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El año que no quiero que acabe
Porque pasó lo mejor: Dejé muchas inseguridades atrás, aprendí a preguntar cuando no sabía algo, a creer en mí, a proponer, enfrenté el miedo a hacer entrevistas y a estar frente a la cámara, publicaron artículos míos en el periódico, “sobreviví” un terremoto y los días posteriores, visité la cárcel, viví Fight Week en todo su esplendor con el mejor profesor, y me demostré muchas cosas que creía imposibles.
Creo que en 2017 crecí más que nunca y fue un año muy divertido por todo lo que me tocó cubrir y por las personas que tuve la oportunidad de entrevistar, pero lo que más agradezco es la confianza que mi Profe me brindó para ayudarle. No ha pasado un día desde el 6 de abril en el que no agradezca la oportunidad de estar en donde estoy.
Entré a hacer mis prácticas en el mejor lugar de todos, y me di cuenta de que todos mienten cuando dicen que “si en la escuela te caen mal tus compañeros, en el trabajo será igual”. Afortunadamente estoy rodeada de personas amables y buenas que han hecho de esta experiencia algo bien bonito.
También aprendí a valorar todo lo que poseo, y no me refiero sólo a cosas materiales. La bendición más grande con la que cuento es mi salud, mi familia y mis amigos. Un techo sobre mi cabeza, agua caliente y potable, comida sobre la mesa, una cama, un trabajo que amo. Puedo ver, escuchar, sentir, pensar, hablar, aprender y caminar libre por las calles y creo que a veces damos esas ‘pequeñas cosas’ por sentado. Tenía muchas cosas guardadas para ‘ocasiones especiales’, y después del terremoto y mi visita a la cárcel, aprendí que el ‘simple’ hecho de estar vivos, lo es.
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“Existir es resistir”
…la frase que una de las reclusas del Centro Femenil de Readaptación Social Santa Martha Acatitla pintó en uno de los cuatro murales que se encuentran dentro del penal, y que llamó mi atención al salir del lugar que pude visitar durante un día, antes de Nochebuena. Fue un día importante, no sólo porque hice mi primera aparición frente a la cámara y mis dos primeros enlaces, sino por lo que te voy a contar en los siguientes párrafos.
Antes de entrar, vi varias parejas de ancianos pasando a revisión: llevaban todo lo necesario para preparar ponche. Se me partió el corazón de ver a esas personas, que viajan desde lejos para visitar a sus familiares y hacerles un poco amena la Navidad dentro de la cárcel. Todos tenían la mirada triste, y se me ocurrió que tal vez piensan que si ellos hubieran hecho algo diferente, sus familiares no estarían ahí. Que viven adjudicándose una culpa que no les pertenece cargar.
Fuimos para hacer un reportaje sobre un equipo de tochito formado por mujeres presas, todas participan en un programa de desintoxicación. Están en la liga de Aragón, siempre juegan como locales y la mayoría de los otros clubes las visitan sin problema para realizar los partidos. Al llegar, caminé por los pasillos con muros de concreto gruesos, pintados de rosa. Dos señoras iban a mi lado, las que autorizaron nuestra entrada. Pasamos por una puerta de metal para continuar por un corredor, donde dos reclusas se me acercaron y me preguntaron si iba “al juego”. Me ofrecieron guiarme, y al principio me asusté, pero les dieron autorización y me llevaron al patio donde “Las Guerreras” se preparaban para su encuentro.
Fue un partido normal, como cualquier otro. Las del penal se llevaron la victoria con un marcador de 70 a cero, y me dio mucho gusto ver que el deporte las ayuda a esforzarse y convivir. Jamás hubo faltas de respeto hacia el otro equipo, sino todo lo contrario.
En algún momento de mi visita, conocí a Vanesa. Una chica que lo primero que me dijo fue: “La vida aquí adentro es difícil”. Le hice un par de preguntas, pero (por cuestiones legales) no pude saber el motivo de su estancia, sólo me dijo cuánto tiempo llevaba y llegué a la conclusión de que lo peor, probablemente, es estar lejos de tu familia y no poder disfrutar de todas las cosas chingonas que la vida nos ofrece y que a veces damos por sentado.
A pesar de la dificultad de la situación, vi mujeres sonriendo. Se maquillan, tienen amigas y se adaptan para sobrevivir ahí adentro, y tengo que aceptar que yo iba con miedo de que me dijeran o hicieran algo. Otra cosa que Vanesa mencionó: “La gente no quiere venir porque les asusta que les hagamos algo. No se dan cuenta de que estamos intentando hacer bien las cosas aquí, por nosotros y por nuestras familias”.
Hacia afuera del penal, se ven los letreros de una lavandería y un restaurante de comida rápida. Se escuchan coches, perros ladrando, y todos los ruidos de una calle normal. No me imagino lo feo que debe ser estar rodeada del mundo exterior donde todos son libres y la vida transcurre de manera normal, pero dentro de esas paredes es todo diferente, y me pregunto si la mayoría de las reclusas se arrepienten de lo que hicieron. ¿Qué pasará con ellas cuando cumplan sus condenas? ¿Cómo se adaptarán? ¿De qué trabajarán? ¿Qué pensarán de toda la tecnología? ¿Y las que entraron antes de que se inaugurara la línea 12 del metro, o el metrobús, se perderán en sus primeros viajes fuera de la prisión? Se me ocurrieron tantas preguntas.
Terminando el partido, pasamos por el área de la visita familiar, donde vi muchos niños que iban a ver a sus mamás. Tal vez muchos para platicarles cómo les fue en la escuela durante la semana, o qué quieren pedirle a Santa Claus. Me imagino que debe ser difícil para las reclusas el poder convivir con sus hijos sólo un rato en la semana y no poder verlos crecer, ayudarlos con sus tareas o darles un beso de buenas noches.
Ese día, al salir, valoré mi libertad. Disfruté el camino de regreso y el coctel de frutas que me comí en un puesto de afuera. El ponche que me tomé al llegar a casa, y el abrazo de mi familia. Por alguna razón, la alfombra se sintió más suave que todas las demás veces, el agua de la regadera más caliente y relajante que cualquier otro día, y la cama más cómoda que nunca. Ese día, gracias a las pocas horas que pasé dentro del penal y las palabras que intercambié con quienes viven esa realidad, aprendí a siempre dar las gracias. Por mi vida, por mi libertad, por mi familia, por las decisiones que he tomado, la gente que he conocido y todo lo que tengo, hasta mis “problemas”.
Lo mejor de esta experiencia fue el poder ver cómo es la vida dentro de la cárcel sin estar detenida. Es un lugar frío, aunque por las ranuras que hay entre los muros de los pasillos, entra el sol. Aprendí a no juzgar a nadie, sin importar los errores que hayan cometido en el pasado, porque todos somos humanos.
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El día que conocí el miedo
No les miento cuando digo que aún se me llenan de lágrimas los ojos al recordar todo lo que conllevó el sismo del 19 de septiembre del 2017, una fecha que nos marcó a todos: a los que ya habían vivido un terremoto, y a los que nunca nos había tocado uno.
Aún creo que falta mucho. Sigo leyendo el mapa de los establecimientos que ayudaron sin esperar nada a cambio y se me eriza la piel de saber que aún hay gente buena, pero al mismo tiempo creo que a muchos les duró poco la solidaridad.
Esos primeros días post-sismo, cuando por fin me atreví a salir de casa, recuerdo que el ambiente en las calles era un tanto agridulce. Se sentía la tristeza, pero se veían sonrisas sinceras. En el metro no importaba si alguien te empujaba, todos éramos hermanos. Eso se nos olvidó.
Me pregunto qué harán las personas que perdieron su hogar en las fiestas decembrinas, o si tendrán ganas de celebrar. Quisiera tener los recursos suficientes para hacer una gran cena e invitarlos a todos… (Si alguien quiere ayudarme con esto, va completamente en serio).

(ActualMX / Julio Ramírez)
No recuerdo exactamente el temblor en sí, y según lo que sé, no duró mucho. Tengo pequeñas imágenes del departamento moviéndose y las cosas cayéndose. Mi mamá intentando llegar a la puerta, y el gato buscando un refugio. Luego intenté avanzar, y caí. Era tarde para intentar salir.
Escuchaba las paredes y ventanas tronando, a los vecinos gritando. Yo también grité. Cuando terminó, la palabra terremoto no pasó por mi mente, ni imaginé la devastadora imagen que nos esperaba afuera. Mi hermano estaba en la escuela, y mi papá rumbo al trabajo. No podíamos contactarlos.
Mi mamá no podía con los nervios y no paraba de llorar. Algunos vecinos pasaron a checarnos, porque no nos vieron salir. Entré a mi cuarto y vi grietas y libros en el piso, pero en ese momento no me di cuenta de lo afortunada que soy de no haber tenido que dejar mi departamento.
En nuestra casa, la tele siempre está en Milenio y les prometo que no es comercial. La prendimos, y empezamos a ver los reportes de la magnitud del sismo y de las edificaciones que cayeron. Creía saber lo que era el miedo, pero ese día lo conocí de verdad. Nunca había sentido algo así, y espero no repetirlo jamás.
Ese día no comí. No tenía hambre, y salí junto con mi hermano a ver en qué podíamos ayudar en un edificio que colapsó a unas cuadras de mi casa. No lo digo para presumir, sino para resaltar lo siguiente: sobraban manos, cubetas y comida. Es algo que nunca olvidaré.

(AP Photo/Rebecca Blackwell)
Levantamos los puños para pedir silencio. Cargamos cubetas llenas de escombros de lo que alguien consideró en algún momento el lugar más seguro del mundo, recogimos pedazos de sueños que no se cumplieron, y de esfuerzos que alguien hizo para comprar ese lugar.
Regresamos tarde y cansados, pero no pude dormir. Fueron muchos días en los que cualquier ruido o movimiento me alertaba y sentía pánico. Muchas personas me decían que aún faltaba la réplica, y el simple hecho de pensarlo me hacía llorar y me causaba ansiedad.
Recuerdo ver a tanta gente que aprecio trabajando hasta el cansancio: informando, ayudando con escombros o a categorizar las cosas que llegaban a centros de acopio, recogiendo donaciones y llevándolas, preparando comida. Ese día, vimos quiénes somos en verdad y lo que podemos lograr como sociedad.
Tal vez se preguntan por qué lo escribí dos meses después del sismo, y la verdad es que no tengo respuesta. Supongo que aún no lo supero y necesito algún tipo de catarsis para poder dormir.
http://comoayudar.mx
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