Un domingo semanas atrás
Despierto en la mañana de un sábado absolutamente impecable. Nada que hacer ni esperar, por lo que bajo a la sala común de estudio con la intención de revisar notas de mi investigación. El texto avanza con cierta seguridad, como compruebo semanas después. Nadie debería tener derecho a revisar las notas de una investigación en una mañana de sábado. Decido tentar a la suerte y le escribo a una compañera de clase para preguntarle si va a hacer algo. A los minutos me responde que sí, que se dirigen a la plaza Benedito a un mercado de antigüedades. De forma totalmente descarada me junto a ellos. Tomo el metro y aparezco en la plaza poco después. Un laberinto de carpas cuyos límites son las propias piezas que venden y los plásticos colocados desordenadamente por encima de barras de acero y cables tensos que mantienen todo en su lugar. Los colores de los plásticos se entremezclan con las prendas de ropa de diversos patrones y con las figuras de las obras de arte abstracto que aparecen en una esquina y los vasos Duralex en otra, o las cámaras analógicas cubiertas de polvo y las muñecas calvas y vestidas a la moda antigua. Me sumerjo en una corriente de personas que gira en sentido horario, recorriendo la plaza desde los bordes hasta el interior en una espiral en la que se suceden todo tipo de artilugios. En el centro de la plaza, ocupando la superficie de lo que sería una cancha de baloncesto, hay una serie de puestos de comida. Ya reunido, pasamos a buscar comida en los puestos, y me pruebo la comida de Bahía, otra vez, pidiendo un acarajé que pido "con poco picante". Comemos sentados a lado de un puesto de pastéis, mientras siento la reconfortante sensación del picante combinado con la textura suave del bollo de harina de judía. Tomamos un helado para compensar el picante, de chocolate y vainilla, y continuamos nuestra exploración por la zona. Después de pasar un tiempo escuchando música y viendo imanes horrorosos, entramos a una librería sobre la cual se ve, después de haber subido a una segunda planta donde se acumulan los libros en sobres de plástico y las estanterías metálicas de almacén, una amplia perspectiva de toda la plaza.
Compramos en un supermercado cercano bebidas y comida porque nos han invitado a un churrasco en una casa cercana a la plaza. Llegamos un poco tarde, y pronto nos encontramos rodeados por todos los intercambistas que hay en la FAU. Tantos que parece mentira que vayamos todos a la misma universidad, porque jamás me he cruzado con algunos de ellos. Transcurren las horas rápidamente, mientras se va poniendo el sol. En una ocasión nos tenemos que esconder algunos de nosotros para evitar que el casero de problemas a los anfitriones. Para escondernos subimos a una azotea que está al final de una escalera de caracol imposible y desde la cual se ve nítidamente el barrio.
Hablamos mucho, bailamos y cuando llega el momento de irse, a las 22 (o mejor dicho, cuando nos expulsan, a las 22), vamos a un bar lejano, en el área de Pompéia. En ese momento ya estoy cansado pero la fuerza de la posibilidad, del azar, me impulsa a seguir. Pasamos un rato hasta que tomo el Uber de vuelta a casa.
Al día siguiente voy con las mismas personas a la nueva exposición del IMS. Paseamos por la Avenida Paulista, y aunque ya lo he visto todo, los edificios son distintos porque puedo hablar sobre ellos con alguien. Tomamos el metro para ir a Liberdade para comer en los puestos callejeros. Pedimos unas enormes gyozas, del tamaño de mi cabeza, hot rolls, pastel de chocolate (que no es un pastel, sino una fina masa de empanada frita). Intentamos movernos con cierta dificultad entre miles de personas apelotonadas. Cuando hemos terminado de comer, regresamos a casa.
¿Cómo puede cambiar todo un fin de semana con la simple formulación de una pregunta? está sonando en este post
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guillermocmi · 9 months ago
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Tarde de domigo rara
Despierto muy temprano, pues ayer estaba tan cansado que me dormí a las once, ante una desoladora mañana de sábado. La semana se ha volatilizado como si un poderoso villano de poderes sobrenaturales hubiera chasqueado los dedos. El sol entra atenuado por una espesa cobertura gris que sin embargo no rebaja la temperatura exterior en lo más mínimo. Hace calor, pero tengo frío. Abro la ventana porque la habitación está impregnada del olor de una toalla usada la mañana anterior que no ha terminado de secarse. Los niveles de humedad ahora son bajos y no tardará en recuperar el tejido su textura áspera anterior. Me incorporo pensando: ¿qué haré esta mañana?, pasmado, no ante una falta de infinitas listas de cosas que tengo que hacer, sino ante el enorme pesar que implica tener que realizarlas todas ellas en algún momento del día de hoy, me quedo parado algunos minutos. Mientras, en el exterior de la torre que me sirve de atalaya de observación, me espera toda una vasta ciudad por explorar. Ante un abismo de posibilidades abro la cartera para comprobar que en efectivo me quedan, efectivamente, cinco reales brasileños (un billete de metro, sólo de ida). Como la perspectiva de enfrentarme a un cajero me asusta casi tanto como la de salir hacia la Paulista y tener que regresar a pie, decido quedarme en casa. Descubro sobre mi mesa, pacientemente esperando, el libro que comencé cuando estaba resfriado antes de ir a Brasilia. Lo abro y continúo leyendo desde donde lo había dejado la noche anterior, y leo y leo, hasta que a las dos y cuarto de la tarde termino la última página, dejándome con una inexplicable sensación de pérdida. Me pregunto: ¿cómo es posible que quiera seguir leyendo sobre unos personajes tan despreciables? Doris Lessing escribió este libro en el apogeo del thatcherismo, el ejemplar que sostengo con las manos es una edición de tapa dura de Espasa Calpe ejecutada con mucho mimo, en el año 1985, la cubierta recubierta de algo parecido a tejido de tono anaranjado, las páginas todas amarillas, el canto salpicado por unas manchas de tono marrón, tal vez café o tal vez el efecto de la humedad. Recuerdo que una vez se empapó entero el libro y tuve que secarlo rápidamente para que la tragedia no terminara por llevarse las palabras. También recuerdo que esta era la quinta vez que intentaba leer esta novela y la primera que lograba terminarla. Pienso esto con algo de satisfacción, pero también de pena porque probablemente la razón que me ha llevado a terminar el libro haya sido un profundo desprecio hacia los personajes que en él aparecen. La buena terrorista cuenta una historia que podría caer en el tópico de la banalidad del mal, en el de la crítica social, tal vez. Alice, su protagonista, es una hipócrita y desagradecida mujer sin oficio ni beneficio, que no duda en robar y en esquilmar a sus familiares y amigos con el objetivo de perseguir lo que para ella es la Revolución Comunista, pero que al final no deja de ser un reflejo vahído de su vida de clase media anterior. Mientras tanto, un séquito de terroríficos personajes profundamente individualistas actúa de fondo, cuyas motivaciones describe muy bien al final del libro la madre de Alice, Dorothy: unos niños que quieren pasárselo bien. Sin ser un libro de corte derechista, una continua ironía se despliega por todas las páginas describiendo el comportamiento de un grupo de personas que ensalzan la comunidad pero que sin embargo están demasiado atrapados por las dinámicas individualistas en las que han sido criados.
Con una cara de pasmo al leer las dos últimas páginas del libro, lo cierro y lo dejo en la mesa con la idea de ir a preparar la comida. Abrir la nevera casi vacía me produce la misma sensación que el despertar este sábado con tintes de domingo. Algo irascible me mueve, mientras lucho contra una de las salchichas pegadas en la bandeja de porexpan que metí en congelador y mientras corto una cebolla con el espesor mínimo que me permite la paciencia. Sin saber muy bien el destino de los alimentos, recuerdo que tenía un bote de tomate frito, que rescato de entre un séquito de bolsas de pastas y harinas caducadas abandonadas a su suerte por mis compañeros de piso. Por último, tomo una hoya que pongo a hervir con agua y a la cual echo indiscriminadamente unos espaguetis que voy rompiendo en pequeños pedazos, en un acto de rebeldía, simplemente porque tengo la necesidad de romper algo, al igual que un escritor frustrado arroja una tras otra hojas de papel arrugado y magullado por el bolígrafo a una papelera que ya rebosa de falta de ideas. Al contemplar mi creación final me sorprendo de mi propia habilidad para convertir un atajo de alimentos de mierda en algo comestible, mientras se reproducen en mi cabeza las palabras de la pareja de mi compañero de piso, que siempre se sorprende de lo bien que cocino. ¿Sabrá acaso ella que no soy capaz de alcanzar ni si quiera el 10 por ciento de la habilidad de mi novio? ¿Qué pensaría si lo viera a él, concentrado, entretenido, absorto en la preparación de un intricado plato que amalgama un amor verdadero por la cocina y por las personas que alimenta? Pienso que probablemente se echaría a llorar probando las lentejas que él prepara y mientras reflexiono sobre esto huyo a comer a mi cuarto, pues ha aparecido el compañero de piso al que tengo menos estima.
Sobre mi mesa tengo el libro que acabo de terminar, un par de cuadernos, la libreta de una asignatura que voy a abandonar, las llaves de mi antiguo piso, una lámpara que estaba allí antes que yo y que no funciona, tres botellas de agua vacías o mejor dicho cubiertas en el interior por gotitas de condensación, unos auriculares robados y mi plato de comida. Reservo un poco para la cena y declaro: se acabó estar en pleno eje del desarraigo. Tomo una ducha y me doy cuenta de que el agua está inexplicablemente caliente.
Con el impulso de hacer algo que me mantenga ocupado pero que no pertenezca a la lista de infinitas cosas productivas que debo hacer, bajo a la sala común del piso cero e intento escuchar unas actas que tengo que transcribir (indagar en por qué tengo que transcribir actas no merece la pena, pero añadiré que disfruto sádicamente con ello). El destino a veces tiene giros irónicos y al abrir el audio para entregarme a la labor de escuchar me encuentro con que este está corrupto y un pitido constante, como una frecuencia que se ha colado en un lugar al que no le corresponde, frustra cualquier intento de escucharlo.
Como los caminos del destino son insondables y yo quiero escribir, me viene a la cabeza el estúpido consejo que se le da a todo el que decide empezar a hacerlo: escribe sobre lo que conoces. Como si conocer nada fuese una tarea sencilla, y transcribir la realidad un ejercicio mecanográfico. Pienso: ¿merece la pena dejar por escrito el día de hoy, registrarlo? Un pensamiento me viene a la cabeza ahora que todo el mundo está volviendo a su casa después de un excitante Erasmus, de tonos puesta de sol. La realidad es que al menos el sesenta por ciento de los días de un estudiante en el extranjero son absolutamente rutinarios, salpicados por eventos simpáticos, pero poco interesantes. Como me entretiene escribir, ¿qué mejor manera para desmontar un mito que dibujar el escenario de la realidad, con un bolígrafo Bic de punta muy gruesa, sobre una servilleta grasienta de restaurante de carretera?
El aburrimiento fomenta la creatividad, pero el aburrimiento que no se busca fomenta la desesperación. Llevaba desde el miércoles pensando que el miércoles era jueves y luego el jueves, viernes. ¿Será que yo mismo he dibujado este domingo en una tarde de sábado? Sin embargo, mañana no es lunes, sino domingo otra vez, no un domingo eterno de verano, sino el domingo final, la muerte de la expectación de una semana y el nacimiento de la preocupación por una semana que se avecina rápidamente, una preocupación que más que en la semana se centra en otro lugar: el tiempo que pasa.
Rescato, para finalizar, esta entrada de mi diario del 9 de febrero del 2020:
Los domingos por lo general suelen ser un día de mierda por esa sensación (que no sé si me es exclusiva) de incipiente inutilidad. Los domingos son el peor día porque sacan a flote las penas de la semana pasada, las que están por llegar y las que nunca llegarán, pero rondan mi cabeza. Los domingos son una especie de predisposición a los horrores futuros. Muestran la insignificancia de mi ser en relación al todo poderoso paso del tiempo; […]. Por el desperdicio de semana y la que está al caer. El domingo pone en perspectiva todo lo malo y muy poco de lo bueno.
Sin embargo, este domingo le he dicho que no a la pena del fin de semana vacío y me he puesto a recoger y ordenar mi cuarto después de meses ignorando que el polvo se acumula bajo la cama. He tardado toda la mañana y con sincera alegría renovadora (y el escritorio vacío), me he puesto a hacer matemáticas, preguntándome qué clase de fijación por el número e tienen los ponentes de la selectividad de matemáticas, Andalucía, y alegrándome de que cada mísero signo y número me saliese correcto.
Debería dormir, pero cierta chica especial cumple años y tengo que felicitarla.
Feliz domingo por la tarde, o como diría Isabel Coixet: alguien debería prohibir los domingos por la tarde.
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guillermocmi · 10 months ago
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El interior de una uva
Llegar a Brasilia por tierra es mucho menos glamuroso que hacerlo por aire. No se ve desde la autopista ninguna de las avenidas del Plan Piloto, el “avión” central de la ciudad. No se ve el Eje Monumental ni tampoco ningún rascacielos. Llegar por tierra es atravesar una nube de polvo cobrizo, flotando y adhiriéndose a los coches, a los zapatos, a las fachadas de los edificios y a la piel. Durante la estación seca, los árboles no tienen hojas y proyectan sombras retorcidas sobre las capas de hojas secas y crujientes. El trayecto más corto por carretera desde São Paulo es de quince horas, casi mil trescientos kilómetros, que se pueden recorrer en un autobús con asientos exageradamente grandes, de noche. Al llegar, a media mañana, aparece la estación Interestatal, cuya estructura circular va ascendiendo dando la sensación de encontrarse dentro de un torbellino. Desde ahí, una de las líneas de metro conduce hasta el centro de la ciudad. El metro es oscuro, limpio y lento, va recorriendo las estaciones con nombres monótonos: 108 Sul, 112 Sul, 114 Sul; hasta que llega a la Rodoviaria do Plano Piloto, que es la estación de autobuses locales central. Esta estación está en la intersección del eje norte-sur con el Eje Monumental, y tiene varias plantas de aparcamientos, el metro, los cientos de autobuses, los miles de personas y dos centros comerciales pegados a este lugar, a norte y sur. Nuestro hotel, en el Sector de Hoteles, está atravesando el Conjunto Nacional, que es el centro comercial al sur. Llegar allí andando se transforma rápidamente en un reto. Atravesamos varias calles que en realidad son autopistas, con el sol pegando fuertemente, sin sombras, sin aceras, hasta llegar a una torre de veinte pisos donde está nuestro apartamento para estos días. La inmensidad de las calles, la obligación del transporte motorizado, apuntala una idea que venía rumiando mientras veía el paisaje de la ciudad: Brasilia tiene los mejores edificios y el peor urbanismo de Brasil. ¿Cómo pudimos confiar en la Carta de Atenas y dejar de lado la promiscuidad de la ciudad tradicional frente a la antiséptica distancia que lo separa todo en la ciudad moderna?
Tras comer en el centro comercial decidimos ir a visitar el Congreso Nacional, porque solo abre de jueves a lunes. Tomamos un bus a rebosar que se desplaza a alta velocidad por el Eje Monumental hasta dejarnos cerca del Congreso. Vemos el Palacio de Itamaraty, que tiene unos delicados jardines alrededor, mientras damos un amplio rodeo para cruzar por un paso de peatones solitario. La entrada al Congreso exige un código de vestimenta, nos anuncia una funcionaria políglota, bajita, que habla el español con acento de telenovela y que continúa anunciándonos: necesitamos vuestro pasaporte físico. Ninguno lo llevamos encima, pero por fortuna aceptan el DNI y otros papeles como prueba de que nosotros somos nosotros. Logramos entrar y tras esperar en unos sofás elegantes, recorremos guiados las estancias periféricas a las salas de pleno, que son salas elegantes, en penumbra, con una moqueta verde que silencia los pasos. Algunas obras de arte, un gran vitral que parece que se mueve, algunas plantas, algún trípode de las cámaras de periodistas. Paseamos recorriendo el lugar y encontramos, recogidos y expuestos como piezas arqueológicas, las obras y regalos protocolarios destruidos durante el ocho de enero del año pasado. La siguiente sala está dividida por cristales oscuros y la moqueta pasa a ser azul, porque hemos pasado a otra cámara. Atravesamos un túnel hasta llegar a otro edificio anexo. La visita reserva las salas plenarias para lo último, sabiendo que es lo mejor y también intentando evitar interferir con el trabajo de los representantes estatales. El pleno de los congresistas es verde, y tiene una moqueta morada que se extiende por el suelo y los petos de las escaleras. Cubriendo el óvalo donde está la cámara hay una cubierta de colores verde, morado y amarillo que reluce tras una malla metálica. El pleno de los senadores es mucho mejor, la moqueta es de un azul intenso, y el techo es una cúpula donde las luces se distribuyen entre unos pliegues metálicos que se extienden por la superficie convexa como si fueran mocárabes. Durante la visita están de sesión, celebrando la vida de un importante empresario industrial del anacardo, termina las intervenciones un senador de São Paulo gritando que Brasil se encuentra bajo un régimen dictatorial. Anochece cuando salimos del edificio, por lo que volvemos al hotel y cenamos en un restaurante libanés.
El día siguiente cogemos un Uber para llegar a la Catedral. Vamos hacia allá tras pasar por delante del Museo Nacional. La catedral está cubierta por un vitral de varios tonos azules que da la sensación al entrar de sumergirse, después de haber atravesado una rampa larga, recubierta de piedra negra. Es un edificio de planta circular, recubierto de mármol brillante e iluminado por esta atmósfera de piscina que produce la vidriera. Tres ángeles plateados cuelgan del techo, como si descendieran del cielo. Salimos bajo un sol de justicia. El museo nacional estaba vacío, así que solo pudimos ver la arquitectura de la exposición, que es una rampa que sube, baja y se sale del edificio. Tomamos otra vez un coche para llegar a la plaza de los Tres Poderes, bajo un calor abrasador, algunos vendedores ambulantes aguantan protegidos por su sombrilla, esperanzados o mejor, estoicos, esperando a que alguien les compre una botella de agua o un helado. Se ven pocas personas. Debemos de ser pocos turistas en esta enorme ciudad porque no dejamos de encontrarnos en sitios y días diferentes a la misma familia francesa visitando los mismo lugares que nosotros. Entramos a varios edificios inverosímiles, vemos una maqueta de la ciudad de tamaño enorme. Fuimos a comer a la feria bajo la torre de televisión, otra vez en Uber. Esta estaba cerrada, pero resistían algunos puestos de comida y souvenirs. Logré encontrar el que probablemente fuera el imán más feo de la ciudad, siguiendo la tradición comenzada en Oporto y después comimos comida del Estado de Bahía, bobó de camarão, en un puestecito, mientras bebía agua de coco.
Después de comer subimos a la torre de televisión. Desde las alturas, la escala de la ciudad parece mucho más amable, los edificios ganan otro tamaño, más pequeño, y las avenidas-autopistas se hacen más transitables. Se ve toda la ciudad, desde la plaza de los Tres Poderes hasta el Memorial JK. El estadio, como un bosque de columnas, los rascacielos del Sector de Hoteles y del Sector de Bancos, el lago Paraná.
Nos dirigimos al Memorial JK, que es un lugar aparentemente atrapado en los años sesenta, con sus trabajadoras vestidas con blusas de lunares y traje de chaqueta-falda blanco, sentadas en sillas sinuosas de acero cromado y piel. Al edificio se entra bajando una rampa que traspasa el estanque que rodea todo el perímetro, te recibe una cobradora en el acceso. En el interior hay una cafetería, una biblioteca con aire decimonónico, un jardín y varios despachos. El edificio es un museo en memoria del presidente Juscelino Kubitschek, el impulsor de la construcción de Brasilia. Su tumba está el piso superior del edificio, rodeada por un muro negro cuyo pavimento es una moqueta roja que resalta la iluminación tenue, también roja. En la lápida, en letras doradas y mayúsculas, una única identificación: “o fundador”. El ambiente podría corresponderse con un escenario de película de ciencia ficción galáctica. Entorno a este cilindro oscuro, todo un programa exhibiendo medallas, fotografías y otros recuerdos de su trayectoria como presidente. Salimos, nos dirigimos al cercano Memorial de los Pueblos Indígenas, un edificio de Niemeyer totalmente inadecuado para cualquier tipo de exposición, y tras recorrer toda la rampa que estructura el lugar decidimos dirigirnos a la otra orilla del lago Paranoá para ver el atardecer. El viaje duró media hora y logramos llegar a la orilla justo antes de que se escondiera el Sol. Desde un muelle se veían los jardines del Palacio de la Alvorada, la plaza de los Tres Poderes y la torre de Televisión. Una neblina gris estaba quieta sobre la ciudad mientras el Sol, anaranjado casi rojo, redondo y grande, iba descendiendo rápidamente hasta terminar de esconderse. Segundos después, todo el cielo teñido de naranja. Unos capibaras se estaban refrescando tranquilamente cerca del muelle y al ponerse el solo comenzaron a desplazarse lentamente lejos de la orilla. Nos acercamos entonces, minutos antes de que cerrara, a un puesto que vendía açaí y nos tomamos una tarrina mientras terminaba de anochecer. Para cenar, fuimos a un restaurante también a orillas del lago.
Al día siguiente por la mañana estaba agotado y algo enfermo de la barriga y de la cabeza, sin ningún apetito. De algún modo, ante la expectativa de un nuevo día y un nuevo mundo por recorrer, me fui reponiendo con el transcurso de las horas. Primero fuimos a ver el Instituto Central de Ciencias, que es un edificio de casi ochocientos metros de longitud donde la Universidad de Brasilia tiene instalada varias facultades, administraciones y espacios para los universitarios. Por casualidad entramos en la Facultad de Arquitectura, que cabe entera en una sala alargada que se divide solo por taquillas o mesas y donde están todas las aulas abiertas las unas a las otras. Desde una galería elevada se puede ver esta sala, que es a doble altura, y los estudiantes trabajando, comiendo o pasando el rato. El lugar me recuerda de alguna manera a la T3 de la ETSAG, con la galería de la entreplanta y todas las mesas con gente trabajando. El edificio, además de ser muy alargado, tiene cierto espesor, por lo que dentro cabe el ala de la Facultad de Arquitectura, y otras tantas escuelas, dando a la fachada suroeste, un patio central que recorre todo el edificio como un espinazo y otra crujía simétrica a la anterior. El acceso es absolutamente abierto, y en una de las puertas de entrada encontramos una serie de puestos de comida donde decidimos comprar el almuerzo.
Para salir del ambiente de la gran ciudad, fuimos al Jardín Botánico para comer, que se encontraba bastante alejado de la universidad. El jardín como tal, estaba aislado en el interior de un parque natural, a media hora de caminata desde la puerta hasta el centro de visitantes. El paseo es a través de un bioma nativo de la región primero, consistente en árboles de no demasiada altura y una vegetación muy apretada. Al llegar al Jardín como tal encontramos unos pinos similares a los mediterráneos, pero más altos. Nos instalamos en medio de un laguito al que se accede por un puente de madera, cerca del restaurante del recinto. Vemos tortugas, adorables, pequeñas y grandes, que se mantienen inmóviles durante muchos minutos y luego de repente se movilizan y se mueven rápidamente para esconderse en el agua, donde nadan a cierta velocidad. Observándolas, comemos disfrutando de la sombra y del silencio que proporcionan los árboles.
Nuestra última visita antes de regresar al apartamento a por nuestros equipajes y montarnos en el autobús de vuelta, es el Santuario de Don Bosco. Durante el trayecto en Uber, el más largo que realizamos, me duermo un poco hasta que llegamos a un edificio cuadrado cuyas cuatro fachadas son una serie de arcos muy estilizados y agudos. Por lo visto, Don Bosco tuvo una serie de visiones en las que proyectó en la ubicación aproximada del Distrito Federal, la construcción de una gran ciudad, una capital, y a raíz de este sueño, fue nombrado patrón de Brasilia. En la cripta del Santuario han colocado uno de sus huesos dentro de una urna opaca sobre la cual descansa el cuerpo del santo fabricado en cera. El interior del edificio es una explosión de color azul intenso y morado. Tal vez entrar dentro de este lugar sea la experiencia más cercana que puede tener una persona a lo que sería encerrarse en el interior de una uva, un arándano o una mora y proyectar esta frente al sol, los rayos atravesando la piel de la fruta y dando toda una serie de tonalidades azules que lo barren todo.
Con el apetito renovado, llegamos a la estación de autobuses y regresamos, de noche, durmiendo, a São Paulo.
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guillermocmi · 10 months ago
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La Casa de las Rosas no huele a rosas
La semana antes de ir a Brasilia pasó bastante rápido estando resfriado y sin casi poder salir de casa. El punto de no retorno fue el martes, después de haber estado las cuatro horas de proyectos en el Estudio 4, completamente congelado, esperando a poder hablar con el profesor. Fui de los últimos en hacerlo y me fui en el acto pero el daño ya estaba hecho. Hacía casi más frío dentro del edificio que fuera, porque Vilanova Artigas no tenía en mente el Cambio Climático cuando pensó que sería bueno para la Escuela que esta no tuviera puertas.
En ese estado de calamidad, poco hice a lo largo de la semana, además de estudiar, cocinar algunas cenas y almuerzos de dudosa calidad y ver alguna película. Retomé, por quinta vez, la lectura de La buena terrorista, de Doris Lessing, salvo que esta vez estoy logrando avanzar más allá de la página ciento cincuenta.
El sábado, algo más repuesto, logré ir a la Casa de Japón, en la avenida Paulista, para ver una exposición sobre moda japonesa. haciendo tiempo por la mañana, pasé por la Casa de las Rosas, que es uno de los últimos restos de vivienda histórica que no fue arrasada por la ola desarrollista. La casa tiene un jardín en la entrada, con rosas que no pude oler con la nariz en reposición, y al fondo de la parcela un rascacielos que en su interior acoge varias multinacionales de origen japonés. El interior de la casa, totalmente vacía, se mantiene aparentemente igual al aspecto original, tras una rehabilitación reciente. Comí muy temprano en un local de comida rápida japonés, en un centro comercial al final de la avenida, y me dirigí a la Casa de Japón. El edificio pierde mucho valor de cerca. El arquitecto Kengo Kuma limita el diseño a una solución de fachada postiza de madera: un entramado aleatorio y desordenado pegado al hormigón, en un intento de traer las reminiscencias de la tradición vernacular japonesa a la gran ciudad, sin mucho éxito. La exposición es mucho más interesante, en la primera planta del edificio muestra el recorrido histórico de la moda urbana japonesa desde los cuarenta hasta ahora, y en la planta superior exhiben piezas originales de alta costura de algunas firmas nacionales.
Al salir, recorro toda la longitud de la avenida de vuelta y paso por el centro comercial de David Libeskind (no confundir con Daniel Libeskind) al principio de la Paulista, al cual aún no había entrado. Igual de pobremente iluminado que el edificio Copán, tiene en el centro una rampa elíptica que conduce hasta la terraza, en la azotea del centro comercial. Al final de ese recorrido, hay una cúpula traslúcida que ahora tiene un color amarillo parecido a la resina. En la terraza, un jardín muy tranquilo con vistas a la avenida. Regreso a casa pronto.
El domingo, como todos los días antes de un viaje, se resume en una larga espera.
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guillermocmi · 10 months ago
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un post especial para el edificio de ingeniería civil
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guillermocmi · 10 months ago
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Los que se alejan de Omelas
A
En estos días todo se siente como empezar un videojuego de mundo abierto e ir explorando por cada lugar distinto y nuevo. Los edificios nuevos, los barrios nuevos. La facultad parece un origami complicado y el campus un parque muy grande al que ir a pasear y esconderse entre los árboles y el césped verdísimo. Los trayectos en el autobús 8032-10 son difícilmente romantizables si se tiene la mala suerte de llegar algunos minutos tarde y caer en el final de la fila que hay para entrar, pero a las 7:20 de la mañana la luz que entra a través de la ventana del bus tiene unos matices naranjas que rebotan en la piel de las personas, y en el pelo, y que me dejan pensando: el mundo es muy bonito incluso cuando cien personas se apelotonan en una mañana en un vehículo fuera de su capacidad. Este día voy a Estructuras II. Sabiendo dónde es el aula que me corresponde en la Politécnica, Predio de Civil, llego media hora tarde y me encuentro con que no hay nadie, ni lo habrá, porque nunca fue esa clase. Me paseo por el edificio haciendo tiempo mientras me paro en algunos de los patios del edificio. Será una pena no tener ninguna aula aquí por que me parece agradable como las plantas lo invaden todo y esperar a que llegue el profesor mientras veo un estanque con carpas y tortugas. En una pared los licenciados del 54, 57, 60, casi todos hombres, jóvenes, serios, trajeados y engominados. Una mujer igualmente seria en el 54, cinco en el 57, algunas más en el 60. Me paro a pensar brevemente en aquel homenaje, en esas fotos de personas que pisaron estos pasillos y que probablemente habrán muerto, que no significan nada para ninguno de los jovencísimos estudiantes que acaban de entrar. No pude sino preguntarme: ¿serían felices? ¿imaginarían que setenta años después de tomarse esa fotografía y pegarla en esa madera, un joven de 22 años tendría miedo al paso del tiempo tras verlos? Paso en la biblioteca el resto de la mañana, en una terraza sin barandilla que se asoma sobre la entrada a la facultad y que me da una sensación de seguridad y tranquila mayor que cualquiera de los otros espacios que hay aquí.
B
La semana pasa muy deprisa porque ya he tenido que empezar a estudiar de verdad de cara a mis exámenes después de la semana de la patria, además de las tareas semanales que recibo, siempre desde la Politécnica. Las asignaturas se agolpan muy rápido ahora que el curso lleva empezado dos semanas. Parece que llevo aquí un mes.
He descubierto el Bandejão de Física, que es mucho más agradable que el Central porque está bien iluminado, los platos son de verdad y no una bandeja de metal y la cola para entrar casi siempre es más pequeña. El paseo para llegar también es más corto, así que ahora realmente varío entre uno y otro en función del menú.
C
El sábado visité algunos nuevos edificios de la ciudad. Fui a la Pinacoteca, que es un edificio preciso por Mendes da Rocha, con una colección de cuadros maravillosa. Las salas son estrechas y los espacios servideros anchos, sin que eso suponga algo malo. Las paredes son de ladrillo y la luz rebota sobre ellas reflejando los cambios del exterior. Para llegar allí tomé el metro hasta la estación de la Luz, que es un verdadero laberinto en el que los flujos de personas nunca paran. Me perdí un poco y visité de forma accidental la estación de tren, que tiene un estilo ecléctico y el buen manejo del acero estructural que todas las estaciones de tren tienen. La Pinacoteca está rodeada por un parque que no resulta agradable recorrer pero donde encontré a uno de los primeros gatos que he visto en esta ciudad. Después estuve en el SESC 24 de Maio, que queda a una manzana y media de la estación de República. El edificio está relativamente escondido y su circulación funciona a través de unas rampas y unos ascensores que conectan el programa vertical. En la azotea del edificio hay una piscina y debajo de la piscina una cafetería estupenda que tiene vistas a la ciudad y por donde corre una brisa suave. El edificio es totalmente público y la cafetería, que no está cerrada por ningún lugar, funciona como una plaza pública a la que cualquiera puede ir sin consumir nada. Después de comer algo allí me acerqué a la plaza de la República a comprar unos imanes en un mercadillo que había allí instalado, y después al edificio Copán, que está bien escondido detrás de varias otras torres y cuya escala es sencillamente colosal. El edificio se alza imponente dejando la calle casi como la marca de una pisada en la que una reunión de hormigas se ha juntado a charlar. Los bajos del edificio, que son unas galerías comerciales, están atrozmente mal iluminados y de entre los pasillos sinuosos aparecen cafeterías de especialidad o una tienda de DVDs, como si fuera un lugar que está agarrado al tiempo y del que están tirando para transformarlo.
Puede que lo más me haya impresionado de la ciudad este día haya sido la desigualdad. En São Paulo toda la zona que va desde la Estación de la Luz hasta la Estación de Julio Prestes, y de ahí hasta la Avenida de Ipiranga, es conocida como Cracolândia, una región habitada por personas en situación de calle, drogodependientes del crak, traficantes y prostitutas. Esta región se extiende con menos intensidad hasta la plaza de la República, por lo que en el trayecto hasta el SESC y hasta el Copán se cuentan por cientos las personas que están durmiendo tiradas sobre cartones o se encuentran edificios de quince plantas okupados en su totalidad, mientras que cien metros calle arriba están los hipsters y las modernas tomando cócteles a los pies del Copán. Es difícil de imaginar hasta que se ve. Comenté con una chica venezolana que me estuvo acompañando a lo largo del día que nunca, ni en Venezuela ni España, habíamos visto una mezcla tan brusca de riqueza y pobreza, sin que ello quiera decir que no existen. Esta semana estuve viendo un documental sobre Ursula K. Le Guin en el que mencionaban la parábola Los que se alejan de Omelas y junto a esta imagen tan extrema, he estado pensando a lo largo de estos días en la ciudad, las personas, la pobreza y la adicción, sin llegar a ninguna conclusión.
A la mañana del domingo el mal tiempo había vuelto a instalarse en está ciudad, con pronóstico de lluvia, salí para visitar el MASP, que es como un contenedor de obras suspendido en el aire por cuatro enormes patas. Todo, desde el edificio hasta la colección, me maravilló. Continué andando por la avenida Paulista, entrando en el FIESP y luego en Daiso, que viene a ser el Muji de Brasil con nua intensificación en su aspecto de bazar. Comí en el SESC Paulista después de juguetear en la planta baja y recorrer, por la escalera, cada una de las dieciséis plantas. Las vistas desde la altura eran impresionantes. Había quedado en Vila Madalena así que llegué allá y fuimos variando de lugar, desde una terraza donde hacía un frío infernal a un café dominado por las trepadoras en cuya puerta había un mercadillo que se extendía por varias calles. Volví a casa en metro cuando ya había anochecido, tras andar cinco manzanas con una bruma fría mojándome el pelo. Hoy estoy resfriado.
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guillermocmi · 10 months ago
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Los saguis también tienen derecho a la ciudad
A
¿Cuánto pueden llegar a influenciarnos las voces que nos rodean? Durante esta semana, que como en todo gran cambio ha sido la más dura, todos mis esfuerzos han estado centrados no tanto en sobrevivir un nuevo ambiente altamente agresivo sino en más bien sobrevivir a todos los pensamientos corrosivos que rodean a la idea de este lugar. ¿Cuántos comentarios he recibido que han alterado toda mi química para implantar tantas semillas de duda? Sobre el peligro, sobre la violencia, sobre la inseguridad, sobre el miedo, sobre la soledad, sobre la dureza. A veces tiendo a pensar que he tenido suficiente con superar mis propios prejuicios como para además tener que superar los prejuicios que me han sido insertados a base de raspar lentamente la superficie de corteza que recubre mis objetivos y perforar bien hasta el fondo en el núcleo de ideas que mantengo.
Esta semana mi batalla ha sido en guardia contra todas las barreras que impone una ciudad de veinte millones de habitantes y en retaguardia contra todo aquello que me acosa desde el fondo de mi cabeza, como una constante advertencia.
B
La ciudad te engulle fácilmente si piensas abarcar todo con los brazos demasiado abiertos. Mi aproximación se ha basado en ir limando lentamente, como puliendo las aristas para no cortarme con nada. El primer pasado para sobrevivir a la era global ha sido conectarme a internet para poder orientarme y comunicarme con seguridad. Sólo esta sencilla tarea ha requerido tres días para poder completarse con relativo éxito: ahora tengo una tarjeta pre-pago y 30 gigas de internet para toda mi estancia.
Mientras se completaba la Misión Teléfono, el siguiente paso ha sido tomar manejo del autobús. Como aún no estoy registrado como migrante (esto es otra side quest que se está completando al margen) tengo que pagar casi 80 céntimos de euro cada vez que me monto en el bus, en efectivo y con billetes más pequeños de 20$R (algo así como 3€). La tarjeta universitaria me ofrece el transporte gratuito desde la terminal de Butantã, en un autobús que no cumple ningún estándar de salubridad o seguridad, absolutamente a rebosar de personas. El viaje se completa en aproximadamente quince minutos.
Después de tomar manejo del transporte básico y tras lograr no quedarme colgado, he empezado a ir a las clases. El día que tuve que visitar la Polítécnica salí con tiempo teniendo en mi cabeza el recuerdo de mi búsqueda frustrada de la Oficina de Relaciones Internacionales. El aula en busca y captura era Mecánica I, me dirigí al predio de Civil, en busca de un panel informativo que me dijera dónde tenía que ir. Después tuve que ir a Minas, donde encontré que la clase era en el edificio Biênio (junto a Civil, diez minutos de camino de vuelta al punto de partida). Después de llegar al edificio en cuestión recorrí nuevamente un espacio con horrorosas circulaciones y ningún estándar de legibilidad y orientación para encontrar la Secretaría, encontrar mi clase y después encontrar el propio aula. Quizá este sea uno de mis mayores logros hasta el momento.
Hacer la compra, que hasta ahora era una pesada obligación que acompañaba las visitas al centro comercial El Dorado para tratar de conectarme a la red, ha recibido una nuevo territorio que exploré sin querer cuando me bajé del bus una parada antes de la terminal por accidente: supermercados Padrão. Cuando cené huevos rotos con patatas dí por incorporada la nueva habilidad de ir al supermercado.
C
Este fin de semana al fin he inaugurado el verdadero propósito por el cual vine a esta ciudad: visitar cosas.
Ayer arrastré a una compañera de residencia y de la universidad a ver la Casa de Vidro de Lina Bo Bardi. Estaba tan emocionado que le pedí que fuéramos con casi una hora de antelación en un acto de anticipo que no tiene sentido para ir a un lugar que queda a menos de veinte minutos en Uber de Butantã. Con tanto tiempo de margen pudimos visitar la Capilla de Morumbi. El lugar no llega a ser demasiado especial si no se tiene la suerte de encontrarse con los saguis. Estos son unos pequeñísimos primates que parecen un cruce entre una ardilla, un minúsculo chimpancé y un lémur. Los saguis, que son de una escala diminuta, absolutamente ridículos en peso, tan leves que no perturban las más finas ramas de los árboles, son los primeros habitantes de la mata atlántica, la selva que cubre el barrio de Morumbi. Estos animales de pequeñísimo tamaño se aprovechan de su apariencia amable y su cara humanoide para recibir frutas de la mano de las vigilantes de la Capilla y después desaparecer silenciosamente entre los árboles. La ciudad, que se extiende y se extiende los atrapa dentro de los jardines de gentes pudientes y ellos reclaman: los seres diminutos también tienen derecho; los saguis también tienen derecho a la ciudad; los seres pequeños debemos existir.
La posibilidad de visitar el hogar y lugar de trabajo de una de las arquitectas que más estimo ha sido probablemente la mejor experiencia de todo lo que va a ser mi estancia.
Los árboles lo invaden todo y la casa se cierra con un paramento transparente que se desliza entero y que deja todo abierto para que corran el aire y los sonidos libremente. Las estancias se recogen hacia adentro para protegerse de la naturaleza y del movimiento. Las zonas de servicio tan nobles como las áreas privadas. El reflejo de los cristales multiplica la experiencia y el suelo de mosaico refresca el ambiente. Los objetos se apilan por varios lados y la naturaleza domina.
Después, comemos en el Café Artigas, la que fuera casa de Vilanova Artigas, arquitecto de la FAUP. Nos dirigimos al MuBE. Tras coger el autobñus y caminar a través de Jardim Paulista, el que probablemente sea el barrio más élite que haya pisado jamás, nos adentramos en una plaza que está dominada por una gran losa de hormigón armado que reposa imperturbable sobre dos únicos pilares. Debajo, una sombra que se extiende sobre la entrada del museo y varias personas repanchingadas sobre unos pufs y disfrutando de la sombra, calma y protección que ofrece el lugar. Un acto de generosidad hacia la ciudad, toda una gran escultura para representar al Museo Brasileño de Escultura y para darle a la ciudad un lugar de sombra, un lugar donde estar sin hacer nada. En el interior, una exhibición sobre la arquitecta del metro de Rio, y arena formando parte del recorrido expositivo. Terminamos el día tomando un café en Pinheiros.
D
La Avenida Paulista es el verdadero centro de la ciudad de São Paulo. Casi al salir de la estación de metro se encuentra el IMS, que es un centro de exposiciones e investigación, una torre vertical y traslúcida a la que se entra desde el primer piso, no desde la planta baja, y que ofrece una buena vista del inicio de la Avenida. Por azar allí he visto hoy una fotografía del Albaicín de los años cincuenta.
Al caminar, se puede encontrar absolutamente de todo, desde puestos de segunda mano hasta vendedores ambulantes de comida, gente de toda clase paseando, una gran cantidad de energía y condensación que se concentra en las aceras del mercado temporal instalado allí. El paseo solo es estresante si se tiene prisa y si se es poco precavido frente a los carteristas.
A lo largo del recorrido, se encuentra el MASP, ofreciendo otra plaza a la ciudad; el FIESP, sobresaliendo con su perfil elegante y algún otro edificio interesante que raspa el cielo con las antenas o que se curva hacia adentro como intentando encogerse y amortiguar la onda expansiva de todo aquello que está sucediendo al pie de la calle. Centros comerciales, comerciantes locales, oficinas cerradas y museos abiertos, parques, coches, perros y humanos.
Comemos (y nos llevamos las sobras para la cena de paso) en un restaurante al final de la Avenida y volvemos a desandarla con la sensación de que voy a regresar muchas veces a este lugar.
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guillermocmi · 11 months ago
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Desde el cielo los rascacielos parecen una escoba
A
El 11, a las 6:00, sonó mi despertador. Estábamos en Figueria da Foz, en una casa que sin ser muy grande era muy alta y que nos ofrecía una una vista copiosa sobre el lado sur de la Laguna de Óbidos. Cuando terminé de ducharme, una niebla poco densa cubría parte del paisaje y nos acompañó durante todo el trayecto hasta el aeropuerto. Los últimos días en la playa siempre habían estado acompañados de niebla al principio, y se habían ido aclarando con el paso de las horas hasta ganar el aspecto de un día fresco de verano junto al mar.
En Lisboa hacer del paso por un aeropuerto una experiencia lo más desagradable posible se ha convertido en un arte, desde a la zona de llegadas de vehículos, que es como una serpiente muy larga que traga coches y los digiere y los va soltando lentamente, hasta el check-in, o el control de pasaportes, como ensayos a pequeña escala del laberinto del minotauro.
En uno de estos laberintos me despido de mi familia por los próximos meses. Parece que fuera la parte más dura del viaje, pero tal vez sean los primeros días, en los que se constata la diferencia horaria, la magnitud de la distancia que no sólo se materializa en el espacio sino también en el tiempo.
Volar a destinos lejanos siempre me genera una doble sensación de miseria y de caché, como si volar en un estrecho asiento durante cerca de diez horas fuera glamuroso, como si la comida, la manta y el cojín intentaran hacerme sentir una auténtica chica jet-set de los sesenta; rubia, vestida con rayas horizontales pastel, un lazo blanco en el pelo y un Chevrolet Bel-Air esperándome a la salida de mi aeropuerto de destino. Sin embargo me acompañan a mi izquierda un baby-boomer de pocas palabras a mi izquierda, una centennial descarada a mi derecha y tengo que deslizarme hacia delante en mi asiento porque la fila delantera a reclinado sus respaldos y no logro ver la pantalla incorporada correctamente. No hay nada más poco glamuroso que viajar en el asiento central de un avión, y creo que es descortés por parte de la aerolínea cobrarme cerca de mil euros por cruzar en una lata voladora (un Boing 777) el océano, ofrecerme una manta y un cojín y que deba devolverlos después de haber aposentado la cabeza y sobaqueado la manta, ¿este es el precio de ser la Taylor Swift de mi familia? Intentar batir a los grandes tiene un precio, claro.
Durante el vuelo, veo tres películas: -Soul (2020). Lacrimógena, la peor decisión para un vuelo largo. Me hace replantearme todas mis decisiones vitales desde que tengo uso de razón para finalmente concluir: el universo podría tener formas más apropiadas de trabajar para con los mortales siendo que es una fuerza omnisciente.
-Pobres Criaturas (2023). Genial, interesante, muy divertida, y como todo lo que es genial: desapropiada para ver en público.
-Dune (II) (2024). Estándar, larga, demasiado larga. El vuelo aterriza ligeramente antes de lo previsto así que la termino días después en casa. ¿Será que los libros son mejores? Vuelvo a reflexionar, ahora que escribo, ¿cuando llegará el momento de alabar la buena escritura de ciencia ficción de Ursula Kroeber Le Guin? ¿Cuando se atreverá alguien a abordar el que es realmente el universo cinematográfico más potente que podría existir? Alguien que no sea el hijo de Miyazaki, me refiero.
Aterrizando, primero se ve una extensión de montes roídos y desgastados muy cubiertos de verde oscuro y amarillo, hasta que casi de pronto empiezan a aparecer edificios y edificios de más altitud que se agolpan y se juntan. Desde el cielo los rascacielos parecen una escoba de entre la que salen algunos restos de verde y marrón anaranjado.
Mi primer contacto con la cultura brasileña, en el Uber de camino a mi residencia, fue un partido de fútbol que se estaba jugando entre dos equipos que no llegué a retener pero que me acompañaron durante toda la carrera.
El barrio en el que vivo podría ser la definición gráfica de tres conceptos: especulación, gentrificación, desorden.
Mi residencia es un condensador de quinientos estudiantes. Los cuartos se apiñan, casi literalmente, por encima del cielo en casi veinte pisos. Mi habitación queda en el piso quince, lo cual agradezco porque me da una sensación de seguridad al respecto del barrio, como una atalaya desde la cual tengo la visión de varias calles y varias otras torres que se están construyendo rápidamente. En la azotea hay una gran piscina que me gustaría probar cuando deje de hacer un frío invernal. "I didn't bring up my italian colthes, only the brazilian ones" dijo una de mis compañeras de clase, italiana, y creo que muestra bien lo mal educados que estamos respecto al funcionamiento del clima en el mundo exterior. Otras zonas aparecen por la residencia, como la sala de estudio o las "zonas comunes" más impersonalmente diseñadas que podrían plantearse. Tuve que acercarme al centro comercial para comprar ropa de cama (otra obscenidad de mal gusto, por parte de la residencia) y al regresar y descansar un poco decidí salir por primera vez a Vila Madalena con unas compañeras españolas de la facultad, en una experiencia que calificaría de agotadora solo por el hecho de tener que desplazarme cuando llevaba menos de cinco horas en Sudamérica y más de doce despierto.
B
Vivo extremadamente cerca del intercambiador de buses y del metro, lo cual es muy útil. La fachada de acero inoxidable de la estación Butantã brilla a todas horas, como una gran ballena varada en la mitad de una ciudad. La frecuencia a la vibra todo me hizo preferir coger un Uber la primera vez que visité la FAU. El campus es un gran parque, muy extenso, con zonas soleadas, zonas en sombra y enormes superficies de aparcamiento. Visité primero la Facultad de Arquitectura, que es un edificio abierto totalmente a la ciudad (no en un sentido figurado sino literal, ya que no hay ni una sola puerta o valla que cierre al edificio). Como todo buen edificio abierto, es frío, húmedo y lleno de goteras y aún con tantos desperfectos es el mejor edificio de toda la Universidad de São Paulo y probablemente de todo el sistema universitario brasileño. Después decidí torturarme intentando encontrar, sin éxito, la Oficina de Relaciones Internacionales de la Escuela Politécnica, que está dispersada por edificios en los que nadie sabe dónde está nada. Edificios oscuros y claros, feos y luminosos, húmedos y secos, vigilados por perezosos vigilantes.
Comí en el Bandejão, el comedor, que es la experiencia universitaria por antonomasia de la USP. El menú es siempre casi igual, también las colas kilométricas para entrar en un recinto que no debe de tener más de doscientos asientos para todo el campus.
La clase de proyectos empieza de forma algo caótica. No sabemos nuestro grupo y luego descubrimos que podemos seleccionar el que queramos. De entre seis u ocho profesores, mi profesor de proyectos tiene un cierto recuerdo al profesor loco de Viaje al Futuro y una actitud entrañable. La metodología que han escogido este año desde el departamento de proyectos ha sido la de liberarnos y darnos a escoger absolutamente todo el programa, parcela y lugar del proyecto bajo una condición: debe poder contenerse en un aula de estudio, que como todo en esta ciudad, tiene un tamaño decente.
Al anochecer, frente al río Pinheiros, vi capibaras. Un pequeño recordatorio de que hasta en la ciudad más agresiva existe un remanso de amabilidad.
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