josempotter95
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C H A R N E L A
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josempotter95 · 3 years ago
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¿Recuperar la rojigualda?
Los adolescentes de mi generación estábamos obsesionados con la bandera de Estados Unidos. La colgábamos en la pared, la llevábamos en camisetas y tintada en los cristales de las gafas de sol. Queríamos ser la gente cool que viajaba en descapotable por una gran avenida franqueada de sendas hileras de palmeras (permítanme que añada, ahora: qué mal gusto), pero pocos de mi edad pueden hoy disociar esa bandera de las consecuencias de un tiroteo en un colegio. De quiénes son los estadounidenses, en toda su heterogeneidad, como país. Sujetar una bandera nunca será por sí mismo moderno, ni elegante, ni conservador ni esperpento. Pero cualquier bandera sí será, siempre, por encima de todo, un mensaje.
En los difíciles tiempos de la pandemia, mientras paseaba por Ferrol tras el confinamiento, las calles se llenaron de gente que colgó la bandera española de sus balcones. Desde entonces, ha vestido con mayor frecuencia estadios, manifestaciones y caravanas de tractores. Las cintas rojigualdas rodean las muñecas de la gente que me cruzo. Cuando hoy he visto el vídeo #EresFacha, me he preguntado cómo pueden sentirse únicos, rebeldes y azotes del sistema, cuando besar nuestra bandera ha sido tan a menudo garantía de privilegios e impunidad, de indultos y perdones, de aplausos y de orgullo, desde que se alzó en nuestros barcos hasta hoy. Este asunto me recuerda a aquellas zapatillas rotas que Balenciaga puso a la venta por 1.000 euros para que los ricos jugasen por un día a vestir como pobres: por mucha épica que te vendan en un vídeo, vasallo, esta bandera nunca te hará antisistema mientras la sujete a tu lado un rey que metió la otra mano a escondidas en tu bolsillo.
Si bien en este Día de la Hispanidad hay quienes la cuelgan en sus perfiles para celebrarnos y honrar la tortilla de papas de nuestras madres, nuestro castellano y nuestras tardes al fresco, sin prestar atención a su dimensión histórica y social, otros parecen blandirla ante sus vecinos como si fuera un arma blanca. Cuando así la ondean, deja de parecerme un trapo al que aferrarme para caminar juntos y empieza a ser lo que otros quieren que sea: un escudo para no compartir el mismo rostro. Así, el símbolo de los españoles se envuelve en sí mismo y se avergüenza, porque lo que nació para aunarnos hoy nos aleja.
Me he preguntado a menudo en los últimos años: ¿quiénes son los responsables de esto? ¿Debo echármela sobre los hombros para recuperarla? ¿Es mía, esa bandera rojigualda? ¿Por qué la sacan para legislar controlando los cuerpos de las mujeres? ¿Por qué la muestran para cuestionar la visibilidad de los maricones como yo? ¿Por qué la utilizan para echar a las gentes sin recursos que se han atrincherado en las que han sido desde siempre sus casas? ¿Por qué la ondean contra el gobierno legítimo de su mismo país? ¿Por qué no crean sus propios símbolos como hacemos nosotros con nuestras ideas? ¿No denota cierta debilidad que deban resguardarse en nuestra bandera, la de todos, para vestir de gala esas opiniones conservadoras que otros españoles no compartimos? ¿Para intentar a la desesperada que sus ideas parezcan las de todos, las originales, las que tienen raíces en nuestro país? ¿Han olvidado que esta es tierra de acogida, y no solo de masacre, de otras culturas? ¿Que este país también es, a pesar de ellos, abierto, moderno y rupturista? ¿Que la tradición evoluciona? ¿Que la memoria es compartida?
No voy a manifestaciones feministas ni LGTBIQ+ ondeando una bandera rojigualda porque soy consciente de que hay personas españolas que no comparten mi visión del mundo. Es una cuestión de respeto hacia quienes son diferentes a mí, hacia las personas con las que comparto mi país y un mismo símbolo. Es una clave de convivencia, de tolerancia y de inclusión.
No voy a colgar nuestra bandera en mi ventana ni a llevarla en la muñeca porque entiendo las implicaciones de vestir un símbolo que muchos de mis compatriotas están utilizando contra mí. La rojigualda hoy, es innegable, tiene cargado un mensaje. Y no, no me corresponde a mí descargarla. Yo ya la alzo cuando nos está representando como país, sin complejos ni miedos. Sin esconder quién soy y qué pienso detrás de ella. Sin embargo, no es mi responsabilidad recordarles que no es suya, sino nuestra. Que una cosa es reconocerse como patriota, y otra es serlo. Eso deben aprenderlo ellos. Madurado se viene de casa.
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josempotter95 · 5 years ago
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Un país que se viste a sí mismo
Pregunté a una amiga italiana una vez
qué apreció en los 12 años que lleva en España
de lo que los españoles no seamos conscientes
por miopía de aquello que tenemos cerca.
Ella me dijo que su Italia natal
estuvo al tanto desde bien temprano
del valor del Coliseo y la Capilla Sixtina
y por ello colocó sobre su arte
una urna
que lo protegía de cualquier agravio
pero que, a la misma vez
lo mantuvo anclado en el tiempo
haciendo de sus calles los pasillos 
de un silencioso museo.
Sin embargo, en España
haciendo gala de lo que a menudo hacemos
que es deslucir el brillo de lo que es nuestro
no hemos sido muy conscientes
de todo lo que teníamos que aportar.
Y por ello no nos dio miedo, nunca
a tocar lo que era nuestro,
y darle caricias, golpes y vueltas.
De rematar bikinis y vestidos de verano
con volantes;
de prender de las orejas de las muchachas
y de los muchachos
pendientes con flecos,
vírgenes y cruces colgantes.
De rematar con lunares
los pantalones ajados
de un grupo de mujeres gaditanas
que se llamó como nuestros vientos:
Papa Levante.
No hemos impedido jamás
que se regalara el flamenco
a los cantantes de rap y trap del momento
pa que lo fusionen con sus propias voces.
Y ahí está Haze, y Fondo Flamenco, y la Mala,
y ahí está Rosalía
que más allá de los críticos culturetas
viste a Goya y posa el toreo,
bailando con luces de feria delante.
No celebro la España
que decide identificarse
con los días en los que un genovés que desconozco
llegó a una tierra que no es mía;
Vitoreo una España
que viste y saca
su identidad a la calle;
que engendra nuevas formas
de mirarse en su arte;
que no es incapaz
de descubrirse
diferente al ayer.
Solo falta que lo hagamos
porque hayamos aprendido
lo que es vivir,
y no por miopía para ver
el valor que añadimos
cuando no tenemos
miedo a tocar. 
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josempotter95 · 5 years ago
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“Quiero mi libertad”
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Esta es una caravana de gente que pide libertad. Que también dice estar ahí por los muertos. Pero esto último no es verdad. A estas personas no les preocupan los muertos. Aunque lo griten y lo escriban. Eso es una mentira, porque a quienes les importan los muertos no llevan días saliendo a la calle, sin coches ni mascarillas, a agitar la bandera de nuestro país contra las gentes de este. A quienes les importan los muertos están repartiendo comida en las colas de los barrios. Están curando enfermos en las consultas, para que no haya todavía más. Están haciendo malabares para compaginar el teletrabajo con los dos hijos en casa. Están llevándole la compra a la vecina del tercero, que tiene más de 70 años. Cerrando su tasca sin saber cuándo la volverán abrir, o quizá si la abrirán otra vez algún día. A quienes les importa su país, los muertos y los vivos, no juegan con el sacrificio de toda esta gente. Los de la caravana lo que quieren de verdad es libertad. Eso sí me lo creo. Libertad para circular libremente. Para vender libremente. Para comprar libremente. Para hablar libremente. Para ir donde quiero, con el transporte que quiero, y contamine lo que contamine. Para vender lo que vendo, aunque haya sido manufacturado en países terceros, a sueldo miseria, países a los que cierro la puerta para que nunca escapen. Libertad para comprar lo que quiero, dos boletos para una corrida de toros, que me recuerden que el hombre está siempre arriba, y que por ser hombre puede hacer lo que quiera, como quiera y cuando quiera. Sin importar el último aliento de algo que, hasta hacía diez minutos, sentía y respiraba. Quieren la libertad perdida, el silencio de los maricones cuando recibían en los institutos sus insultos de machos. La libertad de decir piropos a las mujeres que no conoces Porque yo opino que solo he dicho algo bonito. Porque yo opino que se lo deberían tomar a bien. Porque yo opino. Porque yo. Esa caravana está formada por personas que echan de menos esa libertad: la suya. La suya, sobre la de los demás. Porque temen que los que mandan lleguen a recordarles que este país es también de nosotrxs. Que su libertad, como sabéis los que me estáis leyendo, acaba cuando empieza la del otro. Parece esta una lección básica aprendida por todxs, pero resulta que hay personas que tienen dificultades para aprender puesto que siempre se escucha peor cuando te escondes tras una bandera.
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josempotter95 · 5 years ago
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Mi armario, hoy.
Hace 3 años que decidí, y 2 desde que aplico, la coherencia en mi discurso sobre la moda: luchar contra el consumismo y la que es hoy la 2° industria más contaminante del planeta. Cuando era adolescente me gastaba mucho dinero en comprar ropa en mercadillos y tiendas como Zara, Lefties', H&M... y obtenía mucho placer del estrenar ropa. De hecho, acumulé grandes cantidades y me sentía incapaz de tirar ninguna prenda. Todo, bien combinado, molaba.
Hubo un punto en el que sentí que, al igual trataba de ser coherente con mi dieta, también debía serlo con mi armario. No quería señalar a Inditex con un brazo vestido de Zara. Por eso, y a riesgo de perder el gustirrinín de estrenar ropa el finde, me propuse 5 normas. Solo compraría ropa si:
1. Era de Harry Potter (intocable). 2. Era ecológica y de comercio justo. 3. Extrema necesidad (no se ha dado el caso). 4. Segunda mano. 5. Si estoy completamente seguro de que es la prenda de mi vida (en 2 años, solo se ha dado con un chaquetón).
Tras 2 años aplicándolo, ha llegado el momento en el que las prendas de más uso o menor calidad empiezan a dar de sí. Se vive con autenticidad, porque sabes que la ropa que tienes está limitada. Para bien, y para mal. Tienes un descosido aquí, desgaste, nunca estrenas...
...pero siempre estás buscando nuevas combinaciones. Notas que usas más todo, para variar tu estilo, y no lo último que compraste hasta que te aburres. Tengo más cuidado con las prendas, y las aprecio. Si se rompen, trato de repararlas. Con más o menos éxito, claro.
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Esta mochila que veis fue la primera que cosí. La he utilizado por más de siete años. De izqda. a dcha. se aprecia cómo fui mejorando las puntadas. Siento que le di una segunda oportunidad y es mi mochila favorita. Me despierta orgullo.
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El calcetín lo cosí el otro día. En mi defensa ante tal acabado diré que por el confinamiento no tenía otro hilo, que es el primero que coso en mucho tiempo, y que a la del tutorial de Youtube no le quedó mucho mejor. Sí, busqué un tutorial porque mi objetivo es mejorar cosiendo.
La verdad es que ahora no noto la pérdida del placer de ir de compras, no lo echo de menos. Es más, me sorprende la cantidad de tiempo y dinero que personas de mi alrededor emplean en ello. Tampoco siento la ausencia del estreno. Lo he cambiado por amor a lo que tengo y no siento vergüenza por llevar cosas remendadas, gastadas o desvaídas. No he perdido la ilusión; la ilusión se ha transformado en afecto. Mi ropa es ahora un trofeo y un símbolo del estilo de vida en el que creo.
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josempotter95 · 7 years ago
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EL COCHE AMARILLO DE QUEEN B
La historia que me dispongo a contar es una de las anécdotas más reveladoras y emocionantes que he tenido en la vida. Como ocurre con gran parte de las vivencias que dejan marca, esta llegó a resultar en ocasiones cruda y violenta, por lo que recomendaría encarecidamente a menores de edad que abandonen su lectura en este punto, así como también advierto a personas extremadamente sensibles sobre su contenido controversial. Me gustaría que, de seguir adelante, abandonaran los prejuicios sobre los actos que decidí llevar a cabo, tal y como hicimos nosotros aquel día cuando paró ese coche amarillo de dos puertas ante nosotros, y vistáis mi piel desde vuestro confortable asiento, un lugar seguro alejado de aquel conglomerado de sucesos que me abofetearon hasta dejarme apaleado, llorando en mitad de la calle. Partamos, entonces, del reconocimiento expreso de la irresponsabilidad de mis acciones para obviarla de ahora en adelante pues, al fin y al cabo, ¿quién puede decir que no se la ha jugado nunca?
Era enero de 2018 cuando Eurídice, la Chocho y yo partimos haciendo autostop desde Brisbane en dirección a Melbourne, recorriendo la costa este de Australia en una distancia similar a la que separa París de mi ciudad natal, Sevilla. El bajo presupuesto, la impulsividad y la sed de aventuras fueron ingredientes básicos de una decisión que acabó convirtiéndonos durante todo un mes en pasajeros de más de 40 coches desconocidos y a dormir en 8 casas diferentes por mera amabilidad de sus dueños. A pesar de su coste cero, a menudo bromeábamos con que de alguna manera sí que había un precio, cuya moneda era el miedo. Me pregunto cuántas historias inverosímiles habré olvidado ya del que fue uno de los meses más intensos de mi vida. Aunque me hubiera gustado documentarlas todas, solo compartí algunas seleccionadas en Instagram y en Facebook, evitando otras por redundancia, extensión, intimidad o dureza. Esta que me he decidido a contaros hoy, finalmente, corresponde al grueso de estas últimas. Es, personalmente, mi historia favorita. El nombre de su protagonista era Queen B.
Bueno, no, no. Para ser sincero, su nombre no era Queen B. Así es como la llamaremos, pues me gustaría respetar su intimidad. Ella paró su coche cuando estábamos a la altura de Coffs Harbour, una ciudad a medio camino entre Brisbane y Sidney y famosa por un gran plátano, la Gran Banana. Sí, así de aleatorio. Y nosotros, que teníamos que pasar por allí sí o sí, pues se nos antojó verlo y hacernos la foto. Ya sabéis, corresponder al tipo de turismo rápido y carente del que inconscientemente se acaba participando. Y la Gran Banana estaba a tan solo 10 minutos andando por la autopista pero, estando la circulación prohibida allí para el peatón, sacamos nuestro cartel y esperamos que alguien tuviera el mal juicio de parar en el arcén (también ilegal dadas las características de la carretera pero, ¿qué opción teníamos?). Justo cuando desistíamos en nuestro intento, Queen B frenó su coche amarillo de dos puertas, viejo y sucio, ante nosotros. Ella salió disparatada y cojeando, reclinó el asiento delantero para permitirnos el paso hacia la parte posterior y maldijo en voz alta a los coches que la precedían, que habían accionado las bocinas. Encasquetar las mochilas en el maletero atestado de trastos a contrarreloj fue una hazaña igual de engorrosa que hallar una posición cómoda en el asiento trasero, donde nos encortesamos la Chocho y yo junto a una silla de ruedas y un bastón de madera con intrincadas figuras talladas a mano. Eu, por su parte, tomó el asiento delantero. Y entonces, ‘LENLE’. Lo dijimos entre dientes. Esa palabra que había rondado nuestras cabezas antes incluso de haber puesto un pie en aquel automóvil; esa palabra que habíamos acordado para indicar que algo no marchaba bien, que alarmaba de indicios de peligrosidad sin que otros pudieran captar el aviso. Y es que, perdonen los abanderados de la abolición de los prejuicios, juzgar por las primeras impresiones es lo único que te queda cuando tienes tres segundos para decidir si quieres ser llevado gratuitamente a tu próximo destino abandonando el asfalto de una autopista bajo el sol australiano que incide con crueldad aprovechando el agujero de la capa de ozono. Dale ahí. Sin duda, haber aceptado a Queen B, con el cuerpo lleno de tatuajes y piercings bajo aquel vestidillo, con sus rastas hasta la cintura a sus cuarenta y pico, sus gafas de sol y su piel moteada y curtida, parecía la típica decisión que uno no le cuenta a sus padres.
-          ¿Para dónde vais?
-          Para la Gran Banana.
-      ��   ¡Pero si eso está ahí mismo, podríais ir andando, joder!
-          Ya, pero no se puede caminar por la autopista…
-          ¡Qué tontería! Anda, mira, decidme de verdad a dónde queréis ir después. Que os llevo, no me importa.
-          Queríamos ir al mirador Sky Pier. Pero está en la cima de la montaña y nadie iba a ir en esa dirección…
-          Pues para allá vamos.
-          ¡¿De verdad?!
-          Claro que sí. Pero luego tenéis que buscaros un coche que os traiga de vuelta, que tengo prisa hoy.
Pues sin problema. Sin problema, al principio. La ilusión momentánea duró lo que tarda el cerebro en emitir la señal de retroceso cuando te quemas la mano con fuego. Subir una montaña australiana a través del bosque de lluvia es una tarea laboriosa incluso para el conductor más diestro, pues las carreteras son a menudo estrechas y bordeadas por despeñaderos, cuyas curvas repentinas son un plus de peligrosidad. Ella, que encima era natural de la zona, conducía con la seguridad que solo aporta la experiencia (lo que, para desgracia de mi estómago, se traducía en velocidad y dispersión), pero yo no confiaba ni en su habilidad ni en un coche que tenía más años que mi persona. Encima, con el habitáculo repleto de chismes se nos había hecho imposible encontrar el cinturón a los dos pasajeros que íbamos detrás. Queen B, por su parte, mantenía una conversación anodina con Eu; su septum bailaba pendiente de su nariz, respondiendo a los movimientos bruscos con los que acompañaba sus intervenciones. Le mostraba orgullosa todos los tatuajes que cubrían su piel jaspeada: solo plantas y motivos florales habían sido bienvenidos; el próximo, sin embargo, iba a ser una espiral que representaría el universo. Sería el primer tatuaje de su rostro. En estas líneas generales, llegamos a la cima, conocedores ahora, además, de que su animal australiano favorito era la serpiente, si bien nunca había sido mordida por una.
-          Mucha gente piensa que es un animal agresivo, pero no es así.
The Sky Pier, el mirador de la cima, nos recibió con bonitas vistas que alcanzaban toda la ciudad de Coffs Harbour, rodeada por la costa a la izquierda y por las montañas a la derecha. Ella se bajó también y, tras tomarnos algunas fotografías, nos preguntó qué pueblo visitaríamos después. Respondimos que Bellingen, una pequeña villa hippie a 40 minutos en coche, era nuestro próximo destino.
-          Pues yo os llevo. No podéis andar por ahí solos con ese inglés de mierda.
Habiéndonos comentado que tenía prisa alegamos que no era necesario, que agradecíamos su disposición. Mi instinto de supervivencia, que había saltado de alegría al bajar de aquel coche amarillo con mi integridad física intacta, se negaba encarecidamente a volver a él. Pero, ¿quién nos iba a dar un aventón hasta la ciudad desde el mirador?
-          Ok, pero antes de llevaros tendría que parar un momento en mi casa. Está a solo 20 minutos en la dirección opuesta…
Viajar sin ruta ni calendario prefijado aporta una libertad que resulta caldo de cultivo para vivencias inverosímiles e inesperadas. Nosotros, que después de una semana ya éramos conscientes de ello, nos rendimos a la intriga, aceptando su proposición y respaldados por el hecho de que la autopista era mucho más segura y de que, al fin y al cabo, la mujer se había defendido bien en la carretera de montaña. Comenzábamos a pensar que no era tan ‘lenle’ como parecía, que la habíamos prejuzgado. Al fin y al cabo, ella había sobrevivido a sí misma cuarenta y tantos años.
De camino a su casa, Queen B se abrió un poco más: nos avisó como tres veces de que vivía en una caravana sin agua. Parecía excusarse, como si la opinión de tres jóvenes extranjeros le importase más de lo que ella llegaría nunca a admitir. Sus antiguos jefes le habían dado la oportunidad de aparcar su casa rodante en los terrenos de su propiedad, y allí residía, sola, pues su hija, que si no recuerdo mal tenía 12 años, vivía con el padre. Ella estaba muy contenta porque pronto pasarían algún tiempo juntas. Estaba separada, y su exmarido tenía la custodia. Queen B ya no trabajaba: vivía de los 400 dólares que recibía del Estado australiano cada dos semanas. No era mucho, pero le daba para cubrir sus gastos. O eso decía. Cuando el silencio se extendió en el habitáculo, Queen B subió el volumen de la música tecno, y yo incluso disfruté del viaje, más tranquilo.
Más tranquilo, hasta que la autovía se convirtió en carretera. Y la carretera, en camino. A través del bosque australiano, de nuevo, el viejo coche de Queen B levantaba una gran polvareda a tan alta velocidad. Agradecí haber llegado cuando aparcó frente a una vivienda en medio del campo, construida en cuesta y rodeada de eucaliptos. Una furgoneta estaba aparcada frente a ella, al lado de un pequeño lago. La caravana de Queen B quedaba a la izquierda de la vivienda, rodeada de una valla de metal. Tras esta, un perro empezó a ladrar endemoniado. Ella bajó del coche trastabillando.
-          ¿Te ayudo?
Pregunté, al verla tratando de sacar con dificultad la silla de ruedas.
-          No, no. Es para que tengáis más espacio. Pero bajaros, bajaros. Os voy a presentar a mis jefas.
Nos bajamos contentos de que allí, a kilómetros de cualquier núcleo urbano, hubiese alguien más aparte de ella. Repentinamente contento, me hice una foto con la furgo, y los tres seguimos a Queen B, que se había perdido ya en la vivienda. Allí nos esperaba una de las estampas más curiosas que he presenciado nunca: tres mujeres ancianas y tremendamente obesas, con largas melenas oscuras sueltas sobre los hombros y sendos porros entre los dedos, descansaban en tres ajados pero mullidos sillones de cuero negro. Un perrillo correteaba entre ellas, ladrando como loco contra los tres intrusos que habían osado allanar su territorio. Tras la más imponente, una enorme cacatúa blanca con cresta agitó las alas sobre su soporte.
-          Miradla, dice palabrotas.
Explicó Queen B, refiriéndose al ave, que no tenía jaula. Luego, nos presentó a sus tres jefazas, quienes, pronunciando un saludo seco, parecían analizarnos con desprecio.
-          Vamos, mi caravana es por aquí.
Salimos al exterior y atravesamos la valla que encerraba al gran perro, el cual nos olisqueó de arriba abajo mientras yo rezaba por que hiciera gala de un carácter pacífico. Ella lo acarició al paso. La caravana de Queen B era uno de esos hogares que uno puede atribuir directamente a un determinado tipo de persona: podría dedicarle mil adjetivos, muchos de ellos casi contradictorios, pero jamás diría que era un lugar impersonal. En cinco metros de largo por tres metros de ancho ella había encontrado lugar para los tesoros de cuatro decenas de años, que ocupaban paredes, suelo y techo, sin dejar un solo hueco de superficie al descubierto. Había telas de todos los colores repartidas sobre la cama y el suelo, a modo de alfombras, con colores vibrantes y estampados de leopardo. Posters que clasificaban elfos, hadas y tipos de marihuana cubrían las paredes, y cada estante o repisa estaba repleta de pequeñas figuras y objetos curiosos, desde decenas de kodomas (los espíritus del bosque de la princesa Mononoke) hasta bongs para fumar hierba o imanes revolucionarios, que colmaban la puerta del pequeño frigorífico. Decenas de libros se amontonaban sin orden en una estantería de madera que no pertenecía al mobiliario original. Ella había reformado la caravana para convertirla en un hogar práctico que cubriera sus necesidades: el resultado, un nido íntimo y personal, hablaba tantísimo sobre quién era su única moradora, que sentí gratitud y respeto por haberme dado la oportunidad de explorarlo. Los tres nos sentamos sobre su lecho.
-          ¿Un porro?
Queen B sacó todo su arsenal antes de que tuviéramos tiempo de responder a su pregunta: tomó el bong (que reposaba sobre la mesa con el estatus de objeto recurrente y diario), hierba y un mechero, y fumó con ansia, temblorosa. Luego, nos echó un paquete de hierba sobre el regazo, con un plato y unas tijerillas.
-          Picadla ustedes, no os lo voy a hacer yo…
-          Pero… ¿y el tabaco?
-          Ah, ¿no queréis un verde?
Nos lanzó el tabaco, y Chocho y yo comenzamos a picarla. Sé que nublar nuestro juicio con esa sustancia allí, en mitad de una finca que no sabríamos situar en el mapa, con la única compañía de Queen B, las tres señoras desdeñosas y una cacatúa malhablada, no fue en absoluto una decisión responsable, pero lo cierto era que nuestra conductora se había abierto en canal y nos había mostrados las grandes miserias de su vida en tan solo una mañana, y eso nos había aportado cierta seguridad y confianza en su persona. El hecho de que, al mismo tiempo, fuéramos nosotros mismos quienes hiciéramos nuestro pitillo, nos ofrecía una certeza absoluta sobre qué sustancias lo componían. Así que fumamos. Y aquí comenzó la cuesta abajo.
Bueno, al principio la cosa fue bien. Incluso divertida. Queen B comenzó a sacar objetos curiosos que atesoraba: una calavera de koala, una espina de puerco espín gigante de su viaje a África que usaba en el pasado para recogerse el pelo…
-          Sí, échale una foto si quieres, pero no lo vayáis diciendo por ahí, que la tenencia de objetos procedentes de animales es ilegal aquí en Australia.
Y se reía de su pequeño acto rebelde. Al soltar el mechero, este voló hasta una posición determinada, en la pared, mágicamente. Yo me preguntaba a qué se debía tal alucinación, si aún no había fumado tanto. Divertidamente, tanto Queen B como mis dos amigas remarcaron un elástico finísimo que había pasado por alto.
- Así no lo pierdo.
Le dije que por un momento pensé que debía ser una bruja, pues también tenía material potterhead. Le enseñé mi tattoo y me alegré de que el Mundo Mágico estuviera, como siempre, presente en mis andaduras.
-          Y mirad, esto… -cogió un diario ajado, viejo- es mi diario de viajes, cuando fui haciendo autostop, como vosotros, por todo el sur de Australia. Cuando era joven. Hace poco lo leí con mi niña, ahí, en esa cama. Ella me preguntaba: ‘¡¿de verdad hiciste tal cosa?!’, y yo ni recordaba haber hecho la mitad…
Y paró, para fumar otra vez, nerviosa y dolida. Casi compulsiva. Algo escocía. Allí, rodeados de decenas de pares de ojitos que nos observaban en silencio desde todas las repisas, sentí que comenzaba romperse. Nosotros, casi de forma inconsciente, dejamos de interactuar para convertimos en espectadores de un cuento, doloroso y desgarrador, que aquella mujer nos empezó a contar en primera persona. Sobre su hija. Aunque Queen B decía no creerle, aquella le había confesado que era lesbiana. Evidentemente, debía serlo, no solo porque su estilo lo corroboraba (perdonadme, otra vez, por ser prejuicioso: no tenía muchos más detalles sobre ella que las fotos que Queen B me mostró con nostalgia), sino porque no hay razón para que una niña de 12 años invente su propia homosexualidad. Precisamente por esta juventud alegaba nuestra conductora que lo que verdaderamente ocurría con su hija era que estaba confusa por el hecho de que su madre y su abuela fueran bisexuales. Esta última, incluso, acabó casándose de nuevo con una mujer.
-          Pero no, ella no lo es. Aunque yo la aceptaría, si lo fuera.
-          A mí también me gustan los hombres.
Y ella sonrió. Pero sin alegría, porque su mente estaba con una hija que había perdido. Decía que el marido era subnormal, que no entendía que aquella niña estaba más feliz allí, en el campo, con ella. Que su hija no era de ciudad. Aún con mi juicio nublado por la marihuana, era fácil entrever que su razón de ser y su lucha por vivir tenían como única meta los momentos que ambas podían compartir. Estaba tremendamente orgullosa de ella, de cómo pintaba. Nos mostró un dibujo de una pirámide illuminati, y yo me pregunté qué niña de 12 años tenía aquellas inquietudes.
-          Mirad, ¿no es maravilloso que con tan solo 12 años pinte esto? ¿Qué tenga esa conciencia sobre el mundo en el que vive? Ella es una buena niña, después de todo. Como ustedes. En ustedes también puedo verlo.
Y abrió un sobre y deslizó dentro un cogote de hierba que, aquí en Australia, tendría un costo de unos 300 dólares (200 euros aprox.).
-          Esto es para ustedes. Yo no tengo nada más para daros, solo maría, pero es de la buena, es cultivada por mí, sin nada químico.
Y, ante nuestra negativa a aceptar tan cuantioso obsequio, insistió reiteradamente.
-          Yo no la cultivo solo para mí, también para la gente. Este jodido Estado vende sus medicamentos de mierda a precios altísimos y la población se muere de cáncer por no poder pagarlos. Esta hierba suaviza los síntomas, y los hijos de puta no quieren legalizarla. Es un negocio. Pero yo hago lo que me da la gana, yo misma hago medicinas naturales y las vendo a precios que la gente se pueda permitir, que me ayude a pagar mis gastos, pero que si están muy jodidos, pues las doy, gratis. La gente es lo primero; eso es un regalo para ustedes.
Con el cogote, Queen B también nos entregó hojas para mezclarlo, que aseguraba eran, a diferencia del tabaco, completamente inocuas, y un bote de una sustancia en polvo que, según explicó, era la esencia de la marihuana: un solo pellizco poseía un potencial inigualable. Exquisito y tremendamente caro. Dimos las gracias al tiempo que ella sacaba del frigorífico un bote con un mejunje oscuro y líquido a gran velocidad y nos lo tendía con una mano temblorosa. Esta vez no era un regalo.
-          Perdonad que esté temblando; es el azúcar.
Bebió ansiosa de un café que se había preparado; ¿le habría añadido sacarina?
-          ¿Qué es?
-          Es un medicamento. Para el cáncer, hecho por mí. 100% natural. No con químicos y esas mierdas. Huele, huele. Esto –lo abrió- te lo pones así en la piel. Yo me lo pongo a diario, para los lunares, por el melanoma. El sol aquí en Australia es jodidamente peligroso.
-          Pero… ¿tú tienes?
-          Sí, sí. Yo tengo cáncer de piel.
Por loable que fueran sus intenciones, me pregunté horrorizado si tendría suficientes conocimientos médicos para realizar ungüentos favorables al mismo tiempo que inocuos. El efecto de la marihuana provocó que la forma nerviosa de mojar el dedo en el bote para untarse el mejunje sobre los lunares me pareciera desagradable. Había comenzado a sentirme mal.
-          Mira, estas pastillas. Me piden que me tome 10 al día. ¡Diez! Una tableta. Y me las tomo porque, ¿qué voy a hacer? ¿Morirme? Esto son células de vaca, corriendo por mi cuerpo. Se me hinchan las piernas, hay días que no me puedo poner en pie.
Tres caladas más al bong.
-          Y esto, mira, tú eras enfermera, ¿verdad? –preguntó a mi amiga Eu- Lee, lee lo que es.
Le lanzó un paquete de jeringuillas. Yo miré a Eu, porque para mí, heparina sonaba a pueblo surcoreano.
-          Es para el cáncer. Esta mujer tiene algo gordo.
Me dijo en español.
-          Esas me las pincho aquí, en las piernas. Me las mandaron cuando me operé, no había otra opción. Pero yo me las pongo cuando me parece, eso es una mierda que me pone malísima. Quieren que lo mezcle todo, incluso la metadona. Están haciendo conmigo una bomba, por dentro.
Metadona. La dolorosa carga de todo aquel testimonio crecía exponencialmente en mí por la marihuana que había fumado. La escuchaba hablar con Eu quien, haciendo gala de su cabeza fría, había consumido menos que la Chocho o yo. Esta otra estaba a mi derecha, guardando silencio, acobardada y, como nos comentó después, preocupada porque nos hiciera probar aquellas mescolanzas. Pero Queen B no lo hizo: se pasó toda su retahíla consumiendo ella sola cuanto sacaba de su neverilla, temblando y mostrándonos las evidencias de sus dolencias en su cuerpo: las deformaciones de sus piernas, las marcas y lunares irregulares. A mí cada vez me costaba más encontrar la coherencia en sus palabras, seguir su conversación nerviosa. Comencé a pensar en historias retorcidas, paranoias producto de la hierba: ¿tendríamos problemas si la policía paraba el coche de camino a nuestro próximo destino? ¿Qué pasaría si nos registraban y encontraban el regalo que nos había hecho Queen B? Peor aún: ¿qué ocurriría si Queen B era en realidad aliada de la policía y nos vendía a ella a cambio de algún tipo de beneficio? Me acerqué entonces, despacio, al oído de Eu, pues yo sabía que ella conservaba un estado mucho más racional, y le susurré en español, para evitar que Queen B, que continuaba su monólogo afectado, pudiera entenderme:
-          Eu, suelta el regalo que nos ha dado y escóndelo entre las mantas, que crea que se nos ha olvidado. Puede ser una trampa.
Noté que Eu asentía levemente. Ustedes, lectores, tendréis que perdonar esta forma de desvariar: como seriéfilo profundo, las tramas que habitualmente se enrevesan en mi cabeza encontraban en mi estado intoxicado un camino para entremezclarse y presentarse como posibles en la vida real.
-          …Y esas son las cinco familias que controlan el mundo. Lo que pasa, es que la gente no lo sabe.
Queen B había saltado de una cosa a otra. Estas palabras, que me hicieron preguntarme cuánto tiempo llevaba allí, lograron desembarazarme de mis propias paranoias al abrir la peligrosa caja de las teorías conspiratorias: no estaba dispuesto a perderme en aquel laberinto en el estado en el que me encontraba. Recordé a mi amiga Belén, que siempre tenía alguna que contar. Ella debía estar en España, sana y salva, y aquello me dio una bofetada de realidad, me vertió un jarro de agua fría, de racionalidad, por la espalda: esa mujer que estaba ante mí, que había fumado marihuana del bong como si fueran a arrebatarle la vida, que había amenizado el café con al menos cinco píldoras distintas, que había dado un sorbo a cada sustancia de su frigorífico hecha por ella misma, era la conductora que debía llevarnos cuarenta minutos en coche hacia el sur. Y eso, sin contar todo lo que habría debido de meterse en la mañana, antes de encontrarnos. Recordé entonces las palabras que, hacía mucho tiempo, me había dicho mi amiga Anna sobre cómo vivía su experiencia con la maría: “lo que me gusta de la hierba a diferencia del alcohol es que, en caso de emergencia, siempre puedo volverme fría y decirme a mí misma: ‘Anna, necesitas pensar con claridad ahora mismo’. Y lo consigo, desaparece el efecto”. Traté, sintiendo que aquello podía ser un asunto de extrema peligrosidad, de imitar su determinación, y me dije a mí mismo que no podía permitir que aquella escena se alargara en el tiempo, que ella siguiera consumiendo sustancias si no había otra persona sobria para hacerse con el volante; decidí acelerar la huida antes de que tuviera más tiempo físico para seguir condimentando los niveles químicos de su cuerpo.
-          ¡Oye, es tardísimo, tenemos que irnos hacia Bellingen!
La interrumpí. Eu y Rocío me secundaron, algo sorprendidas por mi inesperada intervención.
-          ¡Cierto! ¡Ni me acordaba!
Se bebió el resto del café de una vez al tiempo que se colgaba el bolso del hombro, agitando las llaves del coche en la mano. Al sonido metálico, me arrepentí de mis palabras.
-          Aunque… quizá es mejor que esperemos un poco, ¿no? ¿Tú… tú te sientes en condiciones de conducir?
Parece que la estoy viendo, saliendo por la puerta de la caravana con seguridad, agitando los brazos y moviendo las rastas que caían hasta sus caderas.
-          ¡Pues claro que sí! Estoy perfectamente… ¡vamos, vamos!
Y acarició a su perro, de nuevo. A pesar de que estaba alcanzando cierto éxito en mantener la cabeza fría y presente en el momento en el que me encontraba, seguía sintiendo cómo la realidad se distorsionaba a mi alrededor: mis sentidos estaban disparados. Para ello, solo había necesitado un porro entre tres, así que pedí a Harry que aquella mujer, que habría fumado ocho veces lo que yo, fuera una de esas personas que han experimentado tanto con sus límites que su cuerpo ha acabado encontrando un balance y una tolerancia a las sustancias brutal, donde incluso la más alta dosis y la más heterogénea mescolanza termina teniendo ningún efecto en las habilidades psicomotrices. Esta plataforma de seguridad que estaba tratando de construir para permanecer sereno se quebró, sin embargo, apenas puse un pie en su coche amarillo.
-          ¡No te puedes sentar en el medio, eso es un cinturón para un bebé!
Había escogido el asiento central de forma consciente pues es, probablemente, la plaza en la que se tiene mayor probabilidad de sobrevivir en caso de accidente. Sin la silla de ruedas, encontrar el cinturón había sido fácil, pero aquel, se mirase por donde se mirase, no tenía nada de especial: no era un cinturón de bebé.
-          ¡Sí, es de bebé! No puedes sentarte ahí.
-          Es… es normal. Mira, se enchufa bien. Es que es así, es distinto al de los laterales.
-          ¡Es distinto porque es para un bebé! ¡No puedes ponértelo!
Con mi salvavidas mental destruido ante la evidencia de la distorsión de la realidad de la que estaba participando mi futura conductora, acepté cambiarme y ocupar una plaza lateral, para partir cuanto antes y sin ninguna discusión. Me sentía realmente tenso y acongojado. Antes de que arrancara el motor, había valorado mil opciones: desde si era sensato volver caminando (opción que rechacé al no recordar a qué distancia estaba el primer núcleo urbano) o si podría encontrar otra persona que nos acercase. Las únicas candidatas, sin embargo, parecían ser las tres señoras de la cacatúa, pero ellas habían estado fumando también. El motor arrancó a la vez que la música. Intensificado por la intoxicación de mi cuerpo, el hecho de que cogiese la primera curva del carril con la velocidad in crescendo de una recta me hizo sentir cómo cada partícula de mi cuerpo se desplazaba en el asiento llevada por la inercia. El silencio incómodo había precedido a una conversación formal entre Eurídice, que ocupaba el puesto del copiloto, y Queen B. Yo, por mi parte, miré a los ojos a la Chocho, con quien compartía asiento trasero, y vislumbré el mismo miedo insalvable y salvaje reflejado en ellos. No nos importó, en aquel momento, parecer maleducados, y hablamos en español para confirmar que el otro también sentía que aquella sucesión de malas elecciones había sido la firma de un contrato de ejecución, y que acabábamos de iniciar la última caminata hacia el corredor de la muerte. No sé si era el ambiente cargado y la sensación general que se respiraba en el habitáculo; no sé si era el polvo levantado, o los guijarros que el viejo coche amarillo disparaba al transitar el carril como un rayo; no sé si eran las sustancias químicas que jugaban con nuestras percepciones: lo que sí sé es que nunca había estado tan seguro, tan dolorosamente convencido, de estar viviendo la última hora de mi existencia. Y esa seguridad sí la recuerdo. La recuerdo, porque comencé a fijarme en los rayos de luz que atravesaban el cristal; y en los pastos de las lomas, y en cómo mis pulmones se llenaban de aire, y lo expulsaban. Lo recuerdo porque, a pesar del miedo y el arrepentimiento, estaba sonriendo. Había cierta felicidad sosegada en mí. La música cambió, y la nueva pista combinaba dos bases que se oponían de forma armónica. Palpé la división del habitáculo a través de ambas melodías: la ductilidad y la viveza que desprendía la primera, de cierta resonancia metálica, acompañaban la conversación anodina y ajena de Eurídice y Queen B, mientras que el dolor y el carácter terrenal de la segunda, una banda sonora de ejecución, pululaba como un vapor apaciguadoramente asfixiante en el asiento trasero, sobre nuestros condenados cuerpos. Y entonces, lo pronuncié, casi para mí. Como un susurro. Le pedí que cuidara a mi familia, y que les ayudara a perdonarme por haberles sentenciado a mi pérdida. ‘Harry Potter’. Lo pronuncié porque quería que su nombre estuviera cerca del final, aunque no fuera la última palabra. Porque había sido lo más auténtico hasta el verdadero desenlace. Por todo esto recuerdo que tenía una certeza absoluta sobre el hecho de que me encontraba ante mi muerte inminente; una muerte que nunca llegó.
Porque Queen B era de esas personas que podía ingerir la más alta dosis y la más heterogénea mescolanza sin que afectase a sus habilidades psicomotrices. Porque Eu, que, como después dijo, había estado pendiente de la palanca de mano en caso de tener que accionarla por emergencia, confirmó que había conducido todo el camino con una facilidad y corrección envidiable, a pesar de la excesiva velocidad. Parando en cada semáforo, frenando con destreza, girando con maestría. Es más: Queen B había asegurado a Eu que no había sido multada en toda su vida. Si yo no había muerto, me pregunté por qué las casitas setenteras de madera de Bellingen me parecían el cielo. Habíamos llegado. Queen B no era ya la única que había sobrevivido a sí misma.
-          Este es un pueblo jodidamente bueno. ¡Ya veréis como encontráis pronto a alguien que os deje pasar la noche en su casa! Está lleno de gente amable. Y mañana hay un mercado hippie, podéis vender todas las pulseras y el resto del material que traéis. Pero, eso sí, tened cuidado con la poli: se necesita licencia.
-          ¡Genial! ¡Muchísimas gracias! Podrías venirte mañana con nosotros, si quieres, para dar una vuelta por el mercado…
No habría problema de volvernos a ver, pensé, si no tenía que poner un pie otra vez en su coche amarillo.
-          Bueno, veremos a ver… Ya sabéis, con tanta mierda algunas mañanas me levanto…
Y agitó dos dedos en sentido vertical, apuntando a su boca, simulando vomitar.
-          Bueno, ¿y ahora? ¿Quieres que te invitemos a un café?
Y entonces, con la tranquilidad y la cotidianeidad de quien revela su plan de lavar el coche una mañana de domingo, o de ordenar la montaña de ropa de la silla del dormitorio un viernes tarde, Queen B declaró:
-          Oh, me encantaría, chicos, pero tengo que operarme ahora.
-          ¡¿Operarte?!
-          Oh, sí. Del estómago, tengo bastante jaleo ahí abajo. Esta mañana, cuando os recogí, venía de la ciudad, de citarme con el médico. Me operan ahora a las cinco. Pero no os preocupéis, que si no encontráis a nadie aquí mañana que os recoja, me dejáis una llamada y yo os alargo al siguiente punto. Que no me importa.
Y, tras el ofrecimiento, Queen B pegó el acelerón y se perdió para siempre, colina abajo, en su viejo coche amarillo. Fue entonces, cuando el placer de haber sobrevivido liberó la tensión de mis hombros, y cuando la ausencia de la mujer desbloqueó cuanto había estado conteniendo como una presa de hormigón, que me rompí como una copa golpeada por un puño rotundo. Mis piernas se aflojaron y me senté sobre un banco de piedra. Con las manos cubriéndome el rostro, aún afectado por la hierba, empecé a llorar desgarrado, con el sonido que emiten los niños. Y no por la alegría de seguir respirando, ni por el miedo que me había atenazado durante más de cuarenta minutos. Lloré porque aquella mujer tenía una vida de mierda. Pero no por un contrato indefinido, ni porque el vecino siempre le aparca en el vado. Tenía una vida de mierda de verdad. Se estaba muriendo. Tenía cáncer de piel, y de estómago. Se levantaba a menudo con las piernas al doble de su tamaño. Cargaba a todos sitios su silla de ruedas, y su bastón tallado por un amigo. Vivía en una caravana sin agua, y eso solo porque sus jefas habían tenido el altruismo de dejarle aparcarla en sus terrenos. Dormía, comía y respiraba en el espacio de una habitación, ahogada por los recuerdos de una vida de la que ya no podía formar parte. Se levantaba vomitando. Y, lo más importante, había perdido a su hija. El Estado, para ella un organismo abstracto que le impedía tratar libremente con marihuana las dolencias de su propio cuerpo, le había arrebatado al único ser querido que daba sentido a su existencia. Y, al mismo tiempo, la mantenía con vida a través decenas de píldoras diarias y operaciones recurrentes en las que ella no lograba confiar, que le hacían ser consciente de la pérdida progresiva de movilidad y de calidad de vida. Pero, ¿vivir para qué?
Pues vivía. Y pensé en todas las veces que alguien había sido maleducado conmigo. Que yo había sido maleducado con la gente. Que no había tenido dos minutos para indicar dónde estaba la calle Sierpes. Todos los favores que no había llevado a cabo: las fotos que no había editado, los vídeos que no había filmado, los regalos que había entregado a destiempo por pereza y desinterés. Pensé en la gente que no te sostiene la puerta. En los ‘ve tú como yo fui’. En los cientos de coches que habían pasado ante mí aquella mañana, cuando íbamos a la Gran Banana, sin parar. Sabía que, de no haber arreciado la desesperación por llegar a nuestro destino, yo nunca habría puesto un coche en el pie de aquella mujer. No, si alguno de todos aquellos coches que habían ignorado mi petición hubiera parado en su lugar. Y me odiaba por ello. Porque era la última persona que yo habría aceptado la única que había tenido diez minutos para tres desconocidos. Había sido ella, que debía ser la que más difícil lo tenía al despertar en las mañanas, la única que nos hab��a tratado de dar cuanto tenía. Había sido ella, quien tenía el plan más sobrecogedor aquella tarde, la que nos dejó su número por si no encontrábamos a nadie al siguiente día. A nadie como ella. Eso, eso era el altruismo. Porque ella, como nosotros, sabía que no volveríamos a vernos nunca. Que no íbamos a curarle la pierna, ni a recibirla en la sala de espera más tarde, si es que aceptaban operarla tras todo lo que había ingerido. Porque no íbamos a instalar agua potable en su caravana, ni a devolverle a su hija. Lo había hecho porque ella, que era una mujer que había visto mundo, comprendía que de eso iba la vida: de arrimar el hombro. Sin importar la procedencia, el idioma, y ni siquiera el nombre. Esa es la estela que dejamos; sin importar que nadie lo arrime por ti.
Así que fue en aquel instante, cuando todo este torbellino estaba revolviendo en silencio mi cabeza, cuando hice la primera de dos preguntas:
- ¿Creéis que, si la policía nos hubiese parado llevando el regalo, Queen B se habría desentendido y nos habría culpado?
Mis dos amigas negaron con la cabeza. Yo tampoco lo creía ya, así que dejé caer la segunda y última:
- ¿La habríamos culpado nosotros, de ser al revés, después de todo?
Esta vez nadie respondió. Permanecimos en silencio, porque todos sabíamos la respuesta: la habríamos vendido. Aquel debía ser uno de los silencios más dolorosos y avergonzados que debía haber visto la villa de Bellingen en toda su historia.
Así que, con aquella revelación, con aquel fogonazo, como un reflejo soleado en un coche amarillo, caminamos llorando hasta dejarnos caer en un césped, donde me rendí al sueño de la siesta, que ya arreciaba. Antes, eso sí, me pregunté a cuánta gente le habría negado, a lo largo de mi vida, la oportunidad de darme una bofetada como la que aquella mujer me había dado en un solo día.
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josempotter95 · 7 years ago
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RESPUESTA A LUIS DEL VAL
El pasado martes en Herrera en Cope el periodista Luis del Val plasmó su desacuerdo con la Cabalgata de Reyes de Vallecas que, para los que no estén al tanto, había sido desde su concepción controversial por la intención de incluir una carroza que defendiese la diversidad afectiva y la aceptación a las diferentes opciones sexuales. El audio, que escuché hace unas horas desde la misma Australia, me ha parecido tan enormemente repulsivo que he tenido que esperar que se sofocase la congoja para abrir mi ordenador y contestar sin la crudeza que me incitaba la ira. Había leído con indiferencia a través de twitter a muchos como él, hastiados por hacer de un “espectáculo para niños” una “promoción”. Esto, por supuesto, no es más que un camino formal para ocultar una completa oposición a la causa que se defiende, pues si no díganme ustedes a qué canal de radio acudió este señor a quejarse por las promociones presentes en todas las cabalgatas a lo largo de nuestra España, donde Coca Cola o La Caixa nos hacen un chichón cada año con un caramelo de fresa… ¡Ay, si fuéramos tan inclusivos como capitalistas! Pero Luis del Val no queda contento ahí, donde oye, podría incluso ser respetable: cada cual es libre de defender la excusa que le plazca, por muy mala y mezquina que esta sea. Pero no. Siguiendo la estela de decenas de titulares y tuits, Luis del Val también participa de la exageración (¿o he de decir, quizá, invención?), de la demagogia y de la mentira: “En vez de los Reyes Magos, van a ir las drags de reinas”. Esta frase, que muchos entenderán irónica, otros la leerán a pies juntillas, y él lo sabe. Es más, es lo que quiere: que la madre o padre medio se alarme y se pronuncie. Adjunto a mi respuesta la foto de la carroza: no hay tacones, ni pechos, ni tangas. Son animales y princesas en pijama. ¡Pero qué más da! Si la carroza es, al final, lo menos importante. Vals no necesitaba ni verla: la alarma de la hipersexualización de un espectáculo infantil (mejor aún, si lo paga el ciudadano medio) es carnaza, y él quiere las moscas encima. Ay, Vals, tan afilado como sucio. “Y que los niños aprendan que pueden ser maricones desde las edades tiernas”, esta es otra de las perlas que este señor suelta y me atrevo a aventurar que ni él cree lo que dice. Es más, lo espero, pues de no ser así no sería ni la mitad de inteligente que se cree. No, señor, ser ‘maricón’ no se aprende. Se vive. Se es. Y si no, pregúntese quién querría serlo en un país donde necios como usted pueden ridiculizar a parte de la población sin que nadie les pare los pies. No, señor, ser maricón es una verdad incómoda cuando debería ser una verdad normal. Ser maricón es, injustamente, una verdad que mata a gente, a adolescentes y a niños. Que se suicidan, cuando no los asesinan. Y lo que usted ha dicho es una afrenta a una lucha que tiene más años que su persona, y un insulto a la memoria de toda la gente que ha sufrido una puta paliza en la calle a manos de retrógados que ven en su discurso alas para sus ideales de mierda. “Si los de Orgullo Vallekano a los niños no respetan, ¿por qué voy a respetar yo su miserable insolencia?”. Verá, señor Vals, cuando escuché esta frase, con la gracia del rey “muy hormonado”, me recordó una historia que viví cuando estaba haciendo las prácticas en Canal Sur Radio y que, escribiéndola ahora, me está haciendo empezar a sudar. Uno de nuestros programas estaba ofreciendo asistencia a casos de transexualidad en niños. Acto muy loable, aunque lo lamento si a usted le parece insolente. El caso es que llamó una madre que se sentía perdida, entrillada. La habían llamado del colegio. Por su hija transexual. No era la primera vez, por supuesto, pero en esta ocasión, bueno, había sido grave. Ya no podía soportarlo más tiempo, sabía que su marido (un señor con el que usted quizá haría buenas migas) nunca aceptaría la REALIDAD que les estaba tocando vivir, y ella no quería dar la espalda a su hija: la chica de seis años de edad había tratado de cortarse el pene en el cuarto de baño del colegio con unas tijeras de clase. Vals, yo no le conozco a usted, y tampoco sé qué recuerda de su infancia, pero yo a los 6 años no sabía qué era el sexo. No me empalmaba un cuerpo desnudo, ni siquiera me masturbaba. Esa niña no ha aprendido a ser transexual, por mucho que usted use la mentira y la manipulación en una radio de gran alcance para promover esta idea. Esa niña, que nos dejó con el cuerpo frío a mí y al resto de trabajadores que estábamos allí esa mañana, habría recibido ayuda psicológica, asistencia sanitaria, comprensión y afecto (estas dos últimas tan importantes como las primeras, aunque usted, aventuro, no sabrá verlo), en un mundo en el que señores como usted o su propio padre no considerasen la labor de Orgullo Vallekano una insolencia. ¿Sabe lo que pasa, Vals? Que usted no lo ha vivido. Ni ese padre, porque esa madre se las ha callado todas. Usted nunca vio una cabalgata de niño que le dijese que quien no es como usted, también está bien. Nunca se llevó una hostia en la boca por proferir con odio las palabras “tortillera” o “maricón”. Es más, encontró el camino para hacerlo desde esa plataforma. Pero lamento decirle, señor, especialmente yo, un bisexual que nunca habló en radio, que no tiene su carrera o que no viste camisa y corbata, que el hecho de que su voz llegue más lejos no la hace más veraz. Y que, si está buscando a quienes “se equivocan gravemente”, están detrás de usted, todas y cada una de las personas que permitieron que usted esté donde está, diciendo lo que dice. Quizá yo me vaya a la mierda por acusarlo de homófobo, pero lo haré. HOMÓFOBO. Y no solo eso: usted es tránsfobo, maleducado, necio y una mala persona. Siento comunicarle, Vals, que por mucho que se regodee pensando que los responsables de la cabalgata no conseguirán lo que quieren, he aquí la prueba: usted ha acudido solito a la radio a quitarse la careta. Y como usted, lo harán otros. Y cuando todos ustedes, rabiosos como perros cuyo mundo se desvanece a pesar de vuestros mezquinos esfuerzos, expulsen su veneno, buena gente nos defenderá. Y nos defenderemos nosotros mismos. Porque vamos para adelante, y porque la cabalgata es solo otro paso. Y porque algún día, un niño como usted lo fue habrá asistido a una carroza que le dijera: “seas lo que seas, eres válido”. “Los gays son muy respetables, gente educada, muy seria, pero los de Orgullo Vallekano que van a ensuciar la fiesta, en vez de ser ellos gays son maricones de mierda”. No, señor Vals. Los gays, y todo el colectivo LGTBIQ, son personas. Como las personas, los habrá educados y maleducados, serios y graciosos. Como en todos lados. Pero respetables, eso sí somos todos. Incluidos los maricones de mierda. Todos aquellos con los que usted, en este siglo, y por mucho que le joda, debe compartir mesa.
Atentamente, José Manuel Calvo Pina.
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josempotter95 · 8 years ago
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Flåm, mi lugar favorito del mundo (muggle)
Es posible que Flåm sea mi lugar favorito del mundo. Flåm es un pueblo del municipio montañoso de Aurland, en Noruega, que por mucho tiempo se mantuvo aislado del resto del mundo por su inaccesibilidad hasta la construcción de una línea de ferrocarril, Flamsbana, hoy considerada uno de los trayectos en tren más bellos.
Cuando estuve de paso en esta pequeña aldea, pues de allí partía el barco que me deleitaría con los famosos fiordos noruegos, acababa de exprimir las dos mayores ciudades del país, primero Oslo y luego Bergen. En la segunda había ascendido al conocido Monte Fløyen, desde donde había apreciado asfixiadas las escasas montañas que salpicaban un plano urbano que acosaba la bravura del bosque de coníferas con la despiadada arrogancia de un torero. Pero Flåm, bueno, eso fue otra historia. Si bien había maldecido la inminente espera de tres horas que, a priori, me parecían excesivas en una villa del tamaño de una manzana, desde el momento en el que puse un pie en el valle la espera mermó hasta convertirse en una bocanada de aire helado, de esas que a menudo empañan los espejos. Las pequeñas intervenciones humanas aquí y allí, desde las casas de madera pintada y techo a doble agua hasta el muelle que hundía sus pies, respetuoso, en la bahía de agua salada, habían sabido equilibrar la humildad del panadero y la exquisitez del crítico, de tal modo que no habría podido imaginar aquella estampa sin la mano de los míos. Pero con la irreverencia con la que mira Guiza a sus pirámides, o con la insolencia del colono sobre el indígena, se alzaba el puerto de mi barco. Y sentí sobre aquella tierra la lágrima del oriundo, del que nunca quiso ir más allá porque supo aprovechar lo que tenía, que no es lo mismo que conformarse. Sentí incomprendido su respeto y su esfuerzo despreciado; su protesta silenciada y enfurecida su existencia. En deuda con el vecino corrí raudo a desnudarme, por vez primera, sin tapujos. Como se quiere a un hijo, o se abraza la tierra. Nadé en sus aguas que me apuñalaron como cuchillos y al salir había perdido el frío. Mientras Eurídice me dejaba unos minutos a mi aire, que no lo quise mío, sino de él mismo, me senté a la orilla sin chaleco de lana que me aislase. Porque yo ya estaba aislado del mañana y del ayer, de Bergen y de Oslo, del resto del mundo. Restregando mis pies descalzos, mojados por el agua más fría que debían haber probado, sentí a lo lejos, intimidando a los abetos, los glaciares ignorándome con desprecio merecido. Y por primera vez en mi vida no creí en fábrica alguna, coche, avión ni Flamsbana, puerto ni ciudad, chicle ni botella, ni sucio aceite ni cristal, capaz de enmudecer aquel silencio. Quise desde entonces que el lugar que lo había significado, por un momento, todo para mí, fuera el único que me había invitado a experimentar toda la crudeza, el sabor agrio y la caricia cálida, de no ser absolutamente nada.
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josempotter95 · 8 years ago
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Mi viaje a la meca de la Magia: mi primera vez en Londres
En este blog (¡SIN SPOILERS!) de obligada escritura para mí explayo profundos sentimientos que pueden resultar incomprensibles (e, incluso, intolerables) a lectores poco aperturistas por lo que, de ser tú uno de ellos, te invito amablemente a salir de la publicación.
Mi viaje a Londres, del 12 al 17 de julio de 2017, se configuró cuando el pasado agosto de 2016 conseguí una entrada para la nueva obra de teatro de Harry Potter, El Legado Maldito, tras once horas de cola online. La hazaña fue el impulso definitivo para un peldaño que me estaba negando a subir, pues siempre tuve la angustiosa sensación de no haber encontrado la compañía adecuada para visitar el museo o el parque temático de Harry Potter; sin embargo, una obra de teatro es algo que puede resultar finito, es un ahora o nunca, así que no quise perder la oportunidad.
Tras algún desplante y algún nuevo compromiso, conseguí que una amiga de baile, Mercedes, me acompañase en mi primera visita a la capital de Inglaterra. Ella tenía casa allí, una bonita planta baja con un jardín delantero transformado en huerto urbano, así que me ahorré el alojamiento. Ella también me acompañaría a todo lo que fuese gratuito (lo que no incluía ni el museo ni la obra de teatro), por lo que me configuré una ruta por todos los exteriores que habían servido de escenario durante los 8 filmes que componen Harry Potter. Me imprimí dichas escenas y, desde el primer día, me lancé a buscarlos. Allá vamos.
DÍA 1
Se dice que Cecil Court, la primera parada de mi itinerario, inspiró el Callejón Diagon. Me gustó pensar en una Rowling desconocida, caminando por aquella calle llena de letreros con encanto. Sus fachadas victorianas alojan tiendecitas anticuadas llenas de objetos curiosos, libros bellamente encuadernados y, como veréis, preciadas reliquias, como las firmas de Dan (Harry Potter), Emma (Hermione Granger) y Rupert (Ron Weasley). Me compré una postal allí para recordar siempre que había adquirido algo en el ‘verdadero’ Callejón Diagon, y allí se quedaron también dos libras de más que se me escurrieron bajo una cómoda, pues el tendero no hizo el menor amago de ayudarme a recuperarlas.
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Cerca de allí está Charing Cross Road, la calle real donde se aloja el Caldero Chorreante en la historia. Estaba en obras, como casi todo en Londres. Me pareció que en una calle tan concurrida debía parecer algo curioso tal ir y venir de personas extravagantemente vestidas pero, bueno, tú y yo sabemos que los muggles, al final, no ven nada, aunque si les clavas un tenedor brincan.
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Tras esta calle encontramos el Cine Odeon, donde se celebraron preestrenos de las películas. En El Prisionero de Azkaban, por ejemplo, se adornó el edificio con una enorme mano de dementor, como muestro abajo. Me habría encantado verlo. Ahora estaban promocionando Spiderman; mi sobrino se habría vuelto loco.
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Piccadilly Circus, cómo no, también estaba en obras. Entre eso, y que habían quitado las barandas, me costó reconocer la calle en la que Harry, Ron y Hermione escapan tras una boda, donde esta última solía ir al teatro con sus padres. Estuvimos bastante tiempo tratando de captar el momento en el que un autobús pareciera que me atropellara, como a nuestros protas. Si bien no está muy conseguido, me conformo: la gente no dejaba de mirarnos extrañada, y los conductores de autobús, aún más.
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Caminando de vuelta, mi sacro instinto Potterhead me indicó que estaba caminando por territorio divino, así que supuse que las columnas de aquella calle de Piccadilly debían ser las mismas de la escena donde a Hermione le ofrecen una visita guiada. Así era.
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Para no variar, Trafalgar Square también estaba en obras. Entre eso, y que la imagen aérea en la que aparece la plaza en El Misterio del Príncipe no está muy clara, la foto acaba dejando bastante a la imaginación.
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Uno de mis lugares favoritos por su fácil reconocimiento fue Great Scotland Yard, cerca de Whitehall, que apareció en los filmes como entrada al Ministerio de Magia. Por suerte, la cochera en la que Harry y sus amigos ocultan los cuerpos de tres empleados del Ministerio estaba abierta, así que pude echar un ojo al interior. Los espacios parecen haber sido reformados o editados digitalmente, por la ausencia/presencia de farolas y cabinas telefónicas, así como por algún que otro desplazamiento de los corredores que conectan los edificios a uno y otro lado de la calzada. En cualquier caso, los habitantes de esta zona céntrica parecen estar muy acostumbrados a los Potterheads fanáticos, pues solo viendo mi camiseta, sin haberles preguntado, me señalaron el lugar exacto que andaba buscando. Tampoco era muy difícil de encontrar, pues había hasta 3 tours distintos llenos de muggles (gente no mágica) en la zona, si bien yo estaba seguro de que ninguno de ellos visitaría tantos lugares como yo me había propuesto aquel día.
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Cerca de allí, en la estación de Westminster, se rodó la escena en la que Arthur weasley tuvo problemas con los billetes del metro, camino de la vista del Ministerio. La gente caminaba tan atareada como en el filme. Ingeniosos estos muggles.
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Al salir, tomamos un tentempié en esta zona céntrica. Allí nos echamos algunas fotos típicas, con el Palacio de Westminster, el Big Ben y el London Eye como telón de fondo. En la imagen que dejo a continuación no miro atrás como postureo, sino en verdadera alerta, pues en el preciso instante en el que me tomaron la fotografía un grito cruzó el cielo y paralizó el centro de Londres. No era más que una hija que había gritado a su madre para que no cruzase, pero las sensibilidades que el terrorismo ha levantado en el pueblo inglés inmovilizaron la zona de manera escalofriante. En el puente frente al Palacio, sobre el río Támesis, algunos han dejado sus despedidas y mensajes de paz anclados a las farolas, testigos del atentado del pasado 22 de marzo.
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Desde este puente tomé la siguiente foto del Palacio de Westminster, que aparece en la quinta película, en un vuelo en escoba de la Orden del Fénix.
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El London Eye también aparece de pasada en el séptima película, durante el vuelo de un dragón de Gringotts.
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Más al sur está el Puente de Lambeth, en el que el Autobús Noctámbulo se estira para evitar colisionar con dos autobuses rojos londinenses. Yo también esperé a que pasara un autobús rojo para echar la fotografía. El puente está irreconocible, pues en la película aparece de noche y con unos farolillos que ahora no poseía, pero sus barandas y farolas de piedra son inconfundibles.
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En la Embajada de Australia se rodó el interior de Gringotts. Si bien no se podía entrar, ni con visado de estudiante australiano en regla, sospecho, me eché la foto en su exterior, pues dicen que sirvió de modelo a los directores artísticos a la hora de crear el famoso banco de los magos, con sus columnas y su mármol reluciente. El edificio era sobrecogedor... ¿influencia colonial?
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Lincoln’s Inn Fields es la plaza pública más grande de la ciudad. Mientras caminaba por ella no podía dejar de imaginarme a Rowling, buscándose a sí misma, con aquel mismo suelo bajo sus pies, pues se dice que esta plaza inspiró el número 12 de Grimmauld Place. En el parque había alumnos de rasgos asiáticos con largas túnicas oscuras, dignas de alguna escuela de magia. Sonreí.
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Buscando la localización real utilizada en el rodaje del film me percaté de que había cuantiosos lugares que se parecían a Grimmauld Place y llegué a hacerme la foto en un lugar equivocado. No obstante, no paré hasta dar con el original: un rinconcito de Claremont Square. Por su relativa lejanía, lo visité el tercer día.
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Cuando Harry es rescatado por la Orden del Fénix, también sobrevuelan este puente. Si bien al principio lo confundí con el de Lambeth, al fijarme bien en la imagen descubrí que se trataba del Puente Blackfriars.
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De todos los puentes que aparecen, sin embargo, siempre había sentido especial debilidad por el Puente Millenium. No solo porque me encanta la escena en la que aparece, en El Misterio del Príncipe, sino también porque, como amante de la arquitectura, me maravilla, pues combina una gran sensación de estabilidad con cierta ligereza. Su carácter peatonal, además, lo hace encantador, así como el paisaje que lo rodea, con la vista de la cúpula de la Catedral de San Pablo erigiéndose sobre él. Cuando fui, un artista callejero estaba pintando pequeños mensajes en el suelo. Además de Harry Potter, el Puente Millenium también aparece en una de mis series favoritas: Black Mirror. En uno de los bancos que lo flanquean, una pareja contemplaba el Támesis, y les robé una foto. Luego me acerqué y me ofrecí a mandársela por correo, cosa que hice al volver. Me dijeron que les había encantado, que la imprimirían y la colgarían en su salón.
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A aquella hora de la tarde, Borough Market estaba tan abarrotado de gente, empresarios bebiendo sus primeros tragos de la jornada, que me costó reconocer el lugar donde se había rodado la entrada alternativa del Caldero Chorreante, justo donde aparca el Autobús Noctámbulo en El Prisionero de Azkaban. Según Internet, la puerta exacta era ahora una floristería, pero esta debía haberse trasladado pues, cuando entré, a sabiendas ya de que no era el lugar que buscaba, la dependienta hizo una mueca, mezcla de irritación y simpatía, y me indicó que la puerta del Caldero Chorreante era ahora un bar de tacos. Había pasado delante de él, pero estaba tan lleno de gente que lo había ignorado. Nuevamente, muggles...
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En otro mercado abarrotado de londinenses enchaquetados y ebrios, esta vez en el famoso y elegante Leadenhall Market, rodeado de edificios victorianos, encontramos otro de los lugares que aparecieron en La Piedra Filosofal, donde Harry lee por primera vez la lista de utensilios que necesitará para la escuela. Guiados por una camarera que, curiosamente, también parecía ebria, encontramos cerca de allí la puerta principal al Caldero Chorreante, ahora pintada de azul. Estaba cerrada.
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Camino de vuelta al río pasamos por una zona de rascacielos, algunos de los cuales, como el famoso 30 St Mary Axe (“El Pepinillo”), sirvieron de telón de fondo para carteles promocionales de los últimos filmes.
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El choque de la convivencia entre la arquitectura clásica y la contemporánea no se me antojó desagradable en la zona; es más, jugué con la cámara para transformar los rascacielos en un cielo azul ante el que se interponía una inmensa rejilla de metal. Interesante, ¿no?
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El Támesis y el famoso Tower Bridge también aparecen en la saga, en un frenético vuelo de La Orden del Fénix. El HMS Belfast, famoso barco de la II Guerra Mundial que permanece anclado en Southbank y que también se vio en el filme, está detrás del gran yate de la fotografía.
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Cerca de él está el Ayuntamiento de Londres, un edificio ovalado cuya cristalera y oficina hacen presencia al inicio de El Misterio del Príncipe. Tras 25 kilómetros con un pie lastimado, esfuerzo que se refleja en mi cara llena de orgullo, dimos por concluida la travesía del primer día y dejamos paso a un poquito de postureo en el Tower Bridge. Nos lo merecimos.
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DÍA 2
El segundo día por la mañana decidí vestir la camiseta de la organización que dirige JK Rowling, Lumos (cuya web puedes visitar aquí), la cual trata de cerrar los orfanatos y ofrecer alternativas más seguras y saludables a los niños y sus familias, para así hacerle un poquito de publicidad. Sorprendentemente, una chica la reconoció, algo que no me había sucedido nunca aquí en España. Acerca de la otra fotografía, no es que la avenida frente al Palacio de Buckingham se tiñera de rojo y amarillo por mi llegada, lo cual habría molado, sino que mi viaje, del 12 al 17 de julio, coincidió curiosamente con la primera visita oficial de los nuevos reyes de España a Reino Unido. ¡Gibraltar es inglés!
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Aquella mañana también vi las amapolas rojas de la Commonwealth con las que se homenajea a los soldados ingleses caídos en la guerra, así como el impresionante centro comercial Harrods, un verdadero museo.
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En él había firmas de Daniel, Emma, Rupert y Ralph Fiennes (Voldemort). Valían en torno a dos mil libras, así que pensé en cuán rico podría hacerme con las mías, si bien antes muerto que vendiéndolas.
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Por la tarde acudí solo a los Estudios Warner Bros, el museo de Harry Potter, donde se exponen sets, objetos y diversas piezas artísticas del rodaje de los filmes. Si bien tengo una grandiosa geolocalización natural soy nefasto a la hora de tomar transportes, por lo que me pasé de estación. Un amable chico de la compañía de trenes me indicó cómo regresar, y la verdad, de haber vivido allí, le habría pedido el número. Cuando llegué a Watford, donde están los estudios, un autobús maravilloso, en el que ya empecé a llorar, me recogió para llevarme hasta la misma puerta.
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Apenas dejaré unas 5 fotos no reveladoras (soy maniático de los números impares) para no dar spoilers a aquellos que queráis conocerlos algún día. Es VISITA OBLIGADA para fans y no fans.
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En un arrebato de sinceridad para con la pantalla de mi ordenador admito que, si bien era la visita que más ganas tenía de realizar, no lo pasé bien. Sí, sí, como lo oís. No me lo pasé del todo bien. No fue por el lugar, que es maravilloso, sino por mí. Es difícil de explicar. Yo sé que para gente que le gusta Harry Potter al nivel que a mí me gusta, por ejemplo, The Walking Dead, el lugar solo suma, lleno de detalles curiosos y mágicos. No obstante, mi relación con Harry Potter es, aunque pueda parecer extraño a un lector que no me conoce de forma cercana, algo espiritual. Me sentí sobrepasado, bombardeado por tal cantidad de información que era incapaz de absorber en un tiempo tan limitado. Me sentí solo. Tan solo, que acabé conociendo a las malayas de arriba porque les pedí que me echaran más de una foto. En innumerables ocasiones he acudido a eventos y lugares relacionados con Harry Potter en aparente soledad física y nunca había sido un problema, pues siempre había podido encontrar su compañía dentro de mí; sin embargo, allí, tan sofocado por mi incapacidad para digerirlo y disfrutarlo todo como yo habría querido, me veía abocado a vivirlo de forma efímera y superficial, lo que acabó por distanciarme del momento. No obstante, cuando llegué a la maqueta de Hogwarts, que era la atracción final, pude concederme 15 minutos antes de la partida del último autobús, así que me senté y pude conectar, al fin, con el mundo al que pertenezco. Prometí que, sabiendo ahora cómo está organizado, algún día volvería para vivirlo como quiero. Aunque haga falta ir dos veces el mismo día. Esta que dejo abajo es, así, la única foto de aquel lugar que me retrata en plenitud. La única en la que sentí verdadera magia.
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Falto de tiempo, cogí de la tienda 4 cosas guiado por mi corazón, sin mirar el precio: una pluma que me ayudase, como ya lo hizo este mundo, en mi cruzada por ser escritor; un sello de mi casa, Ravenclaw, pues, ahora que me voy lejos, será precioso vestir mis cartas a mis más queridos con lo mejor de mi esencia; una lechuza, Hedwig, para mi madre, quien siempre la quiso y quien siempre me respetó, con quien nunca me habría sentido solo; y una rana de chocolate, elegida al azar, tercera fila, pues me sentía mal y, como en Harry Potter dicen, el chocolate siempre ayuda a sentirnos mejor.
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A la salida tuve que luchar para evitar el vómito producto de las emociones que me embargaban, y tomé aprisa el último autobús. Me monté, llorando, sintiéndome mal por no haberlo vivido como debía, y abrí mi rana de chocolate. Estas siempre traen un cromo sorpresa de un mago o bruja famoso. Me sentí sobrepasado cuando vi que me había tocado Rowena Ravenclaw, fundadora de mi casa, lo que validaba mi pertenencia a ella y constituía un guiño mágico: Harry había estado conmigo, me entendía y me había perdonado. Una madre latinoamericana me preguntó entonces si podía sentarse a mi lado en el autobús con su bebé, como si estuviéramos en el Expreso de Hogwarts, y asentí. Partí mi rana a la mitad y les di un generoso trozo de chocolate, pues Potter me enseñó que la vida compartida siempre sabe mejor. Volví a casa sonriendo; esta vez no me perdí.
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DÍA 3
El tercer día empezó con la visita a la Estación de St. Pancras, cuyo exterior apareció en las películas como si fuera la fachada de la Estación de King’s Cross, algo más sencilla. Sobre ella se alzó el coche volador de los Weasleys. Las fotos de este día tienen mucha menos calidad porque me olvidé, como acostumbro, la batería de la cámara en el cargador; supuse que Harry quería que fuese menos quisquilloso con las fotos definitivas y disfrutase más el momento, por lo que acepté el golpe.
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Justo al lado de St. Pancras está King’s Cross. Si bien su exterior no aparece en la saga, sí sus interiores. Aquí fue donde se conocieron los padres de Rowling, y donde hoy hay un carrito medio oculto en la pared a donde peregrinan personas de todo el mundo. Me gusta imaginar qué debe de sentir ella cada vez que pasa delante de él, cuando ve ese carrito que ideó cuando nadie conocía su nombre. De aquí parte el Expreso de Hogwarts cada 1 de septiembre, en el Andén 9 y 3/4, entre los andenes 9 y 10.
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Aquí fue también donde Harry tiene su encuentro con Dumbledore en la última película, aunque estuviese teñida de blanco.
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Para hacerme la foto oficial en el carrito del Andén 9 y 3/4 tuvimos que esperar cola. Cuando llegué me preguntaron de qué casa era para darme una bufanda, pero yo quise conservar la mía propia, de Ravenclaw, como si de verdad fuese a Hogwarts y no fuese un deprimente muggle. Me dijeron también que, si la quería saltando, debía ser sin varita, para no arañar el letrero. Salté tanto que le propiné un generoso golpe con la rodilla al carrito, y toda la cola se rió de mí. Salió bien a la primera, la misma fotógrafa me felicitó por el resultado. Me compré, además, el billete del Expreso de Hogwarts en la tiendecita que hay dentro, pues no veía mejor lugar para comprarlo que en la propia King’s Cross. Querría comentar aquí, también, lo curioso que debe ser poder decir que trabajas levantando bufandas a la gente, o lo extraño que debe resultar a aquellos pocos desconocedores de la saga que lleguen a la estación y vean a un grupo de gente vestida de forma extraña esperando para hacerse una foto con medio carro pegado a la pared. Esto, querido lector, es magia de la de verdad.
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Aquella tarde fuimos a una obra de teatro llamada Disco Pigs. Yo, en otro arrebato de magia real, había visto en un periódico abandonado en el metro que Evanna Lynch, que interpreta a Luna Lovegood en las películas, estaba protagonizando una obra de teatro en Trafalgar Studios. Miré en la web y descubrí, para mi sorpresa, que había un par de entradas disponibles para el único día que tenía libre, así que en agradecimiento por acogerme en su casa y por soportar la insufrible caminata del día 1, invité a Mercedes a venir conmigo.
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El deseo de conocer a alguien más del universo Potter tras Emma Watson (Hermione Granger), Timothy Spall (Colagusano), Axel Amigo (voz española de Harry Potter) y Laura Pastor (voz española de Hermione Granger) se iba, al fin, a cumplir. Y no era de extrañar, pues lo pido cada vez que veo estrellas fugaces, cada vez que soplo las velas de una tarta, cuando tiro una moneda a una fuente o cuando coloco una piedra sobre el monumento de la Virgen del Monte, aun siendo agnóstico. Y realidad se hizo, porque Evanna salió e interpretó su papel durante 75 minutos mágicos en una sala no más grande que mi casa, en la cual yo estaba en primera fila. Sin tener ni idea de qué estaba diciendo en cada momento, permanecí inmóvil en mi asiento, a veces a 40 centímetros de ella, y en un par de ocasiones me encontré en la trayectoria de su mirada azul. Me hizo llorar y reír a pesar de las limitaciones de mi inglés, que sin embargo sí me permitió descubrir que su personaje era, como ella, una protectora de los felinos. Cuando se fue, me acordé de que no le había tomado ni una sola foto: tuve que aceptar que me iría de allí sin pruebas de haberla conocido, pero eso, por supuesto, era lo de menos. Honraba el momento.
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A la salida, tuve una corazonada y le pedí a mi amiga que acudiéramos al callejón trasero, por si salían a descansar. Allí estuvimos una media hora, comiendo galletas Oreo. Cuando el ánimo decayó, Mercedes me dijo: “Mira, ha salido él”. El actor, Colin Campbell, que escupía bastante durante la obra, había salido por la puerta trasera, que se mantuvo abierta. Y entonces salió ella.
Corrí calle abajo y esperé paciente ante un par de fanáticos que le estaban hablando. Ella parecía cansada, pero no paraba de sonreír, gesticulando con tranquilidad y dedicando bastante tiempo a cada persona. Cuando llegó mi turno, le di el folleto con su foto para que lo firmara con un bonito rotulador dorado que me dejó prestado un desconocido, pues yo no llevaba nada encima. Le costó escribir mi nombre, el cual, con los nervios, deletreé mal, pronunciando la ‘e’ como ‘a’, pero por suerte su instinto la llevó por buen camino. Entonces, para mi sorpresa, me descubrí hablándole de forma inteligible. Pensé que después de años rodeada de fanáticos de Potter agradecería más que alguien se refiriese a sus nuevos proyectos, por lo que alabé sus dotes interpretativas en la obra, aludiendo a mi escaso nivel de inglés y a todos los sentimientos que había captado en contrapartida gracias a sus dotes interpretativas. También le comenté que estaba consumiendo menos leche desde que había visto su video sobre la industria láctea para IgualdadAnimal (el cual puedes ver aquí), y me dijo que muchísimas gracias por haberlo visto. Además, me preguntó que si estaba allí de vacaciones, que si iría a ver la obra de Harry Potter y el Legado Maldito, y me comentó que había sido un placer conocerme. ¡Vaya, si el placer fue mío, hija! La amé. Amé la paz que desprendía al hablar, la luz que irradiaba su piel y la franqueza de sus ojos azules. Transmitía confianza y dulzura; fortaleza y elegancia. Luego firmó a mi amiga Mercedes que, aun sin ser tan fan como yo, acabó temblando. Para que escribiese bien su nombre le indicó que se deletreaba como la marca de coches, ¡buen punto! Tras ello, fui a vomitar aprisa. Sí, literalmente. Y ambos nos sentamos entonces a contemplar aquel bello ser lleno de magia, piel y corazón de Luna Lovegood, que tras unos minutos volvió a perderse por la puerta trasera del teatro, sobre unas bonitas sandalias de motivos florales. Aquí dejo algunas fotos, donde puedes apreciar en mi rostro verdadera felicidad, náuseas y un principio de llanto. Como un libro abierto.
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Sin creernos nuestra suerte, ambos fuimos a un pub de Leicester Square, Zoo Bar, y allí me propasé con el alcohol. No me culpo, la ocasión lo merecía. Mi mochila negra, destacable aquí, hizo cundir el pánico cuando la abandoné momentáneamente en un taburete, movilizando a la seguridad del local. Un mal despiste en un momento inoportuno, ¡ups!
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DÍA 4
El último día, el día que acudía a ver la obra de teatro, la octava historia, la razón por la que me había decidido a hacer el viaje, coincidía con mi cumpleaños: 16 de julio. Juro que fue absoluta casualidad pues, cuando me tocó comprar las entradas tras aquella larga cola online, hacía casi un año, habían resultado ser las siguientes disponibles: lo consideré una señal. Aquella mañana empezó con un desayuno inglés vegeratiano como Rowling manda que, por supuesto, no pude acabarme. Era una bomba para mi estómago.
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La obra, Harry Potter y el Legado Maldito (¡SIN SPOILERS!), se alargaría durante todo el día, pues me vería las dos partes de las que consta seguidas. Cada parte dura más de dos horas y media, separadas por un descanso de duración similar. En esta ocasión también acudí solo, pero la zona ya me la conocía. El elegante edificio, el Palace Theatre, tiene 1400 localidades y posee una larga historia de obras nacionales e internacionales entre sus muros. Actualmente está completamente redecorado para la obra del Mundo Mágico, como podéis ver en el detalle de abajo que resume sus buenas críticas, lo que va de la mano del récord histórico que batió al llevarse 9 prestigiosos premios Olivier.
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Durante la cola, alumnos de Hogwarts se paseaban entre los asistentes y viandantes para que se fotografiasen con los estandartes de sus casas. Yo, cómo no, sosteniendo orgulloso los colores de la mía.
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Es cierto que hablo desde cierto desconocimiento del mundo del teatro, pero la obra me pareció sublime. No solo porque, quizás a causa de haberme leído el guion, entendía la gran mayoría de lo que decían, sino porque la magia en directo (literal y metafórica) que exhibía cada escena me impidió apartar los ojos un solo segundo del escenario. Shippeé como nunca a Albus y Scorpius, y me admití que no sería feliz al lado de una persona diferente a este último. Decir que reí y lloré sería reducir enormemente el abanico de sensaciones que viví en la buena butaca que me había tocado, y en ningún momento me sentí solo. Estaba relajado y dispuesto a disfrutar, sabiendo que no me quedaría nada por ver. Me comprendí en la última frase, a mí mismo, al yo joven y al yo niño...pero eso es otra historia. Viví la magia. Otra vez. Y hasta aquí digo, por si el lector desea alguna vez vivirla también.
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Cuando salí, fotografié por última vez aquel edificio, resquicio final de un viaje a través de un mundo al que había acudido desde tan lejos. Cerca de él, un poste de luz se alzaba con un rollo de cable que, a mis ojos, se transformó en el nido que simboliza la obra, El Legado Maldito. Al fin y al cabo, la magia está ahí, delante de nuestros ojos, para quien la quiera ver.
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josempotter95 · 8 years ago
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LA ENCINA DE LA COLINA DE CASA
Ha crecido, la encina, como yo lo hice, y ha echado a volar, el animal, y a reconciliar su crisálida acude. Paradoja, muestra estática del tiempo, que fluye.
Hay un claro para entrar y salir, y otro para ver el cielo, entre las ramas que parecen ansiar tocar el suelo, que en su verticalidad con el diván coincide.
Hay otro claro, mal disimulado, sobre un olivo cercano, al que parece haber respetado, mas yo ahora, que sin panel bajo el brazo para construir cabaña llego, sé que no fue por otra más que por ella misma, por lo que sus hojas no cercaron tal agujero. 
De su suelo surgen, mal esperanzadas, zarzas y esparragueras, encinas jóvenes, que quizá quieran ser como ella. Pero creyéndome yo Principito, y creyéndola rosa, a esta, lamento que como yo la miro, jamás llegue nadie a verlas.
Desde allí puedo asistir a todo, mas nadie en mí repara. En la intimidad de sus ramas nace la magia del filósofo, del matemático, del arquitecto y del filólogo. Del famoso. Cuando nadie mira, puedes serlo todo.
A través de las hojas la vista panorámica de la mal llamada ciudad está irreconocible, pero ella también lo está, incluso yo mismo. Son sus ramas las que están más largas, las que cuelgan más bajas, pero su tronco sigue siendo uno. Humilde reconozco, para ellas y para él, apenas yo un suspiro.
Un pájaro pía, reclamando el ahora. Parece que va a hacer buen día, aquí vine a pedir perdón.
Perdóname, niño, por haber vendido nuestra casa cazallera.
Perdóname, niño, por haberte prostituido tras el último tren de Santa Justa.
Perdóname, niño, por el anonimato al que te sometí. Por las promesas que enterré, por el esfuerzo que no hice.
Solo quise hacernos felices a los dos. Nadie me enseñó tampoco. No es fácil, ni con encinas mágicas enraizando a la puerta de casa. En ello, creemos los dos.
Ya no hay tumbas, ya no hay muros. Yo también te he perdonado.
Volvemos a ser uno. 
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josempotter95 · 8 years ago
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EN LÍNEA HACIA EL SUR
De lona rocosa esta carpa circense, de acróbatas marineros y caravanas abruptas. Pude con mis pies recorrer desde sus lindes a su mástil, que al Sol miraba, y en él posar mi cabeza, Nublo sagrada. En la roca que erosiona, ardiente, los pies de esta piel experimentada; en las olas que rompen las cuerdas, a mi cintura amarradas; encontré yo la entrada salvaje, a este mundo tan íntimo y deseado, tan temido, aclamado. Que tus aguas se lleven, en línea hacia el sur, mi último aliento virginal. Que el viento lo sople.
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josempotter95 · 8 years ago
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EL CÁNCER DE LAS CARRERAS IDEOLÓGICAS
Cuando vi esta foto de Emma Watson por primera vez no le presté mucha atención: no me gustaba especialmente, y tampoco vi nada extremadamente escandaloso. Después, oh sí, el mundo se volvió loco y la vi multiplicada y cuestionada: Emma ha tenido que aclarar, una vez más, qué es el feminismo: no se trata de llevar burka ni de enseñar los senos, se trata de que cada mujer haga lo que ella elija por propia voluntad. Tan simple como eso. Es una elección y, como ella misma dice, ‘no sé qué tienen que ver mis tetas con todo eso’. Y, entonces, ¿por qué había miles de personas ‘feministas’ cuestionando su lucha y su esfuerzo en una causa que, supuestamente, comparten?, ¿por qué gente que nunca comulgó con el feminismo la señalan con el dedo?, ¿por qué tanto interés en la caída del otro? Estas dos actitudes, tan opuestas y tan similares a la vez, son cánceres para cualquier lucha: las he experimentado muchas, muchas veces. Por ejemplo, con el vegetarianismo. Desde que me hice vegetariano, hace 4 meses, he contemplado actitudes sorprendentes y preocupantes. No hacia mí, pues por decisión propia soy inflexible, sino hacia otros vegetarianos que conozco y que son señalados por vivirlo de forma distinta. ¿El problema? Hay muchísima gente que considera que su forma de luchar por las causas es la única digna, la única admirable, la única válida. Sacan los dientes si no vives la lucha como ellos, si no haces el mismo sacrificio, si no dedicas el mismo tiempo. Llegan a criminalizar a gente de su misma ideología de una forma muchísimo más dura que a otras personas que no mueven un solo dedo. Esta gente está perdida, confusa. Creo firmemente que no entienden el mundo. A la gente no le gusta que se le imponga: a la gente le gusta elegir. Si tu forma de hacer las cosas te parece la mejor, si crees que tu camino elegido es el correcto, date toda la publicidad posible: promociona, vende, dialoga, argumenta, muestra, comprueba, ofrece, ábrete, SONRÍE. ¡Mira las batallas que se han hecho en el mundo! ¿Todas ellas son, acaso, iguales? ¿Parecidas? No hay un solo camino para una causa. Tu tren, por mucho que te cueste reconocerlo, no es exclusivo para tu parada. Ser radical hace un flaco favor al feminismo, al vegetarianismo, al veganismo, a los ismos. Estás remando en contra de tu sentido. ¿De dónde viene la palabra feminazi? ¿Por qué cualquier mención feminista es radicalizada con este adjetivo? Es un cáncer interino, dogmático. La gente no quiere verdades absolutas, quiere que respetes su forma de hacer las cosas, su línea de trabajo. ¿Acaso no hace más aquel que ha reducido a la mitad su dosis de carne que aquel que sigue haciéndose el completo ciego? ¿Por qué despreciamos el valor combativo de un tuit, de un blog, en lugar de mirar más allá, al que está sentado comiéndose las uñas? Si tú eres un vegano estricto, si tú eres un feminista de manifestación, respeta el ritmo de los demás. Respeta sus implicaciones y comprende, por el bien de tu causa, que subir el primer escalón es igual de admirable (y duro) que subir el último. Lo importante es subir. Sin más. No exijas, convence; no señales, ayuda. El feminismo de Emma Watson no es blanco: es respetuoso. No tiene que morder, no tiene que ocultar las tetas, ni tampoco escribir en ellas ‘mi cuerpo es mío’. Si el tuyo es así, estupendo. Si es tu forma de hacer las cosas, fabuloso. Emma no está compitiendo con tu feminismo: no trates de medirte con ella. Solo mira a quienes no reman. A quienes jamás se han movilizado en tu lucha e, ignorantes y resentidos, desean ver la grieta más pequeña para jactarse y curar sus conciencias inquietas. Mira a quienes supuestamente están orgullosos de comer carne pero que no retiran un ojo de sus amigos vegetarianos porque están deseando verles fallar para poder dormir por las noches. Convénceles a ellos. Deja, de una vez por todas, a aquellos que reman en tu barca. No nos peguemos entre nosotros: ya hay bastante gente armada. Solo así, cuando algunos comprendan que no deben hacerse dueños de la causa sino dejar que la causa se adueñe de ellos, se acelerará el ritmo. Solo así, cuando dejen de darse palos en la misma habitación para empujar, con la fuerza que cada uno pueda (y decida) ofrecer, la puerta se echará abajo. Los ideales no son una carrera: imprégnalos de respeto, humanidad y empatía. Eso los mantendrá vivos.
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josempotter95 · 8 years ago
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UN SOL QUE LO HABÍA VISTO TODO
Él era un sol. Un sol hecho a martillazos, a golpes, pero un sol, al fin y al cabo. Como un puzzle de piezas rotas, era débil, inestable, pero también sabía estar presente. Muy poca gente sabe estar presente. Estaba recluído en una habitación oscura y, sin embargo, cuando me sonreía, yo podía ver el mundo entero en tan solo un instante. Parecía haberlo visto todo y estar decidido a no volver a ver nada más. Excepto a mí. Pero era un sol en un túnel. Un túnel oscuro, y yo no había visto nada. Creía que podía verlo todo, que podía saborear los dulces de los que me hablaba, y contemplar los cristales rotos sin que rasgaran mi piel de experiencia ávida… Y salí fuera, y ahora llueve. ¿Dónde está el Sol? ¿Dónde está mi sol? La Via Dell’amore es ahora un paso prohibido. Y creo ver el Sol. Pero no es mi sol. Es un Sol vivo, y alegre, libre de corredores oscuros, pero que no ha visto nada. Y ahora que lo he visto todo, sólo quiero verle a él, pero la Via Dell’amore está cerrada. ¿Dónde está mi sol? La única sabiduría que ahora anhelo es la que reside tras las pupilas a las que bastaste. ¿Dónde?
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josempotter95 · 8 years ago
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LA FLOR ROSA SOBRE EL TRONCO CORTADO
 Yo habría sido un nicho vacío de no tenerla. Unas cuencas sin ojo; una cabeza sin diadema.
Sara constituye para mí lo más valioso de la vida: la lealtad, el cariño y la verdad.
Curioso como soy, hace mucho, cuando ella era poco mayor que un bebé, decidí descubrir a qué edad podía una persona comenzar a almacenar recuerdos, por lo que, dada su manita de unos centímetros menos que la mía, corté cerca de El Carmen una flor rosa, bella y viva, y la deposité sobre un tocón, un tronco cortado. ‘Recuerda esta flor rosa sobre este tronco cortado’, le dije. Y ella asintió, agitando su pelo lacio sobre sus mofletes mullidos.
Al otro día le pregunté: ‘¿Te acuerdas de la flor rosa sobre el tronco cortado de ayer?’, ‘Sí, claro’. Y a la siguiente semana: ‘¿Te acuerdas de la flor rosa…?’, ‘…Sobre el tronco cortado, sí’.
Y así durante mucho, mucho tiempo.
Aunque en aquel entonces consideré aquello como un mero experimento curioso, no sabía que estaba creando una historia tan bella: me hallaba salvando una de las cosas más vitales que definen quiénes somos, un recuerdo. Quizá su primer recuerdo. Conmigo. Con una flor rosa, y un tronco cortado.
Y ahora lo entiendo: yo nunca habría sido más que un tronco cortado, sin flor, de no tenerla a ella. Jamás habría vivido como lo he hecho, sin ella.
Sara, gracias por salvar a este tocón vacío.
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josempotter95 · 9 years ago
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I think The Cursed Child is missing a few lines at the end of the book
20 YEARS LATER. DIAGON ALLEY.
SCORPIUS: Hey, Albus, remember when we used to fight about who’d be the first of us to get a girlfriend?
ALBUS: Oh, the irony.
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josempotter95 · 9 years ago
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MI NO MADURO A POCAHONTAS 2
Mi mente es sabia y desterró de sí misma todo lo que me resultó hiriente en la infancia: no recuerdo la trama de Bambi ni de El Rey León y, obviamente, tampoco de Pocahontas 2.
Lo único que recordaba de este gran despropósito Disney (¡alerta spoilers!) era ese desastroso final en el que Pocahontas se va con el nuevo John y deja al antiguo. ¡¿Pero qué es esto?!
Yo había sido curtido a través de Snape y de Dumbledore en el amor que dura toda la vida, incluso cuando esto supusiese vivir en soledad antes que ahogar ese sentimiento en conformismos o pases de página injustificados. La lealtad me parecía por ello fundamental y Pocahontas 1 estaba en consonancia con esto, lo que la convierte en mi película Disney favorita: la muchacha es capaz de morir por amor pero, estando su lealtad en su pueblo, no abandonaría aquello que siente que es su deber por el hombre al que ama; ¡maravilloso!
Sin embargo he sentido a lo largo de los años que no podía aplicar la máxima del amar para siempre a mi vida porque su desfase me hacía innecesariamente infeliz: la lealtad puedo aplicarla a, como Pocahontas a su pueblo, amar cosas que seguramente jamás me dirán un 'ya no te quiero'.
Tras mi amarga escapada a Galicia, la cual me aportó mucho tiempo para reflexionar, sentí que debía ver Pocahontas 2 y valorar con ojos más maduros la huida de Pocahontas hacia los brazos del nuevo John.
Y hoy ha sido el día.
Obviando que los dibujos están bastante peor conseguidos y los movimientos parecen atropellados, por no hablar del guion, me temo que, al acabar esa hora de metraje anteriormente desterrada de mi mente, he seguido sintiendo un amargo conflicto interno.
¡¿Por qué no puedo aceptar que su corazón pertenezca a otro?! ¿Sigo siendo un iluso que cree en el primer amor y le otorga una legitimidad exclusiva?
Por suerte, tras profundizar en mis razones más ocultas, he hallado la raíz de la cuestión: en el hipotético caso de que el viejo John y ella no hubiesen acabado juntos tal y como ha ocurrido pero sin un nuevo John de por medio, simplemente porque él es leal a su vida aventurera y ella a su pueblo, me habría parecido hermosa y adecuada y habría contado con mi aprobación; no distaría mucho de su primera parte.
Sin embargo, ¿quién se va a creer que ella se enamore de un hombre como el nuevo John, independientemente de su historia con el antiguo? ¿Solo porque él se muestra condescendiente con sus ideas y las lealtades de ella, sin personalidad ninguna? ¿Solo porque han compartido un viaje en el que lo más profundo que se dieron fueron las gracias? ¿Solo porque la ha salvado de la torre, algo que no habría hecho de no ser por la aparición del viejo John? ¿Solo porque huye con ella, como si no tuviese otra cosa de importancia en su insulsa vida?
¡Venga ya! Este nuevo John es un pijo mimado que no va a sobrevivir en Virginia sin una mosquitera y la Pocahontas que yo conozco, real, fuerte y leal, jamás se iría con alguien como él. Ella, como yo, es del tipo de persona que no pueden conformarse. ¡¿Acaso los creadores de esta bazofia han visto la primera parte?!
Por todo esto, con toda la madurez que me han aportado estos años sobre los hombros, digo NO a Pocahontas 2, con la tranquilidad que me aporta el saber que soy lo bastante sensato como para aceptar la ruptura pero no un amor metido con calzador. Ahora, sí: mente, por favor, vuelve a borrarla. Cuanto antes.
Nadie puede evitar que para mí su adiós desde la roca al ÚNICO John sea el VERDADERO final de esta historia.
Y perdonadme por la seriedad con la que trato el tema: para mí las historias tienen alma.
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josempotter95 · 9 years ago
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Durante muchísimo tiempo fui proclamando que era libre, que las convenciones sociales no me afectaban, que vestía como quería sin que me importara la opinión pública. Mentira. Me importaba mucho. Es más: era completamente preso. A lo largo de mi vida he ido centrándome en mi cabeza, pues la mente me resultaba completamente consciente y, por tanto, defendible, mientras abandonaba el cuerpo, del cual nunca podía ser absolutamente dueño. Las clases de gimnasia eran para mí la peor de las torturas. Además, si te rodeas de gente que no quiere ver más allá de un palmo por delante de sus narices, si te arrastran a un ciclo en el que perderte una sola fiesta es motivo suficiente para autoflagelarte porque no tienes una sola ambición más allá del alcohol, tu carrera e Instagram, entonces está cruda la cosa. Muy cruda. Yo entré en baile porque me elogiaron al bailar Euphoria. Me encantan los aplausos. La bailaba en la calle, en las fiestas, como si no me importara lo que pensara la gente, pero en realidad eso era solo porque tenía la seguridad de haberla bailado 1000 veces en casa. Yo bailaba en casa. Y ya, si eso luego, fuera. Entré en baile ignorando la regla no escrita de aquellos que defienden que a los 20 se es muy viejo para comenzar pasiones. Y aquel gesto de valentía, tras una etapa muy oscura en la que vi confrontados cientos de pilares sobre los que se asentaba mi vida, fue recompensado con la rotura de miles de cadenas. En la academia no solo he aprendido a bailar, a expresar sin pensar, sino que también he comprendido que la mente está tan ligada al cuerpo que separar sus libertades y opresiones resulta un acto completamente necio. He dejado atrás los miedos al qué dirán de mi cuerpo, de cómo me muevo, si resulto amanerado o si destaco expresando lo que siento. Los espejos me sonríen con cada uno de mis defectos y, puesto que he pasado una hora cada tarde mirándolos continuamente, he aprendido a amar cada uno de mis complejos; ya sabéis, el roce hace el cariño. Por eso he cortado mis rizos y he liberado un rostro que estaba ahogado por años de ‘vaya frente tienes’, ¡no sabéis lo que he ahorrado en laca! He aprendido, por primera vez en mi vida, a que no me asfixie no ser el primero en todo lo que hago. Más bien, a no escapar de aquello en lo que no consigo ser el primero. Desde que recuerdo la gente ha esperado siempre eso de mí, que encabece récords, pero lo siento, yo tengo errores. Y lo digo ahora bien alto, cantando y bailando: TENGO ERRORES. Y son bellísimos en sí mismos: caerme haciendo el pino no solo levanta risas momentáneas sino que insufla el valor suficiente para volverlo a intentar. Gracias a baile he comenzado a admirar a quienes son mejores que yo en X cosas sin envidia ni rencor, pero también sin que me aneguen sentimientos de inferioridad: subir el primer escalón es igual de admirable que subir el último. Ahora sé que solo debo apenarme por aquellas veces que, corroído por el miedo, aparenté no necesitar subir. Yo ya no tengo miedo. Bueno, mejor dicho, ahora tengo mucho menos miedo. Sin soberbia; sin cobardía. Al principio fue muy duro. Durísimo. Pero he trabajado hasta que me han sangrado los pies y he multiplicado las gotas de sangre por lágrimas de orgullo. Cada herida, que antes me hacían pensar en un cuerpo débil y envejecido, ahora las muestro como orgullosas señas de bailarín, que complementan un cuerpo imperfecto que ahora siento más fuerte y mío que nunca. Baile fue, en sus inicios, uno de los retos en los que me sentí más solo, sin nadie que me apoyara en mis caídas o que aplaudiera mis saltos. Ni mis amigos, ni mi familia. Tras de mí solamente un profesor que confió más en mí que yo mismo y un grupo de desconocidos que cada tarde fue remando hacia un escenario que nos hizo latir juntos. En especial María Jesús, Eva, Mercedes y Lucía, que me recordaron que ser auténtico puede estar muy bien pagado. Luego, sí, con los resultados llegaron los aplausos del resto del mundo, pero estos casi quedan eclipsados por el sudor impregnado de satisfacción y regocijo de quienes han trabajado conmigo codo con codo durante todo el año. Mis gratificaciones, para ellos. Mi cuerpo ha terminado liberando a mi mente. Mi vida es más amplia, mis elecciones menos coaccionadas y mi pelo más auténtico. De ahora en adelante, cuando vea un bailarín, no solo disfrutaré sus movimientos habilidosos sino que me preguntaré, absorto, de qué forma el baile, como a mí, le habrá salvado la vida. Me gusta cómo soy, relajo los hombros y disfruto intentándolo. Harry, pon la música.
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josempotter95 · 9 years ago
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LAS BOTAS QUE RESULTARON SER UN TRASLADOR
Cuando era un niño, mi madre elegía mi ropa. Como a cualquiera, pensarás. Lo cierto es que cuando eres niño tienes la suerte de no responder tan estrictamente a ciertos patrones y estímulos, y los deportes o zapatillas que lleves para meterte en algún charco a coger renacuajos te dan un poco igual.
A medida que fui creciendo me fue desagradando lo que esa ropa decía de mí. Demasiado cani; demasiado mal combinada.
La llegada de Internet a mi casa abrió un abanico de sueños en mi cabeza: diversas prendas, estilos y firmas se presentaron ante mí, que fui calificándolas a la vez que me preguntaba si vestir como los chicos de la pantalla sería una opción para mí algún día.
Personalmente, las botas me volvían loco.
La ley de la oferta y la demanda, sin embargo, hacía que no hubiese un solo par de botas juveniles en las zapaterías de mi pueblo por lo que en mi universo reducido parecían ser calzado exquisito de difícil adquisición.
Creo que cursaba quinto de primaria la primera vez que fui a Sevilla con dinero para ropa y sin padres que decidieran qué comprar con él.
No exagero si os aseguro que empecé a llorar, literalmente, cuando vi un par de esos zapatos soñados durante años en un estante de Bershka y, sobre todo, cuando comprobé, con inocente sorpresa, que podía pagarlos (aún recuerdo que costaban poco más de 40 euros).
Mis pies, que han crecido varios números desde entonces, ya no pueden calzarlos, pero siempre me he negado a deshacerme de este par viejo y agrietado por el mismo motivo por el que he decidido plasmarlo ahora en mi piel.
A pesar de los inherentes matices materialistas que, no os niego, deben ser combatidos, no he quiero con esto hacer apología de algo superficial.
Mis botas, que pretendo conservar el tiempo que dure la tinta en mi piel, fueron mucho más que eso. Allí nació una parte innegable de Jose. Sentirte bien con lo que llevas, saber por qué lo llevas y querer llevarlo, me parece algo importante. Dice mucho de quién eres. Incluso si no te importa, dice mucho de ti también.
Aquel día una parte de mí comenzó a hablar. Sin miedo. Y superándolo cuando lo sentía. Atreviéndome a ser yo mismo. Por dentro, y ahora aún más por fuera. Cualquier mirada ácida o cualquier crítica malintencionada que he recibido desde entonces por llevar lo que me apetece me han sentado mejor que las viejas sudaderas que nunca elegí.
En Harry Potter una bota es utilizada como traslador, como instrumento que, con solo tocarlo, te lleva a cualquier otra parte.
Para mí, aquellas botas fueron el traslador a quien quería ser. Significaron libertad y determinación; reivindicación y valentía.
Aquellas botas cortaron muchos hilos sin los que hoy, no hay duda, me muevo mucho mejor.
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