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jorgepartidasa · 5 years ago
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LA CANCIÓN DEL DESHIELO
                                        LA CANCIÓN DEL DESHIELO,
                                                         Novela
                                               Jorge Partidas Alzuru 
                                                                            A los hombres y mujeres de fe
                                                       Cap.  I
                                           Yaroshneva, la aldea
         —Fijaos ¡Fijaos bien! advirtió con solemnidad Iván Petronovich cuando escanció la primera copa de vino. Era, como lo había avisado, de un amarillo brillante, ágil y vivaracho. Se deleitaba mostrándolo al trasluz de las llamas inmóviles de las velas de estearina.
—Sí. Fijaos que tiene la envidiable transparencia de la orina de un niño.
Luego cerró los ojos y se paseó repetidas veces la copa de cristal, la única que había, por debajo de su nariz. Aparentaba estar enajenado por el exquisito
bouquet.
—Y tiene el aroma de la doncella —continuó con un profundo suspiro.
En el silencio y en la penumbra de la taberna repleta de aldeanos, abrió ligeramente los ojos.
—Encontraré más —susurró con los ojos entreabiertos. Su voz apagada se oía por igual en todos los rincones.
Alzó de nuevo la copa sin quitarle la mirada pero aún no sonreía. Su propio ritual todavía no se lo permitía. Lo hacía sólo para sus adentros porque comprobaba que el programa vinícola en los valles de Batumi que le fue encomendado había sido sin duda entregado a buenas manos. Se regocijaba porque sus predicciones se comprobaban. No se equivocó cuando aseguró en el Comité Central del Partido Comunista, apenas cuatro años antes, en 1945, que produciría el mejor vino de Georgia y que sería tan alegre y tan apetecido como lo eran las bailarinas del trepak, la danza radiante de la Bielorrusia que ni las mismas maldiciones de la guerra que estaba a punto de terminar pudieron opacar.
—Y ahora, ¡a paladear! —dijo abriendo bien los ojos.
Con la misma seriedad y ceremonial con que había roto el tapón del tonel hacía pocos minutos ante el asombro y el respeto general, Iván Petronovich se llevó la copa a los labios escondidos detrás de su inmenso mostacho. Tomó un pequeño sorbo y, entonces, cerró nuevamente sus ya diminutos ojos. Simulaba estar en trance. Concentraba todos los sentidos en su boca. En ese momento el tiempo se paralizó para todos menos para las contorsiones de sus labios y para él, para Iván Petronovich, el poderoso Secretario General del partido de la región.
Demostraba a los mayores de la aldea cómo se bebía y cómo se saboreaba el licor de los dioses. Enseñaba que el vino era delicado como los sentimientos y se le trataba con suavidad, con ternura, con candidez como la doncella que era.
—En nada se parece a la vulgaridad del vodka —explicó a los extasiados y apretujados oyentes en la taberna cuando rompió el tapón del tonel—. No se exhala primero antes de tomar el vino como hacéis con el vodka, ni tampoco se apura de un solo golpe de codo el contenido de la copa y mucho menos con una inclinación brusca de vuestras espaldas hacia atrás como si hubiéseis recibido coces en el pecho dadas por vuestros asnos. Tampoco se mitiga ardor alguno porque no lo hay. No debéis pues mordisquear pepinos agrios o pan negro después de beber.
Y por eso, el improvisado arbiter elegantiarum, el pretendido árbitro de la elegancia convertido en vocero burdo del buen gusto y estilo, tragó lentamente, con la gracia que se imaginó era igual a la del vuelo del cisne o a la del salto de una gacela. Después, finalmente, como era de rigor, abrió los ojos y regresó a la realidad.
—¿Queréis saber qué descubro? —preguntó a los confundidos campesinos que se apretujaban cada vez más cerca para oír una a una sus sílabas. Temían que se les escapara alguna con cada exhalación convertida en vapor en la fría taberna.
—Pues os lo diré —y entonces paseó su mirada por las dos docenas de rostros que lo rodeaban.
—¡Te encuentro a ti estimable Merab! —dijo con su voz tonante señalando con el índice a un viejo campesino barbudo cuyos labios habían desaparecido años atrás entre sus encías sin dientes—, y a ti también mi pequeña Irina Georgiyevna —dijo luego a una regordeta labriega con su ajustada babushka, la raída bufanda de lana de las campesinas que le cubría toda la cabeza y se amarraba al cuello.
—Y también te encuentro a ti Pyotr, a quien apodan el Befo, y a ti Anastas, todos mis insignes tovarishti, camaradas. Encuentro en nuestro vino, producido en nuestra madre patria, en nuestra madre tierra, con nuestras vides y por vuestro trabajo, lo que encuentro en vosotros. ¡Encuentro! —exclamó con un gesto teatral como si invocara a una divinidad—, la sabiduría, la docilidad y el carácter casi místico que a vosotros os dan los años y por lo cual os amo tanto —y no dijo más.
Había concluido como tenía que ser. Sus últimas palabras las remató con la pose de reminiscencia aristocrática de su recordado abuelo Iván Mikhailovich, ajusticiado por la revolución por haber hecho carrera en la Chornaya Sotnya, el escuadrón de cosacos dirigidos por el mismo zar. Ahora, terminada la densidad y la pomposidad de la ceremonia, podía regresar a la naturalidad. Podía sonreír.
—¿Sabes a qué me refiero Merab? —preguntó paternalmente al viejo sin dientes que lo miraba perplejo y callado del otro lado de la mesa, detrás de la llama inmóvil de la vela.
—¡Habla! Os lo autorizo. No me ofende. ¿Sabes a qué me refiero? —insistió con dulzura Iván Petronovich.
Y en ese momento el rostro del famélico campesino estalló con una inmensa sonrisa nerviosa que empujó las desproporcionadas orejas y los pliegues de sus flácidas mejillas hacia la ceñida gorra que llevaba para cubrir la calvez que se perdía en los tiempos de su memoria.
La risa sin labios le hacía más larga la delgadez de su rostro y el mentón más pronunciado, como la proa profunda de una embarcación. Pero luego el desconcierto la borró como también la borró en los otros campesinos. La sonrisa desapareció tan rápido como le llegó. No, no sabía a qué se refería el Secretario General. Ni siquiera entendía lo que decía con su gruesa voz que disimulaba con el susurro. Además, le atemorizaba la mirada austera, la que utilizaba para reforzar su autoridad.
—¡Te haré famoso Merab! ¡A eso me refiero viejo idiota! —tronó de improviso, impaciente, Iván Petronovich.
—Sí, te haré famoso a ti y a todos vosotros —dijo con la fuerza de su voz potente viendo uno a uno a los demás campesinos—. Haré también famosa a vuestra tierra. Haré famosa a la graciosa Tiflis. ¿Me oís? Os haré famosos. Sí, eso haré. ¡Grusiya, Georgia, te haré célebre! —exclamó con un gesto triunfal que por fin hizo bailar las llamas de las velas—. Vuestro nombre estará en Telegrafnoye Agenstvo Sovyetkovo Soyuza, en la TASS —sentenció con un rugido espeluznante, casi trágico, que llegó a todos los rincones de los tres pisos de la peculiar izba, la casa de leños casi centenaria, la más vieja de la aldea, que servía de taberna.
Pero los campesinos seguían sin entender. ¿Qué significaba ser famoso? ¿Más trabajo, más frío, más trigo, más pan?
—¿Es que no os regocijáis? —tronó Iván Petronovich en el medio de la incertidumbre—. ¿Sois tan ignorantes para no entender que hemos triunfado?
¿Triunfar en qué?, se preguntaban al unísono las miradas confusas y temerosas de los aldeanos. Habían cultivado la vid y fueron diligentes en la vendimia, estrujaron y prensaron la uva, prepararon el mosto, encubaron el zumo y habían esperado. Todo lo habían hecho como se les instruyó. Nada fue a destiempo ni destemplado y nunca se les castigó. ¿Se encontraba allí el motivo del regocijo? Todo fue trabajo y espera, espera y trabajo, igual que como hicieron con el heno, la patata y la remolacha. ¿Por qué antes no hubo celebración y ahora sí?
—¡Me dáis asco! —rugió Iván Petronovich—. Podéis tomar vuestro borscht y comer la bulotki y los golubtsy. ¡Comed todo lo que queráis! Quizás con la panza llena se os anime el espíritu. Y luego tomad el vodka. Tomad sin parar para que el diablo no os halle ociosos. ¡Qué más da!
A Iván Petronovich, el temido Secretario General del partido, le repugnaba la grosura del borscht de Yaroshneva, la aldea más cercana a Akhaltsikhe que a Batumi, el puerto en las costas del mar Negro. En cambio, en ningún otro sitio hacían el shchi como en la taberna de Dimitry Vyacheslav y nadie como él y su mujer, Natalya Ivanova, guardaban sus secretos personales, sus secretos íntimos, los justos placeres, como los llamaban sin trascendencia alguna los taberneros.
—¿Vuestra señoría querrá también pan negro, caviar, manteca y smetana, crema agria? —le preguntó el tabernero con su fingida humildad en medio de las voces y risas, cuando en la taberna ya el vodka liberaba las inhibiciones y temores de los campesinos.
—¿Por qué me tentáis Dimitry Vyacheslav?
—Mil perdones amo pero si no os lo ofrezco me castigaréis.
—¡Tonterías! —replicó Iván Petronovich malhumorado.
Conocía las lisonjas, las que ya eran de rigor en el trato hacia él, pero las del tabernero eran tan vulgarmente falsas como las monedas de barro. Además, se sentía embuchado y ahogado por el vino. Había bajado tres jarras en busca inútil del ansiado ardor que acompañaba placenteramente al vodka, el acostumbrado ardor del fuerte aguardiente eslavo.
—¿Y también querréis vuestro vodka? —le dijo Vyacheslav extendiéndole un jarro de bronce macizo que rebosaba con el licor.
—¡Basta viejo inmundo! —rugió nuevamente Iván Petronovich arrebatándole el jarro—. ¡No os quiero en mi presencia!
Al fin tenía entre sus manos la verdadera jarra, al fin le llegaba la verdadera bebida. No aquel vino que se le atragantaba, el que se le había ordenado producir.
Y con esa entrega ya estaba todo dicho para el tabernero Dimitry Vyacheslav y su mujer Natalya Ivanova. Esa noche sería una noche feliz para la taberna y para la aldea. Se encenderían otras velas, se tomaría vodka hasta el amanecer y se comería pepino y repollo agrio hasta el agotamiento. Se olvidarían el frío y el lodo del camino, las inmensas distancias y las esperas infinitas. También se olvidaría el vino soso y amarillento, como la orina de un niño, que el Comité Central del Partido Comunista ordenaba tomar en sustitución del vodka, el endemoniado licor que hacía a las repúblicas países de beodos, como lo era Stalin, su venerado dictador.
Además, Iván Petronovich había sido insincero y el tabernero Dimitry Vyacheslav también lo sabía. No había ido a la aldea para celebrar la producción del vino ni la violación del primer tonel. Nada tenía que celebrar. El vino resultó demasiado dulce y sin fuerza. En nada se parecía ni se podía parecer al Kinzmarauli, el vino georgiano de gran cuerpo preferido de Stalin, ni tampoco al que luego sería el reconocido Rkatsiteli producido más al este, exquisito vino dorado y ligeramente picante que tenía fama de ser la fuente de la juventud de los georgianos.
Tampoco había ido por el shchi, ni por el caviar ni la manteca. Ni siquiera había ido por el buen vodka de centeno que el mismo Dimitry Vyacheslav producía. Había ido porque le devoraba la curiosidad y también otro tipo de violación. Esa noche, le habían dicho, tendría ante sus ojos una visión y una ternura reservadas sólo para él, sólo para los dioses.
—¿Qué esperamos? —le reclamó ásperamente al tabernero la tercera vez cuando amenazaba caer la noche y ya su papuda nariz y el sudor en la calva cruzada de venas mostraba los efectos de los tragos de vodka que por fin le dejaban ardor en la garganta.
—Será todo según vuestro gusto —le aseguró Dimitry Vyacheslav en medio de la algarabía general que ya producía el licor desenfrenado en los aldeanos de la taberna— pero los músicos aún no llegan.
—Al diablo con los músicos.
—Paciencia mi amo. Es algo nunca visto.
—La paciencia se me agota.
—Os aseguro que estos breves momentos de amargura serán largamente recompensados. Permitidme hacer el escenario que sólo vos merecéis.
Pero Iván Petronovich no estaba convencido.
—¿Por qué demonios debemos esperar a unos malditos músicos? ¿Por caso no tenéis acordeón o balalaika? —Lo tenemos mi señor.
—Proceded. Encuentro aburrido este juego de espera. Ya la sangre me hierve.
—Os aseguré la flor de las flores —le reafirmaba el tabernero—. Esas flores bien valen vuestra paciencia.
—No. Dádmelas. ¡Dádmelas ya!
—Son vuestras, ya lo sabéis, pero tendréis que acceder al precio.
—¿Precio? ¡Maldito limpiarrabos! ¡Cómo osáis hablar de precio! —gritó Iván Petronovich con la mirada llena de ira.
Fue un mirada y una voz que se perdieron y se ahogaron en la gresca de la gritería y las risas. Los aldeanos y labriegos liberaban los espíritus alegres represados por años. El vodka era siempre buena compañía para los campesinos que celebraban ruidosamente no sabían qué.
—¡El mismo cuento vacío de siempre! —continuó en su irritación Iván Petronovich—. Haré que sientas todo el peso del knout, el látigo. El frío se encargará de mutilar cada uno de tus dedos y después yo mismo cortaré la moradura de tu lengua congelada y punzaré cien veces tus ojos hinchados por el hielo.
Pero el tabernero no mostraba preocupación ante la amenaza del jefe del Partido Comunista de la región, el dueño de cuerpos y almas de Abjasia, Adzharia y Osetia del Sur. Conocía bien todas sus reacciones y sabía cómo conducirlas. Lo vencería llevándolo al campo de sus mismas depravaciones. La pederastia y su pedantismo le harían doblar la cerviz como en el pasado pero esta vez penetraría su orgullo y su perversa arrogancia. La justificación estaba plenamente comprobada. Debía también pagar un alto precio como condición. No tenía dudas y, además, ese año las necesidades eran mucho mayores.
—¿Por qué me condenáis? ¿Qué injusticia os he hecho? —replicó Dimitry Vyacheslav escondiendo burla en su postiza humildad.
—No me privéis de ese placer vuestra señoría —terció la esposa Natalya Ivanova, con igual actitud afectada—. Mi marido Dimitry Vyacheslav merece ése y todos los castigos. Tan sólo dadme el placer de ser el verdugo pero esta vez, por algún raro sortilegio, dice verdad. Os ha conseguido la flor única que os asegura, no sé cómo porque es tan inepto como un buey ciego y cojo.
—¡Vieja panzuda! ¿A quién tratas de engañar? ¡Correrás su misma suerte! —gritó el Secretario General.
Con esa grosera exclamación ya estaba todo dicho para los taberneros. Iván Petronovich estaba en sus redes, pensaron al unísono Dimitry Vyacheslav y su mujer. El vodka hacía germinar lo que las fanfarronadas buscaban ocultar. La curiosidad le brotaba por cada uno de sus poros.
—¡Amo! ¿Por qué me insultáis? —dijo la mujer aprisionando y besando sus manos entre las de ella—. ¿Acaso guardáis algún rencor por algo que os he hecho sin voluntad?
—¡Basta! —gritó de nuevo Iván Petronovich liberando sus manos—. ¡Dadme lo que es mío!
El deleite de lo que sería la conquista y la violación no lo desamparaba.
—Pero amo —continuó con su falsa pose la mujer—, el inútil de mi marido os dice la verdad. La flor es tuya pero el precio, debéis pagar el precio.
—¿Cómo osáis hablarme de precio?
—No es mi gusto amo pero los malditos campesinos no son como antes. Ya no aprecian los dones de vuestra bondad. Son miserables y malagradecidos. Si no convenís en la tarifa no tendréis la flor y yo lloraré amargamente por vuestra desdicha.
—¡Por los perros de Jezabel que me habéis enloquecido! ¡Habladme de la valía de una vez!
Natalya Ivanova disparó una pícara mirada a su marido y luego se sentó más cerca del pederasta buscando simular el acurrucamiento del gatito ruso azul. También Dimitry Vyacheslav, el tabernero, entendió que el juego con Iván Petronovich estaba por terminar.
—No os arrepentiréis, os lo aseguro —dijo la mujer casi como un susurro— pero no es una flor como os ha dicho el impotente de mi marido. La sorpresa y vuestro deleite será doble. No es una flor. ¡Son dos!
Una, dos. Las palabras cruzaban por la mente de Iván Petronovich junto con el vino y el vodka y lo atormentaban produciéndole un dulcísimo deleite. La curiosidad por la flor que le ofrecían ya le adormecía la razón prometiéndole el éxtasis que lo encadenaba a sus asquerosas pasiones.
Y la mujer reconoció el disfrute del delito en el rostro. La víctima estaba desangrada. Ya no sentiría los impulsos de la razón sino los impulsos de los bajos sentidos y lo comprobaba con sus propias manos que herían. Le clavaba en el antebrazo sus toscas uñas de leñadora, sus púas curvas de gata callejera de malas mañas, llenas de mugre, e Iván Petronovich sonreía. El masoquismo, como preámbulo a la pederastia, se hacía dueño de él.
—Amo, sois el tsarevitch, el heredero del trono de los zares. Merecéis lo mejor y os lo hemos conseguido. No os privéis de lo que es vuestro —continuó la mujer con un cambio maligno en la inflexión de la voz. Conocía a la saciedad la pasión de Iván Petronovich por los niños, el furor subyugador y diabólico reflejado en sus ojos penetrantes y sabía muy bien cómo tranquilizarlo.
—¡Pensad! Deleitaos en la flor de las flores, por eso necesito asegurarme de que mi pedido me lo concederéis —le dijo finalmente en la penumbra de la taberna con el susurro que llega al interior como un alarido, el mismo murmullo y el ruido apacible con que tienta el demonio.
Iván Petronovich guardó el silencio del indefenso y entrecerró sus ojos. Dimitry Vyacheslav, el marido, sabía que la reacción era como la del animal domado. Sabía también que pronto se daría inicio a la estocada final y estaba preparado. Sólo necesitaba la mirada aprobatoria de su mujer.
—Debo ver, debo ver —advirtió Iván Petronovich como una última defensa.
—Y si es de vuestra aprobación, ¿pagaréis el precio?
—Debo ver —fue la respuesta del impotente entregado al vicio.
—¡Amo! ¡Amo! —exclamó la mujer con un gesto que excedía a la histrionisa burda—. ¿Por qué me hacéis sufrir? Sufro por vos y sufro por el premio que os pertenece pero que espera vuestra decisión.
Iván Petronovich reconoció su desmayo y quiso reaccionar.
—Mujerzuela inmunda. ¡Hablad de una vez!
¡Cuán difícil había sido esta vez!, pensó Natalya Ivanova, pero el agotador trabajo daba sus ansiados frutos. Los taberneros pescaban el premio mayor.
Su precio era entrar al servicio de Iván Petronovich como jefa de la servidumbre de su dacha, la casa de campo que facilitaba el Estado a los altos funcionarios como símbolo de jerarquía. El salario sería bueno y saldrían de aquella pocilga de taberna llena de ratas, pulgas y sabandijas pero por sobre todo, tendrían lo más ansiado, tendrían blat, el acceso, la influencia que los pondría en el camino de los goces, a poseer lo que otros no tenían y cobrar por los favores que dispensarían.
—Éste es el trato mi amo. La primera flor es el niño mayor a quien llaman Yianni, de trece años, hijo de Gaetano, esposado con Mariuska Shelest —dijo con solemnidad la mujer.
Iván Petronovich se extrañó. Había oído esos nombres. No eran de las cercanías, lo que hablaba en favor del esfuerzo del tabernero.
—Continuad.
—La segunda es la niña, Mariuska, nombre de virgen, como lo que es. Así se llama.
—¿Cuán mayor es? —preguntó Iván Petronovich sin ocultar el goce que antecedía a la respuesta.
—Doce años, tan sólo doce años. Como véis, no es una sino dos las flores tiernas e inacabables las fragancias que de ellas obtendréis. Os lo ofrezco todo, a vos y sólo a vos, como amo que sois. Tendréis sus lozanías a vuestra voluntad como también lo que más amáis. Tendréis el inmaculado candor. Seréis la llave que abrirá ese tesoro inviolado. Os aseguro que nunca ha sido tocado. Yo mismo lo he comprobado.
—¿Da?, de verdad —preguntó Iván Petronovich con la mirada de deleite fija en sus sueños degenerados.
—¿Por qué dudáis si allí no termina nuestro tributo a vos? Os ofrezco además arte. Veréis que no son vulgares juglares ni trovadores, ni titiriteros ni jugadores de las manos, ni miembros de circo. Tampoco son artistas. No, no son artistas. Son, amo mío, más, mucho más. ¡Son virtuosos! —exclamó de nuevo la tabernera en su papel de actriz dramática.
—¿Da? —inquirió de nuevo el Secretario General. El vodka ya lo impulsaba a las preguntas imbéciles.
—¡Conseguidme la azuela! —ordenó Natalya Ivanova bruscamente a su marido Dimitry Vyacheslav y fue una orden que se oyó en toda la taberna.
Era en ese momento la primera, la única actriz en todo aquel escenario que rápidamente hizo callar las risas cercanas. Su violento cambio de actitud no daba lugar a dudas ni a la seguridad de su mandato.
—Estoy tan convencida de cuanto os ofrezco que si no os agrada mi tributo, no aceptaré vuestro rechazo como respuesta sino que me podréis mutilar por mi torpeza. Aquí mismo y sobre esta mesa podréis cercenar mi mano derecha —dijo entregándole al sorprendido Iván Petronovich la afiladísima azuela utilizada en la cocina para descuartizar carneros y para desbastar maderas.
—¿Da? —exclamó Iván Petronovich una vez más, confundido con la herramienta mortífera que se le obligó a sostener.
—No, no tengo miedo de mi compromiso —continuó la mujer con una pose desafiante ante las miradas perplejas o burlonas de quienes la rodeaban—, y os lo puedo confirmar. Vuestra voz, la que ruge en la comarca guiándonos e imponiendo el orden sería en este momento impotente de callar toda la algarabía de las dos docenas de campesinos que os enlodan, ofenden y apretujan aquí, con su pestilente presencia. Podréis gritar todo lo que queráis y tan sólo arrancaréis risas e invitaciones para beber de nuevo. Fijaos cómo vuestros vecinos de mesa se atreven a miraros, sonreídos y con vulgar desembarazo a pesar de vuestra majestad y del arma que sostenéis en vuestra mano. Pero no es el caso de vuestras flores. Su arte apaciguará a los desvergonzados, dominará las carcajadas grotescas y dominará las venas de las pasiones que les brotan a todos estos aldeanos y lo lograrán, sí, lo lograrán, sin alzar la voz, sin siquiera hablar, algo que ni siquiera vos mismo podéis hacer. ¿Os dáis cuenta? ¡Ni vos mismo! Vuestras flores triunfarán sobre la irreverencia que os brindan estos hijos podridos de la tierra. Vuestras flores, sin hablar, sin amenazar, sin un sólo gesto y sin siquiera mirar, triunfarán sobre la borrachera y la indignidad a vos, sobre el vodka y hasta sobre vuestro propio poder.
—¿Da? —preguntó Iván Petronovich por cuarta vez.
Repetía inútilmente un mismo pensamiento, desconcertado por el reto de la mujer y por la azuela en su mano. Ya la calva le sudaba copiosamente y el sudor bañaba su gastado y arrugado traje color gris.
—He aquí el precio amo —dijo entonces al oído para que nadie oyera sino sólo él—, modesto para lo que os darán vuestras flores, para el disfrute que recibiréis. Debéis consentir que vayan a la ciudad. Debéis consentir en el conservatorio de música con todos los privilegios y debéis consentir que yo sea vuestra jefa de servicio en vuestra dacha.
A pesar del susurro de la mujer y de la gresca alcohólica a su alrededor, las palabras apagadas resonaron grotescamente en los oídos de Iván Petronovich. Se mezclaban con el desenfreno de los labriegos que colmaban la posada y que le irritaba. Hacía esfuerzos inmensos para razonar y al final pudo captar la inmensidad del pedido. Valoró en su totalidad la insólita proposición de la mujer. No le había conseguido las flores que ella decía para su deleite sino para sus fines propios, y comenzó a verla como lo que era, como una horrenda bruja, gorda y despreciable que retozaba a su lado con una descarada irreverencia.
La miró en silencio y luego entrecerró los ojos, como siempre lo hacía cuando se concentraba. Su ira se acrecentaba con cada parpadeo y con cada carcajada grosera que llegaba desde cualquier rincón. No cercenaría la mano de la tabernera. Sería una afrenta para el hierro. La dignidad del metal era sólo para partir en dos su cabeza. Sólo así lavaría la osadía de la mujer.
La bruja pedía blat a cambio de nada. Pedía privilegios que sólo el Upravleniye Delani, el Departamento de Asuntos Internos del Comité Central del Partido Comunista reservaba a los mártires y a los preferidos del Estado. Para colmo, se atrevía a pedir no uno sino dos privilegios, dos entradas al conservatorio. Era el precio inusitado y soez en boca de una grosera por una sensualidad momentánea, intrascendente, algo que como de costumbre, todos olvidarían con el primer canto del gallo.
Pero, por encima de la ofensa, estaba el atrevimiento. Había osado pedir. Sólo los superiores podían pedir y todos estaban en Moscú. Ése era, pensó Iván Petronovich, el pecado mayor, el pecado que únicamente se lavaba con la sangre aunque putrefacta que irrigaba las asquerosas entrañas de la mujer.
Decidió alzar el hierro y partir en cuatro a aquellos ojos que lo retaban, callar aquella boca de Eva que lo tentaba a ceder y mutilar para siempre la osadía de la mofletuda mujer. El sudor le seguía corriendo copiosamente por la frente y por sus sienes. Caía a chorros sobre su abultada panza, crecida en más de medio siglo de existencia a base de grasas y alcohol. Mientras más veía los ojos negros de la mujer escondidos detrás de las pobladas y desarregladas cejas, más recobraba Iván Petronovich su compostura y su control y más se convencía de que debía ultimar a aquella mirada endiablada y su lengua de urraca.
Estaba demasiado cerca como para no propinar un golpe maestro, limpio, instantáneo. Manejaría el instrumento con una ciencia certera al igual que manejó en su lejana juventud la guadaña y la hoz, los instrumentos para segar, los que se vio obligado a cambiar por el violín, la verdadera pasión de sus primeros años.
Su rostro ya no ocultaba sus intenciones y la mujer lo intuyó. Estaba a punto de bajar su altivez y pedir clemencia cuando oyó lo que tenía que oír, lo único que apaciguaría los ánimos desbocados, lo único que controlaría en los campesinos el desenfreno de las pasiones causado por el licor, lo único que en ese momento acallaría el pandemonio en que se había convertido la taberna y lo único que la salvaría y justificaba el precio que pedía.
Su marido también había leído en el rostro de Iván Petronovich sus intenciones y el horror y la desesperación en el de su mujer. Sin esperar sus instrucciones, dio la orden. Su marido le salvaba la vida y lo había librado a él de la tumba de Siberia. La intuición maravillosa de Dimitry Vyacheslav los llevaba a la cúspide.
En el momento preciso que Iván Petronovich decidió levantar el brazo para partir el rostro de la mujer, en el momento en que apretaba fuertemente los dientes y se disponía a asestar el hachazo certero y a mancharse nuevamente de sangre, las mágicas notas emanadas de un violín le detuvieron. Fue al principio una nota prolongada, una nota que conocía mucho y que sus torpes dedos nunca pudieron reproducir. Era el comienzo de esa melodía como él entendía debía ser la entrada del edén, el que imaginaba sería suyo como tantos edenes de la tierra.
Luego siguieron las que tenían que seguir. Y fueron también esas mágicas notas iniciales las que irrumpieron en todos los oídos de los desbocados campesinos haciéndoles mirar a todos lados y a ninguna parte. ¿Qué dulce ángel se atrevía a amansarlos con su idioma, con aquella indulgente melodía, con aquel arte exquisito?
Cesaron las voces, las carcajadas y los gritos porque las bocas se cerraron y cesó el ruido porque los cuerpos se quedaron inertes como si un soplo narcótico hubiese caído sobre ellos. Sólo flotaba la mansedumbre que brotaba de un violín y una melodía que astriñía y debilitaba el efecto expansivo del vodka. Las venas hinchadas se relajaban. El baile de las llamas de las velas también sentía el efecto astrictivo de la música. Los cuerpos inmóviles no agitaban las moléculas de aire.
Iván Petronovich no acertaba a descubrir la magia que flotaba en el ambiente y esa simplicidad lo llevó a comprobar las predicciones de Natalya Ivanova. Aquellas notas eran en efecto el único hechicero que tendría la fuerza para tranquilizar a la horda de desalmados por el vodka en la taberna. Fue ese mismo bálsamo el que le hizo bajar poco a poco la azuela, relajar los músculos de su boca y apagar la ira y el fuego que reflejaban sus pupilas. Fue ese mismo consuelo el que cerró como por arte de magia los poros y el sudor a pesar de que el encerramiento de la taberna había creado un pestilente sahumerio.
Se dejó llevar por las notas mágicas y sintió que su soledad se poblaba de repente. La música era su único placer sensual que no era un vicio. Cerró los ojos y respiró profundamente. Era la auténtica naturalidad que quiso buscar cuando degustó el vino que tenía la apariencia de orina de niño. Su rostro era plácido, entregado, agradecido. Quizás también hermoso.
Natalya Ivanova aprovechó el momento. Intuía que algo peor podía pasar porque se revivía en Iván Petronovich el secreto que por años trataba de ocultar en su permanente borrasca interna: donde había música no podía haber cosa mala y él era malo. La mujer tomó prestamente el hacha de su mano indefensa, la entregó a Dimitry Vyacheslav, su marido, y luego, al igual que antes, se le acercó como gata en celo y le habló al oído.
—Abrid ahora los ojos amo mío. Abridlos bien. Mirad la prueba de mi tributo. Apreciad vuestro tesoro. He ahí vuestro príncipe, vuestra primera flor y os aseguro que es sólo vuestra. Luego veréis a la princesa. Mirad. Fijaos bien que no os he engañado. ¡Allí están vuestras flores! A cambio, sólo pido miserias, privilegios que no son para mí sino para vos mismo y fácilmente están a vuestro alcance. Para mí tan sólo quiero el honor de servirte en tu dacha.
Y todo resultó finamente hilvanado. En nada hubo coincidencias ni improvisaciones.
Yianni, el príncipe que los taberneros habían destinado para Iván Petronovich, había iniciado la ejecución de una adaptación completa para violín del andantino
quasi allegretto «El joven príncipe y la joven princesa» de la suite sinfónica Scheherazade de Nicolás Andreievich Rimsky-Korsakov quien, junto con Borodin, Cui y Moussorgsky, eran los compositores preferidos de Iván Petronovich. Conocía todas las obras de Rimsky y hasta la fecha de su composición. Conocía de memoria la letra de Pekovitianka, su primera ópera compuesta en 1873 y de todas las otras óperas. Se enorgulleció, en su distante juventud, de haberse llamado un producto directo de la influencia del gran maestro hasta que algunas mentes huecas de la revolución de 1917 lo atemorizaron porque borraron del acervo cultural ruso al exquisito compositor. Lo consideraban la representación misma del pensamiento zarista abatido.
Y fue esa acusación a Rimsky su única y permanente incriminación contra la revolución a la cual se había entregado sin condición al lado del mismo Lenin cuando recién cumplía los veinte años. Sólo por su insistencia el partido había rectificado y se le había hecho justicia al compositor, al genio que Iván Petronovich llamaba el creador de los creadores.
La interpretación de Yianni fue impecable y sentida. Fueron diez minutos diez segundos en que el ángel conversó en su idioma cristalino y armonioso con los inmóviles cuerpos que lo escucharon suspendidos en un éxtasis divino. Fue como la imperecedera voz de Orfeo unida a la lira que embelesó a hombres y dioses, conmoviendo a la naturaleza toda con sus acordes. La entrega de la taberna a la música celestial de Yianni parecía la misma entrega de osos y leones que se acercaron a lamer los pies de Orfeo y a las otras fieras que se juntaban a su alrededor para escucharle, o a los ríos que retrocedieron a su nacimiento para oír, o a las rocas y árboles que se animaron y corrieron dócilmente a su encuentro.
Fue ese idioma el que acercó a Iván Petronovich a las lágrimas porque por encima de la revolución estaba la música que lo dominaba con un sentimiento tan fuerte que era capaz de llevarlo hasta al arrepentimiento. La sentía tan sublime como le parecía debía ser la expresión de un gozo religioso al que inmisericordemente perseguía y castigaba.
Cuando Yianni concluyó nadie sabía qué hacer, ni siquiera el tabernero ni su mujer. Era demasiado bello como para regresar a la realidad, como para pensar que un sueño sobrehumano pudiese concluir. Sólo cuando Iván Petronovich abrió los ojos, la taberna comenzó a retomar poco a poco su vigor y las llamas de las velas comenzaron a desperezarse. Sólo en ese momento reaccionó a las palabras de la mujer.
—Tendrás tu privilegio.
—No es uno amo. Son dos —respondió rápidamente Natalya Ivanova y dio la orden a Dimitry Vyacheslav. De nuevo se escuchó el violín pero esta vez no era
Rimsky sino una de las espiritosas danzas eslavas de Dvorak y no era sólo Yianni sino también la pequeña Mariuska, la hermana, trajeada con un hermoso faldellín de ballet por encima de sus rústicos pantalones campesinos. Comenzaba al lado de Yianni los allongé y
chassés aplicados a la danza eslava, bailando con zapatillas elaboradas en piel de cabra curada con aceite de abedul, sal y golpes.
La taberna reaccionó de una manera muy diferente. La música de Dvorak inspiraba la fuerza emotiva traducida al movimiento con gracia que la niña efectuaba con tanta naturalidad y maestría. Su cadencia rítmica se la copiaban casi al carbón las llamas de las velas que se movían con la misma gracia y con el mismo sigilo.
Era todo aquel coro de mansos y primorosos movimientos el hipnótico que mantenía inermes a los incrédulos espectadores. Era un universo de sentimientos que dominaban los ágiles dedos de Yianni ejecutando con brío la música de Dvorak al igual que lo dominaba la graciosa inquietud y agilidad de Mariuska.
—¡Dochushka!, pequeña hija —le repetían con cada cabriole los campesinos a Mariuska—. ¡Blagodaryu tibiá!
¡Blagodaryu tibiá! ¡Gracias! ¡Gracias!
Y aquel diálogo angelical entre la música de Yianni y la gracia de Mariuska también llegó a un final premiado con ruidosas ovaciones rematadas con Jóvenes
pioneros y otros cantos heroicos populares de libertad, archivados por largos años en los recuerdos de los hermosos campesinos, que ahora resonaban sin temor en sus gargantas.
La emoción resultaba incontenible. Las lágrimas no se escondían. Brotaban y corrían como manantiales en primavera. Tampoco se escondían las bendiciones que se dejaban caer sobre los niños y que Iván Petronovich ignoraba así como esquivaba entre sus frenéticos aplausos los retos de libertad que le lanzaban los campesinos con sus coros y canciones. Para ellos era ese único momento pero para él serían muchos en que no sólo disfrutaría la sensualidad auditiva con los niños. Las razones de su alegría bien valían las irreverencias momentáneas de los campesinos y las peticiones de la mujer.
—Tendréis vuestros dos privilegios.
—¿Y de la dacha? ¿Qué me respondéis de la dacha?
—Es vuestra —dijo extasiado, sin ningún asomo de duda—, pero ahora dadme lo que me pertenece.
El reclamo la dejó desconcertada. Para dar, tenía primero que recibir.
—Amo, ¿qué podré entregar a cambio? —preguntó Natalya Ivanova con una mal disimulada angustia.
—Ya os he dicho —contestó casi irritado—. Los privilegios son vuestros y la dacha también. Dadme lo que me pertenece.
—Amo, os he sido siempre leal —dijo la desvergonzada mujer con su fingida humildad—. Nunca dudasteis de mi lealtad. Siempre me lo habéis reconocido. ¿Pensaríais igual si me supierais desleal, aunque fuese en vuestro beneficio? Me condenaríais sí, me condenaríais. Sabéis bien que me condenaríais. Me condenaríais si no soy leal al acuerdo con el campesino. El premio se os entregará pero en vuestra dacha.
Iván Petronovich no reaccionó. Aún estaba bajo la influencia del lenguaje de los ángeles, el que llevó Yianni en su música.
—Pero creo poder complaceros en algo —continuó Natalya Ivanova—. Si procuráis los privilegios, los pasaportes y los permisos de residencia os aseguro que podréis celebrar vuestra primera noche con vuestras flores como siempre lo hacéis, en la seguridad de nuestra taberna y en la alcoba principal. Nunca nadie sabrá nada como tampoco lo han sabido en el pasado. Luego los enviaremos a Tiflis y los tendréis a vuestra voluntad pero os aseguro que no tendréis que esperar más allá de los papeles y permisos. Negociaré con el detestable campesino y aceptará. La primera noche será aquí. Ése es mi compromiso. Ése es mi tributo a vos —concluyó la mujer con rapidez para no dar tiempo a la respuesta meditada de Iván Petronovich.
—¿Da? —preguntó el pederasta con el brillo de sus ojos reflejando sus inmundos pensamientos.
—Da —afirmó la esposa de Vyacheslav sin dudar— pero acordaos, necesito los privilegios.
Era el tercer domingo de septiembre. Las lluvias habían cesado y la luz de verano se acortaba aceleradamente.
Tres semanas después el tabernero llegaba al hogar de Gaetano en la koljos.
—Aquí os traigo las buenas nuevas. He aquí vuestros privilegios. Ahora debo llevarme a los niños pero daos prisa. Debo estar de regreso de inmediato. Se hará de noche y me esperan.
La imprevista visita de Vyacheslav y su inesperada petición tomó a los padres, Gaetano y Mariuska Naslishvili, por sorpresa. La reacción fue de una fuerte mezcla agridulce que no les permitía pensar coordinadamente ni actuar con serenidad a pesar de las muy ansiadas concesiones oficiales que se les depositaban en sus manos.
De una parte recibían la alegría de los anhelados privilegios para enrumbar a sus hijos hacia la meta soñada, por el mundo de la música en Tiflis, la capital. Se alegraban también por los ingresos que significaban, vivir todos con comodidad en la ciudad dedicados a sus hijos. Recibían los pasaportes definitivos para viajar dentro de las repúblicas y los permisos de residencia en la ciudad que los liberaba de la odiada servidumbre, del encadenamiento obligado a la tierra.
Pero el precio que debían pagar era demasiado alto, pensaron los padres. El entendimiento era que ellos los llevarían a Tiflis. Nunca se había hablado de arrebatarlos de esa manera y mucho menos de llevarlos primero a la aldea.
—¿Por qué Yaroshneva? —preguntaron al unísono los padres—. Nuestro acuerdo fue que seríamos nosotros quienes los llevaríamos a Tiflis. Ésa es la razón de los pasaportes y permisos que vos mismo nos acercáis.
—¿Por qué aportáis tantas dudas? Hago sólo lo que se me dice. No os tengo respuesta —protestó Dimitry Vyacheslav, el tabernero.
Gaetano y Mariuska presentían el gravísimo peligro. Instintivamente les vino a la memoria las advertencias que les habían hecho acerca de Iván Petronovich pero se agregaba una amenaza adicional. Fuera de su vigilancia, ya no tendrían ninguna seguridad sobre el destino ni el paradero de sus hijos. Se los arrebatarían y jamás los volverían a ver y quizás ni siquiera a saber de ellos. Eran muchas las historias que corrían de desapariciones y también eran muchas las interminables búsquedas infructuosas que conducían siempre al llanto y a la permanente desesperación.
Las fuerzas de Gaetano le flaquearon ante el riesgo de verse por segunda vez en su vida arrebatado de su familia y dejado indefenso e impotente. Sintió que la daga perversa e inhumana del dios maligno de nuevo lo atacaba. Invocó con toda su fuerza al Dios bueno, al Dios que la revolución le prohibía pero que de todas formas, por creerlo una fábula, depositaba en el Olimpo al lado de Zeus. Sólo en ese momento, con esa invocación, recobró la fuerza y la ansiada inspiración.
—Os aliviaré de vuestra preocupación. Yo os acompañaré —dijo Gaetano, el padre—. De ese modo no tendréis que regresar a devolverlos.
Ahora era el tabernero el desconcertado. No sabía qué hacer.
—¿Da? —contestó simplemente.
—¡Sois un idiota! —le increpó duramente Natalya Ivanova a su marido esa misma noche cuando supo que el padre había acompañado a los niños—. ¡Tu madre parió en ti a un idiota natural! —remató. Dimitry Vyacheslav no entendía la ira de la mujer y menos cuando reaccionaba ante los motivos del padre para acompañarlos.
—¿Pero es posible que seáis tan idiota? —le increpaba airadamente la esposa cuando reconoció que el labriego se le había adelantado a sus jugadas. Pero no había tiempo de continuar en discusiones. Iván Petronovich aguardaba impaciente.
—¡Os debéis quedar aquí hasta que os avise! —le instruyó ásperamente Natalya Ivanova a Gaetano en la despensa de la taberna, al lado del gallinero. La mirada de la mujer tampoco ocultaba su profundo enojo.
—No os entiendo señora —protestó el padre—. Podría quedarme de nuevo detrás de la puerta de la cocina. Os aseguro que no molestaré.
Gaetano recordaba la primera y única vez, cuando él y Mariuska, su mujer, aguardaron en un apartado rincón de la taberna. Allí, casi escondidos, pudieron comprobar cómo el arte exquisito de sus hijos lograba amansar la taberna repleta de campesinos que respiraban vodka y vino por todas sus entrañas. Fuera de la vista de todos pudieron también comprobar el rostro transformado de Iván Petronovich cuando por primera vez escuchó hipnotizado la música de Yianni y apreció el baile de la hija.
—¡Iop tvain mach! ¡Por las tripas de tu madre que me lleváis a la impaciencia! —explotó la mujer—. Si os digo que debéis quedaros aquí es por causas razonadas. Es que acaso no estáis conforme con todo lo que os he logrado?
Esas instrucciones eran las que Gaetano tanto temía. Sus temores se confirmaban y ahora tenían muy poco tiempo para preparar a sus hijos.
—Os pido disculpas pequeña madre —dijo Gaetano con humildad—, se hará como ordenéis. Mi impaciencia por ver el progreso de mis hijos os hace turbar. Seguiré vuestras indicaciones. Los prepararé para el momento que me indiquéis.
Quince minutos más tarde regresaba Dimitry Vyacheslav en busca de los niños. Gaetano los había preparado.
La habitación principal en el último piso de la taberna era algo a lo que ni Yianni ni Mariuska estaban acostumbrados. Era inmensa, con una sola cama, también enorme, que contrastaba con las de su propia casa en la que en una habitación había dos camas reducidas, la de sus padres y otra al costado en la que dormían juntos Yianni y Mariuska. Se asombraron también de la cabecera de la cama. Era de metal brillante como el oro, el bronce que los niños desconocían.
—¡Adelante mis pequeños! —dijo Iván Petronovich reclinado en una vieja poltrona cuando los hermanos traspasaron el dintel de la puerta. Estaba sonreído, sentado cerca de una mesa al lado de la cama—. ¡Adelante! Nos aguardan hermosas sorpresas. Fijaos en lo que os tengo, sólo para vosotros.
Mariuska no podía apartar su vista de la mesa y de una enorme cesta con frutas de la comarca en su centro. Había probado manzanas, peras, uvas y melocotones pero nunca con aquellos colores radiantes y de una contextura dura. Por el contrario, siempre le llegaban cuando la fruta perdía el brillo, cuando ya mostraba el deterioro y hasta la descomposición.
—Fijaos. También os tengo estos manjares preparados con los hojaldres, las almendras y las mieles de los valles del Rion. ¡Es todo vuestro! Sí, todo vuestro. ¡Acercaos! —dijo Iván Petronovich mostrando una bandeja repleta con pastelerías y polvorosas, y una amplia sonrisa que no ocultaba la dentadura marcada por vacíos y dientes de oro.
Pero los niños estaban atemorizados. Temían al humilde lujo del lugar, la inmensidad de la habitación, la presencia misteriosa de Iván Petronovich, el krepki
khozyain, el amo indiscutido, el inaccesible, el etéreo omnipoderoso como también lo eran Stalin, Malenkov, Bulganin o Kaganovich. Le temían también a la falta de sus padres, al derroche por la excesiva iluminación con velas y lámparas de aceite. Temían hasta los mismos manjares que siempre pensaron les estaban prohibidos por su condición de siervos, que nunca serían para ellos. —¿Por qué estáis temerosos? —preguntó Iván
Petronovich sin perder la sonrisa—. Todo es vuestro y sólo vuestro. Ven mi pequeña —le dijo a Mariuska extendiéndole el brazo desde la poltrona—. A ver. ¿Os apetece el melocotón?
Pero Mariuska no sabía qué contestar. Su padre les había advertido de muchas cosas, entre ellas, que nunca debían aceptar regalos o lisonjas de extraños.
—¡Vamos, vamos mi pequeña! —insistió Iván Petronovich ofreciéndole un melocotón amarillo y rojo brillante, la mezcla hipnotizante de colores que Mariuska sólo recordaba haber visto en los cielos de otoño con la puesta de sol—. Os lo he traído sólo para vosotros.
La sonrisa inmensa de Iván Petronovich debajo de su poblado mostacho, y su tono de voz paternal, les quería decir que no había nada de malo en aceptar aquel manjar que generosamente ofrecía. Y a la misma conclusión llegaba la niña para sus adentros vestida con su faldellín de bailarina sobre sus toscos pantalones de lana. ¿Por qué entonces su padre se oponía?
Se imaginaba cuán hermoso sería sentir en sus manos la tersura de la fruta e hincar sus dientes en aquel mundo que le hacía agua la boca y le descomponía el entendimiento. ¿Qué de malo podía haber en el regalo que veía abundante sobre la mesa y que cálidamente se le daba?
Mariuska dudaba y no encontraba la respuesta en Yianni. Su hermano mantenía la vista hacia suelo y jugaba nerviosamente con el arco, el violín y la gorra que mantenía entre sus manos frente a su pecho.
—Y tú, mi pequeño, ¿tampoco te animas?
Iván Petronovich le dirigía ahora la pregunta a Yianni, su verdadero interés.
Pero el niño no contestaba. Continuaba con la vista en el suelo.
—Os he hecho una pregunta —insistió Iván
Petronovich reforzando ligeramente su tono de voz—. ¿No os han enseñado que debéis contestar a los mayores cuando os hablan?
Le habían educado para responder cuando los mayores le hablaban pero Iván Petronovich era diferente. Era además el símbolo del poder, la imagen y la fuerza que por generaciones aceptaba intuitivamente el ruso, con una devoción casi siempre irracional y un temor sin límites. Allí, de repente, tenía esa imagen, el poder frente a él, de carne y hueso, que les ofrecía generosamente frutas y manjares. Pero era un señor amable, sonreído. No era el señor sagrado o el de los cuentos macabros y de las tinieblas que tanto temían el que le pedía una contestación.
Pero su padre le había confirmado minutos antes que, en efecto, Iván Petronovich no era bueno. Se lo explicó muy brevemente en la primera conversación de hombre a hombre que apuradamente mantuvieron en la despensa de la taberna.
—Debéis creer en mí pero no como siempre lo habéis hecho —le advirtió en los segundos finales el padre—. Ahora es diferente. Ahora debéis creer con mucha más fuerza, como nunca lo habéis hecho —repitió.
La advertencia la hizo Gaetano de frente, sin vacilación y Yianni lo quería en ese momento a su lado. Quería que le dijera qué debía hacer, qué debía contestar. Quería que le volviera a explicar por qué estaban allí, en una habitación desconocida con el señor de los señores y por qué todo se había hecho con tanto sigilo. ¿Por qué nadie en la aldea debía saber que ellos estaban allí? Todos fueron sus amigos en la noche de la taberna y se les ofrecieron y entregaron como sus protectores. Se lo habían demostrado días antes cuando tocó el violín por primera vez. Ahora se los ocultaban. ¿Por qué?, se preguntaba una y otra vez.
Pero como respuesta, tan sólo tenía en su mente lo que su padre le había obligado a repetir instantes antes de despedirse. No debía ser grosero pero no debía permitir ningún obsequio ni bondades de Iván Petronovich ni con él ni con su hermana.
—Seguramente os encontraréis en el momento en que se os abrumará para que aceptéis golosinas y familiaridades —le advirtió Gaetano—. En ese caso, escuchad bien, escuchadme muy bien. Ejecutad siempre vuestra música, la más alegre. Mazurcas y tarantelas. Haced que mi pequeña baile. Nunca debéis quedaros sin accionar. Entonces le pediréis al amo Iván Petronovich que os enseñe cómo beben vodka los hombres del Cáucaso. Pedidle que os enseñe pero nunca, me oís, nunca probéis ni un solo sorbo, ni una sola gota. Tan sólo hacedle beber al amo rápido y en demasía. Alabad continuamente su hombría en el arte de beber. Pedid que beba no de la copa sino del gran jarro y que no sea del pequeño. Si es necesario, reclamad más vodka. No tengáis reservas. Bajad a la taberna. Se os dará todo cuanto pidáis pero hacedlo con alegría, debéis fingir que estáis alegres. En nada se os limitará. No, no me preguntéis por qué. Sólo haced como os digo. Haced que Iván Petronovich beba hasta que se le hayan desvanecido los sentidos, hasta que sus poros sólo destilen el licor. Cuando sintáis que cae rendido, vendréis a mí sin hacer más ruido que el de vuestro parpadeo. Nadie debe saber que lo dejasteis sólo. ¿Me habéis entendido bien?
Y con esas palabras de Gaetano aún frescas en su mente, Yianni contestó a Iván Petronovich.
—Mi padre me ha instruido que antes de aceptar vuestra generosidad, debo animar vuestro espíritu con una mazurca y que mientras tanto bebáis a vuestro antojo para que así me podáis enseñar a beber.
Iván Petronovich rió con malicia. Las palabras de Yianni fueron inesperadas, una grata sorpresa, un imprevisto aguijonazo a sus sentidos. Interpretó que el niño se comportaba con la educación de quien había recibido ricas luces en las artes y con instrucciones de deleitarlo no sólo con su música.
—Vuestro padre es sabio —dijo Iván Petronovich—. No sólo de música debéis vivir. También el espíritu debe reconfortarse con el vodka y los placeres de la boca. Es hora de que os iniciéis en la bebida y en otras cosas de los hombres.
—Mi padre dice que vos podéis ser mi mejor maestro.
Iván Petronovich experimentó con la afirmación de Yianni un nuevo aguijón que le encrespó los sentidos. No sólo se halagaba su hombría sino que se despertaban sus facultades. Presentía que esa sería una noche muy especial, no como las tantas noches en que tuvo el goce del candor de otros niños insulsos que fingían remilgarse. Los taberneros no se habían equivocado, pensó. Comprobó que el precio que le cobraban había sido muy bajo, un motivo más de satisfacción.
—Os debéis iniciar mi amado hijo —dijo Iván Petronovich alzando la copa de vodka, con la misma solemnidad que cuando presentó a los campesinos el vino del primer tonel—, con una copa y tener la seguridad del arquero certero para que el vodka vaya directo a vuestro corazón. Sólo así despertará toda la inspiración. Acércate, te lo demuestro. Toma conmigo —concluyó con una nueva sonrisa.
—Señor —lo interrumpió Yianni—, ya conocemos el beber de la copa.
—¿Da? —preguntó sorprendido Iván Petronovich.
—Sí, mi señor, —contestó Yianni con aplomo—. Ahora queremos conocer cómo se alivia el ánimo con los tragos directo del jarro.
Las miradas de Iván Petronovich y de Mariuska coincidieron sobre Yianni. Ambos estaban igualmente sorprendidos.
—¿Directo del jarro? —preguntó Iván Petronovich.
—Del jarro grande —aclaró Yianni—. ¿No es así como lo deben hacer los hombres duros y feroces, los verdaderamente tártaros?
Y con ese reto, Iván Petronovich rió abiertamente. Después se le quedó mirando largo rato, se puso de pie y llegó a su lado. La comparación de las humanidades era grotesca. Yianni era tan delgado como el soplo del viento por el ojo de la aguja y, en cambio, Iván Petronovich era groseramente panzudo e inmenso de tamaño.
—¡Bravo! Te enseñaré —le dijo Iván Petronovich poniendo su mano izquierda sobre el hombro del niño y apretándolo contra la panza prominente.
—¿Es cierto que hombres como vos son capaces de tomar de sopetón dos o tres jarros grandes de vodka? —preguntó de nuevo Yianni retomando la iniciativa.
Iván Petronovich encontró la pregunta desconcertante. Desconocía que alguien podía tomarse dos o tres jarros grandes de vodka sin reposar.
—¿Es eso cierto? —insistió Yianni con una fingida admiración en su rostro.
—Sí, naturalmente —contestó impensadamente Iván Petronovich— pero sólo los muy fuertes.
—¿Como vos? —preguntó Mariuska con su sincera inocencia infantil. A las otras razones que adornaban el nombre de Iván Petronovich como motivo de respeto, Mariuska ahora debía agregar el de tomar dos o tres jarros seguidos de vodka.
—Así es mi pequeña —contestó Iván Petronovich mientras alzaba el jarro de vodka—. Bebo a vuestra salud y la de vuestro padre, el sabio.
Luego se lo llevó a su boca y comenzó a beber, casi sin respirar. El final parecía nunca llegar y sentía que el ardor de la garganta se comenzaba a extender.
—¡Bravo! —dijo Yianni a su vez cuando Iván Petronovich reposó el jarro vacío sobre la mesa—. ¡Sois en verdad un tártaro! Os debo la mazurca, señor, mientras mi hermana os provee de otros dos jarros.
—¿Otros dos? —Iván Petronovich apenas podía retomar la respiración.
—Recordadle a vuestro hermano que debe tocar con dulzura —le indicó Natalya Ivanova cuando le entregó a Mariuska los dos jarros que difícilmente podía transportar la niña en sus débiles manos.
Nadie debía saber el secreto de Iván Petronovich ni ninguno debía saber que Gaetano y sus hijos los visitaban esa noche.
—Ahora mi señor —dijo Yianni cuando Mariuska regresó con el vodka —tocaré una tarantela que espero sea de vuestro agrado. Es muy corta y muy viva y es el tiempo justo que mi padre dice se requiere para bajar un jarro de vodka.
—¿Vuestro padre? —preguntó nuevamente sorprendido Iván Petronovich.
—Sí, en la koljos se bebe al compás de la tarantella. ¿Sois capaz de hacer la prueba? —lo intimó Yianni—. Veréis de mi hermana los pasos más hermosos que nunca hayáis imaginado.
Al final de la corta tarantela Iván Petronovich había bajado con mucha dificultad el segundo jarro. De inmediato empezó a sentir que el ardor del vodka ya no lo sentía en la garganta sino en toda la tráquea, en la boca del estómago y en los bordes de sus ojos.
—¿Podréis ahora enseñarme vuestro estilo con la copa?
Pero Iván Petronovich sentía un agudo malestar que le invadía su entendimiento y que le hacía perder el equilibrio.
—Esperad —dijo, y se recostó en la cama de la cabecera de bronce.
Cerró los ojos e hizo gestos pidiendo que Yianni se acercara pero eran gestos incomprensibles hasta que finalmente su mano cayó pesadamente sobre su pecho. Iván Petronovich había perdido el conocimiento.
—Quedaos aquí y no hagáis ningún ruido. Esperad mi regreso. Será breve —dijo Gaetano a sus hijos cuando retornaron para informarle que Iván Petronovich dormía pesadamente. Le aseguraron que nadie los había descubierto ni escuchado.
La despensa y el gallinero estaban al costado de la cocina, donde Gaetano comprobó que el tabernero dormía y su mujer, ebria como la bacante, la sacerdotisa de Baco que era, roncaba, ambos con la cabeza entre sus brazos sobre el mesón de la cocina. Buscó entre los utensilios la azuela que días antes Natalya Ivanova había puesto en las manos de Iván Petronovich y que luego el mismo Gaetano comprobó, en la cocina, que su borde siempre estaba tan afilado como la navaja de rasurar. Al momento de tomarla tropezó con una cacerola y la hizo caer ruidosamente al piso.
—¡Malditas ratas! —exclamó Dimitry Vyacheslav casi sin levantar la cabeza y volvió a su sueño profundo.
Del otro lado de la cocina se encontraba la escalera que conducía al segundo piso donde se almacenaba heno y, finalmente, al tercer piso, los aposentos de los taberneros donde Iván Petronovich estaba postrado inconsciente.
La puerta de la habitación se encontraba entreabierta, y dejaba salir al pasillo la luz de las lámparas y velas.
Gaetano comprobó la apreciación de sus hijos. Iván Petronovich estaba tirado sobre la cama y emitía profundos y cargantes ronquidos. La inconsciencia le permitía proceder con toda comodidad. Todo sería más fácil. Cerró la puerta tras de sí, definió su plan y se decidió a actuar de inmediato.
Lo primero era inmovilizar al borracho indefenso. Amarró fuertemente la mano derecha de Iván Petronovich al poste de metal de la cabecera utilizando la correa que servía de sostén a los pantalones en la inmensa panza. Con su propia correa procedió a amarrar los pies al fondo de la cama tan fuerte que parecía hacerle daño hasta el punto de casi despertarlo. Luego, con el lienzo de la mesa ató a la cabecera la mano izquierda. Se aseguró doblemente de que estuviera bien sujeto y entonces colocó junto al rostro una almohada. En ese momento sintió que había domado a la bestia y que estaba serenamente preparado para iniciar el camino hacia su propia libertad.
Se subió a la cama por el lado izquierdo y encontró que la panza del pederasta se mostraba tan pronunciada como un barril de pepinos agrios. Al costado del asqueroso Iván Petronovich, inconsciente por sus mismas pasiones, Gaetano no dudaba. Aquel ser repulsivo tenía que ser la imagen viva de lo que era un demonio. Era el diablo mismo el que tenía a su lado, el que la revolución decía que no existía, el triunfo cumbre de Satanás al sembrar esa creencia en el mundo.
Pero allí estaba. La piel de Iván Petronovich que tenía tan cerca la sintió tan inmunda como la pocilga donde se encontraba, como el antro donde rumiaba sus vicios y degeneraciones. Si el diablo no existía, como enseñaba la revolución, entonces con Iván Petronovich el hombre lo había creado y con ello se confirmaban sus propios razonamientos. Como miembro de la raza humana, la raza que a su vez creó a aquel monstruo a su imagen y semejanza si persistía en negar la existencia diabólica, Gaetano sintió que estaba llamado a ser en ese momento el purificador de la raza, de arrojar a los mismos infiernos las horrendas manchas que los hombres se hacían sobre sí con seres como Iván Petronovich, el que se deleitaba truncando la inocencia de los niños, el creador del escándalo que merecía como benevolente castigo una piedra de molino atada al cuello para echarlo al fondo del mar.
Y por eso tomó la almohada y suavemente la colocó sobre el rostro del pederasta. Luego, con la sangre fría del carnicero, descubrió la muñeca izquierda del maestro de desenfrenos y engaños. Las velas iluminaban claramente las venas hinchadas por la presión del licor. No tenía dudas de que era la piel misma del diablo al que debía destruir al igual que se debían destruir todas las hechuras perversas del hombre, o del diablo, sobre la tierra. Respiró profundo. Se sintió seguro. No lo invadía ni la duda ni el desasosiego ni el temor.
Tomó entre sus manos la parte afilada de la azuela y procedió con valor, sin vacilación, sin inquietud ni pesar, con toda la lucidez de su conciencia y sus sentidos. Reforzó las manos con el peso de todo su cuerpo y en ese instante procedió. De un sólo tajo hizo un corte preciso longitudinal en el antebrazo que casi llegó hasta el hueso. Fue un corte sin dificultad, sin resistencia, que hizo brotar aceleradamente la sangre. Salía a borbollones, como una fuente interminable y macabra, de un rojo profundo, casi morado.
Iván Petronovich despertó de inmediato al sentir la herida. Apenas pudo cruzar una relampagueante mirada llena de sorpresa, odio y fuego con su agresor pero Gaetano fue rápido. No quería aquella mirada que lo penetraba como el hierro que penetró la carne y partió en dos las venas. Y tampoco quería los gritos. Como un rayo, tapó el rostro con la almohada y la presionó con su peso.
Iván Petronovich comenzó a gritar. Eran alaridos, aullidos y graznidos desesperados del condenado que la almohada ensordecía.
Daba brincos desesperados, inútiles sobre la cama como el pez vivo inmenso que se tira sobre lo seco. La fuerza de aquella bestia mortalmente herida era apenas incontenible por la débil humanidad de Gaetano pero comprobaba que mientras más esfuerzos hacía por zafarse de las amarras, más brotaba la sangre que producía un inmenso charco en las sábanas.
—¡Eres el diablo! —jadeaba Gaetano una y otra vez presionando con más fuerza la almohada contra el rostro oculto y sin aire—. ¡Eres el diablo! Te condeno para siempre a tus reinos malditos. Si eres humano, que Dios tenga piedad de ti.
Después del sexto brinco, el último que hizo saltar la cama y casi arrastrar los cuerpos al suelo, cesaron las contorsiones y la agitación. Luego siguieron movimientos espasmódicos y bruscos pero se fueron reduciendo y sustituyendo por ronquidos pesados semejantes al estertor de los moribundos. Cuando cesaron los ronquidos, Iván Petronovich apenas hacía ligeros movimientos de los dedos hasta que el silencio y la inmovilidad invadieron la habitación. Eran dos cuerpos inertes, uno de ellos sin vida y otro agotado, sudoroso, jadeante.
—Eres el diablo. Te condeno para siempre a tus infiernos... Eres el diablo. Te condeno para siempre a tus infiernos... Muere... Muere... Eres el diablo. Te condeno para siempre a tus infiernos.
Gaetano repetía casi sin aliento, nerviosamente, sin cesar, casi como un murmullo incoherente, la oración liberadora de su propia e incontrolable ansiedad. Buscaba para su interior la justificación de su acto.
—Eres el diablo. Te condeno para siempre a tus infiernos... Eres el diablo. Te condeno para siempre a tus infiernos... Muere... Muere... Eres el diablo. Te condeno para siempre a tus infiernos.
Gaetano estaba agotado y petrificado sobre el cadáver al igual que parecían estar las llamas de las velas. Esperó una infinidad para recobrar el aliento, hasta que a la carroña humana abatida, la que hizo neciamente la tarea del demonio, no le quedara ni el resoplo del abismo ni de las tinieblas. Sólo así empezó a aflojar la presión sobre la almohada.
Pero un sentimiento envolvente, inmenso, trepidante, incontrolable, lo invadió. El valor fue sustituido por el temor alienante. ¿Qué sucedería si aún estaba vivo? ¿Qué podía hacer, qué debía hacer? La duda lo asaltó y le congeló las uniones y la respiración. La rigidez era la de él, no la del cadáver. La duda y el temor eran ahora los victimarios, los sacrificadores implacables.
¿Y si en verdad era el diablo? Al levantar la almohada la lengua aborrecible saldría despedida de la boca del endemoniado Iván Petronovich como una serpiente de tres, cinco, diez cabezas escupiendo cada una pus y fuego por sus colmillos. La lengua sería una hidra de mil pólipos que lo tomaría por el cuello, lo llevaría a la boca de donde salió, lo tragaría masticándolo con indescriptibles sufrimientos y finalmente lo arrastraría aún vivo a sus entrañas, a sus regencias, a los reinos de la oscuridad, el rechinar de los dientes y el carcajeo espantoso de Satanás.
Temblaba descontroladamente como el tuberculoso en sus últimos momentos. De repente, le llegó el frío de los que padecían enfermedades consuntivas que le helaba el alma. Pero no era frío lo que sentía sino el temor de las consecuencias. Había tenido la audacia pero ahora temblaba sin control ante los resultados. La duda y el temor se habían apoderado totalmente de él. Los dedos ya no los tenía firmes como cuando tomó el hierro entre sus manos. Ahora se agitaban al igual que sus manos, al igual que sus codos, sus rodillas y todo su cuerpo.
Buscó el control sobre sí pero ya era muy tarde. Desfallecía. La mirada se le nublaba. La boca la tenía dolorosamente seca y la lengua inmensamente grande. No podía tragar y casi no podía respirar. Se estaba ahogando él mismo y no lo podía evitar. Hizo un último esfuerzo para recuperar el control pero ni los brazos ni las piernas le respondían. Su rostro cayó sobre el de Iván Petronovich. Tan sólo los separaban la almohada.
Estaba cerca, demasiado cerca como para no sentir la abultada nariz y la cercanía de la boca por donde saldrían las víboras que lo arrastrarían al reino de las tinieblas. Ese solo pensamiento, como un acto de defensa propia, le hizo levantar su mano temblorosa para llevársela a su rostro y taparse los ojos, la nariz, la boca pero en la penumbra y en la confusión tocó el rostro del cadáver. Ese solo contacto le envió fuerzas de cargas eléctricas inesperadas. Sintió un asco tan profundo al tocar el rostro diabólico como el temor que antes lo dominaba. Era un asco más fuerte que estar encerrado en una oscura y hedionda alcantarilla entre repugnantes sabandijas.
Instintivamente se separó de un salto y se puso de pie al lado de la cama mientras se limpiaba descontroladamente las manos sobre su traje y sobre su humanidad. Las limpiaba de la sensación despreciable que acababa de sufrir. Al mismo tiempo sentía que lo invadían ejércitos de cucarachas, alacranes y arañas. Comenzó a actuar como un desaforado sin control de sus actos y de sí mismo. Le parecía que las sabandijas le penetraban los ojos, los oídos, la boca. Escupía y se daba golpes en la cara y en el cuerpo para matarlas y espantarlas. Todo era una interminable confusión que le hizo perder el sentido de la realidad. Los movimientos violentos no le permitían ver la verdad tangible. La almohada sobre el rostro de Iván Petronovich había caído al piso y de su boca abierta no salió ninguna culebra que lo aprisionaría, ni animales rastreros ni roedores, ni ninguna otra señal de vida.
Gaetano fue recobrando el control de su cuerpo y de su mente. Cuando finalmente se atrevió a acercarse a Iván Petronovich ya no tenía dudas. Los ojos brotados e inmóviles miraban al infinito, habían perdido su agresividad, su sorpresa, su odio, su brillo. Por la boca abierta que mostraba dientes de oro, desesperada por aire, tampoco salía el áspid que lo atraparía y trituraría y las venas ya no botaban su sangre putrefacta. Iván Petronovich estaba muerto, muy muerto, y el diablo que habitaba en él ya no estaba, iba de regreso a su reino de la eterna oscuridad. En ese momento reconoció también que había perdido mucho tiempo, que debía actuar con rapidez.
Le desató ambas manos y los pies. Limpió con cuidado lo que tenía que limpiar, devolvió las cosas a su lugar y colocó finalmente el mango de la azuela en la mano derecha para dar la apariencia de un suicidio.
Después revisó los bolsillos. En la cartera encontró algo más de dos mil doscientos rublos, un capital que jamás pensó pudiera tocar y que nunca lograría con su trabajo en todos sus años de vida, ganando sólo once rublos al mes. Los guardó rápidamente en sus propios bolsillos y continuó su búsqueda. Encontró también el reloj de oro que colocó debajo del colchón de paja de los taberneros. El reloj allí escondido tendría algún sentido para alguien con inclinaciones de pesquisar.
Estaba a punto de salir pero quiso tener la última imagen del triunfo sobre el mal. Los ojos brotados de Iván Petronovich y su rostro con el color de la ceniza de los fuegos eternos le decía que su trabajo había concluido. Sintió una rara sensación de alivio. Había hecho justicia para la raza humana pero en ese momento, inevitablemente, le vinieron a la memoria las razones absurdas por las cuales estaba allí.
Catorce años antes, en la noche siguiente al 28 de mayo de 1933, después de culminar doce años de exigentes estudios en el conservatorio de música que dirigía el insigne profesor y maestro Giovanni Smilo en Florencia, y cuando aún llevaba en el rostro plácido las sonrisas de las celebraciones y felicitaciones, Gaetano fue emboscado en presencia de sus hijos de meses y de brazos y de Carla, su mujer, apenas adolescente, a la salida de Siena, mientras conducía el viejo Peugeot de la familia, regalo de segunda generación de sus padres. Iba alegre camino al sur, a su pueblo, Montalcino, donde lo esperaban más celebraciones y su nuevo hogar en la vía Salustio, regalo también de la familia, que traspasaban de generación a generación.
Salvo por los gritos estériles de Carla y el llanto impotente de sus hijos gemelos Gaetano y Giovanni, el que llevaba el nombre del abuelo, famoso ebanista de su pueblo, fue una acción sin espavimientos ni ruidos. Los esclavistas modernos eran mucho más refinados, eficientes y profesionales que los esclavistas buscadores de negros en África de siglos atrás. Esta vez estaban a la cacería de mano de obra europea para el cultivo de los campos en Ucrania y en Georgia, por la desesperante necesidad rusa de trabajadores capacitados para el campo.
Gaetano, como tantos otros, fue inmisericordemente arrebatado y secuestrado con la complicidad de mercenarios y extremistas rusos e italianos, y condenado a un país comunista en una época en que recién se había publicado la encíclica del papa Pío XI, Divinis Redemptoris, en oposición al comunismo ateo. Fue una operación maestra que de un tajo separó a Gaetano de su mujer, sus hijos y de su Buonforte, el violín con el cual el día anterior ejecutó con maestría única en el conservatorio, el concierto en Re Mayor de Johannes Brahms y luego sonatas de Tomaso Albinoni, el excelso músico veneciano del siglo XVII.
Después de tres días y tres noches de encierro, frío, hambre y sed, al igual que cientos de campesinos italianos, Gaetano remató en un vagón de carga en los terminales ferroviarios de Moscú, donde se le dijo la cruda realidad y se le despertaba a una cruel pesadilla. Desde ese momento dejaban de ser italianos y se les destinaba al trabajo de campo. Se les advirtió que Italia no era ni siquiera un pasado permitido ni un recuerdo tolerable.
Rusia requería con urgencia reconstruir su agricultura diezmada al hueso por la torpeza de sus dirigentes que provocó la sangrienta rebelión de los kulaks y los campesinos. Las políticas estalinianas de socialización forzada contenidas en el primer plan quinquenal de 1929 y la purga bolchevique de los años 36 y 37 había dejado el campo sin arados, sin semovientes y sin gente. Los campesinos y los kulaks morían como moscas, por cientos de miles, en las cárceles y en los campos de trabajos forzados de Siberia.
—No intentes escapar —le conminó Mariuska
Shelest, la asistente al programa de asentamientos campesinos en las estribaciones occidentales y meridionales de los montes Cáucasos en Georgia, donde finalmente fue enviado Gaetano.
En la noche del rapto se le confundió con un campesino, nunca como un músico pero para sus captores, esa diferencia no tenía importancia. La noche y la región hacía campesinos a todos. Cualquiera que se encontrara en las apartadas carreteras de Toscana era un campesino conocedor del cultivo de la vid y ducho en el oficio de hacer vino. Los ideólogos del plan pensaban que en ninguna otra parte, ni siquiera en la misma Francia, se conseguirían mejor que en esa región italiana.
—Aguarda, aguarda, de lo contrario terminarás sin esperanzas en Siberia. Colabora por tu bien. Aún falta mucho —le repetía sin cesar Mariuska en un rústico francés que a duras penas entendía Gaetano.
Lo compadecía porque también ella, a pesar de ser rusa, fue obligada a ir al sur cuando ofrecía mucho al ballet en Leningrado, su única pasión.
—Todo llega a tiempo al que sabe aguardar —le insistía la mujer.
Pero para Gaetano aquellos consuelos eran simples palabras. Lloraba la falta de Carla, de sus hijos, de su tierra, de su libertad, de su música. Odiaba a Rusia, a Georgia, y todo lo que oliera a Rusia y a Georgia. Odiaba los interminables caminos enlodados, las interminables distancias, la interminable soledad, las interminables esperas, los interminables aplacamientos de Mariuska. Difícilmente podía caber más hiel en su alma devota.
—Es mejor morir. Chi di libertá é privo, ha in odio d’esser vivo, quien no tiene libertad aborrece estar vivo —repetía en su melancolía y rencor el artista convertido en improvisado labrador de viñas.
—Calla que te podrán oír. Acepta que hay cosas que no tienen remedio. Sólo si aceptas se te hará más llevadero aquello que no tiene enmienda.
—¡Nunca! —protestó Gaetano—. Mis huesos no serán enterrados en esta miserable tierra.
—Calla —le advertía de nuevo la mujer—. Te buscas lo peor. Investigo que te quedes en Georgia y que se te asigne al cultivo de uvas o flores en una koljos, en una finca colectiva. Recapacita. Nunca soportarías la siega de trigo en Transcaucasia o la recolección de remolacha o algodón en Azerbaiyán o Armenia. Si no te doblegas, de allí a Siberia es un solo paso.
Pero ni siquiera el sol ardiente de Georgia ni sus hermosas frutas o flores ni el comunismo de la época de Stalin caracterizado por el dominio del terror, doblegarían su ánimo. Sus delicados dedos fueron consagrados al violín y no a las labores del campo.
—Debes ser realista —insistía la mujer, que instintivamente reconocía el peligro de abandonarse a una excesiva aflicción—. En el sur se maltratarán tus manos pero en el norte el frío te las arrebatará. Además, aquí tienes a los cíngaros capturados en Miskolo y te ganas favores porque ejecutas exquisitamente la música rusa. Agradece porque al menos tienes acceso a tu arte y te han dotado de un violín, pero te excedes en tus rebeldías.
Eran palabras que Gaetano despreciaba hasta que una noche fue llevado a trompicones desde su barraca a un tren de carga que en dos días estaría atravesando con sus vagones descubiertos cargados de condenados humanos, como tantos miles de las purgas estalinistas, las heladas estepas siberianas. La paciencia de los comisarios había llegado a su fin. No querían más conflictos en una región convertida por sus propias etnias en un hervidero de tensiones y recelos entre los georgianos, los adzharianos predominantemente musulmanes y los osetas que reclamaban su independencia. Era una región en la que los georgianos aspiraban, además, a imponer su propio idioma sobre el ruso.
—La ley revolucionaria lo protege. Es mi marido —argumentó Mariuska con vehemencia como una última defensa al jefe policial momentos antes de partir el convoy.
—¿Tienes pruebas?
—Muchas, pero sólo el reconocimiento médico del embarazo aceptaréis.
—Imposible. Ya no hay tiempo —le contestó el funcionario.
—¿Te levantas por encima de la Ley?
Y esa sola amenaza sirvió para liberar a Gaetano pero bajo condición de no reincidir. Ni el mismo Beria sería su tabla de salvación la segunda vez. Aún así, se vigilaría el nacimiento, la prueba definitiva del matrimonio. Desde ese momento se le suprimió a Gaetano el spravka, el salvoconducto que le permitía moverse con libertad dentro de la región. Sólo estaba autorizado para el trayecto entre la koljos y su residencia, nada más.
—Ahora tendréis que hacerme madre —le advirtió Mariuska esa noche.
Esa advertencia de la mujer de grandes ojos verdes y de veinticuatro años, de la misma edad que él, y las misteriosas desapariciones de sus camaradas de desgracia, le hicieron entender a Gaetano que, en efecto, en la muerte no había esperanzas, que las miserias extremas, al igual que las más grandes dichas, dejan ciegos a los hombres.
Nueve meses después nacía Yianni, el tiempo requerido para levantar la suspensión de los comisarios y entregarle a Gaetano el salvoconducto con su nueva nacionalidad y el nombre ruso: Mikhail Naslishvili. Ese nombre era el triste obsequio que por mandato legal le daba el hijo nacido en suelo soviético al padre nacido en tierras extrañas. Era la mezcla de la dulce felicidad por el nacimiento y aguda amargura por el nuevo despojo a la fuerza de lo poco que le quedaba de Italia. Así se concentraba uno de los principios comunistas más puros. Las fronteras no existían para las clases trabajadoras. El proletariado del mundo era uno sólo, sin confines ni barreras ni distinciones.
Mariuska veía complacida al hermoso niño de pelo negro y grandes ojos negros que en nada se parecía a los de la raza caucásica, la tierra donde había nacido. De ella sólo tenía el color blanco, blanquísimo de la piel.
—Marido mío —pensaba para sus adentros—. Siempre he entendido tus penas. Las he sentido como mías cuando he escuchado tu llanto por las noches. Cómo quisiera decirte que ahora tendrás que aceptar lo inaceptable y olvidar lo inolvidable. Has renacido en Rusia en el mismo tiempo que necesitó éste tu hijo para ver la luz. Ya eres parte de la tierra que odias y eres parte de mí, como yo siempre lo fui de ti, desde el mismo momento que te vi por primera vez.
Yianni convirtió a Gaetano en ruso por ley de la revolución, derecho que anclaba su corazón a un suelo ajeno. Su alma sangraba con la odiada esclavitud que le imponía el comunismo de Stalin. Su hijo, por las ironías del destino, reforzaba esa esclavitud. Al hacerlo soviético y darle un nombre soviético, le devolvía vida porque lo protegía pero también le daba muerte.
Rastreaba la razón de los cambios en su vida forjados con tanta inhumanidad. Tan sólo tenía como respuesta lo que creía era el trazado de un dios maligno, el dios de una sociedad colectiva en la que los individuos eran ordenados y sometidos como parte del todo. Era el odiado colectivo social que determinaba todas las manifestaciones de la vida del hombre hasta lograr la fase final de la sociedad sin clases, cuando el hombre individual sería absorbido íntegramente en el colectivo.
Se atormentaba porque no encontraba el camino para combatir a ese dios de las tinieblas. Todo resultaba en mensajes confusos, incoherentes. ¿Cómo se entendía el permanente torbellino en que vivía y la confusión mental que le creaba aquel sistema que se le obligaba a aceptar y a entender? Era la más pura pantomima de un gobierno que se decía ejercido por la multitud. Para Gaetano, el comunismo era el antípoda del espíritu de libertad de los tiempos modernos germinado en su propia Toscana, era la negación del significado del maravilloso Renacimiento. Trataba por horas, como un confuso panteísta, de encontrar en cualquier lugar, hasta en la mirada inocente de Yianni, su tercer hijo pero el primer hijo soviético, la quietud, la resignación, la respuesta y el desmentido a la crueldad y a la barbarie en los vuelcos de su vida.
—El comunismo —le decía calladamente a su hijo— quiere crear un nuevo orden pero es mentira querido mío. No hay cambios sin fe, sin esperanzas, sin amor, sin libertad.
En contestación a sus cavilaciones, sólo encontraba la risa candorosa, la misma de sus verdaderos e inolvidables primogénitos que crecían en Toscana. Pero después le pareció hallar en los hechos que condujeron al nacimiento de Yianni y no en su tierna mirada, la ansiada respuesta.
Si él le dio la vida al hijo ruso, el hijo también se la dio a él en el mismo acto al hacerlo ciudadano soviético con derechos. Al darle vida le daba esperanzas y con la esperanza venía la libertad. Más que una unión con su hijo, su nacimiento significaba una copulación que encerraba la indefectible singularidad de dos seres atados para siempre por la vida misma. ¿No estaba acaso allí el significado de su nacimiento? Yianni, un hijo ruso, no era una estaca invisible que lo sujetaba a un suelo desconocido sino, por el contrario, la clave de la respuesta a la libertad que se haría más clara con cada nuevo hijo ruso.
Mariuska miraba complacida. Con la callada rendición de su marido a Yianni creía observar signos de grandes progresos. Entendía que el amor a su nueva tierra finalmente llegaba y Yianni, nacido de sus mismas entrañas, fue portador. El premio a su paciencia pagaba. La invitación de Gaetano a los cuatro meses del alumbramiento de Yianni se lo confirmó.
—Busquémosle compañero —dijo Gaetano una noche en la penumbra de la habitación.
Y esa noche, a la luz de un pequeño cirio, se entregó Mariuska con tanto amor como aquella vez cuando ella lo invitó. Se sintió fecundada allí mismo en su cuerpo y en su espíritu, y rebosaba de felicidad.
Y nació una hija que en nada se parecía a Yianni. Tenía el pelo claro y los ojos verdes de su madre, pero el color mediterráneo de la piel de su padre. Yianni nació robusto, con algo más de cuatro kilos de peso y un color rosado vibrante. Mariuska, por el contrario, apenas superó los tres kilos, la palidez no le abandonaba las mejillas pero en lugar de ser apacible y amodorrada como su hermano, era dinámica y rara vez dormía.
—Llevará tu mismo nombre —le decía amoroso Gaetano a Mariuska.
—No. Innovemos. Pongámosle a la niña un nombre de tu pueblo.
Gaetano la tomó de la mano. De nuevo le cedía el privilegio. Había creado Yianni, la versión de Giovanni al ruso según entendía.
—Tu nombre es hermoso, es el María de mi pueblo. No era el nombre lo que preocupaba a la madre.
Escondía otra angustia.
—¿Qué será de ellos? —preguntó.
—Serán destacados.
Mariuska quería depositar esas palabras y esas promesas en la custodia de un Ser superior que la revolución le advertía que no existía porque el Dios de los cristianos, el Dios de Gaetano, no pasaba de ser más que una fábula, un dios mitológico, un narcótico más del pueblo porque impedía al hombre comprender su verdadera situación terrenal consolándolo con la esperanza aparente de un más allá.
—¿Cómo lo lograremos? —volvió a preguntar la angustiada madre.
—Los educaremos. Es la única garantía. Ninguna otra. Los educaremos en lo que tú y yo sabemos bien: la música y el baile. Serán virtuosos y reconocidos. Serán respetados y admirados.
Y la promesa y el empeño se cumplió. A los cuatro años de edad, Yianni hablaba un lenguaje avanzado de la música que su padre le enseñaba durante largas horas después del regreso de las duras labores del campo. A los seis fue su primera distinción al designársele para la agrupación musical superior de la escuela. Dos años más tarde se presentó por primera vez en público como integrante de la orquesta regional en el anfiteatro de la
koljos.
En esa primera presentación pública se hizo acompañar, mientras ejecutaba las composiciones alegres del repertorio de Tchaikovsky, por el baile de una niña precoz que asombraba con la gracia de una aventajada aprendiz a pesar de su corta edad. Mariuska, la hija, también rendía tributo a las enseñanzas y al empeño de su madre.
Pero pronto surgieron las limitaciones. Yianni a los diez años había asimilado todo lo que en música podía ofrecer la comarca y Mariuska necesitaba espacio, coreografía, escenario, mundo, para su ballet, para desarrollar todo el exquisito arte que apenas asomaba.
—Tendréis que ir a Tiflis, la capital —urgían a los padres.
—¿De qué manera? —se preguntaban—. No se nos responden las peticiones.
No conocían a nadie, no conocían a los nachalñik, a los jefes. Además, no tenían el pasaporte para apartarse de su tierra y rogar por su caso en la capital, ni contaban con permisos de residencia en otro lugar, ni tenían medios para sufragar los gastos.
Y entonces alguien les habló de un mecenas, les habló de Iván Petronovich, el secretario del partido de toda la región. Les dijeron que era un protector de las artes, que era el único camino, el camino seguro para el futuro de sus hijos. Les hablaron de todo lo bueno pero también les advirtieron. No les escondieron los rumores, el secreto a voces, el precio que era necesario pagar. Y también les dijeron cómo se llegaba a él a través de Dimitry Vyascheslav, el tabernero de Yaroshneva.
—¿Estás decidido? —fue la última pregunta de Mariuska, como un destello de debilidad maternal, cuando Gaetano accedió al contacto con Vyascheslav.
Había sido una determinación combatida que le arrebató vida en las noches insomnes por casi dos años desde que conoció la posibilidad a través de Dimitry Vyascheslav y el Secretario General. Fueron noches vividas junto a Mariuska que también buscaba evitar el peligro que significaba el camino a Tiflis. Pero Yianni crecía y estaba próximo a los catorce años de edad. Si no contaba con privilegios especiales, sería arrebatado para servicios militares o rurales al igual que Gaetano fue arrebatado de Toscana y el virtuosismo de Yianni se perdería para siempre.
Gaetano no contestó. No tenía respuesta sino emprender el largo y amargo peregrinaje a Yaroshneva, la aldea donde se encontraría con el tabernero.
Dimitry Vyascheslav rió groseramente con la propuesta de Gaetano. Sólo cuando contuvo el descontrol pudo hablar.
—Queréis que os ayude con Iván Petronovich. Pedís de inmediato para una familia no uno sino dos privilegios. ¿Sabíais que hay familias esperando años sin ni siquiera rogar un privilegio sino consideraciones menudas? Pero vos queréis dos privilegios y los queréis de inmediato. ¡Por las sombras de mi abuelo que no os conformáis con poco! —y de nuevo rió a mandíbula batiente.
Gaetano esperó pacientemente hasta que cesara el ofensivo ataque de risa de Dimitry Vyascheslav.
—No muy lejos estará vuestro reconocimiento —dijo con la cabeza gacha.
Esta vez el tabernero no reía ni ocultaba la molestia por la osadía.
—Ningún aldeano en su sano juicio tendría vuestro atrevimiento. No sabéis a qué os exponéis. Además, ¿qué recibo a cambio del favor que me pedís? ¿Creéis de verdad que con los honores se come y se paga la lumbre? Y si caigo en desgracia por ayudar, ¿cómo me compensaréis?
—No tengo nada que ofreceros —replicó Gaetano—, pero si estuviera en vuestro lugar, aceptaría el ruego que se me hace. Nuestros hijos, los míos y los vuestros, son el futuro y gloria de la patria. Lo dice el himno de nuestra misma juventud que debéis honrar a diario.
Dimitry Vyascheslav cayó en nuevas carcajadas.
—Sois estúpido o ingenuo. Ni en uno ni en otro tengo interés.
—No soy nada de lo que me endosáis —dijo Gaetano—. Reclamo lo que ofrece la madre tierra y, como bien sabéis, ni vos ni yo nos podemos negar. Os puedo asegurar que conozco la severidad de las sanciones.
—¡Fanfarronadas! ¡Nada más que fanfarronadas! Si conocéis vuestros derechos, ¿entonces por qué no gestionáis directamente vuestra petición?
La respuesta de Dimitry Vyascheslav la decía como un reto, de frente, muy cerca del rostro de Gaetano. —Seguiré vuestro consejo —dijo Gaetano sin levantar la mirada—. Si he venido a vos es sólo porque me dicen que está en vuestra capacidad desenmarañar los caminos y porque alguna vez encontraréis beneficio como protector de las artes.
Dimitry Vyascheslav rompió de nuevo en un carcajeo profano al arte que Gaetano representaba. Pero luego, sorpresivamente, dejó súbitamente de reír. En la hombría serena de Gaetano que tenía delante, el tabernero aceptó que no estaba frente a un labriego cualquiera. La revolución tenía sorpresas. Los que se encontraban en las posiciones más altas caían con la fuerza de un huracán en un abrir y cerrar de ojos. Después eran sustituidos por desconocidos que ascendían con rapidez meteórica. ¿Podría ser ése por caso el del campesino erudito que apenas se atrevía a levantar la mirada?
Luego recapacitó. ¿Por qué temerle? La realidad le decía otra cosa. Hablaba con un simple labriego, ilustrado quizás, pero no había nacido en Rusia. Ningún nachalñik, ningún jefe había nacido fuera de las repúblicas. ¿Por qué tendría que ser ahora diferente?
La duda le hizo cavilar. Se encontraba en una posición incómoda que le era desconocida. No estaba acostumbrado a posiciones intermedias. Se sabía defender sólo en las posiciones extremas. Sabía qué hacer y qué decir cuando le tocaba ser muy humilde o muy arrogante, según el papel que debía jugar pero posiciones ambiguas lo desconcertaban. Tenía que pensar.
—Espera —dijo.
—¿Cuánto? —inquirió ingenuamente Gaetano.
Dimitry Vyascheslav aún no sabía qué responder.
—No lo sé. ¿Por qué me presionáis?
—Debo regresar cuanto antes —advirtió Gaetano.
—No os tengo respuesta ni os podré tener respuesta pronto —contestó malhumorado el tabernero.
—He logrado que el nachalñik de nuestra koljos me autorizara a venir por el día —le previno Gaetano—. No sé si podré regresar para vuestra respuesta. Tendré que dar explicaciones.
Dimitry Vyascheslav calló. Nuevamente le invadió el temor y la encrucijada superaba sus fuerzas.
—Llamaré a mi mujer.
Gaetano creyó que la presencia de Natalya Ivanova, la esposa del tabernero de Yaroshneva, sería una ansiada ayuda para aliviar la misión que lo llevaba en su peregrinaje pero pronto encontró que no existían en aquel ser desarreglado y tosco la docilidad ni los sentimientos maternales.
—Todo tiene precio —le dijo Natalya Ivanova mirando a Gaetano de frente—. Os aseguro tovarish, camarada, que ni yo misma sé cuál es el que tendréis que pagar ante vuestros requerimientos. Podéis contar que tamaña osadía no la intentaría ni siquiera para mis propios hijos.
—No pido para mí ni para mis hijos ni para los vuestros. Pido para los hijos de la patria.
—Vuestras palabrerías no las entiendo. Sólo entiendo lo que me da de comer y calor en el invierno.
El comentario áspero de la mujer puso a Gaetano a la defensiva. Invocó con sinceridad el espíritu patriótico y hasta el maternal pero ambos fracasaron. No tenía nada más que ofrecer. La pureza y el candor de sus hijos como precio nunca sería discutido. El solo pensamiento le paralizaba la glotis.
—Mis pequeños Yianni y Mariuska son prodigios. El querido secretario Iván Petronovich es un amante de las artes. ¿No es por caso suficiente tributo y reconocimiento para él que por su intermedio se descubran artistas incomparables a tan corta edad?
La invocación de Gaetano quedó suspendida en el ambiente. Era evidente que no había hablado el hombre sino el padre protector y sabio. Los taberneros de Yaroshneva mucho se rieron en el pasado de esos sentimientos pero la mujer había aprendido a obtener provecho de las decisiones emotivas.
—¡Tenéis razón! —contestó decididamente Natalya Ivanova para sorpresa de Dimitry Vyascheslav y de Gaetano.
A su manera, sabía que si el labriego decía verdad, si en efecto sus hijos eran prodigios, entonces Iván Petronovich pagaría cualquier precio que elevara su imagen, el único interés que lo motivaba. ¿Qué mejor regalo al Estado y a su propia figura que el descubrimiento en un lugar remoto de campesinos virtuosos?
—Me habéis abierto los ojos. Estamos obligados con la madre patria y estamos obligados a procuraros lo que pedís. Confío en vuestra palabra —concluyó la mujer.
El rostro de Gaetano brilló como si estuviese en presencia de Florencia y de su amada Toscana.
—No os entiendo. ¿Me ayudaréis? —preguntó con un tono de voz que luego tuvo necesidad de aclarar en su misma garganta.
—Dadlo por seguro —respondió con una amplia sonrisa que también mostraba dientes desarreglados y de espacios vacíos en la dentadura.
—Pero antes me hablabais de vuestra recompensa ¿Qué os ha hecho cambiar de parecer? —preguntó Gaetano.
—Ya os lo he dicho. Me habéis abierto los ojos. Nuestra obligación está con la madre patria, con sus hijos y con su futuro. Tan sólo me ha bastado vuestra palabra.
—No os quede duda alguna —contestó Gaetano con la voz clara repleta de agradecimiento y de alegría—. Estos comentarios de la gaceta os lo confirmarán.
Gaetano extrajo de un gastado portafolio, con sus dedos temblorosos, programas y recortes de la gaceta local.
—Os repito —insistió la mujer—. Vuestra palabra basta —y rehusó tomar los papeles. De todas formas ni ella ni su marido sabían leer.
—Nada queremos para nosotros pero comprenderéis, no sabremos responder por nuestro Iván Petronovich. La petición que hacéis es atrevida y encierra muchos riesgos.
—Si el querido Secretario escucha a mi pequeño se extasiará y si observa a mi pequeña Mariuska ejecutar sus bailes, igualmente se extasiará. Entonces comprobaréis que no hablo sino verdad y que no tropezaréis con riesgos.
Natalya Ivanova sonrió.
—Traedme a vuestros prodigios. Prepararemos una fiesta de vendimia. Será en el tercer domingo de septiembre, cuando hayan cesado las lluvias. Ese día violaremos el primer tonel y tomaremos en esta misma taberna la primera gota de vino producido en la región. El querido Secretario General vendrá, os aseguro que estará presente. Entonces oirá tocar a vuestro hijo y apreciará el baile de vuestra hija. ¿Se logrará en ese momento el sublime encanto que tanto pregonáis? De ser así, entonces alcanzaréis vuestras peticiones. Tan sólo debéis hacer como yo os diga. ¿Me entendéis, me entendéis bien?
Ahora Gaetano salía de sus recuerdos. Despertaba a la realidad. Acababa de asesinar a un hombre a sangre fría, con premeditación, lo que en sus sueños más fantasiosos jamás se hubiese permitido. Lo tenía allí mismo, de frente, convertido en un cadáver grotesco. Estaba confundido. Todo lo había pensado hasta el momento del golpe fatal pero ¿qué venía luego? El desconcierto no le permitía razonar. ¿Qué debía hacer, a quién debía avisar? ¿Qué sería de sus hijos, de su mujer? Permanecía inmóvil. Una corriente helada, imaginaria, le entumecía las uniones, los músculos y el entendimiento.
Pero inesperadamente reaccionó al llamado de un temor lejano. Le decía que no podía permanecer más tiempo allí, que debía huir rápidamente, que era muy peligroso. Entonces se dirigió a la puerta para buscar a los hijos y desaparecer en la noche pero el mismo temor le advirtió. Sí, debía huir pero tenía que ser tan sigilosamente como entró y, además, tenía que ser cuidadoso, muy cuidadoso. No podía dejar nada que lo delatara.
En ese momento decidió regresar a la habitación. Ya la corriente helada imaginaria había desaparecido. Las uniones, los músculos y el entendimiento no estaban entumecidos. Revisó con agilidad felina la habitación y recogió lo que debía recoger. Nada de lo que quedaba atrás lo traicionaría. Se tendría que leer muy bien la mirada angustiada y vidriosa de Iván Petronovich para conocer el enigma de esa horrible noche.
Luego, con la prudencia que se le reclamaba, salió de la habitación, cerró con cuidado la puerta y bajó en silencio las escaleras. El tabernero y su mujer dormían tan profundamente como minutos antes. Nada los despertaba, ni siquiera las ratas que se desplazaban libremente por aquella cueva de despreciables, tanto como lo eran los roedores. Sólo la sorpresa que pronto encontrarían los sacaría de su mundo de perdición.
—Partamos, ¡rápido! —les dijo a sus hijos cuando llegó a la despensa—. No dejéis nada.
—¿Qué ha sucedido padre? —preguntó intrigado Yianni. El rostro de Gaetano no era el de siempre. Había surgido un misterio que su hijo ansiaba conocer.
—Nada, nada —respondió nervioso—. Shhh. Callaos. Debemos salir con el mayor silencio. Ni los gansos ni los perros deben sentir vuestra salida.
—Pápa —dijo Mariuska—. Tengo frío y sueño. Me quiero quedar.
—Debéis hacer un sacrificio mayor, un gran sacrificio. Yo os ayudaré. Mira lo que te he traído —y le dio el hermoso melocotón que minutos antes tanto había iluminado el rostro de la niña.
                                    (sigue: [email protected]; partidasalzuru.com)
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jorgepartidasa · 5 years ago
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SOVEREIGNTY OF NATIONS, AS CURRENTLY ACCEPTED GLOBALLY, IS THE ONLY CAUSE OF GLOBAL WARMING AND ENVIRONMENTAL DEGRADATION. THERE IS NONE OTHER. IT NEEDS TO BE URGENTLY CHANGED IF WE WANT TO HELP SAVE THE PLANET FROM MAN MADE ENVIRONMENTAL DEGRADATION AND DESTRUCTION. Under the present and very old-fashioned and damaging legal belief that countries can do whatever they wish within their territory (sovereignty resides in the people), is what has allowed China, for example, privately or in defiance to the rest of the world, to create or spread, willingly or not, the Covit-19 virus. That same debauchery and international legal impudence is what consents and empowers (?) Brazil to burn down and destroy the Amazon at will. These are just two current examples of what countries can freely do to in detriment of the environment and to the rest of humanity, based, as we have pointed out, on that old-fashioned and permissive safe haven, that concept of sovereignty which continues to be used and abused. You can be part of the solution. No registration nor payments are necessary. Just your willingness to help recover our planet. Full text in [email protected]. Jorge Partidas
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jorgepartidasa · 5 years ago
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jorgepartidasa · 5 years ago
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jorgepartidasa · 5 years ago
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jorgepartidasa · 5 years ago
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Las Casas del Gobernador en Chirimena, Estado Miranda, Venezuela.
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jorgepartidasa · 5 years ago
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“1935″ Novela costumbrista venezolana. Visita por favor a
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y me cuentas: [email protected]
¿Volveràs?
Es que necesito tu presencia,
necesito respirarte,
sentirte,
tocarte.
Vuelve aunque sea por un ratico, ¿sí?
-Sarita Gómez O.
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jorgepartidasa · 5 years ago
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“1935″ Novela costumbrista venezolana. Visita por favor a
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jorgepartidasa · 6 years ago
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El ambiente es libre como el aire, como las olas del mar (#2)
La naturaleza en toda su globalidad es un arte. Nada hace en vano. No engaña. Es grande, grandísima, pero si quieres comprobar cuan grande es, fíjate en las cosas más diminutas, incluyendo las microscópicas. ¡Ahí si que te das cuenta lo inmensa que es! Da generosamente, hasta el agotamiento, pero a su vez, no da, sino que presta. “Si quieres naturaleza, tienes que devolver” nos dice. Para devolver naturaleza, y con ello la vida misma, hay que reconocer y respetar que el ambiente es libre como el aire, como las olas del mar. No tiene fronteras pero los países, con su caduco criterio de “soberanía” ambiental, si creen que la naturaleza tiene dueño y que ellos, los países, son los dueños. porque dicen  que la soberanía ambiental 'reside en el pueblo' y éste pueblo puede hacer dentro de un territorio todo cuanto se le venga en gana, incluyendo lo ambiental. Las naciones tienen que renunciar a esa absurda creencia si queremos devolver y tener naturaleza. Se le tiene que quitar a las naciones esa írrita facultad de ejecutar cualquier acción dentro de su territorio que lesione grave e irreparable al ambiente propio o ajeno.
Para lograr ese propósito tenemos que empezar por el principio. Ésta es nuestra propuesta. Por ahora invitamos a crear entre todos lo que llamamos una ‘red global ambiental’ compuesta por ‘capítulos’, o algo parecido, en todos los países.
Con ‘capítulos’ queremos decir ‘semilla’, y todos sabemos lo que es una semilla y para qué sirve. Es una comparación. Sabemos que las semillas (que serían nuestros ‘capítulos’) son emancipadas, independientes, que tienen en sí mismo la esencia de la vida. De una puede surgir un árbol con las mismas características genéticas y de este y sus semillas, con el tiempo, bosques que darán cobijo a mucha vida. Si son dos semillas sembradas en terreno fértil, la rapidez de crecimiento del potencial del bosque se duplicara, si son tres se triplica y así, exponencialmente. De esa forma queremos definir los “capítulos”, como semillas que dan vida a otros con las mismas características genéticas, para difundir el concepto de la libertad absoluta del ambiente, y organizarnos en una masa global creativa en defensa de esa libertad y respeto del ambiente. Es, si se quiere, el bosque digital, real y jurídicamente legítimo verde, protector del ambiente.
Esos capítulos los aspiramos en todas las regiones del mundo y mientras más singularizado mejor (caseríos, parroquias, pueblos, ciudades) para que se entrelacen física y digitalmente, y promuevan ese criterio único: la soberanía ambiental reside en el ambiente, no en el pueblo.
La suma de opiniones en ese movimiento debe conducir a crear una doctrina y un código común de conducta de los países industrializado y en vías de desarrollo en materia ambiental, con todas sus directrices, organismos y sanciones globales. Debe ser acogido en cada país en sus respectivos códigos de leyes y constituciones, con un mismo criterio doctrinario y legal, regir como ley propia ambiental de cada país, semejante en todos los países del mundo y con iguales efectos. Es lo que llamamos ‘jurídicamente legítimo’. Es un camino quizás de mil millas, pero todos los recorridos se inician con un primer paso. Este es el primero, para el segundo: ¡acompáñame!
Jorge Partidas A
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jorgepartidasa · 6 years ago
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jorgepartidasa · 6 years ago
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El ambiente es libre como el viento, como las olas del mar.
Las aves migratorias -parte del ambiente- son libres de volar por los cielos independientemente de los países a los cuales pertenecen los espacios aéreos sobre los cuales vuelan. Pero puede suceder que un determinado país no quiera que las aves que migran, por ejemplo, desde el hemisferio norte al sur, o vice-versa, lo hagan sobre su territorio o reposen o se reproduzcan en sus pantanos o en sus espacios acuáticos. ¿Cómo lo logra el país? Pues muy fácil. Tiene a su favor, en su Constitución, a la SOBERANÍA que le dice que puede hacer dentro de su territorio todo aquello que le venga en gana, incluyendo sobre lo ambiental. No importa cuantos acuerdos haya firmado o cuantos juramentos haya hecho al mundo. HACE Y PUEDE HACER AMBIENTALMENTE LO QUE QUIERA DENTRO DE SU TERRITORIO. Si el país elimina o contamina o seca pantanos y lagunas donde se aparean o descansan las aves migratorias después de volar por cientos de kilómetros, inicialmente llegarán pero no pueden seguir. Se desconciertan. No encuentran ni descanso ni alimentos. No se reproducen y mueren. El próximo año quizás lleguen otras pocas y se repetirá el ciclo hasta que no queden más aves migratorias que vuelen sobre el referido territorio, y así el país logra su propósito. Tendrá grandes nuevos aeropuertos o desarrollos habitacionales inmensos pero no más hermosas aves migratorias. Los efectos ambientales no solo se sienten  en ese país sino en el ambiente distante, meta final de las aves.
La pregunta es: ¿puede el país en cuestión secar esos pantanos y lagunas así no más, sin ninguna deuda o compensación o limitación, sin ninguna prohibición, sin ninguna sanción o penalidad? Y si todos los países hacen lo mismo, esto es, hacer lo que ‘les da ambientalmente la gana’, como en efecto lo hacen, ¿qué queda? Pues nada más y nada menos que el calentamiento global.
La SOBERANÍA, en los términos como lo entienden hoy en día los países del mundo (LA SOBERANÍA RESIDE EN EL PUEBLO) es la única causa del calentamiento global. No hay otra. Ese concepto tiene que cambiar porque el ambiente no lo limitan las fronteras físicas o políticas del hombre. El ambiente es y será libre como el viento, como las olas del mar. El nuevo concepto de soberanía debe redactarse en forma tal que excluya al ambiente dentro de las facultades del pueblo. Una redacción sugerida pudiera ser la siguiente: “LA SOBERANÍA RESIDE EN EL PUEBLO A EXCEPCIÓN DE LA SOBERANÍA AMBIENTAL QUE RESIDE SOLO EN EL AMBIENTE”
¿Qué hacer?
Sé parte activa de un movimiento global que queremos iniciar de inmediato para lograr el cambio del concepto de SOBERANÍA en los términos como lo recogen hoy en día las Constituciones de los países del mundo (LA SOBERANÍA RESIDE EN EL PUEBLO) y sea sustituido por el que se propone, o similar. De lo contrario, la inacción mundial generará la progresiva incapacidad de nuestro planeta de mantener vida a partir del años 2025. Se parte de ese movimiento. Es para gente de todas las edades y todas las condiciones sociales y económicas del mundo. Es totalmente gratis. Más detalles en en [email protected] y en partidasalzuru.com
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