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Servicio de aerostación
A finales del siglo XIX la guerra se extendió a la dimensión vertical, en cotas negativas con los submarinos y en las positivas con la aerostación y la aeronáutica que dieron origen al Arma de Aviación en 1923 y posteriormente, en 1939, al Ejército del Aire.
El Servicio de Aerostación fue una unidad militar de corto historial y de pequeños efectivos, pero de reconocida utilidad táctica. Sabida la importancia de las aplicaciones militares de la aerostación, por Real Decreto de 15 de diciembre de 1883 se dispuso que la 4ª Compañía del Batallón de Telégrafos, además de la telegrafía óptica tuviera a su cargo el servicio de aerostación en los siguientes términos:
“La 4ª Compañía del Batallón de Telégrafos (entre otros cometidos (y en tanto no se disponga de recursos para crear una sección independiente con este objeto, se ejercitará en la construcción o inflamación de los globos aerostáticos y en su manejo, libres y cautivos, emprendiendo en la medida de los recursos de que pueda disponer los ensayos y las experiencias necesarios para las más útiles aplicaciones de estos nuevos instrumentos de guerra así bajo el punto de vista de las comunicaciones como bajo el de todas las demás aplicaciones militares que puedan tener, ya sancionadas por la experiencia”.
Por la Ley de Presupuestos de 1896 se creó la Compañía de Aerostación y se organizó su parque aerostático. En 1901 se ampliaron sus misiones y, en consecuencia, vino a llamarse Alumbrado en Campaña. En 1910 se transformó en Aeronáutica Militar, se adquirió el globo España y es estableció en el Aeródromo Militar de Cuatro Vientos.
La historia de este dirigible se remonta a 1908, cuando la necesidad de dotar a nuestro ejército de este material llevó hasta el Senado una enmienda a los presupuestos del Estado para que se aprobase un suplemento de 300.000 pesetas (¡de entonces!) para la adquisición de una de estas aeronaves.
Este dirigible, como cualquier otro de los de la época, aunque no era perfecto, se presentaba como el más adecuado a los fines militares que se perseguía alcanzar. Se concertó que se adquiriría en una fábrica francesa que ya había construido otros ocho más y que recibiría el nombre de España. De sus características técnicas cabe destacar una capacidad de gas de 4000 m3, 62 metros de longitud y un motor de 110 caballos que le permitirían alcanzar una velocidad de 50 km/hora.
La barquilla estaba fabricada con tubos y planchas de acero, y tenía capacidad para ocho personas; la hélice estaba emplazada en la proa y llevaba los timones en popa, mientras que los de profundidad quedaban en los extremos de la barquilla. El dirigible tenía una autonomía de diez horas de vuelo.
No fue una buena compra, ya que los modelos alemanes resultaron mejores a la larga. Realizó veinticuatro vuelos. En 1913 participó en unas maniobras en las que intervinieron aeroplanos, que pusieron de relieve su superioridad, lo que añadido a los constantes problemas logísticos y de vuelo que había ocasionado, propiciaron su inmediata baja y el declive de la aerostación.
Las tropas de aerostación se dividían en unidades de campaña, con personal, ganado y material para el servicio de un globo cautivo cada una y unidades de fortaleza, con los elementos necesarios para los servicios de dirigibles, prácticas, producción de gas, talleres y dependencias. El material también se dividía en tres grupos: globos cautivos con sus carruajes y cilindros de gas; material para ascensiones libres, dirigibles y globos esféricos, y material de talleres.
El personal s e dividía en tres grupos: el que estaba en servicio, el disponible –destinado en otras unidades, pero afecto al servicio aeronáutico- y el de reserva, que era el resto.
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Este artículo escogido hoy, nos narra a través del Historiador Alfredo Bosques, las vivencias de Emilio Más en la defensa del Peñón de Vélez de la Gomera. Este artículo, fue publicado en la revistas La aventura de la Historia, en su Nº53, de marzo de 2003.
La defensa del Peñón de Vélez de la Gomera
Alfredo Bosques Coma
Doctor en Historia Contemporánea y especialista en recopilación de Historia militar oral.
El incidente del islote de Perejil, que originó una tensión tan absurda como virulenta entre España y Marruecos, recuerda otros peñones y otras confrontaciones mucho más graves, como el ataque rifeño, hace 96 años, contra el Peñón de Vélez de la Gomera, que pudo narrarme hace unos años Emilio Más Vilella, uno de los supervivientes de su defensa.
Tras la victoria rifeña en Annual, las posiciones españolas en torno a Melilla fueron barridas por un vendaval incontenible, que a punto estuvo de acabar con la presencia española en tierras norteafricanas. Sin embargo en algunos puntos clave, las tropas españolas, integradas en su mayoría por soldados de cuota apresuradamente llamados a filas, resistieron las embestidas de los rifeños, restaurando un tanto la pésima imagen del maltrecho Ejército de África.
A mediados de agosto de 1921, miles de cadáveres de soldados españoles yacían  pudriéndose al sol entre Annual y Melilla, como restos del enorme descalabro sufrido por las tropas de los generales Silvestre y Navarro a manos de las huestes de Abd el-Krim. Para rellenar las clareadas filas del ejército de África, el Gobierno tuvo que llamar a los soldados de cuota, que tras pagar la onerosa cantidad de mil pesetas que les había permitido cumplir la mili cerca de casa, habían sido licenciados hacía pocos meses.
En las postrimerías de aquel horroroso mes de julio de 1921, Emilio Más Vilella (Avià, Barcelona, 30-4-1899) fue requerido por su ayuntamiento para que se incorporara de inmediato al Batallón Expedicionario Alcántara nº58, que se estaba reuniendo en Barcelona para trasladarse al Norte de África. La unidad fue alojada en los Cuarteles Nuevos, siendo sometida de inmediato a una dura instrucción, que duraría apenas un mes de aquel verano de pesadilla. Diariamente la prensa daba detalles de lo sucedido en Melilla y aquellos jóvenes sacados de improviso de su hogares, leían cuanto se decía sobre el heroico comportamiento del coronel Primo de Rivera y de sus jinetes, o de la lenta agonía de los soldados del general Navarro, parapetados en Monte Arruit. Ninguno de ellos se hacía muchas ilusiones sobre cual podía ser su destino final, así que procuraban prestar la mayor atención a cuanto decían el teniente Falceto Blas y el alfére Juan Arnal Sala.
El 26 de septiembre, la preparación se dio por acabada. Tras oír una solemne misa de campaña en la Plaza de Cataluña, la tropa se dirigió hacia el puerto, desfilando marcialmente por la concurrida Rambla barcelonesa. Eran muchos los familiares y ciudadanos que querían despedirse de aquellos muchachos que marchaban hacia aquel pozo sin fondo de hombres y dinero en que se había convertido el Protectorado de Marruecos.
En el muelle les esperaba el Carlos Izaguirre, un viejo buque de la Compañía Transmediterránea que debía trasladarlos hasta Almería. La navegación hasta la blanca ciudad andaluza duró tres días, durante los cuales la tropa, franca de servicio, dio rienda suelta a sus pensamientos, en los que inevitablemente se sucedían las horripilantes  que, sobre las matanzas en África, reproducían los diarios de todo el país. Una vez en Almería, el batallón inició un periodo de aclimatación y siguió su entrenamiento alternándolo con periodos de descanso.
Los cañones del Gurugú
A finales de octubre el batallón desembarcó en Melilla, siendo trasladado de inmediato al Fuerte de Camellos, inmensa explanada donde estaban reunidas las tropas que salían de operaciones. Infantes, artilleros, ingenieros, jinetes, tropas de Intendencia y Sanidad se hallaban todos alojados en sus modestas tiendas cónicas capaces de albergar a media docena de soldados. Junto a ellas se alineaban los improvisados establos, donde se guardaban mulos y caballos. Toda aquella muchedumbre ofrecía un blanco ideal para los inexpertos artilleros rifeños que, bien disimulados en la cima del Gurugú, disparaban de cuando en cuando una salva con los cañones capturados durante el desastre.
Emilio Más experimentaba, como toda la ciudad, una desagradable sensación de impotencia al oír silbar los proyectiles, aunque todos terminaron por acostumbrarse al comprobar su ineficacia. Pero un día, mientras la tropa se apelotonaba para recibir el escaso rancho cotidiano, una andanada rifeña bien dirigida alcanzó los establos, causando una carnicería entre las bestias.
La inactividad de los recién llegados duró muy poco, pues el batallón fue integrado en una de las columnas que partieron hacia el interior. Regulares y legionarios se turnaban encabezando la marcha, encargándose del peligroso trabajo de despejarle el camino a la columna. Ninguno de los bandos concedía cuartel al contrario y las bajas eran numerosas entre ambos contendientes. Emilio Más que, junto al resto de peninsulares ocupaba el centro de la formación, veía a los sanitarios afanarse en torno a los legionarios caídos o correr hacía la retaguardia transportando a un herido grave en su destartalada camilla. Junto al camino, el cadáver de un moro abierto en canal y con las tripas en torno al cuello, denotaba que el Tercio había pasado por allí.
En noviembre de 1921, Batallón Expedicionario Alcántara nº58 participó en la llamada Campaña de Desquite, cuyo objetivo principal consistió en alcanzar la línea del río Kert, determinada por Yazanen-Ras Medua-Tauriat Zad-Tauirat Hamed-Harcha. El día 2, el ejército español procedió a reconquistar las dos primeras posiciones citadas, mediante la acción convergente de las columnas de los generales Sanjurjo, Federico Berenguer y Neila. Iniciado el avance, los atacantes tuvieron que luchar duramente para expulsar a los rifeños de la posición de Las Esponjas. La 2ª compañía (Cía.), a la que pertenecía Emilio Más, estuvo en el punto álgido de la refriega y tuvo un valeroso comportamiento bajo el mando del capitán Arturo Llopis García.
La operación continuó a lo largo de los siguientes días, revistiendo una especial importancia los combates registrados en el barranco de Tlat. El día 11, las tropas españolas habían consolidado sus posiciones en Yazanen, Tifasor y Ras Medua, obligando a los rifeños a batirse en retirada y consiguiendo la sumisión de la kabila de los Guelaya, pero debían lamentar sensibles bajas: 23 muertos y 159 heridos.
Te cortaré la cabeza
Concluida la primera parte de la Campaña del Desquite, el batallón fue disgregado, correspondiéndole a la 2ª Cía. De Emilio Más la vigilancia y acondicionamiento del aeródromo de Nador.
Desde su llegada al Protectorado, aquel conjunto a asustados reclutas catalanes se había convertido ya en tropa aguerrida y veterana. Los combates en el Gurugú, Zeluan, las minas del Rif, Yazanen, Tifasor, Tistutin, Nador y Monte Arruit, habían curtido a unos hombres que iban a ser sometido, muy pronto, a una durísima prueba.
A mediados de marzo de 1922, la 2ª Cía. del Batallón Expedicionario Alcántara nº58 fue trasladada, a bordo del transporte Juan de Juanes –que poco tiempo después sería hundido por los rifeños frente a las costas de Alhucemas- hasta el Peñón de Vélez de la Gomera, para reforzar a su guarnición, pues se temía un ataque al expuesto enclave.
El martes día 19, festividad de San José, era día de feria, y hasta la plaza acudían moros de los alrededores para comprar las mercancías que un barco traía desde Almería. Para prevenir posibles infiltraciones de hombres armados, la entrada a la ciudadela era controlada por soldados españoles encargados de registrar a los visitantes. A los moros armados, generalmente  de temibles gumías, se les hacía depositar su arma en una amplia panoplia preparada a tal efecto y les era devuelta al salir de la población. Emilio Más era uno de los encargados de entregarlas a sus dueños, entre ellos un mozalbete que, al recoger el curvo puñal de manos del soldado, le espetó a guisa de despedida:
-¡Paisa! muy pronto yo cortarte la cabeza con ella.
¡Que vienen los moros!
Aquella espontánea frase confirmó que lo ocurrido el día anterior –una momentánea incomunicación telefónica con Melilla restablecida con la ayuda de la Armada- estaba relacionada con un inminente ataque al Peñón. Sin embargo la tensa espera aún se prolongó hasta el miércoles 11 de abril. Aquella noche, Emilio Más se hallaba de guardia en la Isleta, pequeño  promontorio separado del resto del Peñón por un estrecho brazo de mar, sobre el cual se había construido un pequeño puente de madera que permitía enlazar ambas partes. Las horas discurren lentamente cuando uno debe permanecer solo, en la oscuridad atento al menor ruido o movimientos en la oscuridad circundante. Pese a esa pérdida de la noción del tiempo, Emilio Más intuyó que el relevo se estaba retrasando y optó por ir al cuerpo de guardia. Al llegar encontró la puerta abierta de par en par, la habitación vacía y alarmantes manchas de sangre. Iba a dar la voz de alarma, cuando otro compañero se le adelantó:
-¡Los moros! ¡que vienen los moros!.
Emilio Más se unió al grupo de soldados que corrían por el puentecillo hacia el Peñón, ya que los rifeños le habían prendido fuego y las llamas lo devoraban velozmente. Cuando se unió al resto de los defensores, pudo ver al capitán Arturo Llopis dando órdenes, distribuyendo a los soldados por los parapetos y animándoles tanto con su determinación como con sus palabras.
Aquella noche transcurrió llena de tensión e incertidumbre. Los soldados aferraban con fuerza sus mosquetones esperando que, en cualquier momento, un enjambre de rifeños se lanzaría sobre ellos. Pero el reloj fue desgranando  parsimoniosamente sus horas sin que nada turbara la quietud de la noche. Solo el crepitar de las llamas que acababan de consumir la pasarela de La Isleta les recordaba la cercanía del enemigo.
El capitán, aquejado de un fuerte catarro que le producía mucha fiebre, se retiró a descansar después de ceder el mando al joven teniente Falceto Blas, y de haber ordenado que los hombres intentaran dormir por turnos, pues había que estar bien despierto para el día que se avecinaba.
El asalto general al Peñón de Vélez de la Gomera se inició el Jueves Santo, 12 de abril de 1922, sobre las dos de la tarde y lo encabezaba el mismo hermano de Abd el-Krim. Fue precedido de un intenso tiroteo que obligó a los españoles a buscar cobijo en los parapetos y que causó las primeras bajas, entre ellas el capitán Arturo Llopis que, al comenzar la refriega había retomado el mando. Alcanzado por una granizada de balas, falleció en brazos de su teniente. El mando pasó en primera instancia a un capitán interventor que se hallaba en la plaza y que tuvo que atajar el desaliento que la muerte del oficial había provocado entre la tropa.
El ataque sorprendió a Emilio Más y a una docena de compañeros defendiendo el Cuartel de la Marina. Las balas penetraban por cualquier resquicio o bien iban a incrustarse, blandamente, en los sacos terreros dispuestos como protección en puertas y ventanas. Los soldados apenas podían asomar sus cabezas, lo que fue aprovechado por los rifeños para acercarse sin ser vistos hasta la fortaleza. Cuando los defensores se apercibieron, ya los asaltantes estaban subiendo los escalones que daban acceso a los parapetos. Se inició entonces un terrible combate cuerpo a cuerpo, en el que gumías y bayonetas relucían con su brillo siniestro y mortal. Las diversas dependencias del cuartel se llenaron de humo, pues los soldados disparaban sus fusiles a quemarropa, hiriendo casi por igual a amigos y enemigos. Emilio Más se vio envuelto en aquel torbellino de sangre y de muerte, luchando por su vida a lo largo de dos horas que le parecieron eternas.
Finalmente, sobre las cuatro de la tarde, los rifeños se replegaron, perseguidos por los disparos y los insultos de los españoles. Frente a las fortificaciones yacían los cadáveres de treinta y tres moros, pero dieciocho soldados habían pagado con su vida aquel éxito y setenta estaba heridos de diversa consideración.
Llega la Legión
La noticia del ataque al Peñón sorprendió al general Dámaso Berenguer en Alcázarquivir, e inmediatamente dio orden de reforzar la guarnición, siendo enviada la I Bandera del Comandante Franco. Aquella misma noche, cincuenta legionarios, al mando del teniente Esparza, embarcaron en el cazatorpedero Bustamante y, aprovechando la oscuridad, se acercaron al Peñón de Vélez de la Gomera. Aproximadamente a un kilómetro, fueron transbordados a una embarcación más pequeña, que los llevó hasta la fortaleza, a la que ascendieron mediante escalas de cuerda o metidos en el capacho de subir la carga mediante una polea.
La llegada de los legionarios elevó la moral de los soldados que habían sufrido el ataque de los rifeños. La desenvoltura de aquellos veteranos, su profesionalidad y el desprecio por la muerte que demostraban causaron la admiración de los jóvenes soldados. Tanto el capitán interventor como el teniente Falceto Blas cedieron, de buen grado, la responsabilidad de la defensa del Peñón al teniente Esparza que, de inmediato, repartió a sus legionarios por los lugares más estratégicos.
El Tercio hizo saber muy pronto a los rifeños que, a partir de entonces, se había hecho cargo de defender el Peñón. En cuanto los legionarios ocuparon sus puestos, se inició un interminable intercambio de insultos con los moros que dejó boquiabiertos a los soldados de cuota. Ambos contendientes, legionarios y rifeños, conocedores de las mayores procacidades en los idiomas recíprocos, rivalizaron hasta altas horas de la madrugada en improperios. Solo el cansancio devolvió a la noche su pesado silencio.
La evacuación de la población civil que vivía en el Peñón, entre ella las dos familias encargadas del faro, se convirtió en una necesidad perentoria puesto que además de correr un serio peligro en caso de más ataques, eran unas bocas inútiles que había que alimentar y los víveres tuvieron que ser racionados desde el principio. La Armada se encargó de la peligrosa misión. El 17 de abril, los submarinos Isaac Peral y B-1 practicaron un reconocimiento diurno por las proximidades, pero tan pronto emergieron, fueron cañoneados por los rifeños. A las diez y media de la noche, el Isaac Peral atracó en la denominada Cala del Cementerio y, a pesar de la fuerte marejada que amenazaba con estrellar la nave contra los peligrosos acantilados, se consiguió embarcar a 66 asustados civiles. Mientras los legionarios vigilaban las posiciones rifeñas, los soldados peninsulares ayudaban a aquella gente a transportar sus humildes pertenencias hasta las enormes cestas que, mediante una cabria, servían para bajar tanto a las personas como a los enseres hasta el mismo submarino. NO pocos de aquellos atemorizados civiles tuvieron que ser repescados del agua por los marino que iban y venían por la resbaladiza cubierta del buque.
Al día siguiente y en las mismas condiciones, el B-1 continuó la evacuación. Esta vez, los moros no se dejaron sorprender y, en las tres horas que duró el traslado, no cesaron de hostigar  con sus cañones a los españoles, causando varios heridos entre marinería y tropa. Pese a esta oposición, consiguieron embarcar a 37 personas más que, al igual que la noche anterior, fueron trasladas hasta el acorzado España que aguardaba mar adentro.
Hambre y sed
El sitio del Peñón de Vélez de la Gomera se caracterizó no tanto por la crudeza de los combates, que ya no hubo más, como por las penalidades derivadas del hambre, la sed y la miseria que padecieron los defensores. Mohamed Abd el-Krim no quiso arriesgarse a sufrir más bajas atacando una población  que, debido a la distribución escalonada de sus edificios, ofrecía buenas posibilidades para su defensa, así que se dedicó a bombardear con sus cañones las posiciones de los españoles. Los rifeños emplazaron sus piezas en la cercana playa y, toda vez que los defensores solo disponían de un cañón –manejado por un sargento y cuatro artilleros- que debía ser trasladado sin cesar para hacer fuego de contrabatería, se dedicaron a batir, con escaso riesgo, a los soldados españoles.
El constante paqueo y las incursiones nocturnas hasta los puestos de escucha eran otras tantas maneras de mantener en tensión a unos hombres que se caían de debilidad. Los soldados debían tener siempre la preocupación de moverse con la cabeza encogida, pues los tiradores rifeños tenían una puntería casi infalible. Cierto día, Emilio Más se encontraba junto a su compañero Antonio Rosell, natural de San Pedro de Ribas, vigilando los movimientos del enemigo a través de una asperilla, cuando un certero disparo atravesó limpiamente el gorro de Rosell, abriéndole una brecha en la cabeza. La herida, más aparatosa que grave, le valió al joven las 25 pesetas que había ofrecido el obispo de Solsona al primer soldado de su diócesis que fuera herido durante el asedio.
Pero el gran enemigo de los españoles fueron el hambre y la sed, pues muy pronto se acabaron las provisiones almacenadas en el Peñón. Los únicos abastecimientos que llegaban eran trasportados por submarino que, cuando el estado de la mar lo permitía, se acercaba hasta los rompientes para evacuar heridos y enfermos. Sin embargo, tanto la escasa capacidad de carga de la nave como la prioridad que se le daba al envío de municiones hacían que el agua y los alimentos que se recibían fueran insuficientes para asegurar el avituallamiento cumplido de los defensores.
La situación del Peñón de Vélez de la Gomera se prolongó durante muchos meses. Aislado por tierra del resto del territorio controlado por nuestras tropas, solo el mar permitía mantener abierto el cordón umbilical que garantizaba la presencia española en la plaza. Pero Emilio Más y los supervivientes de la 2ª Cía. del Batallón Expedicionario no llegaron a vivir el feliz momento de la liberación pues, agotados por tantas penalidades fueron evacuados vía marítima, siendo sustituidos por otra compañía del mismo batallón.
En el blocao
Tras unos pocos días de descanso en Melilla, la sección de Emilio Más fue enviada a Timardin, en un sector relativamente tranquilo. En aquella pequeña altura se había edificado un blocao –una simple construcción cuadrangular que protegía un par de tiendas cónicas donde se alojan por turnos una treintena de soldados- desde el que se controlaba la ruta que unía Melilla con Tifasor. Pese a que estaban en terreno controlado por los españoles, algunas veces los rifeños lanzaban audaces incursiones y se apoderaban de algún camión que circulaba, solo y confiado, por la carretera.
A poca distancia de Timardin había otro blocao, éste cubierto y situado al pie de la carretera, donde estaba el puesto de mando del sargento Antonio Guirillet. En caso de ataque, estos soldados se debían replegar hacia Timardin que, al estar construido en alto, ofrecía mejores posibilidades de defensa. Diariamente, el sargento debía enviar a dos soldados a Yazanen, donde residía el comandante del batallón, para dar las novedades de la noche y recibir las órdenes del día. Esta era una de las misiones más peligrosas, pues era posible toparse con algún grupo armado, que liquidara a los soldados para despojarles de cuanto llevaran encima.
Emilio Más permaneció tres meses en Timardin, hasta que la fortuna quiso que fuese trasladado a Intendencia. Había llegado a Melilla una partida de camiones y hacían falta chóferes y mecánicos experimentados. Emilio, poseedor del permiso de primera, fue asignado a un camión aljibe que diariamente debía acercarse hasta el puerto para recoger parte de la preciosa carga que transportaba un barco desde Almería, para después llevarla hasta Tistutin, Yazanen, Segangan o Monte Arruit.
El servicio no dejaba de tener sus riesgos, pues el camión circulaba en solitario, sin más escolta que el acompañante del conductor armado con un mosquetón, por unos caminos por donde aún merodeaban partidas desperdigadas de rifeños. Para evitar posibles embocadas se disponían, a intervalos regulares, patrullas de media docena de soldados que controlaban el paso del camión cisterna. Así transcurrieron los últimos meses del servicio militar de Emilio Más en el Protectorado de Marruecos. El día de Navidad de1923, Emilio tuvo la fortuna y la alegría de regresar sano y salvo a su masía de Avià.
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La unidad española de toreros a caballo que humilló a la letal caballería de Napoleón en Bailén.
La unidad española de toreros a caballo que humilló a la letal caballería de Napoleón en Bailén.
Autor: Manuel P. Villatoro
ABC Historia Militar.
El 19 de junio de 1808, los “garrochistas” (picadores de morlacos) cargaron contra los coraceros y los dragones franceses. Contra todo pronóstico, lograron ponerles en huida.
 Sin entrenamiento militar, sin espada y sin fusil, pero con el convencimiento de que debían detener el avance francés en España a costa de sus vidas. Así combatieron en 1808 los más de 400 garrochistas andaluces (vaqueros y ganaderos famosos en algunos casos por “picar” a los morlacos en las plazas de toros) que, armados únicamente con una vara de tres metros utilizada para derribar y dirigir a las reses, se alistaron en el ejército español y se enfrentaron a los soldados de Napoleón en las batallas de Mengíbar y Bailén. Ataviados con un traje que hoy podríamos ver en las corridas goyescas y un arrojo típico del sur de la Península, estos improvisados soldados no tuvieron reparos en cargar, vara en ristre, contra todo aquel gabacho que cometió el error de ponerse en el camino de sus caballos.
 Corría por entonces una época más bien incómoda para los españoles. Y es que, 1808, Napoleón Bonaparte atravesó la frontera española con su ejército dispuesto a convertir la Península en su “Peninsule”. Desde allí, y haciendo uso de sus armas predilectas para la contienda (las trampas y las mentiras) logró situar a sus tropas invasoras en Madrid ante la inoperatividad de las autoridades locales e, incluso, consiguió el trono de España para su hermano.
 Pero con lo que no contaba el “petit corso” era con la hartazón del pueblo de la rojigualda que, cuando vio llegar a sus soldados a Madrid con el águila imperial ondeando al viento, inició una revuelta el 2 de mayo en su contra. Aquella jornada, desgraciadamente, no se logró expulsar al invasor de una sola bofetada, pero sí se dio pie al nacimiento de una resistencia que, a base de proclamas contra “les maudits français” (malditos franceses) logró movilizarse en defensa de España.
 Curiosamente, una de ellas fue realizada por el alcalde de Móstoles (Madrid) quien llamó a la muerte del enemigo con emotivo discurso que atravesó toda la región: “Es notorio que los franceses (…) han tomado la ofensa sobre la capital (…). Somos españoles y es necesario que muramos por el rey y por la patria, armándonos contra unos pérfidos (…) que nos quieren imponer un pesado yugo, después de haberse apoderado de la augusta persona del rey. Procedan vuestras mercedes, pues, a tomar las más activas providencias para escarmentar tal perfidia, acudiendo al socorro de Madrid y demás pueblos, y alistándonos, pues no hay fuerza que prevalezca contra quien es leal y valiente, como los españoles lo son” Dicho y hecho señor alcalde. Al poco, los ciudadanos se empezaron a armar con palas y rastrillos para enfrentarse al experimentado ejército de Napoleón.
 Convencidos como estaban de que el resquebrajado ejército hispano y unos campesinos con palos no sería más que pequeñas molestias en su paseo militar por el territorio los franceses iniciaron su asalto masivo a la Península. Después de asediar el norte y enviar algún que otro regimiento a tierras andaluzas como avanzadilla, Napoleón seleccionó los cálidos terrenos del sur de nuestro país como siguiente objetivo.
 “Confiado en el éxito inmediato de la ocupación, Napoleón ordenó al general Pierre Dupont de l’Etang que ocupara Córdoba y avanzara hacia Sevilla y luego a Cádiz. El objetivo era rescatar a una escuadra francesa allí bloqueada desde la batalla de Trafalgar y hacerse con el control de los puertos andaluces, al tiempo que amenazaba Gibraltar” explica el periodista Fernando Martínez Laínez en su libro “Vientos de gloria”. Concretamente, Napoleón puso a las órdenes de este oficial nada menos que 34.000 soldados expertos en el arte de la guerra.
 Curiosos voluntarios…
Adinerados, pobres, intelectuales, ganaderos… A partir de ese día, muchos fueron los que acudieron a la llamada de la Junta para expulsar a los galos de España. Sin embargo, de entre los cientos y cientos de voluntarios que se inscribieron a las órdenes de Castaños, hubo unos cuantos andaluces que destacaron por encima del resto por su oficio y por sus curiosas vestiduras. Eran los “garrochistas”: ganaderos que, ataviados con un uniforme similar al que portan hoy en día los piqueros en las corridas goyescas, se dedicaban –entre otras cosas- a dirigir a los toros con largas varas de tres metros llamadas garrochas y, en algún que otro caso, también a la lidia.
 <<Los “garrochistas” trabajaban por entonces en las dehesas andaluzas de Utrera y de Jerez y su oricio era el de vaqueros. Eran jinetes consumados. Estaban armados del lanzón del que se servían los ganaderos andaluces para derribar y marcar a los toros jóvenes. Como todos los andaluces que se alistaron en Utrera en el ejército que preparó el General Castaños, lo hicieron para defender a su Patria de la invasión francesa>> afirma, en declaraciones a ABC, Miguel Ángel Alonso, presidente de la “Asociación Histórico-Cultural Napoleónica “Voluntarios de la Batalla de Bailén”.
 Tal era su destreza con la garrocha, que los oficiales decidieron crear varias unidades de estos jinetes. Y es que, por aquel entonces se conocía a los “garrochistas” por su gran habilidad a lomos de sus caballos y por su capacidad para lancear a todo tipo de bestias.
 “Aquellos jinetes eran de las más pura cepa andaluza; procedían de las comarcar que baña el Guadalete (…) y de las fértiles y dilatadas del Betis (…) Eran hombres dedicados a la afición muy general entonces del acoso, derribo y tienta de la montería que todavía se verificaba con lanza al estilo antiguo, para lo que se requería ser consumados jinetes (….) Eran todos vaqueros y ganaderos, conocedores, monteadores, guardas, caballistas y picadores. (…) Todos tenían caballos propios, excelentes garrochas y lúcidos trajes”, explica, en este caso, el periodista y escritor Manuel Gómez Imaz en su obra “Garrochistas de Bailén” (editada en 1908).
 Al combate
A pesar de que existen diferencias entre los historiados, se cree que a la llamada de Castaños y de la Junta acudieron entre 200 y 400 “garrochistas”. Concretamente, al ejército español llegaron desde grupos de amigos dedicados a la ganadería montada, hasta padres con sus hijos. Todos ellos dispuestos a lancear, como si fueran toros, a los gabachos. Una vez alistados, estos jinetes fueron asignados a la división que comandaba Manuel de la Peña. En ella, según Imaz, causaron auténtico asombro.
“Todas las miradas impregnadas de afecto dirigíanse a la tercera división que mandaba el Teniente General don Manuel de la Peña, para fijarse en el extremo de su línea, donde formaba entre el regimiento de Cuenca y los Dragones de Pavía un escuadrón de 400 jinetes, con largas picas enhiestas que asemajábanse o recordaba el célebre cuadro de las lanzas”, completa el español en su obra.
 Con todo, estos valientes no eran en realidad soldados. “No eran tropas regulares y por lo tanto la única formación militar que tenían fue la que recibieron en Utrera al alistarse. A pesar del poco tiempo que estuvieron haciendo instrucción –unos quince días- todas las unidades formadas tenían una buena disciplina y una obediencia total a las ordenanzas; todo ello favorecido por el espíritu militar de Castaños y el juicio recto y el patriotismo de D. Antonio Saavedra, Presidente de la Junta Suprema de Sevilla”, afirma, en este caso, el presidente de la <<Asociación Histórico-Cultural Napoleónica “Voluntarios de la Batalla de Bailén”>>.
 A la guerra “de paisano”
Superada la breve instrucción, a estos jinetes les llegó la hora de engalanarse para la batalla. Sin embargo, y a pesar de que el ejército español vestía por entonces casaca blanca, los oficiales prefirieron que los “garrochistas” acudieran a la contienda portando el traje de civil que traían de sus hogares. Así pues, en medio de una impoluta masa de uniformes de guerra, los voluntarios andaluces resaltaban por sus vestiduras castizas sobre el resto de los soldados. Con todo, lo cierto es que añadió un elemento de unificación a toda la unidad: un pequeño botón en el que, como explica Imaz en su texto, había grabada una leyenda en la que se podía leer: “Viva Fernando VII”.
“El uniforme de estos garrochistas era original y típico: pañuelo de color rojo en la cabeza atado a la nuca cuyos picos caían sobre la espalda dejando ver una coleta envuelta por redecilla negra, sombrero calañes con mona, chaquetilla corta con hombreras y caireles, chaleco medio abierto por el que asomaba un pañuelo atado al cuello, faja negra o roja, calzones ajustados hasta la rodilla y botín abierto que dejaba ver medias azules o blancas”, expone Miguel Ángel Alonso, Representación de un garrochista dispuesto a combatir.
 Sus armas no eran el sable de caballería utilizado por los húsares (caballería ligera), o los fusiles de los dragones (jinetes a caballo), sino la garrocha y un cuchillo de monte que guardaban bola la faja y que hacía las veces de última defensa ante el enemigo.
 “Sin ser soldados de profesión reunían todas las cualidades guerreras apetecidas en fuerzas montadas (…). Era el garrochista ágil, resistente y recio, como habituado a un constante y violento ejercicio, avezado a luchar con la naturaleza y las fieras, a vencer los obstáculos, sufrir privaciones y esquivar las fieras acometidas del toro para enlazarlo, derribarlo o sujetar su empuje (…). El caballo era rapidísimo en carrera (…) En cuanto al arma que usaba el jinete, esgrimíala a maravilla con habilidad suma, sabía con ella herir certeramente y defenderse, y a fuera de ejercitarla de continuo venía a ser la garrocha como prolongación del brazo, manejada rapidísimamente por la voluntad”, destaca Imaz en su obra.
 Primera gesta
No tuvieron que esperar mucho los “garrochistas” para entrar en combate. Por aquel entonces, el ejército francés de Dupont (quien se encontraba al mando de unos 20.000 soldados) se había diseminado a lo largo de una serie de pueblos ubicados en Linares (Jaén), cerca de una de las principales vías de comunicación entre el sur la capital. Este escenario fue el elegido por el general Castaños para enfrentarse a las fuerzas del Águila y tratar de dar el golpe definitivo en favor de la resistencia española.
 A principios de julio, el mandamás hispano estableció el plan a seguir: las divisiones españolas atacarían las diferentes poblaciones cerca de Linares en las que se hallaban atrincheradas las tropas francesas. Así pues, una asaltaría a Dupont en Andújar (el principal centro de operaciones francés); la segunda atacaría Mengíbar (a 30 kilómetros del pueblo en el que se hallaba el mando francés) y, finalmente, otra cargaría contra Villanueva de la Reina (a 20 kilómetros de Andújar). El plan era sencillo: superar a los gabachos en todos los frentes y obligarles a retirar se o morir combatiendo.
 Cada destino fue otorgado a un oficial español. Teodoro Reding –en cuya división se hallaban encuadrados los “garrochistas”- fue el encargado de atacar Mengíbar con 10.000 hombres, los cuales se enfrentarían por sorpresa a los 3.000 galos dirigidos por el general Liger-Belair que defendían la villa.
 El 13 de julio comenzó el complicado plan cuando el hispano ordenó a sus tropas avanzar escalonadamente sobre la población hasta expulsar a los infantes de Napoleón. Era morir o matar. “Los franceses fueron sorprendidos por las tropas españolas y, después de un fuerte coñoneo que causó bastantes bajas a los franceses, Liger-Belair emprendió su retirada con mucho orden y tomó nuevas posiciones”, añade el experto español a ABC.
 Durante aquel cruento combate, los “garrochistas” cargaron por primera vez con su lanza de tres metros en ristre contra los franceses. Dejaron patente su valor acabando con muchos soldados imperiales pero, por desgracia, fueron rechazados con multitud de bajas.
 “La Caballería española hostigó la retaguardia francesa incesantemente y con gran furia. Los lanceros de Jerez y de Utrera junto a los jinetes del Farnesio dirigidos por su capitán Cherif, dieron una carga brillante aunque sin fortuna, pues quedó herido su valeroso jefe y además murieron varios de los voluntarios andaluces” finaliza el presidente de la <<Asociación Histórico-Cultural Napoleónica “Voluntarios de la Batalla de Bailén”>>. Aquella fue la primera batalla de estos pintorescos jinetes.
 La gran contienda
Pocos días después, los “garrochistas” participaron en la que sería la primera gran victoria del ejército hispano sobre las tropas de Napoleón en campo abierto: la batalla de Bailén.
 Por entonces, y tras la ofensiva masiva sobre los diferentes pueblos colindantes a Andújar, los españoles habían logrado atravesar las líneas francesas y atrincherarse en el pueblecito de Bailén –en la retaguardia de Dupont-. Éste, viéndose superado y no creyendo que un contingente formado principalmente por milicia pudiera enfrentarse a sus veteranos soldados, decidió avanzar sobre la población para enfrentarse de una vez por todas al enemigo.
 “En la gran batalla formaron los garrochistas en la extrema izquierda de la línea, con otras fuerzas de caballería al lado del regimiento de España, detrás de las baterías emplazadas en aquella altura, para proteger los flancos del ejército y cubrir la carretera y entrada en Bailén, cuya población quedaba a su retaguardia. En los ataques que Dupont intentó contra la izquierda de aquella línea para tomar las alturas, dominar el camino y entrada a Bailén y envolvernos por ese flanco, luciéronse los garrochistas, cuyas largas destrozaron e hicieron gran matanza en los famosos Dragones y Coraceros de Privé, que hasta entonces teníanse por invencibles”, completa Imaz en su obra.
 No obstante, la falta de experiencia costó cara a estos lanceros en Bailén ya que, después de vencer a los jinetes franceses, y al ver que se retiraban, les persiguieron con más ansia de sangre que cabeza y muchos fueron pasados a fusil por una unidad de infantería gabacha ubicada cerca de un olivar. “Cuán grande no sería la refriega en el extremo del ala izquierda de nuestros ejército, que de cuatrocientos garrochistas quedaron fuera de combate las tres cuartas partes del escuadrón, casi una cuarta parte del total de bajas en todo nuestro ejército”, finaliza Imaz en su obra.
 Risas tras la batalla
Tras la contienda, vencida por el ejército español, los “garrochistas” que lograron salvarse de la matanza fueron recibidos en Madrid como héroes e, incluso, Reding guardó unas líneas para ellos en su parte oficial de la contienda. Fechado el 22 de julio de 1808, el oficial alabó en él a estos pintorescos jinetes llamándolos “bisoños triunfadores de las águilas napoleónicas”.
 Tampoco se quedaron cortos los ciudadanos españoles en alabanzas. Y es que, tras la aplastante derrota sobre el ejército de Napoleón en Bailen, se crearon multitud de folletos que se burlaban de los franceses. Entre ellos, se imprimió un improvisado panfleto que, imitando un cartelillo de toros, equiparaba la contienda a una corrida de morlacos realizada en España. Éste afirmaba con la típica ironía hispana lo siguiente:
“Los toros [que se torearán] serán: 12 del (…) Sr Dupont, General en Gefe del Exército de Observación de la Gironda, con divisa negra; 5 de la del Sr Vedel, grande Aguilucho, con divisa amarilla (…); y el que quede restante es de la casta famosa de Córcega [aludiendo a Napoleón], nuevo en esta Plaza, que se halla en Madrid, que será embolado para que los aficionados se diviertan, si llegan a tiempo. Los 17 toros de mañana y tarde serán lidiado por las Quarillas de a pie [españolas]. Picarán los seis toros por la mañana don Manuel de Peña, con la famosa Quadrilla de Lanceros de Xerez [los “garrochistas”], y por la tarde lo executarán don Teodoro Reding, con la esforzada caballería española”.
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