Hallazgos reunidos sin más criterio que una aparente casualidad
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Un pulgón que se alimenta de piedra.
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… varying as the fashions, but the luminous details remain unaltered. Ezra Pound, I Gather the Limbs of Osiris
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Murner hecho fraile gatuno, de charla con Karsthans.
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La urraca sobre el cadalso, Pieter Brueghel. Le gusta que bailen.
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Una máquina de trinar, de Klee (1922)
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Este niño no quiere la sopa. Pobre Gaspar.
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Himmelstrasse, 43. Viena. Casa de Kurt Gödel.

Schubert con amigos.
Paseo
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Unidades habitacionales
La torre cápsula fue construida en los años setenta por el arquitecto Kisho Kurokawa, que pertenecía a un movimiento con el nombre casi paródico de «Metabolismo». La Torre Cápsula Nakagin es uno de los pocos edificios de este movimiento que han logrado sobrevivir. La idea de Kurokawa era crear unidades habitacionales pequeñas, compactas, desmontables y reenganchables que, en principio, pudieran colgarse en cualquier parte. Si te cansabas de vivir en la Torre Nakagin, podías poner tu cubo en la plataforma de un camión y llevarlo a otro lugar.
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Cómo hacer amistad con un globo. Instrucciones sucintas del capitán Alfred E. Schmidt.
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La farmacia - Kurt Tucholsky
Al visitar una ciudad desconocida, lo primero que hacen algunas personas es acudir al restaurante del Ayuntamiento y otras, a algún monumento… Lo que hago yo es ir a la farmacia. Ahí sabe uno a qué atenerse.
Es sumamente reconfortante ver que en Dalarna, en Faido o en Turnu-Severin, los frasquitos también están perfectamente ordenados y todos con el nombre bien a la vista, aunque de casi ninguno sepamos lo que contiene. Algunos nombres son escandalosamente indecorosos, pero los farmacéuticos no lo hacen con esa intención. Y siempre huele a cosas fuertes y acres: son esos olores los que se le van subiendo a la cabeza al bueno del boticario y se la dejan sonada como a todo buen boticario. (Protesta formal de la Unión Imperial de Propietarios de Farmacias Alemanas. Arrepentimiento del autor. Ya no existe ninguna locura privativa del gremio de boticarios, incluso los agrimensores están en pleno uso de la razón… Solo os queda una locura: la vanidad profesional). En fin, las farmacias.
En realidad, nunca necesito nada, pero hay tantos y tan simpáticos remedios que da gusto comprar: valeriana, bicarbonato sódico, tintura de yodo… Para algo servirán. «Por favor, deme…».
Entonces aparece flotando un ángel con bata blanca y, si estamos en una farmacia alemana, el joven caballero tendrá cicatrices de esgrima y un gesto grave y ceñudo, como diciendo: «¡Eh, tú! Tenemos estudios y que te vendamos algo es hacerte un favor». Con eso, hasta la arcilla se vuelve el doble de agria de miedo. Otras veces, te atiende una aprendiza rubia y lozana, y no te entra en la cabeza que una criatura tan afable pueda saber de memoria todos esos nombres en latín. Tampoco falta nunca un anciano, que, tras un alto mostrador y sin decir una sola palabra, se dedica a mezclar alguno de los incontables medicamentos…
Aunque, en realidad, no hay más de quince y eso, siendo generosos.
Desde los tiempos de Hipócrates, solo hay quince medicamentos y, aun así, una industria química altamente desarrollada y las fábricas para la producción en masa de médicos han conseguido hacer de esos diez medicamentos unos cuarenta y cuatro mil cuatrocientos cuarenta y cuatro. Algunos pasan de moda y los desechamos. Sí, también se gana dinero con eso. Pero no es lo único: los enfermos quieren que sea así. No solo creen en el hombre milagroso (ya sea profesor o curandero), sino que también depositan su fe en esas cosas con etiquetas de colores y pulcramente envasadas que terminan en -ina o en -ol, y que no son más que alguna combinación nueva de los mismos diez medicamentos de siempre.
Es bonito estar en una de esas farmacias. Estás a salvo; dentro no te puede ocurrir nada, porque hay algo para cada enfermedad y para cada persona. Qué ordenado todo, y qué equilibrado, y qué redondamente medido… qué poco salvaje. ¿Tendrá el boticario un tornillo suelto? ¿Una esposa infiel? ¿Conflictos con su visión del mundo? Ni debería ni queremos saberlo nosotros. Estamos ante él, el capellán de pueblo de la J. G. Farben y predicador rural de la ciencia médica. La farmacia vuelve contemplativo: pedimos, tomamos, pagamos y ya estamos medio curados. Hasta la puerta.
Fuera es mucho menos acogedor y, desde la isla suavemente perfumada de la medicina, nos lanzamos de nuevo a mar abierto. La farmacia es la estampa sagrada del hombre sencillo e incrédulo.
Kurt Tucholsky, Lerne lachen ohne zu weinen. Berlín: Ernst Rowohlt, 1932.

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