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lahuelladelcaracol · 2 years
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Día 10
Hermosa noche de sueño. La helada, que otra vez cayó, no dolió tanto porque para ir al baño no iba a tener que salir a la intemperie. Si bien dormí en el piso, no tener que armar la carpa ya me pareció un lujo. Me abrigué bien (el celular me indicaba que la temperatura era de -3 grados) y salí de la casa con la bici preparada, camino a la comisaría, para devolver la llave de la casa y una bolsa de dormir que me habían prestado. Me recibió Maira, la comisaria, me preguntó cómo había pasado la noche y me invitó a desayunar con los demás policías. Tuve que rechazar la oferta porque había prometido ir a desayunar con Chano y Yani. “Está bien, andá tranquilo”, me dijo, “pero antes de salir a la ruta pasá por acá así nos sacamos una foto”.
Fui a la panadería del pueblo a comprar facturas y me dirigí a la casa de mis nuevos amigos. Desayunamos, nos sacamos fotos, nos despedimos, e incluso me llevé algunos limones del árbol de la casa, cosechados por Nachito, de 4 años. Pasé de nuevo por la comisaría para sacarme la foto prometida con Maira. Ella me contó que su sueño es hacer un viaje en bicicleta con su pareja, pero que por un accidente que casi la “hace tocar el arpa” y que le destrozó la cadera, no pudo emprender esa aventura aún. “Pero lo voy a hacer, así que dame consejos”, me garantizó. Nos quedamos conversando un rato y hacia las 10:30 me despedí, agradeciendo por la hospitalidad y deseándonos mutuamente buen viaje.
Una reflexión, se puede no estar de acuerdo: creo que las fuerzas de seguridad y las fuerzas armadas son instituciones viciadas, perversas en sí mismas por su función represiva y su poder de muerte. Y creo que tener autoridad, una placa y un arma reglamentaria pueden corromper el carácter de una persona y sacar lo peor de ella. Hacerla sentir impune para humillar, perseguir, matar. Pero estoy cada vez más convencido de que detrás de los uniformes hay personas que, a veces, son muy buenas, que tienen sueños parecidos a los míos y que van a hacer lo que esté a su alcance para ayudarme. Siento que es algo que no puedo dejar de tener presente.
Ni hablar de las personas que, sin pertenecer a las fuerzas del orden y ubicándose a veces en sus antípodas, pueden abrirte las puertas de su casa y darte resguardo, desinteresadamente, a cambio de una sonrisa de tu parte. Insisto, la gente es una masa, aunque nos quieran convencer de lo contrario.
A medida que avanzaba hacia Rosario la ruta 11 se fue cargando de camiones. Fue un camino un poco incómodo por momentos, a causa de eso y del mal estado de la calzada, a los que se sumaba el olor espantoso del cereal acumulado en las zonas portuarias. A partir de Oliveros el camino fue mucho más parecido a una avenida marginal de una ciudad grande que a una ruta nacional, y fui pasando por Timbúes, Villa Elvira, y Puerto San Martín, hasta que entré a San Lorenzo. Yo estaba al tanto de que ahí estaba teniendo lugar un encuentro del Terreiro Mandinga de Angola, una de las escuelas de capoeira que funciona en Rosario, y que iban a asistir mis compañeros de capoeira de Chacho y Corrientes. No pensaba parar porque, sinceramente, ya quería llegar a destino. Pero el universo conspiró y directamente me los encontré en la avenida principal de la ciudad famosa por la gesta heroica de San Martín, Cabral y compañía. Compartí unos minutos con ellos, contento de recibir sus abrazos antes de enfrentar los últimos kilómetros de viaje. “Vuelvan mañana con la Anto”, me invitó Carliña, y le dije que íbamos a hacer lo posible, sabiendo que entre nuestros planes y mi cansancio no sería fácil comparecer al día siguiente, a casi 30 kilómetros del centro rosarino.
Seguí mi camino, saliendo de San Lorenzo y pasando por Fray Luis Beltrán, Capitán Bermúdez, Granadero Baigorria y finalmente, por debajo del puente Rosario-Victoria. Oficialmente, claro que sí, estaba en Rosario. Le saqué una foto al puente para avisar de mi llegada a amigos y familiares, tomé la avenida Costanera, pasando por el balneario La Florida, la Rambla Cataluña, los clubes náuticos y la cancha de Rosario Central. Sentía que era una día como cualquier otro, pedaleando por esa zona tan linda de la ciudad, en los tiempos en que hacía de Rosario mi domicilio real. No digo “era mi hogar”, porque creo que nunca dejó de serlo, igual que Corrientes.
La Anto me dijo que nos encontremos en el Parque España, porque ella estaba sin su bici y no me iba a poder recibir en la zona norte. Así que allá fui. La avenida llena de ciclistas disfrutando del fin de semana soleado. Ninguno me saludó. Ya estamos en la gran ciudad. 
Llegué al parque, bajé de la bici, miré para todos lados, y en instantes apreció Antonella, con su cabello rojo y su abrigo en combinación. Nos fundimos en un abrazo, nos tiramos al piso sin despegarnos y, ahora sí, sentí que todo el cansancio acumulado bajaba por mis brazos, mi espalda y mis piernas.
Viaje de comienza, viaje que termina, en este tablado de la humanidad, cantaría la murga Agarrate Catalina. Yo terminaba mi primer viaje en bicicleta, ya ansioso por los kilómetros que vendrían, pero dispuesto a relajarme hoy y los próximos días, y a encontrarme con la gente linda que me hace sentir en casa cada vez que ando por acá.
La Anto prepara unos mates y saca un budín de la mochila. De casualidad nos encontramos con el Gus, que nos invita con dos latas de cerveza que extrae de su bolso. Yo me como un par de naranjas que me quedaban. 
Es real, está pasando. Llegué y en pocos días salgo de viaje de nuevo, pero esta vez con la mejor compañía que podría desear.
A lo mejor resulta bien.
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lahuelladelcaracol · 2 years
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Día 9
Me levanto de a poquito. A la Ale la encuentro en la cocina. Ya nos habíamos despedido la noche anterior. “Al final hoy entro a trabajar un poco más tarde, recién me avisaron”, me explicó. Cuando se tiene que ir nos abrazamos, le agradezco por recibirme y ella me recuerda que me ponga en contacto con Nico Nepote, sobrino suyo y viajero a pedales que en este momento está, ni más ni menos, que en México.
Mi tío me ofrece cosas para el viaje. Unos borceguíes, por ejemplo, pero me quedan demasiado grandes. Un machete y una bayoneta de FAL, pero no hacen falta, ya tengo mi cuchillo. Un cartucho de gas, si, eso si, lo puedo llevar y me va a venir muy bien. Gracias.
Desayuno tranquilo y recién salgo de la casa, después de la foto con mi tío que le envió a mamá, cerca de las 11 de la mañana. La verdad que me confié bastante. El objetivo del día era llegar hasta Monje, a 95 kilómetros de Santa Fe y 75 del centro de Rosario. Fui saliendo de Santa Fe, pasando por la cancha de Colón, donde un muchacho en moto me paró para preguntarme mi Instagram de viaje, y después entré a Santo Tomé. De ahí en adelante, varias ciudades se suceden, casi pegaditas, a lo largo de la ruta 11, que corre en paralelo a la autopista Santa Fe-Rosario. Es como si los campos fueran parques que separan barrios de una misma ciudad, pensé.
Antes de llegar a Coronda, otro muchacho en moto, esta vez parado al costado de la ruta, me hace señas para frenar. Muy sonriente, levanta el asiento de su moto y, al tiempo que yo me bajaba de la bicicleta, saca de ahí una bolsa con dos kilos de naranjas. “Son para vos, mi papá te vio pasar frente a la chacra y me avisó que estabas pasando por acá, así que salí corriendo de casa para alcanzarte”. Agustín, como se llama este nuevo amigo corondino, me cuenta que su sueño es hacer una viaje en bicicleta, que pedalear le gusta mucho más que andar en moto, y que siempre que se entera de alguien que pasa por Coronda en su viaje, trata darle alcance, algo para comer, e incluso hospedaje, si la persona en cuestión desea pasar la noche en la capital nacional de la frutilla. Agustín es una especie de Pedrito Broder, pero 30 años más joven. No me pude llevar todas las naranjas, pero sí una foto con Agustín, que me aseguró que ni bien pudiera se iba a tomar dos meses en el trabajo e iba a salir a viajar.
En la entrada de Coronda, mientras almorzaba naranjas de Agustín y frutos secos de Pedrito, también se me acercaron a conversar... dos policías en moto, de dónde viene-a dónde va-denos su documento-le vamos a tomar los datos. Sin alternativa, les pasé mi documento y hasta les agradecí: “sé que es por mi seguridad también, así que gracias”. Me miraron fijo, como sorprendidos, y cambiaron la actitud mecánica de la autoridad por una postura mucho más amistosa, me dejaron seguir y me desearon buen viaje.
Continué la ruta, calculando que iba a llegar a Monje justo antes de que cayera el sol. Cuando llegué a Barrancas, el pueblo anterior de norte a sur, estaba ante la disyuntiva: ¿parar ahí o arriesgarme a que el día me cierre la persiana en camino a la siguiente localidad? Decidí seguir camino, acelerar la marcha y esperar que a las cinco y media, cuando esperaba llegar, todavía fuera indiscutiblemente de día. 
Y así fue, pero por poco. En Google Maps no figuraba ningún albergue, ningún polideportivo, ningún camping, ningún albergue al que pudiera acudir. Fui hasta el edificio de la Comuna que, en lugares chiquitos como este, suele ser también el edificio de la comisaria. Así que de nuevo tocaba intercambiar unas palabras con las fuerzas del orden: “Acá no hay nada, podés volver a Barrancas o seguir hasta Maciel, que tienen hotel”. Inviable. “No te preocupes, te vamos a conseguir un lugar, debés ser confiable ¡si viniste directo a la policía!”. Comenzaron a hacer llamadas y en minutos unos de los oficiales me dice que vaya al club Granaderos, que pregunte por el presidente, y que ahí me iban a dejar poner la carpa. Me fui agradeciendo en camino al club. Las únicas personas que encontré, sin embargo, fueron las chicas del equipo de fútbol femenino sub-15 y su entrenador. Mientras miraba el entrenamiento y me preparaba un café, este DT pueblero salió a conversar conmigo. 
Me contó la historia del equipo que estaba entrenando ahora, que creo que merece un párrafo aparte. Yo estaba sorprendido de que en un pueblo de 2000 habitantes, casi 20 chicas de entre 13 y 15 años estuvieran jugando a la pelota, con el frío que hacía. Me dio la impresión de que en Monje jugar al fútbol fuera obligatorio, pero claro que no era así. Chano, el entrenador me contó que su hija Morena, que estaba en el entrenamiento, antes jugaba en el otro club del pueblo, San Julián, con los varones. En esa época, hace 4 años, se jugaba el mundial de Rusia, y McDonald’s había sacado un concurso en el que los niños y niños de la Argentina tenía que escribir un relato contando por qué ellos mismos eran los héroes y heroínas de sus familias. More mandó el suyo, contando que jugaba a la pelota de igual a igual rodeada de varoncitos. Y así ganó el concurso, cuyo premio consistía en viajar a Rusia con un acompañante, todo pago, para entrar con los jugadores de Argentina al primer partido del mundial, contra Islandia. Ella entró con Lucas Biglia. Pero lo importante de la historia es que el viaje de More y Chano significó mucho para el fútbol del pueblo: al poco tiempo, ella no pudo jugar más con los varones, porque a partir de cierta edad la federación de fútbol a la que pertenece Monje ya no permite el fútbol mixto en competencias. Surgió la necesidad de crear un equipo femenino, y con el ejemplo de More, un montón de chicas de su edad decidieron sumarse. 4 años después ahí estaban, jugando torneos contra equipos de pueblos vecinos e incluso de Rosario y Santa Fe, y por lo que vi en el entrenamiento, lo hacían muy bien, bajo la dirección de Chano, plomero y gasista de oficio y futbolero de corazón. Pensé que la ola del fútbol femenino, que avanza en la Argentina gracias a la profesionalización y la presión de las jugadoras y las periodistas famosas no es un invento de arriba, de pocas, de Buenos Aires. Es un proceso que también se gesta con fuerza en lo más chiquito, en el interior, en More y sus compañeras de equipo, en una localidad minúscula como Monje. Y eso me pareció hermoso.
Terminado el entrenamiento, y sin rastros de ningún directivo del club, Chano me dijo que lo acompañe a su casa, a dos cuadras: “No te vas a quedar acá esperando con este frío”. Así que allá fuimos. Al ratito llegó Yani, su compañera. Me enteré que estaban bien acostumbrados a recibir gente, incluso cicloviajeros, y que formaban parte de un mundillo cultural muy lindo que tiene vida en Monje, de artesanos, muralistas y viajeros. Me invitaron a cenar y dormir con ellos y sus tres hijos: More, Anita, y Nacho. También estaba visitando la casa Norberto, profesor de historia, vecino de la casa y hermano del Chano. Hablamos largo y tendido de historia y de educación, de Artigas y Andresito, de los EMPA y las escuelas privadas, de Estanislao López y Panchito Ramírez.
Pero antes de cenar llegó a la casa un patrullero y otro auto. Eran la comisaria y la presidenta comunal de Monje, diciéndome que me habían conseguido un lugar para dormir, en la Casa de Cultura del pueblo. Si bien ya tenía lugar para dormir, en el momento me pareció que no podía rechazar esa oferta del poder público. Quedaría feo, un mal antecedente para otros viajeros. Así que fui hasta la casita, muy linda y cálida, toda para mí solito por esa noche. Dejé mis cosas y volví a cenar con Chano, Yani, Norberto y la gurisada. Después volví a mi cucha. Pasé por la cervecería del pueblo, que estaba muy agitada porque había música y muralismo en vivo. Aunque me tentó quedarme el cansancio pudo más y me fui directo a dormir. 
Otra vez, me acosté pensando en la suerte que tengo de encontrarme con la gente correcta en el momento correcto (y en todos los privilegios que apuntalan esa suerte y que quizás incluso se confundan con ella). La gente es una masa y la gentileza genera gentileza... ¡incluso con los uniformados!
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lahuelladelcaracol · 2 years
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Día 8
Noche tranquila en el polideportivo de Cerrito. Pero eso sí: cayó una helada de aquellas. La sentí como un puñal cerca de las 4 de la mañana, cuando tuve que salir del resguardo de la carpa para ir al baño. Durísimo. Más allá de eso, dormí muy bien y hasta bastante tarde, dado que recién volví a salir de mi cueva a las 8 de la mañana. 
Al toque apareció Pedro, con un frasco de miel, de un kilo más o menos, en la mano: “Es un poquito de peso extra, pero me gustaría que te lleves algo de lo que producimos en el campo”. Y también me ofreció huevos duros: “son de gallinas felices, quedate tranquilo”. Le sonreí con ironía y acepté el ofrecimiento para cargarle algo de proteína a mi cuerpo, que por mi alimentación de los últimos días a lo mejor estuviera en falta.
Había mucha niebla. Pude salir a pedalear apenas a las 10:30. Pedrito me acompañó hasta la entrada del pueblo, me sacó una foto y un video, en un formato parecido al de las decenas de otros cicloviajeros que pasaron por el pueblo. “Buenos vientos”, es la frase característica de ese video de despedida. Así me retiraba de una localidad muy peculiar, y despedida a uno de los personajes más entrañables del viaje. Ojalá aparezcan muchos Pedro Broder en los kilómetros por venir.
En el camino hasta Paraná la principal preocupación fue cómo cruzaría el túnel subfluvial que una la capital entrerriana con Santa Fe. El paisaje, mientras tanto, parecía de película: se hacían más frecuentes las lomadas, pero también menos pronunciadas, y la niebla junto a los tramos boscosos daban un ambiente muy especial.
Cuando llegué al puesto de policía que está antes del túnel, me preguntaron, primero  dónde iba. “A Santa Fe”, respondí. “Mirá que no se puede cruzar”, dijo uno de los policías”. “Ah, qué macana...” fue lo único que llegué a responder antes que el mismo policía prosiguiera: “pero acercate al peaje, a lo mejor ellos te cruzan o te consiguen a alguien”. Excelente. Avancé y llegué al peaje. Uno de los empleados me anticipá, me pregunta hacia dónde iba y me dice: “mirá que no se puede cruzar”. De nuevo, alcancé a responder “ah, qué macana...” y el mismo empleado continuó diciéndome: “esperá un poco, en una de esas de puedo cruzar en una de las planchas de remolque”. Y así fue, que casi sin pedirlo, Ignacio, como se llamaba este trabajador del peaje, me cruzó hasta el peaje de la orilla siguiente: “a veces no nos dan permiso para cruzar ciclistas, porque se supone que tenemos que estar controlando la altura de los camiones, y además ya hubieron problemas con algunos viajeros que se quejaron de que les rompíamos las bicicletas al cruzarlos”. Pero esta vez existió el permiso, así que muy rápidamente, la gran preocupación del día estaba resuelta gracias a la buena voluntad del Nacho y de quien sea que fuera el o la superior que le dio visto bueno para llevarme hasta las orillas santafesinas.
Volví a montar la bicicleta con su equipaje, y me adentré en Santa Fe. Iban apareciendo las pintadas de Colón y Unión, los equipos de fútbol de la ciudad, y pronto me encontré de frente con el famoso puente colgante que une la parte este de la ciudad con la zona céntrica, separadas por la laguna Setúbal. Lo crucé y me saqué una foto de victoria, con el mismo puente de fondo. Al ratito llegué a la casa de mi tío Javier y su compañera, la Ale. Me recibió Agustina, mi prima. Nos pusimos al día con un montón de cosas, tocamos la guitarra y tomamos un café. A la noche llegaron mi tío, la Ale, mi prima Milagros con el Mati, su marido, y sus dos hijos: Ignacio y Manuel, el más chiquito de la familia.
Comida rica, mucha risa, familia... y una cama con todas las frazadas que podía pedir. Feliz, me fui a dormir pensando en la recarga de pilas que tenía para la recta final.
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lahuelladelcaracol · 2 years
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Día 7
Escucho pasos. Hace rato que no anda nadie por el polideportivo, pero de repente escucho pasos. se acercan. Paran muy cerquita mío. Alguien acomoda algo. No tengo coraje de salir de la bolsa de dormir y la carpa para ver quién anda ahí. Me detiene más el frío que el cagazo, igual. No se escucha más nada y me vuelvo a dormir.
Una hora después. Escucho una conversación. Un hombre con voz grave, profunda y muy potente habla con un muchacho con voz de susto. Comienzo a entender qué pasa: el flaco que había escuchado antes está en situación de calle y hoy eligió dormir abajo de la parrilla del quincho. Viene la policía para “identificarlo”. Sigue la charla. El pibe cuenta su historia: 20 años, lo echaron de su casa, no consigue trabajo. Todo bien, que duerma en el quincho. No intervine en la situación pero sentí alivio de que no lo echaran porque la noche estaba realmente helada. Vuelvo a dormir.
Me despierto a las 7, mientras está amaneciendo. Otra vez se junta en el quincho un grupo de hombres, pero esta vez no son pibitos porreros ni la cana, sino que son los encargados de mantenimiento del predio gigantesco que es el polideportivo. Conversamos un rato y me indicaron cómo salir de La Paz hacia el sur, sin desviarme de mi camino que, idealmente, llegaría hoy hasta Cerrito.
Salí a pedalear, cuando la neblina bajo, hacia el sur. Pronto me encontré con un camino de tierra, bien compacta, así que pude andar sin problemas. Paisaje casi deshabitado. Cada tanto se ve un toldito, algún caballo. Y el resto, puro monte y bañados rodeándome. Hermoso.
Llegué nuevamente a ruta 12 y fui hasta Santa Elena. Paré a sacar una foto y mandársela a mi amigo Mati Vélez, natural de estos pagos. Al toque me llamó para una videollamada así que me tomé unos minutos en la estación de servicio a la entrada del pueblo. Además aproveché el parate para ponerme, por primera vez en mi vida, otro par de medias. Si, hacía mucho frío, y mis piecitos lo sentían más que el resto del cuerpo.
El paisaje de lomadas se hace más intenso mientras me encamino hacia el sur. La gestión de los cambios se hace importantísima para sobrellevar las subidas y y aprovechar las bajadas de las típicas cuchillas entrerrianas. Pasé por la entrada de Hasenkamp, posible parada, pero seguí porque era temprano y tenía resto físico. Estaba seguro que llegaba a Cerrito.
Cuando llegué al cruce de la ruta 12 con la 127 paré en una estación de servicio, y mientras tomaba agua paró frente a mí una chata blanca. Se bajó un señor, muy sonriente, con la pinta de gringo característica de esta zona de Entre Ríos, y me saludó. Genial, pensé, un tipo con buena onda. Ya me había encontrado con varios que paraban preguntarme de dónde venía, hacia dónde iba, y desearme éxitos, así que no me sorprendí. Pero este señor me dijo: “me enteré que estabas viniendo, mi yerno te cruzó en Bertozzi (unos 50 kilómetros al norte) y me avisó”. Mi cara debe haber sido de total desconcierto y no sé si la pude disimular. Él continuó: “yo siempre ayudo a los cicloturistas, como vos, así que te voy a conseguir un lugar para dormir en Cerrito”. ¿Ha bajado usted del cielo, estimado caballero?
Así fue como conocí a Pedro Broder. Me esperó en la entrada de Cerrito, unos 12 kilómetros al oeste de nuestro primer encuentro, y me acompañó con la camioneta hacia el polideportivo del pueblo. Ahí me mostró algunos antecedentes de su hospitalidad para los viajeros en dos ruedas: un montón de videos y fotos de hombres, mujeres, más jóvenes y más viejos, de todas partes de la Argentina, que pasaron por Cerrito y contaron con el apoyo de Pedrito. Agricultor y ciclista él mismo, con un buen espíritu ecologista, profundamente gorila según me fui enterando por sus comentarios, enamorado y orgulloso de la calma, el orden y el progreso de su pueblito. Así se me iba presentando este personaje. Y también su hogar: Cerrito es un pueblo de 6 mil habitantes, extremadamente prolijo, con instalaciones públicas que harían la envidia hasta de las ciudades más grandes de la Argentina, que sin tener playa es sede de un torneo nacional de beach voley y que es la capital nacional del biogás. Nada mal, ¿no?
Pedro me llevó a recorrer el pueblo y hasta me regaló medio kilo de frutos secos. No paraba de mejorar. Me contó que hace 4 años tiene un proyecto personal de juntar la basura de la ruta provincial 8 en su camioneta, y que practica la rotación de cultivo con mucho compromiso en sus terrenos. Un verdadero capo.
Después de un buen rato conversando con Pedro, ya de nuevo en el polideportivo (que también es hermoso y parece un campo de entrenamiento que se ven en las películas yanquis, con canchas perfectas para todos los deportes y piscina olímpica), me preparé para dormir. Cené arroz con espinaca que me había sobrado de ayer. Pedro me dijo: “lástima que sos vegetariano, sino te traía una suprema de pollo a la crema espectacular que hace mi señora”.
La ruta te hace encontrarte con muchas clases de personas. A algunas les resultás indiferente, quizás porque no llegan a registrarte, concentrados en sus cosas, o porque están demasiado acostumbradas a ver gente viajando. Otras personas se sorprenden, te hacen preguntan, te felicitan, te desean suerte, éxitos, protección divina, etcétera. Y cada tanto, como Diego e Ignacio en Esquina, o como Pedrito ahora, realmente van a parar su rutina para ayudarte. Porque son buena gente y porque aman la bicicleta. El viaje en bicicleta es solitario la mayor parte del tiempo, si. Pero me va quedando claro que hay una comunidad enorme de ciclistas anónimos en cada rincón del camino, 
Es así: la bicicleta, más allá de las diferencias ideológicas dentro de esta comunidad que voy descubriendo, también es una forma de militancia. Y a veces te facilita mucho las cosas.
Para un ciclista, repito, no hay nada mejor que otro ciclista.
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lahuelladelcaracol · 2 years
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Día 6
Madrugada helada. De tanto neblina parece que estoy dentro de una nube. Está todo húmedo: mi ropa, la carpa, la bolsa de dormir. De los árboles caen gotitas de agua que se condensaron entre las hojas y el viento empuja sobre mi cabeza, como si lloviera. Más allá de estos detalles, siento que por fin vuelvo a la ruta. Le pago la noche a Antonio, padre de la familia dueña del camping, y emprendo la salida hacia la ruta. Laika y Loki me acompañan varias cuadras. Antes de salir del centro Laika desiste. Pero Loki sigue firme acompañando mi marcha hasta que llego a la ruta y finalmente al cartel de “Bienvenidos a Esquina” ubicado en el extremo sur de la ciudad. Le saqué una foto, y hasta le hice un videito ¡qué perrito noble! peleador como él solo con los demás perros, pero conmigo fue un amigo de primera. 
El tema es que Loki no paraba de seguirme, aún cuando ya estábamos abiertamente en la ruta, infestada de autos, camionetas y camiones. Loki corrió al lado o atrás mío durante casi 20 kilómetros. Hice varias paradas intentando asustarlo, echarlo, con tal de que no me siguiera más. Me preocupaba mucho que pudiera terminar mal en un ambiente tan hostil. Con el pasar de los kilómetros vi que el pobre, por el cansancio, no me podía seguir tan de cerca. Eventualmente lo perdí de vista.
Pasaron otros 20 o 30 kilómetros, en los que disfruté del paisaje, renegué por el frío, e imaginé situaciones lindas de mis próximos días de viaje. Me imaginé tocando la guitarra, me imaginé con la Anto, me imaginé en llegando a todas las ciudades que conforman nuestra ruta (por ahora) imaginaria. Pasándola lindo, en fin. No me quedaba mucho tiempo de eso.
En la entrada de Guayquiraró, el último pueblito correntino antes de entrar a Entre Ríos, un muchacho me hizo señas de que frenara al costado de la vía. Se me acercó, cargando un perrito negro en las manos y me preguntó si el perro grande, blanco y con manchas color café que me venía siguiendo era mío. Le respondí que no, que me había tomado cariño y me siguió unos kilómetros. Cuando terminé de contestar me di cuenta de que la pregunta del muchacho no anunciaba nada bueno. “Ah, pregunto porque lo vi siguiéndote yendo para Esquina, y volviendo para acá vi que lo mataron...”. Lo presentía, pero fue un mazazo igual. Me llevé las manos a la cabeza, le agradecí por contarme y me despedí. Antes de que reemprendiera mi viaje, el chico me dijo, señalando al perrito que llevaba en brazos: “a este lo encontré en la calle”. “Es un afortunado”, le respondí. “Que Dios te bendiga”, fue lo último que escuché decir al ocasional portador de malas noticias. 
En pocos metros, me encontré pedaleando con los ojos llenos de lágrimas. Seguí así hasta el Paso Telégrafo, que es donde termina Corrientes y empieza Entre Ríos. Me senté en una parda de colectivos, después del control policial, y lloré desconsoladamente. Cuando pude, más o menos, calmarme, le conté lo que pasó a la Anto. Después le avisé a uno de los encargados del camping. Y le avisé a mamá que estaba a mitad de camino en mi itinerario del día, sin contarle, por supuesto, que mi visión de la ruta estaba particularmente empañada de llanto por ese animalito con el que coincidí en los últimos momentos de su vida. Entre la bronca y la culpa por no haber hecho algo más para que no me siguiera por la ruta, seguí mi camino hasta La Paz. 
Pensé en los cientos de animales que vi atropellados en los últimos días al costado del camino, y en lo monstruoso que es el ser humano para causar tanta muerte. Inclusive, y con total impunidad, la muerte de sus supuestos “mejores amigos”. Y lo hacen con la potencia de esos camiones, cargados hasta el tope de soja que va a parar a feedlots de chanchos, o de esas Amarok, Hilux, F100, siempre modelo 2022, que los dueños de esa soja hacen andar sin dificultades a más de 150 kilómetros por hora en las raquíticas rutas del interior argentino. Todo alimentado, por supuesto, por la droga favorita de la humanidad desde hace al menos un siglo: el combustible fósil, llámese nafta super, Infinia, gasoil o GNC, que hacen funcionar a un parque automotor que no para de crecer, y que no genera alternativas sustentables a un ritmo equivalente. Siento que viajar en bicicleta es una manera de mandar (aunque sea un poquito) al carajo a este sistema re podrido en el que vivimos y en el que probablemente seguiremos viviendo hasta que explote.
Unos 20 kilómetros antes de llegar a destinos fueron apareciendo las primeras cuchillas entrerrianas, como para ir acostumbrándome. En la entrada de la ciudad me dijeron que lugar ideal para acampar sería el polideportivo. Hacia allí me dirigí. Cuando llegué la encargada me dijo que no, que no se podía acampar, pero uno de los ordenanza se me acercó a decirme que a lo mejor, si esperaba que llegara el guardia del turno noche, podía quedarme. Él mismo fue después a palabrear con la encargada, y lo escuché decirle: “se queda una noche nomás”. Que si, que no, que si, que no, al final me dieron el visto bueno para armar la carpa en el quincho. Me instalé y salí a recorrer, todavía triste, una nueva ciudad. Bonita, también. Y así como en Esquina hay muchas heladerías, en La Paz lo que llama la atención en cantidad son las bicicleterías. Visité una, la de los Caíno, y aunque no tenía intención real de comprar nada, me atendieron muy bien.
Volví al polideportivo y me enteré que entre las 20 y medianoche no iba a haber nadie a cargo del predio, porque el primer guardia nocturno había dado parte enfermo. Iba a estar solito y mi alma. O no. Mientras cocinaba se acercaron al quincho unos pibitos, se sentaron en un rincón no sin antes saludar y pedir permiso, y mientras conversaban en voz baja vi que sacaron de una mochila una bolsita y un pikachú ¡Así que la gurisada se junta a fumar porro en el quincho!. “¿Usted fuma, amigo?” me dijo uno en un momento. “Pero nooo, ¿qué pensaría mamá?”. Nos reímos y la cosa quedó ahí, cada cual a lo suyo. Ellos a sudar la gota gorda para armar un mísero porrito, y yo a cocinar, cenar y hacer una videollamada con la Anto. Tuvimos que probar dos veces: la primera duró poquito y nos terminamos enojando. La distancia, no lo podemos negar, nos dificulta la comunicación. Además yo estaba, y sigo estando, sensible por lo de Loki. La segunda vez fue un poco más amena.
Como por arte de magia, cuando pensé que sería un buen momento para irme a dormir, la rondita canábica se terminó y taza taza, cada uno a su casa. Finalmente, me dispongo a descansar después de un día muy duro. Además, mañana tengo que pedalear hasta Cerrito, son casi 120 kilómetros.
Pero hoy, el cansancio físico me parece un detalle muy trivial. 
¡Hasta siempre Loki, amigo lindo del alma!
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lahuelladelcaracol · 2 years
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Día 5
Me levanto tarde, vagoneta total. En comparación con el ritmo que vengo llevando en estos días, levantarse tarde es, como hice hoy, a las 8:30 de la mañana. En condiciones normales, salir de la cama a esa hora implicaría para mí un esfuerzo sobre-humano, pero ahora lo sentí como una exageración de descanso.
La misión del día sería encontrar al amigo de Diego, el de la quiniela, pero no para comprar un cartón de la lotería correntina sino para que me arregle la bicicleta. Pedalea, con las ruedas maltrechas, casi hasta la entrada del pueblo. Efectivamente, me vi entrando a una agencia de lotería preguntando por un bicicletero. Me atendió quien creo sería la pareja del ciclista aún desconocido, me dijo que lo iba a buscar y se perdió hacia el fondo de la casa. En unos instantes apareció Ignacio, con el aspecto de quien está renegando con cuestiones mecánicas, la ropa y las manos sucias de aceite. “Me la vas a tener que dejar, vení a buscarla dentro de hora y media”. Excelente. Le prometí que volvería antes del mediodía y me dirigí hacia una de las plazas (no la principal) a disfrutar mi desayuno, hasta entonces pospuesto. Volví al camping a buscar plata y encaré otra vez para la quiniela-taller. Recibí mi bicicleta, sobre la que Ignacio hizo un trabajo espectacular. 
Volví a mi refugio a preparar un rico guiso de lentejas para el almuerzo, y aproveché para dejar mis cosas organizadas para salir al día siguiente. Después salí a caminar por la ciudad. Di vueltas y más vueltas, siempre en compañía de Loki, que como fiel guardián erizaba la espalda y gruñía cuando se me acercaban otros perros. Supongo que me vio medio perdido en una ciudad desconocida y entendió que lo mejor era escoltarme, a cambio, claro, de alguna caricia de tanto en tanto.
Después de mucho caminar, prácticamente en círculos, volví al camping para cenar. El menú: sanguchitos de tomate y lechuga. Hasta me quedó uno para el desayuno. Cuando quise meterme a la carpa para dormir, tanto Loki como Laika comenzaron a saltar encima mío, y me tapaban la entrada o no me dejaban abrir los cierres ¿por qué te vas a dormir, humano, si podés quedarte un rato más a jugar con nosotros? Cabe aclarar que no seduje en ningún momento a estos pichichos con escandalosos sobornos alimenticios. Nada más me tomaron cariño y no querían dejarme solo. 
Aprendizaje del día: el viaje en bicicleta también está hecho de las jornadas en las que no se pedalea... y ponen a prueba la ansiedad.
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lahuelladelcaracol · 2 years
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Día 4
Arriba arriba a las 7 de la mañana ¡con lo lindo que estaba para seguir en la cama! No había tiempo que perder, así que preparé la bici rapidito y tomé el desayuno supremo que todo hotel debe ofrecer, mínimamente: café con leche y medialunas. Conseguí comenzar a pedalear a las 8:30, sabiendo que para la distancia que tenía que recorrer y las horas de luz solar que estos días de otoño me iban a regalar, con el cielo nublado para colmo, la gestión del tiempo sería crucial.
Al contrario de mi previsión inicial, que indicaba que entre Goya y Esquina no hay absolutamente nada, me encontré con que los lados de la ruta están salpicados de despensas, casitas, estancias, galpones, capillas y canchitas de fútbol durante casi todo el trayecto. Esto fue tranquilizador ante la perspectiva de que se largara a llover en cualquier momento. Un gaucho de paraje San Martín, a mitad de camino, me aseguró sin embargo que no iría a caer una gota, a causa del viento sur... lo cual me salvaba de la lluvia pero equivalía a muchos kilómetros de viento en contra. Para colmo, en este trecho comenzaron las ondulaciones del terreno, más características de Entre Ríos, que implicaban varias pendientes en subida y en bajada. No estoy seguro de si la satisfacción de acelerar en descenso compensa el agotamiento de ascender por una cuesta empinada. Es un dilema que seguramente tendré oportunidad de resolver cuando salga de Corrientes para entrar en las tierras de Urquiza. 
De hecho, me puse a pensar que Corrientes es una buena pelopincho para largarse por primera vez a nadar, o en este caso, a pedalear: terreno generalmente llano, rutas en relativo buen estado y bastante pobladas, y clima agradable incluso en invierno (el verano debe ser terrible para viajar en bicicleta). Eso sin contar que los paisajes correntinos son muy bellos, y eso es especialmente válido para esta zona de la provincia, con vegetación bastante espesa en montes, ríos, bañados y lagunas, y varios kilómetros de campo de palmeras en los que las vacas, caballos, cabras y ovejas se pasean y alimentan.
Con 80 kilómetros de viaje encima me encontré con el río Corriente. Bellísima postal. Luego de aprovechar el escenario para descansar y tomar agua, me subí despreocupado a la bicicleta para encarar los últimos 30 kilómetros. Para mi espanto, tras un par de metros clang, clang, parece que clak, clak, clak, se rom chuik chuik pió chuik chuik chuik chuik algo tuc tuc tuc tuc tuc de la bici. Se habían partido tres rayos de la llanta trasera, provocando que la rueda entera quede tan desalineado como para rozar permanentemente ya no con los frenos, sino con el mismo cuadro de la bici. Tuve que pensar ¿y si paraba en el camping del río Corriente? Hermosa idea pero ¿cómo resolvería, quedándome ahí, este problema técnico que requeriría mano de obra calificada y repuestos? Sólo me quedaba la opción de seguir, a duras penas, hasta Esquina, y esperar al día siguiente para tratar de comprar llantas nuevas o, por lo menos, cambiarle los rayos a las actuales.
Entre en crisis. La plata se va volando y ¿comprar llantas nuevas, de doble pared como Dios manda, ahora? ¿y si en los kilómetros que faltaban el fallo de la llanta trasera terminaba por estropearme más piezas? Yo sabía muy bien que esto podía pasar incluso antes de salir de Corrientes, porque las llantas simple pared no están preparadas para resistir el peso que implica un viaje como el mío. Lo sabía y me mandé igual, confiando en que lo podría resolver en cualquier lado. Pero ahora ya no estaba tan seguro de que fuera así.
Deseando fuertemente llegar a Esquina, descansar mi propio cuerpo y dejar descansar a la bici, en los últimos kilómetros de camino se me acercó otro ciclista. Diego. Me recomendó que pase a visitar a un amigo suyo que podría, por lo menos, ajustar los rayos para poder aguantar el tramo hasta La Paz, donde sería más fácil encontrar una solución definitiva (léase: comprar llantas). Me dejó su número de teléfono y nos despedimos. Está claro como el agua: para un ciclista, no hay nada mejor que otro ciclista.
Finalmente llegué la ciudad después de ocho horas de viaje. Me instalé en el camping Mantilla, muy lindo y cerquita del centro y la costanera, que también son lugares bastante bellos, dicho sea de paso. Creo que es el camping donde paró Meli, rosarina y gran cantora de chamarritas, según ella misma me contó cuando anduvo de visita por Corrientes. Una vez que armé la carpa y guard�� mis cosas salí a pasear, por fin sin la bicicleta. Me preparé unos sanguchitos y unos mates, y los disfruté, por supuesto, en la plaza central, que acá se llama 25 de mayo. Detalles interesantes: en Esquina, capital del pacú y cuna de don Diego Maradona, la avenida costanera se llama justamente Diego Armando Maradona, y en el centro hay una cantidad desproporcionada de heladerías.
Todo parece indicar que mañana voy a pasar el día acá, porque con la bicicleta en estas condiciones salir a la ruta es una locura. Espero que pueda resolver esos desperfectos descalificantes lo más rápido posible. Me molesta no poder seguir viaje pero ¿acaso no venía pensando en el camino que estaba disfrutando poco de los lugares nuevos y que me vendría bien descansar? ¿acaso alguien me corre?
Con esos pensamientos cierro el día, después de preparar un fueguito (la Anto estaría orgullosa de mis habilidades pirogénicas), cocinar y cenar. Escribo estas líneas en compañía de Loki, el perro del camping, mientras tomo un mate cocido y me como una barrita de chocolate de postre.
Porque quiero y porque puedo.
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lahuelladelcaracol · 2 years
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Día 3
Hace frío, mucho frío. Apenas conseguí despegarme de la bolsa de dormir corrí a encender el fuego para preparar los mates. Todos los planes que tenía para la mañana de sábado bellavistense fueron descartados. No fui al museo paleontológico Toropí ni pasé por la bicicletería a ver si podían ajustar los rayos de la bici. Sucede que demoré en levantarme, desayunar y preparar el equipaje, todo esto mientras conversaba con Leo, que desde hace pocos días trabajaba en el camping y que me confesó no tener mucho aprecio por el resto del personal, especialmente sus superiores. Leo fue una de las personas que, hasta ahora, mas insistió con la necesidad de publicar los avances del viaje en redes sociales. Él mismo es un fiel seguidor de montones de perfiles de viajeros en bici, casas rodantes, y a pie.
El caso es que salí de Bella Vista con destino a Goya hacia las 10 de la mañana, y a los pocos kilómetros, ante la intensificación del famoso sonidito del horror de la llanta, tuve que retirar una de las pastillas de freno de atrás. Solamente para encontrarme con que ya estaba prácticamente inutilizable. Lo bueno fue que el resto del camino se hizo mucho más liviano, la ruta estaba tranquila y el día soleado, por lo menos hasta Santa Lucía, altura a la que el cielo sobre mi cabeza ya estaba un poco “encapotado”.
No creo que sea una particularidad de esa ruta, la provincial 27, pero en este tramo de 85 kilómetros me llamó la atención la cantidad de animales muertos al costado del camino. Más me sorprendió darme cuenta de lo casual que nos resulta encontrarnos con el cadáver de un animal, entre los que se incluyen perros, gatos, zorros, zorrinos, zarigüeyas, vizcachas, cuises y hasta monitos. Supongo que el hecho de estar familiarizados con la imagen del lechón congelado esperando a que lo devoremos para Navidad ayuda a digerir tanta muerte suelta a nuestro al rededor.
Entre Santa Lucía y Goya está Lavalle, que por ahora se lleva el premio al lugar donde más personas me saludaron, festejaron, tocaron bocina o desearon suerte de lo que va del camino.
Terminé llegando a Goya a las 4 de la tarde. Fui directo a la plaza Mitre, en el centro, y comencé a mandar mensajes de WhatsApp para intentar conseguir un alojamiento para la noche. Casas de parientes y amigos de mis amigos fueron siendo descartadas de a poco, así que no me quedó otra que averiguar por un lugar para acampar. Para mi desgracia, el único camping de Goya parece ser el municipal, que no solo está sobre la ruta sino que ya lo había pasado, casi 10 kilómetros antes de la ciudad. No era opción. La posibilidad que se me presentaba era acampar en la playa El Ingá... pero no estaba habilitada para acampar y entre las posibilidades de tener que enfrentar a la policía por instalarme ahí y la falta de comodidades básicas a disposición, como baños, agua corriente o una parrilla, me disuadieron de intentarlo.
Así que en eso estaba, esperando que un lugar para dormir cayera del cielo, sentado nuevamente en la plaza. Conocí a Sebastián, un muchacho de Colombia que viajaba en camioneta con su compañera, y parte de su sustento era vender alfajores de maizena. Después de conversar un rato le quise comprar una bolsita, pero en cambio él decidió ofrecérmela como regalo. Empiezo a entender que lo mejor para un viajero no puede ser otra cosa sino otro viajero.
Abandoné la plaza para buscar una bicicletería que pudiera resolver mi situación con las llantas maltrechas, y en mi “ayuda” acudió Sergio: personaje local, sumamente borracho, convencido de que él iba a encontrar conmigo la bicicletería ideal. En esa misión, el pobre Sergio resultó un estorbo. La gente es prejuiciosa con los “caú” de un sábado a las 5 de la tarde. Pero su compañía, hay que decirlo, me resultó muy entretenida. Ni bien me separé del bueno de Sergio, habiendo fracasado en la búsqueda de un taller que me auxiliara, me encontré con Fede. Otro borracho, pero en este caso, viajero. Se confirmó la teoría que había empezado a abrazar gracias al colombiano Sebastián. Con Fede, cordobés y malabarista nos hicimos compinches, ¡y hasta socios! Mientras él mostraba sus piruetas en el semáforo de la plaza, yo tocaba la guitarra y cantaba, y según parece, eso creo un lindo clima para la gente que pasaba. Tanto él como yo nos ganamos unos buenos pesos, parte de los cuales se fueron en botellas de milocho listo. La realidad es que yo me había sentado a tocar como quien no quiere la cosa, sin esperar nada a cambio, y de repente las personas se acercaban a dejarme unos billetes. Ganarse el mango así se me presentó, por primera vez, como una posibilidad real, viable e incluso rentable.
Me despedí del Fede y me fui a dormir, pero ¿a dónde? Después de mucho resistir fui a dormir a un hotel, el Taragüí, donde me recibieron muy bien, tuve la posibilidad de darme una ducha caliente y dormir con calefacción. Un verdadero lujo, sobre todo considerando que casi no tuve que desmontar la bici, mucho menos armar la carpa. Todo eso me vino bien para descansar y poder salir temprano al día siguiente, que iba a ser muy bravo... 110 kilómetros de viaje y pronóstico de lluvia, con la bici maltrecha.
Caí desmayado al primer contacto con la cama.  
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lahuelladelcaracol · 2 years
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Día 2
El amanecer entró de lleno en la carpa, al igual que el fresco del rocío durante toda la madrugada. No dormí bien, pero así y todo me sentí a gusto para remolonear un ratito dentro de bolsa de dormir. El frío hacía pensar dos veces cualquier movimiento que implicara descubrir un poco el cuerpo.
Cuando pude tomar coraje y afrontar la mañana miré el celular pensando: “listo, desarmo la carpa, tomo unos mates, prepara la bici, y pedaleo hasta Goya”. Pero el teléfono, a través de una de sus poquísimas apps, muy sabiamente en este caso, no dudó en responder: “Goya - 130 kilómetros”. Me pareció automáticamente inviable, y como premio al esfuerzo del día anterior, decidí tomarme la jornada con más calma. El destino sería entonces Bella Vista. Abandoné la Shell hacia las 10 y media, frente al desinterés de los playeros seguramente demasiado acostumbrados a ver gente yendo y viniendo en casi todos los medios de transporte terrestre. Agarré la ruta provincial 27 y, por estar un poco más canchero, porque realmente era una ruta más tranquila, por el clima ideal y el paisaje enorme ante mí, fue un trayecto hermoso. No obstante, a los 30 kilómetros comencé a sentir que algo andaba mal con los frenos: quienquiera que haya frecuentado alguna vez el uso de una bici con frenos v-break está al tanto de ese sonido perturbador que produce el contacto, intermitente y no intencionado de parte de quien pedalea, de la llanta con una (o ambas) de las ampollas. Es una señal de que algo está desajustado o desalineado. Durante los últimos 20 kilómetros de viaje paré varias veces a tratar de sacarme esa molestia de encima, pero al tiempo de creer que lo había solucionado, ese sonidito del horror volvía a aparecer.
Nada de eso impidió que llegara a Bella Vista, intentara llegar a la costanera (equivocando el camino y teniendo que atravesar el monte para volver a ubicarme), lo lograra después de un tiempo y me maravillara con lo linda que es esta ciudad. A orillas del Paraná, Bella Vista para mí solo sonaba a naranjas, animales pre-históricos y chamameceros partiendo a la gran musiqueada del cielo (google it: capital nacional de la naranja, reserva paleontológica Toropí y tragedia de Bella Vista). Además de eso, es una localidad muy bella, que justo hoy, 3 de junio de 2022, cumple 197 años desde su fundación. Y claro que hubo fiesta en la plaza central, con muchos globos de color... naranja.
Me instalé en el camping municipal, también a orillas del río. Tomé una ducha caliente ni bien llegué, como a las 14 y media, y me sentí un hombre nuevo. Recorrí la ciudad y volví para hacer un fueguito, tomarme un café, reincidir en el arroz con lentejas y sentarme a escribir estas líneas.
Ya llega la hora de dormir, después de un día particularmente amigable, pensando en, esta vez sí, llegar mañana a Goya. Eso sí, se puede complicar: el sonidito del horror, el de los frenos, tiene que ver con los rayos de las llantas, que están cediendo al peso de mi equipaje y con eso hacen que las ruedas se descentren. Problemas a la vista, y para colmo no pude solucionar nada hoy porque las poqísimas bicicleterías estaban, claro, cerradas por el feriado municipal... ¡Feliz cumpleaños, Bella Vista! Si no puedo cambiar las llantas mañana temprano, solo me queda pedirle al gauchito que me deje llegar a la Petite Paris aún con las ruedas turulecas.
De eso nos vamos a enterar mañana, porque (y ya me voy acostumbrando a la idea) esto funciona paso a paso, kilómetro a kilómetro, día a día.
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lahuelladelcaracol · 2 years
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Día 1
Algo que no escribí sobre el día de ayer, es que tuve un momento muy serio de sentir que el proyecto estaba condenado al fracaso. Cerca de las 14 horas, salí a dar una vuelta a la manzana con la bicicleta totalmente cargada para probar, justamente, cómo sería pasar de cargar apenas mi propio peso a pedalear también con el peso muerto de mi equipaje. El primer intentó fue espantoso: no conseguí que mi manubrio respondiera a mi orden de hacer que la bicicleta viajara en línea recta. Él bailaba pese a mi desesperación y, ante los ojos de papá, no pude disimular mi cara de espanto. La victoria de la selección contra Italia en esa tal Finalissima ayudó a pasar el mal trago.
Sin embargo, la experiencia condicionó bastante el inicio del día siguiente. Estaba demasiado nervioso como para “probar de nuevo” así que la única alternativa posible para mí era esperar al jueves (y ahora empezamos a hablar del día 1) para salir con todo: sólo podía salir bien, la otra posibilidad era, simplemente, no salir.
Así que eso fue lo que pasó. Reubiqué el peso de la mochila que pensaba llevar en el frente (primera lección: no se puede llevar mucho peso hacia arriba, para eso están las alforjas) y dejé el resto más o menos igual. me despedí de mis viejos y de mi hermana, y con el corazón en la mano salí a la calle para (intentar) emprender viaje. Y esta vez, aleluya, funcionó perfectamente. Salí derechito por 25 de mayo, no sin antes dar vuelta la cabeza para despedir una vez más a papá y a mamá, con lágrimas en los ojos al igual que yo, pero corriendo ellos la singular desventaja de aquél que ve partir, en lugar de ser quien efectivamente parte.
Atravesé la ciudad por avenida Maipú, y cuando llegué a la ruta 12 ya sentía el primer gustito a victoria. Pero cuando a los costados de la ruta las casitas, galpones y estaciones de servicio comenzaron a hacerse menos frecuentes, me encontré con la verdadera ruta, esa de la velocidad máxima a 110 para los vehículos con motor a combustión. Y con ella, los camiones pasando al lado mío con toda mi fragilidad e inestabilidad, y mandándome ráfagas de viento que me parecieron tremendas. Sentí miedo, y mucho. Si entre casa y Riachuelo el camino había sido un lujo, entre Riachuelo y Derqui no podía parar de pensar en qué me había metido. Entre Derqui y Empedrado sentí que el trayecto se hacía eterno. Pero la parada del mediodía en la entrada de Empedrado me encontró sereno. Procesé lo aprendido en ese bautismo de la carretera y continué camino. La buena sensación se hizo más fuerte en San Lorenzo, un pueblito en el que entablé amistad con dos pibitos de unos 12 años, Axel y Seba, que detenidos pero sin bajarse de sus bicicletas (una playera, por un lado, y una mountain bike rodado 29 marca top mega nuevita y bastante envidiable, por otro) me acompañaron durante mi descanso.
Los últimos veinte kilómetros del día, con los que completé la primer centena, fueron bravos, esta vez porque las piernas ya pesaban y me preocupaba no llegar a un lugar adecuado para descansar antes de que oscurezca. Pero lo logré. Llegué a la Shell de Cuatro Bocas, cerca de Saladas, a las 17:30. Pregunté si podía acampar y, sin mostrar mucho interés, el encargado me dijo que sí. Y así me instalé, preparé unos mates, armé la carpa, cociné y dormí, no tan plácidamente porque los camiones circularon por la estación toda la noche, pero sintiendo un poco más fuerte ese gustito a victoria que ya les comenté.
¿Realmente estaba pasando? ¿No era un sueño? Al parecer, lo estaba comenzando a lograr, y mis piernas, al borde del calambre, podían dar fe.
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lahuelladelcaracol · 2 years
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Día 0
Nervios. Paso del éxtasis a la agonía con solo pensar en un infortunio, luego la forma de superarlo, y de nuevo otro infortunio quizás más grave. No entran más cosas en las alforjas. Casi todo está atado con alambre, cordones, cinturones viejos, sogas de colgar ropa, esperanzas y otras cosas así de sólidas pero inestables. 
La única que tiene cara de viajar tranquila es la guitarra. Eso es una lección de que para que las cosas salgan realmente bien hay que dedicarles tiempo, pensarlas, cultivarlas, probar y errar y volver a probar. Eso fue lo que hicimos, junto a mi viejo y Huguito Azula, el herrero del barrio. La estructura de hierro, que va a servir de sustento para que mi guitarra (que ya supo ser de Mateo) llegue a todos los destinos necesarios/posibles, era una de las cosas que más me preocupaba. Es curioso como funciona el bocho: ahora que eso está resuelto, me parece una pavada, mientras que todo el resto del equipaje y de la propia bicicleta, desde el tornillo más pequeño hasta la carpa, parece pender de un hilo.
Pero no importa, sé que va a aguantar. Las alforjas, el cuadro de la bici, los porta-paquetes, las llantas, las cubiertas, mis piernas... van a aguantar. Y si no aguantan no ha de ser tan grave. Esa es la gran ventaja del viaje que voy a emprender: TODO puede salir mal. En algún punto, saberlo es un alivio. Lo único que queda es ir, caerse del mapa, bajarse del tren y subirse a la bicicleta, una Milano rodado 29 roja con una calcomanía (detalle para nada insignificante) del Gauchito Gil.
Como verán, estoy protegido por fuerzas místicas respetabilísimas made in Corrientes. Y mis viejos están conmigo. Y mis amigos también. Y la Anto, claro, está conmigo, y si todo sale como deseamos en breve vamos a estar juntos, de cuerpo y alma presentes, pedaleando por las rutas de estos rincones del mundo.
Pensándolo bien, tengo todo por ganar. A paso lento, descansando cuando el cuerpo o la vista lo pidan, seguro que voy a llegar... ¿a dónde? no importa: el destino es el viaje. Y como quien viaja despacito, madrugador sin apuro, con su casita a cuestas y las antenitas pendientes de las mejores hojas verdes para comer, este caracolito (flojo de preparación y absolutamente sin noción) se va dormir para, desde mañanita, comenzar a dejar sus huellitas.
A lo mejor resulta bien.
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